Campo de deportes #402 - Franco Scianca - E-Book

Campo de deportes #402 E-Book

Franco Scianca

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Beschreibung

Fue el 7 de septiembre de 1986, el mismo día del atentado a Pinochet en el Cajón del Maipo, cuando abandonaron su casa en Las Condes. Ese mismo domingo en que todo Chile estaba pegado al televisor siguiendo las noticias de un misil que jamás estalló, él junto a su madre, hermana y perro, huían de la violencia del padre. En pocos minutos cruzaron algunos barrios de Santiago y se instalaron a vivir en Campo de Deportes 402, la casa de su abuelo, el querido nono Mario. Este es uno de los tantos recuerdos que se le vienen a la cabeza al protagonista de esta novela durante su vuelo a Chile. Una triste noticia lo trae de regreso en un viaje fugaz y repentino que lo conecta con hechos que marcaron su infancia y adolescencia, fantasmas y demonios que amenazan su estabilidad emocional. Escrita en clave de autoficción, esta novela refleja también un pedazo de la historia de Chile en los 80, en un país fracturado y envuelto en una sórdida atmósfera social. Un relato íntimo que refracta la espesura de ese ambiente colectivo sobre la base de una pluma ágil, directa y sin desperdicios.

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FRANCO SCIANCA

Campo de Deportes #402

Scianca Missana, Francisco (Franco)Campo de Deportes #402 / Francisco (Franco) Scianca Missana

Santiago de Chile: Catalonia, 2019

ISBN: 978-956-324-717-6ISBN Digital: 978-956-324-729-9

NOVELA863 CH

Diseño de portada: Ximena Morales SanhuezaDiseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M.Edición: Sergio Infante R.Corrección de textos: Cristine MolinaDirección editorial: Arturo Infante

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial.

Primera edición: junio 2019

ISBN: 978-956-324-717-6ISBN Digital: 978-956-324-729-9Registro de Propiedad Intelectual N° A-289.515

© Francisco Scianca Missana, 2019

© Catalonia Ltda., 2019Santa Isabel 1235, ProvidenciaSantiago de Chilewww.catalonia.cl – @catalonialibros

Índice de contenido
Portada
Créditos
Índice

A Renzo Missana.

Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.

Pablo Neruda

Recuerdo exactamente cuándo ocurrió. Fue el mismo día del atentado a Pinochet, el 7 de septiembre de 1986. Esa tarde nos instalamos en la casa del nono Mario. 

Pinochet venía de su mansión de descanso en el Cajón del Maipo con su caravana de escoltas, cuando un grupo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez lo interceptó e intentó matarlo. El atentado estaba planificado hacía varios meses, o años quizás. 

Uno de los cohetes impactó en el Mercedes Benz donde iba Pinochet, pero dicen que como fue lanzado a poca distancia, el auto no explotó. Un detalle. Un error. Una casualidad que hubiera cambiado la historia para siempre.  

Era domingo y, mientras los noticieros mostraban el auto baleado de Pinochet (quien decretó toque de queda por tres días), mi madre, la Carola, el Toby y yo nos cambiábamos de hogar.  

El nono Mario no colaboró en la mudanza. Ni siquiera nos recibió ni nos dio la bienvenida. Estaba pegado a la tele del living siguiendo todos los detalles relacionados con el atentado a Pinochet, a quien llamaba mi general.

Entro al baño, una cabina tan estrecha que apenas puedo moverme. Me siento mal. Estoy mareado y tengo el estómago revuelto. No he comido nada desde que el avión salió de Roma, hace ocho horas ya. Apenas bebí un vodka tónica antes de despegar. Me lo tomé en tres tragos, junto con un Ravotril de dos milígramos que me recetó mi psiquiatra. Él sabe que detesto volar.  

Me arrodillo frente al pequeño inodoro, meto dos dedos en mi boca y después de varias arcadas logro vomitar. 

Solo expulso bilis.

Una azafata toca la puerta y me pregunta si estoy bien. Le digo que sí y tiro la cadena. El remolino de agua se lleva el vómito. 

Suelo vomitar cuando estoy nervioso, suelo hacerlo cuando las circunstancias me superan. Y ahora me superan. El viaje fugaz y repentino, lo de mi nono, dejar a mi familia sola en Milán… No sé, todo. 

Me enjuago la boca y me miro en el espejo. No me gusta lo que veo. Mis ojos están hinchados y rojos, tengo unas ojeras que asustan, y la papada, las canas y las arrugas me hacen ver mayor de lo que soy. En dos meses más cumplo cuarenta, pero el tipo que se refleja en el espejo parece tener más de cincuenta.

Noto que mi camisa está manchada con vómito. Echo a correr la llave del lavamanos y la limpio con jabón y agua. 

Me aterra pensar que estoy volando en medio del Atlántico. ¿Qué pasaría si los motores del avión fallan? ¿Cuál será el aeropuerto más cercano? Con el combustible que tiene el avión, ¿alcanzaríamos a llegar a alguno? Preguntas que prefiero que nadie me responda, porque no quiero ponerme más nervioso de lo que ya estoy.

Mi nono era de derecha. Un facho, como le decían en el barrio cuando había cacerolazos y él no participaba. Según el nono Mario, Pinochet había salvado al país de la debacle de la Unidad Popular. Su teoría siempre le costaba discusiones con amigos y familiares que pensaban distinto. Las peores discusiones eran con el tío Lucho, su hermano menor, quien sabía de torturas y vejaciones porque su hija, la tía Nena, había sido detenida y derivada a Villa Grimaldi solo por ser mensajera del FPMR. 

La tía Nena era incapaz de matar a una mosca, pero igual los militares la hicieron comer mojones y le pusieron electricidad entre las piernas.

Aquel domingo en que nos fuimos a la casa del nono Mario, el día estaba abochornado. Las nubes cubrían el cielo, pero hacía un calor del demonio. Todavía me veo, transpirando, bajando bolsos, maletas y mochilas del auto, un Nissan Station verde, el único bien material que tenía mi vieja. 

Era el primer día lejos de mi padre, quien hizo lo imposible para retenernos y que no nos fuéramos de la casa, una vivienda pequeña de clase media-alta ubicada en Las Condes, en un barrio en el que abundaban las calles con nombres de artistas renacentistas. 

Mi casa, la que ese mismo día pasó a ser mi excasa, quedaba en Sandro Botticelli, quien (supe después) fue un famoso pintor italiano nacido en Florencia.  

Salgo del baño y haciendo equilibrio regreso a mi asiento. Me ajusto el cinturón de seguridad y miro por la ventanilla. 

De la nada observo un relámpago que ilumina el cielo. 

El avión desciende bruscamente y siento un vacío en el estómago. La acidez quema mi garganta, luego el esófago. Nuevamente me dan ganas de vomitar.

El nono Mario no quería abrir los ojos. Le gustaba la estructura y el orden que imperaba en el país durante la dictadura. No soportaba las marchas, tampoco la violencia callejera, menos el terrorismo. Lo había pasado mal en el gobierno de la UP. Su librería había bajado las ventas, no podía echar a ningún empleado y lo obligaban a abrir el local aunque no quisiera. Terminó quebrando. Ya estaba cansado del caos, de la peleas, de las huelgas. 

El tío Lucho insistía y le decía que el terrorismo de Pinochet era mucho peor que el terrorismo que practicaban los grupos izquierdistas más radicales. La conversación subía de tono y comenzaban a discutir. Pero mi nono, siempre hábil, cambiaba bruscamente de tema y empezaba a hablar de fútbol y del Audax Italiano, el equipo de sus amores. 

El tío Lucho, también fanático del Audax, pisaba el palito, caía en el juego y se largaban a conversar de fútbol. Podían estar horas sentados en el comedor, bebiendo vino tinto en caja en eternas sobremesas, discutiendo si equis jugador le convenía o no a los audinos.

Luego del atentado del Cajón del Maipo, Pinochet volvió a aparecer en la televisión con sus anteojos oscuros, los mismos que sus asesores le habían recomendado quitarse para mejorar y suavizar su imagen pública después del golpe. La idea era parecerse más a un abuelito bonachón que a un dictador de derecha. 

Pero, tras la emboscada del FPMR, no era el momento de suavizar nada. No tenía que asimilarse a un abuelito bonachón. Había que mostrar severidad, determinación, coraje. 

Y un tono de voz duro y un ceño fruncido, más esos anteojos oscuros ayudaban. Servían. Pinochet, enojado y con lentes ahumados, atemorizaba hasta al perro más bravo del barrio.

Mis padres siempre discutían. Eran peleas cotidianas que comenzaban por detalles. Cosas como el cohete que no explotó cuando se estrelló con el auto de Pinochet. Detalles insignificantes que a nadie le importaban, salvo a mi viejo. Tonteras como por ejemplo que mi nana, la Silvia, no pasaba bien la aspiradora. O que la ensalada le quedaba con mucha sal. Que nadie había recogido las cacas del Toby o que el nuevo microondas se había echado a perder. Detalles que funcionaban como excusas perfectas para enfrascarse en discusiones que casi siempre se escapaban de las manos. 

Ya estaba acostumbrado a los reproches, a los gritos, a los insultos y a la violencia. 

Generalmente peleaban cuando mi padre se emborrachaba, algo bastante usual, porque estaba la mayor parte del día borracho. Con el primer y el segundo whisky se colocaba cariñoso y nos decía a todos que nos quería. Con el tercero y el cuarto se ponía agresivo y violento.