Bosques negros, cielo azul - Eowyn Ivey - E-Book

Bosques negros, cielo azul E-Book

Eowyn Ivey

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Beschreibung

Birdie es una joven madre soltera que trabaja como camarera en un hostal de carretera de Alaska. Su pequeña Emaleen se cría entre las mesas del bar y el bosque de enfrente, donde está su cabaña, con el apoyo de los vecinos y con su inseparable Thimblina, su amiga-libélula-hada imaginaria. Birdie adora a su hija, pero también le abruma su falta de libertad: para divertirse, para irse a pescar un día entero sola o para huir de su extenuante trabajo. Entonces un día aparece Arthur Neilsen en el hostal, un ermitaño siniestro de voz suave que solo baja al pueblo tras los cambios de estación. Arthur «el hombre de cuatro patas»; Arthur «el comemiel», lo llaman. Pero a Birdie no le importa lo que diga la gente: se ha enamorado y está decidida a marcharse con Emaleen a la cabaña perdida de Arthur, más allá del río Wolverine, a vivir entre caribúes, alces y arándanos azules.

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Seitenzahl: 538

Veröffentlichungsjahr: 2025

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SENSIBLES A LAS LETRAS, 109

Título original: Black Woods, Blue Sky

Primera edición en Hoja de Lata: junio del 2025

© Eowyn Ivey, 2025

© Botanical illustrations by Ruth Hulbert, 2025

Published by agreement with Folio Literary Management, LLC and International Editors & Yáñez’ Co. Literary Agency.

© de la traducción: Pablo González-Nuevo, 2025

© de la imagen de la portada: Mirabelle Print/ShutterStock

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2025

Hoja de Lata Editorial S. L.

Camino del Lucero, 15, bajo izquierda, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu/Iván Cuervo Berango

Corrección de pruebas: Tania Galán Álvarez

ISBN: 979-13-87554-08-8

Producción del ePub: booqlab

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

 

 

Los bosques ya están negros, el cielo aún azul.

Que el cielo sea siempre azul para usted, mi joven amigo;

e incluso en el momento, ya próximo para mí,

en que los bosques estén negros y la noche caiga presurosa,

se consuele contemplándolo, como hago yo.

MARCEL PROUST,Por el camino de Swann

ÍNDICE

Cubierta

Título

Créditos

Índice

PARTE UNO

C

APÍTULO 1

C

APÍTULO 2

C

APÍTULO 3

C

APÍTULO 4

C

APÍTULO 5

C

APÍTULO 6

C

APÍTULO 7

C

APÍTULO 8

C

APÍTULO 9

C

APÍTULO 10

C

APÍTULO 11

PARTE DOS

C

APÍTULO 12

C

APÍTULO 13

C

APÍTULO 14

C

APÍTULO 15

C

APÍTULO 16

C

APÍTULO 17

C

APÍTULO 18

C

APÍTULO 19

C

APÍTULO 20

C

APÍTULO 21

C

APÍTULO 22

C

APÍTULO 23

C

APÍTULO 24

C

APÍTULO 25

C

APÍTULO 26

C

APÍTULO 27

C

APÍTULO 28

C

APÍTULO 29

PARTE TRES

C

APÍTULO 30

C

APÍTULO 31

C

APÍTULO 32

C

APÍTULO 33

C

APÍTULO 34

C

APÍTULO 35

C

APÍTULO 36

C

APÍTULO 37

A

GRADECIMIENTOS

Guide

Cover

Índice

Start

PARTE UNO

CAPÍTULO 1

Birdie se dio cuenta de su error en cuanto logró abrir los ojos. Estaba hecha polvo, como si tuviera la gripe o la hubieran apaleado de la cabeza a los pies, y en el interior de la cabaña de una sola habitación fue cada vez más consciente de su propio hedor, del olor a humo de tabaco, alcohol digerido y vómito que rezumaba su piel. Sacó el brazo con cuidado de debajo de la cabeza de su hija y la niña se giró hacia el otro lado de la cama pero no despertó. La pequeña Emaleen, con su pelo rubio revuelto y las mejillas calientes y sonrosadas. Birdie quiso acurrucarse a su lado y volver a dormir. Pero el dolor de cabeza iba de mal en peor. Logró sentarse en el borde de la cama y se levantó lentamente. Sintió un sudor frío en las axilas y a la altura de los riñones. Apoyó una mano en la pared cuando notó que le flaqueaban las rodillas, y al bajar la vista se dio cuenta de que aún llevaba puestos los vaqueros azules y la camiseta del día anterior.

El hostal Wolverine se había llenado la noche pasada. Alrededor de una docena de habituales habían conducido desde Alpine y Stone Creek, un par de camioneros se habían detenido con sus tráileres a pasar la noche y Charlie Coldfoot y sus colegas habían llegado en sus Harleys desde Anchorage en su primera salida de la temporada. Casi veinte personas apretujadas en el pequeño bar de un hostal de carretera con el único objetivo de ahuyentar a la oscuridad. En los altavoces sonaban Billy Idol y Emmylou Harris. Afuera, los charcos primaverales se habían helado y había caído una ligera nevada desde las montañas, pero lo que Birdie recordaba era estar ardiendo. Rozaba con sus caderas las piernas de los hombres mientras iba repartiendo chupitos de licor y botellines de cerveza fría. Todo lo que decía y hacía resultaba espontáneo y natural, como si ella fuera una llama perfecta danzando entre las mesas de madera, una fuente de calor que se reflejaba en los rostros de conocidos y desconocidos. La música reverberaba en sus pies desde el suelo laminado. Había dejado que Roy la hiciera girar como una bailarina e incluso Della se había reído. Hasta el último de ellos, todo el maldito mundo, era espléndido y hermoso.

Resultaba tentador echarle la culpa a Roy, pero lo cierto es que la cocaína no era gran cosa. De hecho, apenas había sentido el subidón, y eso que Roy y ella se habían metido varias rayas. Cada vez que salían riendo del baño Della los miraba con cara de póquer desde detrás de la barra. Birdie recordó cómo se le iba adormeciendo primero la lengua y después la nariz. Luego incluso los dientes, de tal modo que era como si su cara perteneciera a otra persona. Pero el colocón no fue tanto por la coca como por la bebida. Se sentía como si le hubieran regalado un superpoder, la habilidad de tragar tequila como si fuera agua.

Y fue entonces cuando cometió el error. El error de no parar. Cuando debía haber puesto fin a la noche, recogido sus propinas y ayudado a Della a echar del bar a todo el mundo, había continuado la fiesta. Es cierto que Coldfoot o algún otro la había provocado llamándola floja y que no era fácil estar segura de cuánto había bebido por culpa de la coca. Pero el verdadero problema era la extraña sensación de esperanza que la invadía. Quizá esta vez consiguiera preservar de algún modo ese instante perfecto en el que has bebido lo suficiente para levantar el vuelo pero no tanto como para asquearte de ti misma.

En el cuarto de baño, Birdie acercó la boca al grifo y bebió varios tragos de agua y se mojó la cara. Necesitaba una ducha y un café bien caliente, pero antes cogió el mechero y la cajetilla de tabaco de encima de la cómoda y salió de la cabaña descalza. El único escalón de la entrada estaba frío y mojado de rocío. Apretó los brazos contra el pecho para protegerse del fresco mientras fumaba. Tras meses de invierno sin luz solar directa, finalmente el sol estaba lo bastante alto en el cielo como para brillar sobre el hostal. Los picos de las montañas se alzaban nevados en todas direcciones recortados contra el cielo azul, pero el aire olía a fronda, a retoños de álamo, a briznas de hierba y agua del arroyo.

Birdie apagó el cigarrillo, volvió a entrar en la cabaña, se calzó las zapatillas deportivas y se puso una sudadera. Emaleen dormía profundamente y seguiría haciéndolo durante una o dos horas más. Birdie cerró la puerta con cuidado y se marchó.

Las pequeñas cabañas para huéspedes apenas tenían espacio de almacenaje, de modo que guardaba algunas cosas en un cobertizo trasero. Encajada en un rincón, entre la bicicleta y el trineo de Emaleen, estaba la caña de pescar que el abuelo Hank le había regalado a Birdie años atrás. Había reparado una de las anillas con cinta adhesiva, el sedal estaba gastado y el carrete se atascaba. Pero en la destartalada caja de aparejos encontró unos señuelos Mepps sin abrir y varios eslabones giratorios. Por más que le doliera la cabeza, Birdie siempre recordaría cómo hacer un buen nudo de pescador. «El mejor remedio para la resaca», decía siempre el abuelo Hank. Birdie salió del cobertizo con la caña y la caja de aparejos y rodeó las demás cabañas y el edificio del hostal, dejando atrás la mesa de pícnic y el anillo para las fogatas. Della aún estaría en la cama, y Clancy probablemente preparando café y calentando la plancha para hacer los desayunos en la cafetería.

El sendero hacia el bosque pasaba por casa de Syd, pero no iba a incordiarlo a esa hora de la mañana. De modo que caminó un trecho a través de los árboles y luego abandonó el sendero y se dirigió al arroyo barranco abajo. Las aves veraniegas —los tordos, las currucas y los reyezuelos de moño rojo— empezaban a regresar después del invierno y aleteaban gorjeando entre los abedules y las ramas de abeto. Birdie tuvo que trepar por encima de un abeto derribado por alguna tormenta, pero la hierba seguía a ras de suelo y los espinosos bastones del diablo aún no habían crecido del todo, por lo que resultaba bastante fácil caminar. Cuando la descubrieron los mosquitos se cubrió la cabeza con la capucha de la sudadera. Incluso con los oídos tapados, empezó a oír el murmullo del arroyo antes de verlo.

Solo se dio cuenta de que había olvidado el rifle mientras se abría paso con dificultad a través de un matorral de aliso. Había perdido la costumbre de llevarlo en sus paseos porque en invierno no era necesario. Pero ahora los osos estarían saliendo de sus madrigueras. Se detuvo entre la densa maleza sin hacer ruido, contuvo la respiración y escuchó. Solo se oía el arroyo y el canto de los pájaros, y un poco más lejos el rugido constante del río Wolverine.

—¡Eh, oso! —gritó, dando palmadas.

Solo por si acaso.

La mayoría de las veces, los osos se comportaban según lo esperado, eso cuando se dejaban ver. Evitaban a la gente y al oír tu voz o captar tu olor te daban esquinazo. Era frecuente ver osos negros en las laderas de las montañas, pastando entre arbustos de sapindácea. Los más atrevidos revolvían los contenedores de basura detrás del hostal, aunque por lo general un disparo al aire bastaba para espantarlos. De los osos grizzly, más grandes y peligrosos, rara vez se veía algo más que huellas de sus pezuñas o pilas de excrementos en el bosque. Pero de vez en cuando un oso podía sorprenderte y eran demasiado listos para ser del todo predecibles. Jules vivía carretera abajo cerca del hostal y hacía varios años un oso negro la había acechado mientras recogía arándanos bajo el trazado del tendido eléctrico. Cada vez que se giraba hacia el animal, este avanzaba más rápidamente hacia ella, y cuando le plantó cara el oso se detuvo y empezó a caminar de lado a lado, como si intentara reunir el valor necesario para lanzarse a por su presa. Esto continuó durante más de un kilómetro y medio, y Jules contó que había sido como una versión infernal de un semáforo cambiando entre el rojo y el verde, con el oso acercándose a ella cada vez más. Solo se salvó porque Stan oyó los gritos desde su casa, salió con su 375 y disparó al animal.

Jules había contado esa historia muchas veces y otros habían hecho lo propio. Contar anécdotas sobre osos era uno de los pasatiempos favoritos en el hostal. Parte de la diversión era asustar a los turistas, que abrían los ojos como platos cada vez que oían algo, pero en realidad había que ser idiota para no asustarse al menos un poco. Las historias más aterradoras eran sobre osos grizzly, por su asombroso tamaño y su fuerza. Los cazadores hablaban a menudo de los grizzly que merodeaban en círculo alrededor de sus campamentos en plena noche, chasqueando los dientes y resoplando amenazantes. Un topógrafo había contado que cuando lo atacó una osa cerca de Alpine fue como si hubiera sido arrollado por un tren de mercancías silencioso. Aún tenía en la nuca y el cuero cabelludo las cicatrices de los brutales zarandeos y el zarpazo que le propinó antes de huir con sus dos cachorros. El verano pasado, en la tundra al norte del hostal Wolverine, un oso grizzly había arrastrado fuera de su tienda a un anciano y lo había matado y devorado parcialmente antes de esconder su cadáver bajo un montón de musgo y tierra.

Birdie recordaba nerviosa todas esas historias mientras aguardaba en silencio, escuchando. Pero ¿cuántas veces habría atravesado ese bosque sin encontrarse con nada salvo un urogallo o un puercoespín? Ni una sola vez se había topado con un oso cerca del arroyo. En toda su vida, solo había visto a unos pocos a orillas del río Wolverine, la mayoría a distancia con prismáticos.

«Que no los veas no significa que no estén por ahí», solía decir la abuela Jo. E insistía en que no había lugar peor para estar sin un arma de fuego que un arroyo en pleno bosque de alisos. La vegetación es demasiado densa para controlar todo lo que hay alrededor y el rumor de la corriente apaga los ruidos. Y no hay nada más peligroso que un oso asustado a corta distancia.

Sin embargo, si hubiera dado media vuelta para regresar a por el rifle, habría perdido la mañana. Emaleen despertaría. Birdie se daría una ducha y luego decidiría ir a desayunar a la cafetería. Y antes de darse cuenta estaría de nuevo en el bar a punto de empezar el turno de noche, con un clavo en la cabeza y el cerebro sumido en la neblina de la resaca.

Birdie siguió caminando. Al dejar atrás los alisos también había menos árboles y el descenso hacia el arroyo era suave. Los brotes de helechos empezaban a abrirse y los helechos hembra parecían flotar sobre sus delgados tallos como encaje verde pálido a escasos centímetros del suelo. Si algún oso se acercaba, lo vería.

El arroyo, que nacía en el lago Juniper y moría en el río Wolverine, era lo bastante estrecho para saltar su cauce mientras Birdie lo seguía corriente abajo. Un mes antes todavía quedaba hielo junto al agua y bancos de nieve en sus orillas. Todo eso había desaparecido y entre el musgo y las rocas florecían pequeñas violetas lanceadas blancas y moradas.

Corriente abajo, Birdie vio el viejo álamo caído años atrás atravesando el arroyo. El agua oscura y profunda se acumulaba en los huecos de la madera antes de saltar en cascada sobre el ancho tronco. Este siempre había sido el mejor pozo para pescar, pero las truchas arcoíris pasaban el invierno en el lago Juniper y Birdie no estaba segura de que hubieran llegado ya al arroyo. De momento no había visto a ninguna nadando en aguas poco profundas.

Se acuclilló en la orilla y abrió la caja de aparejos. Encontró el cuchillo de caza que guardaba en ella y lo utilizó para cortar del sedal el viejo y oxidado anzuelo. Después ató uno nuevo, le enganchó un señuelo y caminó hacia el tronco de álamo, poniendo cuidado en no resbalar sobre la madera mojada y podrida donde había perdido la corteza.

Lanzó la caña un par de veces sin éxito. La primera se enganchó en un sauce y la segunda rebotó torpemente en el agua justo frente a ella. Recogió el sedal y cambió el cebo, probó suerte con un lanzamiento en horizontal desde la cintura y el señuelo aterrizó perfectamente junto a la otra orilla. Lo dejó hundirse unos instantes, le dio un suave tirón para hacer girar el señuelo y empezó a recoger lentamente. Sintió el señuelo chocar con algo, aunque probablemente solo estaba rozando alguna rama hundida o el fondo del arroyo.

Probó lanzando a otra parte y variando la velocidad de recogida. Sabía que posiblemente estaba pescando en un pozo vacío pero no le importó. Le bastaba estar allí afuera y dejarse bañar por la luz del sol y el verdor del bosque, el rumor del arroyo y el canto de los pájaros. ¿Y si se quedara allí todo el día, paseando por la orilla y lanzando la caña, pensando únicamente en atrapar alguna trucha? El musgo bajo los pies, las ramas de abedul y el cielo azul sobre su cabeza, sin que nadie le exigiera nada. ¿Por qué no podía ser realmente así su vida? Pero el caso es que no lo era. Al final tendría que regresar y escuchar a Della, que estaría cabreada por lo de la noche pasada. Y tendría que recurrir a la abuela Jo y preguntarle si podía cuidar a Emaleen porque era sábado y de nuevo habría lío en el bar. Tendría que habérselo pedido antes, pero últimamente Jo parecía desganada cada vez que Birdie necesitaba algo. Y, para colmo, Jo tendría que ir en coche al hostal a recoger a Emaleen, pues el coche de Birdie seguía averiado, con un problema en la transmisión que iba a costar más dinero del que ella ganaba en un mes. Por enésima vez, se puso a echar cuentas. El sueldo de treinta días en dos pagas más las propinas de costumbre, menos los gastos mensuales y lo que aún debía al banco por los recibos devueltos… Si además tenía que pagar a una canguro, más le valía dejar el trabajo y empezar a vivir a base de cupones de comida. De todos modos, incluso recortando gastos e intentando ahorrar no veía manera de tener el coche arreglado hasta el otoño. Estaba harta de mendigar dinero y viajes en coche, llevando a Emaleen de un lado a otro como si fuera una maleta. Era como intentar ganar un estúpido y monótono juego que otro había inventado; un juego que, al final, no importaba un carajo. Sabía que era estúpido dedicarse a beber y salir de fiesta, pero era la única manera de sentir un mínimo de emoción por estar viva.

En cuanto dejas de pensar en la pesca es cuando los peces deciden picar. Birdie sintió un repentino tirón en el sedal y al levantar la caña resbaló con el pie derecho y estuvo a punto de caerse. Cuando recuperó el equilibrio soltó algo de sedal al notar que la trucha se resistía. El pez dio un salto salpicando y después nada. Birdie estaba segura de que el viejo sedal se había roto, pero al recoger vio el señuelo deslizándose sobre el agua. Simplemente no lo había colocado bien. Recogió el sedal por completo, desató el señuelo para comprobar que el anzuelo no se hubiera doblado ni roto y volvió a lanzar.

En ese momento, el dolor de cabeza empezó a desvanecerse y esa otra sensación —la mezcla de culpa y resentimiento que la hacía querer ahogar un grito, revolverse y pelear— también se esfumó. Era como si su mente al fin hubiera sido capaz de enfocar únicamente el sedal claro sobre el agua fría y oscura. Tiró la caña una y otra vez hacia la otra orilla del arroyo, concentrada para detectar el más mínimo golpe o tirón.

Y no tardó en notarlo, esta vez más fuerte que el primero. El extremo de la caña se dobló pidiendo sedal, pero ella actuó con suavidad, tirando y recogiendo para mantenerlo tenso. «No lo fuerces», le habría dicho el abuelo Hank. «Ya lo tienes, ya lo tienes».

Birdie saltó del tronco y siguió recogiendo el pez hasta la orilla. Era una preciosa trucha arcoíris que mediría fácilmente unos cuarenta y cinco centímetros, con los brillantes colores que adquieren cuando van a desovar, un oscuro e irisado marrón verduzco con motas negras, que a Birdie le hizo pensar en ojos castaños, y una clara línea rojiza en los costados. Desenganchó fácilmente el anzuelo de su boca. Podría haber devuelto la trucha al arroyo para que siguiera nadando, pero decidió quedársela. Hacía mucho tiempo que Emaleen y ella no comían trucha fresca.

Sacó el cuchillo de caza y mató al pez ensartándoselo en la cabeza. Luego se agachó en la orilla para lavarlo. En cuanto lo destripó, moscas y mosquitos empezaron a zumbar a su alrededor y ella los apartó de su cara con el dorso de la mano. Introdujo el dedo pulgar en la cavidad de las entrañas, deslizándolo de arriba abajo a lo largo del espinazo para extraer los restos de riñón rojo oscuro. Luego aclaró de nuevo el pez y se lavó la sangre de las manos.

Cuando miró el reloj, habían pasado casi dos horas. Tenía que regresar. No había llevado mochila ni una bolsa para guardar la trucha —la verdad es que no esperaba pescar nada—, de modo que introdujo el dedo índice entre las branquias, sacándolo por la huesuda boca, y con la misma mano cogió la caña y con la otra la caja de aparejos. Se imaginó entrando sigilosamente en la cabaña y poniendo los fríos labios de la trucha en la mejilla de Emaleen mientras dormía. Emaleen se despertaría de repente.

—¿Qué tal, bella durmiente? —le diría—. Ahora te convertirás en un sapo.

Y Emaleen se reiría.

—No, mami. Estás confundida. ¡Un príncipe! ¡Un príncipe! Ese es quien besa a la bella durmiente.

—¿Y qué pasa con el sapo?

—Mmm, tienes que… tienes que besarlo y puede que sea un príncipe.

—¿Lo ves? Entonces, deberíamos darle un beso, ¿no crees?

Y acercaría de nuevo la trucha a la cara de Emaleen y la pequeña arrugaría la nariz, riendo y meneando la cabeza.

—Vale, vale, no tenemos que besarla. ¿Y si en vez de eso nos la comemos para almorzar? A lo mejor nos la prepara Clancy.

Y Emaleen aplaudiría.

Llevaba un rato caminando en la espesura, entre los alisos, cuando la caña de pescar se enganchó en un arbusto delante de Birdie. Había olvidado llevarla apuntando hacia atrás, como le había enseñado a hacer el abuelo Hank, con la puntera siguiendo sus pasos entre la maleza. Al intentar soltarla, el sedal se enredó en el extremo de una rama. Dejó la trucha y la caja de aparejos sobre una roca y se dispuso a desenredarlo, maldiciendo en voz baja.

Al terminar, se agachó para coger la caja y escuchó por segunda vez un crujido de ramas. Algo grande avanzaba hacia ella entre los alisos.

Antes de que pudiera decidir si corría o gritaba, vio a un hombre salir de los arbustos. Era Arthur Neilsen. También él pareció sobresaltarse, y cuando hizo amago de retroceder tropezó con la rama baja de un aliso y estuvo a punto de caer.

Birdie se rio.

—Los dos nos hemos llevado un susto de mil demonios, ¿eh?

Él no reaccionó ante su risa ni sonrió, y seguía con la misma expresión de querer huir en dirección contraria. Era un hombre grande, que superaba con creces el metro ochenta de estatura, aunque había adelgazado desde la última vez que Birdie lo había visto el otoño pasado. Su desgreñado pelo rubio parecía habérselo cortado él mismo con un cuchillo mal afilado, y una poblada barba le cubría completamente la cara, exceptuando la larga y profunda cicatriz que bajaba desde un lado de su cabeza hasta la mejilla. De la oreja de ese mismo lado solo quedaba un pequeño colgajo. Quizá porque estaba desfigurado o por su torpe comportamiento y su extraña manera de hablar, la gente tendía a alejarse de Arthur. Birdie siempre había sentido más curiosidad que otra cosa.

Arthur bajó la vista hacia el pez y se acercó un poco más.

—Las truchas —dijo—. Vengo a ver si han vuelto ya al arroyo.

—Sí, yo también —respondió Birdie—. Pensaba que sería demasiado pronto pero acabé atrapando dos. Aunque la primera la perdí.

Cogió la trucha destripada e intentó limpiar la hierba y las hojas que se habían pegado a su piel casi seca.

—Pero esta no.

Birdie la levantó para enseñársela y su expresión se volvió más intensa de repente, como la de un hombre que se dispone a besar o un gato a punto de abalanzarse sobre un ratón. Birdie se dio cuenta de que estaban en las profundidades del bosque, y si ocurría algo nadie escucharía sus gritos.

—Guay —dijo con una risita—. Bueno, será mejor que regrese. Me esperan.

Él intentó apartarse para dejarla pasar pero no había sitio suficiente entre los exuberantes arbustos. Cuando ella lo rozó, tuvo la certeza de haberlo oído inspirar profundamente por la nariz, como si la olisqueara.

Birdie aceleró el paso, mirando por encima del hombro. En cuanto vio que él continuaba hacia el arroyo, le gritó:

—¡Buena suerte con la pesca!

Sin embargo, pocos pasos después se sintió estúpida por haberlo dicho, pues Arthur no llevaba caña de pescar ni aparejos de ninguna clase.

CAPÍTULO 2

Emaleen no sabía qué hacer. Su mamá se había marchado hacía mucho, mucho tiempo y ella estaba asustada, aunque no quería pensar en ello, en lo asustada que estaba, porque el miedo podía crecer y crecer y estallar convirtiéndose en un gigante. Por eso intentaba contenerlo dentro, como un nudo diminuto y muy apretado que notaba cerca del ombligo.

De pequeña, a Emaleen le daba miedo la oscuridad, pero ahora, cuando era de noche y se despertaba sola en la cabaña, sabía que su madre estaba trabajando hasta tarde en el bar. Entonces se quedaba bajo las mantas y cerraba muy fuerte los ojos contando hasta cien o le susurraba algún cuento a Thimblina1 hasta que las dos se dormían de nuevo, y sabía que cuando volviera a despertar su madre estaría a su lado en la cama.

Pero ya no era de noche. Había amanecido y el sol brillaba sobre las montañas e incluso los dientes de león estaban despiertos y empezaban a abrir sus flores. Emaleen había visto a su madre por la ventana cuando se iba sola al bosque. Y luego había seguido mirando y esperando, mirando y esperando, temblando en pijama, suponiendo que su madre aparecería enseguida, pero no lo hizo. Ahora había pasado mucho, mucho tiempo, como una hora o puede que diez, y no sabía qué hacer. Y cuanto más esperaba ella más lejos estaría su madre.

Emaleen no debía salir sola de la cabaña. Podía atropellarla un coche al entrar demasiado rápido en el aparcamiento desde la carretera general o podía caerse al río y ahogarse arrastrada por la corriente, porque era un río muy frío y caudaloso. Pero lo que nunca, nunca debía hacer era adentrarse sola en el bosque. Allí había osos negros y osos grizzly y ortigas que picaban y brujas y alces. Los alces no querían comerte, solo les gustaban las flores y las hojas, pero eran muy altos y muy fuertes y a veces gruñones. Si se enfadaban por acercarte demasiado a sus crías o no apartarte de su camino, entonces se abalanzaban sobre ti. Eso fue lo que le pasó una vez al perro de tía Della. Un alce lo pateó hasta matarlo. Había ocurrido en invierno y tía Della se había puesto muy triste. Quería mucho a aquel perro, aunque fuera tan tonto como para perseguir a los alces.

Emaleen solo tenía permiso para salir de la cabaña si se trataba de una emergencia, y en ese caso debía ir directamente al hostal en busca de un adulto y entonces la cosa se les iría de las manos y ella y su madre estarían en un lío, porque a tía Della no le gustaba que Emaleen se quedara sola a veces en la cabaña, aunque ya no era un bebé.

Por eso no se puso a llorar y tampoco fue al hostal sino que decidió vestirse. El día anterior había ido con su mamá a la lavandería de Alpine, así que su ropa favorita —la camiseta violeta y los pantalones de pana amarillos que eran del mismo bonito color que los dientes de león— estaba limpia y olía bien. Después de vestirse, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó el dedal de plata donde vivía Thimblina. Hacía mucho tiempo había perdido a Thimblina bajo su almohada y estuvo desaparecida durante días, y cuando al fin la encontró el dedal estaba debajo de la cama entre las arañas y los ácaros que no se podían ver, aunque Emaleen sabía que estaban allí abajo y eran asquerosos y le daban miedo y se sintió culpable por Thimblina. De modo que ahora, por las noches, guardaba a Thimblina con cuidado en el cajón para que estuviera a salvo y no se perdiera.

—Está bien —dijo Emaleen a Thimblina. Aunque no lo hizo en voz alta porque Thimblina era imaginaria y podías hablarle dentro de tu cabeza y ella te oía igual—. Voy a preparar chocolate caliente para las dos. No te preocupes, que mamá volverá pronto a casa.

Si no andabas con cuidado te podías quemar con la tetera enchufada en la pared, así que debías ser supercuidadosa. Emaleen abrió la lata de cacao y puso varias cucharadas en su taza, que era muy bonita y blanca con rosas de color rosa. Le habría gustado tener una taza diminuta para Thimblina, pero se conformó con fingir que servía cacao en otra taza invisible, lo que le pareció correcto, porque Thimblina también era invisible.

Emaleen preparó la mesa con el chocolate caliente y una cuchara y una servilleta de papel para cada una, e intentó no pensar en el lugar adonde se dirigía su mamá ni en lo rápido que estaría caminando. Pero no pudo evitarlo. Miró por la ventana hacia la zona del bosque por donde se había marchado su mamá y el nudo de su barriga empezó a revolverse y creció hasta que ya no pudo aguantarlo más. Entonces se levantó y guardó a Thimblina en el bolsillo de los pantalones de pana. Tenía juguetes de verdad, como el bebé de plástico o el muñeco de Epi, que decía «Patito de goma, eres genial» al tirar del cordel en su espalda, pero Thimblina era la mejor porque era un secreto. Podías llevarla en el bolsillo a todas partes y hablar con ella en tu cabeza sin que nadie lo supiera. De esa manera, los niños mayores no se burlaban de ti y los adultos no hacían preguntas incómodas como «¿Cómo se llama tu muñeca?».

Emaleen volvió a mirar por la ventana, luego atravesó la cabaña de un solo dormitorio hasta el otro lado de la cama y después regresó a la ventana, ida y vuelta, ida y vuelta, cuatro, cinco y seis. La abuela Jo a eso lo llamaba deambular y era algo que hacían los adultos cuando estaban disgustados o preocupados. Fuera lo que fuese, no funcionaba, pues ella seguía preocupada y si seguía allí dentro yendo de un lado para otro su mamá podría alejarse tanto que quizá no la alcanzara nunca. De modo que se calzó las botas de agua, por si tenía que cruzar charcos o algún riachuelo, y se puso la gorra de béisbol para protegerse la cabeza de los mosquitos. Luego se asomó a la ventana por última vez con la esperanza de ver llegar a su mamá, pero no fue así, por lo tanto, abrió la puerta y corrió tan rápido como un conejo rodeando la cabaña para que no pudiera verla nadie, como tía Della o Clancy, mientras infringía las normas.

La madre de Emaleen sabía hacer montones de cosas. Sabía encender una fogata incluso sin gasolina. Sabía nadar y usar una navaja y disparar escopetas y conducir una camioneta con una palanca, aunque Emaleen no estaba segura de qué significaba eso. Su madre también sabía muchas cosas sobre animales salvajes y nunca se perdería en el bosque porque sabía en qué dirección estaban las montañas y cómo llegar al río o a la carretera.

Emaleen no temía nada de eso. Lo que más la asustaba, la razón por la que necesitaba encontrar a su madre lo antes posible, era un secreto que no le podía contar a nadie —ni siquiera a Thimblina— porque la hacía sentirse avergonzada. Como si estuviera mintiendo o hubiera estropeado algo.

Encontró una rama caída de un álamo, pero al golpearla contra el suelo se partió en tres. De modo que siguió alejándose de la cabaña, en dirección al bosque, hasta dar con un palo mejor que no se rompiera al golpear el suelo. Si se encontraba con un alce haría como el elefante educado, dejándole pasar enseguida. Y si veía a un oso, de ningún modo echaría a correr, porque la abuela Jo decía que eso solo sirve para que los osos corran tras de ti. En cambio, debía gritar muy fuerte agitando los brazos, y si el oso intentaba morderla ella debía golpearle con un palo. No se atrevía a pensar en las brujas porque no creía que ser educada, gritarles o pegarles con palos fuera a funcionar con ellas.

Emaleen estaba sin aliento cuando llegó al sendero del bosque, de modo que se detuvo a descansar y se giró para contemplar el hostal a lo lejos. No había nadie fuera y, de haber habido alguien en una ventana, ya no la vería porque la tapaban los árboles. Le gustaba esa sensación. Así debía sentirse Thimblina en su bolsillo, donde nadie puede verte y eres un secreto. Miró de nuevo hacia el bosque y echó a andar siguiendo el sendero. Era silencioso y bastante oscuro porque los abetos crecían muy juntos. Tío Syd había cortado a serrucho algunas ramas para que sus agujas no te arañaran al pasar.

Al estar en el bosque debes mantener la boca cerrada, lo que significa que has de guardar silencio mirando a tu alrededor y fijándote en las cosas, y eso hizo Emaleen. A ratos usaba el palo a modo de bastón para caminar y de cuando en cuando intentaba tocar con él las ramas altas de los árboles. Si veía un escarabajo en el suelo no lo aplastaba con el palo, solo lo empujaba un poquito para apartarlo del camino. En su cabeza hablaba con Thimblina, preguntándose adónde habría ido su mamá y explicándole que si no la encontraban pronto tendrían que volver al hostal y pedir ayuda a tía Della, y eso no sería nada divertido.

—Debemos buscar las huellas de mamá —le dijo a Thimblina, pero ninguna de las dos logró ver nada en la tierra seca ni entre la hierba y las agujas de abeto.

Tío Syd le enseñó una vez cómo, incluso cuando no consigues encontrar huellas, en ocasiones es posible ver dónde ha pisado un animal porque aplastan la hierba y las plantas a su paso. Emaleen empezó a buscar de esa manera. Lo hizo durante mucho rato mientras caminaba, observando las plantas con la cabeza gacha, pero era aburrido y no vio nada interesante y pensó que si seguía mirando a su alrededor con tanta atención avanzaría muy despacio.

Entonces se sorprendió al ver una planta aplastada y con el tallo quebrado, y al levantar la vista descubrió muchas plantas y hierba en las mismas condiciones. Alguien o algo había abandonado el sendero y continuado colina abajo.

Emaleen estaba pensando. Era una decisión difícil. Si escogía la ruta equivocada quizá no encontrara a su mamá. Si Birdie había ido a casa de tío Syd, probablemente estarían los dos sentados en su jardín bebiendo café. Pero si había ido colina abajo por aquel sendero entonces se estaría alejando cada vez más.

Emaleen abandonó el sendero y tuvo la contradictoria sensación de que estaba siendo muy valiente o quizá muy mala.

Durante un trecho fue fácil seguir el rastro porque había mucha hierba y plantas aplastadas, pero pasado un rato la tarea se complicó. Emaleen miraba y miraba hasta encontrar un tallo quebrado y entonces se acercaba y empezaba a buscar el siguiente. Al pasar junto a un gigantesco abeto vio pelo de bruja enredado en el extremo de una rama. El pelo era largo, gris verdoso y de aspecto estropajoso. La bruja debía de haber pasado volando muy cerca y se habría enganchado. Ya había visto otros parecidos en el bosque. Y también había oído a las brujas riendo y chillando de noche. Su madre decía que probablemente eran coyotes o árboles viejos chirriando zarandeados por el viento los que hacían esos ruidos, pero solo lo decía para que Emaleen no se asustara demasiado.

Emaleen continuó su camino alejándose del árbol porque no quería tocar el pelo de bruja y luego siguió observando el suelo durante algunos metros. Al llegar a los arbustos quiso dar media vuelta y regresar a casa. Aquello estaba demasiado oscuro y daba miedo. Pero tenía que encontrar a su mamá. Se giró para mirar el abeto con el pelo de bruja e intentó memorizarlo para poder encontrar de nuevo el camino a casa.

Era muy difícil caminar entre los arbustos porque los troncos eran gruesos y se entrecruzaban. A veces pasaba por encima de ellos y a veces por debajo. Después llegó a un lugar con gran cantidad de tallos altos y amarillos recubiertos de espinas largas y venenosas. La abuela Jo decía que se llamaban bastones del diablo y Emaleen tuvo que rodearlos caminando de lado y metiendo barriga para no pincharse. Y fue entonces cuando estuvo a punto de pisar algo asqueroso. Parecía un gran pastel de barro con muchas semillas dentro. Emaleen no estaba del todo segura, aunque sí bastante, de que aquello era caca de oso o quizá de lobo. La tocó con el palo. Un adulto sabría a qué clase animal pertenecía y si aquello llevaba allí pocos minutos, muchos días o quizá todo un año, pero Emaleen no tenía ni idea. Saltó el pastel de barro, esquivó las plantas llenas de pinchos y siguió trepando, pasando por debajo y atravesando los arbustos sin soltar el palo ni una sola vez, y entretanto seguía pensando en cómo podría golpear en la cabeza al oso o al lobo si se topaba con alguno.

Sin embargo, a medida que se adentraba más y más en la espesura empezó a ponerse nerviosa. Estar escondida allí, entre los arbustos, no era un secreto divertido. Era muy pequeña y estaba sola y tenía frío.

Más adelante parecía que se acababan los arbustos, pero no era así, pues seguían, seguían y seguían. Emaleen tenía la garganta seca y las piernas muy cansadas. Deseó haber llevado consigo la cantimplora de agua de mamá y quizá algo de comer. Aquel nudo tenso y diminuto de su barriga empezaba a retorcerse otra vez. Se sentó a descansar sobre una gruesa rama que se bamboleaba ligeramente a la altura del suelo, lo que seguramente le habría parecido divertido de no haber estado tan cansada y preocupada. Decidió que era hora de volver a casa e ir a buscar a tía Della, porque quizá necesitaba la ayuda de un adulto.

Sin embargo, cuando se levantó del bamboleante asiento no supo en qué dirección se suponía que debía ir. De repente todo le parecía igual a un lado y a otro, como por un truco de magia, obra de una malvada bruja que quería atraparla. Y entonces fue cuando se asustó de verdad. Le ardían las mejillas y empezó a llorar, aunque solo un poquito. No podía correr porque tropezaba y se enganchaba en las ramas, pero siguió avanzando en línea recta sin detenerse ni cambiar de dirección. Incluso cuando los arbustos le arañaban la cara y le golpeaban las espinillas siguió adelante sin detenerse hasta estar libre. Y entonces vio un arroyo y al otro lado había un abeto con pelo de bruja. Pero todo era muy extraño porque ella no recordaba haber cruzado ningún arroyo para llegar hasta allí, aunque estaba segura de que aquel era el árbol de la bruja, lo que significaba que debía cruzar al otro lado y subir aquella colina para volver al sendero de tío Syd.

Cuando Emaleen llegó al arroyo se dio cuenta de que era demasiado profundo para sus botas de goma. Sin embargo, encontró una zona donde el agua se extendía formando numerosos riachuelos más pequeños que fluían rodeando helechos y rocas. Caminó sobre las rocas haciendo equilibrios y saltó hacia los helechos. Cada pocos pasos le entraba algo de agua por la caña de las botas y en una ocasión incluso se cayó de espaldas en el agua fría, pero no era profunda. Cuando alcanzó la otra orilla tenía las botas llenas de agua y el trasero mojado, pero ya estaba muy cerca de casa. Solo tenía que subir la colina hasta el sendero de tío Syd.

Subió, subió y subió y cuando por fin llegó a lo alto de la colina no vio ningún sendero. Emaleen miró a su alrededor, buscando algún hito reconocible cada vez más lejos del arroyo, pero había tantísimos árboles que no podía ver las montañas, la carretera ni el río. Le costaba mucho ver porque tenía los ojos llenos de lágrimas. Podía seguir sus propios pasos en dirección contraria, aunque para hacerlo tendría que cruzar otra vez el arroyo y volver a adentrarse en aquella siniestra espesura. Y además, ¿no se encontraba ya en el lado correcto del arroyo?

Una vez, la abuela Jo le había contado un cuento sobre un niño que se perdía en las montañas y solamente tenía una bolsa de malvaviscos. Había demostrado ser muy listo porque no se los había comido todos de una vez. Había preparado un lugar para echarse a dormir al pie de un árbol y había comido un solo malvavisco cada mañana hasta que lo rescataron. Eso era lo que había que hacer si te perdías, quedarte en un sitio y racionar la comida. Pero ella no tenía ningún malvavisco y tampoco quería dormir a la intemperie con las arañas y los mosquitos.

—¡Mami! ¡Mami! —gritó tan fuerte como pudo, pues quizá su madre aún no se había alejado demasiado y a lo mejor la escuchaba y acudía en su busca.

Gritó y gritó hasta que le dolió la garganta y su voz sonó rara.

—¡Mam…!

Interrumpió el grito a la mitad, pues de repente pensó que también el oso o el lobo podían oírla e ir a buscarla y comerla. Entonces se quedó muy callada.

No le parecía nada divertido sentarse en un sitio a esperar y esperar y tampoco parecía muy buen plan, excepto porque era una idea de la abuela Jo. En varias ocasiones, Emaleen creyó oír pasos caminando, caminando, pero Thimblina dijo que era solo una ardilla. También escuchó un gruñido a lo lejos, pero según Thimblina solo era el río.

Emaleen sacó el dedal del bolsillo. Era de plata brillante y parecía un diminuto y elegante sombrero. La abuela Jo decía que era para protegerte la yema del dedo al coser, pero a Emaleen le gustaba ponérselo en el pulgar porque encajaba a la perfección. Lo sostuvo en el aire para dejar salir a Thimblina y no aplastarla, y luego se puso el dedal en el pulgar. No estaba segura de qué aspecto tenía exactamente Thimblina. Quizá el de una libélula, pero sin los grandes ojos de bicho y las patas espinosas, o quizá fuera como un hada con alas de polilla y largas y flexibles antenas graciosamente inclinadas sobre la cabeza. Pero Thimblina también era capaz de convertirse en una luz pequeña y brillante, como una estrella que podías guardar con delicadeza entre las manos. Mientras ella dormía dentro del dedal era muy pequeña, pero luego podía crecer cuando salía volando al mundo porque era mágica.

Emaleen deseó que Thimblina pudiera mantenerla a salvo y ayudarla a encontrar el camino de vuelta a casa. Pero eso era una tontería. Thimblina no era más que un producto de su imaginación. Solo los alces, las brujas y los osos eran reales.

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1 De thimble (dedal, en inglés) y, como se ve enseguida, en posible alusión a Thumbelina, es decir, Pulgarcita. (Todas las notas son del traductor).

CAPÍTULO 3

Emaleen no estaba en la cabaña. Birdie había registrado hasta el último rincón, abriendo incluso el armarito bajo el lavabo del cuarto de baño y apartando la cortina de la ducha, en todos los lugares donde la niña solía jugar al escondite cuando era un bebé. Salió gritando, «¡Emaleen! ¡Emaleen!».

Era lo último que quería hacer, pero al final decidió ir al hostal. Della aún estaba durmiendo en el apartamento del primer piso, encima del bar, y parecía vieja y confusa cuando abrió la puerta.

—¿Que no está? ¿Cómo que no está?

—No lo sé. He mirado en todas partes. Estaba durmiendo en la cama cuando me marché…

—¿Te marchaste? ¿Cuándo?

—Esta mañana. Solo bajé un rato al arroyo.

Esperó el estallido de furia, pero en vez de eso Della se puso inmediatamente en modo rescate.

—Dile a Clancy que vaya a casa de Syd. Puede que esté allí. —Su voz era brusca y eficiente. Se vistió sin dejar de hablar, abrochándose los vaqueros por debajo del camisón—. Y si no necesitaremos a Syd para que nos ayude a buscarla.

Della y ella empezaron trazando círculos cerca del hostal, alejándose progresivamente, preguntando uno a uno a los huéspedes de todas las cabañas y buscando en el cobertizo, en cualquier parte, en todas partes. Cuando apareció Syd, dijo que Emaleen no había estado en su casa y tampoco la había visto en el sendero. Se dirigiría al río y volvería buscando desde allí, mientras Clancy cogía la camioneta de Della para ir por la carretera y Della iba hasta las inmediaciones del arroyo. Querían que Birdie permaneciera en la cabaña, pues lo más probable era que Emaleen estuviera cerca y apareciera tarde o temprano.

Un terror helado se apoderó de Birdie. Su mente saltaba de una escena a otra. Si le había pasado algo a Emaleen… si se había ido para siempre… Pero no debía dejarse llevar por el pánico. Tenía que mantener la calma. Necesitaba pensar. ¿Adónde iría Emaleen? Volvió a la cabaña con la irracional esperanza de que estuviera durmiendo bajo las mantas y de algún modo no la hubiera visto, o de que quizá hubiera vuelto a casa sin que nadie la viera mientras todos estaban fuera buscándola. Pero la cabaña seguía vacía y Birdie dio un paso atrás, hacia la brillante luz del sol.

Al otro lado del aparcamiento de grava y la pradera de detrás del hostal apareció una figura exageradamente alta entre los árboles. Birdie se protegió los ojos del sol con la mano. Era Arthur Neilsen, y a caballo sobre sus hombros iba Emaleen. Cuando Arthur vio a Birdie, levantó a la pequeña de sus hombros y la dejó en el suelo. Corrieron la una hacia la otra y Birdie se dejó caer de rodillas y abrazó con fuerza a Emaleen. La niña tenía la cara arañada y sucia de polvo y lágrimas, pero parecía encontrarse bien.

—Oh, Emmie. Maldita sea. ¿Estás bien?

—Lo siento, mami. —Emaleen se sorbía los mocos y se limpió la nariz con el brazo—. Siento haberme perdido.

Birdie la estrechó entre sus brazos y la meció suavemente, a pesar de que una parte de ella quería estrangularla.

Miró a Arthur.

—¿Dónde estaba?

—Aparece en el otro lado del arroyo. La oigo gritar y la encuentro. Ahora está a salvo.

Birdie abrazó a Emaleen, besándola una y otra vez en la frente.

Estalló la furia de Della, tal como Birdie había imaginado, y no tardó demasiado. En cuanto Clancy volvió a la cocina y Syd a su casa, Della instaló a Emaleen en una mesa de la cafetería con un rollito de canela y una taza de chocolate caliente y salió con Birdie al vestíbulo lateral.

—Solo intento entender cómo coñ… —empezó a decir, pero enseguida se contuvo y habló más tranquila—. Estoy intentando entenderlo, pero no puedo. ¿En qué demonios estás pensando? Anoche te pones completamente ciega, ¿y luego te largas de esa manera dejando a la pequeña sola?

—No me largué. Fui a pescar durante una hora o así. Pensé que dormiría hasta que yo volviera.

«Y ya no soy pequeña», imaginó que respondía Emaleen. Birdie se dio cuenta de que había esbozado una fugaz sonrisa.

—Para ti no hay nada serio, ¿verdad? —dijo Della—. Todo es una gran fiesta.

—Solo necesitaba aclararme un poco las ideas. A veces me hace falta, ya lo sabes. Solo un par de putos segundos para mí, sin que todo el mundo intente controlarme.

—La cosa no funciona así. Tú eres su madre. Te guste o no, eres la persona más importante de su vida. Se supone que has de cuidarla, mantenerla a salvo. Así de fácil —Della chasqueó los dedos—, podrían arrebatárnosla.

Birdie estaba cada vez más furiosa.

—Eres mi jefa, Del. Lo entiendo. Y me dices cómo he de hacer mi trabajo. Puedes decirme cuándo pagar la renta y cuándo entro a trabajar. Pero no me digas cómo debo criar a mi hija. ¿Qué sabes tú de ser madre?

Della reaccionó como si acabara de recibir una bofetada, y Birdie supo que se había pasado.

—Lo siento, Del. No pretendía…

—Lo único que digo es que empieces a comportarte como es debido. —La voz de Della sonaba tensa, inquebrantable, pero luego abrazó a Birdie y dijo más suavemente—: No quiero perderos a las dos.

Birdie entendió lo que implicaban aquellas palabras. Della tenía unas considerables reservas de paciencia y compasión, pero incluso ella tenía sus límites, y cuando terminaba con alguien lo hacía para siempre. Y semejante pérdida podía ir más allá de un sueldo o una renta baja para Birdie y Emaleen. Della había dicho que ver a Birdie vivir su vida era como ver a un trapecista tambaleándose en el alambre, bamboleándose de un lado a otro, y temía que tarde o temprano se precipitara al vacío y no hubiera nadie a su lado para recogerla a tiempo.

Sin embargo, no despidió a Birdie. En lugar de eso la cambió al turno de día, insistiendo en que no era ningún castigo, aunque implicara una merma importante en las propinas que Birdie iba a ganar. Della explicó que últimamente había menos gente en el bar la mayoría de las noches y podía permitirse poner a Birdie a servir mesas y lavar cacharros en la cafetería. Pero Birdie sabía la verdad, que Della quería apartarla de la fiesta, y lo cierto es que tampoco a ella le había gustado nunca dejar a Emaleen sola en la cabaña por las noches.

—No quiero ir, mami. Estoy cansada. ¿Por qué no nos quedamos aquí acurrucadas viendo dibujos? Por favor.

Emaleen no hizo nada por ayudarla mientras Birdie intentaba ponerle un jersey y los calcetines. Era como vestir a un muñeco de trapo desafiante.

—Venga, Emmie, ¿no vas a ayudarme? La cafetería abre en un minuto para los desayunos y no puedes quedarte aquí sola.

—¿Por qué?

—Porque no. Eres una niña. Cuando estás durmiendo es distinto, pero cuando estás despierta no puede ser. Te sentirías sola.

—Nunca estoy sola de verdad. Y puedo hacer los deberes sin ayuda de nadie.

—Della me dijo que puedes pintar en una de las mesas, ¿vale? Y Clancy te preparará un gofre.

Birdie cogió un cepillo para peinar a Emaleen, pero los nudos de la parte de atrás eran imposibles y la pequeña logró soltarse e intentó esconderse bajo las mantas.

—¡Maaami! —gritó, con un chillido nasal insoportable—. ¡Pooorfa! Seré muy buena. No volveré a salir sola. Te lo prometo.

—No es eso. No estoy enfadada contigo ni estás castigada. Solamente vamos a cambiar un poco las cosas y de esta manera podré venir a cenar contigo y relajarme por las noches. Estará genial, ¿no crees?

Sacó a Emaleen de la cama y la dejó junto a la puerta, metiéndole los pies directamente en las botas de goma antes de soltarla. Lo único que había salido según lo planeado esa mañana. Tenía la mochila de Emaleen con ceras de colores y papel y ya se habían puesto los abrigos. Apagó las luces. Había que salir pitando. Emaleen no se había lavado los dientes, pero no había tiempo para nada más.

—Venga, será divertido. Puedes fingir que estás en el cole y haces los deberes mientras yo trabajo. Y el viernes te quedarás con la abuela Jo.

Birdie abrió la puerta y salió detrás de Emaleen.

La niña despertó por completo de repente.

—¿Por qué no puedo ir todos los días a casa de la abuela Jo? Le encanta hacer el tonto y nunca se enfada y me deja saltar en el sofá y correr por las escaleras y a veces…

—¡Chsss!

—Pero ¿sabías que la abuela Jo dice que…?

—¡Chsss! ¿Oyes eso?

Se oyó un balido nasal procedente de algún lugar cercano a la cabaña, parecido al de un bebé humano o un corderito. Mee, mee, maaaa. Mee. Mee.

—¡Lo oigo! —respondió Emaleen, susurrando—. ¿Qué es?

Birdie la cogió de la mano y juntas rodearon la cabaña en dirección al lugar de donde procedía el sonido. Se asomaron desde la esquina. A menos de cien metros de distancia, justo en la linde del bosque, había una cría de alce. Estaba inmóvil sobre sus largas y nudosas patas, mordisqueando unas briznas de hierba. Luego alzó la cabeza y volvió a llamar. Mee, mee, mee.

—¡Es tan mono! —susurró Emaleen, poniendo ambas manos bajo la barbilla como si estuviera abrazándose la cara—. Pero ¿por qué llora? ¿Está buscando a su mamá?

Birdie asintió.

—Tenemos que ayudarla.

—No, debemos dejarla en paz —susurró Birdie—. Ella volverá.

—¡Hay que enseñárselo a tía Della!

Sin embargo, cuando recorrieron los escasos pasos que las separaban del hostal, la cría ya había desaparecido entre los árboles.

Durante la primera hora, Birdie atendió cuatro mesas en la cafetería. Todo el mundo quería desayunos completos, y preparó tres jarras de café. Mientras anotaba un pedido escuchó un estrépito a su espalda.

—¡Ay, mami! Se me ha caído el chocolate. Uf, está supercaliente.

—Oye, Birdie, ¿nos puedes poner más de esas croquetas de patata?

—Y me tomaría otro café cuando tengas un momento.

—Ahora mismo estoy con vosotros, chicos. Toma, Emmie, no lo embadurnes más.

Della siempre estaba diciendo que Birdie no sabía lo afortunada que era por tener una hija como Emaleen. Tan lista y tan buena, y fácil de atender. «Tú tráetela al trabajo y ponla a colorear en una mesa». Della tenía muy buenas ideas, pero no era ella quien tenía que vigilar a una niña de seis años mientras trabajaba de camarera.

—¿Por qué no vas a preguntarle a Della si puedes ver la tele arriba? —dijo Birdie, empapando la bayeta de chocolate caliente y recogiendo las ceras de Emaleen que habían caído bajo la mesa.

Observó a la pequeña corriendo por el pasillo y escaleras arriba y luego vio el charco de chocolate en el suelo. Secarlo e ir a toda prisa a la cocina a escurrirlo en el fregadero, guardar las pinturas y el cuaderno de colorear detrás de la barra y coger el ticket de la mesa tres, anotar el pedido de más croquetas de patata y volver a salir con otra cafetera. Su mente siempre debía ir dos pasos por delante.

Mientras limpiaba una mesa y preparaba otra jarra en la cafetera eléctrica, Birdie oyó que la puerta de la zona del bar se abría y se cerraba y vio a alguien atravesar el pasillo a oscuras.

—Todavía no hemos abierto —dijo levantando la voz, pero al no obtener respuesta fue directa al bar.

El lugar estaba silencioso y oscuro en comparación con la cafetería y sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse. Era Arthur, sentado en la mesa junto a la estufa de leña.

—Ah, eres tú. Es que hasta mediodía solo abre la cafetería.

—Me siento aquí y no causo ningún problema —respondió él—. Por favor, ponme una manzanilla.

Birdie se rio antes de darse cuenta de que hablaba en serio.

—Frena, que todavía es temprano —dijo, burlona—. ¿La quieres con un chupito o algo?

—No, gracias.

—Vale. ¿Quieres azúcar?

Birdie esperó el comentario fuera de tono de rigor, algo sobre remojar alguna parte de su cuerpo en su infusión para endulzarla, pero él se limitó a decir:

—Prefiero miel.

No la miró, solo bajó la vista hacia sus grandes manos entrelazadas sobre la mesa.

—Sí, claro.

Birdie pasó a su lado y, al encender la luz pulsando el interruptor de la pared más cercana, pudo ver de cerca la cicatriz ondulada que bajaba desde un lado de su cabeza atravesando la mejilla, como si la carne y el hueso se hubieran plegado sobre sí mismos, y bajo la densa mata de pelo rubio el tejido cicatricial donde debería haber estado su oreja.

—Puedes dejar la luz apagada.

—Oh —volvió a pulsar el interruptor—. ¿Quieres algo de comer?

—No, gracias.

Todo aquello resultaba algo irritante. ¿Por qué molestarse en ir al hostal para sentarse a solas en el bar a tomar una infusión? Sin embargo, mientras vertía el agua caliente sobre la bolsita de manzanilla y el aroma a pétalos de flores emanaba de la taza, respiró hondo y la invadió una extraña calma. Cuando Birdie era pequeña y le dolía la barriga, la abuela Jo solía prepararle manzanilla.

Cogió la taza y un tarro de miel, regresó a la tranquila penumbra del bar y dejó ambas cosas sobre la mesa, delante de Arthur, con la repentina necesidad de quedarse un poco más.

—No sé cómo darte las gracias por encontrar a Emaleen y traerla de vuelta como hiciste.

—En casa es donde debe estar —dijo él.

—Así que sigues por aquí, ¿eh? —preguntó ella.

Arthur levantó la vista desconcertado, pero siguió removiendo la miel en la manzanilla y luego chupó la cucharilla.

—Bueno, es evidente que sí… Me refiero a que no te veo a menudo. Vives arriba en North Folk, ¿verdad?

Él tragó saliva, como si hubiera dado por sentado que ya no tendría que decir nada más.

—Sí —respondió, al fin.

Cogió la taza y bebió un trago lentamente. A Birdie le hizo gracia aquel hombre tan grande, con cicatrices y la barba sin arreglar, bebiendo manzanilla.

—Bueno, pues si quieres algo más que agua caliente me avisas.

Arthur no respondió. Estaba inclinado sobre la mesa como un hombre tratando de recuperarse de una noche dura.

CAPÍTULO 4

—Qué te pasó aquí? —preguntó Birdie tocándose un lado de la cara, en el mismo lugar donde la cicatriz partía desde la oreja de Arthur hasta la mejilla—. No creo haber oído esa historia.

Era la tercera o cuarta vez que Arthur se presentaba en el hostal. Siempre se sentaba solo, en penumbra, en la misma mesa del bar, junto a la estufa, aunque al fin le había permitido encender alguna luz. Ese día la cafetería estaba vacía, de modo que cuando le llevó la infusión con miel y unas tostadas se sentó a la mesa frente a él sin ser invitada. Arthur estaba intentando abrir un minienvase de mermelada de mora con sus manazas. Birdie lo observó mientras lo manipulaba con torpeza y luego se estiró hacia el otro lado de la mesa y abrió rápidamente tres.

Él asintió a modo de agradecimiento, y luego respondió:

—No es nada.

—Parece cosa de una pelea de bar. ¿Un corte con una botella rota?

—No.

—¿No ocurrió aquí?

—No.

—¿Por eso ya no bebes?

—Nunca bebo alcohol.

—¿De veras? ¿Nunca? ¿Así que eres un pendenciero sin más?

Arthur cogió la taza de manzanilla y bebió un sorbo. A Birdie le recordó al abuelo Hank, sentado con las piernas cruzadas en el prado de su finca cuando ella era una chiquilla y servía agua del arroyo con su pequeño juego de té de porcelana. El abuelo Hank apenas podía sujetar la taza de juguete con sus grandes manos de trabajador, pero representaba su papel, levantando el dedo meñique mientras bebía una cucharadita de agua. Lo mismo parecía Arthur, un gigante jugando a «la hora del té».

Birdie se dio cuenta de que él la observaba.