Casa Cerrada - Ángela Ramos - E-Book

Casa Cerrada E-Book

Ángela Ramos

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Beschreibung

Candela lleva muchos años casada. Su marido, Emilio, está perdiendo la razón y ella siente que no tiene fuerzas para mantener el rumbo de su matrimonio. Su única esperanza es vender la casa, pero esto desata un conflicto familiar. Candela se refugia en sus coplas y en sus recuerdos, en sus conversaciones con Dora, la cuidadora cubana, y con Elena, su sobrina. Pero también adquiere protagonismo Irene, una joven vecina que comienza a enfrentarse a todas las incógnitas de la vida. Los distintos puntos de vista de estas mujeres, que se encuentran en momentos vitales muy alejados en el tiempo, se despliegan en la novela en un juego de contrastes. De manera inesperada, aparece Alberto, el hombre temido y deseado, del que huyó para acogerse a la seguridad de Emilio. Alberto representa las esperanzas de dar un nuevo rumbo a su vida, pero también el temor a equivocarse. Casa Cerrada refleja los conflictos asociados a la vejez y a la soledad, pero también a la juventud y al deseo. Los refleja con crudeza pero también con esperanza. ¿Logrará Candela superar ese entorno negativo y encontrar un nuevo sentido a su vida? Lo veremos leyendo está fantástica novela, repleta de momentos de humor y de reflexiones profundas sobre todos los temas que nos interesan como humanos.

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Casa cerrada

Ángela Ramos

 

 

1.

Me vi sola, sola en aquel lugar, sola aunque estaba con Emilio. Pero Emilio se había convertido en un niño desvalido, un niño que no sabía que vivía en este mundo. O sí. Igual estaba más presente que los demás, y más alegre, porque ya en su cabeza no había preocupaciones. Las preocupaciones eran para mí, y también la decepción. Su mente estaba vacía, o quizás no. Estaba empezando a confundirse, y no sabía si vivía o si soñaba. Tampoco lo sabía yo.

Todo lo que pasó en aquel tiempo me desbordó y mi cabeza me pesaba y se enredaba buscando una solución a aquellos conflictos. Buscaba el modo de vaciarla y se me llenaba de coplas. Cuando se fue Dora me volvió una que hacía tiempo no recordaba: «Sola soy en este lugar/ sin amigo y sin amores/ soy sola como las flores/ que arrebata el vendaval».

Los amores... Bien de vueltas di para convencerme de lo que me faltaba y de lo que tenía, y de que lo que yo creía una carencia era, al final, la plenitud. Pero el camino para llegar hasta allí fue duro. Tanto, que no sé si merece la pena recordarlo. La vida es triste para quien no sabe jugar los juegos del azar o coge las cartas equivocadas, al menos así me lo parece.

Aquel fin de semana fue, tal vez, el más triste de mi vida. Nos habían dejado solos. Solos a los dos. Definitivamente solos. Pero no con la soledad que habíamos tenido hasta entonces, sino con otra más triste. La que siempre temí: la soledad del abandono en los últimos años de la vida.

Los dos estuvimos a punto de perecer. Habían desaparecido La Pálida y Patricio, y el resto de los hermanos de Emilio. Como no habían conseguido sus propósitos, se fueron. Emilio permanecía postrado en la cama sin poder caminar. Yo, sentada en mi cuarto frío, esperaba la muerte o el abandono definitivo.

Todo empezó el día en que Dora voló como huyendo de una plaga estacional. Llevaba un año instalada en la casa y aquella mañana, desquiciada de los nervios, cogió todos sus enseres y nos dijo adiós. No quiso decir adónde iba. Mantuvo en secreto su nuevo destino ante íntimos y extraños, pero yo sospechaba que no iba a ir muy lejos. Cuan equivocada estaba entonces.

Aquella guerra había empezado un año antes. Bueno, es un decir. Dora llegó un año antes. Pero tendríamos que remontarnos más en el tiempo para entender esta historia. Mi historia.

La casa había estado llena de gente hasta hacía apenas unas horas. Algo había pasado. Algo que ninguno de los dos imaginamos ni pronosticamos para nuestro final. Cuando me enteré de lo ocurrido no podía dar crédito a lo que me decían.

Emilio nunca supo lo que pretendieron hacer con él aquella mañana. Quizás nunca pensó en la traición. Su memoria se había debilitado hasta casi no reconocerse. Confiaba en sus hermanos. Confiaba de manera ciega en Patricio, su amo y pastor. En su presencia se transformaba y se volvía dócil y obediente. En los momentos de mayor agresividad la sola voz de su hermano lo hacía claudicar o lo volvía más agresivo. Yo no me enteré de eso hasta mucho más tarde, cuando empecé a temer por mi vida. Ahí me di cuenta de que estaba como hipnotizado, y no entendía esa obediencia ciega hacia un hermano mucho más joven que él. A veces decía: «Si yo hiciera lo que tengo que hacer». «¿Y qué es lo que tienes que hacer, Emilio?», le preguntaba. «Una cosa». Era difícil hacerse una idea pero, a ratos, quería matarme, a ratos matar a Dora y a ratos presumía de llevar mi apellido y de que él era yo porque yo era lo mejor que le había pasado en la vida.

 

 

Aquel día nos habíamos quedado solos. Repito. Como un bote abandonado a la orilla de una charca. Nadie pasaba por la casa. La tarde anterior se habían reunido para confabular contra mí sin yo enterarme, y en la cabeza del equipo estaba La Pálida. Estoy segura. Sí, La Pálida. Así la llamaba Dora por su aspecto blanco y desangelado. ¿Sería ella la instigadora? Igual sí. Igual lo había meditado todo desde hacía años. Igual soñaba con ello todas las noches, con quedarse con la casa, costara lo que costara.

Pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora ya no está Dora, tampoco está Emilio y no están tantos otros. A esta altura de mi vida ni yo misma sé si estoy viva o soy un espectro que deambula por estas habitaciones prestadas. Quizás también esté muerta como ellos. O no sé. Quizás todo fue un sueño que ahora recuerdo dentro de otro sueño.

Miro el rosal y siento que, por lo menos, él está vivo gracias a mí.

 

 

Recuerdo que meses antes de la llegada de Dora fui un día al supermercado.

–¿No oíste los golpes? –le comenté a Irene.

–¿Qué golpes? –me preguntó.

–Los que daba Emilio en la puerta de mi dormitorio. Si no la tranco con llave me mata esta noche.

–¡Qué dice, Candela!

–Lo que oyes. Ya no sé qué hacer con él. Ya no puedo más. Apenas he dormido.

Irene me miró. Era una joven de apenas unos veinte años, hija de los dueños del supermercado. La conocía desde pequeñita y la sentía como a una nieta. Quizás yo también fuera para ella como su abuela. Cuando hablábamos le aconsejaba que soñara: «La juventud es la época de los grandes sueños, aunque ya luego el paso del tiempo se empeñe en quitártelos de la cabeza por ver si verdaderamente te pertenecen». Eso le dije una vez. Pero ella se había empeñado en quedarse allí, en el negocio de sus padres, y reducir su vida a tratar con amas de casa aburridas o con jóvenes que también habían decidido dedicarse a criar hijos en la Barriada del Centurión. Quizás su sueño fuera también ese, tener hijos y llevar aquella vida limitada. No era eso lo que yo esperaba de una joven de veinte años. Con su edad habría volado, me habría ido lejos de la familia, a estudiar a otra isla y a buscar la independencia. Con su edad habría hecho tantas cosas y, lo primero, no pensar en los hombres. Aunque ella parecía no pensar en ellos tampoco, o al menos no había visto a ninguno merodear por el supermercado. Si los tenía sería allá lejos, donde no la viéramos las del barrio.

–Pero Emilio es un hombre pacífico –me dijo.

–Era. Ya no es el mismo –le dije mientras miraba el precio del aceite en uno de los estantes. Buscaba siempre la más barata o las ofertas, en realidad buscaba lo más barato de todo. No nos alcanzaba la pensión de Emilio y yo apenas cobraba una paga pequeña por no haber cotizado a la seguridad social.

–Tendrá que buscar a alguien que la ayude, Candela.

Irene se me quedó mirando como pensando en algo. Su rostro era terso, igual que una muñequita regordeta a la que sientes ganas de apretar. Atendía a otras clientes detrás del mostrador de la fruta. Eran mis vecinas. Hablaban rápido entre ellas, como si tuvieran prisa por llegar a casa y encerrarse a picar verduras para que luego, los hijos o maridos, las devoraran sin muestra alguna de agradecimiento. Pensar eso me consolaba. No haber sido madre tenía algunas ventajas, por ejemplo cocinar menos y no estar explotada por tu propia prole desagradecida.

Aproveché que las mujeres se alejaron y me acerqué al mostrador de cristal.

–¿Y cómo voy a buscar a alguien si no tengo dinero? –le susurré.

–Pues habrá que encontrar alguna solución.

–Igual la solución es morirnos y así se acaba todo.

–¡No diga eso, Candela, por favor! No me gusta oírlo en una mujer como usted.

Estaba muy cansada. Menuda vida la mía para acabar de aquella manera, sola y con un marido trastornado. Sentía que me merecía algo mejor.

–Disculpa, mi niña. Si tuviera una hija como tú quizás no me estuviera pasando esto. Anda, ponme unas cebollas y un calabacín, y un cuarto de habichuelas. Voy a hacer un potaje. ¿Cómo sigue tu gatita?

–Sigue mala y no mejora. –A Irene se le rayaron los ojos–. Esta tarde voy al veterinario.

–Mira que te mira Dios/ mira que te está mirando/ mira que te vas a morir/ mira que no sabes cuándo.

No sé por qué me vino aquella copla a la mente en aquel momento. No estaba pensando en Irene ni en su gata. Estaba pensando en La Pálida.

–Ay Candela, no cante esas coplas tan tristes.

–¿Por qué, mi niña? A estas edades una piensa más en la muerte de lo que debiera –le dije–. Para mí la presencia de la muerte es algo ya cotidiano. Una se levanta cada día suponiendo que podría ser el último. Y los días pasan rápido. Quizás porque ya no tengo nada que me sorprenda ni nada que esperar. Ya se murieron mis sueños de juventud y, cuando se mueren los sueños, es como si uno estuviera también muerto. Por eso te digo que no dejes de soñar, o que sueñes más. Casi son más importantes los sueños que la vida. Sin sueños la vida sería como una pesadilla. Y así es mi vida ahora, una auténtica pesadilla.

–Entiendo.

Creo que la dejé sin palabras.

–Para ti, con tus años, la muerte está muy lejana en el horizonte. No te preocupas por ella, no es un tema que te deba desvelar. Ya me gustaría a mí tener tu edad y pensar que la vida es eterna.

Irene tampoco sabía en aquel momento lo que le esperaba. Ni yo. Ignorantes del destino.

Ni una pequeña intuición que nos guiara.

Nada.

Vi en sus ojos algo así como un temblor. Parecía huir de algo. Igual las dos estábamos huyendo y aún no sabíamos de qué. Pero me sentía mayor para huir. Quizás necesitaba una ola gigante que me arrastrara, que me llevara lejos, muy lejos, hacia un lugar en el que me encontrara a salvo.

Pagué y salí del supermercado. Enfrente estaba la calle que subía hacia los edificios de protección oficial y más arriba el cementerio. Aquel barrio obrero se había construido en los años ochenta y allí habían ido a parar familias humildes, atraídas hacia pisos estrechos como polillas cautivadas por una luz que creían no merecer. ¿Para qué habíamos ido nosotros también a parar allí? Me había hecho esa pregunta muchas veces. La Pálida y Patricio fueron los culpables. En aquel barrio estábamos lejos de todos y solo cerca de La Pálida y su marido, atrapados, como dos bolsitas de lavanda abandonadas en una armario que ya nadie abre. Así me sentía yo.

 

 

Aquel día, sin embargo, sucedió algo que nunca había pasado por mi imaginación, y eso que yo solía pensar mucho en el futuro con frecuencia. Mi casa estaba justo al lado del supermercado, en la siguiente puerta. Era la única casa de una planta de aquella calle y tenía una fachada de granito amarillo. De regreso me crucé con Fernando Lara, que descargaba mercancía en el exterior. Era el dueño del supermercado y el padre de Irene. Nos tenía mucho aprecio y estaba intentando ayudarnos de alguna manera.

–No se olvide de aquello que hablamos –me dijo–. Mi abogado está estudiando la propuesta. Solo necesito los documentos.

–Aún no le he comentado nada a Emilio. En estos días te doy la respuesta –le dije.

Dejé la compra en la casa y me dirigí a la farmacia. Tenía que cruzar la carretera general y llegar al centro del pueblo, donde una pequeña iglesia descansaba en una plaza de losas de cemento junto a dos grandes castaños de indias. Era temprano, y aún no había nadie sentado en los bancos. La atravesé y llegué a la farmacia. Debía comprar mis medicinas y preguntar si había alguna pastilla para tranquilizar a Emilio.

–Ese tipo de pastillas no se las puedo vender –me dijo el farmacéutico. Era un hombre de unos cuarenta años y con una frente ancha y morena–. Tendrá que llevarlo al médico.

–No esperaba que usted me dijera eso, Juanito.

–Lo que usted me cuenta no se resuelve con una simple pastilla, Candela. Mejor que lo vea alguien.

–Las medicinas cada día están más caras. No me va a dar la pensión para tanta pastilla, y menos para llevarlo a un médico particular.

Recogí la vuelta y la bolsa del mostrador para irme. Recuerdo todo con detalle, como si lo hubiera vivido a cámara lenta, o como si fuera un paisaje que queda anclado en la memoria. Le he dado muchas vueltas a lo que sucedió aquel día buscando alguna razón de lo sucedido, pero no la encuentro. Igual no debí ir a la farmacia, o ir un poco más tarde. Si no hubiera ido, quizás, esta historia sería distinta. A veces en un segundo te puede cambiar la vida para siempre. Y yo, que nunca creí en las casualidades, desde entonces me da por pensar que son posibles.

Todo empezó así: justo cuando me dirigía a la puerta, un hombre entró. Vestía pantalón marrón y una chaqueta negra. Saludó cortésmente. Yo pasé a su lado y noté que se sorprendía al verme. No lo reconocí en aquel momento, pero sus ojos cayeron sobre mí como dos fluorescentes. Eran los ojos de un miope que enfocaba una imagen lejana. Iba demasiado preocupada por Emilio como para fijarme en él. Igual nunca lo hubiese reconocido, pero él reaccionó como si, al verme, hubiese entrado de repente en un recuerdo. Al menos eso me pareció.

Cuando bajé los dos escalones de la farmacia y empecé a caminar en dirección a mi casa, sentí que me llamaba.

–¡Señora, señora! ¿Puede esperar un momento?

El hombre se acercó. Al llegar a mi lado se le cayó la bolsa y yo sentí que mi corazón se aceleraba.

–Su cara me suena.

–Usted también me recuerda a alguien –le dije–. Pero igual es la memoria que hace trampas. Debo de estar confundida.

Seguí caminando. Era un barrio pequeño y él un desconocido. Avancé un poco pero me cogió del brazo.

–Por favor, espere un momento. Creo conocerla y no es broma. Esos ojos siguen siendo los mismos. ¿No te llamarás Candela?

Yo avancé a toda prisa y lo dejé atrás. No podía ser él. A aquella altura de mi vida no podía ser que aquel hombre volviera del pasado con algún propósito.

Llegué enseguida a la casa y me fui derecho a la cocina. Arrastré una de las sillas y me senté, necesitaba coger aliento. Alberto. Aquel hombre era Alberto. Pero qué hacía en el barrio. No estaba preparada para verlo de nuevo.

 

 

No sé cuánto tiempo estuve sentada en la cocina dándole vueltas a lo sucedido mientras intentaba recordar la última vez que lo vi. ¿Cuarenta años? Quizás más. De lo que sí estaba segura era de que sentía miedo. Aún me daba miedo. Muchas escenas volvieron a mi mente, confusas, mezcladas. Y volví a oír a mi madre y a mi tía, y a ver la plaza, la fiesta, su mano. Cuánto dolor y confusión había envuelto nuestra historia. Ni vivo pensaba que estuviera. Nunca esperé volver a cruzármelo en el camino. Pero estaba allí, vivito y coleando.

Mis pulmones parecían llenos de un aire que se escapara de un globo. Tan absorta estaba que tardé en darme cuenta de que ni siquiera había saludado a Emilio y de que la casa estaba extrañamente silenciosa. Me levanté de un salto.

–¿Emilio? Ya estoy en casa...

Lo busqué por todas las habitaciones y lo llamé, pero no respondía. Por un momento pensé que se había ido y tuve miedo, ya no controlaba la calle y podía perderse. Al fin lo encontré en el sótano, buscando no me dijo bien qué. Luego me preguntó por su coche, que dónde estaba su furgoneta. Ya no recordaba que la habíamos vendido años antes.

Lo ayudé a subir las escaleras con mucho esfuerzo. Era alto y llevaba un sombrero de paja que encontró en uno de los baúles. Igual tenía la intención de salir al sol a realizar alguna de las tareas que había formado parte de su vida, como la de regar las plantas de la azotea. Pero no. No hizo amago de salir por la puerta. Se fue a la sala y se sentó a leer el periódico de tres meses atrás. No había dinero para comprar la prensa y él no sabía en qué día vivía. Yo solo compraba mi revista Lecturas cada dos semanas porque me servía de distracción. Leer nos relajaba.

–Parece que Felipe González convoca elecciones –me dijo–. A ver si ahora se presenta Franco y pone orden en este país de locos.

 

 

Aquella noche no pude dormir. El susto de ver a Alberto me mantuvo inquieta toda la madrugada. Quizás tendría que haberle dicho que lo había reconocido y que no esperaba encontrarlo después de tantos años. Quizás debía haberle dicho que no quería volver a verlo, que lo creía muerto desde hacía mucho tiempo. Quizás lo que hice había sido lo mejor, salir huyendo como si un incendio me persiguiera desde un pasado remoto.

Cuando por fin había entrado en un sueño profundo, Emilio se acercó a la puerta de mi habitación.

–Subo a regar las plantas.

Di un salto en la cama. Menudo susto me había dado. Creía que era Alberto pero no, era Emilio y era de día. Ni siquiera lo había oído entrar. Lo miré mientras subía las escaleras frente a la puerta de mi dormitorio. Se movía con dificultad, como si en cada escalón su cuerpo necesitara recordar lo que tenía que hacer para subir el siguiente. De hecho tuvo que parar en el descansillo para coger aliento. Al final logró subir. Seguro que arriba se tendería en el cuarto a leer alguno de los libros de remedios naturales que tanto le gustaba leer, sobre todo después de que le contagiaron por error una Hepatitis C tras operarlo de la próstata. Se obsesionó con quitársela bebiendo infusiones, pero no lo logró.

Me levanté y me dirigí a la cocina a preparar el desayuno. Puse la radio para distraer mis pensamientos y en el ventanuco se hizo una sombra. Un objeto había caído desde la azotea. Subí corriendo a ver si a Emilio le había pasado algo y vi como cogía una maceta y la tiraba al solar que lindaba con la casa. Al caer se sintió un fuerte golpe.

–¿Pero qué haces Emilio? –le grité.

–Tirar las plantas.

–¡Todavía están vivas, no las tires!

Me acerqué y le quité una maceta de las manos.

–Ya no sirven para nada. ¡Déjame!

Me empujó a un lado y cogió una maceta con tomillo que tenía en mis manos. La planta se precipitó en el solar vacío en medio de los escombros. No podría rescatarlas de nuevo.

–Pero si te gustaba hacerte infusiones con ellas.

–Sí, pero ya no me gusta. Ya no sirven. Para nada las quiero.

Se alejó con otra maceta en la que una brujilla se bamboleaba en el aire antes de caer junto a las otras. Yo seguía hablándole, intentando que entrara en razón.

–No sirven para nada. Nunca sirvieron –me hablaba con mucha rabia, como si aquellas plantas fueran las culpables de lo que le sucedía.

–No digas eso, hombre. Gracias a ellas has vivido muchos años. No las trates así, no se lo merecen.

Se movía de un lado a otro y no me contestaba. Parecía haberse vuelto loco. Se desplazaba sobre sus piernas delgadas como si fuera un zancudo a punto de caer. Cogía los tiestos y los hacía volar con furia, y casi peleaba con ellos. Igual tenía mucha rabia dentro. Yo temía que, en un arrebato, cayera junto a las plantas, por eso me senté en una esquina y permanecí vigilante.

–No tires el orégano que lo necesito para la comida –le dije mientras intentaba proteger una maceta, pero me la arrebató de las manos y la echó a volar.

Me volví a una esquina. Desde allí lo veía sin salir de mi asombro. ¿En quién se había convertido mi marido? Él, un hombre tan pacífico y con aquel aspecto de sonámbulo... Tenía el pelo alborotado. Parecía un loco. La frente le brillaba y le corría el sudor hacia la camisa blanca, ahora manchada de tierra y abierta. Su cara mostraba mucha rabia hacia aquellas pobres plantas que con tanto cariño cuidó. ¿Qué le pasaría por la cabeza? Seguro que recordaba la frustración de no haberse podido curar con ellas. O igual las culpaba de su malestar actual, de su impotencia, de su incapacidad para caminar como antes.

La rabia parecía haberle ayudado a recobrar las fuerzas. Me miró con una pequeña maceta de apio en las manos y yo temí que me la arrojara encima. «Mejor no enfadarlo», pensé. Hacía una semana que había dejado todos los grifos de la casa abiertos justo cuando me había ido al supermercado, y a veces no me llamaba Candela, sino Florentina, como mi tía.

Cuando ya no quedó una maceta más en la azotea, Emilio se sentó en el suelo y se puso a llorar. Entonces aproveché para acercarme.

–Ya no servían para nada –me dijo.

–Es verdad. Ya no van a remediar nuestros males. Para eso no hay solución –le dije mientras le acariciaba el pelo. Aún conservaba una buena cabellera, pero se había vuelto blanca–. Bajemos a casa, anda, que has trabajado mucho esta tarde. Ya te libraste de ellas. No servían para nada.

–No, no servían. Me engañaban.

–Vamos, que ya es hora de almorzar y aún no he puesto nada al fuego.

Parecía un niño pequeño con el que ya no podía razonar. Mi marido se estaba convirtiendo en mi hijo. El niño que nunca tuve.

Sentí ternura. Le acaricié el cabello mientras él miraba al suelo como si mirara a un pozo profundo. ¿Se reconocería en él? En realidad ya ninguno de los dos éramos los mismos. Estábamos en una lucha por mantenernos vivos sin saber qué hacíamos ya con la vida.

–Tengo hambre.

–Claro. ¿Cómo no vas a tener hambre después de la batalla que has tenido?

–¿La batalla? ¿Con quién?

–Con nadie. Vámonos para abajo que tengo que cocinar.

–Si vámonos. Yo quiero ya comer.

Con mucho esfuerzo se incorporó. Bajamos la escalera de cemento y lo llevé a la cama. Parecía derrotado, como un quijote después de luchar con los molinos. Le puse la televisión.

–Se las comían las cucarachas. Yo las sentía por las noches comiéndose las plantas. Así no me molestan más.

–Sí. Has hecho bien. Ahora estate quieto y tranquilo. Descansa un poco que has trabajado mucho.

Lo dejé aparentemente relajado y salí de la casa a toda prisa. En aquel momento llegaba Fernando Lara con su furgoneta.

–Ay Fernando, qué mal lo estoy pasando. Mi marido se ha vuelto loco.

–¿Qué dice Candelita? ¿Qué le pasa a Emilio?

–¿Usted no lo ha oído? Acaba de tirar todas las plantas medicinales que cultivó durante tantos años.

–¿Y adónde las ha tirado?

–Al solar de Antoñito.

Miré para arriba recordando la escena vivida momentos antes. Fernando también miró a la azotea.

–Aquí estamos en peligro –dijo alarmado–. ¿Está todavía arriba? Igual nos tira un tiesto en la cabeza. Vámonos para adentro.

Me cogió del brazo y me llevó a la entrada del supermercado.

–No, no, no. Ya las ha tirado todas. Lo he dejado acostado un rato. Ya no hay peligro.

–Pues entremos de todos modos, Candelita, no me fío. No es plan de morir aplastados bajo una zarzaparrilla.

Fernando me invitó a sentarme en una silla de playa que tenía en la trastienda. Irene se acercó.

–¿Qué le pasa Candela?

Yo estaba a punto de echarme a llorar. ¡Qué sola me sentía!

–Trae un vaso de agua, Irene, que Candela está algo asustada –le dijo el padre.

–¡Qué mal lo estoy pasando, Fernando! Ya no puedo sola con él.

Se me rayaron los ojos. Empecé a llorar y no pude parar.

–¿Para qué me habré casado? ¿Quién me habrá mandado a mí?

–Tranquilízate Candela, que todo tiene solución. O una residencia o alguien que los ayude.

Irene se sentó a mi lado y me cogió la mano.

–Tengo miedo. La otra noche me amenazó con un palo. Yo, en una de estas, no lo cuento Fernando. No puedo con él. Tiene que irse a la residencia, y para todo se necesita dinero. ¿De dónde lo voy a sacar si he de pagar a alguien? Yo no quiero irme ni llevar a Emilio a ninguna parte, pero no veo ninguna solución.

–¿Has pensado en lo que hablamos? ¿Se lo has dicho a Emilio?

–Aún no. No sé si va a estar de acuerdo.

–Pues ponle un precio, Candela. No voy a engañarte. Lo podemos hacer perfectamente. Ponle precio y me avisas cuando hables con él.

 

 

Irene me acompañó a la casa. Emilio se había dormido y me dio tiempo de preparar el almuerzo. Cuando lo desperté para comer me di cuenta de que estaba malhumorado. Nunca había sido así. Era un Emilio que yo no reconocía. Con él había tenido una vida tranquila, en la que nunca me faltó de nada. Su humor nos ayudó a vivir, a pesar de que, en el fondo, yo sentía que nuestro matrimonio no había funcionado. Aún así llevábamos cincuenta años juntos. ¿Quién me lo hubiese dicho? Llegar con él hasta el final.

Pero ahora Emilio era otro. Era un auténtico desconocido al que, incluso, tenía miedo. Y no podía escapar, no tenía adonde ir. Mis hermanos eran también mayores y estaban enfermos. Lo único que podía hacer era no perder la paciencia ni la cabeza, pero las reacciones de Emilio me afectaban tanto que, a veces, tenía ganas de salir corriendo y no regresar jamás.

–¡Otra vez sopa! –me dijo al entrar a la cocina.

–No es sopa. Es potaje.

–Pues a mí me huele a sopa. ¡Como hayas guisado sopa te corto el cuello! Sabes que no me gustan las sopas.

Empecé a temblar. No sabía cuánto tiempo iba a poder soportar aquella situación.

–Fernando Lara nos quiere comprar la casa –le dije–. Así podemos contratar a alguien que nos haga mejores comidas y que te atienda.

–Pero si nos compra la casa no tendremos donde vivir.

–No, él nos promete que podemos seguir aquí hasta que llegue nuestro fin.

–Ah, no me parece mal ese trato.

–¿Le digo que sí? –le pregunté esperanzada.

–Sí. Fernando siempre me ha parecido un buen hombre.

Aquella noche me acosté después de dejar a Emilio en su cama. Dormíamos separados desde hacía años, sobre todo desde que él empezó a tener un sueño ligero y se levantaba por las noches. Yo me había quedado en el dormitorio que habíamos compartido desde que nos vinimos a vivir a aquella casa, pero un día él probó la cama y dijo que era mejor que la suya y que me fuera yo al otro cuarto, y así lo hice sin rechistar. Intentaba no contradecirlo mucho, pues temía que se pusiera violento.

2.

Lejano estaba ya el día en que nos establecimos en San Clemente. Yo había vendido la herencia de mis padres porque queríamos vivir en el pueblo, cerca de tiendas y ambulatorios. Regina, La Pálida, vio enseguida su sueño hecho realidad: al lado de su casa se vendía una pequeña casita que, de inmediato, le propuso a Emilio.

–Está bien situada –le dijo–, al pie de un supermercado. Es de una sola planta y no tendrás dificultades para subir y bajar.

Lo meditamos. Preferíamos vivir en Gala, en el centro del pueblo, pero los pisos tenían precios desorbitados, por eso aceptamos afincarnos en San Clemente. Al poco, sin embargo, empecé a lamentar habernos instalado tan cerca de ella. Ni en la época de la guerra lo pasé yo tan mal.

El recuerdo de Alberto había quedado difuminado después de tanto jaleo con Emilio. Aprovechaba la noche para pensar en él, cuando nadie me molestara. Pero pensar en él me desvelaba. Pasaba las noches torturada con recuerdos y sentimientos de culpa que me hacían sentirme apesadumbrada. Por la mañana me levantaba con sueño, pero, aún así, busqué las fuerzas para acercarme al supermercado antes de que Emilio se levantara. Quería hablar con Fernando y temía que se fuera a buscar mercancía.

–Emilio está de acuerdo –le dije–. Dime qué tengo que hacer.

–Traerme las escrituras.

–No tengo escrituras. Nunca las hicimos.

–¿¡No tienes escrituras!?

Llevaba una caja de frutas en la mano y se paró en seco. Puso la caja en el suelo y me cogió de los hombros. Algo debió notar en mi cara, igual que me caía por dentro, como si me hubiesen comunicado la muerte de un ser querido.

–Bueno, creo que eso tiene remedio –me dijo–. No te preocupes Candela. Tráeme los DNI que yo las hago.

Salí del supermercado a toda prisa. Entré en la casa y busqué los DNI y se los llevé. Luego regresé, fregué la loza de la cena y preparé el desayuno. Me dolía mucho una cadera desde hacía tiempo y no podía estar mucho de pie, pero parecía que mi cuerpo había perdido peso de manera repentina. Puse un caldero con agua al fuego. Aquel día comeríamos papas guisadas. Estaba contenta. El acuerdo con Fernando iba a solucionar nuestros problemas. Por fin íbamos a disponer del dinero que necesitáramos para pagar a alguien que nos ayudara.

El agua empezó a hervir y el ruido de la tapa me impidió sentir a Emilio. Bajaba sigiloso, como si estuviera tramando algo. Sin saber por qué miré hacia la escalera y lo vi. Yo creía que seguía durmiendo, pero no, había vuelto a subir a la azotea en mi ausencia, igual a buscar una rama de apio para licuarla, como hacía desde lo de la hepatitis. Llegó a la cocina con cara de decepcionado.

–¿Dónde está el apio?

–Lo tiraste ayer. ¿No te acuerdas?

–¿Que lo tiré ayer? ¿Adónde?

–Al solar de Antoñito. Tiraste todas las plantas. Si lo quieres tendrás que ir a buscarlo allí.

–¿Estás segura? Igual se lo comió las cucarachas.

–No, Emilio. Tiraste todas las macetas ayer. Yo te dije que no lo hicieras pero no me hiciste caso.

–Voy a salir con Patricio.

–Desayuna primero. Ya he ido a hablar con Fernando. Creo que lo nuestro va a tener solución.

Se lo dije con miedo. Temía que no lo entendiera.

–¿Lo nuestro?

–La venta de la casa. Fernando la compra. Nos deja vivir en ella y nos da el dinero. ¿No te parece que tenemos suerte?

Se sentó en un banco de la cocina. Me acerqué y le acaricié el pelo. Me gustaba meter los dedos entre sus cabellos. Eran fuertes. Parecían las crines de un caballo.

–¿Suerte? En unas cosas hemos tenido suerte y en otras no.

–Ya, Emilio. Es verdad.

–Suerte... Mala suerte...

Se levantó del banco y salió por el pasillo.

–Me alegro de que hayas logrado vender la casa. Siempre fuiste la más inteligente. Por fin vamos a tener dinero suficiente para lo que necesitas –dijo como hablando entre dientes mientras desaparecía tras la puerta de la calle.

Me senté un rato. Una especie de acidez me inundaba. Ya no sabía con quién hablaba, si con el Emilio que conocía o con otro que iba creciendo día a día dentro de él. Imaginé que se encontraría en la calle con La Pálida. Hacía días que no venía por la casa, pero no la echaba de menos. La última vez llegó presumiendo de que estaba estudiando en un centro de adultos y de que yo era una ignorante que no sabía escribir.

–Pero sé leer –le contesté indignada–. Y aprendí sola adivinando las palabras.

Estaba segura de que La Pálida nos pondría alguna pega al arreglo que tenía con Fernando, por eso no se lo iba a contar hasta que no estuviera todo firmado.

 

 

Pasé la mañana haciendo cálculos. La casa no era ni grande ni pequeña. Tenía cuatro habitaciones, un garaje, un baño y la cocina. También un sótano al que no solía bajar. Sospechaba que Fernando la quería para ampliar el negocio, pues el supermercado lindaba con ella. Cuando terminé de cocinar me acerqué a comprar algunas cosas.

–¿Qué te dijo el veterinario? –le pregunté a Irene.

–Tiene que hacerle unas pruebas. La nariz es muy delicada en gatos y perros. Le va a hacer una biopsia y la tengo que volver a llevar mañana.

Me senté en una silla al lado de la caja donde ella cobraba. Nos habíamos hecho amigas. No éramos simples vecinas. Yo veía en ella a la hija que no tuve y ella en mí, quizás, a la abuela que había perdido tiempo atrás.

–Estoy preocupada por mi madre –me dijo–. Lleva un tiempo más callada de lo habitual.

–Estará cansada.

–No. Creo que tiene que ver con mi padre. Igual la relación ya no va bien. Nunca les he visto darse un beso.

–Eso no quiere decir nada, Irene. Los matrimonios suelen amarse en la alcoba, no delante de todo el mundo.

–Ya, pero siento que su relación se limita a los problemas del supermercado, a las cuentas, a los suministros. Apenas tienen vida fuera de estas paredes, al menos mi madre. Él sale todos los días a traer mercancía y es posible que, en esas, haga algo aparte de comprar y cargar la furgoneta.

–Pero eso tú no lo puedes saber.

–Es verdad, y tampoco me atrevo a preguntarle. Pero siento que ella lo sospecha. Yo no quiero tener una pareja así. Creo que no quiero tener pareja. Visto lo visto prefiero quedarme sola.

La mañana se nos pasó rápido hablando de esto y de aquello. Irene cerró el supermercado y me invitó a ir con ella a su cuarto. Emilio estaría con Patricio y me animé a acompañarla. Su habitación se hallaba decorada con cuadros de los Poemas del Mar de Néstor de la Torre, una pareja desnuda entre ñameras y plantas de las islas que reflejaba un deseo sexual que me parecía impensable. Yo nunca había sentido lo que parecía sentían aquellos dibujos. Y tampoco lo había vivido.

–¿Son un hombre y una mujer? –le pregunté.

–No lo sé. A veces dudo si serán dos hombres.

–Esto es pornografía, Irene.

–No, es arte. Es sensualidad, Candela, no es porno.

–Parece que se lo están pasando muy bien.

–Igual son el pintor y su amante. Me he enterado que era gay.

A mí me hubiera gustado sentir aquella pasión que tan bien reflejaba el pintor, y volví a pensar en Alberto por un segundo. De debajo de la cama salió una gata rubia y se fue derecho a Irene.

–Fíjese en la nariz. Tiene un corte por el que mana de vez en cuando una pequeña gota de sangre. Estoy muy preocupada.

Irene la dejó subir a la cama y la gata empezó a ronronear a su lado.

–Igual tiene solución, no te preocupes todavía. –Me levanté y me dirigí a la puerta–. Me tengo que ir. Emilio debe estar al llegar y no quiero chocarme con Patricio. No quiero verle la cara a ese hombre.

Salí de la casa y miré a lo largo de toda la calle. No era a Emilio a quien buscaba sino a Alberto. ¿Volvería a verlo? Había perdido la oportunidad de haberme sincerado y quizás ya no podría rectificar. Me había pasado la vida esperando las segundas oportunidades y estas nunca llegaron. Creo que nunca acabaré de aprender.

En la calle no había nadie, solo dos gaviotas que planearon sobre mi cabeza. Parecían estar enamoradas. Quizás me estaba volviendo loca y no era cierto que lo vi en la farmacia. ¿Estaría también teniendo delirios? ¿Estaría detrás de aquel encuentro mi tía Florentina? Cualquiera sabe. Igual ella me veía sufrir y me mandaba algo de consuelo. Porque todo fue por ella. Si no hubiese sido por mi tía yo me habría casado con él. Posiblemente, desde el lugar donde se encontraba, mi tía observaba mi vida y estaba arrepentida de haberme dado los consejos que me dio.

 

 

Emilio entró dando un fuerte golpe en la puerta y la cerró también con un portazo.

–¡Esta casa es míaaaa! –dijo nada más entrar–. ¿Tú qué te crees, que la vas a vender para echarme de patitas a la calle? ¡Estás muy equivocada! ¡Aquí no se vende nada y menos sin mi permiso!

Guardé silencio, algo le había pasado en la calle y podía ser capaz de cualquier cosa. Se acercó por el pasillo hasta la cocina donde yo estaba y gritó:

–¡Eres una mala mujer y me quieres dejar sin nada, pero no te lo voy a permitir!

Yo callaba. Me había acostumbrado a callar desde hacía tiempo. No era posible aquel cambio de opinión en un par de horas. Si no vendía la casa no habría salida para lo nuestro. Ya yo no podía con él. Necesitaba a alguien, por lo menos a alguien con quien desahogarme, si no me iba a volver loca. Estaba convencida de que detrás de aquel cambio estaba Patricio. Emilio solía venir transformado cuando salía con él. Me daba la impresión de que le estaba lavando el cerebro.

 

 

Terminamos de almorzar y Emilio se acostó a dormir su siesta. Afortunadamente había logrado que se calmara con la comida. Bien me decía mi tía que a los hombres se los conquista por el estómago.

Aproveché que dormía para acercarme al supermercado. Fernando no estaba en aquel momento e Irene me dijo que Patricio había llegado muy enfadado y que se fue con su padre a la trastienda no sabía a qué. Le encargué que me avisara cuando llegara de nuevo y me volví a la casa. Emilio dormía plácidamente y me paré a contemplarlo. Nunca había sido un hombre agresivo, toda su vida había intentado compensar el error que había cometido al casarse y me trataba con mucho respeto y cuidado. Pero después del verano parecía como si dentro de él hubiera crecido una fiera, y ya no sabía cómo tratarlo. En la cama era como un niño indefenso y frágil pero, cuando se despertaba, algo se apoderaba de su voluntad, algo que tenía que ver conmigo. ¿Por qué habría acabado odiándome tanto?, me preguntaba. Quizás yo reflejara su error. Quizá yo representara una decisión irrevocable en su vida, una condena. Quizá nunca debimos casarnos. La rabia que crecía en su interior igual tenía que ver con la frustración de no poder rectificar. También la mía. Era demasiado tarde para ambos.

Al final de la tarde volví a intentar hablar con Fernando. Me comentó lo que había sucedido:

–Patricio me esperó a la puerta del supermercado hasta que llegué, ya pasadas las nueve, y me dijo: «¡Tú estás loco!». Cuando bajé del coche vino hacia mí con un gesto amenazante: «Devuélvame los DNI de mi hermano y de su mujer. Candela no es nadie para vender la casa. La casa no es de ella». Eso fue lo que me dijo.

–¡Ay Fernando, que tengo la guerra en la familia!

–Tranquila Candela, ellos no son nadie para meterse en tus negocios. ¿La casa no es tuya?

–Sí, y la pagué con la herencia de mi madre.

–Pues ya está. Pueden hacer lo que quieran que no van a conseguir nada.

–¿Y le diste los DNI?

–Sí, no tuve otro remedio. Patricio me dijo que como te atrevieras a vender la casa sin contar con los hermanos de Emilio te las verías con ellos. Que la casa no era tuya y que estabas loca de remate. No sabía si decirte esto, pero creo que es conveniente que lo sepas para que te hagas una idea de quién es tu cuñado.

 

 

Regresé despacio. Parecía como si hubiera perdido las fuerzas y mis piernas no quisieran dar el siguiente paso. La vida me pesaba más que nunca. Emilio se había levantado y vagaba por el pasillo igual que un zombi. Arrastraba sus piernas. Él también parecía haber perdido fuerzas. No podía decirle nada. Ya no podía confiar en él, y si no confiaba en él en quién podría confiar. Me metí en la sala a leer una revista pensando en lo hablado con Fernando. Era lo único que me distraía de aquel presente caótico que estaba llegando a mi vida. Emilio se asomó y me gritó:

–¡La casa no se vende!

 

 

A la mañana siguiente Patricio vino a buscarlo. Tocó pero no entró. Emilio lo esperaba y salió contento a la calle. Le gustaba irse con su hermano. Él era el mayor de todos y confiaba ciegamente en Patricio, que tenía apenas cinco años menos que él y parecía tener una salud de hierro. Era un hombre alto y fuerte, con un cuerpo bien musculado, igual que un árbol plantado y cuidado en un jardín. Me habían llegado rumores de que le gustaba flirtear con otras mujeres y que La Pálida se hacía la despistada. Pero eso le pasaba a tantas, que sufrían en silencio la infidelidad de sus maridos porque no habían cotizado a la seguridad social para disfrutar de una pensión.

Aquel día Patricio iba a acompañar a Emilio a comprar unos zapatos. Llevaba años con dificultades en los pies y le habían dicho que tenían que ser de buena calidad. Esa obsesión lo hacía buscar el zapato ideal, y ya había tirado una docena de pares bastante caros porque, al probárselos en casa, volvía a sentir dolor y ya no los quería. Yo solía decirle que nos íbamos a arruinar comprando zapatos pero no me hacía caso.

Emilio desapareció tras la puerta. Posiblemente irían a Gala, a la zapatería más cara de la ciudad. Le habían dicho que allí se vendían zapatos de buena piel y para allá fue. Al cabo de las dos horas estaban de vuelta.

–Ochenta me costaron –me dijo.

Yo le había dejado doscientos euros por la mañana y parecía no quedarle nada. Cuando se fue a dormir la siesta le revisé la cartera para ver cuánto le quedaba y vi que solo tenía veinte euros. ¿Dónde se había gastado los otros cien? Sospechaba que igual se los había dado a su hermano por acompañarlo y me disgusté bastante. Decidí ir al supermercado a desahogarme con Irene. Al rato salió Emilio con sus zapatos nuevos, caminaba con cuidado, como si le molestaran.

–¿Qué haces aquí, Candela? Me levanté y no había nadie en la casa. Estas mujeres están todo el día en la calle. Les hace falta una buena sacudida.

Irene frunció el ceño.

–¿Qué pasa Emilio? ¿Las mujeres tienen que pedirle permiso a sus maridos para salir a la calle?

–Pues sí. Para eso se casaron, para obedecer y no dejar al marido solo.

–Candela vino a comprar. Si no no van a tener nada para comer.

–Ni lo vamos a tener. Ya no nos queda dinero –me quejé.

Me sentía encogida dentro de mi cuerpo. Emilio, sin embargo, parecía envalentonado.

–¿Que no nos queda dinero? ¿En qué te lo gastaste? –me requirió.

–¿En qué te los gastaste tú? –le dije. Cuando había gente delante me sentía respaldada–. ¿Tan caro te salieron los zapatos?

–Ya no me acuerdo. Yo le di todo los billetes a Patricio para que pagara y creo que sobró algo.

Se miró sus zapatos de piel marrón. Estaba muy elegante con ellos. Razón tenía un cuñado zapatero que decía que la imagen estaba en el calzado y en el pelo.

–Bonitos –le dijo Irene–. Ahora sí que va a caminar bien.

–Sí, pero me molestan un poco. Probablemente no me los pondré más.

–¿Qué no te los pondrás más? –protesté–. Lo que faltaba. ¡Pero si te los acabas de comprar!

–Ya, en la tienda no me molestaban, pero ahora sí. Y ya no los puedo cambiar. Me aprietan el dedo pequeño. Vamos para casa rápido.

Nos fuimos para la casa y Emilio, nada más entrar, se quitó los zapatos y fue a buscar sus pantuflas. Yo no cabía en mí del cabrero. Qué manera más tonta de gastar el dinero. Hice de comer llena de rabia y comimos en silencio. Mi rabia ya no sabía hacia quién dirigirla, si a Emilio por ser como un niño, si a Patricio por abusar de su hermano pobre, si a la vida por haberme metido en aquella situación en la que ya no veía salida.

Por la tarde tocaron a la puerta. Era Irene.

–Tengo que hablar con usted, Candela –me dijo.

Pasamos a la sala.

–Después de que se fueron, vino una chica al supermercado. Es colombiana. Al parecer se había fijado en ustedes y yo le dije que estaban buscando ayuda. Ella busca trabajo y le expliqué que necesitaban a alguien y ella se mostró dispuesta. ¿Le interesa, Candela? Yo no la conozco mucho, pero no parece mala chica. Vive con Pablito, un taxista de la Barriada del Centurión.

–Pues no sé qué decirte, Irene. No tenemos dinero para pagarle.

–Le pueden pagar por horas. Que venga cada mañana y van viendo.

 

 

Dos días después Emilio salía de paseo de la mano de la colombiana. La joven me había dicho que aún no tenía veintidós años y que había emigrado de su país con su hijo pequeño. Se instaló en la isla junto a su hermano, pero éste se había enfadado con ella y la había echado de la casa. El mismo día que la echó, mientras caminaba sin rumbo por la calle, la paró un taxista y le ofreció irse a vivir con él a San Clemente. Aquella mañana Emilio la había mirado de arriba abajo y empezó a bromear con ella.

–¿Qué hace una chica como tú en mi país? –le dijo.

–Buscarme la vida, Don Emilio. Buscarme la vida.

La joven le colocó la rebeca a la altura de los hombros y le dijo que darían un paseo hasta la farmacia a retirar algunos medicamentos. Emilio aceptó la mano que la joven le ofrecía y salió por la puerta sonriendo.

Los contemplé en silencio. Me senté en la escalera que subía a la azotea y sentí, al fin, algo de alivio. Alguien me iba a ayudar con Emilio. No me importaba que fuera una criatura inocente, la hija que pudimos haber tenido. Miré la puerta cerrada como hipnotizada y unas lágrimas densas salieron de mis ojos sin casi percatarme. Dentro de mí lloraba alguien, no sabía exactamente quién. Alguien que se sentía fracasada, cansada, decepcionada con la vida. Y me dije que no se lo diría a nadie. No le diría a nadie que, aquella noche, Emilio había llegado a mi cuarto y me había amenazado con quemarme con aceite hirviendo si vendía la casa. Me sentía como metida en un pozo, como si mi cuerpo estuviera hueco por dentro, sin ningún asidero al que agarrarse. Así permanecí largo rato. Y volví a acordarme de mi tía Florentina. Cuánto la echaba de menos. Junto a ella yo era feliz. Ella siempre estaba dispuesta a ayudarme. Me trató como a una hija. Me cuidó mejor que mi madre. Cuando yo estaba disgustada por algo, me escuchaba y me daba buenos consejos.

Pero ya no estaba.

Se había ido.

Hacía años que había muerto y ya solo era un recuerdo difuminado en mi memoria.

Apoyé mis brazos en las rodillas y casi me quedé dormida mientras mi cuerpo se iba relajando con el llanto. Tantos años huyendo del maltrato y al final vine a caer en lo que huía. ¿Quizás lo había atraído yo si querer? Podía ser. Fue mi tía Florentina la que me metió ese miedo en el cuerpo. Su marido ni le ganaba un duro. Cuando se casaron, él se fue con sus padres. Tenían animales y allí comía. Y ella, la pobre... Ella nada, porque no comía con los suegros. Hicieron una cuevita cerca de los suegros, pero ella... La cuevita estaba cerca, pero ella estaba sola con todo ese rancho de chiquillos pequeños. No tenía ni qué darles de comer, ni para ella tampoco. Él sí comía. Me daba una pena recordarla......

Me fui al supermercado para distraerme.

–Se le ve contento a pesar de sus dificultades para caminar –me comentó Irene–. ¿Le está gustando la colombiana?

–Sí, gracias por conseguirla. Tendrías que haber visto lo alegre que salió Emilio cogido de la mano.

–¿Y no siente celos, Candela?

–¿Celos? ¿Qué son los celos, mi niña? Yo nunca he sentido eso.

No esperaba tal pregunta. A aquella altura de mi vida ya no sabía si sentía algo o no, pero a la mente me volvió Alberto. Se había instalado allí desde que lo vi en la farmacia. Era como una sombra o como una luz. Me hacía ilusión haberlo encontrado de nuevo, pero también miedo. Lo nuestro había sido tan duro. Parecía que en esta vida yo había venido a batallar con los hombres. Sí, porque lo que es placer placer, había sentido poco.

–Eso es que no lo quiere –me dijo Irene.

–La verdad es que creo que no siento nada por él. Me da hasta cosa decir esto. Hace muchos años que no siento nada por Emilio, pero no lo digas, si se entera me mata de verdad.

Las dos permanecimos calladas. Por mi cabeza pasaron muchas escenas de mi vida y en ninguna sentía pasión por el hombre con quien la había compartido. Y había una razón para ello, pero no quería contárselo a nadie. Tampoco se lo iba a contar a Irene.

–Pasé una muy mala noche con Emilio. ¿No oíste los golpes que daba en la puerta de mi habitación?

–No, no oí nada.

–Me pedía los talonarios del banco y me amenazó con el palo de un sacho.

–¿Qué dice Candela?

–Sí, mi niña. Ya estoy empezando a temer por mi vida. La única que lo sabe en la familia es Elena. Ella va a hablar con su madre para poner al corriente a mis cuñados a ver qué salida le damos a esta situación. Ya no quiero estar con él. Que se lo lleven si quieren. No puedo más.

 

 

Unos días después llegó Marcial a la casa. Era otro de los hermanos de Emilio.

–Vine porque Matilde me llamó y me dijo que era necesario visitar a Emilio. ¿Dónde está?

–Emilio está en el baño.

Lo invité a pasar a la sala.

–La verdad es que no me acordaba de este hermano –me dijo.

Yo no sabía si lo decía en broma o en serio. Hacía años que no lo veía. Los hermanos se fueron ocupando de sus familias respectivas y de sus hijos y las visitas se fueron reduciendo. Se habían alejado por desgana o desidia.

Me fui al baño a buscar a Emilio.

–Vino a verte Marcial.

–¿Marcial? ¿Qué Marcial?

Cuando llegamos al salón, Emilio se alegró mucho y lo saludó por su nombre. Parecía recordarlo pero se puso triste cuando Marcial le dijo que ya no se acordaba de él.

–¿No te acordabas de mí? –Emilio se derrumbó en el sillón–. Con todas las veces que te llevé de la mano a misa y te subía a la carretilla para ir a buscar monte...

–Es broma hombre, tampoco te pongas así.

–Eras mi niño pequeño. Eras tan guapo y tan travieso...... Mamá siempre me encargaba que te vigilara, porque te subías en todos los árboles y una vez estuviste a punto de caer en un barranco con mucha agua.

Me dio pena de Emilio. De ser como un padre para los hermanos había pasado a ser un cero a la izquierda. Nadie se interesaba por él. Nadie se acordaba de que seguía vivo.

Pasaron un rato hablando y, después de una hora, Marcial se fue. Más tarde llegó Patricio y se lo llevó a dar una vuelta. Me saludó con sequedad. Yo esperaba que me dijera algo de los DNI, pero no lo hizo. Algo estaría tramando. Luego quedé sola de nuevo y decidí leer la revista de Lecturas. Era lo único que me distraía. Me gustaba enterarme de lo que les pasaba a los ricos en Europa y en España. Parecían felices, pero también sufrían por conflictos amorosos. Me consolaba sentir que no era la única que se había equivocado en sus decisiones. ¿Dónde estaría Alberto? Pensar en él me hacía sentirme joven, me quitaba de encima el peso de más de treinta años. ¿Podría volver atrás? ¿Habría alguna posibilidad de darle un vuelco a mi vida?

 

 

A la mañana siguiente Irene llegó a mi casa llorando. Había llevado la gata al veterinario y este le comunicó que tenía cáncer.