Calor intenso - Brenda Jackson - E-Book

Calor intenso E-Book

BRENDA JACKSON

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Beschreibung

En los brazos de una pasión abrasadora Aunque la aventura que el doctor Micah Westmoreland había tenido hacía mucho tiempo con Kalina Daniels había terminado demasiado repentinamente, sabía que ella no lo había olvidado. Y ahora que estaban trabajando codo con codo, no podía ignorar las chispas que todavía saltaban entre los dos. En aquella ocasión, Micah no se plantearía sus motivos, sino que se limitaría a hacerla suya.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Brenda Streater Jackson. Todos los derechos reservados.

CALOR INTENSO, N.º 1875 - septiembre 2012

Título original: Feeling the Heat

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0801-0

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta: OKSSI68/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Micah Westmoreland miró al otro extremo de la sala de baile a la mujer que acababa de llegar y de inmediato sintió que se le contraían las entrañas. Kalina Daniels era indudablemente hermosa, sensual en cada sentido de la palabra.

La deseó desesperadamente.

Mientras bebía un sorbo de champán en sus labios se asomó la sombra de una sonrisa.

Pero si conocía a Kalina, y la conocía, lo despreciaba y aún no lo había perdonado por lo que los había separado dos años atrás. Reinaría un día helado en el infierno antes de que dejara que se acercara a ella, lo que significaba que volver a compartir su cama quedaba descartado.

Respiró hondo y, a pesar de la distancia, le dio la impresión de que podía captar su fragancia. Tampoco podía desterrar los recuerdos del tiempo que habían compartido estando en Australia. Y había habido muchos. Incluso en ese momento, no requería mucho rememorar el susurro de su aliento justo antes de que su boca…

–¿Es que aún no has aprendido la lección, Micah?

Miró ceñudo al hombre de pie frente a él. Era evidente que su mejor amigo, Beau Smallwood, también se había percatado de la entrada de Kalina, y Beau, más que cualquier otro, conocía la historia que habían tenido.

–¿Debería? –preguntó apoyándose en los talones.

Beau apenas sonrió.

–Sí, si no lo has hecho, claro que deberías. ¿He de recordarte que yo estaba presente aquella noche en que Kalina terminó mandándote al infierno y ordenándote que no le volvieras a hablar jamás?

Micah se encogió, recordando también esa noche. Beau tenía razón. Después de que Kalina hubiera oído casualmente lo que consideró la verdad, le dijo que se fuera a un lugar indecente en diversos idiomas. Hablaba bien tantos. Las palabras podrían haber sonado extrañas, pero el significado había sido de una claridad meridiana. No quería verlo otra vez. Nunca.

–No, no tienes que recordarme nada –se preguntó qué diría cuando lo viera esa noche. ¿Habría pensado que estaría allí? Después de todo, esa ceremonia era para honrar a todo el personal médico que trabajaba para el gobierno federal. Como epidemiólogos del Centro de Control de Enfermedades, los dos encajaban en dicha categoría.

Conociéndola, sospechaba que probablemente él estaría en la gala. Que sería reacio a encararla. Pensaba lo peor de él y había creído lo que su padre le había contado. Al principio, que creyera algo así lo había irritado… hasta que aceptó que dadas las circunstancias, por no mencionar lo bien que los había manipulado el padre de ella, era imposible que no lo hubiera creído.

Una parte de él deseó ser capaz de afirmar que debería haberlo conocido mejor, pero incluso en ese momento no podía realizar semejante aseveración. Desde el principio él le había dejado bien claro, igual que con el resto de mujeres, que no estaba interesado en una relación seria. Y como Kalina estaba obsesionada con su carrera tal como lo había estado él, la sugerencia de una aventura sin ataduras no le había molestado en absoluto y la había aceptado a sabiendas de que no sería prolongada.

En su momento, no tenía modo de saber que se metería en él de tal manera que, incluso en ese instante, le resultaba difícil aceptarlo. No había estado preparado para el giro serio que había tomado la relación hasta que fue demasiado tarde. Por ese entonces, el padre de ella había mentido de forma deliberada para salvar el pellejo.

–Bueno, todavía no te ha visto, y prefiero no andar cerca cuando lo haga. Y aunque tú lo hayas olvidado, yo sí recuerdo la hostilidad de Kalina hacia ti –dijo Beau al tiempo que recogía una copa de champán de la bandeja de un camarero que pasó al lado de ellos–. Y dicho eso, me largo –y con celeridad se fue al otro extremo del salón.

Con la vista clavada en la copa espumeante, suspiró con frustración y alzó la vista a tiempo de ver a Kalina cruzar la sala. No pudo evitar notar que no era el único hombre que la observaba. No lo sorprendió.

Siempre se había movido con elegancia, dignidad y estilo. Esa clase de presencia no era una necesidad para su profesión. Pero ella la convertía en una.

Le había quedado claro la primera vez que la conoció –aquella noche de tres años atrás cuando el padre de Kalina, el general Neil Daniels, los había presentado en una función militar en Washington D. C.– que Kalina y él compartían una atracción intensa, que había pronosticado una conexión encendida. Lo que sí lo había sorprendido había sido que lo cautivara sin siquiera intentarlo.

Ni siquiera le había facilitado las cosas. De hecho, para su modo de pensar, se las había dificultado sin rodeos. Había creído que podría manejar prácticamente cualquier situación. Pero cuando más adelante se la había encontrado en Sídney, ella casi le había demostrado que estaba equivocado.

Habían estado a kilómetros de casa trabajando juntos mientras trataban de evitar que se propagara un virus mortífero. Él no había estado preparado para sentar la cabeza. Las mujeres habían entrado y salido de su vida con frecuencia, en cuando se percataban de que no tenía intención de poner ningún anillo en el dedo de nadie. Además, disfrutaba viajando y conociendo mundo. Poseía un terreno enorme en Denver a la espera del día en que estuviera preparado para retirarse, pero aún no veía eso en muchos años. Para él era importante su carrera como epidemiólogo.

Pero esos dos meses en que había tratado con Kalina llegó a pensar en instalarse en sus cien acres sin hacer otra cosa que disfrutar de la vida con ella. En otro momento, esos pensamientos le habrían producido pánico, pero con ella, los había aceptado como algo inevitable. Pasar tiempo con alguien como ella haría que cualquier hombre pensara en vincular su vida con una sola mujer, sin salir nunca más de pesca.

Al conocer a la familia Daniels, de inmediato había sabido que el padre era controlador y que la hija estaba decidida a que no la controlara. A Kalina le gustaba su independencia. La deseaba. Y tenía la determinación de exigirla… sin importar que a su padre le gustara o no.

En cierto sentido, él lo entendía. Después de todo, procedía de una familia grande y, aunque no tenía hermanas, sí tenía tres primas más jóvenes.

Volvió a centrarse en Kalina. Era una mujer que se negaba a dejar que la mimaran, aunque su padre estaba decidido a hacerlo de todos modos. Micah podía entender eso, y que un padre deseara proteger a su hija. Pero a veces un padre iba demasiado lejos.

Cuando el general Daniels se había acercado a él para que hiciera algo que evitara que Kalina fuera a China, no le había seguido la corriente. Lo que había sucedido entre Kalina y él había sido espontáneo y no había estado motivado por una petición de su padre, aunque en ese momento ella pensara lo contrario. Desde el principio se habían sentido atraídos el uno por el otro. No entendía cómo ella podía dar por hecho que había tenido motivos ocultos para buscar una aventura.

Kalina era lista, inteligente y hermosa. Poseía los ojos de color whisky más exquisitos, lo que hacía que su piel de tonalidad miel pareciera radiante. Y las luces de la habitación parecían resaltar su cabello castaño, que le llegaba al hombro.

El cuadro general que presentaba haría que cualquier hombre fuera consciente sin pudor alguno de su propia sexualidad. Bebió otro sorbo y miró el extremo de la sala y pensó que se la veía tan espléndida como en la última cita que tuvieron, cuando habían regresado a los Estados Unidos.

Había sido en esa misma ciudad, donde se habían conocido, que su vida juntos había terminado después de que ella descubriera lo que creía que era la verdad. Hasta ese día, Micah dudaba de que pudiera personar al padre de ella por distorsionar los hechos y ponerle aquella trampa.

Respiró hondo y se acabó la copa. Era hora de salir de las sombras y situarse justo en la línea de fuego. Y rezaba para sobrevivir.

Micah estaba allí.

La sonrisa en el rostro de Kalina se congeló al experimentar un escalofrío de percepción y una penetrante palpitación en el centro de sus piernas. No le sorprendió la reacción familiar de su cuerpo en lo referente a él, simplemente la irritaba. El hombre le provocaba esa clase de efecto, e incluso después de tanto tiempo, no había disminuido.

Costaba creer que habían pasado dos años desde que descubriera la verdad, que su aventura en Australia había estado orquestada por su padre para mantenerla alejada de Beijing. Eso había dolido, y seguía doliendo, pero lo que había hecho Micah solo había reforzado su creencia de que no se podía confiar en los hombres. Ni en su padre, ni en Micah, ni en ningún otro.

Pero sabía que ningún hombre podía compararse con él, con o sin ropa. Esa conclusión le recordó cuando se conocieron casi tres años atrás, en un acontecimiento similar a ese celebrado en Washington D. C.

Aquella noche a su padre lo habían honrado con el rango de oficial de cargo. Ella había tenido sus propios motivos para celebrarlo en la capital de la nación. Al fin había terminado sus estudios en la facultad de Medicina y aceptado un encargo para trabajar como civil para el gobierno federal en el equipo de investigación de enfermedades infecciosas.

No había tardado mucho en oír los murmullos sobre el doctor Micah Westmoreland, un hombre atractivo como el pecado, que se había graduado en la facultad de Medicina de Harvard antes de dedicarse a trabajar para el gobierno como especialista en enfermedades infecciosas. Pero nada podría haberla preparado para el encuentro cara a cara.

Se había quedado sin habla. Con el último vestigio de su dignidad femenina, había podido cerrar la mandíbula y recobrar el sentido común una vez que su padre había terminado las presentaciones.

Cuando Micah había reconocido su presencia con una voz demasiado sexy para pertenecer a un hombre de verdad, supo que estaba perdida. Y cuando le había estrechado la mano, había sido el gesto más sensual que jamás había experimentado. Solo el contacto había bastado para provocarle escalofríos por todo el cuerpo. Le había resultado bochornoso que cualquier hombre pudiera excitarla tanto y sin siquiera esforzarse.

–Dígame, doctora Daniels, ¿adónde la lleva su próximo encargo?

La pregunta del mayor la sacó de su ensimismamiento. ¿Le había parecido captar cierta burla en esa voz? Era bien consciente del rumor que flotaba en su entorno de que su padre no se cortaba un ápice en recurrir a su posición para controlar los destinos que le daban y que haría cualquier cosa que le concediera el rango que ostentaba para mantenerla alejada de todo daño. Eso significaba que jamás podría a ir a ningún lugar donde hubiera acción de verdad.

Llevaba dos años tratando de ir a Afganistán y siempre le habían denegado la petición alegando que le necesitaban en otro lugar. A pesar de los juramentos de su padre, veía la influencia de él en esas decisiones.

–Aún no he recibido ningún encargo. De hecho, he decidido tomarme un tiempo libre, un mes entero a partir de mañana.

La sonrisa del hombre se había ampliado.

–Vaya, qué coincidencia. Yo también he decidido tomarme unos días libres, aunque solo catorce. ¿Irá a algún lugar en particular? Quizá podríamos ir juntos.

Estaba a punto de exponerle al mayor que nunca pasarían tiempo juntos, ni aunque en ello le fuera la vida, cuando Brian miró más allá de su hombro y frunció el ceño. De pronto el corazón se le desbocó y no tuvo que imaginar la causa.

Se negó a volverse, pero no fue capaz de contener la reacción de su cuerpo cuando Micah entró en su campo de visión.

–Buenas noches, mayor Rose –dijo con cierta dureza en la voz. Los dos hombres intercambiaron saludos tensos y Micah estudió al mayor con frialdad antes de centrar toda su atención en ella. Su cara se suavizó al preguntarle–: ¿Y tú cómo has estado, Kalina?

Dudó de que realmente le importara. No le sorprendió que hubiera asistido a esa gala, pero sí que adrede la hubiera buscado, y no le cupo ninguna duda de que así había sido. Cualquier otro hombre que hubiera hecho lo que había hecho él, la evitaría como la peste. Pero no el doctor Micah Westmoreland. El hombre tenía un valor de acero, pero en ese caso lo había empleado de forma necia. Kalina tenía demasiado orgullo y dignidad como para montar una escena, algo con lo que seguro había contado él, pero igual que la última vez, su intención era dejarle bien claro que se trataba de la última persona con la que quería estar.

–Yo estoy bien, y ahora, si me disculpan, caballeros, seguiré haciendo mis rondas sociales. Acabo de llegar y hay otras personas a las que quiero saludar.

Necesitaba alejarse rápidamente de Micah. Se lo veía deslumbrante con su esmoquin, probable razón por la que tantas miradas femeninas se dirigían a él. Hasta tenía las piernas flojas de tanta proximidad. De repente se sintió arder.

–Yo también planeaba mezclarme con los invitados –dijo él, alargando la mano para tomarle el brazo–. Bien podría unirme a ti ya que hay un asunto que quiero que tratemos.

Contuvo el impulso de espetarle que no tenían nada que tratar. No quería liberar con fuerza su brazo porque ya estaban atrayendo atención, probablemente de aquellos que se habían enterado de lo que había sucedido entre ambos dos años atrás. Por desgracia, la rumorología cobraba apogeo cuando se trataba de Micah Westmoreland.

De hecho, ella misma había oído hablar de él mucho antes de que se conocieran. Y no porque fuera el tipo de hombre que se dedicara a ir por ahí cortejando mujeres. El problema radicaba en que las mujeres tenían la tendencia de situarlo en el primer lugar de su lista de deseos.

–Bien, hablemos –le demostraría que también ella estaba lista. Miró al mayor Rose y le dedicó una sonrisa de disculpa–. Si nos excusa, parece que el doctor Westmoreland y yo tenemos algunas cosas que tratar. Y aún no he decidido dónde pasaré mis vacaciones, pero se lo comunicaré. Creo que sería divertido si se uniera a mí –soslayó la mano de Micah al apretarle el brazo.

El mayor asintió.

–Maravilloso. Esperaré noticias de sus planes, Kalina.

Antes de que pudiera responder, Micah se la llevó por el brazo.

–No cuentes con que el mayor Rose se reúna contigo en ninguna parte –Micah prácticamente gruñó en el oído de Kalina mientras la guiaba por la pista de baile en dirección a una salida. Antes había comprobado que los ventanales conducían al jardín. Era enorme y alejado del baile, así que nadie podría oír la reprimenda que sin duda iba a darle Kalina.

Ella lo miró furiosa.

–Y no cuentes con que él haga otra cosa. No soy tuya, Micah. La última vez que miré, no tenía nada tuyo en mi cuerpo.

–Entonces vuelve a mirar, encanto. Todo lo mío está escrito en la totalidad de ese cuerpo. Te marqué. Y nada ha cambiado.

Se detuvieron delante de la réplica del hotel del afamado jardín de rosas de la Casa Blanca. La última vez que ella había hablado, él no había logrado intercalar ninguna palabra ya que había tenido que esquivar todos los insultos y acusaciones que le había lanzado. No sería el caso en esa ocasión. Él tenía mucho que decir y pretendía que ella lo escuchara todo.

–¿Que nada ha cambiado? ¿Cómo te atreves a imponerme tu presencia después de lo que has hecho? –rugió Kalina, transformándose de una dama sofisticada en una leona furiosa.

A él le encantó verla desprenderse de tanta formalidad y sofisticación. En el dormitorio era donde más le gustaba ese cambio.

Él cruzó los brazos.

–¿Y qué es exactamente lo que he hecho, aparte de pasar dos meses contigo de lo que considero el mejor tiempo de mi vida, Kalina?

–¿Y se supone que he de creerme eso? –puso la espalda rígida–. ¿Vas a mentirme en la cara, Micah? ¿A negarme que no estabas aliado con mi padre para evitar que fuera a Beijing? Mi presencia no era necesaria en Sídney.

–No niego que estaba totalmente de acuerdo con tu padre en que Beijing era el último lugar en el que necesitabas estar, pero yo jamás acepté mantenerte fuera de China –pudo ver que ella no quería escuchar la verdad. Ya lo había oído todo con anterioridad y, a pesar de ello, se negaba a escuchar. O a creer–. Y no es que no fueras necesaria en Sídney –añadió al recordar cómo los habían enviado allí para combatir el posible brote de un virus mortal–. Tú y yo nos esforzamos mucho para evitar que la epidemia de la gripe aviar se extendiera por Australia, así que para nosotros no fue solo sexo, sexo, sexo y más sexo. Nos matamos a trabajar, ¿o es que lo has olvidado?

Supo que su afirmación la hizo recordar. Quizá hubieran compartido la cama durante aquellos dos meses, pero las horas diurnas no fueron ni divertidas ni juegos. Nadie, excepto algunos miembros del gobierno australiano, habían sabido que su presencia en el país se debía a algo más que placer.

Habían trabajado bien juntos y habían combatido una enfermedad contagiosa. Él ya había pasado un año en Beijing y había necesitado marcharse cuando su tiempo allí se había acabado. La depresión había comenzado a filtrarse en él de tanto ver morir a la gente ante sus ojos, en especial a los niños. Había sido muy frustrante trabajar sin parar y sin éxito con la intención de tratar de encontrar una cura antes de que las cosas empeoraran.

Kalina había querido ir a Beijing para estar en el centro de los problemas. Podía imaginar cómo habría operado. Podía ver cómo se apegaría a la gente, en especial a los niños, hasta el punto en que habría situado el bienestar de ellos al suyo propio.

Eso y solo eso había sido el motivo por el que había coincidido con su padre, pero en ningún momento había tramado tener una aventura con ella con el fin de retenerla en Sídney. Era bien consciente de que toda su hostilidad nacía de la creencia contraria y, durante dos años, le había dejado pensar lo peor, principalmente porque se había negado a escuchar cualquier cosa que tuviera que decirle. Y al parecer todavía lo hacía.

–¿Has terminado de hablar, Micah?

La pregunta le devolvió la atención al presente.

–No, ni por asomo. Pero no puedo decirlo todo esta noche. Necesito verte mañana. Sé que durante los próximos días estarás en la ciudad, y yo también. Comamos juntos. Mejor aún, pasemos ese tiempo juntos despejando las cosas entre nosotros.

–¿Despejar las cosas entre nosotros? –bufó Kalina con furia. ¿Es que de verdad pensaba que quería pasar un solo minuto en su presencia? Incluso estar ahí con él en ese minuto estiraba la situación al límite–. Creo que necesito explicarte algunas cosas, Micah. No hay nada que aclarar. Es evidente que crees que soy una mujer que un hombre puede tratar como le plazca. Pues tengo noticias para ti. No trago con eso. No te necesito más que tú a mí. No me gusta el modo en que mi padre y tú manipulasteis las cosas para satisfacer vuestra necesidad de ejercer alguna clase de poder sobre mí. Y yo…

–¿Poder? ¿De verdad piensas que era lo que intentaba hacer, Kalina? Sinceramente, ¿qué clase de persona crees que soy?

Soslayó el deje de decepción que oyó en su voz. Sin duda era otra actuación. Al final de esos dos meses, había descubierto el extraordinario actor que podía ser.

Alzó el mentón e irguió la espalda.

–Creo que eres igual que los demás hombres que mi padre intentó colocarme. Él dice saltad y vosotros solo preguntáis hasta dónde. Pensé que eras diferente y descubrí que me equivocaba. Tú ves a mi padre como una especie de héroe militar, una leyenda, y lo que él dice va a misa. Tengo veintisiete años y soy lo bastante mayor como para tomar mis propias decisiones sobre lo que quiero hacer y adónde quiero ir. Y ni tú ni mi padre tenéis voto en el asunto. Más aun…

Lo siguiente que supo fue que Micah la había alzado del suelo y la tenía en sus brazos. Su boca la besó con apasionamiento, arrebatándole el aire de los pulmones y de los labios las palabras que había estado a punto de soltarle.

Luchó contra él, pero solo durante un minuto. Fue el tiempo que necesitaron esos condenados recuerdos de lo bien que sabía y besaba en invadirla y destrozar el último vestigio de resistencia. Y entonces cedió a lo que sabía que sería el placer más intenso que había conocido.