Porca miseria - Franco Scianca - E-Book

Porca miseria E-Book

Franco Scianca

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Un padre con un cáncer terminal. Un padre que agoniza. Un padre que se apaga poco a poco. La sequía. El estallido social. La pandemia. El alcoholismo y las adicciones del autor. Una ruptura amorosa que Franco Scianca se niega a aceptar. Estos son solo algunos de los elementos de Porca miseria: el cáncer de mi papá, una novela realista, cruda, directa, pero a la vez tierna y dulce, escrita en primera persona, con dolor, tristeza, furia y amor, sin adornos literarios ni desperdicio de palabras, en la cual Scianca se desnuda emocionalmente para narrar uno de los episodios más dolorosos de su vida.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 102

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



PORCA MISERIAEl cáncer de mi papáAutor: Franco Scianca Editorial Forja General Bari N°234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Primera edición: noviembre, 2023. Diseño y diagramación: Sergio Cruz Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2023-A-11373 ISBN: Nº 978-956-338-685-1 eISBN: Nº 978-956-338-686-8

Para mi querido padre. Me dio la vida. Con eso basta.

No puedo pensar en ninguna necesidad tan fuerte como la necesidad SIGMUND FREUD

hasta que llegó el cáncer el temido cáncer la incertidumbre disfrazada de manto un manto que lo cubre todo el dolor por afuera y por adentro la quimioterapia más dañina que efectiva la desorientación la demencia un par de eclipses por ahí uno en el norte y otro en el sur una sequía brutal el estallido que cambió la historia para siempre la pandemia, inexorable y al final como siempre la muerte la oscura y dulce muerte.

El final de un comienzo

Lo afeito al ras, pero dejo su bigote intacto. Su querido bigote. El bigote que lo identificó y que lo identifica y que lo seguirá identificando. Se lo dejó a los dieciocho, apenas salió del colegio, para disimular su nariz aguileña que tanto lo acomplejaba.

Solo se lo sacó un par de veces en la vida (sin bigote se parecía a Paul Newman).

Lo visto. Nada de trajes ni de corbatas. Pantalón de buzo, camiseta italiana ajustada y su polerón favorito: uno Adidas amarillo que ocupó casi todos los días desde que se enfermó.

Se le ve bien, con buen semblante al menos. Listo. Tranquilo. En paz. Preparado para partir. ¿Para partir adónde? No lo sé.

La boca se le abre un poco. Quizás el pegamento que le puso la funeraria en los labios no fue suficiente.

El comienzo de un final 14 / 6 / 2019

¿Se puede operar?

Imposible, don Juan Carlos. Lo siento.

SILENCIO

Sea sincero, doctor: ¿cuánto me queda?

Depende de varios factores.

SILENCIO

¿Qué le dice su experiencia médica? x

Podrían ser unos seis meses…

SILENCIO

¡Tan poco!

Si tenemos suerte, un año quizás.

SILENCIO Y MÁS SILENCIO Y MÁS SILENCIO Y MÁS SILENCIO Y MÁS SILENCIO Y MÀS SILENCIO Y MÁS SILENCIO Y MÁS SILENCIO…

El enfermo y el doctor se levantan de sus sillas casi al mismo tiempo. Dos personas, dos extraños, dos sonrisas forzadas, un apretón de manos frío, casi tan frío como el culo de un oso polar.

Una puerta que se abre. Una puerta que se cierra.

Una breve caminata. Un ascensor que baja.

Y un paciente, solo, ido, con la vista nublada, casi ciego, que apenas puede sostener las piernas. Un paciente que se pierde en los pasillos de una enorme clínica, una clínica que más que clínica parece un mall.

Llega a la casa. Estaciona su auto. Pasa a llevar uno de los pilares. Le da lo mismo. Sube corriendo al segundo piso, donde está mi pieza (raro, nunca sube). ¿Cómo te fue?, le pregunto, ansioso y preocupado.

No contesta.

Y me abraza. Fuerte. Muy fuerte. Demasiado fuerte, como no lo ha hecho nunca antes.

Llora.

Sus lágrimas me mojan las orejas, las mejillas, la cara, el pelo, los brazos. Sus lágrimas me mojan el cuerpo entero.

Es un llanto desgarrador que proviene desde lo más profundo de sus entrañas.

El llanto de un niño a quien se le acaba de morir su querida mascota. El llanto de un niño castigado a quien le quitan su celular. El llanto de un niño que se pierde en una playa en pleno verano.

Una playa enorme, llena de gente, llena de quitasoles, una playa peligrosa en la cual no hay un salvavidas a quien recurrir para decirle: “Señor, estoy perdido, busco a mi familia”.

Le cuesta regular sus emociones. Siempre le ha costado. Es un tipo inestable, desequilibrado, impredecible. Lo más probable es que sea bipolar, igual que yo.

Me lo dijo la Tamara, mi psicóloga. Y me lo dijo también la Javi, una expolola que también es psicóloga. Sin embargo, él nunca se ha tratado. No toma remedios, no visita a ningún psiquiatra y a ningún psicólogo.

Simple: no les cree.

Dice: “Solo los locos, los ociosos, los débiles y los ricos van a terapia”. Dice: “Yo no estoy loco, no soy ocioso, no soy débil y tampoco tengo tanta plata”. Y dice: “Todos los psiquiatras y los psicólogos son unos negociantes”.

Apuntes dispersos

Escucho las noticias en la radio.

Los expertos aseguran que es el invierno más seco de la historia, sobre todo en la zona central del país. Dicen que el próximo año podría haber racionamiento de agua en la Región Metropolitana.

No hay lluvia. No hay agua. No hay pasto, no hay plantas, casi no quedan árboles. Nada verde en ninguna parte.

Solo un desierto que crece y crece de manera descontrolada. ¿Será así el futuro? Al menos es así en la apocalíptica Mad Max, un futuro donde el agua casi no existe. Un futuro donde se pelean a muerte el agua (literal).

Los animales no tienen qué comer. Las vacas y las cabras están raquíticas. Algunas, las más frágiles, las más débiles, mueren. De hambre. Y quedan allí, a la intemperie, botadas, malolientes, fétidas, llenas de moscas, llenas de gusanos, listas para ser devoradas por los buitres, esos horribles pajarracos negros que se comen todo lo que ha muerto.

Varios lagos y lagunas desaparecieron. Rapel, Aculeo, Peñuelas, por ejemplo. Lamento especialmente lo de Peñuelas. Me trae buenos recuerdos el lago Peñuelas. ¿Cómo olvidar esa enorme masa de agua que se veía desde la carretera cuando uno iba a Valparaíso?

Fui varias veces a Valpo: mis nonos maternos, el nono Renzo y la nona María, ambos muertos ya, tenían un amplio departamento que quedaba en el Cerro Alegre, un departamento de dos pisos con una vista privilegiada a la bahía y a los barcos.

Solíamos pasar los años nuevos allí para ver los fuegos artificiales. Se veían súper lejos y súper pencas y súper charchas. Definitivo: en la tele los fuegos se ven mucho mejor.

En todo caso, más que la sequía me importa el cáncer de mi papá. Un cáncer que comenzó en el páncreas y que se le ramificó al estómago y al hígado y al colon y al recto y a la vejiga y al pulmón y a otros órganos que ni siquiera sabía que existían.

El cáncer está tan ramificado que no lo pueden operar. Si lo abren puede quedar una tremenda cagada.

Lo dijo el doctor, aunque no con esas palabras, claro.

Me meto a Internet. Investigo. Busco información. Soy hipocondriaco y aprensivo, lo reconozco.

Todo lo que me pasa a mí y a la gente que quiero me afecta, me duele, me desestabiliza.

Lo paso pésimo cuando creo que tengo una enfermedad. Me dan miedo las enfermedades. La sola palabra “cáncer” me aterra.

No tenía a nadie cercano que hubiera tenido cáncer (hasta ahora). Quizás por eso el diagnóstico de la enfermedad de mi papá me devastó. Como un huracán. Como un ciclón. Como uno de esos tifones que se ven en Asia y que arrasan con todo lo que encuentran a su paso.

Casi todos los doctores detestan a los pacientes hipocondríacos y a las personas que se meten a Internet para averiguar sobre enfermedades y sus síntomas. Dicen que Internet miente. Dicen que las fuentes no son confiables.

Creo que lo dicen solo para no perder su pega.

Internet es como el VAR en el fútbol. Los árbitros en la cancha, igual que los doctores, van a dejar de existir.

Desaparecerán, como desaparecieron los dinosaurios. Lo dice Charly García en una canción y yo le creo a Charly.

Charly es bacán. Un poco drogo, un poco zafado del mate, pero bacán igual. Charly no miente. No puede mentir un huevón que es capaz de lanzarse a la piscina desde el noveno piso de un hotel.

Los doctores desaparecerán, tal como desapareció el entrañable doctor Chapatín. Como desaparecieron los doctores familiares, esos médicos jubilados o a punto de jubilar con olor a naftalina en su ropa. Médicos con sus ternos brillantes de tanto lavarlos, con sus maletines roñosos y ajados por el sol, que visitaban al paciente en su propia casa, solo para tomarle la fiebre y la presión.

Quedarán las máquinas. Y la tecnología. Y las adictivas y nefastas redes sociales (obvio). Y por supuesto la puta inteligencia artificial, tan manoseada ahora último.

Vivo con mis padres en una casa que queda en las afueras de Santiago. Llegué aquí hace más de cinco años, después de que me echaran de todas partes.

Mis amigos me echaron del equipo de fútbol por mis inasistencias (no iba porque estaba siempre borracho).

El directorio del Estadio Italiano me echó por no pagar las cuotas (me da lo mismo, no me interesa ser socio del Estadio Italiano).

Mi jefe me echó de la pega por saber poco y nada de tecnología (mejor así, me gusta pensar y creer y sentir que vivo en el pasado, por lo mismo no tengo Facebook ni Instagram ni Twitter).

La Pía me echó del departamento que compartíamos en Ñuñoa (uf… eso sí que dolió, fue como una flecha que me atravesó el pecho y llegó directo a mi corazón). Y como estaba corto de plata me instalé en la casa de mis viejos.

Mi papá decía que cuando un hijo se iba de la casa, se iba para siempre. Igual me recibió con los brazos abiertos (sabía que iba a hacer así).

Mi nono paterno también tuvo cáncer al páncreas. Se llamaba Francesco. Francesco Scianca Voglino.

Murió cuando tenía 57, ocho años antes de que yo naciera.

A los 57 también murió de cáncer el actor Patrick Swayze. Swayze cantó o intentó hacerlo, al menos. En los ochenta compuso una balada (“She’s like the wind”), una canción romántica, pegajosa, que al escucharla dan ganas de cantar (¿o de vomitar?).

La Pía es como el viento: va y viene, viene y va, aparece y desaparece y vuelve a aparecer.

Aparece cuando estoy bien. Desaparece cuando estoy mal.

A Patrick Swayze también lo liquidó el cáncer pancreático. Se fue. Se esfumó. Como el viento. He’s like the wind.

Me hubiera gustado conocer a mi nono Francesco.

Lo he visto en fotos, casi todas en blanco y negro. Hay algunas en colores, muy pocas eso sí, las cuales logré rescatar de un antiguo álbum que estaba perdido entremedio de tantos libros. Son fotos que le tomaron en un barco cuando viajó con mi nona Margarita a Italia para ver a sus parientes.

El viaje duró casi un mes (eso se demoraban los barcos de la época en cruzar el Océano Atlántico). Hoy uno se toma un avión y a las diez horas está en Europa.

Mi nono Francesco era chico y gordo. Tenía un hoyo en la pera y los ojos claros y celestes. Muy claros y muy celestes. Más claros y más celestes que el calientito mar del Caribe. Igual que los ojos de mi viejo, igual que los míos.

Mi papá me contó que nadie le dijo nada sobre su enfermedad. Es decir, mi nono murió sin saber que se estaba muriendo.

Entonces, la medicina era bastante precaria. Por eso lo operaron.

Los doctores, curiosos, querían saber qué mierda tenía adentro.

El cirujano lo abrió y lo cerró, pidió hablar con mi nona Margarita y con mi papá y les dijo que no había nada que hacer. Les dijo que se lo llevaran a la casa para que esperara allí la muerte. “La brisa de la muerte enamorada que ronda como un ángel asesino”, como dice Fito Páez.

Antes de que muriera, mi viejo escuchaba al nono Francesco gritar de dolor.

Más que gritos, eran alaridos, aullidos, como los aullidos de los perros cuando son atropellados y no mueren. Aullidos que quedaron grabados para siempre en su memoria.

Es una de las razones del por qué mi papá está tan asustado: en cierta medida sabe todo lo que se le viene.

No le gusta hablar sobre la muerte de mi nono. Le cuesta, le incomoda, y eso se nota a varios kilómetros de distancia.

Se emociona y llora, y no le gusta emocionarse ni llorar. Pero mi mamá me ha contado algunas cosas. Me contó, por ejemplo, que cuando el nono Francesco murió, mi viejo la fue a ver en la noche.