Cartas a su madre - Charles Baudelaire - E-Book

Cartas a su madre E-Book

Charles Baudelaire.

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Charles Baudelaire, uno de los más grandes e influyentes poetas de la historia de la literatura, el primer moderno, además de escribir sus geniales poemas mantuvo una intensa relación epistolar con su madre. La historia es así: el joven Baudelaire  dilapida parte de su fortuna en excesos bohemios, la familia le pone un tutor para que le administre la herencia que le corresponde de su padre fallecido, y aun así se endeuda, no llega a cubrir sus gastos. Insistentemente, a lo largo de más de treinta años, recurre a su madre, mediante extraordinarias misivas, verdaderas joyas de la literatura, para que ella le demuestre su amor y le envíe dinero. El reproche, la queja amorosa, la expresividad de las cartas bocetan una posible autobiografía, con sus carencias y debilidades, pero también demuestran la profunda confianza del gran poeta en su literatura, de su destino de trascendencia. Cartas a su madre, además de un documento histórico de la cultura literaria occidental, es una muestra potente del genio de Baudelaire . 

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Seitenzahl: 496

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Charles Baudelaire

Cartas a su madre

 

Selección, traducción, prólogo y notas de Walter Romero

 

Índice

Cubierta

Portada

Prólogo

Nota a esta edición

Cartas

[1839]

[París] Martes 16 de julio de 1839

[1841]

[Creil, principios de mayo (?) de 1841]

[1843]

[París] 16 de noviembre de 1843

[París ¿a finales de 1843?]

[1844]

[París, verano 1844]

[1846]

[París, segunda quincena de marzo de 1846]

[1847]

[París] Sábado, 4 de diciembre de 1847

[París] 16 de diciembre de 1847

[1848]

[París] 2 de enero de 1848

París, 8 de diciembre de 1848

[1851]

Neuilly, Jueves, 9 de [enero] de 1851

[París] Sábado, 30 de agosto de 1851

[1852]

[París] Sábado 27 de marzo de 1852, dos de la tarde

[1853]

Sábado, 26 de marzo de 1853

[1853]

Lunes, 27 de junio 1853

[París] Viernes, 1 de julio de 1853

[París] Viernes, 18 de noviembre de 1853

Sábado, 10 de diciembre de 1853

[París] Lunes, [26] de diciembre de 1853

[1854]

[París] 31 de enero de 1854

[París] 6 de febrero de 1854

[París] 23 de febrero de 1854

[París] 8 de marzo de 1854

[París] Jueves, 18 de mayo de 1854

[París] 25 de junio de 1854

[París] 21 de julio de 1854

[París] 28 de julio de 1854

[París] 14 de agosto de 1854

[París] Martes, 22 de agosto de 1854

[París] Lunes, 4 de diciembre [1854]

[1855]

[París] 5 de abril de 1855

[París] Jueves, 20 de diciembre de 1855

[1856]

[París] 9 de enero de 1856

[París] Sábado, 15 de marzo de 1856

[París] 12 de abril de 1856

[París] Sábado, 5 de julio de 1856

[París] Martes, 22 de julio de 1856

[París] Jueves, 11 de septiembre de 1856

[París] 4 de noviembre de 1856

[París] Miércoles, 26 de noviembre de 1856

[París] Sábado, 27 de diciembre de 1856

[1857]

[París] Domingo, 8 de febrero de 1857

[París] Lunes, 9 de febrero de 1857

[París] Miércoles, 3 de junio de 1857

[París] Jueves, 9 de julio de 1857

[París] 27 de julio de 1857

[París] 25 de diciembre de 1857, día de Navidad

[París] 30 de diciembre de 1857

[1858]

[París] Lunes, 11 de enero de 1858

[París] Viernes 19 de febrero de 1858

[París] Viernes, 26 de febrero de 1858

[París] Sábado, 27 de febrero de 1858 [por la mañana]

[París] Viernes 5 de marzo de 1858 [por la tarde]

Sábado, 6 de marzo de 1858

[París] 13 [de junio] de 1858

[París] Domingo, 22 de agosto de [18]58

[París] Martes 19 de octubre de 1858

[París] 11 de diciembre de 1858

[1859]

[París] 10 de octubre de 1859

[París] 1 de noviembre de 1859

[París, 15 de noviembre de 1859]

[París] 8 de diciembre de [18]59

[París] 15 de diciembre de 1859

[París] Miércoles, 28 de diciembre de 1859

[1860]

París, [alrededor del] 15 de marzo de 1860

[París] 26 de marzo de 1860

[París 22 de abril de 1860]

[París, 25 de abril de 1860]

[París, 18 de mayo de 1860]

[París] Sábado [4 de agosto de 1860]

[París] 7 de agosto de 1860

[París] Martes, 7 de agosto [de 1860] a las once de la noche

[París, 21 de agosto de 1860]

[París] 11 de octubre de 1860

[París] 3 de noviembre de 1860

[París, 7 de diciembre de 1860]

[1861]

[Neuilly] 1 de enero de 1861

[Neuilly, aproximadamente el 5 de enero de 1861]

[París] Viernes 29 [de marzo] de 1861

[París, febrero o marzo de 1861]

1 de abril de 1861

[París] 6 de mayo de 1861

[París] 7 de mayo [de 1861]

[París] 8 de mayo de 1861

[París] Miércoles, 10 de julio de 1861

[París] 25 de julio de 1861

[París] Domingo 1 de septiembre [de 1861]

[París] Navidad, 25 de diciembre [de 1861]

[1862]

[París] 17 de marzo de 1862

[París] 29 de marzo de 1862

[París] Sábado, 24 de mayo [de 1862]

[París] 6 de junio de 1862

[París] 17 de junio [de 1862]

[París] Domingo [10] de agosto de 1862

[París] Lunes, 22 de septiembre de 1862

[París] 13 de diciembre de 1862

[1863]

[París] 3 de junio de 1863

[París] 5 de junio de 1863

[París] Lunes, 10 de agosto [de 1863]

[París] 31 de agosto de 1863

[París] 25 de noviembre de 1863

[París] 31 de diciembre de 1863

[1864]

[París] 3 de marzo de 1864

[Bruselas, viernes] 6 de mayo [de 1864]

[Bruselas] Sábado, 11 de junio de 1864

[Bruselas] Jueves, 16 de junio [de 1864]

[Bruselas] Viernes, 17 de junio de 1864

[Bruselas] 31 de julio [de 1864]

[Bruselas] 8 de agosto [de 1864]

[Bruselas] Domingo 14 [de agosto de 1864] por la mañana

[Bruselas] Lunes, 22 de septiembre [¿o agosto?]de [18]64

[1865]

[Bruselas] Viernes, 3 de febrero de 1865

[Bruselas] Sábado, 11 de febrero de 1865

[Bruselas] 15 de febrero de 1865

[Bruselas] Jueves, 9 de marzo de 1865

[Bruselas] Jueves, 4 de mayo de 1865

[Bruselas] Lunes, 8 de mayo [de 1865]

[Bruselas] Jueves, 11 de mayo [de 1865], por la noche

[Bruselas] Martes, 30 de mayo de [18]65

[Bruselas] Sábado, 3 de junio [1865]

Bruselas, 26 de julio de 1865

[Bruselas] 3 de septiembre de 1865

[Bruselas] Viernes, 3 de noviembre de [18]65

[Bruselas] Lunes, 13 de noviembre de 1865

[Bruselas] Viernes, 22 de diciembre de 1865

Sábado, 23 [diciembre de 1865]

[Bruselas] 27 de diciembre de 1865

[1866]

[Bruselas] 1 de enero de 1866

[Bruselas] Viernes, 12 de enero de 1866

[Bruselas] Martes, 6 de febrero de [18]66

[Bruselas] Sábado, 10 de febrero por la mañana [1866]

[Bruselas] Lunes, 12 de febrero [de 18]66

[Bruselas] Viernes, 16 de febrero de 1866

[Bruselas] Sábado, 17 de febrero de 1866

[Bruselas] 21 de febrero de 1866

[Bruselas] Lunes, 26 de febrero de [18]66

[Bruselas] Lunes, 5 de marzo de 1866

[Bruselas] Martes, 20 de marzo [de 1866]

Bruselas, viernes 23 de marzo de 1866

[Bruselas] Lunes, 26 de marzo de 1866

Bruselas, viernes 30 de marzo de 1866

Índice de cartas

Sobre el autor

Créditos

Cubierta

Tabla de contenidos

Portada

Créditos

Cartas a su madre

Prólogo

“Hay cosas que sólo se le dicen a la madre”

 

“Cuando, por un decreto de las potencias supremas,

El Poeta aparece en este mundo hastiado,

Su madre espantada y llena de blasfemias

Crispa sus puños hacia Dios, que de ella se apiada:

 

-“¡Ah! ¡no haber parido todo un nudo de víboras,

Antes que amamantar esta irrisión!

¡Maldita sea la noche de placeres efímeros

En que mi vientre concibió mi expiación!”

Bendición/Bénédiction (fragmento), Las flores del mal

 

 

 

Baudelaire se dirige a su madre entre el ruego y el reproche. Lo íntimo reverbera en un pliegue donde también se oyen ternuras, pero no exentas de oquedades. Dos subjetividades se imbrican para construir —en este conjunto impar de cartas malsanas— un rosario de equívocos entre un hijo que profiere y una madre que escucha, pero no asiente. “¿Cómo es posible que sea algo tan difícil escribirle a la madre de uno y que se haga tan raramente?”.

Baudelaire le exige a este vínculo la totalidad del amor, que es siempre torsión de desvelos y tribulaciones. La madre inefable se vuelve un destinatario extrañado. Si bien no conocemos sus respuestas (acaso desechadas por ella misma tras la muerte del poeta), intuimos sus dudas y descreimientos fragantes. La relación parece sujeta a presupuestos que no lo son del todo, a caricias que se transmutan en desdenes, a lealtades repudiadas. “Evidentemente estamos destinados a querernos, a vivir el uno para el otro, a acabar nuestras vidas lo más honesta y dulcemente que sea posible. Y, sin embargo, en las terribles circunstancias en que me hallo, estoy convencido de que uno de nosotros matará al otro y de que terminaremos por matarnos mutuamente”.

Baudelaire intenta rescatar la voz entrañable de una madre que, en la actualidad de estas cartas, le resulta distante. Sus gestos de acercamiento —sus deseos de verla, de cuidarla— buscan restaurar la época dorada de un interregno feliz: cuando paseaban unidos y hasta galantes por Versalles o se encontraban en secreto, a resguardo del invierno parisino, en el Salón Carré del Louvre. Su intención es restituir ese tiempo compartido en la rústica casita de verano en Neuilly y proyectarlo hacia un futuro ideal en la soñada casa de Honfleur, al borde de un acantilado. Todo su deseo pivotea entre esos dos paraísos: uno perdido, el otro nunca del todo alcanzado. Como una suerte de esfinge, la madre es figura paradojal que, imbuida de las componendas de la vida, será también la perpetradora de un crimen emocional. “Cometiste una imprudencia descomunal en tu juventud”.

Baudelaire no olvida que esa madre, que fue el primado de su amor de niño, lo desplazó de su corazón tras la muerte de su padre, preceptor al servicio del duque de Choiseul-Praslin y pintor aficionado. Hijo tardío del capricho sensual de un sexagenario y una mujer de veintisiete años, es, ahora, el hombre adulto quien le habla como si nunca hubiese dejado de ser ese infante traicionado, obsesionado por la idea de que, al casarse con el apuesto general Aupick, veinte meses después de enviudar, su madre lo abandonaba por otro. Entre la perfidia materna y la ferocidad de un padrastro rival y ladrón, el niño se insubordina y se vuelve hipersensible. Como un nuevo Orestes, esta criatura rara no dejará nunca de vengar en su madre la memoria del padre. “Cuando se tiene un hijo como yo, uno no vuelve a casarse”.

Baudelaire parece sentir aversión por el género epistolar, ambiguo y convenido, que escribe con dificultad, sin lograr concluir cartas que lo derrotan. Se queja de emprender una escritura trabajosa, donde más que comunicar garabatea una necesidad imperiosa de pedir y suplicar. Al destilar su veneno, rico en acusaciones y paranoias, estas cartas exudan epifanías de la negatividad. En el desolado teatro parental por fuera de la madre, se entrecruzan —como en una coreografía de la desafección— su padrastro, su medio hermano, y, pronto también, las viscosas adherencias de su tutor y sus acreedores, en una danza de sorna e incomprensión. Nadie se pone de su lado. “Lo propio de los verdaderos poetas —perdóname este pequeño arranque de orgullo, acaso el único que me fuese permitido— es salirse de sí mismos y ponerse en la piel de una naturaleza del todo distinta”.

Baudelaire manifiesta, en estas cartas, un respeto irrestricto por sus principios estéticos (“extraer belleza del mal”) y una conciencia pasmosa de su valor como poeta. El gran escritor de la modernidad crea obra en medio de las más crueles contingencias, incluida su lucha contra una acedia feroz, esa otra forma silente del mal. “Entérate de una vez por todas de algo de lo que no te haces cargo nunca: verdaderamente y para mi desgracia, no estoy hecho como los demás hombres”.

Baudelaire le dedica a su madre las bravatas furiosas de un despechado. Nada nos interesa de ella más que lo que se infiere o se conjetura en estas cartas, que no la absuelven. (La memoria de estas madres de literatos, ya sea la de Baudelaire o la de Rimbaud, nunca será zanjada). Nunca sabremos de Mme. Aupick más que lo que se adivina en estas páginas, donde se la injuria mucho, pero también se la ama locamente: con el amor caprichoso y ciego de un niño, para quien la madre será, por décadas, la amante supliciada. “¿Qué madre le regalaría a sus hijos Las flores del mal?”.

Baudelaire fue un bohemio pródigo y estrafalario. En 1844, su madre, Caroline Aupick, le impuso una tutela judicial para frenar una ruina inminente. Creyendo salvarlo, lo condenó. Théodore de Banville, que lo conoció en su juventud, sostenía que “se había vuelto pobre después de haber sido muy rico”. La apropiación predatoria de una fortuna destinada al derroche y al goce es también un gesto poético. “¿Cómo es posible que nunca te hayas planteado en tu fuero íntimo la siguiente idea: ‘Es posible que mi hijo no llegue nunca a conducirse en la vida como yo, pero también puede ocurrir que llegue a ser un hombre notable en otros aspectos’?”.

Baudelaire queda en manos del notario Ancelle, burgués honesto y acaudalado, quien le paga puntualmente una mensualidad siempre insuficiente y que, con el paso del tiempo, intentará descifrar con qué clase de naturaleza humana estuvo tratando. A la poética del gasto —que en Baudelaire incluyó trajes costosos, perfumes caros, abyecciones lúbricas, estimulantes y dandismos— se opone un funambulismo mendicante que signa una vida ejemplar de poeta encarnado. Verlaine dijo que la existencia ruinosa de Baudelaire nos recuerda la desgracia de no conseguir nunca esos cincuenta francos que siempre nos faltan para ser felices. “Me creo inmortal, y espero serlo”.

Baudelaire multiplica las intrigas en este epistolario lacerante: la intriga sobre su tutela, sobre la publicación o no de sus libros, sobre el juicio por ultraje a la moral pública que provocó Las flores del mal, sobre sus mudanzas y la incertidumbre de su residencia (en muchos casos, para despistar a sus fiadores), sobre las traducciones de Edgar Allan Poe, sobre sus correcciones incesantes que volvían toda galerada un manuscrito siempre imposible, sobre su frustrado ingreso a la Academia, sobre su fidelidad a Jeanne Duval y sus reclamos pecuniarios, sobre el “terror supersticioso” que le provoca la salud de su madre, sobre su propia estabilidad mental y sus intentos de suicidio, reales o simulados, y sobre sus infaustos días en Bélgica. Intrigas como si fuesen novelas a la carta, repletas de ardides, boicots, trastadas, supersticiones, embrollos, miserabilidades, fanfarronadas. “No disimulo mis heridas”.

Baudelaire se mueve entre desembolsos, adelantos y préstamos, mientras se reviste del traje de los guillotinados. En el goteo mezquino de un dinero que reclama, estas cartas devienen un compendio crematístico de sus vaivenes por subsistir. Un vocabulario crediticio y especulativo infecta estas páginas. Es un hombre mórbido y afligido quien relata, no sin conmoción, su estado financiero, para recordarnos también de qué modo la literatura —en la primera oleada de una modernidad que él inaugura— se vuelve capital: cuánto vale un poema, qué interés genera una crítica, cuánto cotiza una traducción, cuánto se puede recibir en paga por una conferencia, por qué el teatro es tan redituable y banal. “¿Quién sabe si no estarás un día feliz reuniendo todo lo que he hecho?”.

Baudelaire pivotea entre sueños satánicos y un deseo de gloria. Su desesperanza se funda en el desbalance entre las injusticias padecidas y la magnitud de su labor poética, ese “trabajo científico”. “Porque yo sigo creyendo que la posteridad me concierne”.

Walter Romero

Nota a esta edición

La presente edición reúne ciento cuarenta cartas seleccionadas, traducidas y anotadas del epistolario del poeta Charles Baudelaire (1821-1867) dirigido a su madre entre 1839 y 1866.

Esta selección se basa en el texto establecido en 1973 por Claude Pichois y Jean Ziegler en dos volúmenes para la Bibliothèque de la Pléiade del conjunto de la correspondencia conocida de Baudelaire, e incorpora las correcciones y enmiendas derivadas de los aportes incluidos en el volumen a cargo de Catherine Delons para Éditions Manucius publicado en 2017, que recoge la totalidad del epistolario entre madre e hijo —un corpus de trescientas cincuenta cartas— bajo el título Lettres à sa mère, 1834-1866.

Cincuenta y una de estas cartas se conservan en la Biblioteca Nacional de Francia, numeradas y disponibles en el sitio Gallica.

Cartas

[ 1839 ]

[París] Martes 16 de julio de 1839

Mi querida madre, mi buena mamá, no sé qué decirte, y, sin embargo, son muchas las cosas que quiero decirte. Por lo pronto, muchas ganas de verte. Qué distinto es todo en casa de extraños — y no son precisamente tus caricias y nuestras risas lo que echo de menos, es ese no sé qué que hace que nuestra madre siempre nos parezca la mejor de todas las mujeres y que sus cualidades nos agraden mil veces más que las cualidades de las demás mujeres; hay un acuerdo tal entre una madre y su hijo; viven tan bien el uno junto al otro, de manera tal que, a fe mía, la verdad, desde que estoy en casa del señor Lasègue1, no me siento muy a gusto. No quisiera que creyeras que se trata de mi amor propio herido, ni que se refiere tampoco a las demasiadas intervenciones del señor Lasègue y de la señora de Lasègue, que también suele meterse en todo. Más bien se los agradezco de todo corazón; es una muestra de su amabilidad; es algo que forma mi carácter y estoy contento de ello; no es eso lo que me agota. Aquí me falta lo que más quiero, una forma de ser como la que me gusta, como la de mi madre o la de mis amigos. No dudo de que el señor Lasègue y su madre posean toda clase de honrosas cualidades. Sabiduría, amor, sentido común, pese a lo cual, todo se manifiesta de un modo tal que no termina de gustarme. Hay vulgaridades que rechazo; preferiría que estas cosas se mostrasen de un modo más vívido y espontáneo, como en tu casa y en la de un amigo. Hay en esta casa una alegría perpetua que me produce asco.

No dudo de que sean más felices que nosotros. En casa he visto llantos, gritos de mi padre, ataques de nervios tuyos, y aun así nos amo y nos prefiero tal cual somos.

Y cuando siento algo en mí que me exalta, cómo decirlo, un deseo intenso de abrazarlo todo, de sacar de cada vivencia una esperanza, de aguardar con prudencia aquello que la vida nos depara o asistir a una sencilla y bella puesta de sol en mi ventana, ¿a quién contárselo? Tú no estás aquí y mi amigo del alma tampoco.

¿Qué es lo que ocurrió entonces? Estoy peor de lo que estaba en el colegio. En el colegio me ocupaba poco de las clases, pero, al fin y al cabo, me interesaban — sólo cuando me expulsaron pude reaccionar, y fue en tu casa donde todavía pude hacer algo —2 ahora, nada, nada, y esta no es una desidia agradable, ni mucho menos poética, no, no; se trata más bien de una dejadez torpe y, a la vez, insensata. No me he atrevido a decírselo del todo a mi amigo, ni a mostrarme a él en toda mi ruindad; porque me hubiera encontrado demasiado cambiado — habiéndome visto en momentos mejores — en el colegio trabajaba de vez en cuando, leía, lloraba, me enojaba a veces; pero al menos vivía — ahora, en absoluto, — en el sentido más negativo — tengo defectos de sobra, y ya dejaron de ser defectos agradables. Si al menos este espectáculo penoso me empujase a cambiar radicalmente — pero no, de esa disposición de ánimo que me impulsó unas veces hacia lo bueno y otras veces hacia lo malo, no queda nada, nada más que ineptitud, indolencia, aburrimiento.

He disgustado al señor Lasègue — he descendido un escaño en mi propia estima — de haber estado solo, quizás hubiera hecho algo equivocado, pero habría hecho algo — contigo o con un amigo del alma, no me hubiese desviado del camino —, en un ambiente tan extraño, me he sentido del todo cambiado, todo se me ha vuelto desconcertante, confuso. Doy la impresión, ¿no es cierto?, de estar empleando sutilezas y grandilocuencias para ocultar defectos sumamente comunes. Todos estos trastornos se complican aún más a causa de la necesidad imperiosa de terminar el bachillerato. Tengo la voluntad de recibirme pronto y de pasar pronto el examen. Voy a hacer lo posible, y ya he empezado a repasar las materias en estos últimos quince días, para poder estar listo en los primeros días de agosto. Para ello tengo que revisar veinticuatro temas por día — en los ejercicios de las pruebas me registraron como suplente, es decir, que sólo me llamarán si alguien se ausenta. No obstante, por si ocurriese, me pidieron mi partida de nacimiento.

Después de todo, tal vez haya sido bueno que haya tratado con extraños, es una forma de querer más a mi madre. A lo mejor ha sido un bien el que se me haya despojado de mi mundo y despoetizado, así valoro mejor lo que me faltaba — quizá sea, como suele decirse, un estado transitorio — durante todo este tiempo reconozco que tus cartas me entristecían, me hacían sentirme peor todavía. A pesar de esto, nunca dejes de escribirme; me gustan tus cartas. En mis tristezas me consuela saber que el amor de mi buena madre se acrecienta en mí; y así debería ser siempre. Al responderme, no dejes de hablarme todo lo que puedas de mi padre. Te ruego que no le digas ni una palabra de todo esto al señor Lasègue; es tan bueno que se afligiría.

SIN FIRMA

[ 1841 ]

[Creil, principios de mayo (?) de 1841]

Aquí me tienes desde hace ya nueve o diez días, mamá querida, y empiezo a aburrirme dulcemente. Lamento mucho que hayas creído que siento una gran aversión por la casa de mi hermano; Fontainebleau es menos provinciano que Creil. Estoy aquí rodeado de bodegueros retirados, albañiles enriquecidos y mujeres que parecen porteras. No obstante, entre las personas que frecuentan al coronel, pude dar con una mujer que tiene las manos blancas y que habla francés. Me escapo a su casa lo más que puedo. El resto del tiempo me voy al campo y me caliento al sol. Aquí todo el mundo ama el dinero, son peleadores cuando juegan y terriblemente chismosos.

He aquí una persona a la que tengo que querer, de tan buena que es para conmigo; ¡aunque algunas veces me resulte un tanto pegajosa! Se trata de la señora Nemfray. Fue ella quien, antes de mi llegada, arregló mi habitación, la hizo empapelar, le puso cortinas, un reloj de pared y hasta retapizó un biombo con sus propias manos. Un día se me ocurrió decir que el té era bueno, y al día siguiente hubo té en la mesa, y de la mañana a la noche; otro día hablé de la sopa de cebollas, y a la hora de cenar, tuvimos sopa de cebollas — luego tortilla a la panceta, y teníamos ya lista la tortilla para comer. Como verás, es más detallista y más madre que una madre; en fin, si le escribes, dile todo lo agradecido que estoy. Me dijo que has estado enferma. Espero, y es así lo que pensé, que haya sido únicamente cansancio y nervios, por todo este lío que armé. ¿No es cierto, mamá querida, que, aunque no sea por amor propio, por tu hijo, te pondrás buena y comerás bien, a fin de que tu marido no me recrimine haberte enfermado? Convéncelo, si está a tu alcance, de que no soy ningún malvado, sino un buen chico.

 

Te doy un beso, y en mi próxima carta te enviaré unas flores tan excepcionales como no has visto nunca en tu vida.

 

CHARLES

[ 1843 ]

[París] 16 de noviembre de 1843

Hace dos días tuve una larga entrevista con el director del Bulletin de L’Ami des Arts.3 — Mi cuento saldrá en el primer número del mes de enero. A partir de ahora formo parte de la redacción y he prometido otros muchos relatos.4 — Además me comprometí a conseguirle suscriptores. Me conviene que este hombre me esté agradecido; así que cuento contigo para que te suscribas y para que además consigas otras suscripciones entre todas tus amistades, Paul, la señora de Edmond Blanc, etc. La suscripción (ahora de veinte francos) costará treinta y seis francos a partir de enero, dado que aparecerá todas las semanas. — Otro de mis intereses está puesto en que el jefe de redacción del Bulletin es un amigo de J. Janin, quien probablemente será el encargado de recomponer la redacción del L’Artiste, que será vendida esta semana; este redactor me prometió, con especial deferencia, hacerme entrar en la revista. Te mando un beso y cuento contigo — después de que te hayas suscrito y hayas pedido los números atrasados, envíame los nombres de las personas que pudieran abonarse, para que yo pueda nombrarlas ante estos señores. Boulevard Bonne-Nouvelle, 20, galería Beaux-Arts. Gerente Guillemin.

C. BAUDELAIRE

[París ¿a finales de 1843?]

Madrecita querida, gracias por todas tus amabilidades y contentos. Beberemos tu té pensando en ti. Hazme el favor de leer este manuscrito ya terminado, y en el que queda poco por corregir. Lo he retirado esta mañana de un periódico (La Démocratie), donde ha sido rechazado por inmoral; pero lo mejor de todo es que ha maravillado a tanta gente que me hayan hecho el honor de pedirme otro inmediatamente con un montón de elogios y cumplidos varios.

El final no lo conoces; léelo, y dime sinceramente qué efecto te ha producido.

C. B.

P. S. Si llegaras a estar en casa cuando te llegue la cosa, no dejes de darle veinte centavos al individuo que te la trajo.

[ 1844 ]

[París, verano 1844]

Te ruego que leas esto con mucha atención, porque es muy serio y porque es una apelación suprema a tu sentido común y a ese cariño tan profundo que dices tener por mí. — Ante todo, te confío esta carta en secreto y ruego que no se la muestres a nadie.

Seguidamente, te suplico, por lo que más quieras, que no veas en ella ninguna intención patética y tampoco mi voluntad de conmoverte, sino a través de ciertas explicaciones. La extraña costumbre que han adquirido con frecuencia nuestras discusiones, que de golpe pueden tornarse recriminaciones, nada tienen de verdadero en mí; el estado de agitación en que me encuentro, tu decisión de no escucharme más, me han obligado a recurrir a una carta con la que quisiera convencerte de lo equivocada que puedes estar a pesar de todas tus ternuras.

Escribo todo esto con la cabeza fría y serena, y cuando me detengo a pensar en el estado de enfermedad en el que me encuentro, desde hace varios días, agotado por culpa de la indignación y del asombro, me pregunto ¡cómo, y por qué medio, podré soportar el hecho consumado! — Para hacerme tragar la píldora, ustedes no dejan de repetirme que la cosa es natural y, de ningún modo, deshonrosa. Es posible que así sea, y yo lo creo; pero, de verdad, qué importa lo que eso sea para la mayoría de la gente, si es una cosa por completo diferente para mí. — Tienes en consideración, según me has dicho, mi pena y mi fastidio como algo pasajero, y presupones que, si se me trata como a un tonto, no es sino para mi bien. Entérate de una vez por todas de algo de lo que no te haces cargo nunca, y es que, verdaderamente y para mi desgracia, no estoy hecho como los demás hombres. — Lo que tú consideras como una necesidad y un desconsuelo circunstanciales, yo no puedo, no soy capaz de soportarlo. Es fácil de comprender. Tú puedes, cuando estamos solos, tratarme como más te agrade — pero yo rechazo con furor todo lo que atenta contra mi libertad. — ¿Acaso no es una crueldad enorme someterme al arbitrio de algunos hombres a los que esto fastidia totalmente, y que por otra parte en nada me conocen? Entre nosotros, ¿quién puede alardear de conocerme, y de saber adónde quiero ir, qué quiero hacer y de qué dosis de paciencia soy capaz? Creo, sinceramente, que cometes un error grave. — Te lo digo con absoluta frialdad, porque me veo como condenado por ti, y estoy seguro de que no me escucharás; pero, antes que nada, y fíjate bien en lo que digo, date cuenta de que, a sabiendas, me causas un dolor infinito que ni te imaginas cuánto me desgarra.5

Has faltado a tu palabra de dos maneras. — Cuando te dignaste a prestarme ocho mil francos, quedó acordado entre nosotros que, después de cierto tiempo, tendrías el derecho a quedarte con cierta cantidad de los trabajos que lograse hacer. He vuelto a contraer algunas deudas, y cuando te dije que eran mínimas, me aseguraste que esperase un poco para cubrirlas. En efecto, algunos módicos adelantos, en combinación con dinero ganado, podrían saldar esas deudas muy pronto. Ahora has tomado una determinación que interpreto como airada; y despachaste el tema en un santiamén, de modo tal que ni yo mismo sé qué hacer ya — viéndome obligado a renunciar a mis planes. Había imaginado que, al ser mi primer trabajo una tarea casi científica, y habiendo despertado la atención de varias personas, recibirías, más temprano que tarde, comentarios elogiosos; que, al ver próximo el dinero, ya no me lo negarías más, y lograría, al cabo de unos meses, sacarme de encima este entuerto, para volver al punto en el que estaba, después de los benditos ocho mil francos. — Nada de eso ocurrió; tú no has querido esperar nada — no quisiste esperar ni siquiera quince días.

Date cuenta de lo falaz de tu razonamiento y de lo ilógico de tu conducta. Me causas una pena espantosa y tomas una actitud totalmente ofensiva, en la víspera de un éxito, en la víspera de ese día que te había prometido tantas veces. Y es este, justamente, el momento que eliges para destrozarme, pues, como te tengo dicho, de ninguna manera voy a aceptar una tutela sobre mi persona como algo inofensivo y sin importancia.6 Siento ya el efecto que eso produce, y, a este respecto, has caído en un error todavía más grave, que consiste en creer que será para mí todo un estímulo. No te puedes hacer una idea de lo que he sentido ayer y hasta qué punto me ha ganado por completo el desánimo, al ver que tomaba otro cariz; algo así como unas ganas repentinas de echarlo todo a perder, de desentenderme de todo, de no ir siquiera a casa del señor Edmond Blanc a recoger mi carta, diciéndome con tranquilidad al mismo tiempo: para qué hacerlo, ya no siento ninguna necesidad — ya no me queda más que contentarme con gastar como un mero idiota lo que ella se digne darme.

Es tal la equivocación emprendida por tu parte que el señor Ancelle7 me decía en Neuilly8: “Le he dicho a su madre que, si el dejarle a usted gastárselo todo lo conduce al trabajo y a una posición considerada, yo aconsejaría sin más que se lo permitiese; pero no creo que eso ocurra”. Dudo de que sea posible decir algo más descarado y brutal. — Nunca hubiera osado ir tan lejos, y tampoco a plantearme, ni siquiera fríamente, la idea de gastármelo todo. Presumo muy bien que no seas tan indulgente como él, y, en lo que a mí respecta, valoro demasiado mi libertad como para hacer semejante tontería. — Ahora, aunque no sea más que tu hijo, deberías tener la suficiente consideración como para no someterme al arbitrio de extraños, cuando sabes muy bien lo que representan para mí estos pesares. — Y tener consideración para con las dificultades de la tarea que he emprendido. — No te quepa la menor duda, y te lo aseguro, mi querida madre, de que esto no es una amenaza con el propósito de hacerte dar marcha atrás, sino la expresión de lo que siento, — y de que el resultado será absolutamente opuesto al que esperas — es decir, un completo desánimo.

Paso a continuación a otro asunto, que sin duda tendrá para ti más valor que toda suerte de promesas y que la suma de todas mis esperanzas.

Según me has dicho, te mueve un cariño activo y permanente. Quieres conservar, a pesar mío, el patrimonio que tengo, y estoy de acuerdo; jamás he tenido la intención de gastármelo todo y estoy dispuesto a que dispongas de todos los medios para protegerlo. Todos excepto uno, el que tú has elegido. ¿Qué te importa el medio si logras tu resultado? ¿Por qué te empeñas siempre en emplear únicamente el que me causa una pena tan horrorosa? Aquel que repugna más odiosamente a mi naturaleza — ya sean árbitros, jueces, extraños. — ¿Por qué razón?

Últimamente, no sabiendo nada de derecho, te he hablado, a la ligera y un poco en el aire, de una donación combinada, dispuesta de tal modo que se hiciese efectiva en caso de muerte. No sé si eso es posible; pero, seguramente, no querrás hacerme creer que, de entre todas las astucias del notariado, no existan otros medios que puedan satisfacerte, fuera del que quieres emplear. — ¿Y por qué? — Veamos, ¿habrá acaso alguien más leal y sincero que yo? — ¿Puedo dar una prueba más palmaria de mi buena fe y de la conformidad de mi voluntad con la tuya? Prefiero renunciar a mi fortuna9 y entregarme por completo a ti, antes de prestarme a un juicio cualquiera — lo primero no deja de ser un acto de libertad, lo segundo atenta contra mi libertad.

Para concluir, te suplico, por lo que más quieras, con la mayor humildad del mundo, que te ahorres una gran aflicción para ti y una humillación espantosa que ahogue mi ser. — Pero, por el amor de Dios, nada de árbitros, nada de extraños, nada de confidencias. — Mi deseo es que todo quede en suspenso hasta que yo haya tenido contigo y con el señor Ancelle una larga charla.10 — Esta tarde voy a verlo; espero poder llevarlo a tu casa. — Pero estoy seguro, más que seguro, de que, después de un primer éxito, me será fácil, con tal de que me ayudes un poco, — alcanzar rápidamente una buena posición.

Vuelvo encarecidamente a repetirte mis ruegos, estoy seguro de que te equivocas — después de lo cual, si no he conseguido explicarte cuánto más grato y razonable sería arreglarnos amistosamente, haz lo que te parezca, y que sea lo que Dios quiera.

El señor Edmond Blanc me ha dado una carta muy buena con la cual voy a tratar de arreglármelas con la Revue esta mañana. Piensa, por última vez, que no te pido otra cosa que un cambio conveniente de medios.

 

CHARLES

[ 1846 ]

[París, segunda quincena de marzo de 1846]

Te agradezco la carta tan buena y cariñosa que me has dejado en casa.

Me encantaría que vinieras a verme mañana por la mañana. Necesito hablarte de dinero, pero no temas. No se trata de pedirte un préstamo, sino de un arreglo particular, será más fácil explicártelo que escribirlo.

Me encuentro, debido a una serie de factores felices, al mismo tiempo que desafortunados — en disposición de ganar mucho en poco tiempo — pero entrampado por deudas que ya conoces11 y que cada día se vuelven más vergonzosas. — Tengo que escribir cinco artículos encargados para L’Esprit public, dos para la L’Époque, dos para la La Presse, un artículo para La Revue nouvelle.12 Todo esto supone obtener una enorme suma de dinero. Nunca se me presentaron tantas oportunidades a la vista. Pero, al mismo tiempo, tengo entre manos mi Salón,13 es decir, un volumen entero que debo terminar en ocho días.

Ya ves lo ocupado que estoy, y, por eso, sabrás perdonar que no vaya a explicarte todo esto en persona; en estos días hasta me he visto obligado a encargar a uno de mis amigos que se ocupe de mis cosas.

Baudelaire Dufaÿs14

Tráeme mis folletines de L’Esprit public.

[ 1847 ]

[París] Sábado, 4 de diciembre de 1847

A pesar de la carta tan cruel con la que ha respondido a mi última demanda, he creído que me estaba permitido dirigirme una vez más a usted, no porque no sepa perfectamente el pésimo estado de ánimo que esto le causará, y todo el trabajo que me costará hacerle comprender lo legítimo de mi pedido, sino porque al sentir una convicción tan férrea de que esto pueda ser de infinita y gran utilidad para mí, es que tengo el deseo de que usted entienda y comprenda. Fíjese bien que digo una vez más, lo que en el más veraz de mis pensamientos significa: por última vez. Sin dudas, debo agradecerle por la buena voluntad que ha tenido, haciendo que se me facilitasen algunos de esos objetos indispensables para una vida más razonable que la que llevo desde hace tiempo tan penosamente, es decir, algunos muebles. Pero comprados los muebles, me he encontrado sin un centavo en el bolsillo, y sin algunos de esos objetos no menos indispensables y fáciles de adivinar, una lámpara, una pelela, etc. Me conformo con que sepa que me he visto obligado a tener una larga discusión con el señor A. para conseguir sacarle algo de carbón y leña. ¡Si supiese el esfuerzo que he tenido que hacer para tomar la pluma y dirigirme una vez más a usted, desesperado de hacerla comprender, a usted, cuya vida es siempre cómoda y sin altibajos, hasta qué punto me encuentro en apuros! Imagínese una ociosidad perpetua, producida por un malestar perpetuo, con un profundo rechazo a ese ocio informe y a la imposibilidad absoluta de salir de ese estado debido a la perpetua falta de dinero. Indudablemente, en casos como este, es preferible, por humillante que sea, dirigirme a usted una vez más, en vez de acudir a personas que me son indiferentes y en quienes jamás encontraría la misma disposición. Lo que actualmente me sucede es lo siguiente: estoy feliz por contar con algunos muebles y lugar donde alojarme, pero falto de dinero andaba sin descanso en su procura, cuando hace dos o tres días, precisamente, el lunes pasado, extenuado de tanta desazón, aburrimiento y hambre, entré en el primer hotel que se me apareció, y desde entonces aquí estoy, y con sobradas razones. Le había dado la dirección de este hotel a un amigo, a quien le presté dinero, hace cuatro años, en la época en que tenía, pero no cumplió su palabra. Por lo demás, no he gastado demasiado, treinta o treinta y cinco francos en una semana; pero eso no es todo el problema. Porque, suponiendo que, por una bondad desgraciadamente siempre insuficiente, quisiera usted sacarme de este imprudente atolladero, ¿qué podría hacer yo mañana? El ocio me mata, me carcome, me devora. Realmente no sé de dónde saco la fuerza suficiente como para dominar el efecto desastroso de esta ociosidad sin fin y tener aún una absoluta lucidez mental y una esperanza viva de fortuna, calma y felicidad. Ahora bien, he aquí lo que le pido a modo de súplica, tal es el punto que siento que estoy llegando a los límites de la paciencia, no sólo de la paciencia de los demás, sino de la mía propia. Envíeme, aunque mil sacrificios le cuesten, y aunque incluso no crea en la utilidad real de este último favor, no sólo la suma en cuestión, sino con qué vivir una veintena de días. Determine usted la cosa como mejor le parezca. Creo totalmente en la manera más disciplinada de emplear el tiempo y en mi fuerza de voluntad, que sé positivamente que, si pudiese conseguir llevar, durante quince o veinte días, una vida normal, mi inteligencia estaría a resguardo. Es mi último intento, una apuesta. Arriésguese a lo desconocido, madre querida, se lo ruego. La explicación de estos seis años que han pasado de modo tan peculiar y, a la vez, de manera tan desastrosa, si yo no hubiese gozado de una salud de espíritu y de cuerpo que nadie pudo destruir, — es simple de entender; — la cosa bien podría resumirse así: aturdimiento, postergación de los planes más vulgarmente razonables, y consecuentemente, miseria y más miseria. ¿Quiere usted un ejemplo? Me ha sucedido, en variadas ocasiones, quedarme tres días en la cama, ya sea por falta de una muda o ya por falta de leña. En verdad, el láudano y el vino nunca son buenos para acallar las penas. Ayudan a pasar el tiempo, pero no reinventan la vida. La última vez que usted tuvo la amabilidad de darme quince francos, llevaba dos días sin comer — cuarenta y ocho horas. Estaba en camino de Neuilly, pero no me atrevía a confesar mi falta al señor A., y me mantenía despierto gracias al aguardiente que me habían dado, justo a mí, que detesto los licores que dan revoltijos al estómago. ¡Quiera Dios que estas confesiones, ya sea por usted o por mí, no lleguen nunca a darse a conocer, ni por quienes viven ahora ni en la posteridad! Porque yo sigo creyendo que la posteridad me concierne. Nadie querría creer que un ser razonable, salido de una madre buena y sensible, haya podido llegar a estos límites. Deseo que esta carta, dirigida sólo a usted, la primera persona a quien le hago semejantes confidencias, no salga de sus manos. Seguramente usted hallará en el fondo de su corazón razones más que suficientes para comprender que quejas como estas sólo pueden dirigirse a usted y a nadie más que a usted. Por lo demás, antes de escribirle, he meditado todo esto y he resuelto no volver a ver al señor A., con quien ya he tenido dos entrevistas penosas, si acaso cometiese el error de considerar esta última tentativa, como una más de tantas e igual a las otras, y le pusiese en aviso. Acabo de releer estas dos páginas y hasta para mí resultan singulares. Nunca me había atrevido a quejarme tanto. Espero tenga a bien poner esta excitación a cuenta de los padecimientos desconocidos para usted que yo tanto sufro. El persistente asueto de mi vida aparente, en contraste con la actividad continua de mis ideas, me lleva a tener cóleras inauditas. Me detesto a causa de mis faltas y la aborrezco a usted por no creer en la sinceridad de mis intenciones. Lo cierto es que, desde hace algunos meses, vivo de un modo que no es natural. Ahora bien, — volviendo al principio de la explicación que quería darle, mi existencia absurda se explica, en líneas generales, de este modo: gasto imprudente del dinero consagrado al trabajo. El tiempo corre, las necesidades subsisten. Por último, deseando poner punto final y creyendo férreamente en mi voluntad, me he dirigido a usted, para hacer un intento, una última apuesta, como dije antes, aunque esto le pareciese exorbitante y molesto para el interés de sus asuntos personales. Intuyo, y comprendo muy bien, cuán insoportable debe ser cualquier irregularidad en los gastos y ser motivo de molestia en la vida de una señora de su casa, y más en el caso de usted, a cuyo lado he vivido, pero estoy en una situación del todo excepcional; he querido saber, una vez más, si se me permite, si el dinero de mi madre podría ser aprovechado — cosa que creo segura y definitiva; sufro demasiado como para no intentarlo por última vez. Estas palabras, creo, ya las usé aquí varias veces.

Y, en efecto, a pesar del espantoso dolor que me produciría dejar París y decir adiós a tantos sueños hermosos, he tomado la sincera y violenta resolución de hacerlo de manera efectiva, si no soy capaz de vivir laboriosamente algún tiempo, con el dinero que le pido. Me iría lejos. Unas personas que conocí en la Ile de France se han dignado acordarse de mí; encontraré allí un empleo fácil del que ocuparme y un sueldo más que suficiente, para un país donde la vida es sencilla si se está instalado, incluido el tedio, el tedio nefasto y el debilitamiento intelectual de los países cálidos y azules. Pero lo haré como castigo y expiación de mi orgullo, si es que falto a mis últimas decisiones. No intente rastrear, entre los puestos oficiales, cuál pudiera ser este empleo. Pues es uno casi doméstico. Se trata de enseñarles todo, salvo química, física y matemáticas, a los hijos de un amigo. Pero no hablemos más de esto, pues la posible idea de tomar esta decisión casi inevitable me perturba. Sólo agregaría que, en el caso de que juzgara oportuno castigarme así, por haber fallado en todos mis sueños, exigiría, dado que allí me esperaba una vida fácil y segura, que todo lo que dejase pendiente detrás de mí fuese pagado. Sólo la idea de esta decadencia, de este abandono de todas mis fuerzas, me da escalofríos. Por todo ello, la conmino a no mostrar esta carta al señor A., ni siquiera confidencialmente, a tal punto me parece vergonzoso que un hombre dude de su éxito. Dispongo hasta el mes de febrero para aceptar o rechazar esta propuesta, y me propongo, para año nuevo, presentarle a usted las pruebas de que su dinero ha sido bien empleado.

He aquí mi plan: es extremadamente sencillo. Hace unos ocho meses que me encargaron hacer dos artículos importantes que no logro terminar, uno es una historia de la caricatura, el otro, una historia de la escultura. Esto representa seiscientos francos y sólo servirá para cubrir las necesidades más urgentes. Pero estos temas, para mí, son un juego.

A partir del primero de año, empiezo una nueva tarea — es decir, la creación de obras de pura imaginación — la Novela. Inútil probarle ahora la importancia, la belleza y las posibilidades infinitas de este arte. Como nos encontramos en el terreno de las cuestiones materiales, bástele saber que bueno o malo, todo se vende; sólo es cuestión de constancia.

También he calculado que el cansancio extremo de la mayoría de mis acreedores, que contemplan los préstamos hechos como algo lamentable, y, además, la conciencia íntima, que tienen casi todos, de haberme robado indignamente, me permitirán reducir el monto total de mis deudas a seis u ocho mil francos como mucho. Esta suma es fácil de conseguir con un poco de dedicación y perseverancia, tenga usted fe en la experiencia que he adquirido con todo este forcejeo entre periódicos y librerías. ¿A quién encargaré la penosa tarea de negociar con ellos, a mí mismo, al señor A. o a otra persona? Todavía no lo sé. Pero exijo de usted la promesa de que, cumplido este primer acto, y, además, habiendo dejado pasar algunos meses, a fin de demostrarle que no sólo sé pagar mis deudas sino también no contraer otras nuevas, será usted misma quien me ayudará con su testimonio, y también será usted, con sus mejores esfuerzos, quien facilite se me devuelva la libre disposición de mi fortuna. Sólo entonces me devolverá usted esas cartas crueles de que me ha hablado, y respecto a las que se muestra tan severa. ¡Si usted supiese de qué mezcla de pequeñas y grandes complicaciones está hecho mi sufrimiento permanente! Al menos esta vez me he esforzado en escribirle una carta como es debido y que puede dar testimonio de la absoluta lucidez mental de la que soy capaz en mis buenos momentos; sin embargo, mi desgracia es que la necesito y que no puedo dar ningún paso hacia usted que no parezca interesado.

Estoy realmente muy cansado. Siento como si una rueda girase todo el tiempo sobre mi cabeza haciendo presión. — Por última vez, mi querida madre, la conjuro en nombre de mi salvación. Es la primera vez, creo, que la hago confidente, con tanto detalle, de todos los importantes proyectos por mí acariciados. ¡Ojalá pueda así convencerla de que, de vez en cuando, frente a mi madre, pienso en renunciar a mi orgullo!

No me hable más de mi edad. Todas las educaciones, usted bien lo sabe, no son iguales, y la cuestión se resume así. Cuanto más tiempo haya pasado entre el día del nacimiento y el día indicado para el éxito, tanto más rápido hay que ir para sacar así partido de lo que resta.

Pero todavía una vez más, me encuentro, ahora mismo, en tan buena predisposición, que me sentiría un desdichado si no me hubiese hecho comprender. El tiempo vuela, y unos días más de ocio pueden matarme. Se lo repito, he abusado tanto de mis fuerzas que he llegado al límite extremo de mi propia paciencia y me siento incapaz de un último gran esfuerzo, si no me ayudan un poco.

Si por casualidad se le ocurriese la idea de pedirle dinero al señor A., no le diga para qué, y, puesto que es a usted a quien me he dirigido, quisiera tener al menos la alegría de recibir este favor de su propia mano, y de nadie más. Respóndame de inmediato; hace tres días que me doy fuerzas para escribirle y no me atrevo. Puede confiar usted en el mensajero. — Unas palabras más. Hace tiempo que trata usted de mantenerme alejado de su presencia. Sin duda supone que tal exclusión pondrá punto final a mis dificultades. Cualesquiera que hayan sido los errores, no son una falta, ¿cree usted que tengo tanta fortaleza como para soportar una soledad infinita? Me comprometo a no ir a verla la próxima vez como más no sea para llevarle una buena noticia. Pero para entonces, le pido verla y ser bien recibido, de forma tal que su actitud, su palabra y su mirada me protejan de todo.

Me despido. Me alegra haberle escrito.

CHARLES

[París] 16 de diciembre de 1847

Sin duda estarás transitando las múltiples molestias que conlleva una mudanza,15 lo que hace suponer que lo que voy a pedirte te fastidie un poco. Tengo mucho que decirte y explicarte. Me cuesta más escribir una carta que un volumen. Por un lado, siento rechazo por todo en tu casa y, en especial, por tus sirvientes. Quería rogarte que estuvieras hoy en el Louvre, en el Museo, en la gran sala cuadrada, a la hora que me indiques, pero lo más temprano que puedas. El Museo, por otra parte, abre a las once. Es el lugar de París donde mejor se puede hablar; está calefaccionado, puede uno esperar sin aburrirse y, además, es el lugar más apropiado para que una mujer acuda a una cita. No obstante, si esto te causa demasiada molestia, indícame qué otra manera de encontrarnos se te ocurre. Se me olvidaba decirte que, como no tienes pase, le des al conserje tu nombre y le digas que vas a encontrarte con tu hijo. Yo me encargo de avisarle.

Respóndeme lo antes que puedas.

B. D.

Haré lo posible por ser el primero en llegar. Te agradezco tu última carta, hacía tiempo que no usabas ese tono. Es esa carta la que me ha decidido a pedirte esta cita.

[ 1848 ]

[París] 2 de enero de 1848

Mi querida madre, te pido perdón por no haberte ido a ver inmediatamente, tal como te había prometido. Ten la plena seguridad de que no olvidaré nada de lo que me he comprometido a hacer. — Si no voy a verte de inmediato, se debe, en primer lugar, a que tengo el firme propósito de asegurarte, sin lugar a duda, que mis cosas van mejor, y, en segundo lugar, a causa de un motivo que acaso te provoque risa de tan pueril que parece, y es que no me encuentro lo suficientemente bien vestido como para ir a verte a tu casa. — Hasta dentro de dos o tres días.

B.

París, 8 de diciembre de 1848

Anteayer, el señor Ancelle me dijo que el viaje a la India que hice tiempo atrás había sido, a mis espaldas, costeado por usted, y que el dinero que yo creía, fruto de su generosidad, en verdad se lo debía a usted. El señor Ancelle se equivocó en no decírmelo y en ocultármelo desde ese momento; ya que, en primer lugar, no me hubiera sentido de ninguna manera avergonzado en recibir de su mano ese dinero, y, en segundo lugar, si él me hubiera dicho de entrada: “He recibido una suma de quinientos francos para usted”, en vez de dilapidarlos, poco a poco, en un viaje que no me dejó ninguna ganancia, hubiera podido, tomándolo todo de una vez, gastármelos de un modo mejor, quedándome en París.

Le confieso que esta revelación del señor Ancelle referida a este envío me sorprendió mucho, no menos que el recelo que puso en principio en disimularla. Me sentí también, lo confieso, muy asombrado de que usted se dignase, desde el lugar donde se encuentra,16 pensar todavía en mí y ocuparse de mis interminables problemas de dinero, sobre todo después del modo tan duro con que me recibió días antes de partir.

Con esa nerviosa obcecación, con esa violencia que le es propia, usted me ha maltratado únicamente a causa de una pobre mujer17 a la que hace tiempo quiero sólo por deber, nada más. No deja de ser curioso que usted, que tan a menudo y durante tanto tiempo, me ha hablado de sentimientos espirituales, de deber, no haya comprendido esta relación tan peculiar, en la que no tengo ya nada que ganar, y en la que la expiación y las ganas de recompensar un preciado sacrificio juegan un crucial papel. Por numerosas que sean las infidelidades de una mujer, por más duro que sea su carácter, si ha mostrado algunos esbozos de apego y buen querer, ya son suficientes para que un hombre desinteresado, un poeta, sobre todo, se vea obligado a recompensarla. Le pido perdón por insistir tanto en esto, pero produjo en mí una enorme tristeza que usted no comprendiese, desde un primer momento, el sentido tan elemental de mi pedido. Si desde entonces nada le he escrito sobre el tema, ha sido en primer lugar por miedo a afligirla sin una explicación previa lo suficientemente abarcadora, y, en segundo lugar, por la necesidad de aplazar proyectos que, para ser llevados a cabo, implican una estabilidad y una tranquilidad mayores a las que tengo. No obstante esto, retomo lo anterior, y me veo obligado a darle las siguientes explicaciones: actualmente, a los veintiocho años menos cuatro meses de edad, con una inmensa ambición poética, separado para siempre de lo que se entiende como la sociedad honorable debido a mis gustos y a mis principios ¿qué puede importarme si, al mismo tiempo que construyo mis sueños literarios, cumplo, además, con un deber, o lo que yo creo un deber, en detrimento de las ideas vulgares de dinero, fama y fortuna? Fíjese bien que lo que vengo a pedirle no es en absoluto un acuerdo; es sólo mi interés de que reconozca que acaso tenga razón; y, en segundo lugar, quedando el asunto ligado estrictamente a mi pura voluntad, si un determinado acontecimiento o una determinada reflexión, que no puedo prever, se me cruzase, bien podría yo transigir sin dudas conmigo mismo y echar a un costado mis proyectos.

Tengo ahora la imperiosa necesidad de decirle crudamente que, si bien nunca hubiera pensado por mi cuenta en pedirle dinero, como fue usted quien ha tomado la iniciativa, me ha hecho ver que todavía piensa en mí y me he hecho la idea de que bien podría acudir una vez más en mi ayuda.18 La fecha de año nuevo se acerca y es la época en que tengo que mudarme. Con lo que me corresponde por cobrar aquí de parte del señor Ancelle y lo que recibiré por otras vías, si usted pudiese, en lo que resta del año, sumar a eso, doscientos cincuenta francos, o, si no puede hacerlo en modo alguno, al menos autorizar que me presten en su nombre, tendría el dinero suficiente como para realizar esos proyectos que hace tiempo quiero llevar adelante; entre otros, el de retirar mis pobres y queridos manuscritos, por siempre empeñados; ¡si es que todavía existen!

Esta era la cosa cruel que tenía que decirle.

Los veintitrés días que faltan le serán suficientes para responderme. Me haría muy feliz que tuviese a bien escribirme algunas líneas en lugar de valerse del señor Ancelle para transmitirme, ya sea su decisión, ya sea las condiciones que tal vez le plazca imponerme.

Lo único que en verdad me interesa de usted es saber cómo ha ido su viaje, si se encuentra a gusto ahí y si su salud está mejor que aquí.

En lo que a mí respecta, pese a que la literatura importa menos que nunca, sigo siendo el mismo, es decir, estoy convencido de que podré saldar mis deudas y de que mi destino se cumplirá de manera gloriosa.

Otra razón por la que me gustaría tanto que usted pudiese satisfacer mi pedido es que temo que se produzca aquí una insurrección, y nada es más lamentable que encontrarse sin dinero en momentos así.

Hasta pronto, y espero no tome a mal mi carta. Supongo que ustedes se quedarán allí por mucho tiempo. Estoy seguro de que, de producirse un nuevo gobierno, en nada los moverán de donde están. Quizás dentro de un año, si tengo más dinero, vaya a Constantinopla; dado que la pasión por los viajes vuelve siempre a mí.

 

CHARLES

[ 1851 ]

Neuilly, Jueves, 9 de [enero]19 de 1851

Hete aquí que ya pasaron varios meses desde que decidí escribirle. He tratado de hacerlo ya varias veces y repetidas veces y me he visto obligado a renunciar a esta tarea. La soledad de mi pensamiento y mis incesantes dolores me han vuelto un poco duro y, sin duda, también bastante torpe. Quisiera poder suavizar mi estilo, pero, como, aun así, su orgullo lo encontrará seguramente inconveniente, espero que su razón entienda la excelencia de mi intención y el mérito que hay en que sea yo quien dé ese paso que en otra época me hubiera sido tan grato, pero que, en la situación en que usted me ha colocado, frente a usted misma, debe ser inapelablemente el último recurso.

Que me haya privado de su amistad y de todo el contacto que todo hombre tiene el derecho de esperar de su madre, es cosa que concierne a su conciencia, y, quizá también, a la de su marido. Eso es algo que, sin dudas, tendré que constatar más adelante.

Pero existe una cierta delicadeza que nos aconseja que no es preciso sentirse afectado al no dar con la gratitud de personas a las que se ofende, o, al menos, de aquella por la que nada hacemos. Puesto que eso se vuelve pronto un nuevo insulto. Supongo que adivina que quiero hablar de cierto dinero que ha recibido el señor Ancelle. ¡Cómo! Recibe dinero, sin carta para mí, sin una palabra que me indique o me aconseje su empleo. Sepa usted que ha perdido cualquier derecho a la filantropía respecto de mi persona, porque del sentimiento maternal no me atrevo a decir palabra. Pareciera usted estar más interesada en mostrar sentimientos humanos a otros antes que a mí. En consecuencia, tiene remordimientos. Yo no quiero aceptar la expresión de su arrepentimiento, si no adopta maneras más adecuadas, y, para dejarlo en claro, si no vuelve a ser inmediatamente y por entero una madre. Me veré, pues, obligado a oponerme por medio de un procurador, ante el mismísimo señor Ancelle y ante cualquier aceptación de dinero que provenga de usted, y, sin dudas, tomaré las medidas que sean necesarias para que esta oposición sea respetada estrictamente.

No creo que deba empeñarme en hacerle comprender la importancia de esta carta, y de su respuesta, que debe dirigirme A MÍ, A MÍ, ¿lo oye? De esta contestación o de su silencio dependerá mi conducta futura hacia usted, y también mi conducta para conmigo mismo. Voy a cumplir treinta años dentro de tres meses. Este hecho suscita en mí no pocas reflexiones, que es fácil adivinar. Por lo tanto, moralmente, una parte de mi vida futura está en sus manos. ¡Ojalá me escriba lo que tanto deseo!

Si se digna a comprender la importancia de esta carta, no deje de agregar en su respuesta noticias precisas sobre su salud.

Puesto que tiene usted influencia sobre el señor Ancelle, no debería dejar de decirle, cuando le escriba, que, por favor, me haga la vida menos dura y más soportable.

Deseo, o más bien, quiero que él no tenga participación alguna en la cuestión que hoy con usted discuto. Ninguna respuesta que venga de él será aceptada.

CHARLES BAUDELAIRE

[París] Sábado, 30 de agosto de 1851

Querida madre, estoy seguro de que voy a causarte un disgusto. Había prometido escribirte dos veces al mes, y he aquí que hace seis semanas que me he mudado y no te he escrito. Le echo la culpa a mi vanidad en querer darte alguna buena nueva en mi primera carta. Y no hay nada en absoluto, nada de nada, o poco menos que nada. Como me importa mucho tenerte al tanto de todo lo que hago, te envío un folleto por el que me pagaron muy bien y que leerás porque es mío, aunque yo no le atribuyo mayor importancia.