Campos de fresas - Jordi Sierra i Fabra - E-Book

Campos de fresas E-Book

Jordi Sierra i Fabra

0,0

Beschreibung

Luciana es una joven que ha tomado una decisión equivocada y está pagando las consecuencias de sus actos. Sus amigos intentarán ayudarla para que pueda corregir ese terrible error. ¿Podrá la joven disponer de una segunda oportunidad y tomar las riendas de su vida? Una estremecedora historia sobre los peligros que acechan a los jóvenes de hoy.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 181

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



A Montserrat Sendil, compañera esencial y mágica

Nada es real,no hay nada por lo que preocuparse.Campos de fresas para siempre.

1(6 HORAS, 39 MINUTOS)

Abrió los ojos cuando el primer zumbido del teléfono aún no había muerto y lo primero que encontró fueron los dígitos verdes de su radio despertador en la oscuridad de la noche.

Por ello supo que la llamada no podía ser buena.

Ninguna llamada telefónica lo es en la madrugada.

Alargó el brazo en el preciso momento en que sobrevenía el silencio entre el primer y el segundo zumbido, y tropezó con el vaso de agua depositado en la mesita de noche. Lo derribó. A su lado, su mujer también se agitó por el brusco despertar. Fue ella quien encendió la luz de su mesilla.

La mano del hombre se aferró al auricular del teléfono. Lo descolgó mientras se incorporaba un poco para hablar, y se lo llevó al oído. Su pregunta fue rápida, alarmada.

–¿Sí?

Escuchó una voz neutra, opaca. Una voz desconocida.

–¿El señor Salas?

–Soy yo.

–Verá, señor –la voz, de mujer, se tomó una especie de respiro. O más bien fue como si se dispusiera a tomar carrerilla–. Le llamo desde el Clínico. Me temo que ha sucedido algo delicado y necesitamos...

–¿Es mi hija? –preguntó automáticamente él.

Sintió cómo su mujer se aferraba a su brazo.

–Sí, señor Salas –continuó la voz, abierta y directamente–. La han traído en bastante mal estado y... bueno, aún es pronto para decir nada, ¿entiende? Sería necesario que viniese cuanto antes.

–Pero... ¿está bien? –la tensión le hizo atropellarse, la presión de la mano de su esposa le hizo daño, su cabeza entró en una espiral de miedos y angustias–. Quiero decir...

–Su hija ha tomado algún tipo de sustancia peligrosa, señor Salas. La han traído sus amigos y estamos haciendo todo lo posible por ella. Es cuanto puedo decirle. Confío en que cuando lleguen aquí tengamos mejores noticias que darle.

–Vamos inmediatamente.

–Hospital Clínico. Entren por urgencias.

–Gracias... Sí, claro, gracias...

Se quedó con el teléfono en la mano, sin darse cuenta de que su mujer ya estaba en pie. Después la miró.

–¿Un accidente de coche? –ella apenas si consiguió articular palabra.

–No, dicen que se ha... tomado algo –exhaló él.

La confusión se empezaba a reflejar en sus rostros.

–¿Qué? –fue lo único que logró decir su esposa entre las brumas de su nueva realidad.

2(6 HORAS, 50 MINUTOS)

Cinta, Santi y Máximo no se movían desde hacía ya unos minutos. Era como si no se atrevieran. Solo de vez en cuando, los ojos de alguno de ellos se dirigían hacia la puerta, por la que había desaparecido el último de los médicos, o buscaban el apoyo de los demás, apoyo que era hurtado al instante, como si por alguna extraña razón no quisieran verse ni reconocerse.

–¿Por qué a mí no me ha pasado nada?

Había formulado la pregunta media docena de veces y, como las anteriores, Cinta no tuvo respuesta.

–Yo también estoy bien –dijo Máximo.

–Dejadlo, ¿vale? –pidió Santi.

–¿Qué vamos a...?

La pregunta de Cinta murió antes de formularla. Desde que había empezado todo, los nervios se mantenían a flor de piel, pero aún adormecidos, o mejor dicho atontados, a causa del estallido de la situación. Ahora empezaban a aflorar plenamente.

Fue Santi el primero en reaccionar, y lo hizo para sentarse al lado de ella. La rodeó con un brazo y la atrajo suavemente hacia sí. Después la besó en la frente.

Cinta se dejó arrastrar y apoyó la cabeza en él. Luego cerró los ojos.

Comenzó a llorar suavemente.

–Ha sido un accidente –suspiró Santi con un hilo de voz.

Máximo hundió su cabeza entre sus manos.

Cinta se desahogó solo unos segundos. Acabó mordiéndose el labio inferior. Sin desprenderse del amparo protector de Santi, pronunció el nombre que todos tenían en ese mismo instante en la mente.

–Deberíamos llamar a Eloy.

Se produjo un silencio expectante.

Nadie se movió.

–Y también a Loreto –terminó diciendo Cinta.

Santi suspiró.

Pero fue Máximo el que resumió la situación con un rotundo y expresivo:

–¡Joder!

3(7 HORAS, 2 MINUTOS)

Lo despertó el timbre del teléfono y, al levantar la cabeza de la mesa, el cuello le envió una punzada de dolor al cerebro. La brusquedad del despertar fue paralela a ese dolor.

–¡Ay, ay! –se quejó, tratando de flexionar el cuello para liberarse del anquilosamiento.

Pero no lo logró; así que se levantó y fue hacia el teléfono moviéndose como un muñeco articulado que iniciase su andadura. No solo era el cuello, por haberse quedado dormido sobre la mesa, sino los músculos, agarrotados, y la sensación de mareo producto del súbito despertar, unido a la larga noche de estudio a base de cafés y colas.

En quienes primero pensó fue en Luciana, Cinta, Santi y Máximo.

Sus padres no podían ser. Nunca llamaban, y mucho menos a una hora como aquella. ¿Para qué? Así que solo podían ser ellos. Los muy...

Cogió el teléfono, pero antes de poder decir nada escuchó el zumbido de la línea al cortarse.

Encima.

Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y bufó lleno de cansancio. Esperó un par de segundos, luego se desperezó. Tenía la boca pastosa, los ojos espesos y la lengua pegada al paladar. Debía de haberse quedado dormido aproximadamente hacía tres horas. Las primeras luces del amanecer asomaban ya al otro lado de la ventana.

Miró los libros.

Él estudiando y los demás de marcha. Genial.

Claro que a Máximo le importaban un pito los estudios, y Santi ya había dejado de darle al callo. Pero en cambio, Luciana y Cinta...

El teléfono no volvía a sonar, así que se apartó de él y fue al cuarto de baño para lavarse la cara.

Aún tenía todo el sábado y todo el domingo por delante antes del dichoso examen del lunes. Sus padres habían hecho bien yéndose de fin de semana. Y él había hecho bien negándose a escuchar los cantos de sirenas de los otros para que saliera el viernes por la noche.

A pesar de lo mucho que deseaba estar con Luciana.

La llamada se repitió cuando se echaba agua a la cara por segunda vez.

Cogió la toalla y se secó mientras se dirigía hacia el teléfono. En esta ocasión se dejó caer en una butaca antes de atender la llamada.

–Sección de Voluntarios Estudiosos y Futuros Empresarios –anunció–. ¿Qué clase de zángano y parásito nocturno osa?

Nadie le rio la broma al otro lado.

–Eloy –escuchó la voz de Máximo.

Una voz nada alegre.

–¿Qué pasa? –frunció el ceño instintivamente.

–Oye, antes de que esto pueda cortarse de nuevo... Estamos en... bueno... Es que...

–¡Díselo! –escuchó claramente la voz de Cinta por el hilo telefónico.

–Máximo, ¿qué ha ocurrido? –gritó alarmado Eloy.

–Luci se tomó una pastilla y le ha sentado mal.

–¿Una...? –se despejó de golpe–. ¡Mierda! ¿Qué clase de pastilla?

La pausa fue muy breve.

–Éxtasis.

Fue un mazazo. Una conmoción.

¿Luciana? ¿Un éxtasis? Aquello no tenía sentido. Estaba en medio de una pesadilla.

–¿Qué le ha pasado? ¿Dónde estáis?

–En el Clínico. La hemos traído porque... bueno, no sabemos qué le ha pasado, pero se ha puesto muy mal de pronto y...

–Deberías venir, Eloy –escuchó de nuevo la voz de la mejor amiga de Luciana por el auricular.

–Los médicos están con ella –continuó Máximo–. Pensamos que deberías saberlo y estar aquí.

Se puso en pie.

–Salgo ahora mismo –fue lo último que dijo antes de colgar.

4(7 HORAS, 10 MINUTOS)

A pesar de que el sol acababa de despuntar más allá de la ciudad, la mujer ya estaba en pie, como cada mañana, por costumbre. Estaba cerca del teléfono, en la cocina, preparándose su primer café. Por eso pudo cogerlo antes de que su zumbido despertara a todos los demás.

No le gustaban las llamadas intempestivas. La última había sido para decirle lo de su madre.

–¿Sí? –contuvo la respiración.

–¿Señora Sanz?

–¿Quién llama?

–Soy Cinta, la amiga de Loreto.

–¿Cinta? Pero, hija, ¿sabes qué hora es?

–Es que ha pasado algo y creo que Loreto debería saberlo.

–Está dormida.

–Es algo... importante, señora.

–Será todo lo importante que tú quieras, pero en su estado no pienso robarle ni un minuto de sueño. Dime lo que sea, y cuando se despierte se lo digo.

Hubo una pausa al otro lado del hilo telefónico.

–Es que... –vaciló Cinta.

–¿Qué ha sucedido?

–Se trata de Luciana –suspiró finalmente Cinta–. Estamos en el hospital, en el Clínico.

–¡Dios mío! ¿Un accidente?

–No, no, señora. Que le ha sentado mal algo.

–¿Y quieres que Loreto vaya ahí tal y como está ella?

–Yo solo he pensado que tenía que saberlo.

–¿Qué es lo que ha tomado?

–Una... pastilla.

–¿Drogas?

–No exactamente, bueno... no sabría decirle –se la notaba nerviosa y con ganas de terminar cuanto antes–. ¿Le dirá lo que ha sucedido cuando despierte?

–Sí, claro –la mujer cerró los ojos.

–¿Cómo está ella?

–Lleva un par de días mejor.

–¿Come?

–Lo intenta.

–Está bien. Gracias, señora Sanz –se despidió Cinta.

Colgó, dejando a la madre de Loreto todavía con el teléfono en la mano.

5(7 HORAS, 19 MINUTOS)

La primera en entrar en la sala de espera fue Norma, la hermana pequeña de Luciana. Después lo hicieron ellos, los padres. El padre sujetaba a la madre, que apenas si se sostenía en sus brazos. Las miradas de los recién llegados convergieron en las de los amigos de Luciana. Cinta se puso en pie. Santi y Máximo, no. Los ojos del hombre tenían un halo de marcada dureza. Los de su esposa, en cambio, naufragaban en la impotencia y el desconcierto. La cara de Norma era una máscara inexpresiva.

–¿Cómo está? –quiso saber Cinta.

El padre de Luciana se detuvo en medio de la sala, abarcándolos con su mirada llena de aristas. Vieron en ella muchas preguntas, y leyeron aún más sentimientos: ira, rabia, frustración, dolor.

Cinta tuvo un estremecimiento.

–¿Qué ha pasado? –la voz de Luis Salas sonó como un flagelo.

–Nada, estábamos...

–¿Qué ha pasado? –repitió la pregunta con mayor dureza.

Santi se puso en pie para coger a Cinta.

–Tomamos pastillas y a ella le han sentado mal, eso es todo –tuvo el valor de decir.

–¿Qué clase de pastillas?

–Bueno, ya se lo hemos dicho al médico...

–¡Mierda! ¿Estáis locos o qué?

La madre de Luciana rompió a llorar más desconsoladamente aún por la explosión de furia de su marido. Incluso Norma pareció despertar con ella. Se acercó a su madre buscando su protección. Sin dejar de llorar, la mujer abandonó el regazo protector de su marido para abrazar a su hija pequeña.

Luis Salas se quedó solo frente a ellos tres.

Cinta tenía los ojos desorbitados.

–¿Cómo... está? –preguntó por segunda vez.

La respuesta los alcanzó de lleno, hiriéndolos en lo más profundo.

–Está en coma –dijo el hombre, primero despacio, para añadir después con mayor desesperación, con los puños apretados–: ¡Está en coma! ¿Sabéis? ¡Luciana está en coma!

6(7 HORAS, 25 MINUTOS)

El exterior del after hour era un hervidero de chicos y chicas no precisamente dispuestos a disfrutar de los primeros rayos del recién nacido sol de la mañana. Unos hablaban, excitados, tomándose un respiro para seguir bailando. Otros descansaban, agotados aunque no rendidos. Algunos seguían bebiendo de sus botellas, básicamente agua. Y los menos echaban una cabezada en los coches ubicados en el amplio aparcamiento. Pero la mayoría reían y planeaban la continuidad de la fiesta, allí o en cualquier otra parte. Cerca de la puerta del local, la música atronaba el espacio con su machacona insistencia, puro ritmo, sin melodías ni suavidades que nadie quería.

El único que parecía no participar de la esencia de todo aquello era él.

Se movía entre los chicos y las chicas, la mayoría muy jóvenes, casi adolescentes. Y lo hacía con meticulosa cautela, igual que un pescador entre un banco de peces, solo que él no tenía que extender la mano para atrapar a ninguno. Eran los peces los que le buscaban si querían.

Como aquella muñeca pelirroja.

–¡Eh! Tú eres Poli, ¿verdad?

–Podría ser.

–¿Aún te queda algo?

–El almacén de Poli siempre está lleno.

–¿Cuánto?

–Quince.

–¡Joder! ¿No eran doce?

–¿Quieres algo bueno o simplemente una aspirina?

La pelirroja sacó el dinero del bolsillo de su pantalón verde chillón. Parecía imposible que allí dentro cupiera algo más, por lo ajustado que le quedaba. Poli la contempló. Diecisiete, tal vez dieciocho años, aunque con lo que se maquillaban y lo bien alimentadas que estaban, igual podía tener dieciséis. Era atractiva y exuberante.

–Con esto te mantienes en pie veinticuatro horas más, ya verás. No hace falta que te tomes dos o tres.

Le tendió una pastilla blanca, redonda, con una media luna dibujada en su superficie. Ella la cogió y él recibió su dinero. Ya no hablaron más. La vio alejarse en dirección a ninguna parte, hasta que la perdió de vista entre la marea humana.

Siguió su camino.

Apenas una decena de metros.

–¡Poli!

Giró la cabeza y le reconoció. Se llamaba Néstor y no era un cliente, sino un excamello. Se había ligado a una cuarentona con pasta. Suerte. Dejó que se le acercara, curioso.

–Néstor, ¿cómo te va?

–Bien. Oye, ¿el Pandora’s sigue siendo zona tuya?

–Sí.

–¿Estuviste anoche vendiendo allí?

–Sí.

–Pues alguien tuvo una subida de calor. Yo me andaría con ojo.

–¿Qué?

–Mario vio la movida. Una cría. Se la llevaron en una ambulancia.

Poli frunció el ceño.

–Vaya –suspiró.

–Ya sabes cómo son estas cosas. Como pase algo, habrá un buen marrón. ¿Qué vendías?

–Lo de siempre.

–Ya, pero ¿era éxtasis...?

–Oye, yo vendo, no fabrico. Hay lo que hay, y punto. Por mí, como si se llama Margarita.

–Bueno –Néstor se encogió de hombros–. Yo te he avisado y ya está. Ahora, allá tú.

–Te lo agradezco, en serio.

–Chao, tío.

Se alejó de él dejándole solo.

Realmente solo por primera vez en toda la noche.

7(7 HORAS, 37 MINUTOS)

Norma vio cómo sus padres salían de la habitación en la que acababan de instalar a Luciana, reclamados de nuevo por los médicos que la atendían, y se quedó sola con ella.

Entonces, casi sintió miedo al mirarla.

Tenía agujas clavadas en un brazo, por las que probablemente recibía el suero, un pequeño artilugio fijado en un hombro y conectado a sondas y aparatos que desconocía; un tubo enorme, de unos tres centímetros de diámetro, de color blanco y amarillo, parecía ser el nuevo cordón umbilical de su vida. De él partía un derivado que entraba en su boca, abierta. Otro, sellado con cinta a su nariz, se incrustaba en el orificio de la derecha. Por la parte de abajo de la cama asomaba una bolsa de plástico, donde irían los orines cuando se produjeran. Y desde luego, no parecía dormir. Con la boca abierta y los ojos cerrados, embutida en aquella parafernalia de aparatos, más bien se le antojó un conejillo de Indias, o alguien a las puertas de la muerte.

Y era aterrador.

Tuvo una extraña sensación, ajena a la realidad primordial.

Una sensación egoísta, propia, mezcla de rabia y desesperación. Lo que tenía ante sus ojos, además de una hermana en coma y, por tanto, moribunda, era el fin de muchos de sus sueños, y especialmente de sus ansias de libertad.

Ahora, a ella ya no la dejarían salir, ni de noche ni tal vez de día. Y tanto si Luciana moría como si seguía en coma mucho tiempo, sus padres se convertirían en la imagen de la ansiedad, convertirían su casa en una cárcel.

Siempre había ido a remolque de Luciana. Total, por tres años de diferencia...

Ella aún tenía que volver a casa a unas horas concretas, y no podía salir de noche, ni mucho menos regresar al amanecer y pasar la noche fuera de casa aunque se tratara de algo especial, como una verbena.

Ella aún estaba atada a la maldita adolescencia. También Luciana, claro, pero su hermana mayor se había ganado finalmente sus primeras y decisivas cuotas de libertad. Luciana ya estaba dejando atrás la adolescencia.

¿Por qué había tenido que pasar aquello?

Los padres de Ernesto, un compañero del colegio, habían perdido a un hijo en un accidente, y se volcaron tanto en su otro hijo que lo tenían amargado. Eso era lo que le esperaba a ella si...

De pronto sintió vergüenza.

Su mente se quedó en blanco.

Bajó la cabeza.

¿Qué estaba pasando? ¿Era posible que con su hermana allí, en coma, ella pensara tan solo en sí misma, en sus ansias de vivir y de ser libre para abrir las alas? ¿Era posible que aún no hubiera derramado una sola lágrima por Luciana?

Se sintió tan culpable que entonces sí, algo se rompió en su interior.

Y empezó a llorar.

Luciana podía morir, esa era la realidad. O permanecer en aquel estado el resto de su vida, y también era la misma realidad. Un coma era como la muerte, aunque con una posibilidad de despertar, en unas horas o unos días. Una posibilidad. Ni siquiera sabía si su hermana era consciente de algo, de su estado, de su simple presencia allí.

Le cogió una mano, instintivamente.

–Luciana... –musitó.

8(7 HORAS, 40 MINUTOS)

No llores, Norma.

No llores, por favor.

Ayúdame.

Os necesito fuertes a todos, así que no llores.

Puedo verte, ¿sabes, Norma? No sé cómo, porque sé que tengo los ojos cerrados, pero puedo verte. Sé que estás ahí, a mi lado, y que llevas tu blusa amarilla y los vaqueros nuevos, ¿verdad?

¿Lo ves?

Y, sin embargo, aquí dentro está tan oscuro...

Es una extraña sensación, hermana. Es como si flotase en ninguna parte; mejor dicho, es como si mi cuerpo estuviese fuera de toda sensación, porque no siento nada, ni frío ni calor, tampoco siento dolor. Es un lugar agradable. Bueno, lo sería si no estuviese tan oscuro. Me gustaría ver, abrir los ojos y mirar. Hay algo que me recuerda la placenta de mamá. Sí, antes de nacer. Recuerdo la placenta de mamá porque era cálida y confortable.

¿Y cómo puedo recordar eso?

No, allí no tenía miedo, había paz. Aquí, en cambio, tengo miedo, a pesar de que siento algo de esa misma paz. La siento porque estoy a sus puertas. Puedo dar un paso y olvidarme de todo para siempre.

Un simple paso. Pero no puedo moverme.

Norma, Norma, ¿y los demás?

¿Están bien?

¿Y Eloy?

Oh, Dios, daría mi último aliento por tenerlo aquí, a mi lado, y sentir su mano como siento la tuya, hermana.

Tu mano.

Eloy.

Me siento tan sola...

9(7 HORAS, 47 MINUTOS)

En el despacho del doctor Pons había únicamente dos sillas, así que, mientras esperaban, el médico entró en un pequeño cuarto de baño y regresó con un taburete que colocó en medio de ellas. Cinta y Santi ocuparon las sillas. Máximo, el taburete.

El médico rodeó de nuevo su mesa para ocupar su butaca. Desde ella los observó.

Cinta era de estatura media, tirando a baja, adolescentemente atractiva con la ropa que llevaba, pero también juvenilmente sexy: cabello largo, ojos grandes, labios pequeños, cuerpo en plena explosión. Santi y Máximo, en cambio, eran el día y la noche. El primero llevaba el cabello corto y tenía la cara llena de espinillas, como si en lugar de piel tuviera un sembrado. El segundo mostraba una densa cabellera rizada, como si de la cabeza le nacieran dos o tres mil tirabuzones de color negro que luego le caían en desorden por todas partes.

Unió sus manos, entrelazando los dedos, y se acodó en su mesa. Luego empezó a hablar, despacio, sin que en su voz se notaran reconvenciones o dureza. Era médico. Solo médico.

Y había una vida en juego.

–Ahora que vuestra amiga al menos está estabilizada, es hora de que retomemos la conversación.

–Ya le dijimos todo...

–Oídme, ¿queréis ayudarla o no?

–Sí –contestó Cinta rápidamente.

Los otros dos asintieron con la cabeza.

–¿Quién más tomó pastillas?

–Yo –volvió a hablar Cinta.

Miró a Santi y a Máximo.

–Todos tomasteis, ¿no? –preguntó el doctor.

–Sí.

–¿Éxtasis?

–Sí.

–¿Cómo sabéis que era éxtasis?

–Bueno... –vaciló Máximo–. Se supone que...

–¿Soléis tomarlo a menudo?

–No –dijeron al unísono los dos chicos.

Probablemente demasiado rápido, aunque...

–¿Qué efecto os causó? –continuó el interrogatorio.

–Era como... si tuviera un millón de hormigas dentro –dijo de nuevo Cinta, dispuesta a hablar–. Mi cuerpo era una máquina, capaz de todo. Un estado de exaltación total.

–Yo quería a todo el mundo –reconoció Máximo–. Un rollo estupendo. Me dio por reírme sin parar.

–Sí, eso –convino Santi–. Era como estar... muy arriba, no sé si me entiende. Arriba y muy fuerte.

–¿Y ahora?

No hizo falta que respondieran. El bajón ya era evidente. Fueran o no habituales, podían tener náuseas, cefaleas, dolor en las articulaciones...

–¿Qué le pasó exactamente a Luciana?

–Empezó a subirle la temperatura del cuerpo.

–No –Santi detuvo a Cinta–. Primero se mareó, y luego vino lo de los calambres musculares.

–Fue todo junto –apuntó Máximo–. Yo me asusté cuando vi que dejaba de sudar. Entonces comprendí que le venía un golpe de calor.

–¿Así que sabéis lo que es eso?

–Sí.

–Y aun así, ¿os arriesgáis?

Era una pregunta estúpida, improcedente. Lo comprendió al instante. Miles de chicos y chicas lo sabían y, sin embargo, todas las semanas se jugaban la vida tomando drogas de diseño. Después de todo, solo alguien moría de vez en cuando.

Solo.

–¿Qué pasó después? –siguió el doctor Pons.

–Lo que le hemos contado –dijo Cinta–. Empezó con las convulsiones, el corazón se le disparó y...

–¿Tenéis aquí una pastilla de esas?

–No.

Suspiró con fuerza. Hubiera sido demasiada suerte. Con una pastilla, al menos sabría qué llevaba Luciana en el cuerpo. Un análisis de sangre no bastaba. Había que analizar el producto.

Ni siquiera sabían contra lo que luchaban.

–A nosotros no nos hizo nada –manifestó Santi–. ¿Por qué sí a ella?

–Eso no se sabe, por esa razón es tan peligroso. Os venden química pura adulterada con yeso, ralladura de ladrillos y otras sustancias empleadas en la construcción, como el aquaplast