Capitalismo y pulsión de muerte - Byung-Chul Han - E-Book

Capitalismo y pulsión de muerte E-Book

Byung-Chul Han

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Beschreibung

Lo que hoy llamamos «crecimiento» es en realidad la consecuencia de un aumento excesivo de carcinomas que destruyen el organismo social. Estos tumores metastatizan sin cesar y se multiplican con una vitalidad inexplicable y mortal. En cierto momento, este crecimiento ya no es productivo, sino destructivo. El capitalismo ha sobrepasado hace mucho tiempo este punto crítico. Sus poderes destructivos producen catástrofes no solo ecológicas o sociales, sino también mentales. Los efectos devastadores del capitalismo sugieren la existencia de un instinto de muerte. Freud, inicialmente, introdujo la noción de «pulsión de muerte» con vacilación, pero luego admitió que «no podía pensar más allá» a medida que la idea se volvía cada vez más central en su pensamiento. Hoy es imposible refl exionar sobre el capitalismo sin considerar la pulsión de muerte. Este libro reúne 14 artículos y 2 conversaciones de Byung-Chul Han acerca de la expansión del capitalismo y sus consecuencias.

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Byung-Chul Han

Capitalismo y pulsión de muerte

Artículos y conversaciones

Traducción de Alberto Ciria

Herder

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

Título original: Kapitalismus und Todestrieb

Traducción: Alberto Ciria

Diseño de la cubierta: Toni Cabré

Edición digital: José Toribio Barba

©2019, Mathes und Seitz Berlin, Berlín

©2022, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN epub: 978-84-254-4549-1

1.ª edición digital, 2022

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

ARTÍCULOS

CAPITALISMO Y PULSIÓN DE MUERTE

¿POR QUÉ HOY NO ES POSIBLE NINGUNA REVOLUCIÓN?

LA EXPLOTACIÓN TOTAL DEL HOMBRE

EN EL PANÓPTICO DIGITAL

SOLO LO MUERTO ES TRANSPARENTE

DATAÍSMO Y NIHILISMO

VACÍO ANGUSTIOSO

EL HOMBRE QUE SALTA

¿DE DÓNDE VIENEN LOS REFUGIADOS?

DONDE VIVEN LOS MONSTRUOS

¿QUIÉN ES UN REFUGIADO?

LA BELLEZA ESTÁ EN LO EXTRAÑO

TODO CORRE PRISA

EN TU CARA

CONVERSACIONES

EL EROS VENCE A LA DEPRESIÓN

AL CAPITALISMO NO LE GUSTA EL SILENCIO

ARTÍCULOS

CAPITALISMO Y PULSIÓN DE MUERTE

Lo que hoy llamamos crecimiento es en realidad una proliferación carcinomatosa y carente de un objetivo fijo. Actualmente estamos asistiendo a un paroxismo de producción y de crecimiento que recuerda a un paroxismo de muerte. Finge una vitalidad que oculta que se está avecinando una catástrofe mortal. La producción cada vez se parece más a una destrucción. La autoalienación de la humanidad posiblemente haya alcanzado aquel punto en el que ella experimenta su propia destrucción como un goce estético. Lo que Walter Benjamin dijo en su momento sobre el fascismo se puede aplicar hoy al capitalismo.

En vista de su frenesí destructivo Arthur Schnitzler compara a la humanidad con bacilos. Según esa comparación, la historia de la humanidad se desarrolla como una enfermedad infecciosa mortal. Crecimiento y autodestrucción se identifican:

¿Realmente sería tan impensable que también la humanidad representara una enfermedad para algún tipo de organismo superior que nosotros no pudiéramos concebir en su totalidad, dentro del cual ella tuviera la condición, la necesidad y el sentido de su existencia, y que tratara de destruir aquel organismo, y que finalmente tuviera que destruirlo cuanto más se desarrollara ella misma, exactamente igual que el género de los bacilos trata de destruir al individuo humano «infectado»?1

La humanidad está aquejada de una ceguera mortal. Solo es capaz de advertir órdenes inferiores. Ante los órdenes superiores es tan ciega como los bacilos. Por eso la historia de la humanidad es una «lucha eterna contra lo divino», que «necesariamente es destruido por lo humano».

Freud compartiría sin reservas el pesimismo de Schnitzler. En El malestar en la cultura Freud escribe que el hombre, con su «cruel agresividad», es una «bestia salvaje que ni siquiera respeta a los miembros de su propia especie».2 La humanidad se destruye a sí misma. Aunque en algunas ocasiones Freud habla de la razón, que sería capaz de advertir órdenes superiores, sin embargo el hombre es dominado en última instancia por los instintos. Para Freud, la causa de las tendencias agresivas es la pulsión de muerte. Apenas pocos meses después de que se terminara de escribir El malestar en la cultura estalla la crisis económica mundial. En ese momento Freud podría haber afirmado que el capitalismo representa aquella forma económica en la que el hombre puede desfogar mejor su agresividad como bestia salvaje.

En vista de la destructividad del capitalismo no parece descabellado asociarlo con la pulsión de muerte de la que habla Freud. El economista francés Bernard Maris, que fue asesinado en 2015 en el ataque terrorista al Charlie Hebdo, sostiene en su estudio Capitalismo y pulsión de muerte la siguiente tesis: «La gran astucia del capitalismo consiste en canalizar las fuerzas destructivas y la pulsión de muerte y reconducirlas hacia el crecimiento».3 Según la tesis de Maris, la pulsión de muerte, de la que el capitalismo se sirve para sus propios fines, acaba siendo una catástrofe. Con el tiempo sus fuerzas destructivas terminan imponiéndose y arrollando la vida.

¿Realmente la pulsión de muerte freudiana es apropiada para explicar el proceso destructivo del capitalismo? ¿O lo que domina el capitalismo es un impulso de muerte de tipo totalmente distinto, inasequible para la teoría freudiana de las pulsiones? Freud hace una fundamentación puramente biológica de la pulsión de muerte. Él especula que en algún momento una enorme aplicación de fuerza despertó en la materia inerte las propiedades de la vida. La tensión que entonces surgió en la materia anteriormente inerte trató de eliminarse. Así es como surgió en el ser vivo el impulso a regresar al estado inerte. Había nacido la pulsión de muerte: «El objetivo de toda vida es la muerte, y si nos remontamos al pasado, lo inerte existía desde antes que lo vivo».4 La pulsión de muerte hace que todas las instancias de la vida se reduzcan a «satélites de la muerte». Las pulsiones de vida no tienen ninguna finalidad propia. Incluso los impulsos de autoconservación y de poder no son más que pulsiones parciales, destinadas solo a «asegurar el propio camino del organismo hacia su muerte e impedir otras posibilidades de regreso a lo inorgánico que no sean las inmanentes».5 Lo único que quiere todo organismo es morir a su manera. Por eso se resiste a las influencias externas, que «podrían ayudarlo a alcanzar su objetivo vital por el camino más corto (por cortocircuito, digámoslo así)».6 La vida no es otra cosa que el hecho de que cada uno de los seres está vuelto hacia su propia muerte. Es evidente que la idea de la pulsión de muerte ejerció sobre Freud una fascinación permanente. A pesar de su vacilación inicial se aferró a ella:

El supuesto de la pulsión de muerte o de destrucción tropezó con resistencia aun dentro de círculos analíticos. […] Al comienzo yo había sustentado solo de manera tentativa las concepciones aquí desarrolladas, pero en el curso del tiempo han adquirido tal poder sobre mí que ya no puedo pensar de otro modo.7

La idea de la pulsión de muerte fascina tanto a Freud porque se puede aducir como explicación del impulso humano de destrucción. La pulsión de muerte trabaja en el interior del ser vivo para desintegrarlo. Freud interpreta este proceso de muerte como el resultado de una autodestrucción activa. Por eso la primera forma como se manifiesta la pulsión de muerte es la autoagresión. Solo la pulsión de vida, el Eros, se encargará luego de que la pulsión de muerte se dirija hacia fuera, contra los objetos. La agresividad hacia los demás protege al ser vivo de su autodestrucción:

Así la pulsión sería compelida a ponerse al servicio del Eros, en la medida en que el ser vivo aniquilaba a otro, animado o inanimado, y no a su sí-mismo propio. A la inversa, si esta agresión hacia afuera era limitada, ello no podía menos que traer por consecuencia un incremento de la autodestrucción, por lo demás siempre presente.8

En relación con la pulsión de muerte, Freud no hace ninguna diferencia entre el hombre y otros seres vivos. La pulsión de muerte es inherente a todo ser vivo como la tendencia a regresar al estado inerte. Freud explica la agresividad en función de esta pulsión de muerte. De este modo junta dos impulsos totalmente distintos. La tendencia inherente al organismo a eliminar las tensiones y finalmente a morir no presupone forzosamente una fuerza destructiva de aniquilación. Si se concibe la pulsión de muerte como eliminación sucesiva de la fuerza vital, entonces de ella no se puede deducir ningún impulso destructivo. Además, la pulsión de muerte no explica la agresividad específicamente humana, pues el hombre la tiene en común con todos los demás seres vivos. Pero el hombre es agresivo en particular medida y, sobre todo, es cruel. Ningún otro ser vivo es capaz de un vandalismo ciego. Freud explica también el sadismo en función de la misma pulsión de muerte:

En el sadismo, donde ella tuerce a su favor la meta erótica, aunque satisfaciendo plenamente la aspiración sexual, obtenemos la más clara intelección de su naturaleza y de su vínculo con el Eros. Pero aun donde emerge sin propósito sexual, incluso en la más ciega furia destructiva, es imposible desconocer que su satisfacción se enlaza con un goce narcisista extraordinariamente elevado, en la medida en que enseña al yo el cumplimiento de sus antiguos deseos de omnipotencia.9

La pulsión de muerte, como la tendencia inherente a todo ser vivo a regresar al estado inerte, no explica el gozo decididamente narcisista que la violencia sádica depara al yo. Para explicar el sadismo hay que partir de un impulso destructivo que tenga un carácter totalmente distinto.

Según Maris, la fuerza motora del capitalismo es la pulsión de muerte puesta al servicio del crecimiento. Pero queda sin responder la pregunta de qué es lo que engendra aquel irracional imperativo de crecimiento que hace que el capitalismo sea tan destructivo. ¿Qué fuerza al capitalismo a acumular a tontas y a locas? Aquí entra en consideración la muerte. El capitalismo se basa en la negación de la muerte. El capital se acumula para hacer frente a la muerte como pérdida absoluta. La muerte genera la presión para producir y para crecer. Maris apenas presta atención a la muerte. El propio Freud no analiza expresamente la muerte. La pulsión de muerte como deseo de morir hace que desaparezca justamente esa muerte cuya presencia se manifiesta como angustia. Es significativo que Freud no tenga en cuenta el hecho de que todo ser vivo lucha contra la muerte. Suena rara su observación de que, al aceptar la pulsión de muerte, «se volatiliza ese enigmático afán del organismo, imposible de insertar en un orden de coherencia, por afirmarse a despecho del mundo entero».10 Por eso no va desencaminada la tesis de que la idea freudiana de la pulsión de muerte representa, en último término, una estrategia inconsciente para reprimir la muerte.11

La agresividad específicamente humana, la violencia, guarda estrecha relación con la conciencia de la muerte, que es exclusiva del hombre. La economía de la violencia es dominada por una lógica de la acumulación. Cuanta más violencia se ejerce, tanto más poderoso se siente uno. La acumulación de poder para matar genera una sensación de crecimiento, de fuerza, de poder, de invulnerabilidad y de inmortalidad. El gozo narcisista que conlleva la violencia sádica se explica justamente por este aumento de poder. Matar protege de morir. Uno se apodera de la muerte matando. Un aumento de poder para matar significa una disminución de la muerte. También la carrera armamentista nuclear obedece a esta economía capitalista de la violencia. Nos imaginamos la capacidad acumulada de matar como capacidad de sobrevivir.

La espiral de violencia de la venganza sangrienta ilustra la economía arcaica de la violencia. En la sociedad arcaica toda muerte es interpretada como consecuencia de un uso de violencia. Por eso, incluso la muerte «natural» puede desencadenar una venganza. La violencia sufrida que condujo a la muerte genera como respuesta otra violencia en sentido contrario. Toda muerte debilita el grupo. Por eso el grupo tiene a su vez que matar, para restablecer la sensación de poder. La venganza sangrienta no es un ajuste de cuentas ni un castigo. Aquí no se responsabiliza a ningún criminal. El castigo racionaliza justamente la venganza e impide su aumento imparable. A diferencia del castigo, la venganza sangrienta no está orientada contra nadie. Precisamente por eso es tan devastadora. Puede incluso suceder que el grupo decidido a vengarse mate a gente totalmente ajena. Aquiles venga la muerte de su amigo Patroclo matando y ordenando matar a discreción. No solo se matan enemigos. También se sacrifican enormes cantidades de animales.

La etimología del dinero remite al contexto de sacrificio y de culto. El dinero es originalmente el medio de intercambio para conseguir animales para el sacrificio. Quien tiene mucho dinero obtiene un poder divino para matar: «En su origen, en el sacrificio cultual, el dinero es una especie de sangre sacrificial congelada. Lanzar dinero alrededor, hacer fluir el dinero y verlo fluir, genera un efecto similar al vertimiento de sangre en el combate o en el ara sacrificial».12 El dinero acumulado otorga a su propietario el estatus de un depredador. Lo inmuniza contra la muerte. En el nivel de la psicología profunda perdura la fe arcaica en que la acumulación de capacidad de matar, el aumento de riqueza en forma de capital, protege de morir.

La lógica de acumulación del capital se corresponde exactamente con la economía arcaica de la violencia. El capital se comporta como un maná moderno. El maná es aquella misteriosa sustancia poderosa que se obtiene al matar. Se acumula maná para generar una sensación de poder e invulnerabilidad:

Se suponía que el guerrero contenía en su cuerpo el maná de todos los que había matado. [...] Con cada muerte que lograba crecía también el maná de su lanza. [...] Para incorporar directamente su maná comía de su carne; y para fijar ese crecimiento de poder durante una batalla [...] llevaba sobre su cuerpo, como parte de su equipo de guerra, cualquier parte corporal del enemigo vencido, un hueso, una mano reseca, a veces incluso un cráneo entero.13

La acumulación de capital tiene el mismo efecto que el maná. El capital creciente significa poder creciente. El aumento de capital significa la disminución de la muerte. Se acumula capital para escapar de la muerte. El capital se puede interpretar también como tiempo coagulado. El capital infinito genera la ilusión de un tiempo infinito. El tiempo es dinero. En vista del tiempo de vida limitado se acumula el tiempo del capital.

La narración de Chamisso, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, se puede interpretar como una alegoría de la economía capitalista. Schlemihl vende su sombra al diablo y obtiene a cambio un monedero del que mana oro sin fin. El monedero de oro simboliza el capital infinito. El pacto con el diablo resulta ser un pacto con el capitalismo. El capital infinito hace desaparecer la sombra, que representa el cuerpo y la muerte. Pero Schlemihl en seguida se da cuenta de que no es posible vivir sin sombra. Deambula por el mundo como un no-muerto. La moraleja de la narración es que la muerte forma parte de la vida. Por eso la narración termina con la advertencia: «Y tú, querido amigo, si quieres vivir entre los hombres aprende a honrar primero a la sombra y luego al dinero».

El capitalismo está obsesionado con la muerte. Lo mueve el miedo inconsciente a la muerte. Sus imperativos de acumulación y de crecimiento surgen en vista de la amenaza de muerte. No solo generan catástrofes ecológicas, sino también catástrofes mentales. La destructiva presión para aportar rendimiento hace que la autoafirmación y la autodestrucción se identifiquen. Uno se mata a optimizarse. La autoexplotación sin escrúpulos provoca un colapso mental. La guerra brutal de la competencia resulta destructiva. Suscita una frialdad y una indiferencia hacia otros que vienen acompañadas de frialdad e indiferencia hacia sí mismo.

En las sociedades capitalistas los muertos y los moribundos son cada vez menos visibles. Pero no se puede hacer que la muerte desaparezca sin más. Por ejemplo, cuando la fábrica ya no existe, el trabajo está por todas partes. Si desaparecen los manicomios es porque la demencia se ha convertido en normalidad. Con la muerte sucede exactamente lo mismo. Cuando los muertos no son visibles, la rigidez cadavérica recubre la vida. La vida se anquilosa en mera supervivencia: «Si la muerte es rechazada en la supervivencia, la vida no es entonces […] más que una supervivencia determinada por la muerte».14

La separación de vida y muerte, que constituye la economía capitalista, genera la vida no-muerta, la muerte en vida. El capitalismo genera una paradójica pulsión de muerte, pues le quita la vida a la vida. Su afán de una vida sin muerte acaba siendo mortal. Los zombis del rendimiento, del fitness o del bótox son fenómenos de la vida no-muerta. El no-muerto carece de toda vitalidad. Solo la vida que asume la muerte es realmente viviente. La histeria por la salud es la manifestación biopolítica del propio capital.

En su ambición de una vida sin muerte el capitalismo construye necrópolis, antisépticos espacios de la muerte que están depurados de ruidos y olores humanos. Los procesos vitales son transformados en procesos maquinales. El ajuste total de la vida humana a la función es ya una cultura de la muerte. El principio de rendimiento asimila el hombre a la máquina y lo enajena de sí mismo. El dataísmo y la inteligencia artificial cosifican el propio pensamiento. El pensamiento se convierte en cálculo. Los vivos recuerdos son reemplazados por la memoria maquinal. Solo los muertos se acuerdan de todo. Las granjas de servidores son lugares de muerte. Para sobrevivir nos enterramos vivos. Con la esperanza de sobrevivir acumulamos el valor muerto, el capital. El capital muerto destruye el mundo viviente. En eso consiste la pulsión de muerte del capital. El capitalismo es dominado por una necrofilia que transforma la vida en cosas inertes. Una fatídica dialéctica de la supervivencia hace que la vida se torne algo muerto, o algo no-muerto. Acerca del mundo dominado por la necrofilia Erich Fromm escribe lo siguiente:

El mundo se convierte en una suma de artefactos sin vida; del alimento sintético a los órganos sintéticos, el hombre entero se convierte en parte del mecanismo total que él controla y que simultáneamente lo controla a él. […] Aspira a fabricar robots, que serán una de las mayores hazañas de su mente técnica, y algunos especialistas nos afirman que el robot apenas se distinguirá de los hombres vivientes. Esto no será una hazaña tan asombrosa, ahora que el hombre es difícil de distinguir de un robot. El mundo de la vida se ha convertido en mundo de «no vida»; las personas son ya «no personas», un mundo de muerte. La muerte ya no se expresa simbólicamente por heces ni cadáveres malolientes. Sus símbolos son ahora máquinas limpias y brillantes.15

La vida sin muerte, la vida de los no-muertos, es una vida cosificada y maquinal. Por tanto, la inmortalidad solo se podrá alcanzar al precio de la vida.

Solo con la muerte se puede poner fin al sistema capitalista que reprime la muerte. Baudrillard tiene en mente un particular impulso de muerte que él opone a la versión freudiana de la pulsión de muerte y radicaliza convirtiéndolo en una revolución de la muerte: «En un sistema que obliga a vivir y a capitalizar la vida, la única alternativa es el impulso de muerte».16 La revolución de la muerte, al hacer que ella intervenga, obliga al sistema capitalista, que básicamente niega la muerte, a encararla y lo expone al intercambio simbólico con ella. Baudrillard concibe lo simbólico como aquella esfera en la que la vida y la muerte todavía no están diferenciadas. Lo simbólico se opone a lo imaginario