Cánovas del Castillo -  - E-Book

Cánovas del Castillo E-Book

0,0

Beschreibung

A Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) se le considera todavía hoy el político más importante de la historia de España contemporánea. Varias veces presidente del Gobierno, fue el artífice de la refundación y consolidación de la Monarquía liberal a partir de 1874. Historiador y teórico de la política, Cánovas del Castillo es además un referente fundamental del pensamiento liberal y conservador español. Este volumen es una aproximación biográfica al personaje a partir de las nuevas aportaciones que se han realizado desde el centenario de su fallecimiento, y abarca su ejecutoria como ministro de Isabel II hasta su último y difícil gobierno, con la guerra de Cuba al fondo y que le costaría su asesinato a manos de un anarquista. Monarquía y liberalismo fueron los dos principios por los que Cánovas abogó toda su vida: «Entiendo la Monarquía como la base de la libertad, y como la base entre nosotros de todas las conquistas de la civilización moderna».

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 452

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Roberto Villa García y Carlos Gregorio Hernández (eds.)

Cánovas del Castillo

Monarquía y liberalismo

© Los autores y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 110

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN: 978-84-1339-142-7

ISBN EPUB: 978-84-1339-475-6

Depósito Legal: M-4648-2023

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Presentación

Cánovas antes de ser Cánovas

«Arrímate a Cánovas, que es el hombre del mañana»

La Joven Málaga

La historia, maestra de la vida

Un paso al frente en la vida pública: la revolución de julio de 1854

Con la Unión Liberal

La forja del liberalismo conservador. Cánovas y la construcción del alfonsismo liberal

Con Isabel II es imposible

Ni hacer ni deshacer barricadas

En la monarquía de Amadeo I

La construcción del alfonsismo liberal

A modo de epílogo

Cánovas y Sagasta. Los fundamentos constitucionales de la Restauración

El modelo originario. Modelos de Constitución

La dura experiencia del Sexenio Revolucionario

Soberanía política limitada por el peso de la historia y la complejidad social

El fracaso del sistema de partidos durante el reinado de Isabel II y el Sexenio

Derechos y libertades constitucionales. Institucionalismo y positivismo jurídico

El cinismo de Sagasta

El pacto bipartidista y su precio: el turno de partidos o la consociación frente a la competencia electoral

De la desconfianza al pragmatismo. Las relaciones entre Cánovas y la izquierda liberal en la Restauración

Cánovas y Sagasta en la difícil articulación de un sistema de partidos en España

Tan lejos, tan cerca. Cánovas y Sagasta ante los «obstáculos tradicionales» y la revolución

Continuar la Unión Liberal por otros medios: Cánovas en el Sexenio

El «arte del Estado»: Cánovas y la izquierda liberal en el reinado de Alfonso XII

Un Cánovas otoñal frente a los liberales: el pie cambiado de la Regencia

Un liberalismo integrador

Cánovas en la Historiografía española

Académico precoz

El peso del historicismo

Etapa de juventud (1854-1866)

Etapa de madurez (1867-1885)

Etapa de reconocimiento (1886-1897)

El valor de la historia para Cánovas del Castillo

Palabras Amables y Poca Acción: Cánovas, Salisbury y la guerra de Cuba

Salisbury y Cánovas, ¿espléndido aislamiento?

Gran Bretaña y España: una relación asimétrica

Gran Bretaña y la revuelta cubana de 1895: la sombra de los Estados Unidos

Sir Henry Drummond Wolff: un aliado insospechado

Wolff llora en el desierto, 1896

1898: una conclusión previsible

El último Cánovas: el unionismo liberal-conservador y los movimientos particularistas

España, una nación convaleciente

Centralización política, descentralización administrativa

Cánovas y Cuba

La insurrección cubana y los planes del último gobierno canovista

Presentación

El 8 de agosto de 1897, un Cánovas que bordeaba ya los setenta años se encontraba tomando las aguas en el Balneario de Santa Águeda. El entonces presidente del Gobierno estaba sometido a una enorme presión por el enquistamiento de la rebelión de los independentistas cubanos y, sobre todo, por la eventual intervención norteamericana, que había tratado de sortear encauzando cada pequeño conflicto en una negociación directa y no exenta de habilidad con el gobierno de Washington, y también por medio de tratos con las grandes potencias europeas, con el fin de que forzaran a Estados Unidos a continuar reconociendo la soberanía española sobre la Gran Antilla. Precisamente sobre las derivaciones diplomáticas de la insurrección había acudido Cánovas a dar cuenta a la reina regente, María Cristina de Habsburgo, a San Sebastián. Trasladado con su esposa al municipio de Mondragón, donde se hallaba el Balneario, esa mañana se hallaba sentado en un banco de la galería de arcos, enfrascado en la lectura del periódico La Época, cuando el anarquista Michelle Angiolillo le segó la vida con tres certeros disparos.

A 125 años del magnicidio, este libro condensa las aportaciones más relevantes que se han realizado sobre Cánovas, en el periodo que va desde la eclosión de estudios suscitada por el centenario de su muerte hasta la fecha de hoy. Puede decirse que, con el cambio de siglo, las novedades sobre el estadista malagueño, como las más generales sobre el periodo de la Restauración, han disminuido notablemente. El desplazamiento de la historiografía a otros periodos y temas, y el declive del número de obras generales sobre la historia política de España, explican en buena medida este fenómeno. Por supuesto, está también el hecho de que historiadores como Melchor Fernández Almagro, Luis Díez del Corral, José Luis Comellas, Javier Tusell, Florentino Portero, Jorge Vilches, Carlos Dardé y el grupo que trabajó entorno a Alfonso Bullón de Mendoza y Luis Togores en los noventa, han puesto orden en lo que conocemos de Cánovas del Castillo y su época. En este sentido, el congreso que se celebró en 1997 fue un gran acicate para la investigación y la integración de diversas perspectivas y disciplinas, desde el derecho, el arte, la historia de la prensa y la historiografía, que culminó con la edición de las obras completas por parte de la Fundación Cánovas del Castillo.

A la espera de que el bicentenario de su nacimiento constituya un impulso en los nuevos estudios sobre Cánovas, este libro ofrece un balance sobre aquellos aspectos de su biografía o de su época más directamente relacionados con él, y que han sufrido una importante relectura en los últimos años. La ordenación de las aportaciones de los diversos autores tiene mucho de cronológica, de modo que sin la pretensión de ser una biografía, prácticamente todos los periodos de la trayectoria política y personal de Cánovas se vuelven a abordar a la luz de nuevas fuentes o relecturas. El capítulo primero, escrito por Carlos Gregorio Hernández, aborda el primer Cánovas, replanteándose varios de los rasgos de su biografía personal que contribuyeron a conformar su pensamiento y su cursus honorum en la volátil política española de la mitad del siglo XIX. Jorge Vilches ofrece una reflexión novedosa sobre la sinuosa política canovista en los convulsos años del Sexenio Revolucionario y, específicamente, hace inteligible ese proceso en que Cánovas pasó de implicarse en la construcción de una alternativa liberal-conservadora dentro de la Monarquía de Amadeo, a edificar la eficaz alternativa alfonsina que haría posible la restauración, sobre renovadas bases políticas, de la dinastía nacional. Precisamente sobre la articulación de uno de los aspectos más relevantes de la política constitucional, el capítulo de Luis Arranz ofrece un análisis del modelo originario de aquella Monarquía constitucional, que todavía constituye el periodo liberal más estable y prolongado de nuestra historia contemporánea, y de los límites que la necesidad de integrar a la izquierda liberal procedente del Sexenio impusieron al proyecto canovista. La construcción del sistema de partidos y la difícil colaboración al respecto entre Cánovas y Sagasta es revisada en sus pormenores por José Ramón Milán, mostrando cómo la consociación entre los partidos Liberal-Conservador y Liberal-Fusionista fue más trabajosa y menos mecánica de lo que suele exponerse, y hasta qué punto estuvo sometida a difíciles alternativas que impidieron su consolidación hasta después de la muerte de Alfonso XII. Federico Martínez Roda estudia la faceta del Cánovas historiador, una disciplina que el estadista malagueño cultivó con una preferencia vocacional, pero que también consideró fuente de enseñanzas para todo gobernante, anticipándose en medio siglo a los fundadores de la moderna ciencia política, que a mediados del XX siempre consideraron la historia política como un campo de experiencias privilegiado. La mirada británica a la gestión por parte de Cánovas de la rebeldía independentista en Cuba y las gestiones españolas para procurarse el auxilio diplomático del gobierno de Londres es afrontada por Julius Ruiz, centrada en las contradicciones de la política de Salisbury y en las negociaciones de su embajador en España, Drummond Wolff. Por último, la perspectiva interior de ese conflicto, insertado en una particular concepción del proyecto nacional español y del papel que en él jugaban las provincias ultramarinas la ofrece Roberto Villa, donde se pone en claro qué tipo de organización político-administrativa promovía para España el político malagueño.

Por supuesto, los autores de este volumen somos conscientes de que las cuestiones aquí analizadas no agotan la rica ejecutoria de Cánovas, un personaje omnipresente en la convulsa y fluida política española de la segunda mitad del XIX. Pero consideramos que este libro ofrece un balance útil sobre las cuestiones más relevantes, que por sí mismo puede constituir un renovado esbozo biográfico y que, en todo caso, ofrece materiales para una nueva y completa reevaluación de la trayectoria vital del estadista a la vista del ya próximo bicentenario de su nacimiento. Esperamos que, además, sirva para incentivar los estudios de uno de los periodos más apasionantes de nuestra historia política. En este sentido, no podemos finalizar sin reconocer la labor divulgadora de la editorial que da cabida a este proyecto, Encuentro, y su acogida entusiasta a esta nueva aproximación a la figura Antonio Cánovas del Castillo, que esperamos no sea la última.

Roberto Villa García y Carlos Gregorio Hernández

Cánovas antes de ser Cánovas

«Arrímate a Cánovas, que es el hombre del mañana»

Teatro Real, 12 de diciembre de 1874. Se desarrolla el estreno de Aida. «Arrímate a Cánovas, que es el hombre del mañana». Esta frase en medio de una conversación le sirve a Benito Pérez Galdós para introducir a Antonio Cánovas del Castillo en una escena de sus Episodios Nacionales en la que el político malagueño figura como parte central de la «contradanza del alfonsismo», moviéndose alrededor de Isabel II en el palacio Basiliewski de París y junto al futuro Alfonso XII en la Academia Militar inglesa de Sandhurst1.

Este episodio fue el último de los que publicó el escritor canario, ya en 1912, varios años después del asesinato cometido por Michele Angiolillo, que segó una de las biografías clave para entender la historia contemporánea de España. La narración de Galdós arranca en 1874 y se extiende hasta 1880. En Galdós, el líder conservador es un hombre orgulloso, que tuvo que someterse a los militares, y también un intrigante dadivoso con sus amigos. El protagonista comenta tras un encuentro con don Antonio:

A muchos personajes de primera magnitud política había yo visitado en mi vida; pero ninguno me causó tanta cortedad y sobresalto como don Antonio Cánovas del Castillo, por la idea que yo tenía de la excelsitud de su talento, por la leyenda de su desmedido orgullo y de las frases irónicas y mortificantes que usar solía. Apenas cambiamos las primeras frases de saludo, empezó a disiparse la leyenda del empaque altivo, pues me encontraba frente a un señor muy atento y fino, y de una llaneza que al punto ganó mi voluntad. Hízome sentar a su lado, en un sofá casi frontero a la mesa de despacho, y hablamos… quiero decir, él habló y yo escuché, atento a su palabra enérgica, vibrante y un poquito ceceosa2.

El juicio del escritor canario no es tan distinto al que «Clarín» ofreció en su obra homónima de 1887, menos conocida que la anterior, y que también estaba ambientada en los primeros años de la Restauración. El autor de La Regenta, igualmente crítico, adornaba su primera escena con Cánovas junto a la Gran Peña intentando seducir a «una de las mujeres más hermosas que podían pasearse por la corte». «Cánovas no tiene bastante vigor intelectual para pensar en las ideas mismas, no pasa de pensar en las letras de molde en que suele aparecer algo de las ideas», afirma acto seguido3.

Diríamos que las versiones literarias de la vida de Cánovas son semejantes entre sí y que han tenido un cierto influjo a la hora de marcar el recuerdo de aquel político. Curiosamente la etapa previa a presidir el gobierno pasa completamente desapercibida en ambos libros. Parece un periodo poco relevante a nivel biográfico, aunque en el mismo ya tuvo una gran importancia política. Aquel pasado le sirve a Leopoldo Alas para confrontar el antes y el después de 1874: «Pues [Cánovas] es capaz lo mismo de ponerle un prólogo a lord Byron que de escribir el programa del Manzanares»4. Efectivamente Cánovas había prologado a Byron y escrito el manifiesto de 1854, pero ese resumen era pobre y maniqueo. Había sido muchas cosas más.

Fue ministro de Gobernación y de Ultramar y una de las figuras relevantes de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donnell, escribió algunas novelas y con criterio de literatura del XIX y antigua y se dedicó a la historia con una profundidad que han alcanzado pocos políticos de primer nivel en los dos últimos siglos. Pero Cánovas fue, ante todo, como escribió su hermano Emilio, «el alma, por decirlo así» del restablecimiento de la Monarquía, en palabras de José Luis Comellas, el arquitecto de un sistema que ha llevado su nombre5. Esa perspectiva distorsiona todo lo anterior.

Cánovas procuró el régimen liberal más longevo de nuestra historia, junto a la actual democracia, gracias a que fue capaz de atemperar y superar los vaivenes revolucionarios y reaccionarios sucedidos desde 1808, estructurando unos partidos que hicieron viable la alternancia y el acceso pacífico al poder, sobre la base de una legalidad compartida, a pesar de haber estado unos antes al lado de Isabel II y otros con la revolución de septiembre de 1868.

Es difícil no ver en su proyecto de los setenta trazas lo escrito décadas atrás por los puritanos y la Unión Liberal, si bien las diferencias también son perceptibles. Cabría afirmar que trabajó desde la experiencia y desde el análisis del periodo isabelino para corregir sus fallos. Su implicación en la revolución de 1854 y en los gobiernos de O’Donnell y Mon le sirvieron para repensar la ecuación resultante entre autoridad y libertad. Como afirmó Jorge Vilches, Cánovas fue quien culminó la revolución liberal en España al estabilizarla6. De ahí que haya sido un referente para todos los políticos conservadores posteriores y especialmente para aquellos que se han sentido atraídos por la historia, como él. También para los que, queriendo reivindicar la transición a la democracia de 1975, vieron en su síntesis un punto de arranque y reflexión sólido.

Al Cánovas antes de ser Cánovas, a ese hombre que sería el hombre del mañana, se llegó cuando ya tenía una dilatada vida pública. Él mismo trató de refutar la idea de su evolución política, sucedida en 1854, 1868 o 1874, según a quien consultemos, al volver sobre sus escritos de juventud para reafirmar periódicamente las continuidades entre lo que escribió entre los cuarenta y los sesenta y lo que representó en los años finales del siglo XIX. La coherencia que apunta es notoria en sus artículos, ensayos y discursos de 1845 a 1876, sin que ello sea óbice para poder apreciar matices y disonancias a lo largo de todo ese recorrido cronológico.

El interés por biografiarle comenzó durante su tercera etapa como presidente del gobierno, entre 1879 y 1881. José Gómez-Díez escribió la primera en 1880 bajo el seudónimo de «Saurin»7. A ese libro se le opone el Cánovas del malagueño Manuel Casado Sánchez de Castilla, escrito en 1882. En el mismo afirma que debe muchos datos al propio biografiado, pues ambos eran amigos y habían crecido en la misma ciudad, aunque Manuel nació en 1846, justo cuando Antonio acababa de establecerse en Madrid. Políticamente le define como un conservador desde su juventud, pero no incondicional de los moderados8.

Sorprende, no obstante, que la mayoría de las biografías se concentran en la década de los cuarenta del siglo XX. Los historiadores a partir de Melchor Fernández Almagro, siguiendo por José Luis Comellas, Javier Tusell, Florentino Portero, Jorge Vilches, Carlos Dardé y el grupo que trabajó entorno a Alfonso Bullón de Mendoza y Luis Togores en los noventa, han puesto orden en todo lo que conocemos de él. Lo más interesante es que han pensado a Antonio Cánovas del Castillo con más profundidad que Pérez Galdós, «Clarín», «Saurin» y Casado, pero dentro del mismo marco cronológico que ellos, confrontando en dos grandes etapas su biografía y atendiendo fundamentalmente a la segunda. La división tiene sentido por varios motivos, que trascienden a que su recuerdo se asocie fundamentalmente a la Restauración.

Más allá de las coincidencias, sí que cabe afirmar que las biografías de Cánovas son hijas de su tiempo: las realizadas durante la Restauración, durante la dictadura de Primo de Rivera, el franquismo y en la actual democracia muestran intereses distintos, que se perciben perfectamente en lo que dicen del primer Cánovas.

La Joven Málaga

Antonio Cánovas del Castillo nació en Málaga el 8 de febrero de 18289. Llegó a Madrid con 17 años para estudiar Derecho en 184510. Fue ministro por primera vez con 36 años. Cuando colaboró a sentar las bases de la restauración borbónica tenía 46 y fue asesinado a los 69. En ese lapso fue 6 veces presidente del gobierno por un tiempo de unos 13 años. Es decir, alcanzó la cima de la política aún joven, especialmente para los cánones actuales, pero a un ritmo parecido al de otros gobernantes de su tiempo, como Ramón María de Narváez, Juan Álvarez de Mendizábal, Baldomero Espartero, Francisco Javier Istúriz, Joaquín María López, Leopoldo O’Donnell y Práxedes Mateo Sagasta, que llegaron a la presidencia a una edad similar. Fue al final del reinado de Isabel II y en la etapa posterior a 1874 cuando la media de edad de los gobernantes comenzó a superar los sesenta años, en buena medida por la continuidad en el ejercicio del poder de los mismos hombres11.

En las primeras biografías su vida antes de 1874 se resolvió con unas pocas pinceladas. El aura del arquitecto del nuevo régimen, varias veces presidente, opacó toda la etapa previa, aunque es importante señalar que realmente fue un ciudadano anónimo durante mucho tiempo. De ahí también los silencios o los trazos gruesos de los primeros autores. Málaga, la llegada a Madrid e incluso los años cincuenta casi no tienen espacio en ningún libro, si exceptuamos el de Casado. Desentrañar una biografía no es materia fácil. Aunque los detalles que se conocen a día de hoy pueden parecernos escasos, realmente son numerosos si atendemos a lo que sabemos de muchas personalidades públicas de su tiempo y posteriores. Haber sido presidente de gobierno facilitó que algunos de sus amigos y allegados, como el citado Casado o Fernando Cos-Gayón, dejasen testimonios y recuerdos de unos años que, de otro modo, habrían pasado totalmente desapercibidos.

La primera mención a su entorno familiar en la prensa de la época está referida a su madre, Juana del Castillo, de Cánovas, a quien se advierte a través del Diario Oficial de Avisos de Madrid que debe pasar por la secretaría de la dirección del Colegio General Militar, «para un asunto de su interés», sin aportar más detalles. Está pronto a concluir el año 184712. Emilio Cánovas, cuatro años más joven que su hermano, también se anticipa a Antonio, al figurar en El Clamor Público como «Escribiente cesante en este ministerio» y «repuesto en el mismo destino», en un anuncio de Gobernación de febrero de 184813. Vuelve a aparecer en una relación de firmas de apoyo a Isabel II «con motivo del triunfo conseguido en la madrugada del 7 del actual sobre los trasnochadores del orden público», en referencia a nuestra abortada revolución del 4814. Estas menciones se entremezclan con sus primeras colaboraciones en El Semanario Pintoresco Español, de Ángel Fernández de los Ríos15.

El cierto anonimato del que disfrutó Antonio Cánovas del Castillo viene a coincidir con los relatos sobre sus orígenes modestos, aunque la idea de un hombre hecho a sí mismo, que él apuntó y que sus biógrafos repiten, parece excesiva. Como afirma Dardé, su biografía muestra cómo la política española quedó abierta a diversos sectores sociales antes que en otros países, como Inglaterra, donde los primeros ministros siguieron perteneciendo a la aristocracia hasta 194516. De Sagasta, un ingeniero de caminos nacido en una familia de comerciantes, y de otros muchos, podría afirmarse lo mismo.

Antonio quedó huérfano de padre a los quince años. Antonio Cánovas García, su padre, nacido en Orihuela, era maestro de escuela y falleció el 2 de marzo de 1843. El citado Dardé es el primero en reparar en la ideología progresista de su progenitor y para validarlo cita a Emilio Cánovas del Castillo17. Añade otros tres argumentos para extender esas ideas al hijo mayor: su colaboración con los progresistas en la revolución de 1854, sus obras de la década de los cincuenta y la rectificación de las mismas en las décadas siguientes.

Juana del Castillo Estébanez se quedó viuda, en compañía de una hermana, y al cuidado de sus hijos varones: Antonio, Serafín, Máximo, Emilio y José18. El fallecimiento paterno llevó a Antonio a convertirse en profesor en el Colegio de San Telmo, dependiente de la Junta de Comercio de Málaga, y también a escribir. Manuel Casado recoge algunos detalles de su formación, que aparecen extractados en las obras posteriores:

Además de las lecciones que su dicho padre le daba, en un gran colegio que con todos los adelantos modernos había fundado en la calle de Salinas, las había recibido también muy provechosas, en matemáticas de D. Eduardo Jáuregui; y en humanidades y latín, del sabio eclesiástico D. Basilio González Arribas, que años después murió siendo cura de la parroquia de San Felipe, próxima a cuya Iglesia y en la calle de las Parras, vivió algún tiempo la familia Cánovas19.

Si nos atenemos a los escritos del propio Cánovas no parece haberle influido la Primera Guerra Carlista, que pasa casi desapercibida en sus obras, aunque los partidarios de don Carlos fueron uno de sus temores recurrentes como factor de inestabilidad en la España de Isabel II y Alfonso XII. Sucede lo propio con la revolución de 1836, que comenzó en Málaga el 25 de julio tras la destitución de Juan Álvarez de Mendizábal y los conflictos con la milicia. Los gobernadores Saint-Just y el conde de Donadío de Casasola fueron linchados por la multitud y se formó una junta alrededor de Juan Antonio Escalante. Esta fue la primera revuelta que pudo presenciar a lo largo de su vida, mucho antes de intervenir en la de 185420. Bien es cierto que era todavía un niño de ocho años. Tuvo que conocer mejor la sucedida en 1843, tras la dimisión del gobierno de Joaquín María López, cuando la milicia nacional se sublevó nuevamente en Málaga. Al cabo de un mes Espartero partió a Inglaterra y Narváez ocupó su lugar en Madrid. Todos estos hechos debieron ser un acicate a la hora de conformar sus ideas.

En una obra más reciente, la de Melchor Fernández Almagro, la que ha ahondado más en esos años iniciales, recuperando y ordenando datos dispersos en los libros publicados con anterioridad. Por ejemplo, gracias a la misma se sabe de las cartas que le dirigió a José Rodríguez Ramírez, un amigo de la infancia, a quien preguntaba por una novia de juventud a la que dejó al irse a estudiar a Madrid21. Las reflexiones posteriores de Comellas y Dardé vienen a coincidir en lo sustancial con la suya, aunque con enfoques interesantes y distintos. Dardé, a diferencia de Comellas y Fernández Almagro, unifica en una única etapa el periodo de 1828 a 1854, integrando su juventud en Málaga y sus primeros años en Madrid en un capítulo, y separa los años 1854-1868, que titula «El aprendizaje del oficio de gobernar». A su juicio, la trayectoria de Cánovas es el fruto de una evolución política, que otros historiadores, por inercia de las obras del XIX y de la propia definición del mismo Cánovas, han tendido a moderar. Fue en los cuarenta del siglo XX cuando esa interpretación se llevó al extremo en libros como los de Juan B. Solervicens, Luis García Arias y el conde de Vallellano, que le definieron como a un temprano contradictor del progresismo español.

La aportación más relevante desde entonces es la de Luciano González Ossorio, que rescató el semanario La Joven Málaga, citado en casi todas las obras anteriores, pero desconocido hasta el siglo XXI, donde comenzó a escribir en 1845 y en el que afloran mínimamente sus ideas políticas, pero sobre todo su interés por la literatura. Asimismo, abordó otras colaboraciones en la prensa local, como Eco de la Juventud y El Avisador Malagueño, y las posteriores en la prensa madrileña, donde llegó a ser director de La Patria, la tribuna de los puritanos, mientras culminaba sus estudios de Derecho22.

Cánovas dirigió y redactó La Joven Málaga, subtitulado «Periódico Jocoserio de Literatura»junto a José Robles y Postigo y Macsimino Carrillo de Albornoz23. Aparecieron 14 números semanales de esta revista, cada domingo, entre el 6 de abril y el 6 de julio de 1845. El primer editorial y varios sueltos los firmó Antonio Cánovas del Castillo, aunque eliminando la «s» final de su apellido. La reiteración permite inferir que no fue una errata. Mantuvo esta rúbrica en Madrid en sus colaboraciones para el Semanario Pintoresco Español. Al igual que La Joven Málaga recuerda por su título al movimiento de Giuseppe Mazzini, la firma pudo ser un homenaje al escultor italiano Antonio Canova (1757-1822), fallecido pocos años antes.

Sus textos son un signo de sus capacidades tempranas y de su ambición. Se presenta como otro Homero, al que pretende superar, empleando una cita del Bernardo del Carpio o la victoria de Roncesvalles, de Bernardo de Valbuena. En otra de las secciones del periódico hace breves exposiciones de historia, donde también muestra algo de lo que desarrollaría al cabo de los años, y también compuso algunas poesías breves.

En buena medida el tono general de la revista confirma la tesis apuntada por Carlos Dardé al señalar el progresismo juvenil del futuro líder del conservadurismo durante la Restauración, pero el contenido de los artículos de Cánovas, como el primer editorial, se apartan de ese juicio. Así afirma, en uno de sus párrafos:

Voltaire, Rousseau y todos los filósofos de su época aplicados totalmente a destruir no pocas veces con falta de juicio y sobra de ligereza y no sabiendo o no pudiendo edificar, se pusieron a sí mismos, y lo que es peor, pusieron a la sociedad entera en el triste caso de un hombre bastantemente ignorante para destruir la choza que le servía de abrigo en razón de sus pocas comodidades sin contar antes con los materiales suficientes para la construcción de una buena casa; porque es de presumir que de ningún modo estaría peor que a la intemperie. Pero en aquel tiempo faltaba la experiencia necesaria y además se había pintado con tan negros colores todo cuanto existía y había existido desde muchos siglos, que ebria de furor y de venganza, no concibiendo cosa peor pudiera plantearse, la sociedad nueva se arrojó sobre la antigua, y la devoró al primer choque en algunos puntos, no siéndolo en todos, porque encontró la fuerza armada por apoyo con cuyo solo auxilio puede sostenerse. Religión, literatura, todo mudó de faz en aquella época y en algo pudo restablecerse mediante la irresistible lógica de las bayonetas, que fue por cierto la impasibilidad en que por tanto tiempo había yacido el pensamiento ni el ciego respeto a la antigüedad que caracterizó el siglo de los Corneilles, Racines y Bolieaux. Como consecuencia de esta la autoridad está precariamente establecida, la Religión considerablemente maltratada, tanto por el estúpido fanatismo de los antiguos como por la irracional descreencia de los modernos, es decir, tan perjudicada por los horrores de la Inquisición, como por la detestable abjuración de Gobel24.

Es fácil atisbar en estas líneas partes fundamentales del pensamiento canovista, ciertamente escorado al progresismo, si atendemos a la mención a la Inquisición, pero enmarcado en un tono de equilibro entre contrarios muy propio de todo lo ya conocido y representativo de su línea política posterior. En el número 2 podemos leer una breve discrepancia con Chateaubriand a propósito de la religión, para volver a enfatizar el punto medio, relativo a «la nueva era, tan ensalzada por los partidarios del progreso, cuanto vilipendiada por los fanáticos antiguos» y una apostilla final: «que la Revolución, consecuencia inevitable de la marcha de la humanidad, no se vence con volver atrás; porque al cabo vendremos a parar a lo mismo; sino trabajando en la confección de un sistema fijo y correspondiente a la época, que pueda sustituir a los pasados ya de imposible existencia»25. Sucede lo propio con los artículos de la siguiente etapa en La Patria, antes de intervenir en política, que conforman una suerte de línea editorial o constante en su pensamiento.

Interesa incluir aquí una mención a El solitario y su tiempo, su biografía del escritor y poeta Serafín Estébanez, primo de su madre, a quien llama tío el propio Antonio. Le conoció en Málaga en 1839 y le ayudó a establecerse en Madrid en 1845. En ella aporta algunas claves de sus primeros tiempos en la capital y sobre su juventud en Málaga, «la ya trabajadora, fecunda, y entonces y siempre deliciosa ciudad, en que él nació cual yo he nacido»26. Antonio Cánovas mantuvo siempre contacto con su entorno y preocupación por las cosas de su ciudad. La construcción de su puerto, por ejemplo, se allanó nada más iniciarse la Restauración, y poco después llegó el proyecto para desviar el cauce del Guadalmedina. No hay que olvidar la pujanza de aquella urbe. Allí crecieron, a la par que su industria y su comercio, el citado Estébanez Calderón, el marqués de Salamanca, el marqués de Larios, Manuel Agustín de Heredia, Andrés Borrego y Antonio Ríos Rosas. Es decir, algunos de los principales exponentes del siglo XIX español.

Toda la obra sobre Estébanez es una muestra de gratitud. Según Cánovas, su tío «no participó de las ideas liberales exaltadas, entonces ni nunca», aunque se dejó llevar hacia las ideas vencedoras durante la revolución de 1820, y casi acto seguido añade «el tradicionalismo de Estébanez nada tenía que ver con el religioso o filosófico de algunas escuelas (…) ni mucho menos con el de cierto partido español, contra el cual luchó ardientemente, y no sin riesgo de la vida»27. Luego le mostrará como fernandino, cristino y moderado, mientras realiza un repaso por la historia de la literatura española de la primera mitad siglo XIX y su interacción con las modas europeas.

Serafín Estébanez, oficial de la milicia ciudadana durante el Trienio, que se exilió a Gibraltar en 1824, le dedicó unos versos a las tropas de Angulema que no pueden hacernos dudar de la continuidad de sus ideas liberales: «Si las hordas del Norte/Traspasan nuestras lindes,/Lidiemos cual valientes./Muramos como libres».

Es difícil no leer en las páginas de El solitario y su tiempo al propio Cánovas, porque podemos ver paralelismos e ideas justificatorias de su propia biografía, de su ejecutoria al frente del gobierno y del tiempo en el que escribió, más que de los años veinte del siglo XIX. La obra está repleta de comentarios políticos como el que dedica a Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862), el líder de los moderados, del que afirma que «logró acreditarse más como romántico con su drama [se refiere a La Conjuración de Venecia] que de liberal con su ley fundamental [el Estatuto Real], para los revolucionarios literarios o políticos de la época»28. En este libro aparece también su tesis sobre el origen de los moderados:

Los que entonces comenzaban a apellidarse como cristinos, ya más, ya menos devotos de las ideas liberales, fueron al fin, de todos modos, los que primero constituyeron aquel poderoso bando que mantuvo firme el testamento de Fernando VII, decretó la exoneración de D. Carlos y sus hijos, y abrió cimientos a la organización posterior de la parcialidad política que se apellidó moderada29.

La filosofía doctrinaria de aquellos moderados, que creían que había que equilibrar la tradición con las nuevas ideas, sin caer tampoco en la revolución, subyace al pensamiento canovista, como señaló Luis Díez del Corral30. Fernández Almagro abundó en esta idea:

Porque es lo curioso del caso que despuntaba ya en él la conciencia política que le llevaría siempre a defender ideas transaccionales o, si se quiere, superatorias, y este significado es el que —adolescente ganado ya por la preocupación política— da a La Joven Málaga, revista semanal que funda, no sin hacerla preceder de un prospecto fechado en 15 de marzo de 1845 (…). Dijérase que llevaba el doctrinarismo en la masa de la sangre. Era ya doctrinario sin saberlo quizá, y si las obras de Royer-Collard o de Guizot —de haber llegado a Málaga ya— le eran conocidas, fuerza es reconocer que Cánovas, apenas salido de la niñez, estaba al día en sus lecturas como avisada persona mayor31.

El juicio de Comellas también coincide en lo fundamental con todo lo anterior, al señalar este doctrinarismo, pero entendemos que yerra al extenderlo a otros órdenes distintos de lo político:

ya desde su juventud se hizo patente una ponderada inclinación a las actitudes «moderadas» en la más noble acepción del término: orden dentro de la libertad, renuncia a toda exaltación o violencia, respeto por el pasado y por los valores de siempre, espíritu de razonamiento y de arbitraje; pero tratar de hilar más fino y precisar tendencias o escuelas concretas por entonces sería una imprudente anticipación de los hechos32.

Emilio, hermano de Antonio Cánovas del Castillo, escribió unas notas a una recopilación de textos que publicó con motivo del asesinato de su hermano. Ahí destaca su capacidad de estudio y de abstracción de lo inútil. La nota sobre su carácter, que «no era tan pacífico como el mío, pecando más bien, desde niño, de enérgico o poco sufrido e indomable y amigo de reñir o pelear», interesa por el contraste que refleja con la imagen del político adulto, de lo que representó en la política española y de lo que afirma Comellas. Casi no ha dejado huella en toda la literatura posterior el hecho de que se enfrentó a lances de honor y que «solían resolverse más modestamente, a palos o bastonazos, en callejas o callejones de poco tránsito, con gran pesar mío, que presencié algunos»33. No podemos olvidar tampoco su participación en la revolución de 1854 y su apoyo circunstancial al pronunciamiento de 1874 para traer la monarquía de Alfonso XII.

La historia, maestra de la vida

La primera vez que salió de su ciudad natal fue gracias al viaje a Madrid. Ahí comienza una obra tardía, como la de Antonio Espina, que se recrea en el trayecto en diligencia, «vestido de negro, con facha de señorito provinciano de familia modesta», y en su aspecto, caracterizado por las levitas negras y sus corbatas de lazo negro, junto a otros detalles que también mencionan las obras previas, como su miopía, tan notoria gracias a sus gafas en todos los retratos34.

Al llegar a la ciudad le acogió Serafín Estébanez, como hemos señalado con anterioridad. Cánovas pudo matricularse en la Universidad Central en el curso 1846-1847, en la Facultad de Jurisprudencia, al tiempo que su pariente le colocó en la Compañía del ferrocarril en construcción de Madrid a Aranjuez, propiedad del también malagueño José de Salamanca, cuñado de Estébanez y de Manuel Agustín de Heredia, pues los tres estaban casados con las hermanas Livermore. Se graduó bachiller en Filosofía en septiembre de 1846, obtuvo el bachiller en Jurisprudencia en junio de 1850 y se licenció en Jurisprudencia en junio de 1853. Para entonces ya le acompañaban en la capital sus hermanos y su madre, que fue a Madrid en 1851. También estuvo gravemente enfermo en 1848, por lo que sus estudios se resintieron durante algún tiempo.

Por entonces aparece un amplio círculo de amistades a su alrededor, como Emilio Castelar, Emilio Bravo, Gutiérrez Alba, Portillo, José Núñez de Prado, Barbieri, Emilio Alcalá-Galiano, Antonio María Fabié, Eduardo de Mier, Cristino Martos, Carlos Manuel O’Donnell, Miguel Morayta, Carlos Navarro Rodrigo y otros, junto a los que acudía a tertulias en los cafés Suizo, Nueva Esmeralda y El Parnasillo.

Uno de los relatos más importantes sobre su biografía, el de Antonio María Fabié, comienza precisamente en 1847. Antonio María era hijo del sevillano Antonio María Fabié Escudero (1832-1899), a quien conoció en casa de los Mier cuando acababa de llegar a Madrid. El libro omite toda su juventud en Málaga e incluye una foto del político, realizada el año anterior, que es poco conocida. Su Cánovas del Castillo, publicado en 1928, fue realizado a partir de la documentación que guardó el padre del autor y de sus confidencias; de unas notas que tomó pensando en redactar una historia del periodo y de una serie de entrevistas con Eduardo de Mier (1829-1914), otro amigo de Cánovas, hijo del subgobernador del Banco de España. Cánovas

presentaba por aquel entonces, según mi padre, un aspecto insignificante, pequeñito, delgaducho, moreno, con estrabismo pronunciado, no tan descuidado en el vestir como fuera más adelante, y moviendo la fisonomía constantemente por efecto de un tic nervioso. No podía estar quieto un momento; iba y venía de un lado a otro, cogiendo aquí libros y papeles, y apenas se iniciaba una conversación acerca de cualquier materia, tenía necesariamente que llevar la voz cantante35.

Sin acabar la etapa universitaria comenzó a publicar sus primeros libros. Su novela La Campana de Huesca data de 1852 y al siguiente dio a la imprenta Historia de la decadencia de España desde el advenimiento de Felipe III al trono hasta la muerte de Carlos II. Las escribió en un tiempo en que frecuentó el Ateneo de Madrid, donde impartía lecciones de historia. Nos detenemos con cierto detalle en estas obras escritas con poco más de veinte años porque muestran nuevas trazas de lo que será su ideario. Su erudición es sorprendente para un joven de esa edad.

El prólogo de su tío Serafín a La campana de Huesca es un elogio de la novela histórica, una relación de las virtudes que ha de tener quien se adentre en ese género, apareciendo varias veces como modelo Walter Scott, autor de Ivanhoe o Vaverley, y una crítica al desarrollo de esta literatura en España, que atribuye a la dependencia francesa36. Como es conocido, abordar este acontecimiento no era un tema nuevo ni en la historia ni en la literatura. Ahí está la obra de Lope de Vega y poco antes de la de Cánovas aparecieron las de Antonio García Gutiérrez, en 1837, y Manuel Fernández González, en 1850. A nivel político cabe destacar que su novela es una defensa de la Monarquía en la persona de Ramón Berenguer IV, a través de un episodio que sirvió para criticarla, especialmente en el siglo XIX.

En sus Problemas contemporáneos menciona que la Historia de la decadencia de España se la encargaron antes de terminar la carrera y que debía ser una continuación de la historia de España de los padres Juan de Mariana y José Manuel de Miñana. El propio autor afirma que aquella fue más «una obra de recopilación que de investigación», de la que no quedó satisfecho. De hecho, la rehízo en La Casa de Austria en España. Bosquejo histórico, escrito en 1869, tras pasar bastante tiempo en el archivo de Simancas. Pese al juicio crítico, se reafirmó en el fondo de su primer trabajo, al señalar que «el sentido íntimo y general de nuestra historia en los siglos XVI y XVII, que descubrí y patenticé en aquella obra juvenil, es el mismo que le doy todavía, después de treinta años de estudios casi incesantes acerca de los hombres y las cosas de aquellos tiempos»37. Abundando en sus ideas juveniles prosigue: «algunos de mis adversarios, que no críticos, propalen que en aquella obra de los veinte años mostré yo ideas diferentes de las que profeso ahora en política, y hasta poco favorables al principio monárquico: discúlpese, pues, que, con textos fehacientes, patentice aquí lo contrario», y para ello se apoya en la primera página de aquel libro, donde hace una defensa de Felipe II al compararlo con los otros gobernantes europeos de su tiempo, y en otros textos posteriores, como su prólogo a Vida de la princesa de Éboli, de su amigo Gaspar Muro, y señala que sus contradictores disculpan al tiempo «los cadalsos innumerables levantados en 1793».

Cabe englobar en esta misma etapa sus Apuntes para la historia de Marruecos, que se publicaron al mismo tiempo que concluía la guerra iniciada por el gobierno de O’Donnell, pero que fueron escritos en los últimos meses de 1851, antes de titularse en Derecho. Aquel ensayo fue una justificación del derecho español sobre el territorio marroquí, que hay que entender en el contexto del imperialismo decimonónico. Sus primeras páginas se retrotraen a la presencia romana en el norte de África y a los conflictos con los moradores de la región, y apunta que Roma «no tardó en comprender, con su ordinario instinto y acierto, que la frontera natura de España por la parte del Mediodía no es el canal angostísimo que junta los dos mares, sino la cordillera del Atlas».

Esa idea de la continuidad entre la Península y África la traslada a otros momentos de la historia, incluidas las etapas musulmana y moderna, en la que refleja los constantes conflictos y la más pacífica expedición de Domingo Badía, a la que dedica muchísimas páginas. Por último da respuesta a los posibles derechos que podían esgrimir portugueses, franceses, napolitanos e ingleses sobre la región.

Cánovas repite los argumentos esgrimidos por los imperialistas de otras latitudes: a España le cabe ordenar y civilizar ese espacio o lo harán otros por ella, aunque esa misión debe acometerse en el futuro. Es precisamente en el final de la obra, que sí escribió en 1860, donde se aparta de la cuestión marroquí e incluye una apelación a la moderación, a la unidad con Portugal, a la aproximación a Inglaterra, lógica desde su punto de vista, pero impedida por la cuestión de Gibraltar, y a la buena vecindad con Francia, que era «la más fuerte, la más belicosa, la mejor dirigida por lo común de las naciones continentales»38. Ahora toca afianzar la paz recién alcanzada, que es lo que parece en entredicho desde la propia España.

Ese colofón estratégico, que también apunta en su Historia de la decadencia de España, está prefigurando su línea de conducta de unos años después durante su breve paso por el ministerio de Ultramar, entre junio de 1865 y julio del año siguiente. También insiste en su conocido realismo: «La política es la realización en cada momento de la historia de la parte que en él es posible llevar a cabo de la aspiración ideal de una raza o de una generación entera de hombres»39.

Un paso al frente en la vida pública: la revolución de julio de 1854

Uno de los datos más llamativos a la hora de analizar todo lo escrito sobre Cánovas es que él afirmó que su carrera política comenzó en 1849, haciendo oposición al gobierno en nombre del Partido Moderado, desde el periódico La Patria, pero ninguno de los historiadores ha decidido poner ahí un hito de su biografía. Todos fijan ese umbral en 1854. Tiene sentido esta cesura, pero llevarla a 1849 implica atender a sus artículos en La Patria, paralelos a su carrera, donde se complica o matiza su trayectoria política como un curso lineal desde una división del moderantismo hacia el conservadurismo.

Jorge Vilches recoge su testimonio en las Cortes de 1854, alusivo a aquella circunstancia anterior, donde afirma que «en todas las situaciones que he recorrido me he encontrado haciendo la oposición al partido moderado en nombre de sí mismo»40. Fue en esa misma sesión, la primera de su carrera parlamentaria, cuando planteó la existencia de «un tercer partido constitucional», distinto al republicano y al reaccionario:

Este tercer partido, que no tiene recuerdos, que no sabe de dónde viene, pero que sabe dónde va, según la expresión feliz de uno de los ilustres caudillos de Vicálvaro; que va a la libertad y al orden; que no va a nada de lo que ha pasado: este partido, reclamado por las circunstancias, más poderosas que las miserias de los hombres y las preocupaciones de los partidos, no diré que esté ya formado, pero sí que pronto, muy pronto lo estará. No hay ya entre unos y otros más que una diferencia mezquina, insignificante: el nombre. (…) Que se diga si en los principios que hemos sostenido, en los principios que hemos combatido en nombre de la unión liberal, existen diferencias esenciales que sean importantes, insuperables. No existen, señores, no existen, y por eso podremos caminar conformes mientras nos anime el espíritu generoso y fecundo de la revolución. En nombre de la Patria, de las ideas liberales y del Trono constitucional, marcharemos adelante llevando por bandera la Unión Liberal (…)41.

Es aquí donde podemos explicar mejor sus intervenciones en las Cortes en abril de 1869 y marzo de 1876, en las que afirmó:

No es exacto, en verdad, por lo menos en su propio y recto sentido, lo que mi elocuente y particular amigo Sr. Figueras ha indicado esta tarde respecto a mis conexiones con el partido moderado. No; yo no he pertenecido, propiamente, en toda mi vida, ni por un momento siquiera, a lo que se ha llamado en España partido moderado42.

De lo que yo diga no resultará ninguna alusión que pueda molestar a aquellos dignos individuos del antiguo partido moderado, que estando enfrente de mí y ocupando este banco desde 1867 a 1868, han estado después a mi lado en la situación de concordia que yo inicié y que mantengo en el Poder. (…) Yo no he tenido en toda mi vida el honor, pues siempre es un honor pertenecer con rectitud a un partido, yo no he tenido el honor, digo, de pertenecer al partido moderado. Ni un solo momento de mi vida he pertenecido a él; no he pertenecido a otro partido que al de la Unión Liberal. Como individuo de la Unión Liberal he sido perseguido en ciertos momentos; como individuo de la Unión Liberal he venido casi solo a ese banco, enfrente de los últimos Ministerios anteriores a septiembre de 186843.

El joven estudiante de Derecho se oponía en 1849 a los moderados por su autoritarismo y para defender la libertad, en la línea de los puritanos de Joaquín Francisco Pacheco, Francisco Javier Istúriz, Nicomedes Pastor Díaz, Antonio Benavides Fernández Navarrete, Antonio Ríos Rosas, González Bravo y otros, que se hacían llamar Partido Moderado de la Oposición. Estos querían un pacto con el partido progresista y terminaron apoyando el levantamiento de 1854. Pasados los años, en 1867 y 1868, Cánovas volverá a criticar a los moderados, aunque ahora se distancia de un partido que, tras el fallecimiento de O’Donnell, volvió a aproximarse a la estrategia revolucionaria. Ahí suceden su apartamiento de la política y las críticas de sus compañeros, que entendían su asistencia al parlamento e incluso su retraimiento como una colaboración con el moderantismo. La contradicción entre la primera y la segunda situación pudo resolverla con la sentencia «un hombre honrado no puede tomar parte más que en una revolución y eso, porque ignora lo que es». No se ha confirmado que la frase sea de su autoría, aunque se ha repetido como suya en multitud de ocasiones44. Por otra parte, los tres discursos referidos, con más de veinte años de distancia entre el primero y el último, muestran el hilo conductor de toda su trayectoria política, y la evolución en su entendimiento del equilibrio, que pasó de la reunión en un partido, la Unión Liberal, a establecerse a partir de dos, nucleados alrededor de él mismo y de Sagasta.

La Patria, el periódico donde divulgó tempranamente estas ideas, nació el 1 de enero de 1849 como diario de los puritanos y fue dirigido en primer término por el propio Joaquín Francisco Pacheco. Cánovas, que también ejerció de director, fue el discípulo predilecto de Pacheco. Fue el crítico literario y teatral de la publicación, además de elaborar una crónica semanal cada lunes. En una crítica escrita para Las Novedades afirma: «Apenas salidos de la adolescencia, la suerte nos puso debajo de su dirección y enseñanza: él corrigió nuestro primer artículo de política; él alentó nuestra primera crítica literaria; él fue entonces para nosotros más que un jefe un maestro, más que un amigo un hermano»45. El periódico desapareció cuando Juan Bravo Murillo sustituyó a Narváez en la presidencia del gobierno, el 9 de febrero de 1851. Como venimos señalando, la publicación fue un claro antecedente de la Unión Liberal y de la línea política sostenida por Cánovas a lo largo de su vida. En su primer número decía:

Cuando se habla de pueblo, del país, de la patria, cada cual los ve por medio de un prisma que le presenta exclusivamente los suyos, y que le oculta o disfraza los de sus adversarios. El pueblo de El Heraldo no es el pueblo de El Clamor; el país de que habla La España no es el que invoca La Reforma. Cada uno presenta bajo aquella denominación a la muchedumbre que le oye y que le aplaude. Los periódicos de la situación señalan como tal al que ha hecho las últimas elecciones parciales; los periódicos progresistas, al que se ha abstenido de concurrir a ellas. (…) Creemos que la nación está en ambos campos y no exclusivamente en ninguno. Creemos que es pueblo el que concurre y el que se abstiene; el que se deleita con El Porvenir, y el que se entusiasma con El Espectador. Pensamos más aún, que hay una gran parte de él que no sigue ninguna de las dos banderas. En él se encuentra sin duda el amor a la libertad: en él se halla el temor de las revoluciones: en él hay por último —y ¿cómo no había de haberlo?— una mortal indiferencia por debates de los que no le resulta nada. Si hemos de decir francamente nuestra opinión, nos tememos mucho que esta última categoría es la más extensa y numerosa46.

Mientras escribía para La Patria prodigó sus colaboraciones en diversas cabeceras como La Ilustración, Las Novedades, El Clamor Público, El Oriente, La América, Revista de España, El Constitucional y el Periódico Universal. También se le atribuye su participación en El Murciélago, precursor del levantamiento de 1854. González Ossorio, siguiendo la estela de Carlos Seco Serrano y Pilar García Pinacho, ha logrado poner en valor todo ese periodo vinculado al periodismo, donde inició su vida pública. Totalizó 119 artículos, que no son muchos en comparación a los de otros coetáneos, políticos como él, aunque este quehacer le sirvió para pagar sus estudios y residir en Madrid, junto al trabajo que le procuró Estébanez en la empresa del marqués de Salamanca.

En ese tiempo cuajó su relación con Leopoldo O’Donnell. Tuvo su origen en la voluntad del general de ordenar su archivo de la época en la que fue capitán general de Cuba. De esta tarea se encargó el malagueño. Cánovas había hecho amistad durante sus estudios con Carlos Manuel O’Donnell, sobrino del general, que es el que le propuso esta colaboración47. O’Donnell, que había pertenecido al partido moderado, se apartó del mismo en 1848 por la actuación del duque de Valencia contra el movimiento progresista. Durante los gobiernos de Bravo Murillo y Sartorius se convirtió en el incipiente líder de la oposición a los moderados.

A Cánovas le tocó preparar junto al progresista Ángel Fernández de los Ríos el manifiesto de Los escritores de la prensa periódica independiente, a sus lectores y al público, que fue la escenificación de una colaboración que daría lugar al bienio progresista. El documento está fechado el 29 de diciembre de 1853 y fue firmado por redactores diversos medios (El Clamor Público, La Época, La Nación, Las Novedades, Diario Español, El Tribuno y El Oriente), aunque no por el joven malagueño, que sí figuró en una carta de adhesión posterior, que encabezó el poeta Manuel José Quintana. En el mismo denunciaban que su silencio sobre la actualidad no era conformidad con el gobierno sino el fruto de la censura48.

En julio de 1854 realizó el Manifiesto del Manzanares que sirvió de programa al pronunciamiento del general O’Donnell en Vicálvaro y fue elegido diputado por primera vez por la circunscripción de Málaga en las elecciones posteriores. La violencia de esas jornadas solo se contuvo con la intervención de Evaristo de San Miguel y con la llamada a Baldomero Espartero para formar gobierno. El general llevaba una década alejado de la política española. O’Donnell trató de ejercer su influencia desde el Ministerio de la Guerra, aunque su peso a la postre fue escaso. Según Cristino Martos, Cánovas jugó un papel decisivo en la conjura de 1854, negociando con los progresistas y activando a algunas de sus relaciones para movilizar a las tropas: «don Antonio Cánovas del Castillo, cuyas prendas de orador elocuente y de escritor elegante y castizo eran ya bien conocidas de muchos, comenzó a mostrarse desde ahora conspirador valeroso y diestro y hábil, y entendido político»49. También formó parte de un comité de moderados y progresistas para negociar durante este ínterin, integrado por Gabriel Tassara, el marqués de la Vega de Armijo y Ángel Fernández de los Ríos.

El texto del manifiesto, que identificaba al ejército sublevado como liberal, planteaba la continuidad del trono, «pero sin camarilla que lo deshonre» e incluía varias ideas que venían siendo reivindicadas por los progresistas, como las modificaciones de la ley electoral y de imprenta, la descentralización administrativa, la milicia nacional y la bajada de los impuestos. Vilches señala que la inclusión de la milicia fue cosa de Serrano, pero que Cánovas no la apoyaba. Carlos Dardé ofrece un dato significativo de la importancia que ya había adquirido: varios ministros le consultaron antes de aceptar sus cargos50.

Pese a estas frases, el político malagueño ha pasado a la posteridad como un defensor del centralismo, el nacionalismo y el imperialismo51. Cualquiera de esas palabras se puede usar para describir su pensamiento, pero todas son matizables. Por ejemplo, su defensa de la centralización fue eminentemente política y compatible con la descentralización administrativa, que aparece no solo aquí sino en etapas posteriores, como cuando estuvo al frente de los ministerios de Gobernación y de Ultramar.

Como diputado intervino pocas veces en las cortes de 1854. Tuvo un recordado enfrentamiento con Salustiano Olózaga, al que atribuyó hacer política carlista, pese a su progresismo. También discutió en diciembre con Cándido Nocedal, por entonces en el Partido Moderado52. O’Donnell le hizo auditor de guerra, como había sido su pariente Serafín Estébanez, y pronto fue enviado a Roma. En agosto de 1855 el gobierno le encargó la dirección de la Agencia de preces, con la que se articuló la representación ante los Estados Pontificios, tras la ruptura con el Vaticano propiciada por la ley Madoz, de mayo del mismo año. Cánovas elaboró la respuesta oficial a la Iglesia en el mes de julio. Durante aquella experiencia preparó Roma y España a mediados del siglo XVI, que publicó en 1868.

Según Dardé, el joven diputado tenía un punto de vista regalista al entender que el problema religioso era competencia exclusiva del Estado y efectivamente ese punto de vista es extensible al resto de gobiernos liberales de la época53. Su catolicismo está fuera de toda duda, pero ha sido objeto de discusión su clericalismo y la influencia de las ideas cristianas en su pensamiento. Sus menciones a la religión y a la identidad católica española tienen que leerse en un contexto en el que la disputa con el carlismo no había cesado. Cuando surgió la alternativa de los neocatólicos al moderantismo sus argumentos tuvieron continuidad. Obviar esa dimensión en sus relatos habría dejado en manos de estas otras alternativas políticas todo el campo del catolicismo español.

El alejamiento de España le permitió sustraerse al día a día de los choques entre o’donnelistas y esparteristas, cuya ruptura se consumó en julio de 1856. La dimisión de Espartero fue seguida de la sublevación de los progresistas. O’Donnell le sustituyó al frente del gobierno, con Ríos Rosas en Gobernación, pero la situación duró poco tiempo. En octubre de 1856 Narváez volvió al poder y anuló el acta adicional a la Constitución de 1845, que había aprobado su antecesor.