La niña de nieve - Eowyn Ivey - E-Book

La niña de nieve E-Book

Eowyn Ivey

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Beschreibung

Un cuento de hadas moderno ambientado en los bosques de Alaska. Inspirado en la leyenda rusa de Snegurochka, la Doncella de las Nieves. Finalista del Pulitzer. Alaska, 1920. Jack y Mabel, una pareja ya mayor perseguida por el fantasma de la muerte de su hijo, decide escapar de la ciudad y establecerse como pionera en pleno bosque alaskiano. Pero los comienzos no son nada fáciles en esa tierra de inviernos interminables que se resiste a ser cosechada. Entonces un día llega la primera nevada del año y, como niños pequeños, Jack y Mabel hacen un muñeco de nieve. A la mañana siguiente el muñeco se ha fundido, su bufanda y sus mitones han desaparecido, y en la nieve pueden verse unas diminutas pisadas. Pertenecen a Faina, una misteriosa niña salvaje que aparece y desaparece con las estaciones, correteando junto a su inseparable zorro rojo. La pequeña, experta cazadora que sobrevive sola en las montañas, se convierte en la hija que Jack y Mabel nunca tuvieron. Exactamente igual que sucedía en La Doncella de Nieve, el cuento favorito de Mabel cuando era niña.

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Seitenzahl: 519

Veröffentlichungsjahr: 2024

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SENSIBLES A LAS LETRAS, 102

Título original: The Snow Child: A Novel

Primera edición en Hoja de Lata: octubre del 2024

© Eowyn Ivey, 2012

This edition published by arrangement with Little, Brown and Company, New York, New York, USA. All rights reserved.

© de la traducción: Toni Hill, 2011

© de la imagen de la portada: Helen Black/Creative Sparrow

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2024

Hoja de Lata Editorial S. L.

Camino del Lucero, 15, bajo izquierda, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu/Iván Cuervo Berango

ISBN: 979-13-87554-01-9

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para mis hijas, Grace y Aurora

PRIMERA PARTE

—Esposa, salgamos al patio de atrás y hagamos una niña de nieve; quizá cobre vida y se convierta en una hija para nosotros.

—Esposo —dice la anciana—, nadie sabe lo que va a pasar. Salgamos al patio a hacer esa niñita de nieve.

De The Little Daughter of the Snow, de Arthur Ransome

1

Río Wolverine, Alaska, 1920

Mabel ya sabía que habría silencio. Al fin y al cabo se trataba de eso. De un silencio libre de arrullos y de llantos de bebés. Sin gritos de niños que juegan en las casas vecinas. Sin el rumor de pasitos sobre unos escalones de madera gastados por los años y las generaciones, sin el traqueteo de juguetes arrastrados por el suelo de la cocina. Desaparecerían todos esos ruidos que clamaban su fracaso y su pena, y en su lugar solo habría silencio.

Había imaginado que el silencio de las tierras de Alaska sería sereno, como una nevada nocturna, un aire cargado de promesas mudas, pero no era exactamente eso lo que había encontrado. En cambio, cuando barría el suelo de madera, las cerdas de la escoba rascaban como afiladas musarañas que mordisqueaban su corazón. Mientras fregaba los platos, tenía la impresión de que la loza se rompía en pedazos. El único ruido que no salía de ella era un susurro súbito procedente del exterior. Mabel escurrió un trapo en la pila y miró por la ventana justo cuando un cuervo saltaba de una rama desnuda a otra. No había críos persiguiéndose sobre un lecho de hojas de otoño, llamándose unos a otros. Ni siquiera un niño solitario meciéndose en un columpio.

Hubo uno. Diminuto, prematuro y silencioso. Hacía ya diez años, pero a pesar del tiempo transcurrido se descubría evocando ese nacimiento, ese momento en que cogió el brazo de Jack para detenerlo antes de que se lo llevara. Debería haberlo hecho. Debería haber apoyado la cabecita del bebé en la palma de su mano y cortado algunos cabellos para conservarlos de recuerdo en un broche. Debería haber mirado su carita, saber si era niño o niña, y haber estado junto a Jack mientras lo enterraba en el suelo invernal de Pensilvania. Debería haber marcado su tumba. Debería haberse permitido ese dolor.

Al fin y al cabo era un bebé, aunque más bien parecía uno de esos niños robados de los cuentos. Carita transida por el dolor, barbilla diminuta, orejitas puntiagudas; era lo único que había visto de él, e incluso así había llorado porque en el fondo de su corazón sabía que lo habría querido de todas formas.

Mabel permaneció frente a la ventana durante un buen rato. El cuervo ya se había perdido entre los árboles. El sol se había ocultado detrás de las montañas y la luz se había amortiguado. Las ramas estaban desnudas, la hierba era de un gris amarillento. Ni un solo copo de nieve. Era como si todo lo bello, lo reluciente, hubiera sido arrancado del mundo y barrido como si fuera polvo.

Noviembre estaba al caer, y le asustaba saber lo que traería consigo: un frío que se extendía por el valle como un sudario, un viento glacial que penetraba por las rendijas de las paredes de madera. Pero, sobre todo, oscuridad. Una oscuridad tan absoluta que invadía incluso las escasas horas de luz pálida.

Se había enfrentado a ciegas al invierno anterior, sin saber qué le depararía en esa tierra desconocida y agreste. Pero ahora ya no había lugar a engaño. En diciembre, el sol saldría justo antes del mediodía y alumbraría las cimas durante unas breves horas de brillo crepuscular antes de volver a esconderse. Mabel dormitaría sentada en una silla junto al horno de leña. No tendría ganas de releer ninguno de sus libros favoritos, simples páginas sin vida. Ni de dibujar: ¿qué podía plasmar en el cuaderno de dibujo? Cielos insulsos, rincones en sombras. Cada mañana le costaría más levantarse de la cama. Deambularía por la casa como una sonámbula, haría cualquier cosa de comer y colgaría la colada en el interior de la cabaña. Jack se esforzaría por mantener vivos a los animales. Días que se sucedían como si fueran uno solo. El manto opresivo del invierno.

Durante toda su vida había creído en algo más, en las imágenes misteriosas que sus sentidos intuían en las formas cambiantes. El aleteo de una mariposa sobre un cristal, la visión de unas ninfas en los lechos veteados de los arroyos. El aroma de los robles de la tarde en que se enamoró y la forma en que el amanecer se derramaba sobre el abrevadero y convertía el agua en luz.

Mabel no recordaba cuándo tuvo una de esas sensaciones por última vez.

Cogió las camisas de Jack y se puso a remendarlas. Intentó no mirar por la ventana. Si al menos nevara… Quizá el blanco suavizaría esas lóbregas líneas. Quizá lograría crear un punto de luz al que poder aferrarse.

Pero durante toda la tarde las nubes siguieron altas y finas, el viento arrancó hojas muertas de las ramas y la luz se apagó como si fuera una vela. Al pensar en el frío atroz que la dejaría atrapada en la cabaña se le aceleró la respiración. Se puso a dar vueltas por la casa sin dejar de repetirse en voz baja: «No puedo hacerlo. No puedo hacerlo».

Había armas de fuego en casa y ella lo había pensado más de una vez. El rifle de caza junto a la librería, la pistola sobre la puerta y un revólver que Jack tenía guardado en el cajón superior de la cómoda. Mabel no había disparado un solo tiro en toda su vida, pero no era eso lo que la detenía. Era la violencia y el horror indecoroso de un acto como ese, y la culpa que inevitablemente le seguiría. La gente diría de ella que era débil de mente o espíritu, y de Jack, que era un mal marido. ¿Y qué sería de él? ¿Qué vergüenza y culpa tendría que soportar?

Sin embargo, el río… era distinto. Nadie a quien culpar, ni siquiera a ella. Sería un desafortunado accidente. Si hubiera sabido que el hielo no la sostendría, diría la gente. Si hubiera sabido lo peligroso que era…

La tarde se convirtió en noche, y Mabel abandonó la ventana para encender una lámpara de aceite que había sobre la mesa, como si fuera a preparar la cena, a esperar el regreso de Jack como si ese día fuera a terminar igual que cualquier otro, pero en su cabeza ya recorría el sendero que conducía al río Wolverine a través del bosque. La lámpara ardía mientras ella se anudaba las botas, se echaba el abrigo sobre la bata y cruzaba la puerta. Cabeza y manos desnudas al viento.

Mientras caminaba entre los árboles yermos, se sentía eufórica y embotada a la vez, helada por la claridad de sus propósitos. No pensó en lo que dejaba atrás, sino solo en el instante concreto e inmediato, sensaciones precisas y sin matiz alguno. El fuerte ruido de sus botas sobre la escarcha. La gélida brisa acariciándole el pelo. Se sentía extrañamente poderosa y segura de sí misma.

Salió del bosque y se paró al borde del río helado. Lo único que alteraba la calma era alguna ráfaga de viento que le pegaba la falda a las medias de lana y empujaba el limo sobre el hielo. Más arriba, el lecho glaciar llegaba a tener más de ochocientos metros de ancho y aparecía surcado por bancos de grava, trozos de madera y una trenza de canales poco profundos, pero a esta altura el río era estrecho y hondo. Mabel alcanzaba a ver el acantilado de esquisto que se alzaba a lo lejos y descendía sobre el hielo negro. Allí, el agua la cubriría por completo.

Encaminó sus pasos hacia ese acantilado aunque esperaba ahogarse antes de llegar. El hielo tenía tres o cuatro centímetros de grosor a lo sumo; nadie se atrevería a cruzar por ese punto traicionero ni siquiera en los meses álgidos del invierno.

Al principio las botas se le quedaron encalladas en las piedras, pegadas en la orilla arenosa, pero luego consiguió descender de la orilla y vadear un pequeño riachuelo de hielo fino y quebradizo. A continuación cruzó una zona de grava y se recogió la falda para pasar por encima de un tronco, castigado por los elementos.

Cuando llegó al lecho del río, donde el agua descendía hacia el valle, el hielo ya no era blanco y quebradizo sino negro y firme, como si se hubiera solidificado la noche anterior. Deslizó las botas por la superficie y casi se rio de ese cuidado absurdo: preocuparse de no resbalar cuando rezaba para que el hielo se partiera bajo sus pies.

Estaba a varios metros de distancia de la orilla cuando se permitió parar y bajar la vista hacia sus botas. Era como caminar sobre cristal. Veía rocas graníticas debajo de las agitadas aguas color turquesa. Una hoja amarilla flotaba a la deriva, y ella se imaginó flotando a su lado y teniendo una fugaz visión del cielo desde el otro lado de aquel hielo diáfano. ¿Conseguiría ver el cielo antes de que el agua inundara sus pulmones?

Burbujas del tamaño de su mano se veían por todas partes, congeladas en círculos blancos, y alguna zona presentaba grietas grandes y visibles. Se preguntó si el hielo sería más frágil en esos puntos y si debía ir hacia ellos, o más bien evitarlos. Irguió los hombros, miró hacia delante y avanzó sin bajar la vista.

Tras cruzar el centro del canal, el acantilado se hallaba a un brazo de distancia, las aguas emitían un rugido ahogado y el hielo cedió un poco bajo su peso. Contra su voluntad, miró hacia abajo y lo que vio la aterró. No había burbujas. Ni grietas. Solo un abismo negro e insondable, como si el cielo nocturno se desplegara debajo de sus botas. Se dispuso a dar un paso más hacia el acantilado y entonces se oyó un crujido, un chasquido potente y sonoro, como el de una botella de champán al ser descorchada. Mabel abrió las piernas, le temblaban las rodillas. Esperó a que cediera el hielo, a que su cuerpo se hundiera en el río. Al oír otro ruido sordo tuvo la seguridad de que el hielo se hundía, pero solo unos milímetros, una distancia imperceptible únicamente marcada por aquel horrible sonido.

Se mantuvo inmóvil y respiró hondo, pero el agua no llegó. El hielo la sostuvo. Movió los pies despacio, primero uno y luego el otro, una y otra vez, y recorrió el breve trecho que la separaba del acantilado. Nunca había imaginado que llegaría hasta allí, al otro lado del río. Apoyó las manos desnudas en la fría superficie de esquisto, luego hizo lo propio con todo su cuerpo, hasta que su frente rozó la piedra y pudo percibir su olor, a vejez, a humedad.

Aquel frío empezó a penetrarla, así que bajó los brazos, dio media vuelta y emprendió el viaje de retorno por el mismo camino. Tenía el corazón en un puño. Andaba con paso vacilante. Se preguntó si sería entonces, de regreso a casa, cuando hallaría la muerte en aquel río helado.

Al acercarse a la orilla quiso correr, pero la capa de hielo era demasiado lisa y acabó resbalando y tropezando en el banco de arena. Tomó aire, tosió y casi se echó a reír, como si todo hubiera sido una apuesta osada y absurda. Luego se agachó, con las manos en los muslos, e intentó incorporarse.

Se levantó despacio. El paisaje apareció inmenso ante sus ojos. El sol se ponía en el río, lanzando una fría estela rosada por las cimas blancas de las montañas que cerraban ambos lados del valle. Río arriba, los pequeños arbustos, los bancos de grava, los bosques de abetos y los álamos bajos cubrían la montaña de un azul acerado. Ni campos, ni vallas; ni casas, ni carreteras. Ni un alma en ninguna dirección. Solo naturaleza en estado puro.

Mabel sabía que era hermoso, pero de una belleza que te abría en canal y te arrancaba las entrañas hasta tal punto que, aun sobreviviendo a ella, uno se sentía indefenso, a su merced. Dio la espalda al río y emprendió el camino a casa.

El candil aún ardía cuando llegó a la cabaña. Su brillo iluminaba la ventana de la cocina, y cuando abrió la puerta y entró, se sintió abrumada por el calor y esa luz parpadeante. Todo le resultaba extraño, dorado. No esperaba volver.

Tuvo la impresión de que había estado fuera durante horas, pero ni siquiera habían dado las seis de la tarde y Jack aún no había llegado. Se quitó el abrigo y fue hacia el horno de leña; dejó que el calor la invadiera dolorosamente a través de manos y pies. Cuando por fin pudo abrir y cerrar los dedos, sacó cazuelas y sartenes, perpleja ante la futilidad de la tarea que iba a acometer. Añadió leña al horno, preparó la cena y luego se sentó a la mesa con la espalda bien recta y las manos cruzadas sobre su regazo. Unos minutos después Jack cruzaba la puerta: pisó con fuerza con las botas y se sacudió la paja del abrigo de lana. Ella se dedicó a observarle, segura de que adivinaría de algún modo que había sobrevivido a algo terrible. Jack se lavó las manos en la pila, se sentó a su lado y bajó la cabeza.

—Bendice estos alimentos, Señor —murmuró—. Amén.

Ella sirvió una patata en cada plato, acompañada de unas zanahorias hervidas y judías pintas. No hablaron. Solo se oía el ruido de tenedores y cuchillos sobre los platos. Ella intentó comer, pero no pudo. Notaba que las palabras se acumulaban sobre su regazo como piedras de granito, y cuando por fin se decidió a hablar, le pesaban tanto que solo logró decir:

—Hoy he ido al río.

Él no levantó la cabeza. Ella esperaba que le preguntara por qué había hecho tal cosa. Quizá así ella podría contárselo.

Jack pinchó una zanahoria con el tenedor y luego rebañó las judías con un trozo de pan. No dio señal alguna de haberla oído.

—Está totalmente congelado, hasta los acantilados —dijo ella, su voz era casi un susurro. Con los ojos bajos y la garganta tomada, esperó, pero solo oyó el ruido que hacía Jack al masticar, el de su tenedor en el plato.

Mabel levantó la vista y vio esas manos quemadas por el viento, los puños despellejados, las patas de gallo que enmarcaban sus ojos cansados. No recordaba cuándo había acariciado esa piel por última vez, y la idea le dolió en el pecho como si fuera soledad lo que sentía. Distinguió unas hebras plateadas en su barba rojiza. ¿Cuándo habían aparecido? También ella envejecía. Ambos se estaban desvaneciendo sin que el otro se percatara de ello.

Removió la comida sin comerla. Miró al candil que colgaba del techo y vio que de él salían esquirlas de luz. Mabel rompió a llorar. Por un instante dejó que las lágrimas cayeran por sus mejillas y llegaran a las comisuras de sus labios. Jack siguió comiendo, cabizbajo. Ella se levantó a dejar su plato en la cocina. Al volverse, se secó la cara con el delantal.

—El hielo aún no es sólido —advirtió Jack desde la mesa—. Es mejor no acercarse.

Mabel tragó saliva, carraspeó.

—Sí. Por supuesto.

Se entretuvo en la cocina hasta que se le aclararon los ojos, luego regresó a la mesa y echó unas cuantas zanahorias más en el plato de Jack.

—¿Cómo va el campo nuevo? —le preguntó.

—Tirando. —Se llevó un trozo de patata a la boca y luego se la limpió con el dorso de la mano—. Terminaré de talar y cortar los árboles en unos días y quemaré algunos tocones más.

—¿Quieres que vaya a ayudarte? Podría vigilar las hogueras.

—No hace falta. Ya puedo yo.

Aquella noche, mientras estaban acostados, ella fue súbitamente consciente de la presencia de su marido, del olor a paja, de las agujas de abeto en su pelo y en su barba, del peso que hacía crujir la cama, del sonido de su respiración lenta y fatigada. Él yacía a su lado, de espaldas. Ella extendió la mano con la intención de tocarle el hombro, pero en su lugar bajó el brazo y siguió tumbada en la oscuridad, contemplando sus hombros.

—¿Crees que lograremos superar el invierno? —le preguntó.

Jack no contestó. Quizá estuviera dormido. Ella dio media vuelta y se puso de cara a la pared de troncos.

Cuando su marido habló, Mabel no estuvo segura de si su voz sonaba ronca por la somnolencia o la emoción.

—No es que tengamos muchas opciones, ¿verdad?

2

La mañana era tan fría que cuando Jack salió a poner el arnés al caballo, las botas de cuero no se doblaban y sus manos trabajaban con torpeza. Soplaba un constante viento del norte desde el río. Él habría preferido quedarse en casa, pero ya había metido las tartas de Mabel en la tartera, envueltas en papel, listas para ser llevadas a la ciudad. Se palmeó los brazos y pisó con fuerza para acelerar el flujo sanguíneo. Hacía un frío atroz, e incluso los calzoncillos largos que llevaba bajo los tejanos parecían una simple capa de algodón pegada a las piernas. No resultaba fácil renunciar al calor del horno de leña para enfrentarse a aquello a solas. El sol amenazaba con salir por el otro lado del río, pero su luz era débil, plateada, y ofrecía un escaso consuelo.

Jack subió a la carreta y sacudió las riendas. No miró hacia atrás, pero notó que la cabaña desaparecía entre el bosque de abetos.

Mientras cruzaba un campo, el caballo casi tropezó consigo mismo y movió la cabeza. Jack detuvo la carreta y escrutó con la vista tanto el campo como los árboles, sin ver nada.

Maldito animal. Él había querido un ejemplar tranquilo y dócil, del tipo lento y fuerte. Pero en esas tierras había menos caballos que dientes en el pico de una gallina, y no tuvo muchas opciones para elegir: una yegua vieja de espalda encorvada que parecía a punto de irse al otro barrio y aquel, joven y apenas domado, más apropiado para el paseo que para el trabajo duro. Jack temía que el esfuerzo acabara matándolo.

Hacía un par de días, mientras sacaba los troncos del campo nuevo, el caballo se había asustado ante una rama y derribado a Jack al suelo. Se había librado por los pelos de ser aplastado por el tronco cuando el caballo siguió adelante. Aún tenía rasguños en los antebrazos y los tobillos, y por las mañanas se levantaba con la espalda dolorida.

Ahí radicaba el problema. No en el caballo nervioso, sino en su viejo y cansado dueño. La verdad le rondaba por el estómago como un plato indigesto. Era demasiado trabajo para un hombre de su edad. No conseguía salir adelante, ni siquiera trabajando de sol a sol y con todas sus fuerzas. A pesar del largo verano y de un otoño sin nieve, todavía le faltaba mucho campo que despejar antes de poder ganarse la vida. Ese año había conseguido una patética cosecha de patatas que apenas sirvió para comprar harina durante el invierno. Suponía que aún tenía suficiente dinero de la venta de su parte de la granja del este para mantenerlos un año más, y eso solo si Mabel continuaba vendiendo sus tartas en la ciudad.

Eso tampoco estaba bien: Mabel tenía que fregar el áspero suelo de su casa y vender lo que salía de su horno para poder subsistir. Su vida podría haber sido tan distinta… Hija de un catedrático de literatura, miembro de una familia acomodada, podría haberse dedicado a estudiar y al arte, distraerse por las tardes con otras damas de su clase. Una vida con criados, tazas de porcelana y pastelillos hechos por otras manos.

Mientras cruzaba ya el extremo de un campo medio despejado, el caballo volvió a encabritarse, sacudió la cabeza y relinchó. Jack tiró de las riendas. Echó un vistazo a los troncos caídos que tenía alrededor, y a los abedules, abetos y álamos que se alzaban más allá. El bosque estaba en silencio, ni siquiera se oía el trino de un pájaro. El caballo clavó una pezuña en el suelo y se quedó quieto. Jack intentó sosegar su propia respiración para poder ver y oír mejor.

Algo le observaba.

Era una idea ridícula. ¿Quién iba a andar por ahí? Se preguntó, no por vez primera, si los animales salvajes podían causar esa sensación. Las bestias domésticas, como las vacas y los pollos, podían pasarse un día entero observando a un hombre por la espalda sin que a este se le erizara un solo pelo de la nuca. Pero quizá las criaturas del bosque fueran distintas. Intentó imaginar a un oso moviéndose entre la maleza, adelante y atrás, observándolos a él y al caballo. No parecía muy probable ahora que se acercaba el invierno. Lo normal era que estuvieran buscando donde hibernar.

De vez en cuando sus ojos se posaban en un tocón o una zona en sombras entre los árboles. No te dejes llevar por la imaginación, viejo, se dijo. Acabarás chalado buscando cosas que no están.

Fue a sacudir las riendas, pero miró por encima de su hombro una última vez y entonces lo vio: algo se movía, una mancha de un rojizo castaño. El caballo relinchó. Sentado en la carreta, Jack se volvió, despacio.

Un zorro rojo saltó entre los árboles caídos. Desapareció durante un minuto pero asomó la cabeza de nuevo, más cerca del bosque, corriendo con el rabo peludo y rojo a ras de suelo. Se detuvo y volvió la cabeza. Por un instante su mirada se cruzó con la de Jack y entonces, en esos iris dorados y achinados, él vio lo salvaje del lugar. Como si tuviera a la naturaleza en su estado más puro frente a los ojos.

Miró hacia delante, sacudió las riendas y azuzó al caballo hasta que alcanzó un buen trote, ambos con ganas de dejar atrás al zorro. Pasó una hora más, encorvado y aterido, mientras la carreta recorría los kilómetros de bosque virgen. Al acercarse a la ciudad, el caballo aceleró y Jack tuvo que pararlo para no perder la carga por el camino.

En su lugar de origen nadie habría llamado ciudad a Alpine. No era más que unos cuantos edificios polvorientos y de fachada falsa diseminados entre las vías del tren y el río Wolverine. En las cercanías, varios colonos habían despejado el terreno de árboles antes de abandonarlo. Algunos habían partido en busca de oro o a trabajar en el ferrocarril, pero la mayoría había optado por regresar a casa sin la menor intención de volver a pisar Alaska.

Cargado con las tartas, Jack subió la escalera del restaurante del hotel y la esposa del dueño le abrió la puerta. Bien cumplidos los sesenta, Betty llevaba el pelo corto, al estilo masculino, y dirigía el local como si fuera la única propietaria. Su marido, Roy, trabajaba para la delegación del gobierno y apenas pasaba por el hotel.

—Buenos días, Betty —dijo Jack.

—Un asco de día, diría yo. —Cerró la puerta con firmeza—. Un frío infernal y ni rastro de nieve. Nunca había visto algo parecido. ¿Traes las tartas de Mabel?

—Sí, señora. —Las dejó en la barra y las desenvolvió.

—Esa mujer tiene buena mano —dijo ella—. La gente no para de pedir sus tartas.

—Me alegra oírlo.

Ella contó unos cuantos billetes de la caja antes de dejarlos en la barra.

—Pero, aun a costa de perder algunos clientes, creo que no voy a necesitar más tartas a partir de hoy, Jack. Mi hermana se ha instalado en casa y Roy dice que debe ganarse el pan encargándose del horno.

Él cogió los billetes y se los guardó en el bolsillo como si no hubiera oído lo que acababa de decirle. Pero enseguida cayó en la cuenta.

—¿No más tartas? ¿Estás segura?

—Lo siento, Jack. Sé que es mal momento, con el invierno a punto de empezar, pero… —Se le apagó la voz, se la veía inusualmente avergonzada.

—Podríamos rebajar el precio, si eso os ayuda —dijo él—. Necesitamos hasta el último céntimo ahora mismo.

—Lo siento. ¿Quieres un café y algo para desayunar?

—Café me basta, gracias. —Escogió una mesa al lado de una ventana pequeña con vistas al río.

—Invita la casa —dijo ella cuando le sirvió la taza.

Nunca se quedaba en la ciudad cuando iba a dejar las tartas, pero esa mañana no tenía ningunas ganas de volver a casa. ¿Qué iba a decirle a Mabel? ¿Que tenían que recoger las cosas y regresar a casa con el rabo entre las piernas? ¿Abandonar la finca como tantos antes que ellos? Echó azúcar al café y se puso a mirar por la ventana. Por la orilla del río caminaba un hombre con las botas gastadas y el aire polvoriento de un trampero. Llevaba un saco de dormir en la mochila, un husky atado con una cuerda en una mano y un rifle de caza en la otra. Tras él, Jack vio una neblina blanca que amortajaba las cumbres. Ya nevaba en las montañas. La nieve no tardaría en llegar al valle.

—¿Sabes que están buscando personal en la mina? —Betty dejó ante él un plato de huevos con beicon—. Seguro que no te apetece hacerlo para siempre, pero podría sacaros del mal paso por el momento.

—¿La mina de carbón del norte?

—Ajá. No pagan mal, y así seguirán mientras puedan mantener las vías limpias. Proporcionan comida y alojamiento, y te devuelven a casa con un extra en los bolsillos. Piénsalo.

—Gracias. Y gracias por esto también. —Señaló el plato.

—Vale.

Un trabajo dejado de la mano de Dios, la mina de carbón. Los granjeros habían nacido para trabajar con aire y luz, no en túneles bajo tierra. Años atrás había visto a los hombres que venían de la mina con las caras manchadas de hollín y tosiendo sangre sucia. Y, aunque tuviera la voluntad y la fuerza necesarias, eso significaría dejar sola a Mabel en la finca durante días, quizá semanas.

Pero necesitaban efectivo, eso era innegable. Solo un mes o dos les bastarían para aguantar hasta la siguiente cosecha. Podía soportar casi cualquier cosa durante un mes o dos. Se comió el último pedazo de beicon y se disponía a salir cuando George Benson cruzó con estruendo la puerta del restaurante.

—Betty, Betty, Betty. ¿Qué me ofreces hoy? ¿Tienes alguna tarta de esas?

—Recién traídas, George. Siéntate y te llevo un pedazo.

George se volvió hacia las mesas y vio a Jack.

—¡Buenas, vecino! Tengo que reconocer que… tu mujer hace un pastel de manzana que es un pecado. —Echó el abrigo sobre el respaldo de una silla y se palmeó la abultada barriga—. ¿Te molesta que me siente?

—En absoluto.

George vivía a unos quince kilómetros, al otro lado de la ciudad, con su esposa y sus tres chicos. Jack se había cruzado varias veces con él, en el almacén y allí, en el restaurante. Parecía un tipo simpático y siempre hablaba como si fueran buenos amigos. Él y George debían de tener la misma edad.

—¿Cómo te va? —preguntó George en cuanto se sentó a la mesa.

—Va.

—¿Tienes ayuda ahí fuera?

—No. Me las apaño solo. He despejado dos buenos campos. Siempre hay cosas que hacer, ya sabes cómo es.

—Deberíamos hacer un intercambio de vez en cuando… Mis chicos y yo nos acercamos a tu terreno con los caballos, y luego tú nos echas una mano.

—Es una oferta generosa.

—Podríamos ayudarte a terminar parte del trabajo —prosiguió George—, y tu esposa podría pasar por casa a charlar con Esther. Se harta de estar rodeada de hombres, y tiene ganas de hablar de cocina, o de costura, o de lo que sea que parloteen las mujeres. Estaría encantada de teneros en casa.

Jack no dijo ni sí ni no.

—¿Tus hijos ya han volado del nido? —preguntó George.

Jack no se esperaba eso. Él y Mabel no eran tan mayores, la verdad, como para que sus hijos tuvieran ya familia propia. Se preguntó si su aspecto reflejaría cómo se sentía, como si alguien le hubiera puesto la zancadilla al pasar.

—No. No tenemos hijos.

—¡Vaya! ¿No habéis tenido hijos?

—No.

Observó a George. Si uno decía que no tenía hijos, parecía expresar una elección y ¿qué idea podía formarse el otro de una tontería así? Si en cambio uno decía que no podía tenerlos, la conversación se volvía tensa mientras el interlocutor se planteaba la virilidad del hombre o la salud de la mujer. Jack esperó y tragó saliva.

—Supongo que es una opción. —George meneó la cabeza y soltó una risa breve—. Apuesto a que vivís más tranquilos que nosotros. A veces esos hijos míos me hacen refugiarme en el alcohol. Pelean por todo, y se levantan de la cama picajosos como si tuvieran la varicela. Conseguir que el pequeño trabaje un día entero es casi tan difícil como luchar con un toro.

Jack se rio, relajado, y bebió otro sorbo de café.

—Mi hermano era así. Era casi más fácil dejarlo dormir.

—Sí, así son algunos, al menos hasta que tienen su propia granja y empiezan a enterarse de lo que vale un peine.

Betty se acercó a la mesa con una taza y un pedazo de tarta para George.

—Justo ahora le decía a Jack que necesitan gente en la mina —dijo ella mientras vertía el café—. Ya sabes, para que puedan aguantar el invierno.

George enarcó las cejas y luego frunció el ceño, pero no dijo nada hasta que Betty hubo vuelto a la cocina.

—No se te ocurrirá hacerlo, ¿verdad?

—Lo estoy pensando.

—¡Por Dios! ¿Has perdido el juicio? Ni tú ni yo somos… polluelos ya, y esos agujeros son para jóvenes, si es que son para alguien.

Jack asintió, incómodo con el tema.

—Sé que no es asunto mío, pero pareces un buen tipo —siguió George—. ¿Sabes por qué buscan hombres?

—No.

—Han tenido problemas para mantener las cuadrillas desde los incendios de hace unos años. Catorce, muertos como momias. Algunos tan carbonizados que no podían ni reconocerlos. A media docena ni llegaron a encontrarlos. Te lo juro, Jack, no merece la pena.

—Ya, pero… bueno, estoy contra las cuerdas. La verdad es que no sé cómo salir adelante.

—¿Tenéis que aguantar hasta la cosecha? ¿Hay dinero para las semillas en primavera?

Jack esbozó una sonrisa débil.

—Si no comemos hasta entonces.

—Tienes provisión de patatas y zanahorias, ¿no?

—Claro.

—¿Has conseguido pillar algún alce?

Jack meneó la cabeza.

—La caza nunca se me ha dado bien.

—Escucha, eso es lo que tienes que hacer. Cuelga carne en el establo, y tú y tu mujer estaréis alimentados hasta primavera. No será caviar y champán, pero no pasaréis hambre.

Jack miró la taza vacía.

—Así es como nos va a muchos —dijo George—. Los primeros años son difíciles. Te lo digo en serio: podéis acabar hartos de alce con patatas, pero sobreviviréis.

—Cierto.

Como si el tema estuviera zanjado, George se acabó el trozo de tarta en cuatro mordiscos, se limpió la boca con la servilleta y se puso de pie. Extendió la mano hacia Jack.

—Será mejor que vaya tirando. Esther me echará en cara que estoy fuera todo el día si no vuelvo a casa pronto. —El apretón de manos fue firme y amistoso—. No te olvides de lo que te he dicho. Y cuando llegue la hora de despejar esos campos, estaremos encantados de echarte una mano. El día pasa más rápido en compañía.

—Muchas gracias —dijo Jack. Y asintió.

Se quedó solo en la mesa. Quizá fuera un error aislarse como habían hecho. Mabel vivía sin una sola mujer con la que hablar. La esposa de George podía ser un regalo de Dios, sobre todo si él se iba a la mina del norte y Mabel se quedaba sola en la finca.

Ella no opinaría lo mismo. ¿No habían dejado atrás todo para empezar una nueva vida ellos dos solos? Necesito paz y tranquilidad, le había dicho ella más de una vez. Se había ido marchitando y encerrándose en sí misma desde que perdieron al niño. Decía que no podía soportar asistir a otra reunión familiar, a esos cotilleos y charlas bobas. Pero Jack recordaba más cosas. Se acordaba de las mujeres embarazadas que sonreían al acariciar sus barrigas, y los recién nacidos que lloraban cuando los parientes se los iban pasando de mano en mano. Recordaba a la niñita que había tirado de la falda de Mabel llamándola «mamá» porque la confundió con otra mujer, y la cara de Mabel, como si acabaran de propinarle un bofetón. También recordaba que él le había fallado: había fingido no verlo y había seguido charlando con otros hombres.

El primogénito de los Benson estaba a punto de casarse y seguro que pronto habría un bebé gateando por la casa. Pensó en Mabel, en su leve y triste sonrisa, en esa arruga en el rabillo de sus ojos que debería haber vertido lágrimas pero que nunca lo había hecho.

Saludó a Betty mientras cogía el envase vacío y se encaminaba a la carreta.

3

El cielo plomizo parecía estar aguantando la respiración. Diciembre estaba al caer y seguían sin rastro de nieve en el valle. Durante varios días los termómetros se quedaron a veinticinco bajo cero. Cuando Mabel salía a dar de comer a las gallinas, el frío la paralizaba. Le atravesaba la piel, le dolían los nudillos y las caderas. Vio un par de copos de nieve, pero no eran más que polvo y el viento del río lo estrelló contra las rocas y tocones convirtiéndolo en pequeños charcos sucios. Resultaba difícil distinguir la escasa nieve del fino cieno glacial que lo cubría todo y que flotaba en las ráfagas de viento desde el lecho del río.

Jack dijo que la gente de la ciudad se sentía aliviada de que la nieve no hubiera llegado aún: las vías del ferrocarril se mantenían despejadas y la mina seguía abierta. Pero otros se planteaban con preocupación que la helada que llegaría podía traducirse en una primavera tardía y retrasar el momento de la siembra.

Los días se redujeron. Apenas seis horas de luz, y débil. Mabel se organizó un horario de tareas —lavar, remendar, cocinar, fregar, remendar, cocinar— e intentó no imaginarse flotando bajo el hielo como una hoja seca.

El día de hornear las tartas se convertía en una ocasión especial, algo que le hacía ilusión. Así que ese día se levantó temprano y estaba sacando la harina y la lata de manteca cuando notó la mano de Jack apoyada en su hombro.

—No te molestes —dijo él.

—¿Por qué no?

—Betty me dijo que no quería más tartas.

—¿Esta semana?

—Para siempre. A partir de ahora su hermana se encargará de eso.

—Oh —exclamó Mabel. Devolvió la harina al estante y se sorprendió ante la magnitud de su decepción. Las tartas habían sido su única contribución real a la economía familiar, una tarea de la que se sentía orgullosa. Y además les daban dinero—. ¿Podremos pasar sin esto, Jack?

—Yo lo arreglaré. No te preocupes.

Entonces Mabel recordó haber despertado en una cama vacía y haber encontrado a Jack sentado a la mesa de la cocina, a la luz titubeante de una vela, frente a un montón de papeles. Ella había vuelto a acostarse sin darle más importancia. Pero esa mañana se le veía tan viejo y cansado… Caminaba levemente encorvado, y al levantarse de la cama se había llevado la mano a la zona lumbar con un gemido de dolor. Cuando Mabel le preguntó si le dolía algo, él rezongó algo acerca del caballo pero dijo que estaba bien. Ella había empezado a darle la lata y él zanjó el tema. Déjalo, le dijo. No insistas.

Mabel le sirvió unas galletas que quedaban en la caja y un huevo duro para desayunar.

—George Benson y sus hijos se dejarán caer hoy para ayudarme a sacar troncos —dijo él mientras quitaba la cáscara del huevo.

No pareció darse cuenta de la mirada que ella le lanzó.

—¿George Benson? —preguntó—. ¿Y quién es George Benson?

—Mmm… ¿Qué?

—No lo he visto en mi vida.

—Sé que te he hablado de él alguna vez. —Dio un mordisco al huevo y con la boca medio llena, añadió—: Ya sabes, él y Esther viven en la ciudad, al sur del río.

—No. No lo sabía.

—Estarán aquí dentro de unas horas. No te preocupes por el almuerzo: no pararemos. Pero prepara tres platos de más para la cena.

—Pensaba… ¿No habíamos quedado en que…? ¿Por qué vienen?

Jack no dijo nada; luego se levantó de la mesa a recoger las botas de piel que estaban junto a la puerta. Volvió a sentarse, se las calzó y ató los cordones con movimientos rápidos y cortos.

—¿Qué quieres que te diga, Mabel? Necesito ayuda. —Se mantuvo cabizbajo y ciñó los cordones—. Es así de sencillo. —Descolgó el abrigo de la percha y se marchó. Se lo abrochó mientras salía, como si no pudiera aguantar más allí dentro.

George Benson y dos de sus hijos llegaron aproximadamente una hora más tarde. El mayor parecía tener entre dieciocho y veinte años, y el más joven rondaría los trece o catorce. Apostada en la ventana, Mabel los vio con Jack en el establo. Se estrecharon las manos; Jack sonreía y asentía con la cabeza. Los hombres cogieron las herramientas y se dirigieron al campo, llevando consigo los percherones que habían traído los Benson. No se acercaron a la cabaña. Ella esperaba que Jack la buscara en la ventana, para saludarla antes de irse como solía hacer alguna vez por las mañanas, pero no lo hizo.

Al caer la tarde, Mabel prendió las lámparas y preparó cena para todos. Cuando llegaran de trabajar, intentaría ser amable pero no excesivamente simpática. No quería fomentar esa clase de cosas. Quizá Jack necesitara ayuda ese día concreto, pero no les hacían falta vecinos ni amigos. Si no, ¿para qué habían ido hasta allí? Podrían haberse quedado en casa, donde había gente de sobras. No, el objetivo era encontrar algo de paz ellos dos solos. ¿Acaso Jack no lo había entendido?

Cuando aparecieron los hombres, no le dedicaron ni una mirada a Mabel. No es que fueran groseros. George Benson y sus chicos asintieron con educación, dieron las gracias y pidieron las patatas por favor, pero sin mirarla a los ojos, y en realidad se pusieron a hablar en voz alta unos con otros sobre los caballos de carga, el tiempo y las cosechas. Bromearon sobre herramientas rotas y sobre la idea general de «cultivar» esa tierra ingrata, dejada de la mano de Dios. George se palmeó la rodilla y pidió perdón por sus juramentos, Jack se rio a carcajadas y los chicos no pararon de engullir. Durante todo ese rato Mabel permaneció en la cocina, amparada en la penumbra.

Iban a ser compañeros, ella y Jack. Esa iba a ser su nueva vida juntos. Y ahora él estaba ahí, riéndose con unos extraños cuando a ella no le había ni sonreído desde hacía años.

Más tarde, después de cenar, George puso en pie a sus agotados chicos y les dijo que era hora de volver a casa.

—Vuestra madre estará preguntándose dónde diablos nos hemos metido —dijo. Hizo un gesto de agradecimiento en dirección a Mabel—. Muchas gracias por la excelente comida. Ya le he dicho a Jack que os esperamos en casa algún día. Esther estará encantada de conocerte. La mayoría de los colonos de por aquí son viejos solterones mugrientos. Le iría bien disfrutar de compañía femenina.

Aunque sabía que lo educado era darles las gracias por su ayuda y asegurar que pasaría por su casa cualquier día para conocer a su esposa, Mabel no dijo nada. Se vio a sí misma a través de los ojos de George Benson: una estirada mujer del este. La imagen no le gustó.

Después de que se fueran los Benson, ella puso a calentar agua en el horno de leña y lavó los platos. El ruido de la loza le proporcionó cierta satisfacción, pero el enfado se disipó al ver que Jack se había dormido hacía un buen rato en la silla, junto al fuego. Ese ruido absurdo era su única compañía.

Ayudándose del delantal para protegerse las manos, cogió el barreño con agua sucia, quitó el pestillo de la puerta de un codazo y salió al exterior. Cruzó el patio y vertió el agua en un pequeño abrevadero situado detrás de la cabaña. Una nube de vapor surgió a su alrededor, pero se desvaneció enseguida. Las estrellas brillaban, metálicas y lejanas, y el cielo nocturno se le antojó cruel. Dejó que el aire frío le penetrara por la nariz y le helara la piel. Al abrigo de la cabaña, el aire era suave pero a sus oídos llegaba el rugido del viento al otro lado del río Wolverine.

Pasaron varios días antes de que Jack volviera a mencionar a los Benson, pero de nuevo sacó el tema de pasada, en mitad de una conversación.

—George me ha dicho que fuéramos a su casa al mediodía en Acción de Gracias. Le prometí que harías una de tus tartas. Las echa de menos en el hotel.

Mabel no accedió, ni protestó, ni siquiera comentó nada. Se preguntaba cómo Jack podía estar seguro de que le había oído. Mientras hojeaba el libro de recetas, intentando decidir qué tarta hacer, pensó en las celebraciones de Acción de Gracias en el valle del río Allegheny, donde las tías y tíos de Jack, sus primos, abuelos, nietos, amigos y vecinos se reunían en la granja grande en días como ese. Para Mabel habían sido un suplicio. Ya de pequeña se sentía incómoda en las multitudes, pero a medida que se hizo mayor las bromitas y el cotilleo le resultaban más insoportables. Mientras los hombres salían al jardín a hablar de negocios, ella se veía atrapada en el dominio de las mujeres, nacimientos y defunciones, temas que en ningún caso le parecían apropiados para la charla trivial. Y justo por debajo de esa cháchara asomaba la insinuación de su fracaso, susurrado y acallado a medida que ella entraba y salía de las estancias. Quizá, decían los susurros, quizá Jack debería haber escogido una mujer más campechana, una mujer que no temiera al trabajo duro y que tuviera buenas caderas para darle hijos. Esas chicas cultas tal vez supieran de alta política y de literatura, pero ¿no podían parir un hijo, por el amor de Dios? ¿No ves cómo se mueve, si no puede levantar más la nariz? Tiesa como un palo. Ah, y tan delicada en todo. Demasiado orgullosa para adoptar a un huérfano.

Mabel se disculpaba diciendo que necesitaba aire fresco, pero eso solo servía para llamar la atención de una tía abuela metomentodo o de una cuñada bien intencionada que le advertían que si fuera un poco más sociable, quizá se llevaría mejor con la familia de Jack.

Tal vez todo se repetiría ahora con los Benson. Tal vez la juzgaran incapaz de sobrevivir en una finca de Alaska. Estéril, inaccesible y una carga para Jack. Un poso de resentimiento empezó a crecer en su interior. Pensó en decirle a Jack que se encontraba mal, para no ir. Pero el día de Acción de Gracias se levantó temprano, bastante antes que Jack, añadió más leña al fuego y empezó a amasar. Haría una tarta de nueces, siguiendo la receta de su madre, y otra de manzana. ¿Bastaría con dos? Había visto comer a esos chicos, se terminaban todo lo que había en los platos sin el menor esfuerzo. Quizá debería hacer tres. ¿Y si la corteza le quedaba dura, o si no les gustaban las nueces, o las manzanas? No debía preocuparse de lo que pensaran los Benson. Y sí, las tartas serían su carta de presentación. Ella podía ser arisca y desagradecida, pero si había algo que sabía hacer eran tartas.

Con los pasteles dispuestos en el horno de leña, Mabel sacó un vestido de algodón rígido que, esperaba, resultara apropiado. Calentó la plancha en el fuego. Quería aparecer presentable, pero no demasiado arreglada. Cuando estuvo lista y los pasteles en su punto, sacó unas mantas y unas bufandas para ella y su marido. Les esperaba un viaje largo y frío en la carreta.

Después de que Jack hubo dado de comer a los animales y arreado el caballo, Mabel se sentó a su lado en la carreta con las tartas aún calientes envueltas en trapos. Sintió un inesperado escalofrío de emoción. Pasara lo que pasara en casa de los Benson, le apetecía salir de la cabaña. No había abandonado la finca desde hacía semanas. También Jack parecía contento. Chasqueó la lengua para azuzar al caballo, y mientras recorrían los límites de su propiedad, Jack le señaló los campos que había despejado y le habló de las ideas que tenía en mente para la primavera. Le explicó que el caballo había estado a punto de matarlo ese día y también que había espantado a un zorro rojo.

Mabel entrelazó su brazo con el de su marido.

—Has trabajado mucho.

—No podría haberlo hecho sin los Benson. Sus caballos de carga son algo especial. Dejan a este bicho en mantillas. —Dio un suave tirón de las riendas.

—¿Conoces a su esposa?

—No. Solo a George y a sus hijos. Él había sido buscador de oro cuando era joven, pero luego conoció a Esther y decidieron establecerse y formar una familia. —Jack titubeó, carraspeó—. En fin, parece un buen tipo. Y desde luego nos ha ayudado mucho.

—Sí.

Cuando llegaron a la granja de los Benson, alguien salía del establo sujetando a un pavo decapitado que aún aleteaba. Tenía que ser George, pensó ella, pero la persona era demasiado baja y llevaba una trenza larga y canosa que asomaba del gorro de lana.

—Debe de ser Esther —dijo Jack.

—¿Tú crees?

La mujer levantó la barbilla a modo de saludo, y se debatió con el enorme pajarraco que agonizaba en sus manos. Un charco de sangre le manchó los pies.

—Entrad en casa —les gritó—. Los chicos os ayudarán con el caballo.

En la cabaña, Mabel se sentó en una silla de la cocina mientras Jack desaparecía con George y su hijo menor. Con las manos en el regazo y la espalda recta, se preguntó dónde iban a comer. La mesa estaba atestada de catálogos, filas de tarros vacíos y lavados, y rollos de tela. Flotaba un fuerte olor a repollo y a arándanos silvestres. La cabaña no era mucho más grande que la de Jack y Mabel, pero esta tenía un altillo donde supuso que debían de estar las camas. Era un espacio tan irregular que casi mareaba, el suelo se inclinaba en un lado y las esquinas no formaban ángulos rectos. Los alféizares de las ventanas estaban llenos de rocas, cráneos blancos de animales y flores secas. Mabel no se movió de su sitio, pero lo observó todo.

Dio un salto cuando se abrió la puerta.

—¡Maldito pajarraco! Una diría que ya podría darse por vencido. Pero no, sigue moviéndose aun cuando ya no tiene una cabeza que lo dirija.

—Oh. Oh, vaya… ¿Puedo ayudarte en algo?

La mujer avanzó con firmeza hacia la cocina sin descalzarse las botas sucias y arrojó el pavo en el atestado poyo. Una lata de manteca cayó al suelo y rebotó. Esther le propinó una patada y se volvió hacia Mabel, que seguía arrebolada y un poco asustada. Esther sonrió y le tendió una mano manchada de sangre.

—¿Mabel? Es Mabel, ¿verdad?

Mabel asintió y cedió al enérgico apretón de manos de Esther.

—Esther. Aunque supongo que ya te lo imaginas. Me alegro de tenerte en casa por fin.

Bajo el abrigo de lana, Esther llevaba una camisa floreada y unos pantalones de trabajo de corte masculino. Tenía la cara salpicada de sangre. Se quitó el gorro de lana y algunos cabellos quedaron tiesos. Sacudió la trenza y se dispuso a llenar de agua una gran olla.

—Se diría que con tanto hombre en casa podía encontrar a alguien que matara y desplumara a un pavo. Pues no, no tengo tanta suerte.

—¿Estás segura de que no puedo hacer nada? —Quizá Esther se disculparía por el desorden de la casa. Tal vez hubiera una explicación, alguna razón.

—No. Relájate y ponte cómoda. Podrías hacer té, si no te importa, mientras meto este condenado bicho en el horno.

—Oh. Claro. Gracias.

—¿Sabes lo que ha hecho el pequeño? Nos pasamos el año criando a un par de pavos sin más razón que comerlos en alguna ocasión especial como esta, y ayer no se le ocurre otra cosa que liarse a tiros con una docena de perdices nivales. Ya tenemos comida para Acción de Gracias, me dijo. ¿Qué hago con una docena de perdices muertas en Acción de Gracias? ¿Para qué criar pavos si al final uno va a comer perdices?

Miró a Mabel como si esperara respuesta.

—No… No tengo la menor idea. Debo admitir que nunca he comido perdices.

—Bueno, no es que estén mal. Pero en Acción de Gracias toca pavo, de toda la vida.

—He traído tartas. De postre. Las he dejado en esa silla. No estaba segura de dónde ponerlas.

—¡Perfecto! Ni siquiera he tenido tiempo de pensar en los dulces. George me comentó que Betty había hecho una locura al prescindir de tus tartas. Se muere por todo lo que sale de tu horno. Conste que no le hace ninguna falta. ¿Has visto la barriga que tiene?

Volvió a mirar a Mabel, expectante.

—Bueno, no…

La risa de Esther era un bufido sonoro y chocante.

—No paro de decirle que está manteniendo ese restaurante él solo, y eso empieza a notarse —dijo.

Durante las horas siguientes Mabel se sintió como si hubiera caído por un agujero hacia otro mundo. No se parecía en nada a su tranquilo y organizado ambiente de oscuridad, luz y tristeza. Era un lugar desordenado, pero acogedor y lleno de risas. George bromeó diciendo que las dos mujeres «parloteaban como gallinas» en lugar de hacer la comida, y de hecho esta no se sirvió hasta bien entrada la tarde, pero a nadie parecía importarle. El pavo estaba seco por fuera y medio crudo por dentro. Cada uno se sirvió a sí mismo. La salsa estaba llena de grumos. El puré de patatas, cremoso y en su punto. Esther no profirió la menor disculpa. Comieron con los platos apoyados en sus regazos. Nadie pronunció una oración, pero George levantó el vaso y dijo:

—Por los vecinos. Y porque podamos superar otro invierno.

Todos se unieron al brindis.

—¡Y porque comamos perdices el año próximo! —dijo Esther, entre las risas de todos.

Después de la cena y la tarta, los Benson empezaron a contar anécdotas de sus años en la finca, de cómo un invierno se había amontonado tanta nieve que los caballos podían cruzar la valla cuando les daba la gana, o de aquella vez en que hacía tanto frío que el agua sucia del barreño de los platos se helaba en el aire antes de caer.

—Pero yo no viviría en ningún otro lugar del mundo —dijo Esther—. ¿Y qué me contáis vosotros? ¿Los dos venís de granjas del sur?

—No. Bueno, la familia de Jack posee una granja cerca del río Allegheny, en Pensilvania.

—¿Qué se cultiva por allá? —preguntó George.

—Manzanas y heno, sobre todo —dijo Jack.

—¿Y tú? —Esther se volvió hacia Mabel.

—Supongo que soy la oveja negra. A nadie de mi familia se le ocurriría vivir en una granja ni trasladarse a Alaska. Mi padre era catedrático de literatura en la Universidad de Pensilvania.

—¿Y dejaste eso para venir aquí? ¿En qué pensabas, por el amor de Dios? —Esther dio una palmada al brazo de Mabel, en broma—. Te convenció él, ¿verdad? Siempre pasa lo mismo. Estos hombres arrastran a sus pobres mujeres, llevándolas al norte en busca de aventuras, cuando lo que ellas quieren es un baño caliente y un ama de llaves.

—No. No. No es así. —Todos los ojos estaban posados en ella, incluso los de Jack. Vaciló, pero se decidió a proseguir—: Fui yo la que quiso venir. Jack también, pero fui yo quien insistí. No sé exactamente por qué. Creo que necesitábamos un cambio. Hacer las cosas solos. ¿Eso tiene sentido? Arar tu tierra y saber que es tuya, libre y limpia. Sin que nada se dé por sentado. Alaska parecía el lugar ideal para empezar de cero.

Esther sonrió.

—No has tenido mal ojo, ¿eh, Jack? No dejes que corra la voz. No hay muchas como ella.

Aunque no levantó la vista, Mabel supo que Jack la observaba y que sus propias mejillas estaban arreboladas. Hablaba tan poco normalmente cuando había gente… Quizá había hablado de más.

Luego, cuando la conversación empezó a versar sobre ella, se preguntó si había dicho la verdad. ¿Era por eso por lo que habían ido al norte, a construirse una nueva vida? ¿O fue el miedo lo que la había impulsado? Miedo del gris, no solo en sus cabellos y en sus marchitas mejillas, sino de ese gris que corre por dentro, hasta los huesos, hasta tal punto que hubo un momento en que creyó que podía convertirse en una montaña de polvo fino y perderse en el viento.

Mabel recordaba aquella tarde, de hacía menos de dos años. Brillante y soleada. Aroma de flores en el aire. Jack sentado en el balancín del porche, en casa de sus padres, con la cabeza en la sombra. Celebraban una comida familiar, pero en ese momento estaban solos. Ella había sacado el folleto doblado del bolsillo: «Junio de 1918. Alaska, nuestro nuevo hogar».

¿Por qué no nos vamos?, dijo ella. ¿A casa?, preguntó él. No, respondió ella, y le mostró el anuncio. Al norte.

El gobierno federal buscaba granjeros que quisieran instalarse a lo largo de la nueva ruta del ferrocarril. Los Ferrocarriles de Alaska y una compañía de barcos de vapor ofrecían descuentos a quienes tuvieran el valor de emprender el viaje.

Ella había intentado mantener un tono sereno, sin dejar que la desesperación le quebrara la voz. Jack no se fiaba de ese súbito entusiasmo. Ambos rondaban ya los cincuenta. Era cierto que, de joven, había soñado con ir a Alaska, con probarse a sí mismo en un paraje tan inmenso y salvaje, pero ¿no era ya un poco tarde para eso?

Jack albergaba esas dudas, con toda seguridad, pero no las dijo en voz alta. Vendió su parte de la tierra y del negocio a sus hermanos. Ella llenó los baúles de platos, ollas y tantos libros como pudo meter. Viajaron en tren a la costa Oeste, y luego en barco de vapor desde Seattle a Seward, Alaska, y de allí de nuevo en tren hasta Alpine. El tren se detuvo en un lugar donde no había ni un cartel, ni el más mínimo rastro de civilización, y de él se apeó un hombre solitario, con sus pertenencias sobre los hombros, y desapareció entre los abetos y los arroyos del valle. Ella había apoyado la mano en el brazo de Jack, pero él contemplaba el paisaje desde la ventanilla con semblante impenetrable.

Ella se los había imaginado a ambos trabajando en campos verdes rodeados de montañas tan altas y nevadas como los Alpes suizos. El aire sería frío y puro, el cielo azul e inmenso. Codo con codo, sudorosos y fatigados, se sonreirían tal y como hacían cuando eran jóvenes y estaban enamorados. Una vida dura, pero solo suya. En un remoto confín del mundo, lejos de todo lo que les resultaba familiar y seguro, construirían un nuevo hogar en plena naturaleza, y lo harían como compañeros, lejos de la sombra de los huertos cultivados y las generaciones expectantes.

Pero la realidad era bien distinta. Nunca estaban juntos en los campos. Hablaban cada vez menos. Durante el primer verano, ella se había instalado sola en el hotel mugriento de la ciudad mientras él construía la cabaña y el establo. Sentada en el borde de un colchón estrecho que con toda seguridad había albergado a más mineros y tramperos que a señoras de Pensilvania, Mabel acarició la posibilidad de escribir a su hermana. Estaba sola. El sol inclemente no le concedía ni un momento de tregua. Todo lo que se extendía ante sus ojos —las cortinas de encaje en la ventana, el estante de madera, sus propias manos envejecidas— carecía de color. Cuando salía de la habitación del hotel, solo encontraba un sendero lodoso, lleno de surcos profundos, paralelo a la vía del tren. Empezaba con árboles y terminaba con árboles. No había aceras. No había cafeterías ni librerías. Solo Betty, con sus camisas de corte masculino y pantalones de cargo, y su interminable retahíla de consejos sobre cómo hacer chucrut y preparar la carne de alce, cómo aliviar con vinagre el escozor de las picaduras de mosquito, cómo alejar a los osos haciendo sonar un cuerno.

Mabel quería escribir a su hermana, pero no podía admitir que había cometido un error. Todo el mundo le había advertido que el territorio de Alaska era para perdedores y mujeres de mala vida, que en ese paraje agreste no había sitio para una dama. Ella se aferró al anuncio que prometía un nuevo hogar y no escribió carta alguna.

Cuando por fin Jack la llevó a la finca, quiso creer. Así era Alaska: cruda, austera. Una cabaña hecha a base de troncos talados de la tierra, un patio que no era más que una extensión de suciedad y tocones, montañas que arañaban el cielo. Todos los días le preguntaba si podía acompañarlo a los campos, pero él siempre le decía que no, que se quedara en casa. Regresaba al atardecer, con la espalda doblada y lleno de moretones y picaduras de mosquito. Ella limpiaba y cocinaba, limpiaba y cocinaba, y poco a poco fue consumiéndose en el gris, hasta que incluso su visión pareció empequeñecerse y el mundo a su alrededor se vació de color.

Mabel extendió las manos sobre su regazo, planchando las arrugas de la falda, una y otra vez, hasta que sus oídos volvieron a captar las palabras que se decían a su alrededor. Algo sobre la mina del norte.

—Te lo repito, Jack. Ni lo pienses —decía George—. Es la manera más rápida de irte al otro barrio.

Mabel conservó la calma.

—¿Habláis de la mina de carbón? —intervino.

—Sé que corren tiempos duros, Mabel, pero no hay por qué avergonzarse de ello —dijo George, al tiempo que le guiñaba el ojo—. Procura que tu marido se quede en casa. Todo se arreglará.

Mientras George y sus hijos se enfrascaban en una charla sobre la cantidad de maneras terribles en que uno puede morir bajo tierra, Mabel se volvió hacia Jack y le susurró, hecha una furia:

—¿Pensabas dejarme sola para irte a la mina?

—Ya hablaremos de eso luego —replicó él.

—Lo único que tenéis que hacer es meter a un alce en el establo, chicos, y ahorrar dinero para la primavera —dijo George.

Mabel frunció el ceño, sin entenderlo.

—¿Un alce? —exclamó—. ¿En el establo?

Esther se echó a reír.

—No un ejemplar vivo, querida —le explicó—. Carne. Para alimentaros. Nosotros lo hemos hecho durante años. Acabas harta de puré de patatas y patatas fritas, de carne hervida o asada, pero no te mueres de hambre.

—Es ya muy tarde para cazar un alce —rezongó el hijo menor desde la cocina. Estaba de pie, con las manos metidas en los bolsillos—. Habría tenido que pillar a uno antes del celo.

—Siguen ahí, Garrett —repuso George—. Solo tendrá que esforzarse un poco más para encontrar uno.

El chico se encogió de hombros, con expresión de duda.

—No le hagáis caso —dijo Esther, haciendo un gesto de fastidio—. Se cree el próximo Daniel Boone.

Uno de los hijos mayores se rio y le dio un puñetazo a Garrett en el brazo. El más joven apretó los puños, y propinó a su hermano un empujón tal que el chico cayó sobre la mesa de cocina. Se enzarzaron en una ruidosa refriega que alarmó a Mabel hasta que vio que ni George ni Esther tomaban partido alguno. Por fin, cuando el jaleo se hizo insoportable incluso para los Benson, Esther gritó «ya basta, chicos», y ellos se calmaron.

—Puede que Garrett sea un creído, pero te aseguro que es un as con el rifle, Jack. —George señaló con orgullo al benjamín de la familia—. Cazó a su primer alce a los diez años. Trae a casa más caza que todos los demás juntos.

—Incluidas esas benditas perdices —dijo Esther, dirigiéndose a Mabel.

Mabel se esforzó por sonreír, pero sus pensamientos se lo impedían. Jack pensaba irse. Dejarla sola en aquella cabaña pequeña y oscura.

Los hombres se habían puesto a hablar de la caza del alce, y de nuevo la asaltó la sensación de que era un tema del que ya habían hablado todos y de que, una vez más, ella no era más que una forastera ignorante.

—Tiene que llevar el rifle siempre consigo, incluso cuando va a trabajar a los campos —oyó que el hijo menor le decía a Jack—. Ir a los pies de las montañas. La mayoría de las veces la nieve ya los ha hecho descender hacia el río, pero este año tarda, así que siguen ahí arriba, comiendo abedules y álamos.

El chico apenas lograba disimular su desdén hacia Jack.

—Es una pena que no matara uno en otoño —le dijo—. Ahora le va a costar. Los alces solo se agrupan durante el celo. En esa época son distintos. Los machos se vuelven locos en el bosque. Estampan sus malditas astas en los árboles. Se revuelcan en su propia orina. Balan para atraer a las hembras.

—Oí algo, hará un mes o así —intervino Jack—. Estaba cortando leña y algo empezó a gruñir desde el bosque. Y luego oí un «chas, chas», como si alguien más estuviera cortando leña.

—Un alce macho. Llamándole, golpeando la cornamenta contra un árbol. Quería luchar con usted. Lo tomó por otro alce. —Y el chico casi sonrió, como si Jack estuviera lejos de tener la estatura de un alce.

Esther notó que Mabel estaba incómoda, pero malinterpretó el motivo.