Cadena de mentiras - Rowan du Louvre - E-Book

Cadena de mentiras E-Book

Rowan du Louvre

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Beschreibung

Rowan es una mujer marcada por la muerte de su madre; una pianista de éxito, que fue brutamente atropellada, y cuyo autor se dio a la fuga. Este hecho, además, ha complica-do las relaciones con su padre; juez del supremo, engreído y mujeriego. Su mundo está conformado por sus amigos, su trabajo en el Hospital y su novio Julien, inspector de policía, quien además investiga el fallecimiento de la madre. Su vida da un giro de ciento ochenta grados cuando conoce a un hombre del que queda prendada inmediatamente: Derek. Delante de una cafetería, él es tiroteado, y ella, gra-cias a sus conocimientos médicos, le salvará la vida. Este hecho hará que se establezca un estrecho vínculo entre ellos. Mientras Derek está ingresado en el Hospital, Julien le comunica a Rowan que su ADN estaba en el lugar del accidente de su madre, y que por tanto, pasa a ser el principal sos-pechoso. Tras este dato, decide no separarse de Derek para descubrir por ella misma si es él realmente la persona que cometió el crimen. Así Rowan irá introduciéndose en la vida de un personaje atractivo y seductor, pero que al mismo tiempo, oculta grandes misterios.

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© Cadena de mentiras

© Rowan du Louvre

Octubre 2020

ISBN papel: 978-84-685-5165-4

ISBN ePub: 978-84-685-5166-1

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A mi madre, que me enseñó todo lo que hoy sé.

A mi padre, quien me educó para no depender de nadie.

A mis hermanos, por la paciencia que han tenido conmigo, y sobre todo a mis hermanas, lectoras en primicia de algunos de mis textos.

A mi querido hijo Alex, por cuidar y seguir cuidando de mí.

A mi pequeña Martina, por mostrarme un mundo lleno de posibilidades.

Y a mi marido, por enseñarme que el amor existe y que se labra a fuerza de constancia.

Índice

Prólogo

Cadena de mentiras

Epílogo

Prólogo

(Un año antes)

Acababa de llegar a casa después de un improvisado viaje al golfo de Vizcaya. Se quitó la americana que componía su traje gris oscuro de Brioni, que cuidadosamente dejó en el respaldo de su sillón de diseño Style de piel natural. Se aflojó el nudo de la corbata de seda y desabrochó el primer botón de su camisa de Jean Paul Gaultier al tiempo que acudía al mueble bar. Una vez allí se sirvió una copa de whisky Dalmore 25 años. Al acercarse el vaso a los labios percibió su aroma. Después de tomar el primer trago le abordó el gusto a especias secas, clavo, canela y jengibre de aquel licor. Degustó la mezcla de sabores en su paladar, mientras se acercaba a la smart tv que salía de la pared opuesta a su escritorio de roble macizo. Inmediatamente después tomó el mando a distancia y la puso en marcha. Su sonido resonaba ahora en el interior de aquella estancia; una reportera daba una noticia de última hora:

… y estos son los datos que nos llegan desde España, donde ha sucedido este trágico suceso. Recordemos que los hechos han acontecido hacia la medianoche en la provincia de Guipúzcoa. Nuestros reporteros se encuentran en el hotel Villa Sono de San Sebastián, donde ha sido hallado el cuerpo sin vida de Christopher Kinnaman con un extraño mensaje escrito en una tarjeta: «Cadena de mentiras». Unas horas antes, el difunto acababa de jurar su cargo como dirigente del partido político que representaban Mikael Lynch y Daniel McEwan, fallecidos también tan solo unas semanas atrás; el primero en el hotel Pulitzer de Barcelona y el segundo en el hotel Ritz de Madrid. Con este último deceso, el partido se plantearía una posible disolución al carecer de dirigentes…

—Has vuelto… —susurró en tono sugerente una voz femenina, sacándolo de su ensimismamiento.

—Angie… —la saludó él mientras apagaba el televisor.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —inquirió curiosa la mujer de cabello rojizo, curvas portentosas y pechos turgentes que sobresalían por el escote del minúsculo y ceñido vestido de color carmesí—. Te he echado de menos...

—Siento no poder decir lo mismo —confesó él sin un ápice de arrepentimiento en sus palabras, saboreando mentalmente aquella infinidad de curvas que sabía perfectamente que acabarían sucumbiendo a sus morbosos y oscuros caprichos—. Acabo de llegar de viaje. Un asunto complejo de última hora.

—¿Asunto complejo? —repitió ella cogiendo su copa de whisky para tomar un trago de ella.

—Temas de corrupción y política —dijo alzando la mano que le había quedado libre, para tomar en ella uno de sus pechos—. Una mezcla explosiva, Angie.

Mientras tanto, en el departamento de policía se respira un ambiente tenso y poco propicio para hablar. La tensión por los crímenes sucedidos en España se ha trasladado hasta las dependencias policiales de Toulouse.

—¿Inspector le Viel?

—Adelante, Jade —respondió este dejando de lado la ficha policial que estaba ojeando en la pantalla de su ordenador, para dirigir la mirada hacia la agente que acaba de interrumpirle.

Jade entró entonces en su despacho llevando un sobre de color crema en la mano, con los bordes bastante deteriorados. En la portada y con letras de imprenta color rojo decolorado una leyenda indicaba: «Confidencial». Cuando por fin estuvo a la altura de la mesa de su superior, dispuso el informe sobre la misma y permaneció a la espera en silencio.

Le Viel tomó el sobre casi de inmediato, rompió el sello que lo mantenía cerrado y extrajo su contenido, bajo la mirada de su compañera.

—La Rousse… —leyó en voz alta, no excesivamente sorprendido por lo que acababa de ver. Inmediatamente después procedió a guardarlo y preguntó a Jade—: ¿Alguien más sabe que hemos sacado este documento del archivo central?

—No, inspector.

—De acuerdo… —dijo en voz queda. Luego abrió con llave el primer cajón de su escritorio, para dejar el sobre en su interior—. Lo custodiaré personalmente. A estas alturas de la investigación sería una verdadera tragedia que se extraviara.

—De acuerdo, señor —respondió la joven preparada para abandonar su despacho—. Si eso es todo, me marcho ya.

—Está bien, Jade —respondió amablemente—. Y no me llames señor. Me hace parecer mayor de lo que soy.

Cadena de mentiras

El sonido del teléfono rompió de improviso el silencio de mi habitación. Mi mano pálida y perezosa apareció de debajo del edredón de rayas blancas y negras y buscó con torpeza el terminal por encima de la mesita de noche. Tras varios intentos fallidos, finalmente logré topar con él y sopesé seriamente mis posibilidades: estrellarlo contra la pared o conformarme con responder la llamada.

—¿Sí? —opté por contestar.

No obstante, mi voz sonó más bien como un murmullo tosco y casi imperceptible, puesto que era presa aún del más profundo sueño.

—¿Se puede saber dónde demonios te has metido?

Sin necesidad de volver a escucharle deduje de quién se trataba. Podía reconocer su voz entre un millón ya que me había pasado veintiocho años de mi vida escuchándola en aquel mismo tono. Por esa sencilla razón y otras que de momento prefería no mencionar, sabía que se trataba del ilustre Andru du Louvre, juez del Tribunal Supremo. ¡Cualquier nombre le pegaba más que papá!

Aturdida por aquel contratiempo y también contrariada por los agravios que sabía que me iba a traer aquella llamada, me incorporé bruscamente en la cama sin dejar tiempo al riego sanguíneo a llegar hasta mi cabeza. En consecuencia, me mareé.

Mi corazón palpitaba desbocado, golpeando mi pecho con fuerza, e inmediatamente después comenzó a faltarme el aire. En parámetros médicos estaría sufriendo una crisis de ansiedad, y no era precisamente una reacción exagerada, ya que conocía lo suficiente a mi progenitor como para presagiar que se mostraría reacio a escuchar mis explicaciones.

Antes de mediar palabra alguna y mientras adaptaba mis sentidos a la luz del día, busqué el reloj despertador por encima de mi mesita de noche. Por alguna razón no había sonado, aunque también cabía la posibilidad de que me hubiese olvidado de programar la alarma. El caso fue que para cuando lo encontré, mis ojos terminaron de abrirse por completo.

—¡Joder! —exclamé sin ninguna moderación—. Lo siento, Andru, tuve guardia doble ayer y…

—¡Déjate de excusas! —exigió tajante—. ¡Haz el favor de aparecer inmediatamente en Les Délices! ¡Debí imaginar que harías lo imposible por no venir!

—¡No seas injusto! ¡Te estoy diciendo la verdad! —traté de defenderme de sus conjeturas infundadas—. En el hospital falta personal y a los pocos que quedamos nos toca doblar las guardias.

Sin embargo, el padre no escuchaba y para el juez cualquier alegato no era más que una excusa demasiado pobre, razón por la cual no dio su brazo a torcer y prosiguió deshaciéndose en elogios hacia mí.

—Patrona de las causas perdidas… —comenzó a ensañarse con sátira—. ¡La grandeza de tu alma radica en ayudar a los más desfavorecidos! ¡Amar al prójimo como buena samaritana y, sin embargo, siempre dispuesta a ponerme en evidencia!

—-¡Juez y verdugo! No podía ser de otra manera —rebatí, dolida por su derroche de cinismo—. ¡Me declaro culpable de los cargos que se me imputan, aunque tampoco habría estado de más que, por una sola vez, te hubieras molestado en contemplar un posible caso de enajenación mental transitoria debido al consumo masivo de alcohol y estupefacientes!

—¡Al parecer debí invertir mucho más en tu educación!

—¿Y menos en mujeres?

—¡No deberías morder la mano que te alimenta!

—¡Ni tú tratar de darme lecciones de humildad cuando eres el primero que no predica con el ejemplo! —concluí visiblemente irritada—. ¿Pretendes que me ciña a un protocolo disciplinario que tú ni siquiera te has molestado en contemplar? ¡Pues creo que para empezar lo mejor va a ser declinar tu invitación para almorzar hoy, puesto que ya ni siquiera recuerdo si los cubiertos se utilizan de dentro para afuera o si es a la inversa! Pero no sufras, estoy totalmente convencida de que tus colegas asimilarán mi ausencia enseguida, teniendo en cuenta que es nada menos que la mano de un juez del Tribunal Supremo la que, como dices, me sustenta.

—¿Cómo te atreves?

—¡No!¿Cómo te atreves tú? ¡Deja de juzgarme! ¡Yo no soy como esa pandilla de usurpadores y viejos lascivos a los que llamas amigos! ¡No puedes pretender comprarme para pasearme en público y acallar así a las masas! ¡Acepta de una vez que tú y yo nos distanciamos desde la muerte de mamá!

Sus argumentos, habitualmente, lograban sacarme de mis casillas, pero en esta ocasión, además, había encontrado la horma de mi zapato, y claro está, ya era demasiado tarde para pretender contenerme.

—¡Te exijo que vengas o enviaré a Brahms a buscarte!

—¡No puedes obligarme a ir! ¡No tienes jurisdicción sobre mí!

—¡No intentes ponerme a prueba! —me increpó desafiante—. ¡Todavía no sabes de qué soy capaz!

—¡Qué pases un buen día, Andru! —exclamé a modo de despedida—. Aunque sinceramente, me da igual lo que hagas.

Después de dar por terminada la llamada, el teléfono sonó de nuevo. Casi había olvidado lo insistentemente molesto que podía resultar Andru cuando no se cumplían sus expectativas. Evidentemente no tenía intención ninguna de descolgar y comenzar de nuevo con aquella guerra semántica para ver quién hacía más daño a quien. Por el contrario, estrellé el aparato contra la pared, observando como caía al suelo poco después. Solo entonces dejó de sonar.

A continuación de aquel arrebato de ira me arrepentí de mi gesto, puesto que era el tercer teléfono que fulminaba literalmente en lo que iba de año.

Era evidente que Andru conocía la fórmula exacta para hacerme sentir desdichada, y lamentablemente lo conseguía con demasiada facilidad. A estas alturas de mi sufrida existencia todavía me sorprendía el hecho de no tener el valor suficiente de dejar sonar la llamada cuando reconocía su número, en lugar de contestar al teléfono como si me fuera la vida en ello.

Tras la tormenta opté por tranquilizarme y dejar de flagelarme, aunque la disputa familiar había logrado inquietarme y resultaba difícil volver a conciliar el sueño. Sin embargo, debía ser realista y centrarme en el hecho de que se trataba de mi único día de libertad provisional, tras la guardia doble del día anterior en el hospital, y quizás lo más oportuno era que me levantase. Deambulé descalza por el suelo de parquet de mi dormitorio sorteando, con una agilidad que generalmente no me caracterizaba, la ropa que la noche anterior había quedado esparcida por el mismo. Era perfectamente consciente de que aquel desorden no decía demasiado a mi favor…

Pese a que el invierno había llegado este año con mucho frío, sentía calor, y eso que tampoco había estado abusando de la calefacción e iba más bien escasa de ropa. Una camiseta de tirantes finos y una braguita a juego conformaban mi improvisado pijama. No era que sintiese aversión por la ropa de dormir, ni mucho menos, pero después de cuarenta y ocho horas de jornada intensiva, ¿quién invertía tiempo en pensar en semejantes trivialidades?

Dirigí mis pasos al cuarto de baño con la intención de asearme antes de programar el día, sin embargo, una vez allí opté por convertir la ducha rápida que había planeado en un relajante baño por todo lo alto. Abrí el grifo para llenar la bañera, mientras echaba generosamente sales de baño en el agua templada. Después me lavé los dientes, me despojé de la poca ropa que vestía y, en tan solo unos minutos más, mi cuerpo largo y delgaducho y mi melena ondulada estaban en remojo.

Totalmente sumergida en el agua, mientras el vapor de la misma se apoderaba de la estancia y el olor a lavanda deleitaba mis sentidos, imaginé la cara de incredulidad que se le debía haber quedado a Andru en el restaurante en el que acababa de darle plantón. Pese a que no compatibilizaba demasiado con mi terapia de relajación, no conseguía dejar de darle vueltas a la indignación que sabía que debía sentir tras probar el amargo sabor de la derrota.

Andru detestaba que le humillasen de tal modo, pero, a fin de cuentas, ¿no trataba él de la misma manera a todos cuantos le rodeaban? Ahí estaba yo, un claro ejemplo de alguien con quien poner en práctica todo su empeño a la hora de confraternizar.

Desde que tengo uso de razón, siempre había sido demasiado inflexible conmigo. Me hizo la vida imposible para que me diera por vencida y siguiera sus pasos. Nunca he sabido por qué era tan intransigente. A lo largo de los años me había planteado varias teorías: un trastorno paterno filial, que resultara ser tan narcisista que sus preferencias se hubiesen decantado por un sucesor varón, o incluso la misoginia.

Mi trabajo en Toulouse como cirujana le sabía a láudano. Hubiese sido menos humillante para él que acabara siendo la mujer de algún narcotraficante colombiano. ¡Menos mal que por aquel entonces todavía contaba con el apoyo de mamá para seguir con mi deseo de estudiar medicina!

Después de más de media hora de tortura psicológica por el recuerdo de mi más tierna infancia, y una vez logrado el estado de relajación emocional que precisaba, resolví que quizás iba siendo hora de vestirme. Un vaquero gastado y una camiseta blanca de algodón era la elección más cómoda puesto que todavía no había concretado cuál iba a ser el plan del día, como de costumbre. Por último, mi bolso y las llaves del coche complementaban mi indumentaria. Estaba suficientemente agobiada con la inesperada llamada de Andru como para desear perder más tiempo cavilando nada más. En aquel momento lo que realmente me apetecía era huir de casa y de mi catastrófica vida.

Convencida de mis propios argumentos, abrí la puerta del garaje con el mando a distancia. Tendía a quedarse enganchada y en algunas ocasiones no se abría siquiera, pero mi tiempo era tan limitado que no me había molestado en buscar la manera de solucionar el problema. Aparcado en el interior se hallaba el pasaporte de mi libertad. Un Jeep Liberty rojo.

Mi afán por el coche era más bien pura obsesión, pues ya no concebía una vida sin aquel medio de transporte. Tener un vehículo a mi entera disposición era equivalente a tener alas. En cualquier instante de amargura temporal podía disponer de aquellas cuatro ruedas hasta donde alcanzase el depósito de gasoil. Por ese motivo lo consideraba una vía de escape muchos días como este. Una vez en el interior del mismo, giré la llave en el contacto para poner el motor en marcha y, segundos después, salí por fin al exterior.

Crucé el río Garonne por el Pont Neuf que une el centro de Toulouse con la barriada Saint Cyprien. Estacioné el vehículo cerca de la Pièce, una cafetería que acostumbraba a frecuentar con mis amigos, solo que en esta ocasión, como en tantas otras, me disponía a tomar algo sin compañía. Abrí la puerta de cristal y me dispuse a entrar en aquel salón que normalmente estaba saturado de gente. Casualmente, detrás de mí entró un hombre que aparentaba algunos años más que yo. No sabría explicar los motivos que me indujeron a fijarme en él. Era absurdo negar que aquel tipo gozaba de atractivo físico para los ojos de cualquier mujer, sin embargo, no era capaz de entender por qué no tenía la fuerza de voluntad necesaria para dejar de mirarle. Por alguna razón tenía la sensación de haberle visto antes. Me deleité contemplándole. Era alto, de complexión media, cabello castaño, nariz recta, labios carnosos y ojos… ¡Qué ojos! ¡Eran verdes! De un verde que invitaba a perderse en ellos.

Ambos tomamos asiento en la barra del café con una separación prudencial de poco más de medio metro, para esperar pacientemente que alguna de las tres camareras decidiese hacer acto de presencia. Durante la espera, que aunque imagino que fue breve a mí se me hizo eterna, traté en vano de concentrarme en cosas triviales como el azul del mar, la brisa de la montaña, en cómo había amanecido hoy la ciudad… Pero nada de eso lograba sacar de mi cabeza la profundidad de aquellos ojos. Para colmo, ahora había comenzado a llegarme también el olor de su perfume. Una esencia intensa difícil de olvidar. Me dejé embriagar, sin ofrecer demasiada resistencia, por aquel aroma que me abordó a traición, logrando eclipsarme.

Mientras tanto, al otro lado de la barra y tras servir un par de cafés a una pareja, por fin una camarera se percató de nuestra presencia y se acercó a nosotros. Lo primero que me desagradó de aquella mujer fue que no saludó, tan solo se dignó a sacar su libreta y un bolígrafo y preguntar en un tono simple y bastante seco:

—¿Qué va a ser?

—Un cappuccino —respondí tímidamente antes de asegurarme de que aquella pregunta fuese dirigida a mí.

Y así, tras esas palabras, el peor día de toda mi vida se tornó más tétrico si cabía. Pese a que mi respuesta fue formulada en el mismo tono que había empleado ella, algo más había sucedido. Algo que sin demasiado esmero consiguió hacer mi pudor mucho más palpable de lo que acostumbraba: ¡habíamos contestado los dos a la vez!

Por momentos, comencé a sentir que una oleada de calor ascendía por mi espalda hasta instalarse en mis mejillas. Estaba convencida de que debía llevar un buen rato ruborizada y, para colmo, no es que ayudase demasiado sentir cómo aquel extraño recién aparecido clavaba esa imponente mirada en mí. La situación comenzaba a ser algo deplorable, puesto que el rojo no era precisamente un color que me favoreciese demasiado, y menos en la cara, donde todo el mundo podía verlo. En mi fuero interno traté de culpar de toda aquella lamentable puesta en evidencia a esa camarera de mediana edad carente de modales. Me atrevería incluso a garantizar que si por lo menos se hubiese dignado a mirarnos mientras formulaba aquella pregunta, seguramente no nos habríamos dado ambos por aludidos. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, mis cavilaciones fueron nuevamente interrumpidas por aquella mujer:

—Entendido. ¿Será uno para compartir o uno para cada uno?

Esas palabras solo lograron importunarme todavía más. Y para colmo, proseguía sin dignarse a levantar la cabeza de su libreta cuando hablaba. Si se esforzase un poquito más, quizás otras personas, como nosotros en estos momentos, podrían ahorrarse pasar por este tipo de situaciones bochornosas.

—¿Te apetece compartirlo? —me preguntó entonces con una seguridad abrumadora aquel hombre, haciendo un gesto con la mirada para señalarme.

—¡Oh!... no… ¿Cómo?... no… —Es todo lo que mi voz logró articular a duras penas—. Claro… que no…

—Por favor…

—¿Es… es en serio?

—No me hagas suplicarte —insistió para mi sorpresa.

Aquel hombre logró fascinarme desde la primera hasta la última sílaba. Su voz era perfecta. El tono conciliador, la seguridad intimidadora, la pronunciación moderada y respetuosa. Me había dejado hipnotizada con su expresión entre huraña y desconfiada, y a la vez, tan cargada de dulzura.

—Lo siento… pero… no puedo…

—¿No puedes qué? —rebatió, extrañado por mis palabras.

Me quedé mirándolo unos instantes completamente ida, como si nada ni nadie fuese más importante que aquel rostro de facciones perfectas. Pero mi dicha fue breve y terminó en el momento exacto en que de nuevo me sentí ridícula al percatarme de que tanto la camarera como él, me observaban detenidamente. Parecían dudar de mi cordura.

—Lo siento… no sé… no… —comencé a titubear de nuevo cuando comprendí que toda aquella conversación con aquel hombre no había tenido lugar. Tan solo había ocurrido en mi cabeza—. Creí que… es igual… no tiene importancia…

—¿Estás bien? —Trató de averiguar él—. No has dejado de mirarme desde que te has sentado.

—¿Yo?... no te miraba… —Intenté excusarme en vano—. Bueno… no fijamente, claro…

Evidentemente, mi tono de voz no resultó ser ni la mitad de convincente que la de aquel hombre. Ni siquiera logré sonar coherente entre el corte que sentí cuando me vi descubierta boqueando por aquel misterioso recién aparecido, los nervios de no dar pie con bola y la vergüenza del conjunto.

—No es lo que a mí me ha parecido —respondió complacido por mi expresión de aturdimiento, logrando acentuar todavía más el rojo de mis mejillas—. Supongo que entonces tendrán que ser dos.

Tras esa última frase, que iba dirigida a la camarera y no a mí, me quedé callada. De nuevo me hizo dudar. Ahora ya no tenía tan claro que la conversación anterior en realidad no hubiera existido.

A pesar de su inesperado desconcierto y a pesar también de mi suplicio, pude advertir que se esforzaba en no perder el contacto. Sentí cómo sus ojos verdes capturaban los míos azules, logrando dejarme totalmente desarmada. Aunque quizás era más acertado decir que me encontraba completamente idiotizada.

—Me llamo Derek —se presentó sin más.

—Yo soy… soy Rowan… —le dije estrechándole la mano.

En nuestro primer contacto físico debo admitir que la calidez de su mano me sobrecogió. No es que esperase que la tuviese congelada, como si se tratase de un vampiro, aunque tampoco era una idea tan descabellada, teniendo en cuenta que se trataba de un hombre espectacular. O por lo menos, eso era lo que me parecía a mí.

Sentí mariposas en el estómago por el simple hecho de tocar su piel. Rozaba lo absurdo sentirse tan aturdida por un completo desconocido, pero lo más extraño de todo era que aquella mirada profunda continuaba recordándome a alguien.

Permanecimos cogidos de la mano más tiempo de lo estrictamente necesario y, en consecuencia, me volvió a traicionar el subconsciente. Un calor sofocante se apoderó de mí, haciendo que mis mejillas se colorearan de nuevo. A causa de eso me desprendí de su mano con un gesto algo más brusco de lo que en realidad pretendía.

—Lo siento… yo…

—No tienes por qué justificarte. En parte es culpa mía —respondió amablemente—. Me sorprendió tu nombre y perdí la noción del tiempo.

—Supongo que suena… algo extraño…

—Supones mal —me corrigió—. No es ni mucho menos extraño. En todo caso es diferente. Y lo diferente, en mi opinión, es especial.

—¿Lo dices en serio?

—Unas dosis de autoestima no te vendría nada mal —dijo serio. Luego añadió—: No trato de halagarte. Obviamente no es un nombre muy común en Francia, pero es precisamente ahí donde radica su encanto. Su denominación de origen. Cuatro letras que unidas te diferencian del resto de personas. Además, creo que te pega.

Esa última frase me cogió desprevenida. Sus argumentos prácticamente me habían convencido, hasta que añadió ese «creo que te pega». ¿Qué diablos significaba eso?

—Lo que intento decir es que a simple vista pareces una mujer paradójica…

—Vas de mal en peor —le interrumpí sin saber si realmente quería saber cómo terminaba lo que fuese que trataba de explicar.

—Es solo que el color oscuro de tu pelo, en combinación con el blanco aterciopelado de tu piel, te da un aire enigmático. No sé cómo explicarlo. Es como si hubieses salido de un libro. ¿Las brujas de Mayfair?

—¿Las brujas de Mayfair? —repetí incrédula a media voz—. ¿Es que acaso pretendes desmoralizarme?

¿Debía suponer que mi nombre me venía como anillo al dedo por el hecho de que mi apariencia se semejara a la protagonista de una novela? ¡Pues vaya! Desde luego lo estaba arreglando…

—¡Me considero algo mayor para creer en brujas!

—No te enfades. No estoy diciendo que seas…

Derek interrumpió sus palabras en el momento exacto en que la camarera se acercó hasta nosotros para servirnos lo que habíamos pedido. Dejó elcappuccinode Derek delante de él sin mediar palabra y, cuando fue a hacer lo mismo con el mío, me advirtió sin ninguna amabilidad:

—Está muy caliente. Le aconsejo que sople si no conoce ningún hechizo para enfriarlo.

¡Aquello ya era más de lo que estaba dispuesta a soportar! Observé de soslayo a mi improvisado acompañante mientras la camarera se retiraba de nuestra presencia y le descubrí riéndose de mí.

—¡Te ha escuchado! —le hice saber bastante molesta—. ¿Eres siempre tan cínico?

—¡Por supuesto que no! —prosiguió mofándose—. Es un privilegio que concedo solo a las chicas guapas.

—¡Deja de hacerlo!

—¿El qué?

—Reírte de mí.

Pero a pesar de mi demanda, aquel tipo de aspecto arrogante no borró el rastro de aquella sonrisa insolente. Parecía estar divirtiéndose a mi costa y eso me indignó. Llegados a este punto, opté por levantarme del asiento que ocupaba fingiendo indiferencia.

—Por favor, no te enfades —dijo entonces mientras colocaba su mano sobre mi hombro intentando detenerme.

—Es un poco tarde para eso, ¿no crees?

—Tan solo bromeaba. No he querido insinuar que seas una bruja. Ni siquiera que lo parezcas. Puede que no haya estado de lo más correcto contigo desde un principio, pero puedo asegurar que tampoco pretendía ridiculizarte. Tengo un mal día, además de que es indiscutible que no se me da muy bien hacer cumplidos. Pero mi intención era hacer un comentario bonito, haciendo referencia a la casualidad de tu nombre y el parecido de tus facciones con…

—¡Déjalo! —le interrumpí tajante, comenzando de nuevo a titubear, solo que esta vez era consecuencia de que estaba terminando de perder los papeles—. Ha sido un error creer que… Bueno… Solo olvídalo, ¿quieres?...

En el fondo albergaba la esperanza de que sus verdaderas intenciones, para conmigo, no hubiesen sido compararme con nadie por el simple placer de discutir. Puede que realmente estuviese poco cualificado para hacer comentarios agradables y que fuese yo la que estaba siendo injusta con él.

Beep… beep… beep…

Cuando más o menos había decidido olvidar los comentarios de Derek, el busca que llevaba en el bolso, y que ya formaba parte de mi outfit diario, optó por interrumpir nuestra extrovertida conversación. En ese momento me arrepentí de no haberlo apagado antes de salir de casa.

—¿Un marido celoso? —bromeó, sonriendo abiertamente.

—Peor… —respondí importunada por la interrupción—. Es del hospital.

—¿Del hospital?

—Sí, bueno… es que yo… trabajo allí…

Mis palabras, aunque de nuevo un poco torpes, le cogieron desprevenido. De repente me pareció que incluso fruncía el ceño. Parecía haberse quedado pensativo. La nueva expresión de su rostro me incitó a fijarme todavía más en él.

—¿He dicho algo que te ha molestado? —le pregunté.

—No… —dijo dubitativo, evitando mi mirada—. No esperaba que pudieras ser tú…

—¿Qué pudiera ser yo, quién?

—Tu profesión —trató de corregir su comentario inmediatamente—. No esperaba que ser matasanos pudiera ser tu trabajo…

Fingir que aquel eufemismo de mi profesión no me había molestado era inútil. No era la primera vez que lo escuchaba, pese a que se sobreentendía que los pacientes acudían a nuestras consultas para buscar soluciones a su malestar general y no para empeorarlo sin remedio, motivo por el que decidí rebatir su desafortunado comentario, bastante ofendida:

—Mi especialidad, para ser más concreta, no es la que mencionas, sino la neurocirugía —pronuncié con vehemencia—. Y para ser sincera, debo decir que me decepciona terriblemente que hables de esa manera del servicio sanitario en general.

—¿Te decepciona? —repitió con suspicacia.

—Sí, claro. En realidad te creía más original.

—¿Sí? ¡Esta sí que es buena! —dijo entonces eufórico—. ¿Así que primero te parezco el ser más impertinente y arrogante de la faz del planeta y ahora mi falta de creatividad se pone en entredicho?

—Francamente, tu creatividad o la falta de ella, me da exactamente igual —expresé sin ninguna amabilidad—. Pero admito que sí tengo curiosidad por averiguar a qué te dedicas, ya que te permites el privilegio de menospreciar mi profesión.

—Prefiero escuchar tus teorías —me desafió sonriente.

—Pues las posibilidades que barajo están entre príncipe encantado y asesino en serie.

—¿En serio? —Se sorprendió llevándose las manos a la cabeza—. ¿De verdad te parezco un príncipe sicario? ¡Menudo negocio podríamos montar! Yo les disparo y tú les curas con tus pociones y hechizos.

—¿No puedes dejar de ser tan sarcástico todo el tiempo? —protesté exasperada—. Tus cambios de humor son como…

—¡Deberías aprender a relajarte! —me cortó tajante—. Estoy completamente seguro de que detrás de esa cara de pocos amigos hay una sonrisa capaz de desarmar al más valiente.

—¡No estoy enfurruñada si es lo que intentas decirme!

—¡Sí lo estás! —afirmó con seguridad, observándome con sutileza—. Además, me ratifico en mi sugerencia sobre tu autoestima. Está claro que va en declive últimamente.

—¿Me estás psicoanalizando?

—No me ha hecho falta —añadió mostrando con una sonrisa una perfecta hilera de dientes blancos—. Salta a la vista, Hechizos. Cada vez que intento hacerte un cumplido te pones a la defensiva, convenciéndote a ti misma de que trato de ser cruel contigo. Sin embargo, lo único que pretendo es ser sincero. En mi anterior comentario has resaltado lo de tu cara de pocos amigos, cuando la clave estaba en que debías tener una bonita sonrisa, pese a que todavía no te habías molestado en…

Beep… beep… beep…

Las amables palabras del Príncipe Sicario fueron interrumpidas de repente por el inoportuno sonido del busca, que trataba de llamar mi atención nuevamente.

—Lo siento.

—Deja de pedir disculpas constantemente —dijo con severidad—. No has hecho nada malo.

—Es solo que me sabe fatal que en el hospital no entiendan que los médicos también somos personas y no máquinas sin sentimientos ni vida privada.

—Si alguien te da algún problema ya sabes que puedes contratarme… —ironizó mientras me tendía su mano nuevamente, para presentarse: —Príncipe Sicario a tu entera disposición.

Vale. Sinceramente debía admitir que su ironía había tenido gracia, por lo que resultó inevitable echarme a reír por fin. Pero a pesar de que lo había logrado, Derek se mostraba desconfiado y me miraba de soslayo. Parecía extrañado por mi repentino cambio de humor, sin embargo, cuando comprobó que realmente me había liberado de la innegable tensión que cargaba, me acompañó sin resentimiento. La vaga sensación de que detrás de tanta amabilidad, su mirada afable ocultaba algo, cruzó mi mente sin previo aviso. A pesar de ello, dejé de torturarme para lograr entregarme a aquel agradable momento, convenciéndome de que por lo menos no estaba todo perdido. Quizás, una pequeña parte del día se iba a poder salvar.

Algunos minutos más tarde de lo que finalmente resultó ser una velada entrañable, llegó la hora de despedirse. Derek, a diferencia de lo sarcástico que había estado desde el inicio, abrió la puerta de la cafetería e inmediatamente después me hizo un gesto con la mano, para cederme el paso. Asentí con la cabeza en señal de agradecimiento antes de pasar al exterior.

Aunque aquel hombre era un completo desconocido, no tenía ganas de despedirme de él, y mucho menos si debía hacerlo para ir a trabajar. Derek, por su parte, ajeno a mis divagaciones, captó de nuevo la atención de mi mirada. Tenía la extraña sensación de que más que mirarme, me observaba. Era como si detrás de aquellos ojos verdes hubiese algo más…

Por alguna razón había comenzado a atormentarme la duda de si volveríamos a encontrarnos en algún otro lugar, e incluso me descubrí exhalando un suspiro, contrariada ante la posibilidad de que la respuesta a mi pregunta fuese una negación. Sentía que éramos imanes de polaridades opuestas, ya que había alguna cosa en aquel hombre que me atraía hacia él peligrosamente. Derek se presentaba ante mis ojos como el ser más irresistible que había conocido hasta el momento. Todo en él me empujaba a admirarle, incluso a idolatrarle. Sus rasgos duros, su pelo castaño, su barba de tres o cuatro días, la perfección de su mandíbula, sus labios bien delineados, la seguridad de sus gestos, su prominente voz y hasta su olor.

—Ha sido un placer compartir este instante contigo, Hechizos —dijo Derek devolviéndome a la realidad mientras me tendía su mano educadamente.

—El placer ha sido mío —respondí encajando mi mano temblorosa en la suya, deseando sentir de nuevo su contacto.

—Tengo la extraña sensación de que ya nos habíamos visto antes, pero es absurdo… —comentó entonces, como si tratase de convencerse precisamente de lo contrario.

—¿Podría ser?

—Es poco probable. De ser así imagino que te recordaría.

—¿Por qué? —pregunté aturdida por su afirmación.

—Porque sería imperdonable haberte olvidado.

Tras aquel comentario que logró sonrojarme, Derek me obsequió una vez más con su bonita sonrisa. Tardé en caer en la cuenta, pero debía admitir que sabía muy bien cómo halagar a una mujer, y entendí entonces que durante nuestra improvisada conversación tan solo había estado interpretando un papel. Se trataba de un hombre que conseguía seducir con sutileza, y era consciente de ello.

Encaminó sus pasos hacia la izquierda, mientras que yo anduve en sentido contrario, puesto que era justamente donde permanecía estacionado mi coche. No sé exactamente qué rondaba por la cabeza del Príncipe Sicario en ese momento pero, en mi caso, caminé anormalmente despacio. Era como si me supusiera un enorme esfuerzo el simple hecho de alejarme. Mientras lo hacía, mi mente funcionaba a la velocidad del rayo. Me ofrecía ideas descabelladas, como la de detenerme en seco y girarme hacia él… Y luego, ¿qué?... ¿Debía mirar cómo se alejaba? ¿Debía llamarle y…? ¡Toda esta situación era tan absurda! Ni siquiera le conocía. Tan solo habíamos hablado a duras penas un par de horas y tampoco es que hubiese estado excesivamente amable conmigo, para que ahora me estuviese planteando la opción de volverme para llamar su atención. Sin embargo, a pesar de eso, mi cerebro maquinaba cuál sería el momento oportuno para hacerlo sin que él me descubriese. Un paso, otro paso y tras cinco o seis más, no logré contenerme ni un segundo más. Me detuve en seco y cerré los ojos con la intención de prepararme para lo que estaba a punto de hacer, mientras las dudas me abordaban sin compasión.

—Uno… dos… —seguí contando— tres… cuatro…

El corazón me latía a mil por hora. Las palpitaciones resonaban en mis oídos como tambores desbocados. Tuve que concienciarme de que lo que estaba a punto de hacer no era tan absurdo como parecía. Y así fue como después de todo ese despliegue de incertidumbre e indecisión, logré armarme de valor. Puse la mente en blanco para acallar todas aquellas voces que casi me ensordecían, di media vuelta y…

—… cinco…

Allí estaba Derek, como yo había supuesto, pero lo que más me sorprendió fue que también se había girado hacia mí. No obstante, se me hizo extraña la manera en que me observaba. Su expresión permanecía anormalmente seria, como si estuviese molesto por algo. Tardé apenas algunos segundos en caer en la cuenta de que no estaba enfadado conmigo, precisamente. Al parecer, ni siquiera me miraba a mí. Al contrario que yo, Derek no se había girado para verme. En su semblante se reflejaba ahora un atisbo de preocupación. Algo le había cogido desprevenido y le había puesto en alerta. Observándole con detenimiento, también pude apreciar una mueca de horror en su mirada. Posiblemente estaba asustado. Y fue en aquel preciso instante cuando me percaté de algo más. Un importante detalle en el que antes no había reparado.

Detrás de él había dos hombres. Ambos ocultaban sus rostros bajo unos pasamontañas y vestían ropas oscuras similares, pero lo más impactante de todo aquello fue que empuñaban sus pistolas en mitad de la calle y a plena luz del día…

Durante unos instantes, llegué a creer que Derek tampoco había podido resistirse a la idea de volverse para verme, pero mis ilusiones se disiparon de golpe tras advertir a aquellos dos hombres armados. Concluí entonces que el motivo que le había conducido a girarse hacia mí era precisamente asegurarse de que yo no lo hiciera. Debía querer cerciorarse de que proseguiría mi camino hacia el coche, sin mirar atrás. No obstante, la curiosidad y la necesidad de volverle a ver doblegaron mi voluntad y marcaron mi destino de repente.

Derek me miraba como lamentando mi aventurado gesto. Parecía querer borrar de mis ojos la terrible escena que estaba contemplando, puesto que era aterradora para los ojos de cualquiera.

Y entonces, todo lo que ya sabía que estaba a punto de acontecer, sucedió sin que yo pudiese hacer nada por remediarlo.

Mi cuerpo estaba paralizado por el terror y un grito se ahogaba ahora en mi garganta. Pude ver a Derek articulando palabras con los labios, pero sin sonido alguno.

—Vete… —me decía—. Vete…

Y con la mirada casi me imploraba que lo hiciera, pero… ¡no podía hacerlo! Mis piernas se negaban a obedecerme. ¡Estaba bloqueada! Mis ojos comenzaron a enrojecer mientras se humedecían. Quería evitar lo que estaba a punto de ocurrir. Aquellos mercenarios ni siquiera me miraban. Parecía que, por el contrario, disfrutaran teniéndome como espectadora. No sabía qué hacer. No había nada que pudiera hacer y eso me mortificaba.

—¡Corre! —gritó de repente.

Todos mis sentidos se pusieron en alerta en el preciso instante en que escuché en mi cabeza dos detonaciones estridentes. Después de eso se hizo el silencio. En ese intervalo mi rostro terminó de palidecer. Pese a que me invadió la confusión por completo, no pude evitar proferir el grito que pugnaba por salir de mi garganta.

—¡No!

En un acto reflejo me llevé las manos a los oídos, como tratando de evadirme del sonido atroz de los disparos, mientras observaba que aquellos hombres echaban a correr.

Entretanto, el cuerpo de Derek se había desplomado sin vida en el pavimento manchado por su propia sangre. Tenía el cabello ensangrentado y en el pecho de su camisa había comenzado a formarse una mancha oscura.

El juramento hipocrático me despertó de mi terror interno y me obligó a salir corriendo, hacia el cuerpo inerte que había quedado tirado de cualquier manera en el suelo. Mientras lo hacía, en mi cabeza se debatía la posibilidad de que mi interés por el estado de aquel extraño fuese algo más complicado que mi afán por salvaguardar y preservar la vida humana.

—¡Derek! —exclamé alcanzando por fin su cuerpo.

Me incliné hacia él para valorar el alcance de las lesiones de sus heridas. Mis pantalones no tardaron en teñirse con su sangre, y sin embargo, lo que más me afectó es que se trataba de la suya propia. Se estaba desangrando y yo necesitaba devolverle la vida, puesto que la muerte era una derrota a la que todavía no me había acostumbrado.

Sin darme cuenta, la gente comenzó a aglomerarse haciendo un círculo alrededor de la trágica escena. Me resultaba imposible no cuestionar de dónde habían salido, puesto que hasta hacía tan solo unos instantes la calle permanecía totalmente desierta.

—¿Por qué no hacéis nada? —comencé a increpar molesta—. ¿Por qué nadie llama a una ambulancia? ¿A qué estáis esperando?

Sin embargo, nadie movía un solo dedo.

—¡Dejad de mirar! —arremetí de nuevo contra todos ellos—. ¡Llamad a una ambulancia!

Acto seguido perdí el interés por seguir gritando a toda aquella gente y centré mi atención en Derek. Mis dedos temblorosos buscaron en su cuello las pulsaciones de su corazón. Un simple latido. Un débil suspiro de vida. Un hálito de esperanza. Cualquier cosa que no lo alejase… que no lo alejase de mí…

Sin embargo, durante la exploración no hubo suerte. No ocurrió nada. No apareció el aliento de vida que esperaba, pero debía ser realista. Habían sido dos disparos a quemarropa. Era imposible recuperarse de un impacto de tal envergadura. Tenía una herida en el lateral derecho de la cabeza. Había penetrado el cuero cabelludo y parecía grave. El otro disparo había acertado de lleno en el pecho. Definitivamente habían sido dos disparos mortales. Aquellos dos mercenarios no se habían andado con tonterías.

Debía realizar una valoración de escala de Glasgow para establecer cuál era el nivel de conciencia. Comprobar si estaba alerta, si respondía al estímulo verbal o si tan solo lo hacía al doloroso, pero era obvio que Derek estaba totalmente inconsciente, y que no respondería de ninguna de las maneras. Traté de averiguar también si había órganos vitales dañados. Comencé a reconocerle mentalmente para intentar tener un diagnóstico lo más aproximado posible. Precisaba de una radiografía de tórax. Puede que con unas placas lograse averiguar los daños ocasionados por la bala que había atravesado su pecho. También necesitaba medicación y una ambulancia. La misma que no terminaba de aparecer.

Desabroché la ropa que podía obstaculizar la respiración de Derek, comprobando que incluso después de liberar las vías aéreas no se observaba ningún movimiento respiratorio. Comencé con la RCP. Sabía que las lesiones cerebrales aparecerían a partir del tercer minuto, y que las posibilidades de supervivencia eran casi nulas a partir del octavo de parada circulatoria. En su caso, la ventilación boca a boca no suponía ningún problema, el riesgo estaba en las compresiones torácicas para la reanimación cardiopulmonar ya que, a fin de cuentas, una de las lesiones más graves era la de su pecho.

Procedí inmediatamente a abrir su boca y acerqué la mía para insuflarle aire y conseguir que sus pulmones volviesen a funcionar correctamente. El primer contacto me impresionó, puesto que sus labios todavía estaban calientes. Dejé ir la primera bocanada de aire e inicié con sumo cuidado el masaje cardiaco.

—Uno… dos… tres… cuatro… cinco…

Sin embargo, pese a que puse todas mis expectativas en aquel intento, no sucedió nada. Derek no respondía al tratamiento y, para colmo, la ambulancia comenzaba a hacerse de rogar. Tras el segundo y el tercer intento, tampoco obtuve ninguna respuesta. Empezaba a desesperarme que no respondiese a la RCP. Por alguna razón necesitaba que viviera y me había propuesto que así fuese a cualquier precio. De nuevo insuflé aire y comencé a contar.

—Uno… dos… tres… cuatro… y…

¡Por fin! Cuando estaba a punto de ejercer la última compresión, sucedió. Derek expulsó la sangre que obstaculizaba sus vías aéreas e inmediatamente después comenzó a respirar, y yo con él. No recuperó la conciencia, pero el hecho de que, aunque con mucha dificultad, respirase por sí mismo, ya era un paso importante. Puede que su cerebro se hubiese visto privado algunos minutos de oxígeno, al igual que desconocía cuales podían ser las secuelas que le iban a quedar, pero Derek viviría y con eso, de momento, para mí era más que suficiente.

—Te pondrás bien… —susurré consciente de que no podía escucharme, mientras las lágrimas regresaban a mis ojos—. Lo peor ya ha pasado… Estoy aquí contigo… Todo va a ir bien…

Mientras decía todas aquellas cosas, trataba de convencerme de que eran verdad, ya que su corazón continuaba necesitando dopamina. Su torrente sanguíneo heparina para que no se formase ningún trombo. También antibióticos para posibles infecciones…

Beep… beep… beep…

El busca seguía sin darme ninguna tregua, solo que esta vez hice caso omiso de la alarma del aparato para seguir atendiendo a Derek. Había olvidado a las decenas de curiosos que nos rodeaban. En esta ciudad todo funcionaba de esa manera. Nadie se involucraba en la vida de nadie. Tras varios minutos más, por fin llegó la ambulancia. Llevaba las señales acústicas y las luces de emergencia encendidas y se abrió paso sin mucha dificultad entre la multitud congregada.

—¿Qué tenemos? —preguntó un paramédico.

—Varón. Debe rondar la cuarentena. Dos heridas de bala. La primera en el lateral derecho de la cabeza. No se aprecia orificio de salida. La segunda en el tórax con salida por la clavícula izquierda. Posible fractura de la cintura escapular. Tiene las pupilas arreactivas. Tras la RCP ha comenzado a respirar por sí mismo. Glasgow 1-1-1. Precisa de intubación traqueal y comenzar con la hiperventilación automática. Por el color de la sangre he descartado una posible lesión arterial. Ha estado inconsciente todo el tiempo…

—¿Es usted médico? —me interrumpió asombrado.

—Soy cirujana —respondí sin mucho entusiasmo antes de pautarle la medicación intravenosa del paciente—. Subministradle dos miligramos de dopamina, uno más si reincidiera la parada cardiorrespiratoria durante el trayecto. Los antibióticos deberían ser de amplio espectro. Penicilina será suficiente. Con respecto a la respiración probad primero con la mascarilla de oxígeno a 1,5 litros. Si la saturación bajase demasiado, subidle a dos.

En cuanto la auxiliar que acompañaba al paramédico terminó las curas, recogió su maletín y lo depositó en el interior de la ambulancia. Posteriormente, ambos se encargaron de recoger a Derek del pavimento ensangrentado y lo tendieron en la camilla, donde lo taparon con una manta isotérmica para después introducirle en la ambulancia.

—Derivadle al Joseph Ducuing —les indiqué, consciente de que no era el hospital más cercano dentro de la ruta y que la falta de personal supondría un ligero problema—. Reservaré un quirófano por teléfono y lo ingresaré a mi nombre.

—El Saint-Joseph queda más cerca.

—¡Lo sé! —increpé molesta—. Pero ahora mismo soy la única que puede identificarle, además de ser también testigo presencial de todo lo que ha sucedido. Me encargaré personalmente de llamar a la policía para hacer los trámites pertinentes.

Aclarado aquel punto, introdujeron a Derek en la ambulancia mientras yo me limpiaba las manos con una toalla que previamente me había ofrecido la auxiliar. En aquel preciso instante mi busca decidió dejarse escuchar, al mismo tiempo que la sirena del vehículo sanitario. Las luces empezaron de nuevo a parpadear y solo entonces se puso en marcha. Seguidamente me dispuse a alcanzarla con mi coche, dirección al hospital, donde me encargaría que el corazón de Derek no dejase de latir. Habían comenzado a asaltarme las dudas y tenía curiosidad por averiguar algunas cosas sobre su misteriosa existencia. Cuestiones cómo por qué habían intentado matarle removían mi curiosidad ahora mismo. ¿Sería algo casual? ¿Un ajuste de cuentas? Aparentemente, no tenía el perfil de una persona con ese tipo de problemas, pero en algunas ocasiones, las apariencias engañan…

La ambulancia que transportaba a Derek hizo su aparición por la entrada de vehículos de emergencia del hospital, precedida por mí. Mientras detenía mi vehículo de cualquier manera frente al túnel de urgencias, pude distinguir con claridad las siluetas de Mae y Lorraine, dos enfermeras a las que además consideraba mis mejores amigas, aunque en realidad éramos prácticamente como hermanas. Ambas esperaban junto a Ethan, que era el médico especializado en cardiología, y a quien al parecer le había tocado estar de guardia.

Imaginé que no se trataba de ninguna comitiva de bienvenida, sino que los tres debían estar al corriente del incidente ocurrido en la barriada Saint Cyprien y que esperaban la llegada del paciente.

Abandoné mi coche y me acerqué a la ambulancia a tiempo de presenciar como los sanitarios extraían la camilla del interior de la misma.

—¡Dios santo! —Me abordó inesperadamente Lorraine, alarmada por la cantidad de sangre que manchaba mi ropa—. ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado? ¿Qué hacías en Saint Cyprien? ¿No tenías que almorzar con tu padre?

—No lo sé aún. Le han asaltado en mitad de la calle. Tomar un cappuccino. Y lo he suspendido tras una agitada charla con él —respondí a todas las preguntas que me había hecho de golpe, en el mismo orden que me las había formulado, sin prestarle demasiada atención.

Evité dar explicaciones acerca del tema del almuerzo con Andru. Bastante trágico resultaba ya haber sido testigo presencial de un tiroteo, que podía perfectamente haberme costado la vida, como para perder también el tiempo rememorando la famosa discusión que incentivó que yo acabase sola en le Pièce Café en lugar de en un lujoso restaurante de Toulouse.

—Deberías ir a cambiarte —me aconsejó Mae, igual de preocupada que Lorraine—. Ha debido de ser muy duro para ti estar allí mientras sucedía y… Bueno… Podrían haberte herido, o mucho peor…

—¡Mae! —la interrumpió Lorraine a modo de reprimenda.

—Estoy bien —me apresuré a contestarles a ambas.

A fin de cuentas, quien precisaba ayuda en estos instantes era Derek y no yo. De nada servía dramatizar pensando en lo que podría haber sido, y menos teniendo en cuenta que yo había salido ilesa de aquel peligroso altercado.

—Ve a lavarte e intenta relajarte un poco —me aconsejó Lorraine, que no parecía creer que realmente estuviese bien—. Nosotras nos ocuparemos de todo.

Aquellas palabras de mi amiga, sí lograron captar toda mi atención. No estaba dispuesta a dejar a Derek, si era lo que estaba tratando de insinuar.

—Estoy bien —insistí, cambiando de estrategia para que no me denegasen la posibilidad de hacerme cargo del paciente—. No ha sido para tanto. Puedo ocuparme de él.

Mae comenzó a mirarme como si dudase de mí y Lorraine lo corroboró, totalmente convencida de que yo no estaba en total posesión de mi capacidad mental para atender a un paciente. Ambas debían pensar que, por presenciar un tiroteo, me había quedado ida o algo peor, por lo que traté de obviarlas sin levantar sospechas.

—Por tercera vez, chicas, estoy mejor que bien —enfaticé tratando de parecer natural—. De todas maneras, tenía que venir al hospital. Poco antes de los hechos sonó mi busca y…

—¡Lo sabemos! —se apresuró a responder Lorraine, con un tono de voz que por alguna razón me hizo sospechar lo peor.

—¿Qué sucede? —inquirí movida por la curiosidad.

Sin embargo, ella no soltó prenda y, para colmo, Mae la imitó. Pocas eran las veces en que ambas habían logrado llegar a ponerse de acuerdo, pero en esta ocasión, por paradójico que sonase, habían congeniado de maravilla. De ello deduje que como punto en común tenían la pasión por aletargar mi agonía.

Ethan, por su parte, se había acercado directamente a la camilla para valorar la gravedad de las lesiones del paciente. Le escuché de fondo hablando con los paramédicos, mientras estos lo introducían por el túnel de urgencias de camino a un box para ser reconocido. Preguntó por los antecedentes y uno de ellos le relató el parte detalladamente. De todo lo que argumentó aquel hombre, tan solo me quedé con la parte que más impactó, que eran las complicaciones que relataba. Al parecer, durante el traslado en ambulancia había entrado de nuevo en parada cardiorrespiratoria. Habían procedido a reanimarle mediante descargas eléctricas con el desfibrilador de a bordo y la dopamina que yo había pautado.

Fingí que prestaba atención a los ruegos de Mae y Lorraine, mientras lo que hacía realmente era ponerme al corriente y mantenerme informada del estado del herido. Creo que se podía decir que había representado mi papel a la perfección, hasta que un hilillo de voz me obligó a dejar de actuar de golpe.

—¿Dónde… estoy…?

Se trataba indiscutiblemente de él, aunque más que hablar a duras penas susurró.

—¡Está despierto! —exclamé emocionada.

Automáticamente dejé de lado a mis amigas y me volví bruscamente hacia Derek. Debía acudir a su lado. Llevaba un buen rato deseando poder valorar su estado y por el único motivo que me contenía era para que mis amigas no sospechasen el interés que yo tenía por aquella persona, aunque posiblemente, después de mi último comentario, sería improbable volver a convencerlas de que no estaba ligada con el paciente.

—Estás en un hospital —comenzó a explicarle Ethan, mientras me acercaba a ellos—. Te han disparado. ¿Recuerdas algo?

—Había… alguien… una…

—¿Había alguien contigo? —se apresuró a preguntarle Ethan, estudiando si hablaba con coherencia o si sus palabras eran fruto de algún delirio provocado por la pérdida de sangre, el shock de la agresión o incluso de lesiones en el cerebro de los minutos que estuvo privado de oxígeno.

Antes de que volviese a hablar, irrumpí en su camino visual. Lo vi bastante deteriorado, aparte de desorientado. Era normal tras el brutal ataque que había recibido. Pese a los calmantes que se le estaban subministrando, le noté dolorido. Asimismo, me percaté de que, aunque estaba justo frente a él, no me había visto. Parecía intranquilo y buscaba algo con la mirada. Probablemente tan solo trataba de ubicarse. Sus ojos verdes se movieron de un lado para otro, hasta que lograron topar con lo que estaba buscando, o quizá sencillamente con lo único que tenía enfrente que reconoció. Entonces sonrió levemente y dijo simplemente, antes de volver a perder el conocimiento:

—Hechizos…

—Está desvariando —diagnosticó en aquel momento Ethan.

Pero no. No era así. Derek no estaba delirando ni mucho menos. Para mí sí había superado la prueba y lo había hecho con creces. Él estaba cuerdo y sabía muy bien de qué hablaba. Ahora estaba completamente segura de que lo hacía de mí, puesto que incluso había sonreído en cuanto sus ojos se encontraron con los míos, y había hecho referencia al pseudónimo que él mismo me había puesto, demostrándome que recordaba perfectamente nuestro primer y accidental encuentro.

Mientras trasladaban a Derek al quirófano, que había reservado para él, Ethan les dio instrucciones a Mae y Lorraine y las derivó con el paciente. Ellas, sin embargo, antes de abandonar el box para prepararse, me observaron durante unos instantes, bastante preocupadas. Por razones que no lograba comprender, parecían empeñadas en que no entrase con él.

—La intervención se demorará varias horas —comenzó a hablar nuevamente Mae—. Deberías intentar no implicarte y dejar que otro neurocirujano se ocupe de todo.

—No hay ningún otro neurólogo ahora mismo en urgencias —le respondí con firmeza—. Lo estoy viendo en la pizarra que hay justo detrás de ti.

—En todo caso se puede hacer cargo el señor Gordon —rebatió Lorraine a tiempo para desmoronar mi argumento—. Mae tiene razón. No creo que debas involucrarte.

—¿Y qué es lo que sí debería hacer? —inquirí visiblemente molesta.

—Deberías atender la alerta de tu busca, por ejemplo.

—¡Eso es absurdo! —protesté enérgicamente—. ¡Ni siquiera es prioritario!

De repente silencié mis palabras. Lorraine acababa de recordarme que el motivo por el que Derek y yo salimos de la cafetería fue precisamente porque me habían reclamado desde el hospital. Pero ese era un dato que carecía de valor si no le añadíamos el agravante de que cuando llegué detrás de la ambulancia y me encontré tanto con ella como con Mae, ambas ya estaban al corriente de que me habían llamado. Esto resultaba extraño por el simple hecho de que ninguna de ellas tenía nada que ver con los casos de pacientes que yo tenía ingresados, por lo que no había motivo aparente para que las hubiesen informado del aviso que me habían enviado desde central… a menos que el aviso lo hubieran puesto ellas.

—Decidme que no habéis sido vosotras.

—Se suponía que era una sorpresa —alegó Lorraine en su defensa.

—No creíamos que todo se iba a complicar de esta manera —dijo entonces Mae.

—No hay tiempo para eso ahora —nos interrumpió Ethan con impaciencia—. Si vas a entrar en el quirófano ve a prepararte. No creo que con el aspecto que llevas logres pasar de la puerta. Aunque, para ser sincero, pienso como ellas. Dejarte pasar es un error. Te conozco lo suficiente como para poder garantizar que te has emparentado con el paciente, y ambos sabemos lo que ocurrirá si algo sale mal.

—Es un riesgo que estoy dispuesta a asumir —respondí fríamente mientras me planteaba la seria duda de si debería darles a mis amigas la oportunidad de explicarse o si debería enfadarme con ellas directamente.

Me escapé a los vestuarios, dónde me desprendí de mi ropa manchada de sangre, cambiándola por el uniforme reglamentario de quirófano. Inmediatamente después recogí mi larga melena bajo una cofia y acudí a la zona estéril para terminar de asearme antes de entrar al área quirúrgica. Cuando terminé de prepararme, lo único que quedaba a la vista de mi rostro eran mis ojos, que probablemente mostraban la angustia y la inquietud de mi alma. No servía de nada negarme la evidencia, y la misma era que me sentía intranquila. Mis amigos tenían razón, puesto que yo había tenido un primer contacto con el paciente, pero todo eso había sido mucho antes de saber siquiera que iba a terminar convirtiéndose en tal.

Traté de respirar hondo rezando porque eso funcionase, pero sabía perfectamente que mi devoción no iba a ser suficiente. Después, dejé transcurrir algunos segundos para terminar de asimilar que debía relajarme o terminarían por prohibirme la entrada en el quirófano. Para cuando creí estar preparada, crucé con paso decidido la puerta de cristal que me separaba del paciente. Una vez en el interior, lo primero que encontré fue la mirada de recelo de Ethan. Dudaba de mi capacidad para mantenerme al margen, de no confraternizar con los pacientes, pero yo necesitaba estar en esa intervención ya fuese con su aprobación o sin ella.

Mae y Lorraine a duras penas cruzaron sus miradas conmigo. Detrás de ellas estaba Derek, inconsciente y con los apósitos manchados de sangre. Ya le habían colocado un catéter intravenoso en una mano, por el que el anestesista procedería a sedarlo en cuanto diéramos comienzo a la intervención.

Resolvimos previamente que Ethan, con la ayuda de Mae, se haría cargo de la lesión de tórax. Las radiografías previas habían mostrado dos costillas esternales fragmentadas, una fisura en la escápula, además del lóbulo inferior del pulmón izquierdo lastimado. Se estudió la posibilidad de extirpar parcialmente la zona afectada. Las fracturas de cartílagos y huesos eran lo de menos, ya que ese tipo de lesiones cicatrizaban por sí solas con el tiempo.

En mi caso me asistiría Lorraine. Debíamos extraer la bala que, según había mostrado una radiografía, se había alojado en su cabeza al perforar el hueso temporal. En las imágenes nos habíamos asegurado de que el proyectil no hubiese alcanzado tejidos blandos, y todo indicaba que el mismo podía haberse quedado incrustado en el cráneo.

«¡Qué cabeza más dura!», pensé irracionalmente.

De repente, mis cavilaciones fueron interrumpidas por la entrada de una quinta persona en el quirófano. Se trataba de un hombre de complexión fuerte y bastante alto. Se semejaba más a un deportista o a un atleta de élite que a un médico. Con la cofia y la mascarilla quirúrgica, no fui capaz de reconocerlo.

—Mi nombre es Bastien —se presentó sin más—. Me envía el director de neurocirugía. Al parecer el anestesista que esperabais está en otro quirófano.

—No me han informado de nada —se extrañó Ethan.

—Ha sido una decisión de última hora —aclaró restándole importancia, mientras se acercaba a Derek para evaluar la forma en que procedería a subministrarle la anestesia para inducirle el sueño fisiológico.

Finalmente optó por la inhalación de gases en lugar de la canalización por vena. Me extrañó el procedimiento, pero no dije nada. Me conformé con intercambiar alguna mirada con Ethan. Normalmente la inhalación mediante mascarilla se utilizaba con niños y Derek eraevidentemente un adulto. Cuarenta y pocos sin posibilidad de fallo.

Una vez realizada la inducción al sueño, el cuerpo de Derek se relajó y dejó de sufrir. Procedimos inmediatamente a intubarle introduciéndole una sonda traqueal, y Bastien monitorizó la anestesia mediante fármacos administrados intravenosamente.

Quería convencerme de que la falta momentánea de oxígeno en su cerebro no habría producido daños irreparables, y que no le quedarían secuelas importantes, pero hasta que Derek no despertase del coma inducido era pronto para comenzar a hacer diagnósticos.