6,49 €
Cita sorpresa Tenía una cita sorpresa con el jefe… Kate Savage tenía un jefe que parecía sacado del mismísimo infierno; quizá fuera guapo, pero se pasaba el día entero pegado a su mesa. Sus amigas decidieron intentar mejorar el difícil momento que estaba pasando concertándole una cita a ciegas con un atractivo viudo. Pero, cuando llegó al lugar de la cita, descubrió horrorizada que el hombre misterioso no era otro que Finn McBride… ¡su jefe! Finn tenía una curiosa proposición que hacerle a Kate: no solo quería que fuese la niñera de su hija, también quería que se hiciese pasar por su prometida… Un corazón protegido Se había enamorado de un hombre sexy, mucho mayor que ella… y que además era su jefe. Era alto, moreno y muy guapo; seguramente por eso Jed Sawyer estaba en boca de toda la ciudad. Brianne Barrington era la última víctima de sus encantos. Ella andaba buscando al hombre perfecto mientras que él sufría una verdadera fobia hacia el compromiso. Jed había jurado que jamás permitiría que nadie rompiera las cadenas que mantenían protegido su corazón. ¿Cómo una mujer que creía en las bodas por la iglesia y en el "felices para siempre" había conseguido arruinar sus planes de mantener una relación estrictamente profesional? El hijo del italiano Aquel hombre había ido a buscarla porque quería tener un hijo... El hombre con el que Becky Hanley había estado a punto de casarse acababa de volver a su vida. Habían pasado muchos años, pero Luca Montese estaba más guapo y sexy que nunca... La atracción había vuelto a surgir entre ellos con una fuerza a la que Becky era incapaz de resistirse... estaba claro que el amor seguía vivo. Pero entonces descubrió que el único motivo por el que había regresado era para tener un hijo con ella... y lo más sorprendente era que ella estaba embarazada.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 488
Veröffentlichungsjahr: 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 577 - septiembre 2024
© 2003 Jessica Hart
Cita sorpresa
Título original: The Blind-Date Proposal
© 2003 Karen Rose Smith
Un corazón protegido
Título original: The Most Eligible Doctor
© 2003 Lucy Gordon
El hijo del Italiano
Título original: The Italian’s Baby
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta
edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o
situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de
Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas
con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de
Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos
los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1062-960-8
Créditos
Cita sorpresa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Un corazón protegido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
El hijo del italiano
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
FINN McBride levantó la mirada, irritado, cuando Kate llamó a la puerta de su despacho.
–¿Qué hora es?
Ella miró su reloj.
–Las… diez menos cuarto.
–¿Y a qué hora se supone que debes llegar a la oficina?
–A las nueve.
Kate tenía la cara colorada, pero no de vergüenza, sino porque había ido corriendo desde el metro a la oficina. Una mirada rápida al espejo del ascensor le confirmó sus peores miedos: su pelo, normalmente una masa de incontrolables rizos castaños, había enloquecido con el viento.
No era una buena forma de empezar el día, no.
Comparada con Finn, estaba en desventaja. Con el serio traje de chaqueta y la camisa blanca, su nuevo jefe siempre le había parecido un estirado. Tenía una expresión severa, los ojos grises y unas cejas oscuras que solía tener levantadas en un gesto de desaprobación cada vez que se dirigía a ella.
–Sé que llego tarde y lo siento mucho –empezó a decir Kate, sin aliento por culpa de la carrera. Después se lanzó a explicar que había tenido que ayudar a una ancianita extranjera perdida en el metro.
–No podía dejarla allí sola, así que la llevé hasta la estación de Paddington.
–Paddington no está de camino a la oficina, ¿verdad?
–Pues no exactamente… –contestó Kate.
–Yo diría que está justo en dirección opuesta –remarcó Finn.
–Pues yo no diría tanto, pero…
–Así que venías para acá y te diste la vuelta, aunque sabías perfectamente que no llegarías a tiempo a trabajar.
–No podía dejar a la ancianita allí –protestó ella–. La pobre estaba perdida. Como no hablaba bien nuestro idioma, nadie la entendía y los del metro no le hacían ni caso. Y yo me pregunto: ¿cómo se sentiría un londinense si estuviera perdido en el Amazonas y…?
–Mira, Kate, a mí lo único que me importa es que esta empresa funcione –la interrumpió Finn–. Y no es fácil con una secretaria que aparece a la hora que le da la gana. Alison llega diez minutos antes de las nueve todos los días y siempre puedo contar con ella.
Sí, sí, podía contar con ella. Pero no había contado con que se rompería una pierna mientras esquiaba, pensó Kate, aunque no lo dijo en voz alta. Estaba harta de oír hablar de Alison, la perfecta ayudante ejecutiva: discreta, eficiente, vestida de forma elegante y que tecleaba a la velocidad de la luz. Y seguramente también podría leer los pensamientos de Finn McBride, pensó, recordando el día que su jefe se puso a gritar porque no encontraba un archivo. El escritorio de Alison, por supuesto, siempre estaba inmaculado.
Lo único sorprendente era que Alison se hubiera roto una pierna, dejándolo a su merced durante ocho semanas.
Y no era fácil. Dos secretarias temporales se habían marchado deshechas en lágrimas, incapaces de seguir su ritmo, y a Kate la sorprendía haber durado tanto. Llevaba allí tres semanas y, por la expresión de Finn, aquella podría ser la última.
No la sorprendía que las otras hubieran abandonado. Finn McBride siempre estaba de mal humor y sus sarcasmos no tenían final. Si no hubiera estado desesperada, también ella se marcharía.
–Ya te he dicho que lo siento. Aunque no tendría que disculparme por ser solidaria –murmuró, incapaz de encontrar la humildad que, sin duda, a Alison le daba tan buenos resultados.
Finn la miró de arriba abajo con sus fríos ojos grises, observando los rizos enloquecidos y la camisa mal abrochada.
–Pago a mi personal por hacer su trabajo. Tú, por otro lado, pareces creer que debo pagarte por aparecer cuando te da la gana y distraer al resto de las secretarias con tus cosas.
Kate contuvo una exclamación. Había hecho lo posible por conocer al resto del personal, pero sin mucho éxito. No parecían gustarles los cotilleos y, en las raras ocasiones en las que pudo entablar conversación, Finn estaba encerrado en su despacho. Debía de tener rayos X en los ojos si la había visto hablar con alguien.
–Yo no distraigo a nadie –protestó, indignada.
–A mí me parece que sí. Siempre estás por los pasillos, cotorreando.
–Eso se llama interacción social –replicó Kate–. Es algo que hacen los seres humanos, aunque tú no sabes nada del tema, claro. En esta oficina, es como trabajar con robots –siguió, olvidando por un momento cuánto necesitaba aquel trabajo–. Tengo suerte si me das los buenos días y a veces debo traducirlo porque parece un gruñido.
Finn arrugó el ceño, un gesto muy habitual en él.
–Alison nunca se ha quejado.
–A lo mejor a ella le gusta que la traten como a un mueble, pero a mí no. Y no estaría mal que mostrases un poquito de interés por tus empleados de vez en cuando.
Finn McBride la miró, sorprendido.
¿Nunca se lo habría dicho nadie?, se preguntó Kate.
–No tengo tiempo para charlar con mis empleados.
–No se necesita mucho tiempo para ser amable. Sólo tienes que decir algo como: «¿qué tal va todo?». O «espero que pases un buen fin de semana». No es tan difícil. Y cuando te hayas acostumbrado, podrías probar con frases más complicadas, como: «gracias por tu colaboración».
–No creo que tenga que pronunciar esa frase cuando hable contigo –replicó Finn–. Y, francamente, no veo por qué tengo que hacerlo. En caso de que no te hayas dado cuenta, yo soy el jefe. Y si no puedes soportar cómo te trato dímelo y hablaré con el departamento de personal para que busquen otra secretaria.
Kate se mordió los labios. No podía perder aquel empleo. La agencia de trabajo temporal no encontraba gran cosa para ella, y si metía la pata posiblemente la dejarían de lado para siempre.
–Puedo soportarlo. Pero no me gusta.
–No tiene que gustarte, tienes que aguantarlo y en paz. Y ahora, a trabajar. Ya hemos perdido mucho tiempo –dijo él entonces.
Kate apenas tuvo tiempo de quitarse el abrigo antes de que Finn McBride empezase a dictarle cartas a una velocidad de vértigo sin ofrecerle siquiera un café. Había salido de casa con prisas y, como tuvo que acompañar a la ancianita hasta Paddington, no tuvo tiempo de tomar un mísero café. Y la necesidad de cafeína la ponía de mal humor.
Por eso, cuando sonó el teléfono dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Por fin!
Sujetando su dolorida muñeca para que Finn se diera cuenta de que debía ir más despacio, Kate lo estudió por el rabillo del ojo. Estaba escuchando lo que le decían al otro lado del hilo, gruñendo como muestra de asentimiento de vez en cuando y dibujando distraídamente cuadraditos negros en el cuaderno.
Ese tipo de cosas revelaba mucho sobre una persona. ¿Qué significaban los cuadraditos negros?, se preguntó Kate. Seguramente que era una persona reprimida. Eso pegaba mucho con su aire reservado.
Aunque no con su fiera energía.
O con su boca, la verdad. Tenía una boca de pecado.
Kate apartó la mirada y se concentró en una fotografía que había sobre el escritorio, el único toque personal en aquel austero despacho. Era la foto de una mujer preciosa de pelo oscuro y fabulosos ojos azules, con una niña preciosa en brazos.
Debía de ser la mujer de Finn, pensó, maravillándose de que su jefe hubiera tenido el buen humor de pedirle a alguien que se casara con él. Le resultaba difícil imaginarlo sonriendo, besando o incluso sosteniendo un niño en brazos… haciendo el amor era sencillamente imposible.
Qué pensamiento tan raro, se dijo. Entonces notó que los fríos ojos grises de Finn McBride estaban clavados en ella. Había dejado de hablar por teléfono mientras estaba distraída con sus cosas y la miraba con exasperada resignación.
–¿Estás despierta?
–Sí –contestó Kate, tomando el cuaderno de nue-vo.
–Léeme el último párrafo.
«Por favor… qué hombre más insoportable».
Pero aquél no era el mejor día para enseñarle buenas maneras. Su brusquedad la ponía nerviosa y cuando por fin la dejó ir, Kate se vengó con el ordenador, tecleando furiosamente hasta que sonó el teléfono.
–¿Sí? –contestó, demasiado enojada como para molestarse en dar los buenos días.
–Soy Phoebe.
–Ah, hola Phoebe.
–¿Qué te pasa? Pareces enfadada.
–Es mi jefe –suspiró Kate–. Es un grosero y un desagradable. Tú creías que trabajar para Celia era horrible, pero te lo digo de verdad, este hombre es un ogro.
–Mientras no sea un canalla, como tu último jefe…
Kate arrugó la nariz al recordar la ignominiosa despedida de su último empleo, donde su jefe no se había molestado en escuchar su versión de la historia porque Seb entró primero en el despacho. Seb, por supuesto, era un ejecutivo, y ella sólo una secretaria y, por supuesto, en absoluto indispensable.
–No, éste no es un canalla, pero eso no significa que sea fácil trabajar para él.
–¿Es guapo? –preguntó Phoebe.
–Mucho –contestó Kate–. Serio y tal, pero guapo. Supongo. Si te gustan los tipos tiesos para quienes el trabajo es lo único en la vida… y sé que no te gustan.
–No, Gib no es tieso –rió Phoebe entonces.
Kate sonrió también y, al hacerlo, se sintió un poquito mejor. La transformación de Phoebe desde que se casó con Gib unos meses antes era extraordinaria y compensaba su infausta vida amorosa desde que Seb la dejó plantada. Ya ni siquiera le silbaban por la calle.
–Llamo para recordarte la cena de esta noche –estaba diciendo su amiga–. Vas a venir, ¿no?
–Claro que sí –contestó Kate.
–¿Qué? –preguntó Phoebe al notar cierta vacilación.
–Pues… es que Bella me dio a entender que querías presentarme a otro amigo. Y ya sabes que no me gustan las citas a ciegas.
–¡No debería habértelo contado! Se lo dije porque la invité a ella también, pero resulta que se va a bailar con Will. Josh vendrá a cenar de todas formas, así que no es exactamente una cita a ciegas.
–¿Por qué no me lo habías dicho?
–Porque quería que te portases de forma natural y si te decía que iba a presentarte a alguien…
–Ya –murmuró Kate, poco convencida–. ¿Qué le has dicho de mí?
–Que trabajas como secretaria ejecutiva… ¡y podrías hacerlo si de verdad te pusieras a ello! –suspiró Phoebe–. Él tiene una asesoría o algo parecido, así que no he querido contarle que estás trabajando como secretaria temporal. Pero además de eso sólo le he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
–¡Ah, la verdad! –exclamó Kate, irónica–. ¿Y cuál es la verdad?
–Que eres una chica encantadora, divertida y guapa… y básicamente maravillosa –rió su amiga.
Quizá debería pedirle a Phoebe que hiciera un poco de Relaciones Públicas con Finn McBride, pensó Kate. Entonces se dio cuenta de que también ella estaba haciendo garabatos en el cuaderno.
Al menos no hacía cuadraditos negros, pensó. Había garabateado un atardecer tropical, con una palmera y un par de líneas onduladas que, supuestamente, eran las olas del mar golpeando contra la playa. ¿Qué decía eso sobre su personalidad?
Probablemente que era una fantasiosa, de modo que podía ahorrarse el dinero del psicoanalista.
Kate ya sabía que era demasiado romántica. La gente llevaba años diciéndole que debía poner los pies en el suelo, que debía dejar de tener la cabeza en las nubes y hacer las cosas que a ella no le salían de forma natural.
Controlando un suspiro, Kate añadió un montón de cocos a la palmera.
–¿Y no se preguntará por qué, siendo tan maravillosa, necesito que mis amigas me organicen citas a ciegas? ¿Por qué los hombres no caen rendidos a mis pies?
–No lo sé. ¿Por qué no caen rendidos a tus pies?
Ésa era una de las cosas que le gustaban de Phoebe: que creía de verdad en sus amigas.
Kate dejó el bolígrafo y se apoyó en el respaldo de la silla.
Quizá aquello era una señal para que dejase de soñar que Seb iba a convertirse milagrosamente en otra persona; una señal para que pusiera los pies en la tierra de una vez por todas.
–¿Cómo es ese hombre?
–No lo conozco –admitió Phoebe–. Es un amigo de Gib.
–¿Cuántos años tiene?
–Cuarenta o cuarenta y dos, creo.
–Estupendo. A punto de tener una crisis personal –suspiró Kate, con un cinismo poco habitual en ella.
–Ya ha tenido su crisis –dijo Phoebe entonces–. Es viudo. Su esposa murió hace unos años y tiene una niña pequeña.
–Ah, qué horror –musitó Kate, sintiéndose culpable por el frívolo comentario–. Pobrecillo.
–Gib me ha dicho que adoraba a su mujer, pero han pasado seis años desde el accidente. Por lo visto, no le gusta salir por ahí y como tú siempre te quejas de que no es fácil conocer hombres, Gib ha sugerido que organizásemos una cena. Puede que te guste.
–No sé si yo estoy preparada para ser la madrastra de nadie –suspiró Kate–. No sé nada de niños.
–¡Tonterías! Eres muy buena con los animales, con los ancianos… los niños son más o menos lo mismo. Necesitan que alguien cuide de ellos y tú eres la persona más indicada.
–Pero es que yo no quiero salir con alguien triste, con problemas… yo quiero un tío lleno de vida, guapo, elegante.
Como Seb.
–De eso nada. Tú quieres un hombre bueno.
Kate dejó escapar un largo suspiro.
–¿No puedo salir con un hombre bueno que a la vez sea sexy, guapo y lleno de vida?
–No, porque ya me he casado yo con él –rió Phoebe–. Oye mira, este hombre lo ha pasado mal, así que debes ser simpática.
–Ya, bueno. ¿Cómo se llama, por cierto? –en ese momento se abrió la puerta del despacho de Finn–. Uf, aquí está el ogro. Se supone que no puedo usar el teléfono de la oficina para llamadas personales. Te llamo más tarde.
Finn McBride la miró con el ceño fruncido, como era su costumbre.
–¿Con quién hablabas?
Kate no pensaba decirle la verdad y, aunque podría haber inventado un cliente, tenía una gran vena creativa y, por principio, se negaba a elegir la opción más simple. De modo que se lanzó a contarle una historia sobre un contable ficticio que había conocido a Alison mientras esquiaban. Acababa de llegar de Singapur, se había enterado del accidente y quería saber dónde podía enviarle una tarjeta.
–Le he dicho que puede enviarla a la oficina y que nosotros la enviaremos a su casa –terminó Kate, después de adornar la historia con tantos detalles que casi acabó por creérsela ella misma.
La expresión de Finn era de total indignación.
–Ojalá no te hubiera preguntado… ¡Acabas de hacerme perder un cuarto de hora!
–Oye, que aquí tampoco hacemos operaciones a corazón abierto –protestó Kate–. No creo que quince minutos sean tan importantes.
–En ese caso, supongo que no te importará quedarte a trabajar una hora más esta tarde –dijo él entonces–. Tenemos un proyecto muy importante entre manos y quiero enviarlo por fax a Estados Unidos antes de mañana.
–Lo siento, no puedo. He quedado.
–¿No puedes llamar para decir que llegarás un poco tarde?
Kate se habría ofrecido a hacerlo por cualquier otra persona, pero Finn McBride le caía cada día peor. Su jefe no hacía ningún esfuerzo por ser amable con ella.
–A mi novio no le haría ninguna gracia –replicó, tan tranquila.
–¿Tienes novio?
Finn pareció tan sorprendido que a Kate le sentó fatal. No sólo era un antipático sino que la creía incapaz de atraer a un hombre.
–Pues sí –contestó, decidida a convencerlo de que, aunque podría no ser una perfecta secretaria ejecutiva, era una mujer que volvía locos a los hombres–. De hecho, esta noche piensa llevarme a un sitio muy especial. Y tengo la impresión de que va a pedirme que me case con él.
–¿Ah, sí? –murmuró Finn, sin disimular su incredulidad.
Qué grosero, pensó Kate, indignada. Evidentemente, no la veía como la clase de chica que podía enamorar a un hombre y menos casarse con él.
–Pues sí –replicó, fulminándolo con sus ojos castaños–. Por eso hago trabajos temporales. Desde que conocí a…
Kate buscó un nombre y recordó el del novio de su amiga Bella. El novio de la mejor amiga normalmente era intocable, pero a Bella no le importaría prestárselo un rato.
–Will… desde que conocí a Will, me di cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro. Es analista financiero –sonrió Kate–. Así que no quiero un puesto permanente porque a él podrían enviarlo a Nueva York o a Tokio en cualquier momento. Por supuesto, él me dice: «Cariño, no tienes por qué trabajar todos los días», pero a mí me parece importante ser independiente económicamente, ¿no crees?
–Si vives con un analista financiero, no creo que tu sueldo como secretaria temporal signifique gran cosa –murmuró Finn, sin poder disimular una sonrisita irónica.
–Es una cuestión de principios –replicó ella, encantada con la idea de vivir una vida de lujos.
–Pues podrías convertir en una cuestión de principios lo de llegar a tu hora por las mañanas –dijo entonces su jefe–. Ése sería un buen cambio.
Una pena que la vida real no se le diera tan bien como las historias inventadas, pensaba Kate mientras iba en el autobús. Sería estupendo llegar a casa y que hubiese un hombre esperándola, un hombre forrado de dinero que estuviera loco por ella y que le dijese: «No tienes por qué soportar a tipos como Finn McBride».
Kate dejó escapar un suspiro mientras limpiaba el cristal con la manga. Había mucha gente corriendo por Piccadilly para resguardarse de la lluvia y todos parecían saber a dónde iban. ¿Por qué ella era la única que parecía ir saltando de un charco a otro?
Treinta y dos años… ¿y qué tenía? Ni trabajo fijo, ni casa propia, ni novio. Lo único que había conseguido en los últimos años era engordar cinco kilos. Ni siquiera las dietas le funcionaban. Para ella comer era lo único que aliviaba el dolor de haber perdido a Seb y su trabajo antes de Navidad. Un golpe terrible.
Fortificada por Bella y Phoebe… y cuatro copas de champán, Kate había decidido que todo cambiaría antes de Año Nuevo. Iba a poner su vida en orden. Conseguiría un trabajo mejor y un novio mejor, se juró a sí misma. Perdería los cinco kilos y empezaría a ir al gimnasio.
Pero todas esas cosas parecían más fáciles con una copa de champán en la mano. Había llegado febrero y sus resoluciones para el nuevo año seguían sin cumplirse ni remotamente.
Al menos debería haber encontrado un buen trabajo, pero el mercado no parecía estar para muchos trotes. Y los trabajos temporales no pagaban lo suficiente como para que una pusiera su vida en orden. Kate estaba a punto de aceptar un trabajo de camarera cuando Alison se rompió una pierna.
Al día siguiente, se prometió a sí misma, compraría el periódico para buscar un buen trabajo, iría al gimnasio y se haría una ensalada con cero calorías.
El día siguiente sería el primero de su nueva vida.
Cuando llegó a su apartamento, Bella estaba comiendo tostadas en la cocina, con el pelo lleno de rulos. Desde que Phoebe se casó, Bella, Kate y su antipático gato compartían casa.
Gato, ése era su nombre, estaba esperando al lado de la nevera y Kate sabía que no podría sentarse antes de darle la comida porque era más que capaz de destrozarle los tobillos a arañazos. De modo que sacó una latita de la carísima comida para felinos y llenó su plato antes de quitarse el abrigo.
–Pensé que ibas a salir –le dijo a Bella, mirando las tostadas con envidia.
Su amiga podía comer todo lo que le diese la gana sin engordar un solo kilo. «Metabolismo», solía decir cada vez que otras chicas, menos afortunadas, se quejaban. Además, era muy guapa; una rubia de ojos azules con piernas kilométricas que siempre estaba alegre. Lo peor de Bella, y Kate y Phoebe estaban de acuerdo, era que no se la podía odiar.
–Sí, voy a salir, pero Will piensa llevarme a un restaurante carísimo de esos modernos donde seguro que las porciones son minúsculas, así que he pensado tomar algo antes. Además, tengo hambre.
Afortunada Bella, que iba a salir con el guapísimo Will, mientras ella tenía que conocer a un pobre viudo. Kate dejó escapar un suspiro. Qué típico.
Sin pensar, puso un trozo de pan en el tostador.
–Lo lamentarás –le advirtió su amiga, con la boca llena–. Gib suele cocinar para un regimiento. Además, ¿no estabas a régimen?
–No tiene sentido estar a régimen cuando tienes que ir a cenar –replicó Kate, quitándose el abrigo–. Además, tenemos que comernos todo lo que hay en la nevera antes de volver a llenarla con cosas sanas.
Contarle que había tomado prestado a Will fue una buena excusa para tomar una tostada con mantequilla sin que su amiga se metiera con ella.
–No iba a decirle a Finn McBride que tengo una cita a ciegas con un viudo.
–¿Un viudo?
–Pues sí, un viudo con una niña pequeña. No creo que vaya a ser una cena precisamente divertida –dijo Kate, suspirando.
–A lo mejor es muy guapo –sonrió Bella.
–Con la mala suerte que tengo, no lo creo.
Era deprimente, pero Kate intentó animarse mientras se arreglaba. Quizá Bella tuviera razón. Quizá un pedazo de hombre iba a entrar en su vida aquella noche. Tenía que tocarle a ella alguna vez, ¿no?
Por si acaso, se puso un vestidito con escote para mostrar sus mejores atributos. Había cierta ventaja en tener una figura como la suya… Una pena que, además de un busto lleno de curvas, tuviese unas caderas, un trasero y una barriguita igualmente llamativos.
Cuando se puso los zapatos de tacón se sintió más guapa. Kate siempre había pensado que su vida habría sido mejor si hubiera tenido unas piernas un poco más largas. Unos cuantos centímetros tampoco era tanto pedir, ¿no? Y unos centímetros menos de cadera.
Entonces se miró al espejo. Asombroso lo que el maquillaje podía hacer. Con poca luz casi podría parecer exótica. El color rojo del vestido le daba un aspecto agitanado que iba muy bien con sus rizos castaños y la fulgurante barra de labios. ¿Al viudo le gustarían las gitanas? Kate intuía que no. Quizá debería haber elegido algo más discreto.
¿Algo más discreto? No, qué tontería, ella no era una persona discreta.
Cuando Will llamó al timbre se le ocurrió mirar el reloj y… ¿cómo podían ser ya las nueve y media?
Atacada, se lanzó al teléfono para pedir un taxi.
–Llegará en veinte minutos –le dijo la aburrida telefonista.
Iba a llegar tardísimo. Para variar. La puntualidad era otra de las resoluciones de fin de año que no parecían ir como esperaba.
–Perdón, perdón, perdón –se disculpó Kate cuando por fin llegó a casa de Phoebe a las diez–. Sé que llego tarde, pero por favor no te enfades conmigo. Es que ha sido uno de esos días…
–Siempre es uno de esos días para ti, Kate –suspiró su amiga, intentando ponerse seria.
–Lo sé, lo sé, pero estoy intentando mejorar –le aseguró Kate con su mejor sonrisa. Entonces bajó la voz–. ¿Ha llegado ya? ¿Cómo es?
–Un poco estirado… no, reservado sería la palabra. Pero es muy agradable y tiene una sonrisa preciosa. Además, a mí me parece muy atractivo.
–¿De verdad?
–De verdad.
Un viudo atractivo. A lo mejor su suerte estaba cambiando.
–¿Tiene bigote?
–No.
–¿Tiene barriga?
–¡No! Entra de una vez.
Respirando profundamente, Kate se alisó la falda del vestido y siguió a su amiga hasta el salón.
–Aquí está Kate –anunció Phoebe.
Pero Kate se había quedado paralizada al ver al hombre que estaba de pie frente a la chimenea, charlando con Gib y Josh. Se había vuelto y estaba segura de que su expresión de horror era un reflejo de la suya.
Finn McBride.
–¡Kate! –exclamó Gib, abrazándola–. ¡Tarde como siempre!
–Ya me ha regañado Phoebe –murmuró ella, rezando para haber visto mal, para que cuando levantase la mirada el hombre que estaba a su lado fuese un extraño que se parecía a Finn; un hombre a quien le gustaba el aspecto agitanado y desaprobaba seriamente la puntualidad. O las dos cosas.
Pero no. Kate descubrió que no había duda. Allí estaba Finn McBride, como si se hubiera convertido en piedra.
Claramente aturdido por tener una cita a ciegas con su secretaria.
Mortificada, Kate consideró sus opciones: no haber nacido nunca era la primera; que se la tragase la tierra, la segunda.
¿Podría hacer como que se desmayaba? Probablemente no, pensó. Ella no era de las que se desmayaban.
De modo que no le quedaba más remedio que enfrentarse con él.
HOLA –Kate miró a Finn a los ojos, como retándolo a decir que la conocía. Y él le devolvió una mirada glacial de sus ojos grises.
–Kate, te presento a Finn McBride –dijo Gib–. Le hemos contado todo sobre ti.
Genial, pensó ella. De modo que Finn sabía lo triste que era su vida.
–Kate Savage –se presentó, sin mirarlo a los ojos.
A pesar de su evidente desgana, Finn apretó su mano con fuerza, mucha más de la que ella había esperado.
–Estás siendo muy formal, Kate. Al menos no tengo que presentarte a Josh –sonrió Gib–. Josh prácticamente vive con ella –le explicó a Finn.
–¿Ah, sí?
–Kate comparte casa con una amiga mía –explicó Josh. Evidentemente, Phoebe le había dicho que su presencia allí era necesaria para que no fuese obvio que aquello era una cita a ciegas, aunque su presencia no podía engañar a Finn McBride–. ¿Cómo estás, Kate? Hace tiempo que no te veía.
–Estoy bien.
Además de querer morirse, claro.
Phoebe le dio una copa de vino.
–Finn estaba contándonos sus desgraciadas experiencias con las secretarias temporales. Y hemos pensado que tú podrías darle un par de consejos.
Ah, claro, Gib y Phoebe la habían convertido en una secretaria ejecutiva. Genial. Como si no se sintiera suficientemente humillada.
–No creo que sea tan difícil encontrar una buena secretaria. ¿Qué pasa con la que tienes?
–Que nunca llega a su hora –dijo Finn, mirando el reloj de la chimenea con expresión irónica. Sin duda, él habría llegado a las nueve en punto, antes de que sus anfitriones lo tuvieran todo listo–. No se puede contar con ella para nada.
No se podía contar con ella, ¿eh?
Kate tomó un sorbo de vino, con expresión desafiante.
–A lo mejor trabajar contigo no la motiva lo suficiente. ¿Por qué será?
Finn se encogió de hombros.
–¿Por pereza? Además, parece que es un poco mentirosilla.
Kate se puso como un tomate. Supuestamente, debía de estar cenando con un tal Will, que era analista financiero y estaba a punto de pedir su mano.
Sin duda, Gib y Phoebe le habrían hablado de su desastrosa relación con Seb y, aunque no fuera así, había quedado como una idiota. Si hubiera un analista financiero esperándola en casa, sus amigos no tendrían que prepararle citas a ciegas.
Kate dejó escapar un suspiro. Vaya desastre.
–Háblale de tu jefe –intervino Phoebe–. Por lo visto, es un ogro.
Genial. Aquello iba de mal en peor.
–¿Ah, sí? ¿Por qué? –preguntó Finn.
«Bueno, de perdidos al río». Podría aprovechar la oportunidad para decirle un par de cosas.
–Es antipático y desagradable. No da los buenos días y en cuanto a «por favor» y «gracias»… jamás.
Él apretó los dientes.
–A lo mejor tiene mucho que hacer.
–Tener cosas que hacer no es excusa para ser desagradable –dijo Kate, mirándolo a los ojos.
–Y no le deja hacer llamadas personales –intervino Phoebe, siempre al rescate–. Kate tiene que colgar cuando él aparece. Cuando estamos en medio de una conversación, de repente suelta: «Lo llamaremos más tarde» o «le diré que ha llamado». Eso significa que hablaremos después. Es un asco. Tú dejas que tu secretaria use el teléfono para hacer llamadas personales, ¿verdad?
–Pues no, la verdad es que no –contestó Finn.
Kate se encogió de hombros. Evidentemente, jamás podría volver a hacer una llamada… aunque seguramente tampoco podría volver a la oficina. En el mundo de las humillaciones, que le preparasen a alguien una cita a ciegas con su jefe debía de andar por los números superiores. Desde luego, era la situación más incómoda en la que se había encontrado nunca y tenía mucho con qué comparar. A veces le parecía que se pasaba la vida yendo de un episodio mortificante a otro.
–Que los empleados puedan usar el teléfono e Internet para asuntos personales sube la moral –dijo entonces, decidida a cantarle las cuarenta–. Si trataras a tus empleados como si fueran seres humanos, seguramente aumentaría la productividad.
–En mi empresa no hay un problema de productividad –replicó Finn. Y aquella vez su enfado no pasó desapercibido para los demás–. Existe una diferencia entre usar el teléfono para algo importante o tirarse dos horas hablando con una amiga.
–¿Tu secretaria no hace bien su trabajo?
–Hace más bien lo que quiere.
–Quizá deberías trabajar para Finn –sugirió Gib, en un intento tan descarado de acercarlos que prácticamente era como si los hubiera metido en la cama–. A lo mejor te llevas mejor con él que con tu jefe.
–¡Qué buena idea! –sonrió Kate–. ¿Tienes algún puesto libre en este momento?
–Es muy posible que el puesto de secretaria quede libre de inmediato –contestó él–. Pero supongo que no te interesará… ya que tú eres una secretaria ejecutiva. Gib y Phoebe estaban diciéndome que prácticamente diriges la empresa en la que trabajas. No creo que yo pudiera ofrecerte algo tan interesante.
Kate se puso colorada.
–No, bueno… la verdad es que ahora mismo estoy pensando dedicarme a otra cosa.
–¿Ah, sí? –preguntaron Gib, Phoebe y Josh a la vez.
–Pues sí –contestó ella. Seguramente no sería mala idea. Tenía la ligera impresión de que no iba a durar mucho en el mundo secretarial–. Estoy harta de que me traten como si fuera un gusano, así que he pensado hacer algo diferente.
–¿Por ejemplo? –preguntó Finn, con una ceja levantada.
La normalmente fértil imaginación de Kate se quedó en blanco justo cuando más la necesitaba.
–Es una gran cocinera –dijo Phoebe que, evidentemente, seguía creyendo que había dado en la diana al presentarle a Finn McBride.
Sólo entonces recordó que Finn era viudo. Phoebe le había dicho que la cita era con un hombre viudo, de modo que… Entonces se dio cuenta de que aquella chica tan guapa de la fotografía estaba muerta. Qué horror. Era lógico que Finn fuese un hombre tan sombrío.
Kate se sintió culpable por haber dicho esas cosas de él, pero ¿cómo iba a saber que su brusquedad escondía un corazón roto?
Los otros, ajenos a la verdad, seguían promocionándola.
–Kate es una gran comunicadora –estaba diciendo Gib. Era la clase de frase que sólo decía alguien que había pasado mucho tiempo en Estados Unidos–. Se lleva fenomenal con la gente.
–No sólo con la gente –intervino Josh–. También es muy buena con los animales. ¿Te acuerdas de aquel perro en el bar, Phoebe?
–Ah, sí –sonrió su amiga, fingiendo un escalofrío.
–A veces me despierto con sudores fríos recordándolo –siguió Josh–. Kate se enfrentó con un skin head cubierto de tatuajes que estaba pegando a su perro. Le dijo que la gente como él no debía tener animales y se llevó al perro mientras los demás nos quedábamos boquiabiertos.
Finn la miró, sorprendido.
–¿Qué fue del perro?
–Era un alsaciano al que yo no me habría acercado ni muerto, pero con Kate era como un cachorro. Por cierto, ¿qué fue de él? –preguntó Josh.
–Vive en casa de mis padres. Y ahora está gordo como una vaca.
–¿Tú crees que el perro quería separarse de su dueño? –preguntó Finn.
–Me imagino que sí. A nadie le gusta que le peguen –contestó Kate–. Además, alguien tenía que hacer algo.
De repente, todos se quedaron en silencio.
–Un consejo –dijo entonces Gib–. Kate parece encantadora, pero no se te ocurra maltratar a un animal si ella está cerca o te meterás en un buen lío. Tiene muy mal genio cuando se trata de los animales.
–Intentaré acordarme.
–Lo que Kate necesita –ahora era Phoebe quien hablaba– es una casa en el campo donde pueda tener pollos, perros y todo tipo de animales abandonados.
–De eso nada –objetó ella.
Una casa en el campo no estaría mal, pero eso de «lo que necesita Kate» sonaba a solterona que buscaba marido. Ella no estaba buscando marido desesperadamente… y menos un marido como Finn McBride.
–En realidad, yo soy una chica de ciudad. Aún no estoy preparada para hacer mermeladas. Yo estaba pensando en un trabajo de Relaciones Públicas… –Kate no pudo terminar la frase porque todos, incluido Finn, se echaron a reír–. ¿Qué os hace tanta gracia?
–Cariño, no eres suficientemente dura como para meterte en el mundo de las Relaciones Públicas. Tú siempre estás con el más débil –sonrió Phoebe–. Eso es como decir que quieres ser neurocirujana.
Después de eso, se pusieron a discutir sobre qué trabajo le iría bien. Así, sin contar con ella. Josh sugirió que podría ser exterminadora de ratas.
–Se llevaría todas las ratas a casa y las pondría en una camita.
Kate apretó los dientes. Finn la estaba mirando con una sonrisa irónica en los labios. Seguramente era una de esas personas que asociaba tener buen corazón con ser un idiota.
Y no le habría importado si los otros tres no estuvieran tan decididos a convertirla en una excelente ama de casa. ¿No se daban cuenta de que él no parecía impresionado? Y las cosas empeoraron durante la cena, cuando Phoebe, sin ninguna sutileza, empezó a hablar sobre la hija de Finn.
–¿Cómo se llama?
–Alex –contestó él, con desgana.
Lógico. También su jefe se había dado cuenta de la descarada publicidad y no podía estar pasándolo mejor que ella.
–Tiene nueve años –añadió. Evidentemente iban a sacarle la información de una u otra manera…
–Debe de ser difícil para ti criarla solo –dijo Phoebe.
Finn se encogió de hombros.
–Alex tenía dos años cuando Isabel murió y hemos tenido varias niñeras, pero Alex nunca se encariñó con ninguna. Desde que va al colegio nos arreglamos con una señora que va a casa todos los días. Recoge a la niña en el colegio, limpia la casa y nos hace la cena.
Lo había dicho sin emoción, como si su hija fuera sólo otro problema logístico. Era por Alex por quien Kate sentía pena; la pobre niña… Nunca había llamado al despacho ni la había visto por allí, de modo que seguramente tendría prohibido molestar a su ocupado papá. Habiendo crecido con cuatro hermanos, Kate imaginaba que la vida de aquella niña debía de ser muy solitaria. No podía ser muy divertido crecer con la compañía de un ama de llaves y alguien como Finn McBride.
Y si era siempre tan aburrido como aquella noche, menos. Con la excusa de que tenía que conducir apenas bebió y, aunque no le podía poner pegas a un comportamiento responsable, al menos podría aparentar que lo estaba pasando bien.
Seguramente estaría aterrorizado ante la idea de que Kate se le tirase encima para obligarlo a casarse con ella. Era comprensible, después de cómo sus amigos estaban «vendiéndola», pero no tenía nada de qué preocuparse. Salir con él era lo último que se le ocurriría hacer en la vida. No estaba tan desesperada.
Finn, sentado a su lado, no disimulaba su desaprobación mientras Kate reía, bebía demasiado vino o hablaba de sus amigos y sus fiestas, dejando claro que no estaba en el mercado para un viudo.
Por supuesto, cuanto más serio se ponía, más tenía ella que compensar.
Phoebe y Gib se habían molestado en organizar aquella cena y, al menos, alguien debía aparentar que lo estaba pasando bien.
Además, podría haber pedido un taxi para volver a casa y recoger su coche al día siguiente pero eso, por supuesto, jamás se le ocurriría al estirado Finn McBride.
Naturalmente, él también participaba en la conversación, pero dejando claro que consideraba a Kate demasiado boba. Y eso la ponía nerviosa. Y cuanto más nerviosa estaba, más bebía y más alto hablaba. A las doce, Finn miró su reloj.
–Debo irme –dijo, levantándose.
–Yo creo que tú también deberías irte, Kate –sonrió Gib–. O mañana llegarás tarde a trabajar.
–No me hables de eso –murmuró ella, cerrando los ojos. Un error, porque cuando los abrió la habitación estaba dando vueltas.
–¿Podrías llevarla a casa, Finn? –preguntó Phoebe–. En su estado, no debería ir sola.
–¿Qué estado? Me encuentro perfectamente –protestó Kate, levantándose con más o menos estabilidad–. Estoy genial.
–Estás divina –asintió Phoebe–. Pero es hora de irse. Finn va a llevarte a casa.
–¿Por qué no me lleva Josh?
–Porque no he traído el coche y vivo en dirección contraria.
–No me importa llevarte –dijo Finn entonces, suspirando al ver que Phoebe y su marido la ayudaban a ponerse el abrigo como si fuera una niña.
Kate les dio las gracias por la cena, aunque tenía la desagradable impresión de que las palabras le habían salido más bien ininteligibles. Desgraciadamente estaba lloviendo y, al bajar la escalera del portal, dio un tropezón. Finn tuvo que sujetarla para que no acabase de bruces en el suelo.
–¡Cuidado!
–Es que el suelo está resbaladizo –se excusó Kate.
–Eres tú la que está resbaladiza –murmuró él, abriendo la puerta del coche con innecesaria galantería.
Harta de ser tratada como una niña, Kate se cruzó de brazos, prácticamente haciendo un mohín con los labios. Pero no dijo nada.
El coche estaba limpísimo. Nada de papeles, nada de colillas en el cenicero, ni siquiera un juguete olvidado en el asiento. Era increíble que aquel hombre tuviera una hija pequeña, pensó. ¿Qué clase de disciplina tendría que soportar la pobre Alex?
Medio mareada, se inclinó para encender la radio y buscó una emisora de música rock, pero él la apagó bruscamente.
–Ponte el cinturón.
–¡Sí, señor! –exclamó Kate.
Finn puso el brazo sobre el asiento mientras daba marcha atrás y ella, nerviosa, fingió estar buscando algo en su bolso para que no pensara que estaba acercándose invitadoramente a su mano.
La proximidad de Finn McBride en un sitio tan pequeño, con la lluvia golpeando los cristales, era abrumadora. Las lucecitas del salpicadero iluminaban su cara, destacando los pómulos altos y el gesto severo de su boca.
Iba conduciendo muy concentrado y Kate lo miraba de reojo, más impresionada de lo que hubiera querido admitir. Era tan atractivo así, conduciendo…
Ridículo, se regañó a sí misma. Seguía siendo Finn McBride. Además de ser su jefe era un hombre desagradable y antipático. No le gustaba en absoluto. Entonces, ¿por qué se fijaba en su boca, en sus manos…?
–¿Adónde voy?
–¿Qué?
–Gib me ha pedido que te lleve a casa. Y supongo que sabes dónde vives, ¿no?
–Ah, sí –murmuró ella, demasiado nerviosa como para replicar con un sarcasmo.
Kate le indicó qué calles debía tomar mientras el limpiaparabrisas se movía rítmicamente. El único sonido dentro del coche.
–¿Por qué no le has dicho a mis amigos que nos conocíamos? –le preguntó cuando el silencio empezó a ser demasiado opresivo.
–Probablemente por la misma razón que tú. Pensé que la situación sería aún más incómoda.
No dijo nada más.
Cualquier otro hombre habría hecho preguntas, habría intentado ser amable, pero evidentemente Finn no estaba de humor para charlar.
–Vivo en esta calle. Puedes dejarme aquí si quieres.
–¿En qué número vives?
–Pasado el semáforo.
Como siempre, no había un solo espacio vacío en la calle, de modo que Finn tuvo que detener el coche en segunda fila.
–Gracias por traerme. Espero no haberte desviado mucho de tu camino.
Un golpe de aire helado hizo que se detuviera un momento al abrir la puerta.
–Jo, qué noche más horrible.
–Espera un momento –murmuró Finn, mientras buscaba un paraguas en el asiento trasero–. Te acompaño al portal.
–No hace falta…
–¡Venga, sal de una vez! –la interrumpió él, con cara de pocos amigos–. Cuanto antes lo hagas, antes llegaré a casa.
–Es ese portal de ahí –dijo Kate, levantando el pie derecho, que había metido en un charco.
–¿Por qué no te has puesto unos zapatos más normales?
–Si hubiera sabido que iba a una expedición polar me habría puesto botas –respondió ella, irritada–. Además, estos zapatos son muy normales.
–Ya, bueno…
Estaban muy cerca uno del otro mientras se dirigían al portal. Y él era tan alto, tan fuerte, que ella sintió la tentación de abrazarlo.
Claro que a Finn le habría dado un ataque. O quizá no, quizá la habría besado bajo el paraguas… Kate tragó saliva. ¿Qué tonterías estaba pensando?
Se puso tan nerviosa que cuando iba a meter la llave en la cerradura se le cayó al suelo.
–Kate, por favor… –suspiró él.
–Ya voy, ya voy.
–Trae, abriré yo –dijo Finn, quitándole la llave.
–Gracias. Y gracias otra vez por traerme.
Ése era el pie para que él dijese «ha sido un placer».
–Hasta mañana –dijo, sin embargo.
«Pues muy bien, si vas a ponerte así no te invito a entrar».
–¿Quieres que vaya mañana a la oficina?
–Para eso te pago, ¿no?
–Pero, ¿no dices que soy un desastre?
–No eres precisamente un éxito como secretaria. Pero eres lo único que hay en este momento. Tenemos un contrato importante que resolver esta semana… como sabrías si hubieras estado prestando atención, y no puedo perder el tiempo explicándoselo todo a otra secretaria. Mejor me quedo contigo.
–Vaya hombre, gracias por el voto de confianza.
–Tampoco tú has disimulado cuánto te desagrada trabajar para mí –replicó él–. La cuestión es que tú no puedes permitirte el lujo de perder este trabajo y yo no tengo tiempo de buscar otra secretaria.
–¿Estás diciendo que ninguno de los dos tiene otra salida? –preguntó Kate.
–Precisamente. Así que será mejor que intentemos llevarnos lo mejor posible –suspiró Finn–. Y sugiero que bebas un poco de agua antes de irte a la cama. Mañana tenemos mucho que hacer, así que no llegues tarde.
Kate abrió un ojo y alargó la mano para tomar el despertador. Y entonces lanzó lo que debería haber sido un grito, pero que le salió más bien como un gemido ahogado. Al incorporarse notó un dolor agudo, como un cuchillo de carnicero clavándose en su cabeza.
La muerte habría sido preferible a aquel horrible dolor.
Por no hablar de lo que diría Finn si llegaba tarde otra vez.
Si no se duchaba y tenía suerte con el metro, a lo mejor llegaba sólo cinco minutos tarde…
Como pudo, se levantó de la cama, se vistió y se dejó aplastar por cientos de personas en el vagón del metro. Se sujetó a la barra con una mano mientras el tren iba dando brincos sobre los raíles sin ninguna consideración por su estómago.
Para empeorar la situación, empezaba a recordar fragmentos de la noche anterior. No se acordaba de mucho, pero sí tenía la horrible sensación de haber hecho el más completo ridículo.
Recordaba la expresión de Finn al ver que su cita era su secretaria. El limpiaparabrisas moviéndose rítmicamente mientras ella se fijaba inexplicablemente en su boca y en sus manos. Cuando estaban juntos bajo el paraguas, a punto de echarse en sus brazos…
Debía de estar completamente borracha.
¿Le había tirado los tejos?, se preguntó, aterrada. No, no podía ser. Se acordaría.
Lo que sí recordaba era que él la había regañado por llevar tacones y que no hizo un solo comentario sobre su precioso vestido. Todo el mundo se fijaba en su escote con aquel vestido rojo, pero Finn no. Ni la había mirado.
Kate llegó a la oficina sólo un minuto tarde. Finn, por supuesto, ya estaba sentado frente a su escritorio y la miró por encima de las gafas cuando entró, agarrándose al quicio de la puerta.
–Tienes un aspecto horrible.
–Me encuentro fatal –replicó ella–. Tengo una resaca horrorosa.
–Supongo que no esperarás comprensión por mi parte.
–No, no creo que hoy vaya a haber ningún milagro –suspiró Kate, olvidando que su trabajo estaba en juego. Finn debía de estar pensando precisamente eso porque sus ojos se oscurecieron.
–Espero que vengas dispuesta a trabajar –le advirtió–. Hoy tenemos mucho que hacer.
–Voy a tomar un café a ver si se me pasa.
–Tienes cinco minutos –dijo Finn, volviendo a concentrarse en un informe.
Kate consiguió llegar hasta la máquina de café, haciendo una mueca de dolor. ¿Por qué había tanto ruido en aquella oficina?
A lo mejor Alison tenía paracetamol, pensó. Cualquier chica normal tendría una aspirina en su cajón, pero ella no. Seguramente Alison nunca había tenido resaca. Seguramente nunca se ponía nerviosa ni bebía demasiado.
El café la hizo sentirse peor. Gimiendo, se dejó caer en la silla y enterró la cabeza entre las manos. Era horrible. Estaba a punto de morir allí, en la oficina de Finn McBride. Y él tendría que sacar sus restos. Aunque, conociéndolo, se lo encargaría a la próxima secretaria temporal. «Líbrese de esos restos», le diría. «Y luego venga a mi despacho, que tengo que dictarle una carta».
–No bebiste agua antes de irte a la cama, ¿verdad? –oyó entonces la voz de su exasperante jefe.
–No –murmuró Kate.
–Estás deshidratada. Toma, te he traído un té y un par de aspirinas.
Ella levantó la cabeza, incrédula.
–Gracias.
Cinco minutos después empezó a pensar que iba a sobrevivir después de todo.
Finn estaba apoyado en la esquina del escritorio, con el ceño arrugado. Siempre tenía el ceño arrugado. ¿Sería así con todo el mundo o sólo con ella?, se preguntó. La idea de que sólo fuera así con ella era muy deprimente. En realidad, llegar a trabajar con resaca no era la mejor forma de conseguir una sonrisa, pero podría haber algo en ella que le gustase, ¿no?
TE ENCUENTRAS mejor? –preguntó él, sin ninguna simpatía.
–Un poco –contestó Kate.
–Bueno –Finn tiró una carpeta sobre su mesa–. ¿Por qué demonios bebes tanto si luego te encuentras tan mal por la mañana?
–No suelo beber.
–¿Ah, no?
–¡Anoche estaba intentando pasarlo bien, ya que tú evidentemente no ibas a hacerlo! ¿Por qué fuiste a la cena si no pensabas hacer un esfuerzo?
–Fui porque Gib me lo pidió. Me dijo que Phoebe tenía una amiga a la que me gustaría conocer –contestó él–. Yo esperaba una chica agradable, sencilla, no a alguien con un escote vertiginoso y tacones de aguja que estaba decidida a bebérselo todo.
Ajá, de modo que se había fijado en el escote, notó Kate con perversa satisfacción.
–Pues a mí me dijeron que tú eras muy agradable. Vamos, que no te conocen en absoluto. ¡No pienso dejar que me organicen más citas a ciegas!
Finn se cruzó de brazos.
–Estoy completamente de acuerdo.
–¡Pues es la primera vez!
–Si estás lo suficientemente recuperada como para discutir, estás bien para trabajar –dijo él entonces–. Supongo que los dos estamos de acuerdo en que lo de anoche fue… incómodo. Francamente, prefiero no saber nada de tu vida privada y no me gusta mezclar la mía con el trabajo. Pero como te dije anoche… aunque no creo que lo recuerdes, no me puedo permitir el lujo de enseñar a una secretaria nueva, así que sugiero que olvidemos lo que pasó. Y ayudaría mucho que tú llegases a tu hora y en condiciones para trabajar de vez en cuando. ¡Eso sí sería un cambio!
Kate se sujetó la dolorida cabeza con una mano. Ojalá pudiera decirle dónde podía meterse su trabajo. Recordaba vagamente haberle dicho a todo el mundo que iba a cambiar de profesión…
Cualquier día se le ocurriría algo, pero mientras tanto tenía que comer y aquel trabajo horroroso era su única forma de pagar las facturas. Ella nunca había sido ahorradora. Además, le había prestado dinero a Seb y no tenía nada en el banco. De modo que, por el momento, tendría que quedarse con Finn McBride.
–Alison volverá dentro de unas semanas –dijo él entonces.
–¿Qué significa eso, que no vas a tener que aguantarme mucho tiempo?
A pesar de todo, le dolió que Finn quisiera librarse de ella lo antes posible.
–Tenía la impresión de que el sentimiento era mutuo.
–Y lo es.
–¿Quieres marcharte ahora mismo?
–No –contestó Kate, arrinconada–. Quiero quedarme. No tengo elección.
–Pues estamos los dos en el mismo barco. ¡Pero si de verdad quieres seguir trabajando aquí, sugiero que vayas a lavarte la cara y empieces a trabajar!
Tres horas más tarde, Kate estaba desesperada. Había copiado cientos de cartas y Finn, que no tenía ninguna misericordia por su resaca, le encargó un informe antes de salir a comer con un cliente.
–Quiero ese informe en mi mesa para cuando vuelva –le dijo, a modo de despedida.
Kate soltó todos los papeles sobre su escritorio. ¿De verdad iba a seguir trabajando con aquel monstruo?
Habría podido jurar que estaba disfrutando de su desgracia. Estaba segura de que muchas de aquellas cartas podrían haber esperado y de que sólo lo hacía para castigarla. Era increíble pensar que, durante un momento y debido al vino, la noche anterior lo encontró vagamente atractivo.
Necesitaba otro café, se dijo.
A pesar de que a Finn no le gustaba nada que sus empleados charlasen en la oficina, sabía que la máquina de café era un centro de reunión. Por supuesto, era posible que aquellas dos mujeres del departamento administrativo estuvieran hablando de trabajo, pero lo dudaba. Porque se callaron en cuanto se acercó.
–Estoy desesperada –sonrió Kate, echando una moneda.
–¿Y eso?
–Tengo resaca. No pienso beber nunca más en toda mi vida.
Sus contertulias eran Elaine y Sue. Siempre habían sido amables aunque frías con ella, pero notó que se animaban al oír lo de la resaca.
–¿Qué tal te va con Finn? –le preguntó una de ellas… ¿Sue?
–No creo que pueda llegar nunca a la altura de Alison –suspiró Kate–. ¿Es tan perfecta como dice Finn?
Sue y Elaine se lo pensaron un momento.
–Es muy eficiente –dijo Elaine, aunque no parecía muy entusiasmada–. Finn confía mucho en ella.
–¡Pues debe de ser una santa para aguantar a ese hombre!
No debería haber dicho eso. Las dos mujeres se miraron, sorprendidas.
–Es muy simpático –murmuró Elaine.
–Es el mejor jefe que he tenido nunca. La mayoría de los empleados llevan aquí años y años. En otras empresas, la gente se marcha a la primera de cambio, pero aquí no. Finn espera que uno trabaje, pero siempre hace comentarios halagadores y eso es importante.
–Te trata como a un ser humano.
Kate las miró, perpleja.
–Por supuesto, Alison siente devoción por él –dijo Sue–. Entre tú y yo –añadió en voz baja–, creo que espera ser algo más que su secretaria.
–¿Ah, sí? –murmuró Kate, sorprendida e incomprensiblemente irritada–. ¿De verdad?
–Pero Finn no ha superado la muerte de su esposa y no creo que piense casarse de nuevo –dijo Elaine.
–Isabel era una persona encantadora. Era muy especial –afirmó Sue.
–Entonces Finn era diferente. La adoraba y ella lo adoraba a él. Su muerte fue una verdadera tragedia.
–¿Qué pasó? –preguntó Kate.
–Chocó contra un conductor que iba bebido… y la pobre nunca salió del coma. Finn tuvo que tomar la decisión de desconectarla de la máquina, fíjate qué horror.
Sue dejó escapar un suspiro.
–Te puedes imaginar lo duro que fue eso para él. Además, tenía a Alex… ella también iba en el coche, aunque afortunadamente salió ilesa.
–La pobre niña no dejaba de llorar llamando a su madre.
Kate se había llevado una mano al corazón.
–Qué pena.
–Desde entonces, Finn ha cambiado. Cuando Isabel murió se encerró en sí mismo. Lo único que le importa verdaderamente es su hija y no deja que nadie se acerque. Ha seguido llevando la empresa, pero yo creo que es más por los empleados que por otra cosa.
–Todos esperamos que vuelva a casarse –dijo Sue–. El pobre merece ser feliz otra vez y Alex necesita una madre, así que a lo mejor Alison tiene una oportunidad… Es un poco fría, pero yo la encuentro muy atractiva, ¿no te parece, Elaine?
–Sí, y además es muy elegante.
–Y debe de conocerlo bien después de trabajar con él durante tantos años. Yo creo que sería una buena esposa para Finn.
Kate no estaba tan segura de que Alison pudiera ser una buena esposa para Finn McBride. Él era frío, serio, eficiente… lo que necesitaba era ternura y risas.
Aunque eso no tenía nada que ver con ella, claro.
Sin embargo, no podía dejar de pensar en la tragedia. Lo imaginaba al lado de su esposa en el hospital, con el respirador artificial insuflando aire a sus pulmones… rezando para que abriese los ojos, intentando explicarle a su hija por qué mamá no iba a volver…
–Ahora entiendo que me mirase con esa cara de horror cuando pedí la última copa –le dijo a Bella por la tarde–. Me siento fatal. El pobre ha tenido que vivir un drama terrible.
–No lo hagas –dijo su amiga.
–¿Que no haga qué?
–No te metas en eso.
–No me estoy metiendo en nada –se defendió Kate–. Es que me da mucha pena.
Bella dejó escapar un suspiro.
–Kate, tú sabes cómo eres. Si algo o alguien te da pena lo pones todo patas arriba para ayudarlo. Pero a veces no puedes hacerlo. También te daba pena Seb y mira lo que pasó.
–Esto es diferente. Finn no está intentando utilizarme. Él no me ha contado la historia de su mujer, han sido otros. A lo mejor ni siquiera quiere que lo sepa.
–Sólo quiero que no te pase lo de siempre: alguien te da pena, quieres ayudarlo… y te enamoras –insistió Bella–. Debes admitir que ese es tu patrón de comportamiento y esta vez puedes acabar con el corazón roto. Sería mucho peor que Seb. Nunca podrías compararte con su perfecta esposa, Kate. Sólo serías la segundona.
–¡Por favor, Bella! Cualquiera diría que voy a casarme con él. Sólo estoy diciendo que ahora entiendo que sea tan cerrado.
–Bueno, tú ten cuidado. No te gustaba cuando lo creías felizmente casado y sigue siendo el mismo hombre. Ser viudo no es excusa para tener tan mal genio, ¿no te parece? Dices que han pasado seis años desde que murió su mujer y yo creo que es tiempo suficiente para superarlo. No dejes que se aproveche de ti, ¿de acuerdo?
Kate no dijo nada porque empezaba la serie Urgencias, su favorita, pero después pensó en lo que Bella le había dicho. Su amiga podía parecer la típica rubia tonta a veces, pero en lo que se refería a relaciones sentimentales, tenía la cabeza sobre los hombros.
Por supuesto, era una tontería sugerir que ella podría enamorarse de Finn McBride. Lo que sí podía hacer era comprenderlo… y hacerle la vida más fácil.
Sería amable, discreta y eficiente. Si lo que ella podía aportar era un ambiente de trabajo agradable, lo haría.
Eso no tenía nada que ver con enamorarse de él.
Sin embargo, cambiar el ambiente de trabajo estaba muy bien en teoría, pero en la práctica resultaba más difícil.
Kate lo intentó. Harta de oír hablar sobre la inmaculada Alison, hizo un esfuerzo para vestir mejor. Nunca estaría cómoda con un traje de chaqueta y su pelo jamás podría ser domado, pero al menos estaba dispuesta a intentarlo. Cuando Finn le daba una de sus contestaciones, se mordía la lengua. Seguía trabajando y esperaba que se diese cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo. Incluso había practicado un discurso para cuando le diera las gracias por su trabajo.
¡Menuda pérdida de tiempo! En lugar de estar agradecido, Finn parecía sospechar de su nueva actitud.
–¿Qué te pasa? –le espetó un día.
–Nada –contestó ella.
–Me pone nervioso que seas tan amable. ¿Y por qué vistes así? ¿Tienes una entrevista de trabajo?
–No. Estoy intentando tener un aspecto más profesional. Pensé que lo aprobarías.
Finn la miró, irónico. Se le había soltado la coleta y los rizos estaban por todas partes, como siempre. Su único traje de chaqueta era de un gris aburridísimo y la camisa blanca estaba arrugada. Era difícil creer que aquel traje salía del mismo armario donde estaba el vestido rojo que se había puesto para la cena.
–No te va bien ese aspecto… tan serio.
«A algunos no hay forma de agradarles», pensó Kate, resignada.