Caprichos de la fortuna - Cindy Kirk - E-Book
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Caprichos de la fortuna E-Book

Cindy Kirk

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Beschreibung

Los Fortune.5º de la saga. Saga completa 6 títulos. Algo más que un beso por año nuevo. Lia no podía creerse que se hubiese acostado con un completo extraño. Y encima, para colmo de males, estaba embarazada y no tenía ni idea de cómo encontrar al misterioso hombre con el que había compartido esa increíble noche de pasión. Shane Fortune no había ido a Red Rock desde hacía meses, y nada podría haberlo preparado para el shock que se llevó al enterarse de que Lia estaba embarazada. A pesar de la sorpresa, le dio su palabra de que cumpliría con sus obligaciones y se haría cargo de la situación. Lo que no se imaginaba era que aquella hermosa mujer y el hijo que esperaba pronto le robarían el corazón.

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Seitenzahl: 243

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Caprichos de la fortuna, n.º 89 - mayo 2014

Título original: Expecting Fortune’s Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4298-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Nochevieja

Natalia Serrano no había visto nunca unos ojos tan azules como aquellos. Cierto que estaba a una distancia considerable de aquel hombre y quizá solo fuese una ilusión óptica, pero aun así era un espécimen magnífico. El esmoquin que llevaba le sentaba como hecho a medida. Era alto, esbelto, de complexión atlética, y sus rasgos eran de una belleza clásica. Un mechón de cabello negro le cayó sobre la frente, y el hombre lo apartó con impaciencia.

Debía ser unos años mayor que ella, que tenía veinticinco. Probablemente rondaría los treinta y pocos. Por la seguridad que denotaba en sí mismo dedujo que estaba acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas. Sin embargo, cuando sus ojos se encontraron, le dio la impresión de que, aunque seguramente tenían poco en común, había algo que sí compartían: la soledad. Esbozó una sonrisa tímida. La conexión que sentía era tan fuerte que por un momento creyó que cruzaría la sala para entablar conversación con ella, o que al menos le devolvería la sonrisa, pero en vez de eso frunció el ceño, se dio media vuelta y salió al pasillo.

Natalia giró la cabeza hacia la pista de baile, donde la gente bailaba y reía, dispuesta a dar la bienvenida al nuevo año con besos, abrazos y un brindis con champán. Todos parecían felices, disfrutando del momento.

Casa Paloma, el elegante hotel de la ciudad de Red Rock, en Texas, donde se encontraba, no había reparado en gastos para hacer de aquella una Nochevieja inolvidable. Habían contratado a una famosa orquesta, habían elaborado un menú exquisito para la cena y se habían esmerado con la decoración de la sala de fiestas.

Miró la esfera de su reloj de pulsera, rodeada por pequeñas cuentas de colores, y gimió para sus adentros. Aún faltaban noventa minutos para la medianoche. Entre las parejas que giraban en la pista vio a su amiga Selina, pegada al hombre que había estado toda la noche flirteando con ella. A la vista de aquello era evidente que, aunque habían acudido juntas a la fiesta, no se marcharían juntas. Y quizá fuera lo mejor, porque ella estaba deseando largarse, mientras que para Selina la noche apenas acababa de empezar. Sus amigos Dori y Jax, que eran pareja, estaban allí también, pero permanecían en su mundo, y hacía un rato que no los había visto.

—Eh, preciosa. ¿Quieres bailar?

Natalia se giró y vio a un tipo que saltaba a la vista que ya llevaba unas cuantas copas de más. Era más joven que ella y le recordaba un poco a su hermano Eric hacía años, cuando acababa de cumplir los veintiuno e iba por ahí queriendo comerse el mundo.

—Lo siento —respondió, suavizando su negativa con una sonrisa—. Estoy con alguien.

Hasta hacía poco aquello había sido cierto. David Francisco y ella habían estado saliendo durante casi un año, pero hacía un par de meses lo suyo había empezado a hacer aguas y el mes anterior habían roto.

El tipo parpadeó y miró a ambos lados de ella.

—Yo no veo a nadie —dijo confundido.

—Es que ha ido al servicio.

—Ah —el tipo esbozó una sonrisa idiota y se tambaleó ligeramente—. Pues yo voy para allá; si lo veo le diré dónde estás.

Natalia reprimió una sonrisilla.

—Gracias.

Cuando hubo desaparecido entre la multitud, Natalia salió por la puerta más cercana a los cuidados jardines que discurrían por toda la parte trasera del hotel.

El guarda que había sentado junto a la puerta, un hombre mayor de pelo cano, alzó la vista hacia ella.

—Si luego va a volver dentro tengo que ponerle un sello en la mano.

Ella sacudió la cabeza, y la larga melena negra que le caía sobre la espalda se meció de lado a lado.

—No será necesario; me voy a casa.

El hombre parpadeó sorprendido.

—¿No va a quedarse siquiera hasta que den las doce?

—No, me temo que no —Natalia se llevó una mano a la sien—. Me está empezando a doler la cabeza.

No era una mentira. Se había pasado una semana luchando contra una persistente sinusitis, y aunque con el antibiótico que estaba tomando se sentía mucho mejor, la música y el ambiente cargado había hecho que empezase a dolerle otra vez.

—Bueno, pues que se le pase pronto —el guarda le dio un par de palmaditas en el hombro—, y feliz Año Nuevo.

Su tono amable conmovió a Natalia, que se dejó llevar por un impulso y le dio un abrazo.

—Gracias; feliz año a usted también.

El guarda se sonrojó.

—Si cambia de opinión no dude en volver —le dijo con una sonrisa—; la dejaré pasar.

Natalia le devolvió la sonrisa y se despidió con la mano antes de alejarse. Como no tenía dónde ir, salvo a su silencioso y vacío apartamento, caminaba despacio, disfrutando de la belleza de los jardines desiertos adornados con pequeñas luces blancas.

Cuando estaba a solo unos pasos de la verja que conducía a la calle, retrocedió para sentarse en un banco de hierro forjado que había pasado hacía un momento.

Los Manolo Blahnik que había comprado en una tienda de segunda mano en San Antonio eran muy elegantes, pero le quedaban pequeños. Sabía que corría el riesgo de no poder volver a metérselos, pensó mientras se los desabrochaba para quitárselos, pero la estaban matando.

Merecía la pena correr el riesgo, se dijo con un suspiro de alivio, masajeándose el empeine. Era el primer momento de relax que había tenido en toda la noche. Hasta la música le sonaba mejor ahora que volvía a sentir los dedos de los pies.

Y todo sería perfecto si se le hubiese ocurrido ponerse un chal antes de salir de casa. Aunque la temperatura era de unos diez o doce grados, lo cual no estaba mal para una noche de finales de diciembre, el vestido corto y sin mangas que llevaba no la abrigaba lo suficiente.

Se rodeó el cuerpo con los brazos. Se quedaría allí sentada un rato más antes de levantarse y dar la vuelta hasta la parte delantera del hotel para tomar un taxi. Aunque se había ido en mitad de la fiesta, le encantaba esa época del año. Le gustaba esa promesa que traía el Año Nuevo de un nuevo comienzo.

En ese momento se oyeron pasos que se acercaban, y cuando alzó la vista vio al apuesto desconocido de la fiesta rodeando un arbusto del camino. Por un instante se le pasó por la cabeza la descabellada idea de que hubiera salido a buscarla, pero la expresión de sorpresa de él al verla la disipó de inmediato.

De todos modos era una idea absurda. No habían cruzado una palabra, y ni siquiera los habían presentado.

—No pensé que hubiera nadie aquí fuera —su voz era profunda, y tenía un ligero acento sureño.

A pesar de las mariposas que le revoloteaban en el estómago, Natalia consiguió que su voz sonara indiferente y casual.

—Si venía a este banco, hay sitio de sobra. Además, estaba a punto de marcharme.

—Por mí no lo haga —dijo él, y se sentó, dejando una distancia respetuosa entre ambos—. Además, aún no es medianoche. ¿Quién se va de una fiesta de Nochevieja antes de medianoche?

—Bueno, yo acabo de hacerlo. Y por lo que parece usted también —respondió ella con una sonrisa—. Ya somos dos.

Él no hizo ningún comentario al respecto, sino que bajó la vista a sus pies desnudos, y a los zapatos en el suelo frente a ella.

Natalia reprimió el impulso de menear los dedos de los pies y preguntarle qué pensaba del color del esmalte con que se había pintado las uñas. A ella le parecía que iba de maravilla con el vestido, que era casi del mismo tono.  

—¿Le estaban haciendo daño los zapatos?

Natalia dejó escapar un suspiro.

—Me quedan pequeños.

Él parpadeó sorprendido.

—¿Y por qué los compró?

—Porque eran una ganga.

Lo que no iba a decirle era que los había conseguido en una tienda de segunda mano. El corte de su esmoquin era demasiado perfecto como para que fuese alquilado. Probablemente no hubiese pisado una tienda de segunda mano en su vida ni hubiese comprado nada que estuviese rebajado de precio. Jamás comprendería lo que era poder comprarse por doscientos dólares unos zapatos que valían mil quinientos.

—Son unos Manolos.

Los labios de él se arquearon con una sonrisilla divertida.

—Ah, bueno, eso lo explica todo.

—Seguro que en la fiesta de la que viene la mayoría de las mujeres llevaban zapatos como estos.

Él se quedó callado un momento.

—¿La fiesta de la que vengo?

Natalia no se molestó en disimular su irritación ante aquella pregunta. Puso los ojos en blanco y le contestó:

—Lleva un esmoquin; va demasiado elegante para esta fiesta.

Los ojos de él brillaron con humor.

—¿No le gusta cómo voy vestido?

—Yo no he dicho eso —protestó ella—; pero es que se le ve fuera de lugar. Bueno, ¿y de dónde viene?

—De Georgia —contestó él con una sonrisa encantadora.

—No me refería a eso.

Él encogió un hombro.

—¿Acaso importa?

Probablemente no. Natalia recogió sus zapatos del suelo y se levantó.

—En fin, yo me voy ya —dijo.

Pero, antes de que pudiera dar un paso, él alargó la mano y le tocó el brazo.

—Quédese, por favor.

Cuando aquellos increíbles ojos azules se encontraron con los suyos, a Natalia le fue imposible decir que no. O quizá fuese el aroma embriagador de su colonia.

—Huele usted muy bien —le dijo.

Él esbozó una media sonrisa.

—Gracias; usted también.

Natalia suspiró.

—Adelante, dígalo.

—¿Que diga qué?

—Que huelo como su madre.

Él la miró confundido.

—¿Y por qué tendría que decir eso?

—Porque el perfume que llevo es Chanel. Todos los tipos con los que he salido me han dicho que les recordaba a su madre o a su abuela. Pero me da igual —dijo alzando la barbilla—; a mí me gusta.

—Bueno, pues para que quede claro, a mí también me gusta. Y ni mi madre ni mi abuela han olido nunca tan bien como usted.

—Oh.

—Ni han sido nunca tan bonitas como usted —añadió él.

Alargó el brazo y, antes de que Natalia pudiera detenerlo, le puso la mano en el muslo, y sus dedos se deslizaron por debajo del dobladillo del vestido. Ignorando la ola de calor que afloró entre sus piernas, le dio un guantazo en la mano.

—¿Pero qué hace?

—Es que me estaba preguntando si la tela era... elástica —respondió él, enrojeciendo hasta las orejas.

—¿Qué le parecería a usted si yo le metiera la mano en los pantalones?

En cuanto esas palabras abandonaron su boca se dio cuenta de lo que había dicho y notó que a ella también se le subían los colores a la cara. Él sonrió divertido.

—Me encantaría; no se corte.

Natalia sacudió la cabeza. Estaba algo mareada por las copas de champán que había tomado, pero no tan borracha como para meterle la mano en los pantalones. Aun así, no pudo evitar preguntarse qué encontraría allí si lo hiciera. David no había estado muy bien dotado. Sabía que lo importante no era el tamaño del miembro de un hombre si no lo que fuese capaz de hacer con él, pero David siempre se había preocupado más por procurarse propio placer a sí mismo que por proporcionárselo a ella. ¿El de aquel hombre sería también de un tamaño normalito, o tal vez...?

Interrumpió sus pensamientos antes de acabar la pregunta. En la última discusión que habían tenido, David le había dicho que era un témpano en la cama y que por eso había buscado en otras mujeres lo que ella no le daba. Era cierto que nunca la había excitado demasiado, y con aquel extraño, en cambio, se sentía... acalorada. Solo el pensar cómo sería que la tocara, que la tocara de verdad, la hizo estremecerse de deseo.

—Tiene usted frío —murmuró el hombre, y se quitó la chaqueta para echársela sobre los hombros.

La prenda retenía el calor de su cuerpo y el maravilloso olor de su colonia, y Natalia se arrebujó dentro de ella, agradeciendo el gesto.

—Ya que me ha puesto su chaqueta debería al menos saber su nombre —lo picó con coquetería.

—Shane.

Ah, de modo que nada de apellidos... «Bueno, por mí bien». Podrían charlar, quizá flirtear un poco, y luego irse cada uno por su lado.

—Yo me llamo Lia.

Solo la gente con la que no tenía mucho trato la llamaba Natalia. Su familia y sus amigos la llamaban Lia.

—Lia... —repitió él con esa voz aterciopelada—. Un hermoso nombre para una hermosa mujer.

Natalia alzó la vista hacia él sin poder reprimir una sonrisilla.

—¿Te funciona esa frase con otras mujeres?

Él se rio.

—A veces. Pero es verdad que eres preciosa. Tu cabello negro brilla con la luz de la luna como si fuera de seda —dijo tocando ligeramente un mechón. Al ver que ella no se apartaba, dejó que sus dedos se enredaran entre las oscuras hebras—. Y es tan suave como la seda.

Bajó la vista a sus labios, y cuando volvió a levantarla y la miró a los ojos, Natalia supo lo que quería. Un beso. Bueno, ¿y por qué no? Al fin y al cabo era Nochevieja. Montones de gente besaban a un extraño en fiestas como aquella cuando el reloj daba las doce. Cierto que aún no eran las doce, pero hora arriba hora abajo...

—¿Crees en el amor?

Lia frenó los lascivos pensamientos que estaban cruzando por su mente y lo miró a los ojos.

—Bueno, quiero a mi madre y a mis hermanos.

—No me refiero a esa clase de amor —replicó él—. Hablo del amor entre un hombre y una mujer.

Lia se tensó, y por un momento le preocupó que fuera a soltarle aquello de que lo suyo era amor a primera vista. Una vez había mordido ese anzuelo, pero no volvería a ser tan tonta como para volver a hacerlo. Sin embargo, cuando lo miró a los ojos no vio en ellos la intención de embaucarla con palabras bonitas.

—Me gustaría creer que existe, pero no estoy segura de que así sea —respondió con sinceridad.

—No existe —dijo él—. Yo creía que sí, pero ya no lo creo.

Lia bajó la vista a su mano, pero no vio en ella anillo alguno. Era verdad que algunos hombres no lo llevaban; o tal vez se hubiese divorciado.

—¿Estás casado? ¿Tienes novia?

—No. Ni lo uno ni lo otro —Shane frunció el ceño—. Si estuviese casado o comprometido no estaría aquí hablando contigo.

—¿Y has estado casado alguna vez?

Él soltó un gruñido, como si la sola idea lo desagradase, y sacudió la cabeza.

—¿Y nunca has estado a punto de casarte?

—Pues no —Shane la miró fijamente, como escrutándola—. ¿Y tú?

—No estoy casada, ni tengo novio —respondió ella en un tono calmado e indiferente— . Y en cuanto a lo de haber estado a punto...

David le había hablado muchas veces de sus planes para el futuro, un futuro en común, pero ahora sabía que ese futuro no había sido más que un castillo de naipes. O más bien parte de la tela de araña que había tejido con un montón de mentiras para atraparla en sus redes. Había sospechado que no era sincero con ella, pero no había confiado en su instinto.

—Mi novio y yo rompimos hace poco —dijo finalmente—. ¿Cómo puedes querer a alguien en quien no puedes confiar? ¿Sabes a qué me refiero?

Él asintió con una sonrisa amarga.

—Soy un experto en la materia.

De modo que no era la única a la que habían dejado. Aunque mal de muchos era consuelo de tontos, por algún motivo aquello la hizo sentirse mejor. Dejándose llevar por un impulso, puso su mano sobre la de él y le dijo con convicción:

—No necesitamos a gente que nos miente y nos engaña. Estamos mejor solos.

—Amén.

Shane se llevó su mano a los labios y le plantó un beso en la palma. Aunque a Lia volvió a invadirla una sensación de calor, no intentó siquiera luchar contra ella.

—Pero a veces es agradable tener a alguien a quien abrazar. Sentir su piel contra la tuya. Dejarse llevar... —murmuró él.

Su voz era como una caricia, y sus ojos... esos ojos tan azules... Estaban tentándola a aventurarse en esas aguas tan azules, a dejar atrás tierra firme, todo lo que conocía y adentrarse en lo desconocido.

—¿Te interesa? —la instó Shane.

Lia se quedó callada un buen rato, mirándolo, y finalmente ladeó la cabeza y le dijo:

—¿Estás preguntándome si quiero acostarme contigo?

Él se echó a reír.

—Vaya, no te andas por las ramas. Sí, eso es exactamente lo que estoy preguntándote.

«¡Dile que no!», gritó la vocecilla de su conciencia. «Levántate y aléjate de él».

Aunque no había estado con muchos hombres, de hecho, David había sido el segundo, nunca se había acostado con un extraño. Ni se le había pasado por la cabeza. Hasta esa noche.

—¿Tienes preservativos? —le preguntó, como si de verdad estuviera considerando su proposición.

Porque no lo estaba considerando; en absoluto.

—Siempre enfundo mi pistola.

Lia se tomó eso como un sí. Aunque tampoco le importaba si usaba preservativos o no, porque no iba a acostarse con un completo desconocido, por sexy que fuera, ni aunque la hiciera sentirse acalorada. Su madre le había inculcado que el sexo era algo que solo tenía cabida en una relación con el hombre al que una amaba.

—Shane... —Lia se quedó callada; no estaba segura de lo que quería decir.

—Quizá esto te ayude a decidir...

Apenas había pronunciado Shane esas palabras cuando la atrajo hacia sí para besarla. Como si tuvieran voluntad propia, los brazos de Lia le rodearon el cuello y su dedos se enredaron en el cabello de Shane mientras respondía al profundo beso.

La mano de él se cerró sobre uno de sus senos y sus dedos juguetearon con el pezón. Lia abrió los ojos, presa de un pánico repentino, pero se tranquilizó diciéndose que aquello solo era un beso, no un preludio al sexo.

Si él advirtió su vacilación momentánea, no dio muestra alguno de ello, sino que continuó besándola de un modo tan sensual que, cuando despegó sus labios de los de ella, se quedó temblorosa e insatisfecha.

—Sube conmigo a mi suite —le susurró Shane.

—¿Crees que es buena idea? —inquirió ella aturdida. Su voz sonaba muy lejana.

—No —Shane tomó los zapatos de su mano, y le susurró al oído—: Pero hagámoslo de todos modos.

Capítulo 2

Mientras subían en el ascensor a la última planta del hotel, Lia se dio cuenta de que había dejado que el deseo que sentía por aquel desconocido le enturbiase la razón. No podía acostarse con aquel hombre por mucho que le gustaran su sonrisa y su acento sureño.

Cuando llegaron a la puerta de la suite y él sacó la tarjeta del bolsillo, decidió que había llegado el momento de confesar que había cometido un error. Le quitó los zapatos de la mano y le dijo con una sonrisa:

—Gracias por llevármelos.

Shane la miró sorprendido.

—¿Te marchas?

La expresión de incredulidad en su rostro le dio a entender que no estaba acostumbrado a que declinaran sus invitaciones.

—Me temo que sí —dio un paso atrás, y añadió a modo de disculpa—: Yo no hago esta clase de cosas; no soy así. No tengo por costumbre acostarme con alguien a quien acabo de conocer.

Él escrutó su rostro y sus labios se arquearon en una sonrisa triste.

—La verdad es que yo tampoco.

—Pero lo habrías hecho.

Él se encogió de hombros, y su sonrisa se hizo más amplia.

—Venga, confiesa —lo picó ella.

—Eres muy hermosa, Lia —los ojos de Shane se oscurecieron, y Lia vio en ellos un destello de dolor—. Y no quiero estar solo esta noche.

Decirle a una mujer que era hermosa era lo que haría cualquier hombre para llevársela a la cama, pero el oírle decir que no quería estar solo confirmó la primera impresión que había tenido de él.

A pesar de su atractivo, su dinero y su encanto personal, era evidente que se sentía solo.

—Shane, yo...

—Escucha —la cortó él. De pronto sus facciones se tornaron rígidas—: si quieres quedarte, quédate; si no...

Aunque no sabían nada el uno del otro, el saber que se sentía solo hizo que Lia experimentara una cierta empatía con él. Miró su reloj. Faltaban treinta minutos para la medianoche.

—¿Qué te parece si paso, tomamos una copa y charlamos?

Apenas hubo dicho eso, Lia se sintió como una tonta. Shane no la había invitado a subir a su suite por sus dotes de conversadora.

—Olvídalo —añadió antes de que él pudiera responder—. Estoy segura de que no quieres pasar el resto de la velada charlando conmigo. Lo mejor será que...

—Quédate... si es lo que quieres —Shane la tomó de la mano, y un cosquilleo recorrió a Lia—. Tengo una botella de champán, y pedí que me llenaran el mueble bar con algunos de mis aperitivos favoritos, pero también podemos llamar al servicio de habitaciones para que nos suban lo que te apetezca.

Lia inspiró profundamente y sopesó sus opciones: podría irse a casa y entrar en el Año Nuevo sola, o podía quedarse y conocer a Shane un poco mejor.

—Me encanta el champán. Pero te lo advierto: más te vale que no intentes nada.

Él ladeó la cabeza.

—¿Considerarías inapropiado un beso a medianoche?

Después del que le había dado hacía un rato en los jardines, Lia no estaba segura de que fuera a ser capaz de seguir manteniendo las distancias con él si la besase de nuevo.

—Pues... va a ser que sí.

Shane se rio.

—Lo imaginaba.

Metió la tarjeta en la ranura de la puerta y, cuando se abrió, la empujó para dejar que ella entrara primero. Pasaron al salón, que tenía las paredes revestidas de madera oscura. Había una enorme chimenea sobre la que colgaba un televisor de pantalla plana. También había dos sofás de cuero en color caramelo, un sillón orejero a juego, y una mesita baja. Las lámparas, colocadas estratégicamente, iluminaban la sala con una suave luz dorada.

—Han tenido mucho gusto decorando este salón —acertó a decir Lia cuando recobró el habla.

Shane arrojó la tarjeta sobre la mesita.

—¿Quieres que te enseñe el resto de la suite? —inquirió con un brillo travieso en los ojos.

—No, pero te agradecería que me indicases dónde está el cuarto de baño.

Shane sonrió y le señaló un pasillo.

—Tómate el tiempo que necesites; yo iré abriendo la botella de champán.

Lisa dejó sus zapatos junto a uno de los sofás y se alejó. Al pasar junto al dormitorio se dio cuenta de que la puerta estaba abierta, y no pudo resistir la tentación de retroceder y echar un vistazo.

La colcha verde de la cama estaba un poco retirada, dejando al descubierto las sábanas de color crema, que resultaban increíblemente tentadoras. También había un elegante escritorio, un silloncito y un amplio vestidor, pero sus ojos no hacían más que volver a la cama una y otra vez.

¿Sería allí donde podrían haber hecho el amor? Aunque tenía veinticinco años, solo había tenido relaciones íntimas con su novio de la universidad, que había tenido por entonces tan poca experiencia como ella, y con David, a quien nunca había satisfecho sexualmente.

El solo hecho de pensar en quitarse la ropa y meterse en la cama con Shane la excitaba y la aterraba al mismo tiempo. Probablemente a él también lo decepcionaría. Dejó escapar un suspiro y apartó la vista de la cama.

El baño, se recordó, se suponía que iba al cuarto de baño. Tenía curiosidad por ver si era tan lujoso como el salón, y al entrar se quedó boquiabierta. Había un jacuzzi y, detrás de él, una vidriera de colores preciosa que llegaba casi al techo, y las paredes, el suelo y la encimera del lavabo eran de mármol auténtico. Una noche en aquella suite debía costar una fortuna. Ella desde luego no podría permitírselo.

El pequeño apartamento en el que vivía estaba, de hecho, en el barrio más pobre de la ciudad, y no solo no tenía un jacuzzi ni vidrieras de colores, sino que su cama era plegable y la cocina era más pequeña que aquel cuarto de baño.

Después de echarse un poco de agua en la cara salió de nuevo al pasillo, con el adiós a punto en los labios. Tras vislumbrar el estilo de vida que llevaba Shane se dio cuenta de que estaba a mil años luz de ella.

Cuando llegó al salón vio que había encendido la chimenea y que había una bandeja con aperitivos sobre la mesita.

Shane se acercó a ella con una copa de champán. Se había desanudado la corbata y se había desabrochado el primer botón de la camisa. Parecía mucho más accesible y relajado que cuando lo había dejado. De hecho, daba la impresión de que de verdad le apeteciera sentarse a charlar con ella. O a lo mejor era solo su imaginación.

En fin, tampoco pasaría nada por quedarse unos minutos, pensó. Tomó la copa de champán que le tendía y bebió un sorbo.

—No tenías que haberte molestado —le dijo.

—No es molestia, quiero que estés a gusto —respondió él, guiñándole un ojo.

No había duda de que era todo un seductor. Lia tomó asiento en el sofá.

—¿De dónde eres, Shane? —le preguntó.

—De Atlanta.

Shane se sentó a su lado, pero dejando un hueco entre ellos. Lia se sintió algo decepcionada, y no supo muy bien por qué, porque en realidad no quería que se sentara más cerca. ¿O sí?

—Me he fijado antes en tu reloj —dijo Shane echándose hacia atrás y esbozando una sonrisa—. Es muy bonito, nunca había visto un diseño como ese.

—Lo he hecho yo.

—¿Perdón?

—Bueno, no el reloj —aclaró ella. Tomó otro sorbo de champán—. Pero la pulsera sí, y también el adorno que rodea la esfera. Hago diseños artesanales con cuentas y abalorios.

Él volvió a bajar la vista a su muñeca antes de llevarse la copa a los labios y tomar un sorbo también.

—Vaya. Creo que hasta ahora no había conocido a nadie que haga cosas de esas.

A Lia no le extrañaba nada. Probablemente solo se codeaba con altos ejecutivos, tiburones de las finanzas, la clase de gente que pertenecía al club de campo de Red Rock.

—Con el tiempo espero poder vivir de ello —le contestó—. Por ahora lo compagino como puedo con mi trabajo.

Aunque le encantaba su trabajo de contable en una pequeña fábrica, y agradecía tener unos ingresos regulares, a principios de año habían empezado a circular rumores de posibles recortes.

—De modo que eres una persona creativa —observó él con una sonrisa—. Estoy impresionado.

Tenía una sonrisa preciosa; cada vez que sonreía era como si saliese el sol entre las nubes. Una sensación cálida, que nada tenía que ver con el champán, la inundó.

—Dices que querrías vivir de ello. ¿Has hecho un plan de negocios para ver si sería viable?

A medida que conversaban, la tensión de Lia se fue desvaneciendo.

—Háblame de tu exnovio; ¿qué pasó? —le pidió él poco después—. Dijiste que no podías confiar en él.

Lia apuró su copa y le pidió que le sirviese un poco más de champán. Por un momento pensó en decirle que aquello no era asunto suyo. No porque quisiera proteger a su exnovio, sino porque le avergonzaba haber sido tan... bueno, tan crédula.

—Descubrí que había estado engañándome —dijo en un tono desprovisto de emoción—. Se ausentaba durante días, y al final resultó que estaba viéndose con otra mujer en San Antonio.

Él asintió brevemente.

—¿Y no sospechaste nada?

Lia lo miró molesta, pero se dio cuenta de que no estaba juzgándola; solo sentía curiosidad.