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Buscando novio Jessica Hart Freya había decidido organizar su vida antes de cumplir los treinta, aunque solo fuera para demostrarle a su mejor amigo, Max Thornton, que era capaz de encontrar al hombre adecuado. Max no estaba impresionado, pero sí se sorprendió cuando Freya decidió celebrar una falsa boda solo para ganar una luna de miel de regalo. ¿A quién pretendería hacer pasar por su marido? Lo que los ojos no ven Nikki Logan Laney Morgan era ciega, pero no una presa fácil. Cuando Elliot Garvey entró en su vida con la intención de extender su empresa por el mundo, ella se mostró decidida a que tuviera que trabajárselo. Estando cerca de la irresistible Laney, Elliot comenzó a descubrir un nuevo mundo a través de sus ojos. Secretos en palacio Susan Meier Cuando el príncipe Alexandros Sancho se enteró de que había heredado a la prometida de su hermano mayor se sintió horrorizado. Por muy hermosa que fuera la princesa Eva, él había dejado de creer en el matrimonio tras la muerte de su primer amor. Pero no tenía escapatoria… a no ser que consiguiera convencer a Eva de que fuera ella quien rompiera el compromiso.
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Seitenzahl: 567
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 535 - octubre 2021
© 2002 Jessica Hart
Buscando novio
Título original: The Honeymoon Prize
© 2014 Nikki Logan
Lo que los ojos no ven
Título original: Awakened By His Touch
© 2016 Linda Susan Meier
Secretos en palacio
Título original: Wedded for His Royal Duty
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003, 2015 y 2017
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-944-9
Créditos
Índice
Buscando novio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Lo que los ojos no ven
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Secretos en palacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Voy a tener una aventura.
Pel corría a un ritmo envidiable en la cinta a su lado, pero a Freya le encantó ver que por un momento lo perdió al oírla.
–¿Vas a tener qué? –exigió él.
Sonrió, complacida debido al impacto surtido por su anuncio casual.
–Ya lo has oído.
–¿Con quién?
–Dan Freer –respondió lo mejor que pudo entre jadeos. Era nueva en el gimnasio y aún le faltaba tono físico.
–¡No! –Pel la miró, impresionado–. ¿El reportero número uno y dueño de la chaqueta de piel más elegante de la televisión?
–El mismo.
Fingió el gesto de silbar.
–¡Vaya! ¿Y cuándo pasó todo eso?
–Aún no ha pasado –tuvo que confesar Freya–. ¡Pero sucederá! He decidido que Lucy y tú tenéis razón. Es hora de cambiar mi vida, y seducir a Dan Freer es el primer paso.
–¿Qué ha provocado esto? –quiso saber Pel con curiosidad.
Freya ajustó la velocidad al paso para poder hablar sin esfuerzo.
–La semana próxima es mi cumpleaños –le dijo–. Voy a cumplir veintisiete. ¡Solo faltan tres para que llegue a los treinta! –añadió melodramáticamente–. ¿Qué va a ser de mí después?
–¿Cumplirás los treinta y uno? –sugirió Pel–. ¡No es más que una conjetura, por supuesto!
Freya le sacó la lengua.
–Sabes a qué me refiero. A partir de ese momento será cuesta abajo hasta la mediana edad, y antes de que me entere, llevaré un sombrero de fieltro y cuidaré gatitos. ¡Antes quiero vivir un poco! –se quejó–. Nunca voy a ninguna parte. Nunca hago nada. Jamás conozco a ningún hombre.
–Conoces hombres. Lucy y yo siempre te estamos poniendo tipos solteros bajo las narices.
–¿Quién?
–Dominic. Sé que es agente inmobiliario, pero no podía evitarlo. Era limpio y solvente, y le gustabas de verdad.
–¿A cuántos agentes inmobiliarios llamados Dominic conoces, Pel? –lo miró fijamente–. ¡El que yo conocí no tenía el menor interés en mí!
–Sí, lo tenía, pero tú no lo animaste en ningún momento –movió la cabeza–. Tu problema es que no lees bien las señales.
–Es lo que Lucy y tú no paráis de repetirme –soltó de malhumor. Era una vieja discusión–. En cualquier caso, no era mi tipo. Además, quiero a alguien más estimulante que a un agente inmobiliario de Chigwell. Estoy cansada de ser una buena chica. Para variar, deseo vivir peligrosamente, y he decidido que Dan sería perfecto para mí –con un gruñido, Freya aumentó el paso en la cinta.
–La cuestión –dijo Pel al observarla–, es que eres demasiado agradable–. Todos te adoramos y sabemos que no eres ni la mitad de dura de lo que pareces bajo esa fachada crispada. No quiero que resultes herida, eso es todo.
–Pero la única forma de no salir herida es quedarme en casa sentada, que es lo que he estado haciendo casi todos estos últimos cinco años –objetó–. ¡Estoy harta! He comprendido que el hombre perfecto no va a llamar a mi puerta, de modo que he de salir a buscarlo. ¿Y sabes una cosa? El día después de tomar esa decisión, Dan entró en la oficina. ¡Es como si hubiera estado destinado a ello! Oh, Pel, es tan guapo –jadeó–. Tiene unos ojos castaños profundos y, cuando te sonríe, te derrite. Y deberías oír su voz. Es un verdadero acento americano, profundo y lento, que vibra por tu columna vertebral… –tembló con gesto lujurioso por el solo hecho de pensar en la voz de Dan.
–Suena divino –comentó con un toque de envidia.
–Oh, lo es. Pero no es solo increíblemente sexy y magnífico. Es inteligente, divertido y estimulante. No sale del metro para ir todos los días a la oficina. Siempre anda esquivando balas en alguna zona de guerra o de incógnito por una historia de que verdad importa –suspiró–. Hace que todos los demás hombres que conozco parezcan aburridos.
–Gracias.
–Sabes que tú no cuentas. La cuestión es que, encima, es muy agradable. Cuando llama para hablar con el editor de la sección del extranjero, siempre pregunta cómo estoy y en qué ando. No es como… los otros periodistas… –estaba tan sin aliento, que las palabras salían espaciadas y entrecortadas–. Ellos solo quieren… quejarse de sus gastos… pero Dan… está de verdad… interesado… en lo que… dices… Pel, ¿podemos parar ya? –suplicó–. ¡Aquí no puedo hablar?
Por lo general, Pel insistiría en que completaran la tabla y se mostraría inflexible, pero ella se aprovechaba del hecho de que querría oír todo el plan para seducir a Dan Freer.
Veinte minutos más tarde, se hallaban cómodamente sentados en el bar del gimnasio, recién salidos de la ducha, con expresión de satisfacción en la cara de Pel y de alivio en la de Freya.
–Y bien, ¿qué piensa Lucy? –preguntó él mientras le entregaba un gin tonic.
–En principio está a favor, pero la preocupa el apellido de Dan. Dice que no puedo llamarme Freya Freer –puso los ojos en blanco–. Le dije que no estaba interesada en el matrimonio, aunque fue como hablar con la pared. ¡Ya sabes cómo es! Desde que el año pasado se casó con Steve, su misión en la vida es llevar a todo el mundo ante el altar.
–Tiene algo de razón –corroboró Pel–. Freya Freer suena ridículo. Para empezar, es imposible decirlo. Pruébalo… Freya Freer, Freya Freer… ¿Lo ves? Hace que parezca un trabalenguas.
Exasperada, Freya depositó con fuerza la copa sobre la barra.
–Mira, aquí no se está hablando de matrimonio. No tiene nada que ver con un compromiso, una hipoteca y niños. Sino de una aventura desenfrenada, desbocada y sin ataduras. ¿De acuerdo? Quiero sexo, no amor –insistió.
–Mucho decirlo –Pel frunció los labios–, pero no eres ese tipo de persona.
–Ahora sí. ¡Mis hormonas se han liberado!
–Eso está muy bien, pero habrá pocos fuegos artificiales contigo en Londres y con él en los Balcanes. ¿Por qué no eliges a alguien más próximo?
–Ahí está lo bueno –expuso Freya con tono triunfal–. Regresa a Londres. ¡La semana que viene! Hoy mantuve una larga charla con él mientras mi jefe estaba en la reunión de los editores. ¿Sabes que trabaja para una de esas cadenas de noticias de televisión por cable cuyo nombre jamás puedo recordar?
–¿No era uno de vuestros periodistas? –preguntó Pel, desconcertado.
–No, de vez en cuando hace algo para el Examiner. Las cadenas americanas tienen mucho más dinero que nosotros. A menudo mandan un charter con reporteros y equipo a los puntos conflictivos a los que los periódicos no tenemos acceso, y cuando sucede y Dan forma parte del equipo, nos escribe un artículo al mismo tiempo. Siendo británicos y ellos americanos, no plantea un conflicto de intereses.
»En todo caso –continuó, echándose el pelo castaño sobre los hombros–, Dan me contó hoy que espera conseguir un ascenso. Ha sido lo que llaman un «bombero». Eso significa que lo envían allí donde hay un desastre, una guerra o un disturbio, cosas así. Cubre la historia mientras se desarrolla y luego se va a otra parte y, aunque su base la ha tenido en Londres, rara vez está aquí. Cree que va a conseguir un destino permanente en su oficina de Londres y… ¡oye bien esto!… resulta que vive a la vuelta de mi casa en este momento.
Pel enarcó las cejas, impresionado a pesar de sí mismo.
–He de reconocer que suena prometedor. Muchas oportunidades de encontrarte con él en el supermercado y ese tipo de cosas.
–¡Exacto! ¡Pero falta lo mejor! –bebió un sorbo del gin–. Ahí estábamos, charlando, y Dan me cuenta que el próximo jueves viene a Londres, y yo le menciono que justo ese día es mi cumpleaños.
–¿Te preguntó cuántos cumplías?
–Sus modales exquisitos no se lo permitirían –afirmó con altivez–. No, me preguntó cómo iba a celebrarlo y entonces, y esto es lo mejor, dijo: «pareces el tipo de chica que lo celebrará con estilo».
Pel rio.
–Entonces ¿no le dijiste que íbamos a ir al pub y que lo más probable era que pidiéramos la cena en un restaurante indio?
–No. Dije que ese fin de semana iba a dar un cóctel. Que todo el mundo se iba a vestir de etiqueta y que íbamos a tomar unos martinis secos, agitados, no removidos, ese tipo de cosas, y Dan comentó que sonaba estupendo. Entonces –hizo una pausa para darle suspense al final grandioso–, le pregunté si querría venir, ¡y respondió que sí!
–¿Qué?
–Lo sé, ¿no es brillante? –le sonrió extasiada–. Y le dije que iba a invitar a un montón de gente del Examiner.
–¡Freya!
–No tuve más elección, de lo contrario habría sido obvio que solo me interesaba él, y no habría venido.
–Y ahora que va a venir, vas a tener que ofrecer un cóctel para un montón de personas que apenas conoces –Pel movió la cabeza con gesto de desaprobación.
–Las conozco –se defendió–. Trabajo con ellas. Pienso invitar a los subdirectores, reporteros y fotógrafos, no solo a las secretarias de la redacción. ¡Siempre se apuntan a una fiesta y a copas gratis!
–Freya, no te lo puedes permitir –activó su instinto protector–. Estás muy endeudada, tuviste que irte de tu último apartamento porque no podías pagar el alquiler y tienes un trabajo miserable sin ninguna perspectiva, con un sueldo horrible por el único privilegio de trabajar en un lugar interesante. Todos los demás han encaminado sus carreras y sus vidas, pero tú das la impresión de ser feliz en tu lucha por tratar de llegar a fin de mes, de mes en mes, sin ningún pensamiento de futuro.
–Sinceramente, Pel –suspiró–, eres peor que mi padre –se quejó.
–Tu padre es un hombre muy sensato –indicó con severidad–. ¿Te haces una idea de lo que cuesta ofrecer un cóctel? No es como comprar una botella y sentarte en el suelo. Si vas a hacerlo, tendrás que hacerlo con estilo.
–Lo sé, y por eso necesito que me ayudes. Piénsalo, podría ser estupendo. Es la oportunidad de que Dan me vea como a una mujer seductora, no solo como a la chica que contesta el teléfono durante la semana. Me recogeré el pelo y me pondré un pequeño vestido negro y, cuando llegue, estaré rodeada de amigos sofisticados –entrecerró los ojos verdes al imaginar la escena–. Estaré chispeante e ingeniosa y haré que todos rían, o… ¿Sería mejor parecer ecuánime y misteriosa? ¿Qué piensas? Después de todo, no quiero desanimarlo jugando a ser demasiado difícil de alcanzar.
–Con franqueza, cariño, no te veo ecuánime ni misteriosa –indicó él, a pesar de todo arrastrado a la fantasía.
–No –aceptó con un suspiro–. Tendré que decantarme por ser el alma de la fiesta –decidió, pensativa–. Sí, ser divertida funcionará. No creo que Dan se haya divertido mucho de donde viene.
–Odio estropearte todo el entramado –expuso Pel–, pero, ¿dónde vas a encontrar a esos amigos encantadores antes del próximo fin de semana?
Freya hizo un gesto displicente.
–Todos tendréis que fingir –indicó–. Pero se reduce a estar de etiqueta sin sonreír mucho. ¡Será divertido! –apoyó la mano en su brazo–. Pero no funcionará sin ti. Me ayudarás, ¿verdad?
Pel intentó continuar con su aspecto de desaprobación por la extravagancia, pero al final sucumbió.
–¿Qué quieres que haga?
–Necesito alguien que se ocupe del bar. Ya sabes, cosas como los martinis… y Marco te echará una mano. Parece una persona capaz de manejar una coctelera.
–De acuerdo –suspiró resignado, sin lograr ocultar del todo que era la clase de situación que lo entusiasmaba–. Al menos tendré la oportunidad de ver al famoso Dan Freer. Vamos a necesitar copas apropiadas de cóctel –advirtió–. No puedes servir un martini en un vaso viejo. Y canapés apropiados –continuó, animado–. ¡Nada de un cuenco con patatas fritas!
–¿Qué más? –preguntó después de apuntarlo.
–Hay que elegir el lugar. ¿Cómo es ese nuevo sitio en el que estás viviendo?
–Perfecto para una fiesta –indicó entusiasmada–. Es un loft en un almacén reconvertido, con un salón diáfano. Todo acero y parqué lustroso… un poco minimalista para mi gusto, pero la vista que tiene de la ciudad es maravillosa.
–Suena muy bien –dijo Pel con cierta envidia–. ¿Cómo diablos puedes pagarte un lugar así?
–No puedo. No pago alquiler. Lo cuido hasta que vuelva el dueño.
–¿Y cómo has conseguido eso? –preguntó admirado.
–Lucy lo arregló –respondió con cierta reserva–. El piso es de su hermano.
–¿Joe? Creía que aún estudiaba.
–No. Su hermano mayor, Max.
Los ojos de Pel de inmediato se iluminaron con interés.
–¡Oh! –dijo él de un modo único, expresando en esa sola sílaba que quería conocer hasta el más mínimo detalle, sin importar lo trivial que fuera, antes de dejar el tema.
–Es ingeniero civil. Dirige una especie de organización de ayuda y siempre está viajando a África y lugares así, para construir caminos y sistemas de irrigación. Ya sabes, ese tipo de cosas. De hecho, ahora se encuentra en África –continuó–. Lucy se enteró de que se iba justo cuando me subieron el alquiler y no pude encontrar ningún otro sitio en el que vivir. Le sugirió a Max que yo le cuidara el piso mientras él se encontrara en el extranjero.
–¿Durante cuánto tiempo va a estar ausente? –inquirió Pel.
–Al menos cuatro meses. Ha sido una solución perfecta. A Max le ha ahorrado buscar un inquilino para poco tiempo o dejar la casa vacía, y a mí me ha dado tiempo para buscar con tranquilidad. Como verás entonces, la fiesta no va a ser una extravagancia –esperó distraer a Pel del tema de Max–. Solo gastaré el dinero que me ahorro en viajes, ya que está al lado de donde trabajo.
El ardid no funcionó.
–Había olvidado que Lucy tenía otro hermano –dijo–. Creo que no lo conozco. ¿Estuvo en la boda de ella?
–Creo que sí –de hecho, Freya había pasado toda la boda evitándolo, tarea difícil cuando él era el hermano de la novia y ella la madrina.
–Mmm… –Pel buscó en su memoria–. ¿Qué aspecto tiene?
Bebió un tragó de gin mientras una imagen incómodamente vívida de Max se asentaba en su mente. El rostro sereno y la boca ecuánime, la diversión sarcástica brillando en esos ojos de un inquietante gris claro.
–Oh, ya sabes…
–No –contradijo Pel.
–Es muy corriente –repuso, orgullosa del encogimiento de hombros indiferente que pudo realizar–. En realidad, un poco aburrido. No es el tipo de hombre que llamaría la atención en una fiesta. Es de esos de salvar al mundo antes del desayuno, que cree que construir unos pocos caminos en un país en vías de desarrollo le da derecho moral sobre cualquier otro tema.
Pel se reclinó en la silla y sonrió.
–Ah, es de esos, ¿verdad?
–No sé a qué te refieres –indicó con rigidez.
–Max y tú tuvisteis algo, ¿cierto?
–¿Qué diablos te hace pensar eso? –preguntó con un intento de risa que no fructificó.
–Intuición. Aparte del hecho de que pones una cara rara cuando hablas de él.
–¡No es verdad! –involuntariamente, se llevó las manos a las mejillas.
–Sí lo es. Me da la impresión de que te pusiste en evidencia con ese tal Max –indicó con tono profético.
Freya lo miró con expresión agria. A veces Pel era demasiado listo.
–Tengo razón, ¿verdad? –se inclinó hacia ella con gesto de conspiración–. Vamos, Freya, suéltalo.
Ella titubeó, pero sabía que Pel no cejaría hasta descubrir su secreto.
–Debes prometerme que no se lo contarás a nadie –cedió al final.
–¡Con la mano en el corazón y que me muera si no lo cumplo!
–Cuando Lucy cumplió veintiún años –comenzó de mala gana–. Fue una gran fiesta, pero aquella tarde había tenido una pelea con mi primer novio de verdad y no me sentía bien. Pero no quería estropearle el día a Lucy, de modo que fingí que Alan había tenido una urgencia y que no había podido ir. Fue terrible –bebió un trago para ahogar el recuerdo–. Tenía que fingir que me lo estaba pasando en grande, cuando lo único que quería era irme a casa para llorar. Estaba convencida de que Alan era el amor de mi vida y no me la imaginaba sin él.
–Continúa.
–Bueno, Max estaba allí, por supuesto. Hacía un par de años que no lo veía. Acababa de regresar de África y lo notaba realmente diferente.
Hizo una pausa y su mente saltó los seis años que la separaban de aquel momento. Max había parecido más alto y fornido de lo que recordaba, y mayor que los veintisiete años que tenía. Después de un par de años al sol de África, sus ojos grises habían parecido asombrosamente claros en su cara atezada. Aún podía rememorar el vuelco que le dio el corazón al reconocerlo en el otro extremo de la sala.
–Tampoco él lo pasaba bien, aunque jamás fue un animal social –recordó–. Podía verlo mirándome de vez en cuando con esa expresión desaprobadora tan típica de él, pero no me dijo nada hasta que llegué al punto en el que creí que no aguantaría ni un segundo más. Se acercó a mí, y afirmó que ya había bebido bastante y que me llevaba a casa.
–Mmm… ¿el tipo dominador?
–Es una manera suave de plantearlo –hizo una mueca al recordarlo–. Intenté decirle que no me quería ir, pero ni me prestó atención, y lo siguiente que supe era que me guiaba a su coche.
–¿Se te insinuó? –Pel se mostró muy interesado.
–Peor –respondió con sequedad.
–¿Peor? –se le salían los ojos de las órbitas–. Dios mío, ¿qué hizo?
–No fue lo que hizo. Sino lo que hice yo –le ardían las mejillas–. Intenté coquetear con él.
–¿Y?
–Y nada. Max es completamente inabordable.
–¿Eso fue todo? –inquirió Pel, decepcionado.
–No, luego me puse a llorar –el recuerdo aún la avergonzaba–. Le conté lo sucedido con Alan, lo mucho que lo amaba y cómo mi vida estaba deshecha. Patético.
–¿Y qué hizo Max?
–Me dejó gimotear todo el trayecto a casa. Al llegar, me obligó a beber un tonel de agua hasta que me puse sobria. Mientras bebía un vaso tras otro, se sentó a mi lado en el sofá y me habló de la vida en África –jugueteó con la copa–. Fue muy extraño, pero mientras hablaba, de pronto comencé a considerarlo irresistible. Un momento divagaba sobre la vida insostenible sin Alan y al siguiente me era imposible quitarle las manos de encima a Max. ¡Fue muy extraño! Quiero decir, jamás me había resultado ni remotamente atractivo, pero fue como estar poseída. De verdad que no pude hacer nada al respecto.
Se estremeció por dentro al recordar cómo había tratado de deslizarse de forma seductora por el sofá, para estropear el efecto al caer sobre él. El modo en que Max se había quedado paralizado cuando ella le susurró cosas al oído. Aquella pausa devastadora antes de que la rodeara con los brazos y la posara sobre los cojines.
–Todo el mundo tiene momentos embarazosos de ese tipo –la consoló Pel al ver su intenso rubor–. Recuerdo una vez… bueno, olvídalo. La cuestión es que podría haber sido mucho peor. No es como si… –calló al ver la expresión de Freya–. Ah –comprendió–. ¿Lo hicisteis? –ella asintió. Pel carraspeó–. ¿Y qué pasó? Después, quiero decir –se apresuró a explicar.
–Nada –se concentró en darle vueltas a la copa–. Max se mostró impaciente por marcharse. Dijo que había sido un error y que los dos estaríamos mejor si fingíamos que nunca había sucedido. Lo cual me pareció perfecto. Quiero decir, fue un alivio –se dio cuenta de que sonaba como si quisiera convencerse a sí misma–. Era el hermano de Lucy. Prácticamente fue un incesto.
–¡Tonterías! –exclamó Pel.
–Es lo que me parecía –insistió–. Si ni siquiera me había gustado, nunca había tenido fantasías de adolescente con él. No es feo, pero tampoco tiene nada especial, aparte de que siempre ha sido demasiado serio. Solía mirarnos con desdén a Lucy y a mí, y hacía comentarios cortantes que nunca sabías cómo tomarte –pensó en Max y en su capacidad sobrenatural de lograr que se sintiera estúpida–. Fuese como fuere, me sentí encantada de fingir que nunca había pasado. Era evidente que a los dos nos hubiera gustado que no hubiera sucedido.
–¿De verdad?
–Bueno… –apartó la vista.
–Ooh. Fue fantástico, ¿verdad, Freya?
–¡Pel!
–A mí no puedes engañarme –se lo estaba pasando de miedo. Le encantaban los cotilleos, en especial si él era el único que los conocía–. Lo fue, ¿cierto?
–¡No! ¡Sí! Oh, no lo sé –suspiró–. Era como si fuéramos dos personas por completo diferentes en un mundo diferente.
–Parece la fantasía definitiva –comentó Pel.
–Bueno, pues no la mía, y desde luego no la de Max. Por lo que a mí respecta, fue un incidente embarazoso que preferiría olvidar. Ocurrió hace seis años y desde entonces apenas hemos hablado. Cuando lo vi el año pasado en la boda de Lucy, se comportó como si no me viera desde que su hermana y yo íbamos al instituto –podría ser un gran alivio pensar que Max carecía de recuerdos de aquella noche bochornosa, pero a ninguna chica le gustaba pensar que se la pudiera olvidar de forma tan completa, y menos aún cuando ella misma tenía tantos problemas para desterrar el incidente–. Es evidente que lo ha olvidado todo –añadió.
–Tú no –señaló Pel.
–Solo porque vivo en su piso con todas sus cosas. Llevaba años sin pensar en él, hasta que Lucy sugirió que me trasladara a su casa –sugirió con poca sinceridad.
–Debe de ser un poco incómodo, ¿no?
–Claro que lo es, pero estaba desesperada por vivir en alguna parte donde no tuviera que pagar nada… además, no iba a verlo. Se marchó una semana antes de que yo llegara y le dejó las llaves a Lucy. Y ella estaba tan encantada con la idea, que no pude contarle por qué me sentía incómoda aceptando un favor tan grande por parte de Max.
De pronto, Pel se irguió con expresión de alerta.
–¿Quieres decir que Lucy no sabe que Max y tú…?
–No fui capaz de contárselo –admitió–. Era demasiado difícil. Ella es mi mejor amiga. Y a pesar de que siempre está gruñendo por él, en el fondo lo adora y odiaría pensar que entre nosotros dos hay algún problema. Eres la única persona a la que se lo he contado –le lanzó una mirada acerada–, y si se lo mencionas a alguien, incluido Marco, te llevaré al gimnasio y ataré a una cierta parte de tu anatomía la pesa más grande que haya, para que tengas que pasar el resto de tu vida hablando con voz aguda. ¿Me he expresado con claridad?
–Perfectamente –fingió chillar–. ¡Tu secreto está a salvo conmigo!
–¡Más te vale! Y ahora, por favor, ¿podemos dejar el tema y centrarnos otra vez en mi fiesta? Me interesa mucho más Dan Dreer y el modo en que va a cambiar mi vida, así que pidamos otra copa y redactemos una lista de invitados.
En la teoría ha estado muy bien tomar la decisión de seducir a Dan Freer», reflexionó Freya mientras bebía un cóctel como si se lo pasara bien en su propia fiesta, «pero en la práctica no parece tan fácil como se lo expresé a Pel».
Había hecho lo que había podido. Se había cortado y teñido el pelo, convirtiéndose en una rubia cuyo reflejo en un espejo la sobresaltaba cada vez que se veía. Animada por Lucy, se había comprado un vestido atrevido y unos zapatos fabulosos. Llegó a la conclusión de que estaba tan bien como podría llegar a estarlo alguna vez.
A juzgar por el ruido y el número de botellas que se juntaba en la cocina, la fiesta iba viento en popa y no había podido pensar qué haría cuando se presentara Dan.
En ese punto, sus planes siempre habían sido un poco vagos. De algún modo, gravitarían el uno hacia el otro, y cuando el resto de invitados comenzara a marcharse con educación a eso de las ocho, Dan insistiría en invitarla a cenar en un restaurante coqueto y acogedor donde podrían estar a solas, y después… bueno, eso dependería de él. No se podía esperar que ella lo organizara todo.
Aunque hasta el momento no había habido ninguna señal de que Dan gravitara hacia ella. Freya no había contado con que el grupo de las chicas más bonitas de la oficina se lo apropiaría y lo acorralaría contra el respaldo del sofá. Todas se retocaban el pelo y reían como hienas cada vez que él abría la boca.
Bebió otro trago de su martini y miró a Lucy, de pie junto a ella.
–¿Qué piensas?
–Es perfecto –respondió.
Juntas observaron a Dan. A diferencia del resto de los hombres, había pasado por alto el esmoquin especificado en las invitaciones de Freya y se había presentado con su típica chaqueta de piel. En vez de parecer fuera de lugar, era el tipo más estupendo de los allí presentes. La famosa sonrisa centelleaba y mostraba unos dientes perfectos y blancos. Irradiaba un encanto disoluto que lo elevaba por encima del simple atractivo.
–Es exactamente lo que necesitas –continuó Lucy–. Tu propio dios del sexo.
–Y es bastante atractivo, ¿no te parece?
Lucy extrajo la aceituna del martini y la agitó en dirección a su amiga.
–He de reconocértelo, puedes resultar extremadamente selectiva, pero tienes gusto.
–Me alegra que lo apruebes –comentó con humildad.
–Desde luego que lo apruebo. ¡Dan está para morirse! Si no me hubiera casado con Steve, lucharía contigo por él… lo que, a propósito, deberías hacer tú con esas chicas –añadió sin rodeos–. ¿Qué haces aquí con nosotros? Ve a conseguirlo.
–¿De verdad crees que puedo? –Freya miró a Dan con expresión dubitativa. Era un hombre tan atractivo, que no sabía por qué iba a fijarse en ella.
–¡Claro que puedes! ¡Mírate! ¡Estás fantástica! Ese vestido es fabuloso y, si esos tacones de aguja no lo excitan, no es el hombre de sangre ardiente que creo que es. Cuando lo hayas encandilado con tu ingenio chispeante y tu personalidad, te garantizo que lo tendrás de rodillas. Vamos –le dio un pequeño empujón–. ¡Ve a conquistarlo!
Freya se puso los tacones como una niña.
–Yo… primero me arreglaré el carmín –musitó, reacia a reconocer lo nerviosa que se sentía después de haber alardeado tanto de que iba a cambiar su vida.
–Si fuera tú, yo no me molestaría. Dan solo querrá quitártelo a besos –pero Freya ya escapaba hacia el cuarto de baño.
«Lucy tiene razón», pensó ante el espejo. Estaba viendo pasar la vida, pero en ese momento todo iba a cambiar. Estaba cansada de ser solo una buena amiga, de esas en quien podías contar un viernes por la noche si no tenías otra cosa que hacer. ¿No era mejor tener una relación salvaje y apasionada con un hombre increíblemente sexy que estar en el sofá delante del televisor viendo Urgencias?
«Por supuesto», se respondió con severidad.
En ese momento había un hombre increíblemente sexy apoyado en su sofá… bueno, en el sofá de Max. Y según Lucy y Pel, lo único que tenía que hacer era acercarse y tomar posesión de él. Freya no creía que seducir a un hombre como Dan Freer pudiera ser tan sencillo, pero la verdad es que era el único en mucho tiempo que le había agitado las hormonas; de modo que era mejor intentarlo.
Se alisó el vestido y se observó largo rato.
–Estás despampanante –intentó animarse–. ¡Y ahora ve a cazarlo!
Al regresar al salón que abarcaba toda la extensión del piso, el ruido la golpeó como algo físico. Había aparecido un número extraordinario de personas. No sabía lo que Pel y Marco ponían en los cócteles, pero fuera lo que fuere, era letal. Ya había perdido la cuenta de los que se había bebido para darse ánimos y empezaba a ser complicado mantener el equilibrio.
La visión que había tenido de una reunión elegante que se dispersaría a las ocho, tal como había estipulado en las invitaciones, jamás se había cumplido. Ya eran casi las once y la posibilidad de impresionar a Dan con su sofisticación era inexistente. Muchas personas que evidentemente no sabían que los cócteles eran para estar de pie en pequeños grupos y mantener una conversación, bailaban en el otro extremo del salón.
Se bebió otro martini para potenciar su determinación, irguió los hombros y fue hacia Dan, como una mujer en una misión.
Al ver lo atractivo que era, titubeó y pensó que resultaba absurdo pensar que iba a poder conseguir la atención de un hombre como Dan.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando él la vio y la llamó con una sonrisa seductora.
–Estupenda fiesta –saludó y se apartó con asombrosa velocidad para incorporarla al grupo.
–Sí, estupenda –repitieron las chicas con bastante menos entusiasmo en su bienvenida.
–Gracias. Me alegro de que pudieras venir –fue penosamente consciente de lo correcta que parecía. Su madre estaría orgullosa de ella.
–No tanto como yo –los cálidos ojos castaños le recorrieron con gusto las piernas–. Apenas te reconocí al verte esta noche.
–¡Oh! –sonrió con nerviosismo. «Como sigas así, Freya, no vas a deslumbrarlo con tu ingenio y personalidad».
La miró a los ojos y el efecto fue como hundirse en un caldero de chocolate derretido.
–Te tenía por una chica buena, pero esta noche desde luego que no lo pareces. Tienes un aire… Pícaro. Y unas piernas estupendas. No deberías mantenerlas escondidas.
Se preguntó cómo se suponía que debía responder a un comentario de ese estilo. Soltar una carcajada estaría fuera de lugar. ¿Debería exhibir una sonrisa afectada? ¿Una sonrisa boba? ¿O una encendida?
Sin saber qué hacer, decidió tratar de plasmar las tres en una, aunque a juzgar por las expresiones de sus invitados, debió de salirle como una sonrisa lasciva.
En respuesta a una despedida muda de Dan, las chicas comenzaron a alejarse con expresión desconsolada. Sin querer dar la impresión de que lo monopolizaba, Freya hizo intención de marcharse también, pero él la frenó con la mano.
–No te vayas –pidió–. No he tenido oportunidad de charlar contigo en toda la noche.
Freya tragó saliva y trató de aparentar que estar de la mano con alguien como Dan Freer era algo cotidiano. Se preguntó si las Julia Roberts del mundo se cansaban de esa clase de actitud. ¿Desearían alguna vez ser la chica a la que le costaba hablar de naderías con un contable en vez de tener a la fantasía de toda mujer pegada a ella?
Los dedos de Dan eran cálidos. ¿Qué se suponía que debía hacer? Apretarle la mano quizá fuera un poco atrevido, pero si dejaba la suya como un pescado muerto, quizá pensara que no estaba interesada. Se dijo que era demasiado complicado, que a la larga tal vez fuera más fácil estar en el sofá y tener fantasías con George Clooney.
–Bailemos –murmuró él.
–Eh… de acuerdo.
No supo si sentirse aliviada o alarmada cuando Dan pasó del ritmo vivo para pegarla a él.
–Hoy es mi día de suerte –le sonrió.
–¿De verdad? –logró graznar ella, distraída por la sensación de la mano que subía y bajaba por su espalda.
–Eso creo –corroboró con aire satisfecho–. Un trabajo nuevo y tú, todo en un día. A mí me parece afortunado.
–¿Trabajo nuevo? –repitió, mientras optaba por no hacer caso del segundo comentario.
–¡Tú, Freya, estás pegada al nuevo corresponsal en África del New Live Network!
–¿África?
–¡Todo un continente para mí solo! –indicó satisfecho.
–¿No tendrás que compartirlo con uno o dos africanos? –soltó sin pensar.
Hubo una breve pausa, mientras que, demasiado tarde, Freya captó la acritud en su propia voz.
Según Lucy, que era una experta en relaciones, a los hombres no les gustaban las críticas, los comentarios insolentes o la más mínima sugerencia de que se los considerase por debajo de la perfección.
–Creía que buscabas un trabajo aquí en Londres –añadió con presteza.
Dan, que se había puesto rígido de forma imperceptible, se relajó.
–Yo también lo creía, pero entonces surgió este trabajo de manera inesperada. Siempre he querido ser corresponsal en el extranjero, y podré cubrir historias en todo el continente.
–Suena estupendo –comentó con sumisión–. ¿Dónde vas a vivir?
–En Usutu. Es la capital de Mbanazere –añadió cuando ella no respondió de inmediato.
El recuerdo se agitó extrañamente en el interior de Freya. Antes de la boda de Lucy, Max había estado destinado en Usutu. Le había hablado de los fuertes árabes, de los mercados y del olor a clavos y a coco.
–Lo sé.
–Por supuesto. No dejo de olvidar que eres la secretaria de la sección de noticias extranjeras. Bueno, de todos modos, es una buena base para el África Oriental, y desde allí es fácil pasar a los países del sur y del centro. Desde luego, es una región de una volatilidad increíble. Han tratado de reavivar el turismo, pero es más probable que se convierta en el siguiente polvorín. Con eso cuento. Podría enviar un montón de historias.
–Oh, estupendo –se preguntó qué pensaría el pueblo de Mbanazere de que sus vidas se quebraran con el fin de proporcionar buenas historias de desastres tan solo para mantener a Dan en la televisión.
Dan no pareció notar nada raro en su respuesta y siguió hablando sobre la situación política y las dificultades para los periodistas, a lo que Freya escuchó a medias. Ya sabía cómo a los reporteros les gustaba dar a entender que sus nuevos destinos eran más peligrosos de lo que en realidad eran.
–Da la impresión de que tienes ganas de irte –comentó cuando consideró necesario decir algo en la conversación, al tiempo que se esforzaba en no sonar resentida. Se habría ahorrado los gastos de una fiesta de haber sabido que Dan apenas tendría tiempo de beberse un martini antes de partir a África. ¿Qué sentido tenía planear una aventura desenfrenada con alguien que iba a estar ausente?
–Lo gracioso es que en este momento no tengo ganas de irme –musitó con la boca pegada a la oreja de ella, el aliento cálido sobre su cuello.
A pesar de sí misma, Freya tembló.
–¿Cuándo te vas?
–No hasta dentro de un mes –murmuró–. Y en un mes pueden pasar muchas cosas, ¿verdad, Freya?
Era verdad. Tal vez no tuviera que abandonar su plan como una causa perdida antes de que hubiera empezado. Ahí tenía a Dan, rodeándola con los brazos y susurrándole cosas sugerentes al oído. ¿Cuánto más ánimo necesitaba?
No buscaba una relación a largo plazo. Solo anhelaba el torbellino de una aventura salvaje y apasionada. Si quería ser sincera, un mes en la montaña rusa con Dan le bastaría y sobraría. Luego podría despedirlo cuando se fuera a África y volver al sofá con su honor y la libido satisfechos. Siempre que Pel y Lucy empezaran a meterse en su vida, podría recordarles que había tenido una aventura nada menos que con Dan Dreer.
Decidida, le rodeó el cuello con los brazos y le sonrió de un modo que esperaba que fuera seductor.
–Pueden… –convino–, si tú quieres que pasen.
–Empiezo a pensar que sí –afirmó Dan–. ¿Sabes?, eres toda una sorpresa.
–Una sorpresa agradable, espero.
–Muy agradable, y fascinante. De hecho, lo es tanto, que creo que voy a tener que llevar a cabo una investigación de incógnito para encontrar a la verdadera Freya King. Sería una exclusiva…
¡Sucedía de verdad! ¡Ella, Freya King, coqueteaba con Dan Freer!
Por encima del hombro de Dan veía a Lucy que le sonreía y le alzaba el dedo pulgar, pero seguía sin poder creérselo. Podía sentir la mano de él en la espalda, pegándola a la solidez de su cuerpo; podía oler su loción para después del afeitado, oír su voz profunda y cálida mientras pasaba de besarle el lóbulo de la oreja al cuello. Debería sentirse entusiasmada, pero experimentaba un vago distanciamiento.
Todo era demasiado oportuno. Era como si Dan leyera un guión. En cualquier momento sugeriría que fueran a buscar un sitio donde pudieran estar solos.
–Vámonos –susurró él–. Encontremos un lugar donde podamos estar solos.
«Relájate», se dijo ella con firmeza. Eso era lo que había buscado. Estaba a punto de tener una aventura apasionada con un hombre increíblemente atractivo y, cuando terminara, podría decir que había vivido peligrosamente.
–Es mi fiesta. No puedo dejar a todo el mundo –indicó, deseando poder no sentir como si interpretara un papel… y no muy bien, por cierto.
–Tal vez se marchen pronto.
Freya pensó que era poco probable, pero parecía apropiado corroborar ese deseo. Se obligó a relajarse en brazos de Dan y se vio recompensada con una oleada de calor por el estómago cuando él empezó a besarle el contorno de la mandíbula.
¡Al fin! Así se suponía que había que sentirse. «Ve con la corriente». Le apretó más el cuello y giró el rostro hacia él, pero justo cuando sus labios iban a unirse, alguien tiró con insistencia de su manga.
–¡Freya!
–Ahora no, Lucy –musitó por la comisura de los labios.
–Es importante.
Con renuencia, se separó de Dan, que parecía comprensiblemente irritado por la interrupción.
–Será mejor que haya muerto alguien –frunció el ceño–. ¿Qué pasa?
–Creo que la fiesta puede haber llegado a su fin –indicó Lucy y giró hacia la puerta.
Siguió la dirección de la mirada de su amiga y vio a un hombre con unos pantalones de color caqui y camisa arrugada, con una bolsa de viaje a los pies. Tenía un rostro severo y reservado y daba la impresión de estar muy cansado.
Y muy enfadado.
A Freya el corazón le dio un vuelco cuando los ojos peculiarmente penetrantes encontraron los suyos a través de la multitud. Se apartó de Dan como si acabaran de darle una descarga eléctrica.
–Max –musitó.
Apoyada en el marco de la puerta de la cocina, estudió al hombre de pie ante la tetera.
–Eres tú –comentó con voz llena de premonición–. Pensé que todo había sido un sueño horrible.
–Buenos días, Freya –saludó Max–. A mí también me alegra verte.
Pudo avanzar hasta la mesa y se dejó caer en una silla.
–Creo que me voy a morir –expuso con sencillez.
–Toma –puso un vaso con agua y paracetamol delante de ella–. Te prepararé un té.
Después de tomar las pastillas, agotada por el esfuerzo, apoyó la cabeza en los brazos, y el nuevo cabello rubio se extendió sobre la mesa. Era como si le martillearan la cabeza.
–Veo que aún no has aprendido a beber con moderación –Max se apoyó en la encimera de la cocina y la observó con desaprobación.
–Por lo general no bebo –respondió sin levantar la cabeza. Desde aquella vez en el cumpleaños de Lucy, no había querido arriesgarse a sufrir otra humillación, pero no deseaba introducir ese tema en particular–. Anoche estaba nerviosa –indicó–. Creo que debí de beber más de lo que imaginé.
–¿Qué te puso nerviosa?
Con mucho, mucho cuidado, alzó la cabeza hasta apoyar la frente en las palmas de las manos. No podía explicarle lo de Dan.
–No importa –el ruido de la tetera al hervir hizo que esbozara una mueca–. Fue una tontería –continuó con voz débil–, y evidentemente no era lo que me tendría que haber puesto nerviosa, ¡y sí que tú aparecieras sin previo aviso! ¿Por qué no me comunicaste que volvías?
–Sucedió tan deprisa, que no tuve ninguna oportunidad –respondió Max–. Llamé cuando al fin llegué a Heathrow, pero no contestó nadie; supuse que estabas fuera. No sabía que nadie contestaba porque no se podía oír el teléfono por encima del ruido. Llevaba tres días de viaje y lo único que quería era dormir, así que pensé que te dejaría una nota. No me agradó encontrar el piso lleno de desconocidos y a mis vecinos quejándose por la polución sonora –concluyó con sarcasmo.
–No recuerdo mucho lo de anoche –tuvo que confesar–. Quiero decir, recuerdo tu llegada, por supuesto –aún podía revivir el vuelco del corazón al verlo–. Recuerdo algo sobre unas sábanas… ¿te hice una cama? –preguntó desconcertada.
–Lo intentaste, aunque no fuiste de gran ayuda.
–Oh, Dios, lo siento tanto…
–En un momento hasta pensé que insistirías en meterme en la cama y arroparme.
Tenía el rostro serio, pero Freya creyó detectar un destello de diversión en los ojos grises.
Empezaba a recordar. Se agarró la cabeza al rememorar lo avergonzada que se había sentido por la incomodidad de la situación. Era la primera vez que estaban solos desde el veintiún cumpleaños de Lucy, y como si aquello no hubiera sido suficiente, Max volvía para encontrar su piso inmaculado a rebosar de gente, con el segundo dormitorio como el único sitio para dormir, y que ella había destinado a guardarropa.
«Por favor, por favor, por favor», rezó, «que no haya cometido nada realmente bochornoso, como haberme insinuado otra vez». Vio la perturbadora imagen de él al desabotonarse la camisa, y no supo si había sido de la noche anterior o de seis años atrás.
–Espero no haber llegado tan lejos –comentó nerviosa.
–No tanto, pero me vi obligado a quitarme la camisa para deshacerme de ti.
–Imagino que con eso lo habrías conseguido –respondió con acritud, aunque para su irritación, la expresión divertida de Max aumentó.
–Te quedaste ahí mirándome con ojos como platos, y durante unos momentos pensé que tendría que desnudarme por completo, pero en ese instante comenzaste a ruborizarte y huiste.
La irritó ver el amago de una sonrisa en la boca de Max.
–De no haber estado tan cansado –continuó él–, tu expresión habría sido divertida.
–Me alegro de haber sido fuente de hilaridad –soltó con cierta hosquedad.
–No me agradó levantarme en mitad de la noche en busca de agua y encontrarte tumbada en el sofá, con todas las luces encendidas y el resto de un martini en una copa que se te había caído de la mano. ¡Fue como una escena sacada de un docudrama! Intenté despertarte, pero tú no parabas de farfullar algo sobre haber perdido el autobús.
Freya tragó saliva. Extrañamente, recordaba esa parte.
–Soñaba con nuestro viejo profesor de biología, el señor Nuttall. Me gritaba porque había llegado tarde.
–Era yo quien gritaba –corrigió Max–. Aunque no me llevó a ninguna parte. Al final tuve que llevarte en brazos. Me temo que te tiré sobre la cama, pero en ese momento no me sentía tan fuerte.
«Lo que faltaba. ¡Aparte de estúpida, tiene que hacerme sentir gorda!»
–Te quité los zapatos, pero tracé el límite en lo de desvestirte –explicó él con sequedad–. No tienes que preocuparte, no me gusta la necrofilia. Aunque por ese entonces lamenté no haberte enviado a casa con Lucy.
La tetera ya hervía, por lo que le preparó el té mientras ella disfrutaba de la oportunidad de volver a apoyar la cabeza en los brazos. De momento, la mañana que había empezado con la peor resaca de su vida no mejoraba.
Max añadió varias cucharadas de azúcar, removió la infusión y la depositó delante de Freya en la mesa. Ella giró la cabeza, abrió un ojo y vio una taza enorme en un ángulo extraño.
–Adelante, bébetelo –aconsejó él–. Te sentará bien.
Alzó la cabeza con cautela, bebió un sorbo también con cautela e hizo una mueca.
–¡Tiene azúcar!
–Bébetelo de todos modos.
Freya no tenía energías para resistirse. El martilleo en la cabeza se mitigó a medida que bebía la infusión. Al terminarla, se sentía lo bastante bien como para darse cuenta de que Max trataba de limpiar los restos del simulacro de canapés que había preparado la noche anterior.
–Yo lo haré –indicó con voz débil.
Él la miró por encima del hombro.
–Estoy impaciente por ver cuándo serás capaz de ponerte de pie. Solo estoy limpiando esto para preparar el desayuno. Me muero de hambre.
–¡Desayuno! –el estómago le dio un vuelco al pensar en la sola idea de desayunar y vio la sombra de una sonrisa en la cara de él.
–Yo no dediqué toda la noche anterior a tomar un cóctel tras otro –señaló–. Llevo sin comer desde que sobrevolaba el Sahara.
Freya observó consternada mientras él abría la nevera. Sacó un poco de beicon con los extremos algo doblados y una caja de huevos que ella había comprado como parte de un programa de alimentación sana que nunca había terminado de materializarse. Esperó que no hubieran caducado. No tendría mucho tiempo con él si encima le causaba salmonela.
–¿De qué discutíais anoche Lucy y tú? –preguntó para distraerse.
–Lucy discutía –la corrigió otra vez–. Me acusaba con vehemencia de ser lo bastante egoísta como para no querer cruzar Londres nada más llegar e irme a dormir a la casa de Steve y de ella –la miró con sarcasmo por encima del hombro–. Creo que la idea era que te dejara el piso a ti y a ese periodista que tenía la lengua por tu cuello cuando llegué. Lamento haberte estropeado los planes, pero llevaba viajando tres días y en ese momento tu vida amorosa no figuraba en mi lista de prioridades.
–¿Cómo sabías que Dan era periodista? –preguntó, agarrándose a lo único que entendía.
–Tuvo el descaro de presentarse mientras Lucy y tú tratabais de que todo el mundo se largara –llenó el lavavajillas y lo cerró con fuerza, haciendo que Freya se encogiera–. No tuvo ningún reparo en escuchar nuestra conversación, y lo siguiente que supe es que me decía que trabajaba para una cadena de televisión que nunca he oído mencionar y me exigía que le contara todo lo que pudiera sobre el golpe de estado, para que él pudiera escribir un artículo.
Freya frunció el ceño mientras trataba de seguir lo que Max decía.
–¿Qué golpe de estado?
Oyó un chisporroteo mientras el beicon se freía.
–Para alguien que trabaja en el departamento internacional, estás muy mal informada. Hace semanas que hay disturbios en la zona. Supuse que imaginarías que regresaría de un momento a otro.
–Últimamente he tenido otras cosas en la cabeza –manifestó, reacia a declarar que no tenía ni idea de a qué región se refería.
Era como si su vida hubiera completado un círculo. Ahí estaba Max, con la misma piel bronceada, los mismos ojos claros, las mismas manos competentes. Y ahí estaba ella, con la misma capacidad de humillarse a sí misma delante de él. Seis años y nada había cambiado.
Sí, ahí estaba. Al observar la austeridad de sus movimientos, quedó sorprendida por lo familiar que le resultaba. Era como si lo hubiera visto preparar el desayuno mil veces. ¿No tendría que resultarle más extraño estar sentada ahí con el albornoz, con una resaca de caballo y escuchándolo hablar de la situación en África? ¿Un poco menos… natural?
–¿No podrías haberte quedado? –quiso saber.
–No sin convertirme en un estorbo –le dio vuelta al beicon–. No soy médico. No puedo hacer nada de utilidad mientras el país se encuentre en un estado de alzamiento, de modo que lo más sensato era volver a casa, concentrarme en recaudar fondos para el proyecto desde aquí y volver allí en cuanto la situación se normalice.
Lo más sensato. Típico de Max. Freya solo podía pensar en una ocasión en que no lo había sido, y las mejillas se le llenaron de rubor. Se preguntó si él lo recordaría.
–¿Y cuándo será? –se apresuró a preguntar.
–Es difícil adivinarlo –se encogió de hombros–. ¿Un mes? ¿Seis semanas? Quizá más.
–¿Un mes? –no pudo ocultar su consternación. Miró con pesar en torno a la cocina. Le gustaba ese piso–. Supongo que será mejor que me busque un sitio donde vivir –suspiró.
Reinó una pausa.
–¿Tienes adónde ir? –preguntó él.
–Mientras tanto podría quedarme con un amigo –pensó en Pel.
–¿Ese periodista al que estabas enroscada anoche? –su expresión se endureció.
–¿Dan? –inquirió desconcertada–. No, no lo conozco tan bien.
–¡Pues no lo habría imaginado!
–Supongo que podría preguntárselo –aventuró despacio. ¿Qué mejor manera de consolidar su relación con Dan que trasladándose a vivir con él las pocas semanas que le quedaran en Londres?
«¿Qué relación, Freya?», se preguntó. Quizá la noche anterior se hubiera mostrado entusiasmado, pero no podía presentarse ante su puerta con una maleta en la mano por el solo motivo de haberse excedido con los martinis en una fiesta.
–No tienes por qué molestarte –movió irritado el beicon en la sartén–. Puedes quedarte aquí.
–Pero, ¿y tú?
–Este piso debería ser lo bastante grande para los dos. Será solo por unas semanas, y no es probable que yo esté aquí mucho –titubeó–. Lucy comentó que sufrías algunos problemas financieros –expresó pasado un momento–. Por eso acepté que te quedaras aquí durante mi estancia en el extranjero. ¡Lucy siempre ha sido una experta en el chantaje emocional!
Freya se sintió mortificada.
–No sabía que te hubiera puesto en un compromiso. A mí me dijo que querías que alguien ocupara tu casa por una cuestión de seguridad.
–¿Es verdad?
–¿Qué?
–¿Que andas escasa de dinero?
Intentó encogerse de hombros.
–Bueno, ya sabes lo que es eso –comentó con tanta ligereza como pudo–. En este momento tengo demasiados compromisos financieros.
–¿Qué compromisos? –preguntó Max–. No pagas hipoteca, no tienes hijos y tampoco coche. ¡Ni siquiera un perro!
–Pero sí una mascota en forma de tarjeta de crédito –comentó, aunque él no pareció divertido.
Max rompió un huevo sobre la sartén.
–¿No crees que es hora de que arregles tus finanzas? –preguntó con tono de desaprobación.
–Suenas como mi padre –afirmó con hosquedad–. Por no mencionar a Pel. Resulta que trato de arreglarlas –lo informó–, razón por la que me mostré tan agradecida cuando Lucy me dijo que podía quedarme aquí a cuidarte el piso en vez de pagar un alquiler –Max no dijo nada, pero Freya sabía lo que pensaba sobre el estado en el que se hallaba su salón–. De verdad que te lo cuidé –se defendió–. Sé que ahora está hecho un desastre, pero te lo arreglaré en un minuto, lo prometo. Por lo general, la casa no suele estar así.
–Aceptaré tu palabra –sirvió el beicon y el huevo en un plato, y lo llevó a la mesa.
Freya apartó la vista cuando se sentó. Ni siquiera se encontraba preparada aún para mirar comida.
–En estas circunstancias –se puso a untar de mantequilla una tostada–, creo que sería más fácil si los dos nos quedáramos aquí. No quiero que Lucy me dé la lata por echarte a la calle, y como es evidente que no puedes permitirte pagar otro sitio, y tampoco veo lógico que yo no pueda vivir en mi propia casa, compartirla parece la solución más obvia. Depende de ti –continuó cuando ella lo miró sorprendida–. Si prefieres irte, lo entenderé.
–Oh, no –se apresuró a manifestar–. Me gustaría quedarme…
Calló y Max enarcó una ceja mientras se dedicaba a desayunar.
–¿Pero? –instó.
–Nada.
–Vamos, Freya –suspiró–. Suéltalo.
–Bueno… ¿no crees que podría ser un poco… ya sabes…?
–¿Un poco qué? –insistió irritado.
–Un poco… incómodo.
–¿Qué sería incómodo? –comenzaba a perder la paciencia.
–Vivir juntos. Quiero decir, sé que no sería como vivir juntos, al menos no en el sentido que la gente suele emplear para decir vivir juntos, pero…
Se perdió en mitad de la frase, consciente de que la mirada gris y fría de Max estaba clavada en su rostro agitado. Deseó haber pensado en lavarse la cara o peinarse un poco antes de verlo.
–Crees que no seré capaz de mantener las manos lejos de ti, ¿verdad?
La diversión apenas oculta en la voz de él hizo que Freya alzara el mentón y lo mirara desafiante.
–No sería la primera vez –replicó.
–De modo que es eso –dijo él tras una pausa–. ¿Quieres saber si será incómodo que ocupemos el piso porque una vez nos acostamos?
–No… bueno, sí… –se ruborizó y apretó la taza con ambas manos. ¿Por qué siempre tenía que hacer que pareciera estúpida?
–Freya, eso fue hace años –indicó–. En su momento decidimos que había sido un error. Según lo recuerdo yo, fuiste tú quien señaló que no había significado nada y, si entonces no significó nada, ¿por qué iba a significarlo ahora? No es como si los dos hubiéramos dedicado los últimos cinco años a pensar en lo que pasó esa noche.
«Seis años», pensó ella, «y habla por ti».
–Un simple «no» habría respondido a mi pregunta –comentó. No sabía cómo podía estar tan tranquilo comiéndose el huevo y el beicon.
–¿El hecho de que en una ocasión nos acostáramos juntos te molesta?
–¡Claro que no!
–Ya lo tienes, a ti no te molesta y a mí tampoco. Entonces, no va a ser incómodo, ¿verdad?
Freya tuvo ganas de quitarle el tenedor y clavárselo en la nariz.
–De acuerdo, has dejado claro lo que pensabas –musitó y deseó no haberlo mencionado nunca.
–Para serte sincero, me sorprende que incluso recuerdes aquella noche.
–¿A qué te refieres? –se encrespó.
–Pues estabas muy cansada y… abrumada –eligió las palabras con cuidado.
–¿Por qué no lo sueltas de una vez, Max, y dices que estaba borracha? –espetó.
–Eso también –convino con una de sus miradas sarcásticas–. Mira, lo único que trato de decirte es que aquella noche estabas muy angustiada por lo de tu novio y pensaba que tus sentimientos hacia él habrían sido mucho más importantes que cualquier cosa que sucediera entre los dos. Y como nunca lo volviste a mencionar hasta ahora, y en las pocas veces que te he visto siempre había un hombre u otro cerca de ti, di por hecho que lo habías olvidado. Fin de la historia.
Freya se quedó boquiabierta. ¿Qué hombres? ¿Acaso ella no lo tendría que haber notado? Era verdad que Lucy siempre le decía que no sabía interpretar las señales, pero sin duda se habría dado cuenta de haber tenido la serie de amigos que insinuaba Max.
–Yo no… –comenzó, pero decidió callar antes de explicarle que la había malinterpretado por completo.
¿Qué iba a hacer? ¿Reconocer que no había habido nadie serio desde la noche que pasaron juntos? Sonaría como si no hubiera sido capaz de superarlo. Se encogió por dentro ante lo cerca que había estado de quedar como una completa tonta. Quizá no supiera quiénes podían ser los misteriosos hombres que Max creía que se arracimaban en torno a ella, pero sin darse cuenta él le había ofrecido una vía de escape a su orgullo.
–Oh, sí… claro –asintió como si supiera de qué hablaba.
Él se levantó a prepararse otra tostada.
–Hemos decidido que no será incómodo que vivamos juntos, pero eso no significa que no sea increíblemente irritante –añadió.
–¿En qué sentido? –preguntó ella, contenta de desviar el tema del único encuentro que habían tenido.
–Para empezar, es evidente que somos incompatibles en cuanto a la limpieza –bajó el mecanismo de la tostadora–. Puede que a ti te haga feliz vivir en una pocilga, pero yo prefiero más orden en mi entorno.
Como no tenía otro lugar al que ir, se reservó la réplica que tuvo ganas de darle.
–Anoche hubo una fiesta aquí –señaló con paciencia–. Es imposible que una fiesta sea ordenada.
–¿También en los dormitorios? Me atrevería a decir que no has oído hablar de él, pero tengo entendido que existe un artilugio muy útil llamado colgador, que en la actualidad no es difícil de conseguir –añadió con ironía.
–Se me hacía tarde –explicó con dignidad–. No conseguía decidir qué ponerme.
–¿Y por eso tiraste todo en el suelo?
–Jamás has visto a una mujer preparándose para una fiesta, ¿verdad?
–Escucha, Freya, me da igual cómo decidas la tarea increíblemente complicada de elegir qué te pones cada mañana. En tu propia habitación haz lo que te apetezca. Solo te sugiero que establezcamos algunas reglas básicas para las zonas que vamos a tener que compartir, como la cocina y el salón… –calló cuando sonó el teléfono–. ¿Sí? –preguntó–. ¿Quién? –frunció el ceño–. Un momento. Es para ti –le entregó el auricular con una mueca–. Dan Freer.
–Hola, Dan –muy consciente de la mirada desdeñosa de Max, lo saludó con efusividad–. ¡Es un placer oír tu voz!
Dan le agradeció la fiesta y luego preguntó con aparente descuido si ya había leído el periódico.
Vestirse, buscar algo de dinero e ir a comprar los diarios dominicales eran tareas que estaban más allá de la capacidad de Freya en ese momento.
–Aún no he podido –respondió con diplomacia.
–Logré meter mi artículo en la última edición –le explicó él–. Así que quería darle las gracias al dueño del piso por la información que me proporcionó.
Max comía su tostada, pero Freya sabía que escuchaba con atención lo que ella decía. No quería que supiera que hablaban de él, aunque tampoco podía fingir que había olvidado su nombre.
–Max –indicó a regañadientes–. Max Thornton.
–Salúdalo de mi parte, ¿de acuerdo?
–Claro –prometió, sin tener intención de hacer nada por el estilo.
–Bueno –continuó Dan–, ¿por dónde íbamos cuando anoche nos interrumpieron de forma tan ruda? ¿Qué te parece si almorzamos juntos y lo retomamos donde lo dejamos?
Le dio la espalda a Max.
–Para serte sincera, no sé si podré comer, Dan. Me siento un poco resacosa.
–¡Un poco! –bufó Max detrás de ella.
–A cenar, entonces –insistió con tono persuasivo.
–Explícale que estarás preparada para salir dentro de una semana –dijo Max como música de fondo.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó Dan.
–Nada –por encima del hombro lo miró con ojos centelleantes–. Será estupendo quedar para cenar.
–¡Magnífico! Pasaré a recogerte, ¿te parece? ¿A las siete y media?
–Te estaré esperando –cerró los ojos al colgar. Ese día no se sentía nada predispuesta a coquetear.
Le habría encantado disfrutar de un domingo tranquilo viendo películas antiguas en la televisión. Pero iba a tener que lavarse el pelo, depilarse las piernas y encontrar algo que ponerse que fuera seductor sin resultar obvio. Iba a tener que estar brillante, divertida y a la vez recordar que debía reír las bromas de Dan.