Bromance. Club de lectura para caballeros - Lyssa Kay Adams - E-Book

Bromance. Club de lectura para caballeros E-Book

Lyssa Kay Adams

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Beschreibung

Gavin Scott, jugador de béisbol profesional, tiene una carrera de primera, pero es un marido más bien de segunda. Cuando descubre que su mujer lleva toda la vida fingiendo en la cama, pierde los papeles de mala manera. Y Thea, su mujer, que está harta de amoldarse a él, le pide el divorcio. Por fin se da cuenta de lo mal que se ha estado portando y decide que hará cualquier cosa para recuperarla, incluso pedir consejo a sus amigos. Lo que no se espera es una críptica invitación a un club secreto… El Club de lectura para caballeros reúne a atletas de todo Nashville que dedican su tiempo a leer, analizar y aprender de novelas románticas. Gracias al club y a la adictiva lectura de Cortejando a la condesa, Gavin elaborará una estrategia llena de declaraciones floridas y gestos llamativos para cautivar al amor de su vida… Pero este Romeo tiene más mano con el bate que con los ramos de flores y pronto descubrirá que recuperar a Thea será más complicado de lo que espera. Adéntrate en el mundo de Bromance, donde los príncipes azules tienen mucho que aprender, las heroínas mucho que decir y las páginas no dejan de volar.

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Para mi abuela.

Tras perseguir zanahorias, al final he conseguido atrapar una.

CAPÍTULO 1

Había un motivo por el que Gavin Scott apenas bebía alcohol.

No se le daba bien. De hecho, cuando lo hacía saltaba a la vista el porqué: se caía al suelo de morros al tratar de alcanzar cualquier botella, y cuando iba borracho y besaba el suelo ya era mejor ni intentar levantarlo de ahí.

Esa fue la razón por la que no respondió cuando su mejor amigo y compañero de los Nashville Legends, Delray Hicks, golpeó la puerta de su habitación del cuarto piso del hotel donde se hospedaba, una depresiva estancia que le recordaba que al menos seguía siendo un campeón en arruinarlo todo.

—Essstá abierto —gritó Gavin arrastrando las palabras.

La puerta se abrió de golpe. Delray —o Del, como solía llamarlo—, encendió la luz cegadora del techo y enseguida maldijo:

—Mierda. Soldado caído. —Se giró para hablar con otra persona—. Ayúdame.

Del y otro humano gigante se acercaron y lo levantaron de los hombros gracias a sus enormes manos. En un instante Gavin ya estaba erguido y apoyado en el sillón que había en la habitación. El techo daba vueltas y no le quedó otra que dejar caer la cabeza sobre los cojines.

—Vamos. —Del le golpeó el pecho—. Revive.

Gavin cogió una gran bocanada de aire y fue capaz de levantar la cabeza. Pestañeó un par veces y se apretó las cuencas de los ojos con las palmas de las manos.

—Estoy borracho.

—No me digas —suspiró Del—. ¿Qué te has bebido?

Gavin señaló una botella de bourbon artesano apoyada en una de las mesas. La destilería local les había regalado una a cada uno de los miembros del equipo al final de temporada, apenas un par de semanas atrás. Del volvió a maldecir:

—Mierda, tío. Podrías haberte bebido directamente el alcohol del botiquín.

—No tenía.

—Espera que traiga agua —dijo el otro tipo, cuyo rostro borroso se parecía al de Braden Mack, el dueño de varias discotecas de Nashville. Pero de ser así no tenía sentido, pensó Gavin. ¿Qué estaba él haciendo allí? Solo se habían visto una vez, en un evento benéfico de golf. ¿Desde cuándo era amigo de Del?

Un tercer hombre apareció de repente y, esa vez, Gavin sí que lo reconoció. Era Yan Feliciano, otro de sus compañeros.

—¿Cómo está? —preguntó en español.

Gavin entendió la pregunta al instante. Joder, la borrachera le había otorgado el poder de hablar español. Del sacudió la cabeza.

—Está a una copa de ponerse a escuchar a Ed Sheeran.

Gavin tenía hipo.

—No mi gusta Ed Sheeran —respondió como pudo en español.

—Cállate —sentenció Del.

—¡Vaya! No tartamudeo cuando hablo español. —De nuevo el hipo, que esta vez trajo consigo un regusto amargo—. Quiero decir, cuando estoy borracho.

Yan maldijo al oír a su amigo.

—¿Qué ha pasado, hermano?

—Thea le ha pedido el divorcio —le respondió Del.

Yan no fue capaz de esconder su sorpresa.

—Vaya. Mi mujer me dijo que había escuchado rumores de que tenían problemas, pero no creí que fuese para tanto.

—Pues créééééééételo —siseó Gavin en un lamento, a la par que dejó caer la cabeza en el sofá.

Divorcio. La que había sido su mujer durante tres años, la madre de sus hijas mellizas, la mujer que lo hizo descubrir que el amor a primera vista existía… lo había dejado. Y era su culpa.

—Bebe esto —le indicó Del entregándole una botella de agua. Acto seguido, se dirigió a Yan—: Hace dos semanas que vive aquí.

—Me ha echado —agregó Gavin y dejó caer la botella abierta.

—Porque te has estado comportando como un imbécil.

—Lo sé.

—Te lo advertí, tío —le indicó Del sacudiendo la cabeza.

—Lo sé.

—Te dije que iba a cansarse de ti si las cosas no cambiaban.

—Lo sé —gruñó Gavin esta vez y entonces levantó la cabeza. El problema fue que lo hizo demasiado rápido y una ola de náuseas le advirtió que el bourbon estaba buscando la salida de emergencia de su cuerpo. Gavin tragó y respiró hondo. «Mierda», pensó. El sudor empezó a empaparle la frente y las axilas.

—¡Joder, se está poniendo verde! —gritó el supuesto Branden Mack.

Unas manos enormes volvieron a ayudarlo a ponerse de pie. Del y el que era casi seguro Branden Mack lo arrastraron al baño. Gavin entró tambaleándose en el momento exacto en el que una sustancia de un color que solo hacía aparición cuando se tomaban malas decisiones salió disparada de su boca. Mack maldijo y salió corriendo de allí. Del se quedó a su lado mientras Gavin gemía como un jugador de tenis cuando da un revés tras otro, sin parar.

—Nunca te han sentado bien las bebidas fuertes.

—Me estoy muriendo. —Gavin volvió a gruñir y se derrumbó sobre sus rodillas.

—No te estás muriendo.

—Entonces mátame.

—No lo digas dos veces.

Gavin cayó sobre sus nalgas y se apoyó en la pared beige del lavabo con las rodillas contra la bañera, también de color beige, que estaba cubierta por una cortina (en efecto, beige).

Ganaba quince millones de dólares al año y, sin embargo, allí estaba, en un hotel de mierda en el que no se hubiese alojado ni aun cuando jugaba en la peor de las divisiones. Podía permitirse algo mejor, pero ese era su castigo. Y era uno autoimpuesto por haber permitido que su orgullo arruinara lo mejor que le había pasado en la vida.

Del presionó el botón del váter y cerró la tapa. Salió del cuarto de baño y volvió al instante con una botella de agua.

—Bebe. Te lo digo en serio.

Gavin abrió la botella y se bajó la mitad de un trago. A los pocos minutos, la habitación dejó de girar a su alrededor.

—¿Qué hacéis aquí?

—Ya te lo contaré. —Del se sentó sobre la tapa del inodoro y se inclinó hacia delante con los codos apoyados sobre las rodillas—. ¿Estás bien?

—No. —Gavin notó cómo la voz se le quebraba. «La leche», pensó. No quería echarse a llorar delante de Del. Se presionó los ojos y se masajeó el entrecejo con la yema de los pulgares.

—Adelante. Puedes llorar, tío —lo animó Del golpeándole el pie con la punta de su zapato—. No debería darte vergüenza.

Gavin volvió a apoyar la cabeza contra la pared y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.

—No puedo creer que la haya perdido.

—No vas a perderla.

—Me ha pedido el d-d-divorcio, imbécil —logró decir tras batallar con la palabra.

Del no reaccionó de manera alguna ante el tartamudeo de su amigo. Los miembros del equipo ya no lo hacían, de hecho, porque Gavin había dejado de intentar corregirlo cuando estaba con ellos. Se trataba de otra de las cosas de una larga lista que debía agradecerle a Thea. Antes de conocerla, se avergonzaba y evitaba hablar, aunque estuviera rodeado de gente conocida. Pero Thea se mantuvo imperturbable la primera vez que tartamudeó frente a ella. No intentó terminar la frase por él, no se incomodó ni alejó la mirada. Tan solo esperó a que él pudiera acabar de decir lo que quería decir. Aparte de su familia, nadie hasta aquel instante le había hecho sentir que no era un payaso tartamudo.

Por eso, cuando un mes atrás él descubrió la mentira de ella, la traición fue más dolorosa aún. Porque así era como lo había procesado: como una mentira.

Su mujer había estado fingiendo en la cama durante todo su matrimonio.

—¿Te dijo eso? —preguntó Del—. ¿O dijo específicamente que ya era hora de pensar en divorciarse?

—Joder, ¿cuál es la diferencia?

—La segunda quiere decir que no quiere saber nada más de ti. La primera significa que todavía tienes una oportunidad.

Gavin movió la cabeza de un lado al otro contra la pared en señal de desacuerdo.

—No tengo oportunidad alguna. No escuchaste su voz. Era como hablar con una desconocida.

Del se levantó y lo miró desde su altura.

—¿Quieres luchar por tu matrimonio?

—Sí. —Por Dios, sí. Más que nada en el mundo. «Mierda», pensó mientras respondía. La garganta se le cerraba de nuevo.

—¿Qué estás dispuesto a hacer?

—Lo que sea.

—¿Lo dices en serio?

—¿Q-q-qué cojones? Por supuesto que lo digo en serio.

—Bien. —Del le tendió la mano—. Entonces vamos.

Gavin dejó que Del lo levantara del brazo hasta que estuvo de pie y lo siguió hasta el dormitorio. Sentía que su cuerpo pesaba una tonelada cuando avanzó tambaleándose hasta el sofá, donde se dejó caer de nuevo sobre los cojines.

—Es un lugar encantador, Scott —dijo Mack desde la pequeña cocina adosada. Limpió una manzana verde contra su hombro y luego le dio un gran y ruidoso mordisco.

—Eh, eso es mío —gruñó Gavin.

—No te la estabas comiendo.

—Pero iba a comérmela.

—Sí, claro. Cuando terminaras con la botella.

Gavin le hizo un corte de mangas a distancia.

—Basta —ordenó Del a Mack—. Todos hemos estado en su situación.

«Un momento», pensó Gavin. ¿Qué? ¿A qué leches se refería?

Yan se sentó en la otra punta del sofá y apoyó sus botas texanas sobre la mesa de café. Mack se inclinó contra la pared.

Del los miró a ambos.

—¿Qué opináis?

Mack le propinó otro mordisco a la manzana y habló con la boca llena:

—No lo sé. ¿En serio crees que lo soportará?

Gavin se pasó la mano por la cara. Sentía que había aparecido en medio de una película. Una película mala, para más señas.

—¿Alguien puede explicarme q-qué sucede?

Del se cruzó de brazos.

—Vamos a salvar tu matrimonio.

Gavin bufó, pero los tres pares de ojos que lo miraban estaban serios.

—Estoy perdido —gruñó.

—Has dicho que estás dispuesto a hacer lo que sea para recuperar a Thea —dijo Del.

—Sí —balbuceó Gavin.

—Entonces necesito que me digas la verdad. —Gavin se puso nervioso. Del se acercó y se sentó sobre la mesa de café, que crujió por el peso—. Cuéntanos lo sucedido.

—Ya te lo he contado. Dijo…

—No me refiero a esta noche. ¿Qué ha pasado?

Gavin les echó un vistazo a los tres hombres. Incluso si no hubiesen estado Yan ni Mack (comiéndose su manzana, además), Gavin tampoco se hubiera atrevido a hablar del tema. Era demasiado humillante. Bastante terrible era tener que admitir que no podía satisfacer a su mujer en la cama como para hacerse cargo también de la estupidez de haber perdido el control, haberse instalado con sus cosas en la habitación de huéspedes para castigar a su mujer con su silencio y haberse negado a escuchar las explicaciones de ella porque tenía miedo de que destruyeran su ego. Desde luego, prefería guardarse los detalles. Gracias de todos modos.

—No puedo contároslo —balbuceó al fin.

—¿Por qué no?

—Es personal.

—Estamos hablando de tu matrimonio. Por supuesto que es personal… —bufó Del.

—Pero esto es demasiado…

Mack lo interrumpió con un sonido cargado de frustración.

—Te está preguntando si le fuiste infiel, idiota.

Gavin giró la cabeza para mirar a Del.

—¿Eso es lo que crees? ¿De verdad piensas que podría serle infiel?

El mero hecho de pensarlo lo hizo querer volver al baño para seguir vomitando el licor que le quedaba en el estómago.

—No —dijo Del—. Pero tengo que preguntar. Es una regla. No ayudamos a infieles.

—¿Tú y quién más? ¿Qué leches está pasando?

—Has dicho que anoche fue como si estuvieses hablando con una extraña —indicó Del—. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizás no la conoces?

Gavin le lanzó una mirada de desconcierto.

—Todos desconocemos a nuestras mujeres en algún momento del matrimonio —dijo Del—. Todos los seres humanos son una obra en construcción y no todos evolucionamos al mismo ritmo. ¿Quién sabe cuántas personas se habrán divorciado porque no se dieron cuenta de que esos problemas insuperables no eran más que una fase temporal?

Del extendió los brazos

—Pero, qué demonios… ¿vosotros? Sería un milagro que os hubierais llegado a conocer en absoluto.

—¿Se supone que esto debería hacerme sentir m-m-mejor?

—¿Cuánto tiempo salisteis antes de que se quedara embarazada? ¿Cuatro meses?

—Tres.

Mack se tapó la boca y tosió, disimulando, aunque inteligible «de penalti».

 —Bien —continuó Del—. Y enseguida os estabais casando, a todo correr, en el registro civil. Y justo antes de que nacieran las mellizas te llamaron para jugar en las grandes ligas. A ver, Gavin, te has pasado la mayor parte de tu matrimonio de viaje mientras ella criaba a las niñas prácticamente sola en una ciudad que no era la suya. ¿Crees de verdad que puede seguir siendo la misma persona después de algo así?

«No», pensó Gavin. Pero ese no era el puto problema que tenía con Thea. Claro que ella había cambiado. Él también lo había hecho. Pero eran buenos padres y eran felices. Al menos, él creía que eran felices.

Del se encogió de hombros con indiferencia y se sentó derecho.

—Mira, lo que quiero decir es que ya es difícil con parejas que llevan años juntas y que sabían qué esperar cuando se casaron. Pero vosotros os lanzasteis directos a la piscina sin chaleco salvavidas. Ningún matrimonio puede sobrevivir a algo así, ni siquiera en las mejores circunstancias. No sin algo de ayuda.

—Es un poco tarde para terapia de pareja, me temo.

—No, no es tarde. Igualmente, no te estoy hablando de eso.

—¿Y de qué leches estás hablando, entonces?

Del lo ignoró y volvió a mirar a Yan y a Mack.

—¿Y bien? —les preguntó.

—Yo digo que sí —dijo Yan—. Va a sernos inútil la próxima temporada si no conseguimos reconciliarlos.

—Está bien. —Mack se encogió de hombros con indiferencia—. Aunque solo sea para arrastrarlo fuera de este agujero. Porque joder, tío... —dijo señalando la habitación.

Gavin se dirigió entonces a Yan:

—¿Cómo se dice «vete a la mierda» en español?

Mack le dio el último mordisco a la manzana y lanzó el carozo hacia atrás, sin mirar. Este aterrizó dentro del fregadero sin dificultad. Gavin lo odiaba más que a nadie en el mundo.

—Mis hijas me dieron esa manzana.

—Uy… —dijo Mack.

—Escucha —intervino Del—. Consúltalo con la almohada y mañana por la noche podemos quedar para tu primera reunión oficial.

—¿Reunión oficial de qué?

—De la solución a todos tus problemas.

Los tres se lo quedaron mirando como si eso lo explicara todo, antes de salir de la habitación.

—¿Eso es todo?

—Una cosa más —agregó Del—. En ninguna circunstancia vayas a ver a tu mujer.

CAPÍTULO 2

«No existe fuerza en el mundo más poderosa que la de una mujer bondadosa que ya está harta».

De toda aquella sabiduría popular que su abuela le había transmitido a lo largo de los años, Thea Scott esperaba que al menos esa afirmación fuera cierta porque, ¡cielo santo!, el mazo pesaba una tonelada. Propinó cuatro golpes con toda su fuerza y aun así no había conseguido más que una marquita en la pared y, de regalo, un tirón en los músculos de la espalda. Pero Thea no iba a darse por vencida, eso desde luego. Hacía tres años que vivía en esa casa y hacía tres años que fantaseaba con tirar esa pared.

Al ver cómo su matrimonio se desmoronaba el día anterior, le pareció que justamente ese era el día ideal para hacer su fantasía realidad.

Además, Thea necesitaba más que nunca darle mazazos a algo.

Blandió el mazo otra vez con un gemido. Por fin el golpe concluyó con un ruido sordo de satisfacción y abrió un agujero en la pared. Con un grito de victoria, Thea dejó de lado el martillo y metió la cabeza en su pequeña obra. Casi podía sentir cómo la luz del otro lado se agolpaba desesperada por liberarse de esa prisión beige. ¿A quién se le había ocurrido poner una pared allí? ¿Qué arquitecto, en su sano juicio, separaría la sala de estar del comedor e impediría a esa gloriosa luz fluir con libertad por la planta baja?

Thea volvió a blandir el martillo y un segundo agujero le hizo compañía al primero. Otro trozo de pared cayó a sus pies, seguida de una nube de polvo que invadió la habitación y le cubrió los brazos. Cielo santo, qué bien le estaba sentando.

Jadeando por el esfuerzo, Thea apoyó el martillo en el nailon que había comprado para proteger el suelo de madera. Masajeándose el hombro con una mano, se giró para contemplar la sala de estar. Sí. Justo allí. Justo al lado de las puertas francesas que llevaban al patio. Ese era el lugar perfecto para el caballete y las pinturas. Algún día, después de graduarse, quizás podría tener un taller propio. Pero por ahora se conformaría con volver a pintar. No había tocado un lienzo desde el nacimiento de las niñas. Su logro creativo más grande de los últimos días había sido teñir sus camisetas blancas para que las manchas parecieran intencionales.

Se había esforzado para que la pared no le molestara tanto. Había colgado fotografías familiares siguiendo patrones algo estrafalarios. Había enmarcado las huellas de las manos de las niñas y sus dibujos. En la pared también estaba el bate favorito de Gavin de cuando iba a secundaria. Todo con la idea de que algún día la arreglaría. Algún día la pintaría de un color vibrante o le añadiría alguna moldura. O quizás, un día, derribaría esa mierda y comenzaría de nuevo.

Thea supo que ese día había llegado cuando se despertó aquella misma mañana con los ojos hinchados fruto de un momento de debilidad en el que había llorado en el baño cubriéndose la boca con una mano para aplacar el sonido.

Las lágrimas no tenían sentido. El remordimiento no la ayudaría a empezar de nuevo. Había una única manera de avanzar… y era salir a flote.

Literalmente.

Después del desayuno, Liv, su hermana, que vivía con ellas en casa desde que Gavin se había marchado, llevó a las niñas a clases de danza. Solo entonces Thea desempolvó el mono de trabajo para pintar, condujo hasta la ferretería y compró el mazo.

—¿Sabes cómo usarlo? —le había preguntado el hombre al otro lado del mostrador. El modo en que arqueaba las cejas hacía que el hombre llevara escrito en la frente mansplaining.

Thea curvó los labios en algo parecido a una sonrisa.

—Sep…

—Asegúrate de poner la mano más fuerte justo donde termina el mazo.

—Entendido. —Thea se guardó el cambio en el bolsillo.

El hombre se estiró los tirantes.

—¿Qué vas a derribar?

—Las estructuras de poder patriarcales. —Él pestañeó ante la respuesta—. Una pared.

—Antes asegúrate de que no cargue peso de la estructura de la casa.

La necesidad de golpear algo volvió a surgir con tan solo recordar el encuentro. Thea apoyó el mazo sobre su hombro, pero justo cuando comenzaba a bajarlo con intención de seguir aporreando la pared, la puerta de entrada se abrió. Las niñas entraron corriendo con los tutús rebotando sobre sus pequeñas medias rosadas y las colas de caballo rubias moviéndose en sincronía hacia un lado y hacia el otro. Bola de Mantequilla, el perro labrador, las seguía como un perro policía. Detrás, su hermana Liv sostenía con firmeza la correa.

—¿Que estás haciendo, mami? —preguntó Amelia con un chillido en cuya vocecita se intuía una mezcla de temor y sorpresa. Thea no la culpaba. En ese momento mami no debía parecerse mucho a mami.

—Estoy tirando una pared —respondió Thea con calma.

—Oh, sí —intervino Liv frotándose las manos—. Yo quiero participar. —Dejó caer la correa de Bola de Mantequilla, atravesó la habitación y cogió el testigo del mazo—. ¿Puedo imaginarme que es su cabeza?

—Liv —advirtió Thea por lo bajo. Sabía que su hermana no hablaría mal de Gavin frente a las niñas a propósito. Ambas sabían por experiencia que los únicos que sufren cuando un progenitor habla mal del otro son los hijos. Pero a veces la boca de Liv tenía voluntad propia. Y ese era uno de aquellos momentos.

—¿La cara de quién, tía Livvie? —preguntó Amelia.

Thea ametralló a su hermana con la mirada.

—Mi jefe —respondió enseguida Liv. Trabajaba en un famoso restaurante de Nashville para un chef conocido en la ciudad por ser un tirano. Liv se quejaba tanto de él que las niñas no dudaron de sus palabras.

—¿Podemos ayudar a pegarle a la pared? —preguntó Amelia.

—Es una tarea peligrosa solo para mayores —dijo Thea—. Pero podéis mirar.

Con un golpe digno de Tarzán, Liv hizo caer otro trozo de pared. Las niñas lo celebraron con gritos y saltos. Ava aulló y lanzó una patada de karateka al aire. Amelia intentó hacer la medialuna. Oficialmente, la sala de estar era una fiesta.

—Guau, esto sienta de maravilla —exclamó Liv y le pasó el mazo a Thea—. Necesitamos música.

Thea volvió a tomar posesión de la herramienta, Liv tocó un par de veces la pantalla de su teléfono y entonces, en el sistema de altavoces Bluetooth que había distribuidos por la casa, comenzó a sonar la voz de Aretha Franklin exigiendo R-E-S-P-E-T-O.

Liv se hizo con el bate de Gavin que yacía en el suelo y lo usó de micrófono mientras cantaba a los gritos. Le extendió una mano a Thea, animándola a unirse, y esta accedió para entretener a sus hijas. Las niñas se rieron como si ese concierto improvisado fuese la cosa más divertida que hubieran visto jamás.

Y así sin más, las hermanas sintieron que volvían a ser adolescentes que cantaban a todo pulmón en el dormitorio abarrotado que compartían en la casa de su abuela. Fue allí (mientras su madre estaba sumida en una bruma de furia reclamando la pensión alimentaria, y su padre estaba demasiado ocupado engañando a su segunda esposa como para hacerse cargo de sus hijas) donde memorizaron las letras de las canciones de Pink y se prometieron que jamás confiarían en un hombre, jamás serían tan débiles como su madre ni tan egoístas como su padre, y, sobre todo, prometieron cuidar siempre la una de la otra.

Serían ellas contra el mundo.

Y allí estaban una vez más. Solo que ahora Thea tenía que proteger a alguien más que a su hermanita. Tenía que proteger a las niñas. Y lo haría. Sin importar lo que conllevara. Se aseguraría de que jamás supieran lo que era crecer rodeadas de tensión ni que fueran rehenes en la guerra entre sus padres.

Una oleada súbita de emociones se acumuló en el rabillo de los ojos de Thea y comenzó a sentir una opresión en el pecho. Seguía cantando, pero su voz sonaba cada vez más estrangulada. Les dio la espalda a las niñas y se frotó los ojos.

Liv, con tranquilidad, manejó la situación.

—Oíd, chicas. ¿Por qué no subís a cambiaros? La primera que llegue a la escalera elige la película de esta noche.

El espíritu competitivo hizo que las niñas salieran corriendo. Unos segundos después, la canción terminó.

—¿Estás bien? —preguntó Liv a su hermana.

Un doloroso nudo en la garganta de Thea le dificultaba el habla.

—¿Y si ya les he hecho daño?

—No lo has hecho —dijo Liv con seguridad—. Eres la mejor madre que conozco. 

—Lo único que quería era poder darles lo que yo no tuve. Que se sintieran seguras y a salvo y…

Liv la sujetó por los hombros y, mirándola de frente, le dijo:

—Él se ha ido.

—Sí, pero porque yo se lo pedí. —No pudo soportar un segundo más del frío silencio al que él la estaba sometiendo tras pasar un mes encerrado en el dormitorio de huéspedes sin hablarle. Dos niñas pequeñas en casa eran más que suficientes.

—Y le faltó tiempo para salir por patas —dijo Liv.

Cierto. Sin embargo, a Thea le carcomía la culpa. Había cosas que Liv no sabía. Gavin había reaccionado mal cuando se había enterado de que Thea había estado fingiendo en la cama, pero también era cierto que Thea no debería de habérselo dicho así.

—Hacen falta dos personas para arruinar una relación.

Liv torció la cabeza.

—Sí, claro, pero soy tu hermana, así que tengo una predisposición biológica a ponerme de tu lado.

Se miraron en agradecimiento, una vez más, al hecho de tener al menos una persona con la que siempre podrían contar.

En el pasado Thea sabía que Gavin también era esa persona.

«¡Mierda!», se murmuró a sí misma ante semejante pensamiento. Thea volvió a por el mazo. Era hora de ponerse de pie y retomar su vida donde la había dejado, justo cuando había dejado todo por él y su carrera. Era hora de cumplir las promesas que habían hecho con Liv hacía tantos años.

Thea volvió a blandir el mazo y abrió otro agujero en la pared.

Liv se rio.

—No soy la única que se está imaginando su cara, ¿no?

—No —gruñó Thea y volvió a golpear.

—Bien. Descarga. Eres una mujer poderosa que no necesita a ningún hombre.

Los altavoces estallaron al ritmo de una canción en la que Taylor Swift, muy enfadada, hablaba de quemar fotos.

Liv volvió a levantar el bate de Gavin del suelo.

—Cuidado que voy.

—¡Espera! ¡Ese es su bate favorito!

—Si tanto lo quería que se lo hubiera llevado —espetó Liv.

Thea bajó la cabeza y Liz golpeó. Se escuchó un ruido fuerte que indicaba que el golpe había alcanzado la estructura.

Thea bajó el mazo y le quitó el bate de las manos a Liv.

—Se puede romper.

—Es un bate.

—Es con el que jugó cuando ganó el campeonato estatal de secundaria.

Liv puso los ojos en blanco.

—Los hombres y sus suvenires.

—Es importante para él —dijo Thea.

—¿Y acaso no es ese el problema? —espetó Liv enfurruñada—. El béisbol siempre ha sido más importante para él que tú.

—No es así. —La irrupción repentina de la voz grave de Gavin hizo que las dos giraran la cabeza de golpe.

Estaba de pie, quieto, a unos tres metros, como si la conversación lo hubiese invocado y hubiera aparecido de la nada. Mantequilla ladró y corrió hacia él moviendo la cola con alegría.

Thea sintió que algo se removía en su interior cuando Gavin estiró la mano para rascar las orejas de Mantequilla sin prestar mucha intención. Llevaba puesto un par de vaqueros claros y una camiseta gris lisa. Tenía el pelo húmedo y despeinado como si hubiera acabado de darse una ducha y apenas se hubiera pasado una toalla por la cabeza. Sus ojos avellana estaban enrojecidos y rodeados de ojeras oscuras. La sombra de una barba de al menos dos días recorría su mandíbula.

Incluso así estaba irresistible, tan sexy que era injusto.

Liv bajó la música y se cruzó de brazos.

—¿Qué quieres, imbécil?

—Liv —volvió a advertirle Thea. Acto seguido, se dirigió a Gavin—: Ya no vives aquí, Gavin. No puedes aparecer así, sin más.

Él se giró hacia la puerta, señalándola.

—Intenté llamar —respondió, confundido, mientras sus ojos viajaban entre la pared agujereada y el mazo en el suelo—. ¿Q-qué estáis haciendo?

—Tirando la pared.

—Ya veo —susurró Gavin—. ¿Y se puede saber por qué?

—Porque odio esta pared.

Gavin alzó las cejas.

—¿Ese es mi bate?

El enfado y la mezquindad de Thea se abrieron camino ante su sentido común.

—Sep, funciona bien. —Thea giró y golpeó el bate contra la pared.

Gavin bajó la cabeza por instinto, dolido.

—Voy a instalar mi caballete aquí —indicó Thea y volvió a golpear el bate—. Esta estúpida pared tapa toda la luz.

—Quizás tendríamos que haberlo hablado antes de que… —Gavin hizo una mueca cuando Thea volvió a golpear.

—Quizás tendríamos que haber hablado de muchas cosas —le espetó Thea y se alejó de la pared mientras se limpiaba las gotas de sudor de la frente.

Los interrumpió un chillido que llegó desde las escaleras.

—¡Papi! —Amelia saltó el último escalón, corrió hacia Gavin y se abrazó a sus piernas—. ¡Mami está rompiendo la pared! —Se rio y estiró los brazos para que la levantara.

Gavin seguía mirando a Thea con cautela mientras erguía a la niña. Amelia ladeó la cabeza al instante.

—¿Estás enfermo, papi?

—Eh, no, cariño —dijo Gavin—. Es que no dormí muy bien anoche. —La besó en la mejilla—. Hueles a sirope. ¿Mamá ha hecho sus pancakes de sábado?

—¡Sí, con pepizas de chocate! —Amelia hizo un esfuerzo por pronunciarlo lo mejor que pudo.

Gavin miró a Thea a los ojos y por un momento dejaron de ser enemigos para volver a ser padres. Hacía meses que Amelia daba indicios de ceceo y Gavin temía que fuera el comienzo de una dificultad del habla permanente. Thea sonrió con dulzura.

—Solo es un ceceo —dijo por lo bajo.

Gavin estiró un brazo hacia Ava, que había aparecido detrás de su hermana.

—Hola, ardillita.

Sin embargo, Ava no se acercó a él y se refugió detrás de su madre. Fue un reflejo de protección que rompió el corazón de Thea, más todavía cuando Ava levantó la barbilla y declaró ante todos:

—Mami ha estado llorando.

«Oh, no», pensó Thea. Ava se había estado pasando a su cama en medio de la noche desde que Gavin se había marchado. ¿La había escuchado cuando se escabullía al baño para llorar? No quería que las niñas la escucharan llorar jamás.

Gavin tragó saliva con lentitud. Sus ojos recorrieron el rostro de Thea como nunca lo habían hecho antes, prestando especial atención a las pecas y los granos que no se había molestado en maquillar. Thea se ruborizó bajo el peso de su mirada. ¿Por qué demonios la miraba así?

—¿Podemos llevar a pasear a Mantequilla? —preguntó Amelia. Eso era lo que hacían juntos: sacar al perro por el vecindario. O al menos lo era cuando Gavin vivía allí.

—Otro día, mi amor —dijo Gavin—. Tengo que hablar con mami. —Amelia hizo una mueca de tristeza: una técnica tremendamente efectiva que había aprendido hacía poco. Gavin tragó saliva con fuerza y Thea casi sintió pena por él—. El lunes iré a ver el musical de tu escuela. ¿Qué te parece si después paseamos a Mantequilla?

—Ya las llevo yo de paseo ahora —dijo Liv, y su tono dejó claro que quería decir «vete al carajo». Mantequilla ya estaba bailando de alegría en la puerta cuando Liv le abrochó la correa y ayudó a las niñas a ponerse los abrigos de lana. Salieron y Liv asomó la cabeza—. No tardéis mucho. Aún tenemos que terminar de configurar tu cuenta en la aplicación de citas.

Cerró de un portazo.

Gavin hizo un ruido indescifrable.

Thea contuvo la risa.

—No respondías al teléfono —le indicó Gavin cuando las niñas ya habían salido.

—Anoche me quede sin batería y no tenía ganas de cargarlo.

Él se acercó con un gesto de preocupación.

—¿Estás bien?

Thea ignoró el modo en el que su corazón se sacudía.

—No soy yo la que huele como alguien que ha pasado la noche en una discoteca.

—Me emborraché.

—¿Para celebrar tu libertad?

—Si de verdad crees eso, te he hecho más daño del que pensaba.

Esta vez, el sonido del bate contra la pared no le resultó tan satisfactorio.

—Bueno, ese es el problema, Gavin, porque me has hecho bastante daño.

Él no lo discutió.

—¿Es verdad que te has descargado una aplicación de citas?

—No, por Dios. —Thea bufó y se pasó una mano por la frente—. Es lo último que necesito.

¿Otro hombre en su vida? ¿Para qué le hiciera más promesas vacías? No, gracias.

Gavin asintió y el alivio invadió su rostro.

—Si has venido a por tus cosas, hazlo rápido porque las niñas volverán en cualquier momento.

—No he venido por eso.

—¿Y entonces qué?

—Q-q-q… —El corazón de Thea latió como cada vez que lo veía luchar contra los músculos de su garganta. Gavin por fin pudo terminar la oración—. Quiero que hablemos.

—No tenemos nada más que hablar.

—Por favor, Thea. 

Otro latido apresurado. Maldito corazón inquieto.

—Está bien. —Thea le arrojó el bate y caminó hacia la cocina. 

Ella le dio la espalda mientras llenaba un vaso con agua del grifo y suspiraba en silencio, contemplando la enorme pizarra a modo de calendario que ocupaba el metro cuadrado de pared que quedaba junto a la nevera. Thea solía jactarse de ser impulsiva y espontánea, pero ahora vivía y respiraba según lo que dijera ese centro de control con sistema de colores en el que organizaba cada segundo de sus vidas: clases de danza, citas con el dentista, opciones para la cena, días de voluntariado en preescolar y en letras rojas, para denotar la importancia del mensaje nivel «allá tú si te olvidas de esto», un recordatorio de encontrar las medias favoritas de Ava antes del lunes para que pudiera usarlas en el musical de la escuela.

El calendario también solía estar lleno de los compromisos sociales o benéficos que eran parte de su rol como miembro oficial del club de las WAG’s (manera ampliamente conocida de referirse a mujeres y novias de deportistas) de los Nashville Legends. Sin embargo, desde que habían comenzado a circular los rumores de que tenían problemas de pareja, muchas de las mujeres y novias se habían alejado de ella. Ni siquiera la invitaron al estúpido brunch mensual, y eso había sido antes de que le pidiera el divorcio.

Igualmente, y sin importar cuanto se esforzara, nunca se había sentido una más con ellas. Cuando estaban juntas, no podía dejar de sentirse esa mujer: la que se había quedado embarazada a propósito para atrapar a un deportista adinerado.

Lo que no sabían era que Thea jamás se casaría por dinero. En su infancia había visto cómo el dinero corrompía lo que tocaba.

Nop. Se había casado con Gavin por amor.

Aunque viendo lo bien que había salido todo, podría haber sido mejor casarse por dinero.

Thea no había estado preparada en absoluto para lo que suponía la vida de una esposa de béisbol. Ser una WAG de los Legends le había traído algo de fama y responsabilidad. Entre los eventos de beneficencia y las apariciones públicas, sentía que la habían arrastrado a formar parte de una hermandad a la que nunca se había querido unir. No tenía nada en contra de las hermandades. Hasta había formado parte de una en la universidad: un ecléctico grupo de estudiantes de teatro, música y estudios feministas que organizaba marchas en contra de los recortes en el centro de mujeres.

Pero esta hermandad era diferente. Esta le exigía conformidad y obediencia total: lo contrario a todo lo que Thea defendía. Y había tenido que descubrirlo mientras criaba bebés mellizos porque Gavin pasaba más tiempo de viaje que en su casa. Y de algún modo, en medio de todo aquello, se perdió a sí misma hasta el punto de no reconocerse. ¿Cómo había descrito la revista Southern Lifestyle sus vacaciones de verano en un artículo sobre los deportistas de Tennessee y sus familias? De un saludable color pastel. Eso habían dicho. Y tenían razón. Al fin y al cabo, todo su armario se había convertido en un homenaje andante al algodón de azúcar. Por Dios, ¡si ella solía usar camisetas de Depeche Mode y Converse negras!

Aquel artículo fue como un jarro de agua helada. Todo un despertar. Le supuso todo un espanto darse cuenta de que se había convertido en todo lo que odiaba. Y a Gavin no le importó, o ni percibió que ahora era una versión aséptica de sí misma.

O, lo que era todavía peor: prefería a la Thea aséptica.

Cuando lo escuchó aclararse la garganta, Thea por fin se dio la vuelta. Las ojeras debajo de sus ojos se notaban más bajo la luz de la cocina; parecían moretones. De verdad que Gavin tenía muy mal aspecto. Gavin no sabía lidiar con ese tipo de cosas. Y no se refería solamente al alcohol.

Arrastró el vaso sobre la isla de la cocina para acercárselo.

—¿Quieres una aspirina?

—Ya me he tomado una.

—¿No te ha valido de nada?

—No mucho. —Torció los labios en una media sonrisa. 

Él envolvió con la mano el vaso que ella acababa de ofrecerle y movió el pulgar hacia arriba y hacia abajo, como acariciando la condensación que brotaba del mismo. Thea no encontraba la forma de disimular la sorpresiva punzada de nostalgia que le provocaba dolor en algunas partes del cuerpo… y cosquilleo en otras. O bien había alcanzado un nivel de patetismo tal —Dios no lo quisiera—, o simplemente estaba hambrienta de afecto, pero lo cierto era que verlo mover el pulgar de ese modo tan distraído ponía en alerta sus partes íntimas. No la había vuelto a tocar desde aquella noche: la noche del NOrgasmo. Pero, a pesar de lo que él creyese después de entonces, a ella siempre le había gustado la forma en la que él la tocaba. Eso nunca lo fingió.

—Quiero quedarme con la casa.

Gavin torció la cabeza como si no la hubiera escuchado bien, con un gesto parecido al de un perro.

—¿Q-qué?

—Sé que es mucho pedir, pero no será necesaria una pensión alimentaria muy alta si me dejas quedarme con las niñas en esta casa. Por supuesto que voy a trabajar, pero…

Gavin alejó el vaso.

—Thea…

—Creo que todo hubiera sido más fácil para Liv y para mí si mi padre no hubiese vendido la casa cuando abandonó a mamá. Y como esta es la única casa que las niñas conocen… —Su voz se quebró e inhaló con fuerza para disimularlo—. Tenemos que contárselo los dos juntos. Aunque no estoy segura de cuál podría ser el mejor momento. ¿Antes de las vacaciones? ¿Después de las vacaciones? No lo sé. Ni siquiera sé si entenderán lo que significa. Siguen pensando que estás jugando al béisbol, pero no se lo van a creer por mucho más tiempo…

—Thea, ¡para!

El exabrupto fue tan severo como atípico viniendo de él. Thea se sobresaltó.

—¿Que pare qué?

—No quiero esto.

—¿La casa?

—¡No! ¡Joder! —Se pasó una mano por el pelo—. Es decir, sí. Quiero la casa. Q-q-quiero a las niñas y a ti en la casa.

—No te entiendo.

—¡Que te quiero a ti!

Thea se quedó boquiabierta. La sorpresa le robó la voz, pero el cinismo se la devolvió.

—Basta, Gavin. Es muy tarde para esto.

Gavin apretó el borde de la encimera hasta que las venas comenzaron a emerger en sus antebrazos musculosos.

—No, no es tarde.

—Es mejor que esto pase ahora que las niñas son pequeñas y no recordarán… —No pudo terminar la oración porque un nudo le invadió la garganta. No quería invertir ni un segundo más en toda la parte emocional de mierda que aquello conllevaba.

Gavin, eso sí, endureció el gesto.

—¿No recordarán qué? ¿Que sus padres estuvieron casados?

—Preferiría que no lo recordasen a que se tengan que enfrentar al dolor de ver cómo se destruye su familia.

—Entonces salvemos nuestra familia.

—La destruiste tú cuando te fuiste.

—¡Tú me lo pediste, Thea!

—Y no te alcanzaron las piernas para salir corriendo.

Él abrió la boca y la cerró un instante antes de lanzar su respuesta:

—Necesitaba tiempo para pensar.

—Y ahora tienes todo el tiempo del mundo.

Gavin se inclinó, apoyó los codos en la encimera y dejó caer la cabeza entre sus manos.

—Las cosas no están yendo como yo q-quería.

Thea se alejó de la encimera.

—Vaya, ¿en serio? ¿Y cómo creías que iban a ir? Porque parece que pensabas que ibas a venir aquí y que yo iba a sonreír y a hacer como que todo estaba bien. Llevo tres años haciendo eso, Gavin. Ya me he cansado.

Thea tomó rumbo de nuevo a la pared; necesitaba golpear algo.

—¿Q-qué leches quieres decir? —le preguntó él siguiéndola de cerca.

—¡Quiero decir que los orgasmos eran el menor de nuestros problemas!

Eso era lo que más le molestaba, que él estuviese enfadado con ella por haber fingido en la cama, pero no se hubiese dado cuenta de que hacía años que lo fingía todo.

Thea alzó el bate y golpeó la pared con todas sus fuerzas. Otro agujero.

—Thea, espera —indicó Gavin y le sacó el bate para evitar que volviera a golpear con él—. Por favor, escúchame un segundo.

Ella se dio la vuelta.

—Hace rato que pasamos la fase de escucharnos, Gavin. De hecho, te pedí que me escucharas miles de veces aquella noche y desde entonces, y te has negado.

—No todo lo que pasó aquella noche fue horrible, Thea.

Ella avanzó hacia él impulsada por una súbita rabia:

—¿Me estás tomando el pelo? ¿Crees que es un buen momento para recordarme tu glorioso Grand Slam?

La situación resultaría graciosa si no fuese trágica. Era la réplica perfecta. La noche del mayor logro profesional de Gavin (un golpe anotando cuatro carreras en el sexto partido del Campeonato de la Liga Americana) fue la noche de otro triunfo aún mayor en la cama con Thea.

—Joder, me refiero a lo que hicimos después del partido —dijo Gavin achicando más la distancia entre ellos y bajando la voz a un tono seductor—. Eso no fue horrible. En absoluto…

—¿Entonces me explicas por qué te fuiste a la habitación de huéspedes justo después?

Gavin alzó las manos en un gesto de rendición.

—Porque exageré y lo arruiné todo, ¿vale? Lo sé. Y q-q…

Su boca se esforzó por dejar salir las palabras que sus músculos se empeñaban en retener. Pasó una mano por su mandíbula y luego se agarró de la nuca. Finalmente, bajó la mirada al suelo entre gruñidos y la frustración lo hizo apretar los labios.

La puerta principal se abrió de par en par por segunda vez en lo que iba de la mañana. Gavin reprimió un improperio cuando Mantequilla y Amelia entraron a la casa corriendo, seguidos por Ava y Liv, que iban unos pasos detrás. Amelia se detuvo en el pasillo y sostuvo una galleta de perro tan alto como le permitía su bracito.

—¡Papi, mira!

Amelia le ordenó a Mantequilla que saltara. Al perro le bastó con alzar apenas la cabeza para coger la galleta de la mano de la niña, pero Amelia celebró el gesto igualmente, como si hubiese enseñado a Mantequilla a hablar.

Gavin sonrió con dulzura.

—Qué bien, mi amor —dijo él forzando la respuesta.

Liv vio a Thea irse hacia la cocina. Unos segundos después, Single Ladies comenzó a sonar a todo volumen por los altavoces inalámbricos.

—Es tan sutil —espetó Gavin por lo bajo.

—No existe nada más leal que una hermana menor.

—Vamos a ir a saltar a la cama elástica —les dijo Liv a las niñas cuando entendió que la tensión que había en la habitación no se había resuelto todavía.

Eso sí, antes de salir con las niñas subió el volumen de la música.

Gavin se acercó a Thea con cautela.

—Solo dime q-q-qué tengo que hacer. ¿Qué quieres de mí?

Su rostro se transformó en un ruego que a Thea le recordó al falso tono de aquel «por favor, mi amor» que usaba su padre cuando rogaba que su madre le diera una segunda oportunidad. O una tercera o una cuarta… ¿Cuántas veces había creído su madre aquellas promesas y lo había perdonado? Demasiadas. Ella no iba a cometer el mismo error.

—Es muy tarde, Gavin —repitió Thea con un suspiro.

Gavin empalideció.

—Dame una oportunidad.

Ella sacudió la cabeza.

Él sintió una presión tras los ojos y se dio la vuelta con las manos sobre la cabeza. Su camiseta se estiró por la presión de los músculos de su espalda mientras intentaba ordenar sus pensamientos. Cuando hubo pasado el momento de tensión, se volvió a girar y recortó la distancia que los separaba con determinación.

—Haré cualquier cosa, Thea. Por favor.

—¿Por qué, Gavin? Después de todo este tiempo, ¿por qué?

Él bajó la mirada a sus labios. «Oh por Dios —pensó ella—, ¿no iría a…?».

Gavin dejó escapar un gruñido, se acarició la nuca e inclinó su boca sobre la de ella. Thea perdió el equilibrio, dio un paso hacia atrás e intentó agarrarse al respaldo del sofá para no caerse de culo. Por lo visto, no hizo falta, ya que Gavin pasó un brazo por su espalda. Un brazo fuerte, protector, musculoso y masculino que la apretaba contra ese cuerpo sólido. Le robó un beso. Y otro. Y otro. Y cuando deslizó la lengua entre sus labios, ella ya no pudo resistirse. Se aferró con fuerza a su camiseta y abrió la boca, cediendo, con un gemido. Gavin sabía a pasta dental, a whisky y a un combinado de sueños rotos hacía mucho tiempo.

Pero ese combinado también trajo consigo una ola de confusión y Thea volvió a sentirse traicionada. ¿De verdad era así de fácil? ¿Un beso apasionado y ya caía rendida a sus brazos? ¿Un mísero beso y se olvidaba de todo lo que había sucedido entre ellos?

Thea apartó su boca de la de él.

—¿Qué cojones estás haciendo? —le preguntó.

—Me has preguntado por qué. —Gavin jadeó con la mirada ensombrecida—. Esta es la razón.

CAPÍTULO 3

—¿Que hiciste qué?

Gavin cerró la puerta de la camioneta de Del; el aroma a pizza, alitas de pollo y otros tentempiés del asiento trasero amenazaba con volver a descontrolar su estómago. Llevaba horas sin vomitar, pero el olor a salsa búfalo picante volvía la situación reversible.

—La besé.

Del soltó un taco ininteligible.

—¡Te dije específicamente que no fueras a verla!

—Lo sé.

—Y desde luego que no te di permiso para besarla.

—No sabía que necesitase tu permiso.

—Lo necesitas, sí, pero todavía más importante: necesitas el de ella. Mierda. —Del golpeó el volante—. Con esto puede que hayas retrocedido muchas casillas.

Gavin no discutió porque sabía que Gavin estaba en lo cierto. Si Thea hubiese tenido a mano una sartén, se la hubiera estampado en la cabeza. Cuando se separaron, ella le había dicho que no tenía derecho a besarla y le había pedido que se fuera.

Pero también había habido un momento en el que ella se había entregado a él, en el que se había abierto y había permitido que sus lenguas se enredaran con un gemido. Un gemido real. Había sido breve, pero, durante ese momento, su mujer también lo había querido besar. Quizás no estaba todo perdido todavía.

Del giró a la derecha y se incorporó a la autopista. El interior del coche se iluminó gracias a las luces amarillas de los vehículos que iban en sentido contrario, posiblemente en dirección a una noche de juerga en el centro de Nashville. Condujeron durante quince minutos hasta que Del bajó cerca de Brentwood, un vecindario a las afueras de la ciudad donde vivían muchos deportistas y cantantes de country.

Gavin prefería Franklin. Allí también vivían muchas celebridades, pero las acercas llenas de árboles centenarios le daban el aspecto de un pueblo pequeño. Su familia vivía en un vecindario normal, no en un suburbio lleno de mansiones. Desde su casa se podía llegar caminando al centro, donde las niñas podían retirar un libro de la biblioteca, tomar un helado o ir a comer al restaurante con asientos de vinilo agrietado. Los únicos turistas que llegaban a esa zona eran los fanáticos de la Guerra Civil que querían recorrer los campos de batalla.

Al principio, Gavin dudó cuando Thea le propuso que vivieran allí. Se podían permitir una zona más lujosa de la ciudad. Pero al ver el modo en que le brillaban los ojos cuando le mostró las imágenes de la casa de ladrillos artesanos al más puro estilo años 30, supo que no iba a hacerla cambiar de opinión. Y ahora no podría pensar en un lugar mejor para vivir.

Aunque quizás tuviera que hacerlo.

Cinco minutos después, Gavin estaba haciendo equilibrios con seis cajas de pizza y cuatro porciones de alitas por un jardín bien cuidado.

—¿De quién es esta casa?

A juzgar por la ostentosa exhibición de coches deportivos que había en el garaje, Gavin temía que fuera del imbécil que se había comido su manzana.

En efecto, la puerta se abrió y Mack los saludó:

—Anda, ¡mira quién está sobrio!

—Anda, ¡mira quién sigue siendo un gilipollas! —le espetó Gavin endiñándole las pizzas y las alitas de pollo.

—Tenéis que dejar atrás esta tontería que os lleváis —gruñó Del mientras entraba.

Mack cerró la puerta de una patada.

—Solo estamos jugando, ¿no, tío?

—No. Te odio bastante —dijo Gavin.

Del se dio la vuelta.

—¿Ya estamos todos?

—Sí —dijo Mack—. En el sótano. ¿Está listo para la iniciación? Tenemos que terminar a medianoche.

Gavin frunció el ceño, pero los siguió por la inmensa entrada, rodeando la ancha escalera, para entrar a una cocina cuyo tamaño era el doble de la que compartía con Thea. El sonido de varias voces se escuchó más alto a medida que se acercaban a la puerta que llevaba al sótano.

Gavin esperó a que Mack y Del bajaran primero.

—Ha llegado la comida —anunció Mack cuando terminó de bajar las escaleras. Se escucharon festejos y algunos «¡ya era hora!».

—¿Llegamos tarde? —le preguntó Gavin a Del.

—No. Han venido antes para terminar de diseñar el plan.

Gavin cogió a Del por la camiseta.

—Espera. ¿Qué plan?

—El plan para que recuperes a Thea aunque seas un estúpido —le respondió Del, y desapareció por el mismo lugar que Mack—. Un plan que acabas de complicar.

Gavin inhaló y exhaló mientras bajaba el último escalón. Finalmente, recordó que todo aquello era para salvar su matrimonio, así que hizo acopio de todo el coraje que pudo y siguió los pasos de Del.

Diez de las personas más influyentes de Nashville (deportistas profesionales, dueños de negocios y funcionarios del Gobierno) lo esperaban alrededor de una lujosa barra mientras se empujaban los unos a los otros para alcanzar una porción de pizza o una alita. Del sacó más tentempiés de la bolsa. Cayeron varios paquetes de patatas fritas y una manzana verde rodó por el suelo.

Mack la levantó sacudiendo la cabeza.

—Eres un maldito imbécil —le espetó Gavin.

—Venga, daros prisa —dijo Del—. Tenemos que comenzar. El tonto este ha besado a su mujer.

La habitación explotó en un rugido. Se sacudieron cabezas. Volaron sillas. Un jugador de hockey que estaba sentado en el fondo de la sala hasta maldijo en ruso.

—¿Qué coño, tío? —gritó Mack—. ¡Te dijimos que no fueras a verla!

Un tipo se atragantó con la cerveza. Gavin lo reconoció: era Malcolm James, corredor del equipo de Nashville perteneciente a la NFL.

—¿Al menos le pediste permiso o fue un beso robado?

—Diría que robado.

Yan lo golpeó en la nuca.

—¡Eso es para la escena final, colega! Todavía no puedes hacer eso.

—¿Escena final de qué?

Todos le lanzaron diferentes tipos de miradas traviesas, se hicieron con sus platos y caminaron hacia un enorme tablero que estaba desplegado en la otra punta del sótano.

El ruso hurgó entre los restos de comida y por fin se decidió por una bolsa de pretzels. La escondió debajo del brazo como si alguien fuera a robársela.

—Demasiada pizza —dijo cuando pasó junto a Gavin—. El queso va directo a mi trasero.

Gavin no necesitaba esa imagen mental.

—Gavin, vamos. Es hora de comenzar.

Cogiendo la manzana de la encimera y arrastrando los pies, tomó asiento en la última silla que quedaba disponible.

Del se aclaró la garganta y se puso de pie frente a los demás.

—¿Todos listos? —Los tipos asintieron con la boca llena—. Muy bien. ¿Primera regla del club de lectura?

—No se habla del club de lectura —replicaron todos al unísono.

«¿De-qué-coño-va-esto?». Gavin buscó a su alrededor la cámara oculta. Tenía que ser una broma.

—¿Un club de lectura? ¿Ese es tu plan maestro para salvar mi matrimonio?

Del le hizo un gesto a Mack, que apenas alzó la cadera para deslizar un libro de su bolsillo. Se lo lanzó a Gavin, al que dio de lleno en la cara.

—Buenos reflejos. Espero que seas mejor en el campo parándolas en corto.

Gavin apretó los dientes.

—Juego en segunda base, imbécil.

Mack se encogió de hombros.

—¿No es prácticamente lo mismo?

Gavin lo ignoró y se hizo con el libro que había caído sobre la mesa. Pestañeó al ver la cubierta. Una mujer perteneciente a 1800, por lo menos, junto a un hombre vestido con uno de esos trajes antiguos. Él llevaba la camisa abierta.

—Cortejando a la condesa —leyó Gavin en un susurro. Entonces alzó la vista—. Es una broma, ¿no?

—No —afirmó Del.

—Es una novela romántica.

—Sí.

Gavin se puso de pie.

—No puedo creer que seáis tan imbéciles. Mi vida se desmorona y vosotros os reís de mí.