Cartas desde Estambul - Mary Wortley Montagu - E-Book

Cartas desde Estambul E-Book

Mary Wortley Montagu

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Beschreibung

La imagen que Europa compuso en el siglo XVIII de la cultura otomana ya no fue la misma tras esta sorprendente correspondencia. Desmintiendo relatos de otros viajeros, cubierta con el yasmak [asmak], o velo turco, esta inglesa, no solo escribe la crónica de los bazares, las mezquitas, las ceremonias de la corte o la vida en las calles, sino que da noticia de la vacuna sobre la viruela o desvela la intimidad del harén y la voluptuosidad de los hamanes como ningún europeo lo había hecho antes desatando un imaginario que transforma las artes y alienta la estética orientalista. En el siglo de grandes damas e ilustres salonnières, la inteligencia de Lady Montagu asombró a Voltaire que la consideraba por su cosmopolitismo muy superior a madame de Sévigné y sabido es que el pintor Ingres, un siglo después, encontró en sus prolijas descripciones del haremlik inspiración para sus cuadros de odaliscas y escenas de harén. Su energía y humor sutil aún provoca entre nosotros una fascinación intacta como nos recuerda Juan Goytisolo.

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Cartas desde Estambul

LADY MARY

Cartas desde Estambul

LADY MARY WORTLEY MONTAGU

EDICIÓN Y PREFACIO DE VÍCTOR PALLEJÀ

TRADUCCIÓN DE CELIA FILIPETTO

COLECCIÓN SOLVITUR AMBULANDO | nº4

SOBRE LA AUTORA

LADY MARY WORTLEY MONTAGU (Thoresby Hall, Inglaterra, 1689 – 1762)

Mary Pierrepoint, su nombre de soltera, fue una aristócrata, viajera y escritora británica muy activa en los círculos de la alta sociedad de su época, en la que brilló por su personalidad independiente, su inteligencia, humor y rebeldía. De formación autodidacta aprendió latín y francés y después otras lenguas. Huyó del hogar familiar para casarse con el político y diplomático Edward Wortley Montagu con quien tuvo dos hijos.

En 1716, sir Edward es nombrado embajador ante el imperio de la Sublime Puerta. Antes de llegar a Constantinopla los Wortley Montagu realizan un largo periplo por Rotterdam, Viena, Praga, Leipzig, Hannover, Sofia, Belgrado, Adrianópolis, y tras su estancia en Constantinopla, viaja de vuelta por Italia y Francia. Sobre estos lugares la escritora envía cartas a sus amigas, familia y conocidos. En Constantinopla, vestida a la turca, pasea por calles y mercados, entra en hamanes y harenes y lo cuenta en Turkish Embassy Letters, su abundante correspondencia editada en 1763 tras su muerte.

Su testimonio desprejuiciado, sus descripciones y la frescura de sus opiniones causaron gran revuelo y controversias en intelectuales como Voltaire, Pope o Swift y, un siglo después, el pintor Jean-Auguste Dominique Ingres encuentra en su testimonio inspiración para obras como El baño turco. Con los años abandonó de nuevo Londres para vivir un idilio en Italia con el poeta Francesco Algarotti, viajar después por Europa y retirarse, finalmente, en Londres donde murió.

SOBRE EL LIBRO

La imagen que Europa compuso en el siglo XVIII de la cultura otomana ya no fue la misma tras esta sorprendente correspondencia. Desmintiendo relatos de otros viajeros, cubierta con el yasmak [asmak], o velo turco, esta inglesa, no solo escribe la crónica de los bazares, las mezquitas, las ceremonias de la corte, o la vida en las calles, sino que da noticia de la vacuna sobre la viruela o desvela la intimidad del harén y la voluptuosidad de los hamanes. Ningún europeo lo había hecho y sus prolijas descripciones desatan un imaginario que transforma las artes y alienta la estética orientalista.

Las anécdotas de su estancia como embajadora consorte dan pie a estas cartas llenas de energía y humor sutil, y son una crónica atenta de la vida y costumbres de Constantinopla, pero también de los países que recorre antes y después. En el siglo de grandes damas e ilustres salonnières, la inteligencia de Lady Montagu asombró a Voltaire que la consideraba por su cosmopolitismo muy superior a madame de Sévigné y sabido es que el pintor Ingres, un siglo después, encontró en sus descripciones del haremlik inspiración para sus cuadros de odaliscas y escenas de interiores, en particular El baño turco. Una fascinación que llega intacta hasta nosotros como nos recuerda Juan Goytisolo. Lady Montagu nos describe con pasión un mundo que contrapone al de su propia cultura y la vida de las mujeres.

Qué fuego, qué facilidad, qué conocimiento de Europa y Asia

EDWARD GIBBON

La llegada a Estambul de lady Montagu marca un hito importante en nuestro conocimiento del Serrallo

JUAN GOYTISOLO

Cartas desde Estambul

LADY MARY WORTLEY MONTAGU

Título original: Turkish Embassy LettersTítulo de esta edición: Cartas desde EstambulAutor: Lady Mary Wortley Montagu

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, marzo de 2017 © de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES, 2017www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© prefacio y edición: Víctor Pallejà | © de la traducción: Celia Filipetto © de la maquetación y el diseño gráfico: Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-15958-67-3 | IBIC: WTL

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Prefacio del editor

VÍCTOR PALLEJÀ

Cartas

LADY MARY WORTLEY MONTAGU

Notas

PREFACIO DEL EDITOR

Para su mayor disfrute, algunos detalles y consideraciones acerca de esta curiosa recopilación de correspondencia merecen ser conocidos. El conjunto de cartas que se han conservado del viaje realizado entre las dos primaveras de 1717 y 1718, acompañando a su esposo en un largo recorrido terrestre de ida a Estambul vía Viena, a través del Danubio y de vuelta por mar con diversas escalas en el Egeo, Malta y Túnez constituyen la presente selección a la que hemos llamado Cartas desde Estambul. El bello trayecto no ha sido truncado en absoluto, ni los curiosos episodios en las ciudades y la corte alemana, ni su regreso por Túnez, Italia y Francia. No podríamos imponer una dudosa frontera temática a los intereses y curiosidad universales de la Montagu.

En primer lugar debe subrayarse la personalidad excepcional de Lady Mary Wortley Montagu por encima del relato de las vicisitudes de la esposa de un embajador inglés destinado a Estambul a principios del siglo xviii. Es su vida interior, la que confiere a estas páginas un valor singular. Sus vivencias son expuestas con una escritura franca y una notable agudeza observadora. La voz decidida de esta mujer se hace patente al constatar que sus cartas fueron escritas con el propósito de despertar una admiración capaz de hacerlas llegar más allá de sus destinatarios directos. Nos encontramos ante un carácter fuerte, consciente del impacto de una voz singular en el masculino foro de viajeros y lectores. Su condición femenina es el accidente que puede justificar lo que ha podido ver e interesarle pero no lo que ha sido capaz de decir. Con sutilidad, se pliega a los cánones estilísticos de la alta sociedad inglesa de la época en la forma pero, en el fondo, se permite una audacia que raya con la osadía en no pocas ocasiones. La visión del mundo de Lady Montagu no entra dentro del concepto de gazmoñería atribuida a todo lo que precede a la revolución francesa y resulta hoy a todas luces políticamente incorrecto.

El periplo de Lady Montagu corresponde a ese fascinante momento de relativo equilibrio entre las fuerzas de Oriente y Occidente, previo al apogeo de la expansión Europea. La transición del terror secular frente al enemigo otomano a la suficiencia llena de desprecio por el “gran enfermo de Occidente” se efectúa en este periodo. En el otro lado, la sociedad otomana vivía una fase de tímida curiosidad por Occidente mientras el peligro acecha en fronteras todavía lejanas. Un tiempo en el cual viajeros y nativos con cierta cultura se pudieron observar unos a otros, siendo posible todavía la oscilación libre entre la atracción y el rechazo. La superioridad o inferioridad de cada cultura no había sido sentenciada por la cruda realidad política de forma inapelable, asignando a unos y otros actores el intercambio de roles como vencedores y vencidos. En efecto, el último y sobrecogedor asalto a Viena en 1683, treinta años antes ya parecía muy lejano. El inicio de la decadencia del imperio otomano era una realidad tan solo dieciséis años más tarde cuando toda Hungría cayó en manos austriacas.

Lady Montagu aconseja a su esposo tanto en los negocios como en la política. En1717, el objetivo de Edward Wortley Montagu como embajador es negociar un equilibrio para neutralizar el crecimiento austriaco ante el Sultán otomano. Un acuerdo de paz es preciso sin ningún requisito geográfico previo. Wortley intenta, más allá de su estricto deber, asegurar la frontera del Danubio. Cometido que parece entonces aceptable haciendo posible una tregua que ceda a la reclamación otomana de Temesvar (Timisoara, Rumania). Ante las cancillerías europeas este plan resulta sospechoso, sea por generosidad o por ingenuidad. En todo caso, un enemigo personal del diplomático inglés –Stanyan, por entonces embajador en Viena– no tiene más que retrasar cada correo desde Estambul con la propuesta del Sultán para hacerla ridícula dado el fuerte avance militar austríaco: el príncipe Eugenio cruza el Danubio y empieza el asedio de Belgrado; Belgrado cae poco más tarde y los cuarteles de invierno se instalan en Serbia. Wortley no capta la dinámica de los acontecimientos. Ni encaja con larealpolitik, ni sospecha los retrasos e intrigas. Los repetidos errores del negociador inglés dan a los germánicos la impresión de tratar con un agente adquirido a la causa otomana. Stanyan pide su dimisión. Entre marzo y abril ya puede sustituirle en la negociación y los Wortley regresar a su casa.

Lady Mary Wortley Montagucuya tarea propia no era la diplomacia, ni mucho menos el espionaje, se dedicó a tomar contacto y hacerse una cierta idea de los Balcanes y del Mediterráneo. Su esfuerzo por establecer contacto directo con las gentes es un valor añadido. Parece que pudo expresarse mínimamente en turco y en otras lenguas. Un signo elocuente del genuino modo de viajar cosmopolita, en las antípodas del monolingüismo del turista globalizado. En todo caso, ni la enorme complejidad de esta amalgama de culturas, ni la confusión conceptual de nuestra autora le impidió un juicio nada banal de la situación de la civilización otomana que conoció. Usamos la palabra otomano ya que el término “turco” se refiere a la etnia y no los designa con propiedad y estos encontraban un claro sentido despectivo a esta palabra; el imperio de la Sublime Puerta se veía con toda naturalidad como un poder supranacional. A esa sociedad se refiere la inglesa cuando expresa la siguiente observación: “Una larga paz les ha sumergido en una pereza universal. Contentos con su situación y acostumbrados a un lujo sin límites, se han convertido en grandes enemigos de todo tipo de fatigas.” Nos encontramos ante una brillante y tempranísima síntesis del estado del imperio que desapareció oficialmente para la historia en1922.

Mercaderes, aventureros, misioneros y diplomáticos han transitado durante generaciones pasando por los mismos lugares sin variar demasiado sus descripciones. Sus conocimientos son aceptables en general, obviamente, no esperaba superar a los geógrafos de academia. En contraste, las mezquitas más bellas provocan algunos de los primeros comentarios sobre estética positivos conocidos en occidente. Los detalles acerca de las residencias palaciegas visitadas, incluyendo los espacios más reservados del harén, son únicos. No es poca cosa.

En relación a los lugares visitados, los dominios de Ahmetiiique atraviesa Lady Montagu han sido testimonio seis meses antes de la última derrota en Petrovaradin. La descripción de este escenario certifica el hundimiento del sistema otomano y permite añadir unos comentarios antibélicos de antología. Los detalles sobre la desastrosa situación en Bosnia son muy interesantes. Pero todavía de los Balcanes al Mar Negro, del Cáucaso a Arabia la vida parece seguir inalterada. A su llegada a Estambul se encontró con un entorno todavía acostumbrado a la expansión continua del sultanato. Allí se vive la última fase de un periodo brillante y de actitudes abiertas conocido como la “Época de los tulipanes” (Lale devri). La predilección del sultán por esta flor refleja la sensibilidad poética de un régimen dotado de un ministerio de jardinería destinado a magnificar la decoración vegetal de las residencias imperiales. En definitiva, el refinamiento oriental fue asumido por la alta cultura otomana ocupada en la delectación morosa de productos de lujo y en el cultivo de artes muy sofisticadas. Todo ello no ha dejado de ser, desde entonces, objeto de desdén. Para Lady Montagu todavía era posible encontrar una apreciación admirativa en ese modo de vida fastuoso, lo cual no se debe confundir con el apasionamiento por todo lo exótico de los estetas románticos.

Sus observaciones manifiestan ciertas realidades con mayor nitidez que bastantes otros viajeros. Por tanto, es preciso subrayar la actitud de la escritora pese a que a veces alterne entre la sorpresa fácil y se centre en sus dilemas personales. Debemos apreciar tal como nos llegan los trazos más destacados de cada cuadro de experiencias; aunque la identificación de la deliciosa Fátima y otros personajes sea irrealizable. El noble letrado que la hospeda en Belgrado, un musulmán de alta cultura que bebe vino,provoca su admiración. Una conversación inteligente con una mujer anónima sirve para señalar la relatividad de las normas religiosas. Lady Montagu percibió la vida y pensamiento de ciertas elites otomanas. La tendenciarendîobektashíque delatan estos comportamientos, no le interesaban sino como elementos de comparación y de apología. Se trataba de encontrar unos paralelismos reconocibles. Así, ensalza al deísmo, el hedonismo ilustrado y el refinado elitismo por ser de su gusto. Del mismo modo, los cristianos ortodoxos y los sufíes son puestos en la picota del antipapismo como muestras de culto repugnantes a la mente muy protestante de Lady Montagu. No hay nada como viajar para buscar afinidades y justificarse. En otro orden de cosas, los ambientes populares y las minorías étnicas en general no quedan reflejados, dado el clasismotoryde su autora. La medida de su apreciación subjetiva del fastuoso mundo otomano se encuentra reflejada en la dureza de sus juicios sobre las mujeres tunecinas y algunos otros colectivos.

Las fiestas delalay–o cambio de guardia– son la muestra del esplendor imperial. Esta magnífica cabalgata es descrita con exactitud en los aspectos que se asemejan a los modos de las grandes monarquías europeas, mientras que el mundo del ritual y la etiqueta otomana vela por completo a la viajera inglesa los entresijos políticos y religiosos solo visibles a ojos expertos. Por otro lado, Lady Montagu no se somete a los tópicos acerca de las brutalidades ejercidas por el poder omnímodo del sultán. El despotismo oriental no existe todavía como problema moral para los occidentales, pero sí las muestras de poder absoluto y de crueldad que no la escandalizan, sin embargo.

La comparación, hace tres siglos, entre la sociedad inglesa y otomana, no se parece en nada a la actual. Es importante tener en cuenta que las cosas que provocaban la admiración de nuestra viajera como la libertad de las mujeres para comprar y vender o viajar sin permiso conyugal, el derecho a una herencia escasa pero real, dotes relativamente justas, no fueron realidad en Inglaterra hasta mediados del sigloxixy en otros lugares mucho más tarde.

Por atrevimiento o por intuición –no hay modo de saberlo en el fondo– prescinde de prejuicios al respecto y se preocupa por los contrastes del trato cotidiano y la vida real en los círculos palatinos. Accedió a visitar áreas del harén imperial observando el funcionamiento de lugares que eran centros de poder de primer orden inaccesibles para aquellos que tanto han hablado sobre la sociedad otomana. El respeto y las deferencias hacia ella que ha podido observar se aúnan con la sensualidad de una vestimenta que describe con detalle y con la que quiso posar ante el pintor Van Moor. La experiencia de Lady Montagu es pues singular. Viendo como vio cosas jamás referidas por embajadores y viajeros, su voz, merece por lo menos ser escuchada.

El harén, máquina infernal para la imaginación occidental no se le ha antojado como una institución odiosa aunque secretamente tentadora. ¿Cómo es posible un testimonio tan favorable en este sentido? ¿Qué realidad hay en este asunto? La sociedad otomana guardó silencio olvidando los problemas concomitantes de la esclavitud y la violencia contra grupos y minorías dentro de una sociedad jerárquica pero no más injusta que otras con las que ha sido comparada. Los historiadores no disponen de datos suficientes. No es posible todavía un dictamen fiable.

El testimonio de Lady Montagu tiene el valor y el defecto de estar fuera de las coordenadas establecidas hoy en Occidente. Es posible leerlo aceptando su subjetividad. Sin duda, el descubrimiento de la desnudez colectiva, vivida en el baño turco debió impresionarla. La existencia de un espacio femenino, vedado por completo al mundo exterior, suscitó en ella observaciones que van más allá de la paradoja. La vida de una aristócrata con un marido celoso y negligente al que debe recordar en sus cartas que tiene un hijo, ha condicionado su percepción de la feminidad. Cada una de las afirmaciones de Lady Mary Wortley Montagu podría discutirse, pero basta con descubrir su riqueza y el admirable contraste que ofrece con otros pareceres, ya sean antiguos o actuales, para cuestionar y profundizar nuestras propias reflexiones.

Los textos que conforman la presente edición provienen de la versión científica de Robert Halsband, (The Complete Letters of Lady Mary Wortley Montagu, 3 Vols. Oxford,1965-7) y recogen dos fuentes principales: las cartas que lady Mary escribió desde el extranjero a parientes y amigos de Inglaterra, y un diario que llevó en sus viajes de1716. Halsband identificó solo dos pasajes provenientes del diario destruido por la hija de lady Mary (Halsband,Letters, 1:xv). Hemos seguido su texto armonizando la caótica ortografía de los términos empleados en numerosas lenguas, especialmente en lo que se refiere a los topónimos, que hemos acercado a la cartografía actual. Los conflictos y errores producidos por los vocablos turcos, leídos a la italiana se han minimizado indicando la grafía correcta cuando esta se hace incomprensible. El acceso a estos preciosos documentos de viaje requiere una información detallada y precisa de la que se hace responsable el autor del prefacio, editor y traductor del francés, árabe y turco. Las notas y adiciones intentan, en la medida de lo posible, acercar el texto sin sobrecargar la lectura.

Brindamos ya, sin más demora, una de las colecciones de misivas más interesantes de toda la literatura de viaje a Oriente. Sin duda, tras la lectura de lasCartas desde Estambulno se podrá pensar sobre este lugar del mismo modo que antes.

VICTOR PALLEJÀ DE BUSTINZA

Barcelona a diciembre de 2016

CARTAS DESDE ESTAMBUL

LADY MARY WORTLEY MONTAGU

CARTA I

A lady Mar1. Rotterdam, 3 de agosto de 1716

Me alegra pensar, mi querida hermana, que algún placer te daré contándote que he cruzado la mar sana y salva, aunque hemos tenido la mala fortuna de encontrarnos con una tormenta. El capitán de nuestro barco nos persuadió de que zarpáramos con la mar en calma, y fingió que nada sería más fácil que vencerla, pero al cabo de dos días de lenta navegación, el viento soplaba con tal fuerza que ninguno de los marineros era capaz de tenerse en pie y la noche del domingo fuimos zarandeados en toda regla. Jamás había visto a un hombre más asustado que el capitán. Yo, por mi parte, he sido muy afortunada pues no padecí los efectos del miedo ni del mareo, si bien confieso que tal era mi impaciencia por volver a pisar tierra firme que no pude esperar a que el barco entrara en Rotterdam, sino que viajé en la barca grande hasta Helvoetsluys, donde alquilamos los carruajes que nos llevarían a Briel. La pulcritud de esta pequeña ciudad me cautivó, aunque a mi llegada a Rotterdam me esperaba una nueva escena placentera. Todas las calles están pavimentadas con adoquines anchos, ante las puertas de los artífices más miserables hay asientos de mármol de variados colores y, te aseguro, tan pulcramente mantenidos que ayer anduve de incógnito por casi toda la ciudad con mis zapatos, sin que se les pegara ni una mota de polvo, y además ves a las criadas holandesas fregar el suelo de la calle con más solicitud que la que ponen las de casa en arreglar nuestros aposentos. La ciudad parece tan llena de gente con cara de atareada, toda en movimiento, que cuesta imaginar que no sea por la celebración de alguna feria, aunque compruebo que todos los días es igual. No existe sin duda ciudad más ventajosamente situada para el comercio. Aquí hay siete amplios canales, por donde las naves mercantes llegan casi hasta la puerta de las casas. Las tiendas y los almacenes son de una magnificencia y una pulcritud sorprendentes, llenos de una increíble cantidad de fina mercancía; en comparación con la que vemos en Inglaterra, es tanto más barata que mi trabajo me cuesta convencerme de que sigo estando tan cerca de mi tierra. No ves aquí ni suciedad ni mendigos. Esos repugnantes tullidos, tan abundantes en Londres y motivo de tanto escándalo, brillan aquí por su ausencia, tampoco encuentras zagales ociosos que te fastidien con sus importunidades, ni mozas que se empeñen en ser malas y holgazanas. Los criados comunes y las tenderas son aquí más limpios que la mayoría de nuestras damas, y la gran variedad de vestidos pulcros (cada mujer se cubre la cabeza a su propio estilo) es un placer añadido que hace de esta una ciudad digna de verse.

Comprobarás, mi querida hermana, que aún no me he quejado, y si sigue gustándome viajar tanto como ahora, no me arrepentiré de mi proyecto. Contribuirá en gran medida a sentirme satisfecha si me ofrece ocasiones de entretenerte. Mas no esperes que desde Holanda te llegue una oferta desinteresada. Ya me he habituado lo suficiente a las costumbres de Rotterdam que puedo decirte sin ambages, en una palabra, que espero a cambio todas las noticias de Londres. Como verás, ya he aprendido a hacer buenos tratos, y no es a cambio de nada que te envío todo mi afecto de hermana.

CARTA II

A Jane Smith.2La Haya, 5 de agosto de 1716

Me apresuro a referirle, mi querida señora, que después de todas las espantosas fatigas con las que me había usted amenazado, hasta la fecha estoy muy satisfecha con mi viaje. Ponemos cuidado en hacer a diario etapas tan cortas que más bien imagino encontrarme en una fiesta placentera y no en el camino, y a buen seguro nada puede ser más agradable que viajar por Holanda. El país entero parece un inmenso jardín; todos los caminos están bien pavimentados, flanqueados de hileras de árboles, bordeados de amplios canales llenos de barcas, que pasan y vuelven a pasar. Cada veinte pasos se tiene ocasión de ver alguna villa, y cada cuatro horas una ciudad grande tan sorprendentemente pulcra que tengo la certeza de que quedaría usted encantada con ellas. El lugar donde me encuentro ahora es, sin duda, uno de los pueblecitos más admirables del mundo. Hay aquí varias plazas admirablemente construidas y (algo que considero de especial belleza) cubiertas de árboles añosos. El Vourhout es al mismo tiempo el Hyde Park y el Mall de las personas de rango, pues es allí donde van a tomar el aire tanto a pie como en carruajes. Hay tiendas donde venden barquillos, licores frescos, etcétera. He visitado algunos de los más renombrados jardines, pero no voy a atormentarla con su descripción.

Me atrevería a jurar que pensará que mi carta ya es lo bastante larga, mas no debo concluirla sin antes rogarle me perdone por no haber cumplido aún con el encargo de comprarle el encaje que me pidió. Le doy mi palabra de que aún no he encontrado ninguno que no sea más caro que el que puede usted adquirir en Londres. Si desea artículos indios, hay aquí gangas en abundancia, seguiré sus instrucciones con gran placer y al pie de la letra, entretanto, mi querida señora, etcétera.

CARTA III

A Sarah Chiswell.3Nimega, 13 de agosto de 1716

Lamento infinitamente, mi querida Sarah, que su temor a desairar a sus parientes, y el miedo por su salud y seguridad me hayan impedido conocer la dicha de disfrutar de su compañía, y a usted el placer de un ameno viaje. Recibo las novedades agradables y las gratas perspectivas con cierta mortificación pues me resulta imposible dejar de pensar que por desgracia usted se pierde ese mismo placer que me consta habría sentido.

Si se encontrara conmigo en esta ciudad estaría en disposición de esperar la visita de sus amigos de Nottingham. Nunca dos lugares fueron más parecidos; no hay más que llamar Trent al río Mosa y ya no hay manera de distinguir las vistas; las casas, al igual que las de Nottingham, construidas una sobre la otra y entremezcladas en el mismo estilo con árboles y jardines. La torre a la que llaman de Julio César tiene la misma situación que el castillo de Nottingham, y mi trabajo me cuesta no figurarme que desde ella veo la campiña del Trent, Adboulton y demás lugares que nos son tan conocidos. Aunque es cierto, las fortificaciones se diferencian en no poca medida. Los versados en el arte de la guerra no hacen más que encomiarlas. Yo, por mi parte, que no sé nada del asunto, me conformo con decirle que es muy agradable el paseo por las murallas, donde hay una torre, merecidamente llamada belvedere, donde la gente acude a tomar café, té, etcétera, y disfruta de una de las más exquisitas vistas. Los paseos públicos no son de una gran belleza si bien ofrecen la sombra densa de los árboles. No debo olvidarme de mencionar el puente pues me pareció muy sorprendente. Es ancho para albergar carruajes y cientos de hombres a caballo. Pagan el equivalente a dos peniques ingleses para acceder a él y luego los cruzan hasta la otra orilla del río, con un movimiento tan reposado que apenas se advierte nada de cuanto ocurre.

Ayer estuve en la iglesia francesa y observé con mucha atención su forma de celebrar el oficio. En primer lugar, el párroco llevaba un sombrero de ala ancha, que le daba un aire muy semejante al de un personaje deLa feria de San Bartolomé;4para que no se le cayera hacía gestos extraordinarios y grotescos, y al predicar decía unas cosas muy semejantes a las que en esa comedia se dicen a los títeres. Sin embargo, la congregación daba muestras de recibirla con devoción profunda y alguien de su grey me comentó que es una persona que goza entre ellos de especial fama.

Creo que a estas alturas estará tan cansada de la relación que de él ofrezco como yo lo estuve de su sermón, mas tengo la certeza de que su hermano5disculpará esta digresión en favor de la Iglesia de Inglaterra. Ya sabe, hablar irrespetuosamente de los calvinistas es lo mismo que hablar honorablemente de la Iglesia.

Adiós, mi querida Sarah. Recuérdeme siempre, tenga por seguro que yo jamás la olvido.

CARTA IV

A lady –.6Colonia, 16 de agosto de 1716

Si mi lady – tuviera alguna idea de las fatigas por las que he pasado estos dos últimos días, estoy segura de que reconocería como muestra de gran consideración el que ahora me haya sentado a escribirle.

Alquilamos caballos en Nimega, donde hasta ahora no contaban con la comodidad de la posta, y encontramos alojamiento de muy mediana calidad en Reinberg, nuestra primera etapa, mas eso no fue nada con lo que padecí ayer. Albergábamos la esperanza de llegar a Colonia. Ocurrió entonces que nuestros caballos se cansaron en Stamel, a tres horas de la ciudad, donde me vi obligada a pasar la noche con la ropa que llevaba puesta, en una habitación no mucho mejor que una choza, pues a pesar de que disponía de mi propia cama, no tenía intención de desvestirme pues el viento entraba por mil lugares distintos. Abandonamos tan nefasto alojamiento al rayar el alba y a eso de las seis de esta mañana, después de llegar aquí sanos y salvos, me metí inmediatamente en la cama y dormí tan bien durante tres horas que me encontré del todo recuperada y tuve espíritu suficiente para ir a ver cuanto de curioso hay en la ciudad, es decir, las iglesias, porque no hay nada más digno de verse, pese a que es una ciudad grande, aunque en su mayor parte de vieja construcción.

La iglesia de los jesuitas es la más pulcra; me la enseñó, con unos modos muy sumisos, un jesuita joven y apuesto que, al no saber quién era yo, se tomó tanta libertad en sus halagos y sus chanzas que me divirtió en grado sumo. Como nunca antes había visto nada de tal naturaleza, no pude admirar lo bastante la magnificencia de los altares, las ricas imágenes de los santos (todas de plata maciza) y lasenchasure7de las reliquias, aunque en el fondo de mi corazón no podía dejar de murmurar ante la profusión de perlas, diamantes y rubíes usados para engalanar dientes podridos, sucios harapos y demás. Reconozco que tuve la perversidad suficiente para codiciar el collar de perlas de Santa Úrsula, aunque quizás no fuera perversidad después de todo, pues una imagen dista mucho de ser el prójimo; aunque fui más lejos aún y llegué a desearla incluso a ella misma convertida en cubierta de tocador y a un San Cristóbal enorme, que habría quedado muy bien como adorno de cisterna. Sumida estaba yo en estas pías reflexiones cuando tuve la inmensa satisfacción de ver apiladas para honrar a nuestra nación las calaveras de las once mil vírgenes. He visto aquí cientos de reliquias de no menor trascendencia, pero no imitaré el burdo estilo de los viajeros hasta el punto de darle la lista completa, pues estoy persuadida de que no siente curiosidad alguna por los títulos dados a los huesos de la mandíbula y a los trozos de madera agujereados por la carcoma.

Adiós, me espera la cena en el curso de la cual beberé a su salud una admirable variedad de vino de Lorena, el cual, estoy segura, es el mismo que en Londres llaman Borgoña.

CARTA V

A lady Bristol.8Núremberg, 22 de agosto de 1716

Después de viajar cinco días con toda rapidez, en la primera ocasión que he tenido de sentarme a escribir lo hago a mi querida lady Bristol para decirle que no me he olvidado de complacer su pedido de enviarle noticias de mis viajes.

He cruzado ya buena parte de Alemania. He visto cuanto de extraordinario había que ver en Colonia, Frankfurt, Wurzburgo y este lugar, y resulta imposible dejar de notar la diferencia entre las ciudades libres y aquellas bajo el gobierno de príncipes absolutistas, como son todos los pequeños soberanos de Alemania. En las primeras, se nota la actividad comercial y un aire de abundancia. Las calles están bien hechas y llenas de gente ataviada con sencillez y pulcritud, las tiendas rebosan de mercancías y el pueblo llano es limpio y alegre. En las segundas, se observan galas raídas, cierto número de personas sucias vestidas de oropel, calles horrendas y estrechas sin reparar, habitantes terriblemente delgados y más de la mitad de la plebe pide limosna. Me resulta harto difícil no asociar a las primeras a la figura de la bonita y limpia esposa de un ciudadano holandés y a las segundas, a la de una pobre cortesana de ciudad, pintarrajeada, ornada con sombrero, zapatos deslustrados con lazos de plata, enaguas raídas y una mezcla miserable de vicio y pobreza.

En esta ciudad tienen leyes suntuarias,9que estipulan un rango para cada forma de vestir e impiden ese exceso que ha llevado a la ruina a tantas otras ciudades y tiene un efecto más agradable para la vista del extranjero que nuestras modas. Creo que después de que el arzobispo de Cambrai se declarase a favor de ellas,10no debe avergonzarme el reconocer que me gustaría que estas leyes estuviesen vigentes en otras partes del mundo. Cuando consideramos imparcialmente los méritos de un traje suntuoso en la mayoría de los lugares, el respeto y las sonrisas de favor que suscita, por no hablar de la envidia y los suspiros que provoca (a menudo el principal atractivo para quien lo luce), no podemos por menos de confesar que es preciso un entendimiento poco común para resistirse a la tentación de gustar a amigos y mortificar a rivales, y que es natural que los jóvenes cedan a la tontería y de esta manera caigan en la falta de dinero que es fuente de mil y una vilezas. ¡Cuántos hombres se han lanzado al mundo con inclinaciones generosas que más tarde han resultado el instrumento de la desdicha de pueblos enteros, y guiados por el afán de gastar se han endeudado tanto que para salir de semejantes aprietos no han tenido otro remedio que faltar a su honor, aprietos en los que jamás se habrían visto si el respeto que a muchos inspiran los hábitos se fijara por ley y no estuviese sometido al gusto por un determinado color o corte de género! Estas reflexiones inspiran otras demasiado melancólicas.

Me apresuraré a quitárselas de la cabeza relatándole la farsa de las reliquias con la que me he entretenido en todas las iglesias romanas. Los luteranos no están del todo exentos de estas locuras. En la principal iglesia de aquí he visto una enorme cruz tachonada de joyas y la punta de la lanza que, según me han dicho muy seriamente, es la misma que atravesó el costado de nuestro Salvador. Me divertí de modo particular en una pequeña iglesia católica y romana, aquí permitidas, donde los profesores de esa religión no son muy ricos y, por tanto, no pueden engalanar sus imágenes con tanto lujo como sus vecinos pero, para que no quedase despojada de todo adorno, han vestido la imagen del altar de nuestro Salvador con una peluca larga, bien empolvada. Me imagino a su señoría releyendo cuanto acabo de escribir y dudando de su veracidad; pero le doy mi palabra de que todavía no he hecho uso del privilegio de los viajeros y mi descripción ha sido escrita con la misma sinceridad de corazón con la que quedo de usted, señora mía, suya, etcétera.

CARTA VI

A Anne Thistlethwayte.11Ratisbona,30 de agosto de 1716

No tuve el placer de recibir la suya hasta el día antes de mi salida de Londres. Agradezco inmensamente sus deseos y es tan buena la opinión que de su eficacia tengo que estoy persuadida de que en parte es a ellos a los que debo la buena suerte de haber llegado hasta esta etapa de mi largo viaje sin contratiempo alguno. No considero como tal el hecho de haberme visto demorada unos cuantos días en esta ciudad por un resfriado, puesto que no solo me ha dado ocasión de ver cuanto de curioso hay en ella, sino de trabar amistad con las damas que, con tanta educación, han venido a verme, en especial madame von Wrisbert, esposa del enviado de nuestro rey a Hannover.12Me ha llevado a todas las reuniones y he sido magníficamente agasajada en su casa, una de las más lujosas de aquí. Como sabrá, todos los nobles de este lugar son enviados de distintos estados. Hay aquí gran número de ellos y podrían pasar su tiempo gratamente si se mostrasen menos remilgados en lo que a las ceremonias atañe. En lugar de unirse con el propósito de hacer de esta ciudad el sitio más agradable posible, y de mejorar sus pequeñas sociedades, no encuentran mejor modo de divertirse que enzarzarse en perpetuas rencillas, las cuales se esmeran en eternizar dejándolas incluso en herencia a sus sucesores, de manera que un enviado a Ratisbona recibe normalmente una media docena de rencillas como requisito previo de su empleo.

Puede estar usted segura de que las damas no les van a la zaga y se esmeran en mantener y mejorar estos despechos que dividen a la ciudad casi en tantas facciones como familias hay en ella, y prefieren pasar por la humillación de verse sentadas y solas en sus noches de reunión antes que ceder un ápice en sus pretensiones. No llevo aquí más de una semana y casi todas ellas, con la esperanza de ganarme para su causa, ya me han referido la historia completa de sus agravios así como terribles quejas sobre la injusticia de sus vecinas. Si bien considero más prudente mantenerme neutral, aunque si me viera obligada a quedarme aquí no habría posibilidad de seguir siéndolo, pues es tal la magnitud de las rencillas que las separan que no se mostrarían educadas con quienes visitaran a sus adversarias. El fundamento de estas eternas disputas gira por completo en torno al puesto y el título de excelencia, al cual todas aspiran y es muy difícil que le sea otorgado a nadie. Por mi parte, no he podido abstenerme de aconsejarles (por el bien público) que dieran el título de excelencia a todo el mundo, lo que incluiría el derecho a recibirlo de todos; mas la sola mención de una paz tan deshonrosa fue recibida con tanta indignación como la expresada por la señora Blackacre cuando se le sugiere que acepte una petición de arbitraje.13Comencé a pensar que, en una ciudad donde abundan tan pocos pasatiempos, era malintencionado de mi parte despojarlas de tan entretenida diversión. Sé que mi temperamento pacífico me ha procurado ya muy mala fama, y que públicamente se rumorea que mi actitud es una muestra de orgullo impertinente, pues hasta ahora he sido descaradamente educada con todo el mundo, como si creyera que nadie es aquí digno de mis disputas. Nada me gustaría más que complacerlas y cambiar de comportamiento si no fuera porque tengo intención de proseguir viaje dentro de pocos días.

He ido a visitar las iglesias y me han dado permiso para tocar las reliquias, algo a lo que jamás habían accedido en lugares donde no me conocían. Gracias a este privilegio he tenido la oportunidad de observar algo que, sin duda, habría podido observar en todas las demás iglesias, y es que las esmeraldas y los rubíes exhibidos en sus reliquias e imágenes son falsos en su mayoría, a pesar de que dicen que muchas de las cruces y vírgenes engarzadas con estas piedras preciosas fueron obsequios de emperadores y otros grandes príncipes, no me cabe duda de que fueron antes joyas de gran valor, razón por la cual los buenos padres consideran conveniente destinarlas a otros usos, que a la gente la satisfacen por igual unos trozos de vidrio. Entre estas reliquias me han mostrado una prodigiosa garra engarzada en oro a la que llamaban la garra de un grifo, y me ha sido imposible no preguntar al reverendo padre que me la enseñó si el grifo era un santo. La pregunta estuvo a punto de arrancarlo de su circunspección, pero contestó que solo la guardaban como curiosidad. Lo que me escandalizó en grado sumo fue una gran imagen de plata de la Santísima Trinidad, en la que el Padre está representado bajo la figura de un anciano decrépito con una barba larga hasta las rodillas y una triple corona en la cabeza; en brazos lleva al Hijo clavado en la cruz y el Espíritu Santo aparece en forma de paloma que se sostiene en el aire, sobre él.

Madame von Wrisberg ha entrado en este momento para llevarme a la reunión y me obliga a decirle, muy abruptamente, que quedo por siempre suya.

CARTA VII

A lady Mar. Viena, 8 de septiembre de 1716

Mi querida hermana, he llegado sana y salva a Viena,14y doy gracias a Dios porque todas nuestras fatigas no me hayan causado ningún problema de salud a mí ni (lo que es para mí aún más preciado) a mi hijo. Desde Ratisbona bajamos por el Danubio, un viaje perfectamente agradable, en una de esas embarcaciones que, con toda propiedad, denominan casas de madera, dotadas de todas las comodidades de un palacio, estufas en los aposentos, cocinas, etcétera. Son propulsadas por doce remeros y se desplazan con una rapidez tan increíble que en el mismo día tienes el placer de disfrutar de una amplia variedad de paisajes, y en el espacio de pocas horas, tienes el placer de ver una ciudad populosa adornada de magníficos palacios y la más romántica de las soledades, que aparecen alejadas del comercio del hombre, pues las orillas del Danubio gozan de una adorable diversidad de bosques, piedras, montañas cubiertas de viñas, trigales, grandes ciudades y ruinas de antiguos castillos. Vi las grandiosas ciudades de Passau y Lintz, famosas por haberse en ellas refugiado la corte imperial durante el sitio de Viena.

Esta ciudad, que tiene el honor de servir de residencia al Emperador, no respondió en modo alguno a las ideas que de ella me había hecho, resultando ser mucho menos de lo que me esperaba encontrar. Las calles están muy cerca unas de otras y son tan estrechas que resulta imposible contemplar las bellas fachadas de los palacios, a pesar de que muchos de ellos son dignos de observación, pues son verdaderamente magníficos, todos construidos en fina piedra blanca, y desmesuradamente altos. La ciudad es demasiado pequeña para el número de personas que desean vivir en ella y, según parece, los constructores han proyectado poner remedio a esa desgracia amontonando una ciudad sobre la otra, en vista de que la mayoría de las casas tienen cinco y hasta seis plantas. Como podrás imaginar, al ser las calles tan angostas, las habitaciones superiores resultan muy oscuras y, lo que representa a mi modo de ver un inconveniente más intolerable, no hay una sola vivienda que no albergue por lo menos cinco o seis familias. Las estancias de las damas más encumbradas e incluso de los ministros de estado están separadas por un simple tabique de los pertenecientes a sastres o zapateros y no conozco a nadie que tenga más de dos plantas en ninguna casa, una para su propio uso y otra superior para la servidumbre. Quienes disponen de casas en propiedad, alquilan el resto de ellas a quien quiera tomarlas, por lo cual las grandes escalinatas (que son todas de piedra) son tan comunes y están tan sucias como las calles. No obstante, es verdad que cuando las has recorrido, nada hay que resulte más sorprendente y admirable que estas estancias. Comúnmente son un conjunto de ocho o diez habitaciones amplias, todas ataraceadas, las puertas y ventanas ricamente talladas y doradas y el mobiliario es de aquellos que no suelen verse en los palacios de príncipes soberanos de otros países: tapices de las más ricas telas de Bruselas, espejos prodigiosamente largos con marcos de plata, finas mesas japonesas, camas, sillas, doseles y cortinajes en los más ricos damascos o terciopelos de Génova, cubiertos por encajes o bordados de oro y, alegrando el conjunto, cuadros, jarrones inmensos de porcelana y, prácticamente en todas las habitaciones, se ven enormes arañas de cristal de roca.

He tenido ya el honor de que varias de las personalidades de mayor rango me invitaran a cenar, y debo hacerles justicia diciendo que el buen gusto y la magnificencia de sus mesas armonizan muy bien con el de su mobiliario. En más de una ocasión me han agasajado con cincuenta platos de carne, todos ellos servidos en bandejas de plata y deliciosamente aliñados; los postres, en concordancia con los demás platos, los sirven en la más fina porcelana. Aunque la variedad y la riqueza de sus vinos es lo que más sorprende de todo. La costumbre imperante es dejar una lista de sus nombres sobre los platos de los invitados junto con las servilletas, y en varias ocasiones he llegado a contar hasta dieciocho variedades diferentes, todos exquisitos dentro de su especie.

Ayer estuve en casa del conde Schönborn,15el jardín del vicecanciller, donde me invitaron a cenar, y he de reconocer que jamás había visto sitio más perfectamente encantador que el Faubourg de Viena. Es muy amplio y casi en su totalidad compuesto por deliciosos palacios, y si el emperador encontrara oportuno permitir que se abrieran las puertas de la ciudad, y el Faubourg pasara a formar parte de ella, dispondría de una de las ciudades más grandes y mejor construidas de Europa. La villa del conde Schönborn es una de las más lujosas; el mobiliario exhibe profusión de brocados, de factura tan magnífica que nada hay que parezca más alegre y espléndido, por no hablar de una galería repleta de rarezas de coral, madreperla, etcétera, y por toda la casa hay profusión de dorados, tallas, finas pinturas, las más bellas y delicadas estatuas de alabastro y marfil, e inmensos limoneros y naranjos en tiestos dorados. La cena fue excelente y el buen humor del conde la hizo aún más agradable.