Novio de emergencia - Jessica Hart - E-Book

Novio de emergencia E-Book

JESSICA HART

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Beschreibung

Se necesita novio urgentementePhoebe estaba a punto de vivir una auténtica pesadilla: la boda de su ex prometido. Cuando había decidido acudir sola y fingiendo que su vida era perfecta, su mejor amiga le propuso una idea genial: podía contratar a su nuevo compañero de piso, Gib, para que se hiciera pasar por su novio.Parecía el plan perfecto... hasta que Phoebe y Gib se conocieron. Con la idea de demostrar que podía ser sólo amigo de una mujer, Gib se dio cuenta de que iba a tener que poner a prueba su autocontrol; mientras, Phoebe se esforzaba en recordar que sólo estaban fingiendo estar enamorados. Parecía que iba a ser una boda de las que no se olvidan...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2004 Jessica Hart

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novio de emergencia, n.º 1833 - abril 2024

Título original: FIANCE WANTED FAST!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410628557

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUE Mallory te ha dejado? –exclamó Josh.

–Menuda ironía, ¿verdad? –sonrió Gib, apoyando la espalda en la pared de hielo mientras se ponía la chaqueta. A aquella altitud, era fácil perder calor–. Normalmente suelo ser yo quien las deja.

Josh hizo una mueca.

–Siempre me gustó Mallory. Y parecíais llevaros muy bien.

–Eso es lo que yo pensaba. Mallory es una chica muy especial. Inteligente, preciosa, independiente… de verdad pensé que con ella iba a salir bien –murmuró Gib, golpeando los clavos de sus botas con el piolé para quitarles el hielo–. Pero entonces apareció la palabra maldita, como siempre.

–¿Qué palabra?

–Compromiso –murmuró Gib, observando la hermosa panorámica.

Se habían detenido para descansar un rato antes de seguir hacia la cumbre. Les quedaban un par de horas, pero el paisaje era extraordinario desde allí. A Gib le encantaba la montaña. El aire era limpio y puro, el único sonido, el del viento.

Se alegraba de que Josh lo hubiera llamado para ir de escalada. Al menos allí todo era más sencillo, sin mujeres exigiéndole nada.

–¿Por qué las mujeres están obsesionadas por el compromiso? Todas empiezan fingiendo que son independientes, pero tienes suerte si consigues llegar a la tercera cita sin que hayan empezado a hacer planes de boda.

–Mallory y tú habéis salido más de tres veces –observó Josh–. Llevabais casi un año saliendo, ¿no?

–Pues eso… ¿por qué ha tenido que estropearlo?

–¿Qué te dijo?

Gib dejó escapar un suspiro.

–Aparentemente, soy incapaz de «comprometerme» o de «mantener una relación seria». Según Mallory, ella solo era para mí una más en un harén de mujeres.

–Ah, ya.

–Su teoría es que nunca estaré contengo con ninguna mujer porque siempre tendré la impresión de que me estoy perdiendo algo mejor –suspiró Gib–. ¿No te pone nervioso que las mujeres te analicen?

Josh no contestó inmediatamente. Tras las gafas de sol que le protegían los ojos, su expresión era indescifrable.

–La verdad es que tiene razón, ¿no? –murmuró por fin.

–A ver, ¿de qué lado estás?

–Eres tú quien ha dicho que Mallory es muy lista.

–Sí, ya, pero… me gustan las mujeres. ¿Qué hay de malo en eso?

–Nada.

–Y yo les gusto también. ¡Me encantan las mujeres! Es ridículo decir que no puedo relacionarme con ellas.

–¿Eso es lo que dice Mallory?

–Según ella, no tengo ni idea de cómo ser amigo de una mujer. ¿Te lo puedes creer?

–Sí.

–¿Cómo que sí? –replicó Gib, irritado. Josh era tan… tan… británico algunas veces.

–¿Has mantenido una relación platónica con alguna mujer?

–Claro.

–¿Cuándo?

–¿Cuándo? Pues… –Gib se lo pensó un momento–. Bueno, ahora mismo no me acuerdo, pero seguro que he tenido alguna amiga. Seguro que tú tampoco puedes dar un nombre ahora mismo.

–Sí puedo. Bella es una de mis mejores amigas, seguramente mi mejor amiga. Estudiamos juntos en la universidad.

–¿Y nunca te has acostado con ella?

–No.

–Seguro que te gustaría hacerlo.

Josh negó con la cabeza.

–No, eso arruinaría nuestra amistad. Con ella puedo hablar de todo. Y no tiene nada que ver con el sexo. Si me acostase con ella… nunca sería lo mismo. Y no creo que tú puedas ser amigo de una mujer.

–¿Quieres apostar algo?

–Sí.

–Muy bien.

Josh ató el cordaje a una roca y se volvió.

–Te apuesto diez mil dólares… que donaré a alguna asociación benéfica, a que no puedes ser amigo de una mujer.

Gib soltó una risotada.

–¿Diez mil dólares? Lo dirás de broma.

–Puedes permitírtelo.

–¿Y tú?

–Yo no voy a perder la apuesta –sonrió Josh con irritante calma.

Pero Gib no era hombre que le diera la espalda a un reto.

–Lo de ser amigos es un poco subjetivo, ¿no? ¿Cómo sabremos si he ganado la apuesta?

–¿Qué tal si pasas unas semanas en Londres? –preguntó Josh.

–Muy bien. Puedo controlar la empresa desde allí. De hecho, no me vendría mal. He estado pensando hacer contactos en Europa y después de este fiasco con Mallory… prefiero estar lo más lejos posible.

–Muy bien. Bella comparte piso con otras tres chicas, pero una de ellas está a punto de casarse, así que les queda un cuarto libre. Podrías quedarte allí.

–¿En un apartamento con tres chicas?

–Yo creo que sería una prueba definitiva –sonrió Josh–. Si en un mes y medio te has hecho amigo de Bella, Kate y Phoebe, me dices el nombre de la asociación y yo les mando el cheque de diez mil dólares.

–Ya –murmuró Gib, receloso–. ¿Cómo son Kate, Bella y Phoebe?

–Son tres chicas normales.

–¿Y eso es todo? ¿Solo tengo que vivir con ellas durante seis semanas?

–Con una condición: tendrás que ir de incógnito. Además, ya has tenido demasiadas novias famosas. Mallory es una conocida psicóloga, antes saliste con una presentadora de televisión, con una modelo… ¿cómo se llamaba? La que tenía dos metros de pierna.

–¿Verona?

–Esa misma –sonrió Josh, recordando las espectaculares piernas de la modelo–. El caso es que en Londres nadie puede saber quién eres, así no podrás comprar el afecto de las chicas. Tendrás que ser tú mismo, Gib. Si no eres capaz de ganarte su amistad en seis semanas, habrás perdido la apuesta… y Mallory tendrá razón.

Gib se quedó mirando hacia la cumbre. Pensaba en su padre, que iba por el cuarto matrimonio… Y no quería ser como él. Había visto llorar a demasiadas mujeres por su culpa.

Por otro lado, se enorgullecía de no hacer promesas que no pensaba cumplir. Siempre había dejado claro desde el principio que él no quería saber nada del matrimonio. Y, francamente, creía ser honesto al vivir el presente, sin promesas de un futuro para el que no estaba preparado.

Pero eso no significaba que no pudiera ser amigo de una mujer. Y tampoco estaba dispuesto a aceptar que él era como su padre. Si no tenía una amiga como Josh era porque las mujeres que él conocía estaban más interesadas en ser esposas que en ser amigas.

Pero le demostraría a Josh y a su padre que él era perfectamente capaz de mantener una relación con una mujer basada únicamente en la amistad. Aceptaría la apuesta.

–¿Diez mil dólares?

–Diez mil dólares –dijo Josh.

–¿Y yo elijo la asociación benéfica a la que iría a parar el dinero?

–Eso, si ganas.

–Muy bien –sonrió Gib, estrechando la mano de su amigo–. Acepto la apuesta.

 

 

Phoebe se dejó caer en el sofá y se quitó los zapatos con un suspiro de alivio.

–¡Cómo me duelen los pies!

–Pero los zapatos son divinos –sonrió Bella, pasándole una taza de té–. Ya sabes, para estar guapa hay que sufrir.

Kate estaba sentada en el sillón, con las piernas colgando sobre el brazo.

–Yo estaría exhausta si tuviera que ir guapísima todo el tiempo. Qué horror, no sabía que iba a ser una boda tan elegante. ¿Os habéis fijado en cómo iban vestidas las mujeres? Han debido tardar horas para ponerse así… Yo me sentía como la pariente pobre.

–Lo sé –murmuró Phoebe–. Y, encima, ninguna de las tres ha ido con novio.

–Venga, por favor, yo lo he pasado muy bien –sonrió Bella–. Si me caso algún día pienso hacerlo como Caro, en una iglesia preciosa y celebrando el banquete en el club más exclusivo de Londres, con cientos de invitados todos vestidos de diseño.

–Pues ya puedes empezar a buscar amigos ricos –rio Phoebe–. Kate, Josh y yo acamparemos a la puerta de la iglesia para veros pasar.

–No te preocupes, ya os colocaría en alguna esquina… donde no os viera nadie.

–Vete diciéndole a tu padre que empiece a ahorrar –dijo Kate–. La boda de Caro debe de haber costado un riñón y parte del otro.

–Supongo que Anthony habrá puesto parte del dinero. Y él puede permitírselo –suspiró Phoebe.

–Pues yo preferiría una boda en el campo –insistió Kate–. Solo la familia y los amigos íntimos. Mis dos sobrinas llevando las arras, con vestiditos de organza rosa y… –entonces se dio cuenta de que Bella y Phoebe estaban mirándola, boquiabiertas–. Vamos, tampoco es que lo haya pensado mucho.

–No, seguro que no –rio Bella–. ¿Y tú, Phoebe? ¿Prefieres una boda en el campo o una boda por todo lo alto?

Phoebe estaba quitándose migas de galleta del vestido.

–Ninguna de las dos. Yo creo que lo mejor es casarse sin que se entere nadie. Así, al menos sabes que el novio no va a dejarte plantada.

–Lo siento, Phoebe –murmuró Bella, contrita–. Se me había olvidado.

–No te disculpes. Ya ha pasado un año.

Dieciséis meses, tres semanas y cuatro días, para ser exactos.

Aunque ella no estaba contando.

–Además, no tuvimos tiempo de planear mucho antes de que Ben cambiase de opinión.

Kate y Bella permanecieron en silencio. Sabían muy bien que Ben y Phoebe habían sido novios desde el instituto y que las posibilidades de que ella no hubiera soñado con la boda durante años eran remotas.

Al menos no habían enviado las invitaciones. Y se ahorró la humillación de devolver regalos y contestar a notas compasivas. Aunque todo el mundo se enteró, por supuesto.

–Bueno, yo creo que planear nuestra boda es una pérdida de tiempo. Chicas, tampoco es que haya hordas de hombres deseando llevarnos al altar.

–No, eso es verdad –suspiró Bella.

–Estoy empezando a pensar que esta casa tiene algo malo –dijo Phoebe, señalando alrededor–. Puede que haya un maleficio… o un repelente para hombres. ¿Creéis que debería venderla?

–¡No! –exclamaron Kate y Bella al unísono.

–A mí me gusta –dijo Kate.

–Y a mí también –afirmó Bella–. Además, no encontraríamos una más bonita… por el alquiler que nos cobras.

–Pero entiendo lo que dices sobre el maleficio –dijo Kate entonces–. A lo mejor eso explica por qué Seb se porta de una forma tan rara últimamente… Pero creo que deberíamos probar con el feng shui antes de hacer nada drástico –añadió entonces–. Tengo una amiga que es experta en fengshui. Aparentemente, puedes cambiar tu suerte con solo mover los muebles de sitio y bajando la tapa del inodoro para que no entren los malos espíritus.

–Como por aquí no hay hombres, eso no será un problema –sonrió Phoebe.

–Kate tiene razón –observó Bella–. No sobre el feng shui, sino sobre lo de no vender la casa. Es preciosa, Phoebe.

–Lo sé, lo sé.

–Y yo no tengo ganas de mudarme. Aunque admito que no será igual sin Caro. Menuda egoísta, dejarnos solas para casarse.

–Sí, es verdad. ¿Qué va a ganar con eso? –preguntó Phoebe, señalando alrededor. La cocina, por supuesto, estaba en el mismo estado de caos que de costumbre–. ¿A quién se le ocurriría dejar esto por una casa en el campo y un marido que la adora?

–No me lo puedo ni imaginar –suspiró Kate–. Yo no lo haría, desde luego. A lo mejor nos echa tanto de menos que vuelve.

–No creo que debamos contar con eso –rio Phoebe–. Sé que va a ser difícil reemplazarla, pero me temo que habrá que encontrar otra compañera porque tengo que pagar la hipoteca. ¿Sabéis de alguien que esté buscando habitación?

Las dos negaron con la cabeza.

–No conozco a nadie con quien me gustaría compartir casa –dijo Bella.

–Pues entonces tendré que poner un anuncio en el periódico.

–A mí no me parece buena idea –objetó Kate–. Hay mucha gente rara por ahí. ¿Te acuerdas de esa película en la que la inquilina se viste como la dueña de la casa y luego intenta matarla? Podríamos encontrarnos con alguien así.

–O peor –dijo Bella–. Podríamos encontrar una aficionada a la música country.

Las tres se quedaron en silencio, pensativas.

–O una persona obsesionada por la limpieza –sugirió Phoebe–. Aunque eso no estaría tan mal. Además, aquí hay mucho que hacer.

–Una vez compartí casa con una chica así –dijo Bella–. Era una neurótica de la limpieza. Había notas por todas partes recordándome que tirase la basura, que pasara el polvo de mi habitación… y en cuanto me tomaba un café me quitaba la taza para lavarla. Creo que prefiero a una psicópata.

–Yo creo que lo mejor sería vender la casa –insistió Phoebe.

–¿Y qué ha pasado con el chico del que habló Josh? –preguntó Kate–. ¿Cómo se llamaba, Gus?

–Gib. Pero él solo quería algo temporal y yo necesito alguien permanente.

–Si se quedara unos meses tendríamos tiempo de encontrar a alguien normal –dijo Bella.

Phoebe se lo pensó un momento.

–La verdad es que tampoco sabemos nada de él.

–Sabemos que es amigo de Josh.

–¿Cuánto tiempo piensa estar en Londres, Bella?

–No estoy segura. Sé que vive en California, pero no sé más. Me dio la impresión de que no tenía mucho dinero, por eso estaba buscando un apartamento barato.

–Si no tiene dinero, ¿por qué hace un viaje a Londres?

–A lo mejor solo quiere cambiar de aires durante un tiempo –sugirió Kate–. Puede que le hayan roto el corazón y necesita espacio para lamerse las heridas.

–Sí, seguro –rio Phoebe, levantando los ojos al cielo–. Un chico que vive en California, con todo ese sol y ese paisaje, decide venir a Londres para animarse un poco. Como aquí hace tan buen tiempo…

–Bueno, da igual por qué venga a Londres, el caso es que él necesita habitación y nosotras necesitamos un compañero de piso. Y no puede ser muy horrible si es amigo de Josh. ¿Por qué no te lo piensas, Phoebe? Además, sería divertido tener un hombre en la casa.

–Y a lo mejor Seb se pone celoso –dijo Kate entonces.

Phoebe dudaba que al novio ex novio, casi siempre ex novio, de Kate le importase un bledo que hubiera otro hombre en la casa, pero su amiga esperaba cada día que la llamase. Era la única persona que creía en lo de que las ranas se convierten en príncipes.

–Nunca se sabe –murmuró–. Muy bien, chicas, vamos a ver qué tal es el tal Gib.

 

 

Gib bajó del taxi frente a la que iba a ser su casa durante seis semanas. Era una más entre una fila de idénticas casitas de estilo victoriano en irregular estado de conservación. Y bajo la lluvia de abril, ni siquiera el farol que había en la puerta conseguía aliviar la oscuridad.

Gib suspiró al pensar en su casa frente al mar, con sus enormes habitaciones llenas de sol y su panorámica del océano Pacífico. Empezaba a lamentar haber aceptado la apuesta de Josh.

Tras él, el taxista se aclaró la garganta sin disimular su irritación y Gib pulsó el timbre con una sonrisa en los labios. Una apuesta era una apuesta.

Estaba llamando por segunda vez cuando una chica alta con los ojos verdes más fieros que había visto nunca abrió la puerta. Tenía el pelo oscuro, las cejas rectas y unos labios generosos que animaban su seria expresión.

Gib parpadeó, sorprendido. Josh le había dicho que eran tres chicas normales. Pero aquella chica no tenía nada de normal. Y tampoco parecía muy amistosa.

–¿Sí?

–Soy John Gibson, Gib para los amigos. Y tú debes de ser… Phoebe, Kate o Bella, ¿no?

–Soy Phoebe. Y no te esperábamos hasta mañana.

–Debería haber llegado mañana, pero cambié de planes.

Tenía los ojos más azules que Phoebe había visto en toda su vida. Con un descarado brillo burlón, además. Absurdamente, aquellos ojos azules la hicieron desear ser la clase de persona que cambia de planes espontáneamente, que cruza el Atlántico a capricho como otro iría a la vuelta de la esquina.

Había tenido un mal día, pensó. Su jefa, Celia, estaba más histérica de lo normal y, cuando por fin pudo escapar de sus absurdas broncas, tuvo que esperar el autobús durante cuarenta minutos y recorrer el trayecto desde la parada a su casa con zapatos de tacón.

Y cuando por fin llegó a casa, descubrió que alguien había apagado el calentador, de modo que no podía darse un baño caliente.

Y, de repente, el tal Gib aparecía sin avisar.

La ley de Murphy. El día que llevas el pelo divino y te has pintado los labios, cuando suena el timbre será alguien que quiere venderte una enciclopedia. Pero cuando estás hecha polvo, puedes estar segura de que el hombre más guapo que has visto en tu vida aparecerá en la puerta.

Phoebe lo miró bien. En realidad no era guapo; sus facciones eran demasiado irregulares como para llamarlo guapo, pero tenía unos ojos tan bonitos que compensaban todo lo demás.

Poseía el aire relajado de las personas que viven al aire libre. Parecía el tipo de hombre que está a gusto frente al timón de un yate o sobre una tabla de surf, no de pie en aquella calle gris de Londres, preguntándose por qué lo estaba mirando con cara de boba.

Phoebe dio un paso atrás.

–Entra –murmuró, un poco cortada.

–El caso es que… tengo un problema –dijo Gib entonces, señalando al taxista–. He perdido la cartera. Creo que me la robaron en Heathrow. Lo he denunciado en la comisaría del aeropuerto y he cancelado todas las tarjetas de crédito, pero el caso es que… no puedo pagar el taxi.

–Ya, claro.

–¿Te importaría prestarme algo de dinero? Por supuesto, te lo devolveré inmediatamente.