Caída y auge - Begoña Pérez Ruiz - E-Book

Caída y auge E-Book

Begoña Pérez Ruiz

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Beschreibung

Luad Wik'Teis es un anápside al que todos consideran un Mal nacido y Mal deseado ya que es fruto de la tercera y condenada puesta de su madre, Poldeni Fok'As. Fue su propio padre, el valeroso guerrero Kaal, el Arranca Plumas, el primero que le manifestó ese despreció que más tarde se extendió y lo alejó del Kai de su noble familia. El deseo de Luad es convertirse en un sabio de la Magnaaura y poder controlar el arte del cuneisonicador, pero para lograr que la civilización anápside y el Kai de los Wik'Teis recobren la gloria que les pertenece, deberá enfrentarse a un destino inesperado.

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Seitenzahl: 275

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Begoña Pérez Ruiz

Caída y auge

 

Saga

Caída y auge

 

Copyright © 2020, 2022 Begoña Pérez Ruiz and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726914603

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

PRÓLOGO

ARANZAZU SERRANO LORENZO

Vivimos en un mundo de cristal, y pocos lo saben. Es curioso con qué facilidad nos engañamos: construimos nuestro día a día cimentando una vida segura a base de ladrillos de cotidianidad con la certeza de que todo es inamovible, eterno. Nosotros mismos nos creemos invulnerables, todopoderosos. La orgullosa raza humana, la cima de la creación. Y, sin embargo, una simple criatura microscópica, únicamente medible en nanómetros, es capaz de arrebatarnos, uno a uno, esos pedacitos de cotidianidad que nos dan tanta seguridad, haciendo tambalear los pilares de toda nuestra existencia.

Qué frágiles somos, y qué insignificantes. Hemos desafiado todos los límites, todas las barreras que nos impedían ir más allá, físicas y también morales. Hemos conquistado tierras y océanos, alcanzado todas las cimas, hemos llegado a los confines helados del mundo y también a los más ardientes. Ni siquiera el cielo nos detuvo. Y no fue hasta que salimos de nuestro hogar, en ese preciso instante en que rompimos el cielo que habitaban nuestros dioses y hoyamos otro mundo que no era el nuestro, imprimiendo nuestras pisadas en él, cuando la sobrecogedora verdad de nuestra insignificancia nos golpeó en toda su intensidad. Nuestra importancia se convirtió, entonces, en una mota de polvo en la inmensidad infinita. Tan solo somos, como sabiamente señaló Carl Sagan, un minuto en el último día en el calendario cósmico, un pasajero efímero que viaja en un pálido punto azul.

En nuestra cegadora ambición por demostrar que podemos conseguirlo todo, nunca nos preguntamos si era ético hacerlo. Jugamos a ser dios y nos olvidamos que hasta los dioses son mortales: aquellos que una vez nos aterraron y nos doblegaron, cayeron de su pedestal y fueron barridos por el viento.

Esta es nuestra realidad, y sin embargo pocas veces nos paramos a pensar en ello. Ya no paramos. No pensamos. El palpitante ritmo de nuestras vidas nos encadena con eslabones invisibles, nos hace esclavos de una sociedad en la que el tiempo se ha convertido en el más escaso de los recursos. Hemos alcanzado un nivel tecnológico inimaginable para nuestros ancestros, y sin embargo ese maravilloso privilegio se ha cobrado un cínico precio. Nos ha dejado ciegos, incapaces de apreciar los verdaderos valores; sordos, pues no nos interesa escuchar a los demás; encefaloplanos, muertos ante la inquietud existencial.

El arte del pensamiento se ha hundido en una sopa cuántica de unos y ceros. La filosofía se ha convertido en una pérdida de tiempo, solo útil como entretenimiento de locos y nostálgicos.

Afortunadamente, todavía hay voces que quiebran el ruido electrónico con lúcidas palabras. Nos recuerdan que la filosofía es libertad: nos quitará la venda de los ojos, abrirá nuestros grilletes y nos invitará a dejar atrás la prisión sin barrotes en la que vivimos. La filosofía nos salvará de perder la cordura y evitará que olvidemos quiénes somos.

Una de esas voces es la de Begoña Pérez Ruiz.

Una entre un millón

Si me lo permitís, por un momento me gustaría dejar en el tintero este trascendentalismo para hablaros de una persona excepcional.

Ignoro qué sucesos llevaron a Begoña a venir al mundo en Colombes (Francia). Es uno de esos detalles que uno jamás mencionaría, pero que aporta un toque exótico al DNI y supone un punto de partida intrigante para una biografía singular. Estoy segura de que hay una buena historia detrás y espero que Begoña me la cuente algún día.

Antes de que ella y yo nos conociéramos, Begoña era para mí la autora de Azul: un tocho que rivalizaba con el grosor de mis propios libros y cuya portada también estaba protagonizada por una mujer.

Azul. el poder de un nombre. Samidak llegó en la época de Los juegos del Hambre y otras distopías juveniles enarboladas por féminas de armas tomar. Pero lo que hacía de Azul y de Begoña algo único era su género. O más bien su subgénero: el space opera.

Begoña Pérez Ruiz creció en una época (los años ochenta) en los que la presencia de una chica en una tienda de cómic o en un club de rol era casi tan habitual como la del mismísimo Cthultu. Que una persona del género femenino se adentrara motu propio en aquellos templos sacrosantos del frikismo era casi como una aparición divina. Los cómics y los juegos de rol eran aficiones mayoritariamente masculinas, quizás porque entonces se pensaba que eran cosa de críos y que se consideraba sumamente impropio que las chicas a partir de cierta edad se interesaran por las batallas espaciales o la lucha por la Tierra Media. Si en los años ochenta eras friki tenías todas las papeletas para ser el «pringado» en el colegio o en el instituto. Si además de friki eras una chica, eso era tan raro y desconcertante que mucha gente ni siquiera sabía reaccionar ante algo así.

Begoña no resignaba con ser chica y friki, se atrevía a mucho más. Porque no le bastaba con amar la ciencia ficción: ¡adoraba el space opera! Y eso es ya era pura bizarría.

Adoradora sin complejos de Lovecraft y el Dr. Who, Begoña empezó a colaborar en varios fanzines. Pero ella no era de las que se limitaba a ver pasar el tren: quería conducir su propia locomotora. Así, mientras las chicas de su edad iban a ligar a Pachá, Begoña creo su propia publicación de género: Los diletantes de Lovecraft, y un club alrededor de dicho fanzine.

Los libros eran su pasión, así que cuando llegó la hora de elegir carrera la elección no pudo ser más obvia: Biblioteconomía. Begoña podría haber sido una estupenda bibliotecaria, pero ella es una guerrera. Le gusta luchar en el frente, batiéndose cada día como librera; oficio que ha desempeñado durante más de 25 años.

Hoy en día Begoña Pérez Ruiz es una especie de enciclopedia andante de la ciencia ficción, no he conocido a nadie (hombre o mujer) que sepa más de este tema que ella. Por eso no es nada sorprendente que haya resultado finalista por dos ocasiones de uno de los premios más prestigiosos de la Ciencia Ficción española: el Alberto Magno. La única sorpresa es que ninguna mujer lo consiguiera antes en las categorías en las que ella fue galardonada: segundo y tercer premio.

Porque aunque Begoña venere el space opera por encima de todo, sus obras son mucho más que aventuras en el espacio: destilan pura filosofía. No perdáis de vista sus antologías Cuentos del mañana para ayer y Cornis Bomper, cocinero ladrón así como sus novelas cortas La verdadera historia de Cordwainer Smith y El equilibrio en el desequilibrio, recopiladas en 2019 en un volumenllamado El tercer intento.

Elefteria: una parábola sobre nuestro mundo.

Luad Wik’Teis, el protagonista reptiliano de Caída y auge también es un ser único en su especie.

Luad es un paria, un hijo Mal nacido y mal deseado. Por si fuera poco, aborrece la guerra que ha enfrentado a su raza, los anápsides, con los avípteros durante incontables generaciones. Un conflico que ha hecho de su familia, el clan Wik’Teis, una estirpe de honorables guerreros. A Luad no le interesa la guerra: se siente mucho más atraído por la sabiduría.

En su planeta, Bizan’Parek, el afán de conocimiento es despreciado y aquellos que se dedican a ella son repudiados. Luad es una mancha insufrible en su linaje familiar. Su madre se sacrificó por traerle al mundo y además de ella, el único que muestra afecto por él es su hermano Sansal, un valiente piloto y un héroe en la encarnizada guerra contra los avípteros. Sin embargo un suceso inesperado en el planetoide Kejmar 411 que involucra a Sansal pondrá del revés todo cuanto Luad creía saber de su hermano y de su mundo. Y de pronto, la primera palabra que pronunció al nacer, Elefteria, empieza a desvelar su misterio.

Bizan’Parek es un viejo imperio en decadencia, una civilización tan entregada a la guerra que no percibe que se encuentra al borde de la destrucción. Se hace necesario un cambio para evitar la crisis fatal. La sabiduría es sagrada y no debe perderse. Pero todo cambio es doloroso, y solo alguien que no tiene nada que perder puede atreverse a provocarlo.

Todas las civilizaciones experimentan su particular auge y caída. También las especies animales y vegetales sufren periodos de grandes extinciones de manera cíclica. Las semejanzas con nuestro propio mundo no son casuales.

También sería tentador imaginar que hay algo del espíritu de Begoña en Luad. Y aunque siempre se destila algo del autor en sus personajes, ella en realidad se inspiró en el filósofo y lingüista Ludwig Wittgenstein para dibujar un ser incomprendido, nacido en el seno de una familia poderosa y dominada por un padre tiránico y opresor.

También encontramos en Caída y auge un emotivo homenaje a la película Infierno en el Pacífico (1968), magistralmente interpretada por Lee Marvin y Toshiro Mifune. Su mensaje antibelicista es toda una lección de tolerancia y concordia que guarda un gran paralelismo con Enemigo mío (1979). Si bien la novela corta de Barry B. Longyear fue galardonada con el premio Hugo, en España este título fue más conocido gracias a la película del mismo nombre que inspiró, protagonizada en 1985 por Dennis Quaid.

Caída y auge es solo el comienzo. Habrá otras muchas historias en torno a Elefteria, que espero con impaciencia y mucha curiosidad.

¿Qué es Elefteria? Os invito a que os adentréis en este viaje a Bizan’Parek y lo descubráis por vuestra cuenta.

Tan solo os diré que el lema nacional de Grecia, Elefhtería i thanatos, bien podría ser también el leit motiv de esta historia.

Os dejo con mi frase favorita de Caída y auge, toda una lección de vida:

El verdadero valor es actuar siguiendo tus propios principios y valores, sin tener en cuenta las imposiciones a las que te obligan otros.

Aranzazu Serrano Lorenzo Autora de Neimhaim

Quien, soñando dijera «Sueño», por mucho que hablara de un modo inteligente, no tendría más razón que si dijera en sueños «Llueve» cuando está lloviendo en realidad. Aunque su sueño estuviera en realidad relacionado con el ruido de la lluvia.

Último pensamiento filosófico de Ludwing Wittgenstein (1889-1951), unos días antes de morir.

PRÓLOGO

Cuando Sansal Wik’Teis era poco más que una cría de anápside pronunció su primera palabra: Elefteria. Sus cuidadores y su progenitor se sintieron defraudados porque Sansal, como buen macho anápside, no hubiera comenzado a hablar balbuceando el nombre del reverenciado Jusfark, deidad de la guerra o el mismo de Kaal, el Arranca Plumas, apodo por el que solía llamarse a su padre.

Aunque, en realidad lo que más les decepcionó de aquella primera palabra, fue el hecho de no saber qué significaba ni de dónde venía. Un suceso que no podía presentarse como más extraño, además de como un signo evidente de mal presagio. Todos cuantos rodeaban al pequeño Sansal conjeturaron sobre el destino futuro del cuarto macho de la casa Wik’Teis y creyeron ver en ese tiempo por llegar un aciago sino. Todos salvo su progenitora Poldeni Fok’As.

Si bien la madre de Sansal tampoco entendía la palabra Elefteria y desconocía su origen, pues también le suponía escucharla por primera vez en boca de su hijo, ella no creía que aquello fuera un símbolo de mala suerte. Solo era una palabra extraña emitida por un pequeño que la propia Poldeni también reconocía como extraño desde el mismo momento que rompió su huevo y la miró.

Sansal, a simple vista, se caracterizaba por ser un retoño normal de anápside. Su piel escamosa reptiliana relucía con el característico tono amarillo de los recién salidos del huevo y en unos ciclos, tras la exposición a la luz diurna, se tornaría de color verde oscura con moteados marrones. Sus dos brazos y sus dos piernas se veían fuertes y sanas, como el mismo tórax y la cabeza. Tenía dos ojos bien desarrollados que había abierto nada más romper el huevo y con los que había dedicado a su madre una mirada de complicidad. Desde ese instante, contemplando el iris anaranjado de los ojos de su pequeño y conectándose a su yo interior de una manera íntima, Poldeni Fok’As fue consciente de que Sansal no era un anápside normal y debían de esperarse de él cosas imprevistas e inexplicables. Como que el primer vocablo que emitiera fuera algo insólito y aparentemente sin sentido.

Sansal había sido el tercero en romper el caparazón y ser proclamado como Bien nacido y deseado. Era la segunda puesta de Poldeni Fok’As y se esperaba que fuera la última, pues cualquier anápside de alto rango, como era la casta de los exarcados guerreros a la que pertenecía la familia Wik’Teis veía con malos ojos traer a la vida más de dos puestas. Cuatro huevos sanos en la primera puesta, de ellos dos machos y dos hembras. El mismo número y la misma proporción en la segunda. Todas crías perfectas y sin defecto alguno físico. Ningún huevo vacío o con el embrión muerto. Todos signos propicios y normales. Hasta que Sansal articuló la palabra Elefteria. Esa que nadie en la gran casa de los Wik’Teis sabía qué podía significar ni de dónde procedía.

Ni siquiera Sansal, cuando maduró lo suficiente para ser consultado en profundidad por ello, supo dar sentido a aquello. Además, sabiendo que la mayoría de su gente sentían un temor irracional por la singular palabra, procuró no volver a pronunciarla.

Kaal WiK’Teis, el arranca plumas, no quiso en un principio ceder al vaticinio de sus sirvientes y consejeros que señalaban aquella palabra como una suerte de maleficio que castigaría a la familia. Él debía de mantenerse firme y temerario, como gran guerrero y señor de la casa. Más cuando su propia esposa, Poldeni Fok’As, tampoco demostraba alarma alguna ante la primera palabra de Sansal. Sin embargo, a espaldas de los suyos, trató de encontrar durante toda su existencia el significado de aquel vocablo. Pero su búsqueda resultó infructuosa por más que consultó a todos los sabios del Imperio Anápside, incluidos los de la Magnaaura de la capital. Tampoco encontró una respuesta satisfactoria en los augures más renombrados, ni en los visionarios más dementes. Jamás Kaal Wik’Teis se acercó a descubrir qué era Elefteria. Y esa fue la palabra que, según su lugarteniente, él mismo pronunció al morir en la batalla de Ares Vadan. Aunque ni moribundo pudo entrever el misterio tras Elefteria. Ese enigma que caía sobre su familia y que habría de descubrir mucho después uno de sus miembros. Pero eso no sería hasta que la época del Imperio Anápside estuviera aún más cerca de la delgada línea entre su caída… y su renovado auge.

CAPÍTULO UNO

LA VISITA DE UN HERMANO

Luad no había conseguido dormir bien aquella noche y se sentía cansado, aunque bien sabía que no podía culpar por completo de su agotamiento a su falta de sueño. Su querida myta, la siempre anciana Baal, le habría dicho que era predecible que no hubiera podido descansar bien, pues había sido una de dobles lunas azules. Baal profesaba la antigua y casi olvidada fe de la diosa Selaris, alta dama de las lunas, y acostumbraba a medirlo todo en función de los ciclos y movimientos de los dos satélites gemelos que orbitaban alrededor de Bizan’ Parek, el mundo capital del Imperio Anápside.

Pero Baal hacía tiempo que había sido llamada por las Veladoras y Luad esperaba que estas hubieran aceptado sus ofrendas y la hubieran conducido al reino de la diosa Kalarg, donde descansan por siempre las esencias no físicas tras prestar un honorable uso a los materiales cuerpos.

Baal había sido una buena myta, Luad estaba seguro de que no existía nadie mejor en todo el Imperio Anápside que ejerciera su labor de cuidadora de crías y jóvenes. Él la había querido como si fuera su auténtica madre y ella le había acompañado y amparado incluso cuando ya Luad era demasiado mayor para disponer de las atenciones de una myta. Su progenitor había ignorado ese anómalo comportamiento, como desoía cualquier otro de su hijo Luad, considerándolo débil e indigno.

Por ello, cuando Baal murió, pues ya era demasiado vieja, Luad fue el único de la casa de los Wik’Teis que rindió culto a su cuerpo y ofreció las dádivas correspondientes para que las Veladoras guiaran a su amada myta hasta su merecido descanso perenne. Ni tan siquiera Sansal, que también había sido criado amorosamente por Baal, como todos los hermanos Wik’Teis, había acompañado a Luad en las exequias. Sansal había acatado la orden del cabeza de familia Kaal, el arranca plumas y había dejado solo a su hermano pequeño con su duelo y sobre todo con su pena. Luad tardó un tiempo en perdonar aquello a Sansal, pero lo hizo, pues al fin y al cabo entendía que estaba forzado a obedecer toda orden de su progenitor, si quería ser nombrado sucesor gobernador del Kai de los WiK’Teis.

Sí, Luad sabía que su myta le hubiera dicho que aquella pasada noche no había conciliado el sueño por culpa de las lunas en fase azul. Pero él bien sabía que no se debía a eso, sino al hecho de que no conseguía dar forma y terminar de una vez por todas su última creación. Llevaba demasiado tiempo con ella, incluso su propio mentor, Rus’Elek, empezaba a impacientarse con él. Su maestro se caracterizaba por ser un anápside de infinita paciencia y, aún con todo, no había dejado de señalarle a Luad en sus últimos encuentros que quizá no estaba trabajando en el camino correcto:

—Luad, es probable que debas renunciar a por lo menos una disciplina, nadie te mirará mal en el Magnaaura porque lo hagas, ya has demostrado sobradamente tu sabiduría en muchas de las materias más complejas… —Luad le dedicó a su maestro una mirada cargada de amargura, aunque frenó su intención de contestarle con un mayor desconsuelo. Rus’Elek bien sabía cómo era tratado su alumno predilecto fuera del Magnaaura, conocía cómo lejos de aquellos muros sí se le miraba mal, hiciera lo que hiciese.

—Maestro, ¿acaso los verdaderos sabios anápsides no dominaban todas y cada una de las disciplinas que el Magnaaura enseña y defiende? Incluso usted, que no gusta de ser calificado de sabio, lo hace. ¿Estoy yo condenado a ser un simple idiota que trato de emularlos?

—No, Luad, ya te dije hace tiempo que no eres ningún idiota. Bien te lo recalqué cuando, tras perseguirme sin pausa e insistir que te evaluara, me permitiste ser testigo de tu inteligencia. Yo mismo te dije que sería un desperdicio que te convirtieras en un ingeniero, como tus hermanas, solo por tratar de contentar al resto y en especial a tu familia. Aunque tuya fue la decisión de adentrarte en la Magnaaura y renunciar a cualquier cargo imperial, por menor que fuera. —Rus’Elek no escondió el tono de orgullo que teñía sus palabras, pues le gustaba saberse el padre mentor de Luad y este le aceptaba igualmente satisfecho.

—Entonces, querido maestro, no quiero renunciar a ser un buen soniversador, como el propio Des’Kak, gran pensador, lo fue. Incluso mi hermano, Sansal, guerrero sucesor del Kai de mi familia suele componer muy buenos soniversos con el cuneisonicador.

—No debes compararte con nadie al que desees emular y más si intuyes que no puedes conseguir hacerlo, que no vas a llegar a su nivel, Luad. —Su alumno respondió a esas palabras con una mirada dura, cargada de dolor. Rus’Elek estaba acostumbrado a lidiar con esos gestos que se presentaban como auténticas bofetadas de un espíritu ofendido. Él no había pretendido insultar a Luad. Pero una de las características de todo buen maestro era recalcar cuando un alumno no tenía capacidades ni talento superior para alcanzar alguna disciplina concreta. Por muy dotado que uno fuera no podía ser un maestro elevado en todo—. Quizá mi forma de expresarme y de aconsejarte te haya confundido y causado dolor. De ninguna manera he querido que esto fuera así. Luad, tu mente es comparable a la del gran y mítico Des’Kak, te lo aseguro, llegarás a ser tan sabio como él, incluso más… Pero, por lo que sé gracias a ti, no puedes comparar tus versos con los de tu hermano Sansal y menos si piensas en la labor que él desempeña en nuestra sociedad, tú mismo te harás daño si lo pretendes… —Luad bajó la vista, incapaz de mirar directamente a los ojos de su maestro. No se sentía capaz de aceptar sus elogios en lo referente a su futuro como continuador de Des’Kak. Pero menos aún se veía capacitado para aceptar la realidad de dejar de admirar el destino guerrero de su hermano Sansal. Esa existencia que a él le estaba vetada por ser considerado por su progenitor como un Mal nacido y Mal deseado. Luad permaneció en silencio, no se veía con deseos de volver a hablar de ese dolor con su maestro. Prefería concentrarse en sus objetivos en Magnaaura y prometerse conseguir dominar el cuneisonicador. Su maestro tampoco añadió comentario alguno en ese momento. Conocía demasiado bien a Luad para no saber que estaba blindado contra todos los ataques del razonamiento cuando en su cerebro se colaba una obsesión. El propio Luad era el único posibilitado para vencer a esa obsesión o descartarla definitivamente. Se había acostumbrado demasiado a depender solo de sí mismo, de su propio criterio, de su propia opinión, de su propio empeño, como para escuchar a otros, por mucho que a esos otros les viera como anápsides venerables. Luad no se caracterizaba por ser diestro en los tratos sociales, no podía ser de otra manera, con una crianza tan solitaria, salvo por su cercana myta y su relación con su hermano Sansal, cargada de conversaciones privadas.

Pero ahora, solo en su pequeña habitación del enorme palacio de los Wik’Teis y tras haber pasado tan mala noche se sentía tentado a renunciar a su propia promesa de convertirse en un buen soniversador. Él mismo reconocía que era excesivo llevar más de cincuenta ciclos tratando de dar forma a su composición. Lo único que tenía era la estructura escrita en cuneiforme clásico, recogida ya en su computador. Pero se sentía incapacitado para dar con la métrica y la música que acompañara aquello. Y el cuneisonicador, aquel instrumento negro de reluciente tiralio, parecía mirarle como si fuera un ser vivo, como si le recriminara su falta de genio para usarlo de una vez, para crear con él aquella composición que bien ejecutada estaría plena de alma anápside.

Sin embargo, Luad se veía últimamente incapaz de hacerlo y no sabía si atribuirlo a una crisis creativa o a una falta absoluta de talento, por más que en otras ocasiones hubiera sido capaz de lograr pequeñas composiciones más que notorias. También cabía la posibilidad, aunque esta última prefería no abrazarla, de que su cerebro estuviera sufriendo algún tipo de enfermedad nerviosa o degenerativa. Esta última opción no era fruto de ninguna manifestación hipocondriaca. Bien sabía que los machos de su familia solían sufrir neurosis, o alteraciones nerviosas que habían influido más que probablemente en el suicidio de dos de sus hermanos mayores y la misteriosa desaparición de un tercero. Él mismo llevaba una temporada con la creencia de escuchar, a través de su mente, una voz lejana que parecía tratar de comunicarle algo de vital importancia, por más que él no pudiera entender el mensaje.

Pensó en su hermano Sansal, lejos del hogar entonces, atendiendo a sus funciones de soldado, jefe de su clan, seguramente en plena batalla contra los aviptéreos. Él quizá hubiera podido ayudarle a salir de su crisis creativa con el cuneisonicador.

Sansal había sido capaz de dar forma a varias increíbles composiciones, aunque nunca hiciera gala de ello en público, menos ante su padre. Casi podía decirse que era una virtud que escondía, como si emocionarse de esa manera y ser capaz de transmitirlo a los demás fuera algo vedado al alma de un guerrero.

—Pequeño favorecido, ¿aún sigues intentando dar forma a tu gran creación como soniversador? —Antes de darse la vuelta para atender aquel comentario sabía que el que estaba a su espalda, a la entrada de su cuarto, no podía ser otro que su hermano Sansal. Reconocería ese tono de voz melodioso, demasiado para el gusto de su propietario que hubiera preferido ostentar un tono más grave o agudo, como su padre. Aunque, sobre todo, sabía que se trataba de su querido hermano Sansal, pues solo él le llamaba Pequeño favorecido, una broma cariñosa. El resto de los suyos se referían a él sin usar su nombre, con calificativos siempre despreciativos, sin dejar de recordarle que él era un Mal nacido y Mal deseado y siempre habría de serlo así. Solo su hermano Sansal le trataba como uno más de la familia Wik’Teis, aunque Luad estuviera privado del derecho a luchar como un soldado y defender y honrar el Kai de los suyos.

—¡Hermano! ¿Volviste ya de la lucha contra los aviptéreos? ¿Por qué no me lo comunicaste antes? Podías haberme mandado un mensaje a través de mi comunicador. Me hubiera gustado poder escribirte una oda por tus victorias y conquistas…

—No has sido capaz de acabar tu última creación y piensas que hubieras podido recibirme con una versada para mí… Además, aunque hubieras podido dar forma a mi salmo, no creo que lo hubiera merecido. —Sansal había permanecido entre las sombras del umbral de la habitación de Luad, pero cuando emitió su última frase, se adelantó unos pasos dejando que la luz diurna, única que iluminaba la estancia, le alumbrara su rostro. Fue entonces cuando Luad, que acababa de darse la vuelta para recibir a su hermano, entendió aquellas últimas palabras con todo su peso. Sansal tenía el mismo aspecto de formidable guerrero con el que había marchado a la guerra hacía muchos ciclos atrás. Vestía aún el halda verdinegra propia del combate y sobre la blusa blanca sin mangas que cubría su pecho podía verse el escudo, sujeto por los tirantes de cuero negro, de la casa Wik’Teis. Aquel, un círculo de metal que no llegaba a cubrir salvo el centro del torso reproducía una mano anápside cerrada, en forma de puño, emblema del clan, símbolo de su determinación y garra. Llevaba también en el cinturón las armas propias de todo guerrero: pistola de protones y daga del clan. Calzaba las botas altas de cuero negro que le cubrían hasta por debajo de las rodillas, conectando con los protectores de metal de estas que hacían juego con las coderas y hombreras también a modo de salvaguarda. No llevaba, eso sí, casco alguno de batalla cubriendo su cabeza, ni siquiera uno parcial que solo le tapara el cráneo. Así que Luad pudo contemplar bien el rostro de su hermano mayor y comprobar los cambios que sí se apreciaban en él, pues su vestimenta y su pose eran la misma con los que se marchó. Luad evaluó el cansancio que transmitía el semblante de Sansal, pero especialmente se turbó al comprobar que el color de los iris de su hermano no era el acostumbrado anaranjado lleno de brillo, sino un negro de una oscuridad pavorosa.

— ¡No! No puede ser, tú no, tú no Sansal…

—A todos nos llega, querido hermanito, no hay suerte en el universo que evite ese momento. —El rostro de Sansal resplandeció con la sonrisa cargada de cariño que le dedicó a Luad. Aquel no podía verse más abatido.

—No pretendo evitar que vayas a reunirte con la dama Kalarg y reposes a su lado por toda la eternidad, pero no ahora, no tan pronto… Aún eres demasiado joven y tienes el deber de ser el señor de nuestra familia, no puedes marcharte así… —Sansal se rio con ganas antes de replicar a su hermano. Este no podía ocultar su rostro de enfado, incluso por encima de su dolor, por aquella risotada en un momento de tensión como aquel.

—Solo tú, querido hermano, entre todos los anápsides eres capaz de sermonear a un difunto y negarte a aceptar que las Veladoras me han llevado ya. He muerto, nada puedo hacer para cambiar eso, ningún deber, por importante que nos parezca puede alterar algo semejante, Luad. Soy afortunado, pues las Veladoras han permitido que te visite, dadas las circunstancias… —Fue en ese instante cuando el rostro de Sansal mudó, toda su jovialidad de apenas un instante atrás se convirtió en una máscara de angustia. Luad no quiso adentrarse más en aquel sentimiento, prefirió evitar mirarlo y preguntarle cualquier cosa, como si no estuviera ente el espíritu recién muerto de su hermano. Sin embargo, las preguntas que se escaparon de su boca, no le llevaba a senderos de paz mental.

—¿Te mató un aviptéreo? ¿Cómo fue?

—Quisiera contártelo, pero las Veladoras no me lo permiten. Me temo que es algo que habrás de descubrir tú, atender a las diferentes versiones y cuidar por saber ver la cierta por tu bien, solo por tu bien, antes que por el bien de todos cuanto te rodean. —Luad creía que había perdido su capacidad de sorprenderse en aquella jornada, pero si no era suficiente el conocer la muerte de su hermano por su propia presencia fantasmal, tenía que asumir que aquel se había presentado ante él para advertirle de algo y de un modo de hacerlo que no podía ser más enigmático.

—Sansal, sabes que yo no tengo tu fortaleza, ni rasgo alguno que pueda ayudarme para enfrentarme a ninguna intriga como la que parece que anuncias con tus sombrías palabras. Mírame, ni siquiera soy capaz de aceptar tu muerte.

—Pequeño favorecido, siempre serás el mejor de los nuestros, la esperanza de nuestra raza… —Luad dejó de esquivar la mirada para contemplar con asombro el rostro de su hermano—. No me mires así. La muerte no me ha vuelto loco, todo lo contrario, no puedo ser más sabio ahora que estoy bajo el amparo de las Veladoras.

—¿Cómo es estar allí? ¿Cómo se siente tu mente? — preguntó Luad lleno de curiosidad y apartando por un instante toda la inquietud que sentía en su interior.

—Ja, ja, ja… Vuelves a ser tú, alejando el dolor y toda preocupación en favor del conocimiento. El mejor de los nuestros… No puedo responder a tus preguntas, aunque quisiera y se me permitiera, tampoco podría aclararte gran cosa. Solo podría darte mis apreciaciones, pero en este caso de poco valdrían. Cuando estés aquí, tu mente y tu espíritu podrán ofrecerte tus propias ideas, quizá sean como las mías, quizá tú lo sientas y juzgues de una manera completamente diferente. Pero de momento has de seguir en tu existencia corporal actual y has de enfrentarte a lo que está por llegar…

—Pero ¿qué es eso sobre lo que te empeñas en advertirme sin nombrarlo? —Sansal le dedicó a su hermano una mirada de condescendencia. Parecía estar a punto de hablarle abiertamente, tentado de dejar a un lado todo el hermetismo de su extraña aparición. Pero al momento se limitó a mirar al cuneisonicador. Sus ojos transmitían una infinita añoranza. Luad entendió ese gesto sin necesidad de palabra alguna, sin tener que atender a expresiones veladas, conocía demasiado a su hermano mayor como para no hacerlo. Notó su tristeza, inundando toda la habitación como si se tratara de un aire gélido. Sansal hubiera deseado ser un simple soniversador, no un guerrero y menos el jefe militar de su familia. Pero se había visto forzado a tomar ese cargo, a defender el Kai de los Wik’Teis como el único macho vivo Bien nacido y Bien deseado de su casta.

Un respetuoso silencio y una sensación de frío gobernaron la habitación de Luad durante un largo rato. Tanto que el propio Luad estimó que aquello no era real, que todo formaba parte de un sueño cruel, de una pesadilla. Pensó que sin duda aún debía estar dormido sufriendo una mala noche, por más que supiera que hacía mucho rato se había despertado para martirizarse viendo su escritura cuneiforme formando un poema, pero incapaz de pasarlo al cuneisonicador. Entonces, escuchó a su hermano cantar de aquella hermosa manera que él sabía. Estaba interpretando una de sus propias creaciones, dejando que la música y la escritura a la que él había dado forma en el cuneisonicador, se entrelazaran como dos amantes perfectos. Aquello era tan maravilloso, que Luad, lejos de padecer celos, sintió deseos de arrodillarse ante su mismo hermano.

—Debo irme ya, querido hermano —dijo de golpe Sansal rompiendo todo el hechizo de su propia interpretación.

—Espera, no… Esta será la última vez que te vea y hable contigo. —Luad se atragantó con sus últimas palabras, roto de dolor. Su hermano Sansal era uno de los pocos anápsides que le habían tratado con respeto y que le había ofrecido su cariño. Luad jamás se había sentido tan solo y abatido como en aquel instante.

—Quizá las Veladoras me permitan volver a verte dentro de un tiempo. —Luad solo podía sentirse más confuso ante la respuesta de su hermano.

—Pero eso es imposible, pronto tu cuerpo será ofrecido con las ceremonias precisas para que la dama Kalarg te acoja, ya no habrá tiempo entonces.