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Ella le hizo una proposición indecente. Sara Stean abrió los ojos de par en par antes de cerrarlos con fuerza... "Dios mío, acabo de hacer una proposición indecente". Aunque fue Sara la que dio el primer paso, llena de nervios y dudas, fue el millonario Sean Garvey el que tomó la iniciativa con su propia proposición. Sean quería casarse por conveniencia... y quería que Sara fuera la novia...
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Kim Lawrence
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Boda falsa, n.º 1393 - abril 2017
Título original: The Groom’s Ultimatum
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9686-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Está dormida?
Sean se detuvo al reconocer la voz del segundo marido de su madre, George Stean.
–¿George…?
Al tiempo que empujaba la pesada puerta de roble, se agachó antes de entrar, aunque fue demasiado tarde.
Algunas personas, sin duda, envidiarían a la familia que fuera lo suficientemente afortunada como para ocupar la histórica casa de Spring Hurst Hall, que hasta tenía un fantasma residente, pero Sean no era uno de ellos. Encontraba el artesonado de roble de las paredes oscuro y agobiante. Las habitaciones le parecían demasiado pequeñas, los techos demasiado bajos y, además, prefería una casa en la que un despiste no dejara a alguien que midiera más de un metro ochenta con un caso severo de conmoción cerebral.
Sean Garvey, esbelto, atlético y de casi dos metros de altura, estaba muy por encima de aquel umbral de peligro.
Si dejaba a un lado sus preferencias personales, no resultaba difícil ver la razón por la que se consideraba a aquella casa una de las mansiones de estilo Tudor de más importancia histórica de entre las que seguían en manos privadas. Sin embargo, no siempre había sido una casa. Había tenido varios usos, el más reciente de los cuales había sido un internado femenino. Entonces, George la había comprado y la había devuelto a su gloria original. Aquello había ocurrido hacía diez años y había coincidido con su «primera» jubilación y con su matrimonio con la madre de Sean, Hilary.
A nadie le había sorprendido, y mucho menos a su nueva esposa, que George se hubiera cansado de jugar a ser terrateniente rural unos seis meses después. Era un hombre muy activo, que había construido su imperio de la nada. Sean nunca se había podido imaginar a su padrastro delegando el control de todas sus empresas en otra persona más joven. De hecho, hasta que a su madre se le había diagnosticado una enfermedad unos meses antes, Sean había estado convencido de que George Stean solo abandonaría su despacho si lo hacía con los pies por delante. Sin embargo, cuando supo de la enfermedad de su esposa, no había dudado en dedicarse exclusivamente a ella.
Sean nunca había estado de acuerdo con la relación y seguía encontrando a George una de las personas más difíciles que conocía. No obstante, si alguna vez había tenido dudas sobre los sentimientos del viejo por su segunda mujer, estas habían desaparecido. Ni siquiera los problemas que había tenido con el lanzamiento de su nuevo canal digital le habían hecho abandonar su lado.
–Estaba dormida –confirmó Sean, mientras entraba en una de las pocas habitaciones que no tenían artesonado de madera en las paredes. Estaba decorada en delicados tonos pastel y tenía un suave aroma de flores, junto con la mezcla de peluches y cosméticos, afirmaban que su ocupante era una mujer que seguía recordando su infancia.
George asintió y volvió a poner un raído osito de peluche encima de la almohada.
–Ha pasado muy mala noche –dijo, con voz cansada, mientras se levantaba de la cama.
–Eso significa que tú también –replicó Sean. A pesar de que su madre contaba con el cuidado de una enfermera las veinticuatro horas al día, sabía que George no dormía si Hilary estaba despierta.
–¡Ojalá fuera yo el que estuviera enfermo!
Sean notó la sinceridad de su voz y la dureza de sus ojos grises se suavizó.
–Los dos –replicó tristemente, reconociendo muy bien el desamparo que sentía su padrastro.
Desde que a su madre le habían diagnosticado leucemia, Sean había estado esforzándose por contener la ira y la impotencia que sentía. De hecho, a menudo le parecía que la que mejor había asimilado la enfermedad había sido la propia Hilary. Su valentía y fuerza eran extraordinarias, aunque algunas veces se preguntaba si aquella actitud era solo una actuación por su esposo y por él mismo.
–¿Se lo has dicho ya a Sara? –le preguntó, sin prestar atención al hecho de que aquel nombre no debía pronunciarse en presencia de George. Sabía que, por mucho que el magnate de los medios de comunicación hubiera despotricado de su hija y de su comportamiento, esta era y sería siempre la niña de sus ojos.
–No –respondió George–. Resulta algo difícil decirle a alguien algo cuando no las has visto desde hace dieciocho meses.
–¿Esperas que me crea que no sabes dónde está?
Si, tal como creía, conocía a George, no dudaba que él ya tendría un informe completo sobre su hija, lo que incluiría lo que había tomado para desayunar. Las acusaciones de Sara sobre el hecho de que a su padre le gustara controlarlo todo no habían andado muy descaminadas.
George se encogió de hombros y tomó una fotografía de su hija, en la que aparecía como una dulce adolescente.
–Entonces, era mucho más fácil tratar con ella.
–Se va a poner hecha una fiera, por no decir que se va a sentir muy dolida, cuando se entere de que no le has contado lo de mamá.
A pesar de que los comienzos fueron difíciles, Sara siempre había querido mucho a Hilary. Sean sabía perfectamente que el problema era que ni George ni Sara estaban dispuestos a ceder ni un centímetro. Los dos eran testarudos como una mula, aunque Sara era mucho más agraciada.
Recordó una imagen de Sara, con una amplia y tierna boca, unos ojos azules verdosos poco frecuentes. Se preguntó si se habría dejado crecer el cabello. La última vez que la vio, su hermoso cabello castaño rojizo, con reflejos dorados, iba cortado al estilo paje. Sin embargo, le gustaba pensar que aquella melena le llegaba hasta la cintura, como lo había llevado antes: una sedosa catarata que casi le llegaba a la cintura. El porqué le gustaba pensar en ello era algo que no podía entender…
–Ya sabes que, en lo que se refiere a esa muchacha, nunca puedo hacer nada bien.
Aquello era algo que Sean comprendía perfectamente. Sean pensó en lo acertado que estaba George mientras repasaba los acontecimientos de su último y tormentoso encuentro con aquella joven tan imposible.
Todavía no había podido entender por qué la había besado. No era que se sintiera atraído por ella. «¡Ni mucho menos!» Para empezar, no salía con jovencitas de veintidós años ni le interesaba tener ningún tipo de relación con alguien tan volátil, mimada y poco razonable como Sara Stean.
Tal vez había sido por pura frustración. Incluso en aquellos momentos se le tensaba la mandíbula al pensar en cómo ella se había negado en redondo a atenerse a razones. Había entrado en su despacho como una fiera y había empezado a insultarle delante de sus clientes. Fuera cual fuera la motivación detrás de la desafortunada reacción de Sean, no cabía la menor duda de que esta había sido completamente desproporcionada. Sin embargo, estaba muy seguro de que no volvería a hacerle ningún favor a George en lo que se refería a su hija.
–Sabes que regresará enseguida si le dices lo de mi madre…
–Lo sé, pero estaba esperando…
–Que decidiera volver a casa por propia voluntad.
–Sin embargo, las cosas han cambiado.
–Eso es precisamente lo que te he estado diciendo.
–No, no me refería a Hilary –susurró, mientras se frotaba la mandíbula con temblorosa mano–. Sara está embarazada.
–Eso es imposible –replicó Sean, con convicción. No tenía ni idea de por qué estaba tan seguro. Sabía que Sara no podía estar embarazada. Para estar embarazada había que…–. No es posible –repitió, mientras comenzaba a pasear de arriba abajo por el dormitorio.
Se dijo a sí mismo que su rechazo era completamente natural. Sara era casi como una… una hermana para él. Decididamente, no prestó ninguna atención a la voz que escuchaba en el interior de su cabeza. Dadas las circunstancias, cualquier hombre sentiría un instinto de protección.
–Me temo que no hay ninguna duda, Sean –afirmó George–. La han visto saliendo de la Maternidad de San José en seis ocasiones durante este mes.
Sean se resistía a aceptar los hechos que George le estaba presentado. ¡Seis veces! No es que estuviera muy familiarizado con el tema, pero seis veces le parecía algo excesivo. ¿Estaría Sara teniendo problemas con su embarazo? Decidió no compartir aquellos pensamientos con George. Se dio cuenta de que no había sido exactamente el pilar de apoyo que el marido de su madre había necesitado. Decidió tratar de animarlo.
–Bueno, George, no será la primera mujer soltera que se queda embarazada. Además, así te estaría proporcionando el heredero que siempre has querido.
«Y eso me dejaría a mí al margen», pensó.
El rostro de George Stean se alegró visiblemente al considerar las palabras de su hijastro. Entonces, la tristeza volvió a apoderarse de él.
–Lo único que necesita ahora es un marido…
–¿Quién es el padre?
–Eso es lo peor, Sean. No tengo ni la más remota idea. La maldita agencia dice que no tiene un novio fijo. Ha salido con varios hombres, pero nadie especial.
¿Una aventura de una noche o incluso varias aventuras…? Decidió que Sara había sido una estúpida. Sean pensó que tal vez ni siquiera ella supiera quién era el padre.
–Ninguna vigilancia es infalible, George.
–Bueno, pues sea quien sea no parece que esté con ella ahora.
–¿Lo sabe mamá?
–No, no se lo he dicho todavía. En realidad, Sean, estaba esperando que tú…
–¿Que yo se lo dijera? ¿Acaso crees que se lo tomaría mejor si las noticias se las diera yo?
–En realidad, estaba pensando en una tarea mucho más importante que esa. Ya sabes que no soy un hombre estrecho de miras, Sean, pero no me importa lo que diga la gente… Un niño necesita un padre y un apellido. Yo puedo darle y le daré a mi nieto todo lo que el dinero pueda comprar…
–No creo que Sara lo acepte –predijo Sean.
–¡Sara nunca debe saber que yo he tenido algo que ver! –exclamó George, poniéndose de pie con el rostro muy congestionado.
–¿Algo que ver con qué?
–Lo que estoy tratando de decirte, Sean, es que estaba esperando que te casaras con Sara por mí, para darle un apellido a ese niño…
Aquello tenía que ser una broma. Examinó cuidadosamente el rostro de George, pero no encontró nada que le indicara que así era.
–¿Que quieres qué?
–Sé que suena un poco… un poco extraño cuando se escucha por primera vez –dijo, mirando los incrédulos ojos grises de su hijastro–. Tal vez también la segunda vez, lo admito, pero cuando lo piensas no parece algo tan descabellado. Tú no estás enamorado de otra mujer…
–Tengo treinta y dos años, George. Todavía no he renunciado a encontrar… Además, soy el mismo hombre que te dejó las cosas muy claras hace unos años…
–Eso era completamente diferente. Ella era joven y tú…
–Yo no estaba interesado, George. Tampoco me sentí muy halagado en aquel momento de que tú pensaras que yo era la clase de pervertido que tratara de seducir a una jovencita de diecisiete años…
–Bueno, admito que tú no eres el hombre que tenía en mente para ella. No es que esté tratando de subestimar tus logros…
–¡Vaya! Eso sí que me hace sentirme mejor conmigo mismo… –dijo Sean, lleno de ironía.
–Si ella hubiera ido a la universidad, se habría relacionado con otro tipo de personas, personas preocupadas por cosas más importantes que hacer dinero…
–… pero muy contentos de aceptar tu generosidad, lo que, naturalmente, costaría un precio. Mi yerno, el profesor de universidad… Sí, ya veo que eso sonaría muy bien a la hora de cenar. ¡Dios santo! ¡Qué esnob eres, George! No me gusta estropearte la fantasía, pero las ideas que tienes sobre el mundo universitario están pasadas de moda hace cien años. Tienen tantas ganas como los demás por cortejar al dinero.
–Bueno, eso ya es agua pasada. Si quieres que te diga la verdad, me preocupaba más que ella se te insinuara a ti… Me amenazó con ello.
–Déjame adivinar. Esta conversación tuvo lugar cuando le echaste la charla de que se mantuviera alejada de mí. ¡Dios mío, George! ¿Qué esperabas? ¡Si quieres hacer que Sara haga algo solo tienes que prohibírselo!
–¿Me estás diciendo que vosotros…?
–¡No, claro que no! –gritó Sean, perdiendo la poca paciencia que le quedaba–. Por el amor de Dios, George, solo lo hacía para enfurecerte.
–Eso fue lo que tu madre me dijo en aquella ocasión –admitió George–, pero los hombres empezaron a mirarla… y yo tenía tantos planes para ella en esos momentos. Me rompió completamente el corazón que rechazara aquel puesto en Oxford. Ha tenido oportunidades por las que yo habría dado un ojo de la cara.
–Yo creo que ella solo estaba tratando de ejercer su independencia.
–¡Y mira dónde eso la ha llevado! Necesita que alguien la cuide, Sean, y no me deja que yo lo haga. Mira, ese matrimonio no tendría que durar para siempre, pero si te casas con Sara eso te dará derechos legales sobre el niño. Podrás influir en el modo en el que críe al niño.
–¿Yo, George, o tú más bien?
–¿Has visto dónde vive? –le espetó George, mirándolo con dureza–. ¿La clase de personas con las que se mezcla? ¡No pienso consentir que ni nieto crezca en un tugurio ni que se le llene la cabeza con tonterías de hippies! Si tengo que enfrentarme a ella para conseguir la custodia, demostrar que Sara es incapaz como madre, lo haré. Preferiría no hacerlo, por supuesto, pero…
–¿Serías capaz de eso? ¿De pasear a tu hija por los tribunales…?
–Haré lo que sea necesario –afirmó George.
Sean estaba seguro de que con el equipo de abogados con el que George contaba, no le sería difícil demostrar la incapacidad de su hija como madre. La pobre muchacha no tendría ninguna oportunidad.
–Suponiendo que yo estuviera lo suficientemente loco como para acceder, lo que no es cierto, ¿qué te hace pensar que Sara se casaría conmigo?
–No te hagas el modesto conmigo, muchacho. He visto el modo en el que te miran las mujeres.
–Sara no es como el resto de las mujeres… –susurró Sean. No, efectivamente, Sara era una testaruda y latosa mujer que, por desgracia, tenía la boca más sensual que él había visto nunca.
–No lo sabrás hasta que no lo…
–La última vez que nos vimos, la besé.
–¡Estupendo! –exclamó George, con una sonrisa–. Ya lo tienes casi hecho. Tu madre siempre me dijo que había algo entre vosotros…
–La última vez, fue la rodilla que me metió en la entrepierna… Aparentemente, no le gustó que la besara.
Aquello no era del todo cierto, pero no podía hablar de aquel momento con el padre de la chica a la que había besado. En cuanto a aquel pequeño gemido… prefería no pensarlo. Había cometido la equivocación de no prestar atención a sus propios mandamientos y sintió cómo las llamas del deseo empezaban a recorrerle el cuerpo… Tal era el efecto que Sara tenía sobre él.
–Bueno, al menos no le resultó indiferente.
–Eso es lo que yo llamaría agarrase a un hierro ardiendo.
–Debes saber que tu madre siempre había albergado la esperanza de que acabarais juntos. ¿Te imaginas lo feliz que sería si los dos os casarais…? Haría que sus últimos días…
–No irás a recurrir ahora al chantaje emocional, ¿verdad, George? Porque te aseguro que…
–Recurriré a lo que sea necesario –replicó el padrastro–. Cualquier cosa, lo que incluye darte el control de Stean Holdings…
–Ya me has hecho ese ofrecimiento antes, George, y siempre me he negado –le espetó Sean. Ta vez su propia compañía de producción no tuviera el renombre mundial de Stean Holdings, pero era suya.
–Esta vez no hay ataduras. Lo controlarías todo del modo que tú quisieras…
–Eso suena demasiado bueno para ser verdad, George…
–¿Me estás rechazando? –preguntó George, incrédulo.
–¡No estoy en venta, George! –le espetó Sean, preguntándose qué tenían los Stean para convertir a un tipo normal como él mismo en un Neanderthal.
Sara se acercó a la puerta de su pequeño apartamento y se volvió para dar las buenas noches, aunque no lo habían sido. En realidad, había sido una de las noches más aburridas y más largas que podía recordar, pero la habían dado una buena educación. Fue en aquel momento en el que descubrió que su acompañante, que podría haber participado en una competición de los más aburridos, había colocado estratégicamente sus enormes manos a ambos lados de su cabeza, sobre la puerta.
«¿Dónde los encuentra Anna?», se preguntó, parándose un momento a pensar en la larga hilera de candidatos con los que su vieja amiga del colegio la había emparejado en los últimos meses. Había llegado hasta el punto en el que incluso Anna, que consideraba a las mujeres solteras un desafío para ella, estaba empezando a perder fe en el proyecto. «Tal vez es que soy demasiado picajosa…», pensó Sara.
–Eres tan hermosa –farfulló su acompañante, acercándose a ella mientras le miraba los senos de manera lujuriosa.
Picajosa o no, Sara no estaba dispuesta a soportar nada de todo aquello. Entonces, con un rápido movimiento, se agachó y se salió de entre los brazos de su cita. Después, se colocó tan alejada de él como le fue posible para escapar al tufillo del alcohol.
–Y tú estás borracho.
–No tanto como tú crees, cielo –le informó él, con un guiño del ojo.
Sara se sintió más molesta que preocupada por lo que ocurrió a continuación. En lo que se refería a la defensa personal, conocía un par de trucos muy útiles que eran capaces de dejar a todo asaltante lo bastante dolorido durante un tiempo suficiente como para que ella pudiera escapar. Este hecho le provocó una sensación de seguridad en sí misma que fue responsable de lo que ocurrió a continuación.
La velocidad con la aquel tipo se movía para ser un hombre tan corpulento la sorprendió completamente, como lo hizo la inmensa fuerza de los brazos que la agarraron de los suyos y la apretaron contra la pared.
La presión era tan fuerte que la áspera superficie de la pared le arañaba la espalda a través de la fina tela de la camisa. Sara ahogó la natural necesidad de gritar y se obligó a sonreír seductoramente.
–Vaya, sí que eres fuerte –susurró, con voz sugerente.
–¿Eh? –preguntó él, confuso pero esperanzado.
–Me gustan mucho los hombres fuertes….
Empapándose de la admiración que creía que había despertado en Sara, el hombre empezó a inclinarse hacia ella y aflojó la presión que ejercía sobre los brazos de la joven. No fue mucho, pero sí suficiente para los propósitos de Sara.
No perdió ni un solo segundo en disfrutar de la expresión confundida del hombre cuando este cayó sobre el suelo y se dirigió directamente hacia la puerta de su piso. Desgraciadamente, los dedos le temblaban tanto que necesitó cuatro intentos para conseguir meter la llave en la cerradura y hacerla girar. Con la adrenalina fluyéndole a toda velocidad por las venas, se metió en el interior de la vivienda.
El alivio se convirtió en horror cuando vio que una enorme bota le impedía cerrar de un portazo. A pesar de la fuerza que empezó a aplicar sobre la puerta, esta se fue abriendo poco a poco. Por fin, el hombre entró en el estrecho y pequeño vestíbulo.
Sara trató por todos los medios de no dejarse llevar por el pánico. Sabía que sin el elemento de sorpresa no tenía posibilidad alguna de expulsarlo, por lo que decidió echar mano de su ingenio para tratar de echarlo.
–Escucha, Ian –empezó–, no quiero verme obligada a hacerte daño, pero…
Unas risotadas le impidieron seguir antes de afirmar que poseía varios cinturones negros en artes marciales. ¿Qué podía hacer a continuación? ¿Gritar? ¿Salir corriendo? ¿Ofrecerle un café? Estaba tratando de encontrar una posibilidad cuando una tercera voz le ofreció una nueva perspectiva.
–Si estuviera en tu lugar, escucharía lo que ella te está diciendo, amigo. Imagínate la humillación que sería para ti si se supiera que te ha dado una paliza una muchacha de cuarenta y cinco kilos.
Era una voz dulce y profunda, una voz que era tan personal como las huellas dactilares, una voz que una vez que se escuchaba nunca se olvidaba. Sara ciertamente nunca la había olvidado, lo que probablemente explicaba el hecho de que no hubiera experimentado el alivio que habrían sentido la mayoría de las personas en aquellas circunstancias. La única sensación que sintió, para su horror, fue una necesidad hormonal, completamente primitiva que le subió la temperatura en varios grados y afectó profundamente su capacidad de pensar.
–Cincuenta kilos y soy una mujer –le espetó. Tal vez fuera una lujuriosa idiota, pero no tenía intención de demostrarlo.