Casa de locos de amor - Francisco de Quevedo - E-Book

Casa de locos de amor E-Book

Francisco de Quevedo

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Beschreibung

Casa de locos de amor y otras prosas festivas es una recopilación de textos en prosa de Francisco de Quevedo. Las narraciones aquí comprenden desde misivas a artículos, pasando por recados y confesiones a personajes de la época.-

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Francisco de Quevedo

Casa de locos de amor

Y OTRAS PROSAS FESTIVAS

Saga

Casa de locos de amorOriginal titleCasa de Locos de AmorCover image: Shutterstock Copyright © 1624, 2020 Francisco de Quevedo and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726485585

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

A DON LORENZO VÁNDER HÁMMEN Y LEON VICARIO DE JUBÍLES

Una mañana de las de enero, señor Lorenzo, que el frío y la pereza me embargaron el cuerpo en mi cama más de lo acostumbrado, consultando un pensamiento amoroso con la almohada (gran maestra de fábricas de viento), me hallé tan lejos de mi como cerca de un desengaño, que se me representó en la idea de la locura de amor. Parecióme oír aquel verso que Virgilio tomó de Teócrito:

Ah, Coridon, Coridon, qua te dementia caepit

Y sin ver por dónde fui llevado, me hallé en un prado más deleitoso y ameno que lo suelen mentir poetas de primera tonsura, que cursando los primeros años en las flores de los jardines, pasan luego a las Indias por tesoros, con que, según piensan, enriquecen sus pobres papeles. Allí vi dos claros arroyos, uno de amargas, otro de dulces aguas, juntarse con tan sonoro murmullo, que lisonjeaban los oídos de los por la ribera pasaban; y vi que con esta agua templaba amor el oro de sus flechas, según colegí de los oficiales, ministros suyos, que en esto se ocupaban. Por estas señas pensé que estaba en los celebrados jardines de Chipre, y ya quería buscar aquella memorable colmena de donde salió la abeja que se atrevió a picar al señor Cupido, y dio ocasión a Anacreonte a hacer aquella dulcísima oda. Y no pensaba mal, pues las mismas señas da el Poliziano en su Historia:

Sentesi un grato mormorie dell’ende

Che fen duo freachi e lucidi ruscelli

Versando dolce con amar’liquere

Ove arma de l’oro de’suoi streli Amore.

Mas a esta sazón vi en medio del prado un maravilloso edificio, con una gran portada de fábrica y de excelente artífice labrada. En los pedestales, en las basas, columnas, cornisas, capiteles, arquitrabes, frisos y demás partes de que se componía la fachada, estaban mil triunfos de amor imaginados de medio relieve, que juntamente con muy graciosos brutescos, hacían historia y ornato, y representaban misterio. Debajo del capitel, en una bizarra tarjeta, se veían con letras de oro tallados estos versos:

Casa de locos de amor.

Do al que mas sabe de amar

Se le da mejor logar.

La variedad de piedras y diversidad de colores de que se componía la hacían vistosa mucho; era bien capaz, y estaban sus puertas abiertas siempre a todos los que por ella querían entrar, que eran infinitos. Hacia oficio de portero una mujer de rara hermosura: su rostro era celestial y hechiza de los hombres; su talle airoso, y su cuerpo bien proporcionado, adornado de ricas y costosísimas telas y joyas. Tal al fin era toda, que convidaba a amor y decía su nombre que era Belleza. A ninguno negaba el paso, ni la pedía ninguno más licencia que mirarla. Yo, que no era ciego, aficionado de tan peregrino palacio, con esta licencia me entré también al primer patio, donde hallé infinidad de gente, y a todos tan trocados de lo que antes fueron (y a mi con ellos), que apenas unos a otros se conocían: los trajes mudados, los rostros melancólicos, penados, pensativos y amarillos (color de que amor viste sus criados). Díjolo Ovidio en su Arte amandi:

Palleat omnis amans, color ast hic aptus amanti

Y Horacio, Oda 10, lib.3: Netinctus viola pallor amantium

Y el Camoes, en canto 9 de sus Lusiadas:

As violas da cordos amadores.

Allí no se guardaba fe a los amigos, lealtad a los señores ni respeto a los parientes. Las primas se hadan terceras, y estas primas; las criadas señoras, y los señores criados. Casadas vi amigas del más amigo de su marido, y aun maridos muy amigos del más amigo de sus mujeres. Esto estaba yo contemplando cuando por medio de todos atravesó un hombre de extraña forma, lleno de ojos y oídos, y al parecer astuto. Porque no me ganara por la mano, le quise preguntar primero yo quién era y qué hacia allí. A ambas cosas me respondió así: «Mi nombre es Zelos; y muy bien me conocéis vos, porque a no ser así, no estuviérades en este patio. Yo, aunque soy grande parte de acrecentar el número de los enfermos y furiosos que aquí hay, soy loquero, y sirvo de castigarlos, no de curarlos; que antes suelo acrecentarles el mal. Si queréis saber más de las cosas desta casa, no me lo preguntéis a mí, que por milagro digo verdad, porque dejo de ser quien soy en diciéndola. Soy gran invencionero, y contaros be mil mentiras. Aquel venerable anciano que allí se pasea muy aprisa es el administrador; él os informará (bien que a la larga) largamente de todo lo que quisiéredes.» Con esto me dejó, y sin más detenerme llegué al viejo, y conocí ser el Tiempo. Pedíle me mostrase los cuartos de aquel palacio, que quería, como forastero, ver algunos locos mis compañeros. Mas porque, según me dijo, andaba curando los enfermos, desde adonde estaba me los mostró, me dio licencia y me dejó ir solo.

Y apenas salí de aquel primer patio (donde los locos andaban barajados, y sin que se pudiese distinguir del manjar que era cada uno), cuando el primer cuarto que encontré era el de las doncellas; porque en lo más fuerte de la casa estaban las mujeres, como locos más furiosos, aprisionadas. Estaba en él una llorando de celos de una soltera, otra queriendo a un galán sin osárselo decir; otra escribiendo un papel con mil reveses, y con tantos tuertos como renglones; otra pidiendo una música a su amante, que es lo mismo que pedir dijese en la vecindad la pretendía; otra le estaba diciendo al suyo que era suya, pero que ni pretendiese más delta ni quisiese a otra: él decía que lo haría así, y ella lo creía. Unas querían casarse por amar, y otras a hombres casados (esas estaban apartadas con los incurables). Otras tenían requiebros, que llaman por las ventanas y quicios de puertas. Estas no eran locas, sino inocentes. Aquí no me atreví a detenerme mucho, porque corre un hombre riesgo entre esta gente; y el que más bien libra suele salir condenado a casamiento, que es tomar un arrepentimiento de por vida; y cuando esto no, a sufrir una misma mujer todo el año, sin redención deste cautiverio. Tampoco osé hablar con ninguna, porque temí que luego había de pensar estaba enamorado della; y así pasé al siguiente cuarto, que era el de las casadas.

A muchas destas tenían atadas sus maridos, y así no podían ejecutar las temas de sus locuras todas veces; si bien otras quebraban las prisiones, y eran más furiosas que las libres. Muchas andaban sueltas por el cuarto, no porque estaban libres, sino porque ellas lo eran. Unas quitaban a sus maridos para dar a otros que diesen, y estas no caían en la cuenta basta que se acababa el gasto; y otras fingían romerías (que en buen romance eran ramerías) por ganar la gracia de sus galanes. Una vi que sufría de su marido unas sospechas averiguadas, porque fuesen horros, y a ella no la fuese nadie a la mano (digo a nada a la mano); y otra que hacia sus mangas con dar labor fuera. Unos iban al baño y so manchaban, y otras al confesor, por encontrar al mártir. Algunas vengaban los pensamientos del marido con obras propias, que como dice un apasionado (Juvenal, sátira 13):

Vindicta

 

Nemo magis gaudet, quam foemina.

Y el pagarse adelantado es para ellas la mayor venganza. Cuál estaba melancólica por la dilación de cierto efecto. A una muy amiga de su coche pregunté que por qué le quería tanto, que nunca salía dél, y me respondió que porque tenia cortinas que se corrían. Pudieran muy bien (dije yo) de que no se corre vuestro marido, y ella corriendo me dejó. Entre toda esta máquina no estaban las que tenían los maridos en Indias, o andaban en comisiones, porque todas vivían al fuero de solteras, y como conjuradas, no eran tenidas por miembros desta república.

El siguiente cuarto era el de las reverendas viudas, locas de ciencia y experiencia. Estas estaban todas muy graves, esto es, pesadísimas, y cada una daba en su tema, mas a lo disimulado, pero no tanto que encubriesen el frenesí; porque a una dellas vi que juntamente lloraba por el marido y reía con el amigo; otra muy tocada de sus tocas, y más de la vanidad, hacer grandes presentes, sin acordarse de los pasados. Muchas sin tocas ni monjil, discurrir por el cuarto tan compuestas, que disimularan fácilmente el ser simples con quien no las conociese; mas no faltó quien dijo eran viudas apóstatas, y que las tenia allí (a nuestro modo de hablar) la Inquisición. Otras, de bien diferente humor, estaban apostando a quién más larga traía la toca; y en algunas destas advertí que pudieran ahorrar de saya entera. Vi que todas las viudas pasantes eran las primeras que se enamoraban, por más puntos que tuviesen, y que las más mozas no esperaban a ser visitadas. Andaban por allí muchas devotas, y devotas de muchos con las cuentas en las manos, cuenta con los bienes ajenos. Estas eran herejes de amor, y las más estaban penitenciadas con perpetuos ayunos (que también tienen cuaresma los carnales). Otras traían tocas de gasa y nevadas con repulgos gordos, y su poco de moño o copete, como antiguamente se decía. Estas ya se ve cuán ocasionadas estaban. Otras se ponían color, como si tuviesen vergüenza; y algunas se querían casar mil veces; y al fin, cada loca estaba con su tema. Eran estas, entre todas, las más insufribles; porque como había pocas mozas, y todas habían sido señoras de su casa y lo eran, cada una quería mandar, y así tenía harto que hacer con ellas el enfermero. Cansado de tan insufribles sabandijas, pasé adelante y llegué al cuarto de las monjas, que no son lasque hacen menos locuras; y aunque de razón habían de ser fáciles de curar, había hartas muy peligrosas. Estaban todas detrás de fuertes rejas, que para esto no les vale la locura, aunque tal vez amor ha dado dispensación; y ellas, que no conocen otro superior en cuanto les dura este mal, le obedecen sin reparar en que las ha de hacer la pena cuerdas. La mayor parte destas estaba escribiendo billetes (que su ordinario es muy ordinario), y todas jugando en ellos del vocablo, desde la cruz hasta el Dios os guarde y sea de esos papeles por quien él es. Todas las locas deste cuarto estaban hablando de noche y de día sin cesar, y algunas pensando siempre que eran muy discretas. Unas andaban enamoradas de otras muy en forma, y las paseaban, festejaban y pedían celos. Estas eran tontas, y así andaban sueltas, por no las tener por locas de perjuicio; pero lo cierto es lo eran, aunque no se les conociese bien por entonces la enfermedad. Las que tenían más devociones eran las más pecadoras, y no eran pocas, porque ninguna se contentaba con dos. Todo esto nacía de la mucha ociosidad; donde la hay por fuerza ha de haber grande amor, como lo sintió el Petrarca en el Triunfo del amor:

Ei nacque d’otio, e di lascivia humana.

Y antes que él, Séneca en su Octavia:

Amor est; juventa gignitur; luzu, otio

Nutritur, ínter lacta fortunae bona.

Pero no se entiende mucho amor con muchos, como ordinariamente tienen estas locas, sin que tenga reparo esta treta. Había aquí quien aceptaba más libranzas que un banco genovés, o Fúcar, con solo el caudal de su sazonado dulce. Unas hacían terceras de las de les bordones, y otras tenían por bordón hacerse primas de todos, si bien toda esta música era de falsas. Otras hacían lo que ellas llaman trabajos (yo colación) para sus galanes; y me pareció que era bien pensado dar colación a galanes ayunos. Unas deseaban que el que era visitador no las visitase, y otras que las visitase el que no era visitador. Las menos locas se enamoraban del médico de casa. Estas andaban Iras la andadera, y la hacían andar (como dicen) más que de paso. Aquellas buscaban siempre locutorios prestados, que pagaban los pobres devotos, y algunas había tan rematadas, que les pedían a los suyos doseles y cera: cosa con que se suele quitar el amor mejor que con una ingratitud. Al fin tantas enfermas había en este cuarto, que casi me dio compasión; y aun el enfermero desesperaba de su salud, porque como todas estas eran amantes de anillo, que solo se mantenían de la esperanza (cosa que con el efebo muere al punto, el cual nunca las llegaba), era su mal incurable y insufrible.

Desde este cuarto pasé al de las solteras; y vi que todas andaban más sueltas que las demás. Eran pocas las furiosas, y esas fáciles de sanar, y me dijeron había cada día en este cuarto locas nuevas, y muchas convalecientes; y que en la casa de los tocos del interés había muchas más destas que en la de los de amor. Algunas vi allí que se hallaran muy mejor con el cuarto, si fuera real, otras que desnudaban al hombre más honrado (bandoleras de poblado) por vestir al más pícaro, como el tal hubiese ganado nombre de bravo y caudal para coleto de ante y daga mayor de marca; y aunque es obra de misericordia vestir al desnudo, es obra de crueldad desnudar al vestido. Había locas de extremado humor, perdidas por un poeta, y si este era cómico, rematadas, porque por lo menos las sacaba cada día al tablado en estatua, y las hacía los cabellos de oro, los dientes de perlas, y todo el cuerpo de piedras preciosas; y que tenían por gusto verse en un romance en hábitos de pastoras, y acompañar así a los muchachos que iban al mercado. Las perdidas por los que el mundo neciamente llama señores me cansaron grandemente, por ver no escarmentaban en tantas como infamaban cada día por preciarse mucho de publicar sus empleos, y cuan arrastradas andaban de ordinario, ya en poder de la justicia, ya desterradas, ya emparedadas en las galeras, ya perseguidas de las propias mujeres; y que cuando más bien medraban, paraban en un convento contra toda su voluntad. Unas daban en comer barro por adelgazar, y adelgazaban tanto que se quebraban. Andaban estas más amarillas que las otras; pero ninguna como un oro. Muchas se quitaban años, y se daban buenos días y aun mejores noches si solo pueden ser las tales. Una vi que iba a un astrólogo a que la levantase una figura, y él la levantaba más de dos testimonios; otra se levantaba a ella la figura, pero con crecer los chapines. Cuál por parecer bien daba en afeitarse: esta era notable locura, pues desengañaba con lo que pensaba engañar. Cuál se enrubiaba algunos días, y tal vez tanto que se la podía decir muy bien el epigrama de nuestro Baltasar de Alcázar:

Tus cabellos, estimados

Por oro contra razón,

Bien se sabe, Inés, que son

De plata sobredorados.

¡Qué dellas se ponían cabelleras o moños, como ellas las llaman! ¡Cuántas dientes, sebillos y mudas, aunque no tan mudas, que no decían a todos lo que eran! Y en efebo, algunas había tan vestidas de plumas ajenas (que se precian de pelar), que si las despojaran dellas, quedaran tan ridículas como la corneja de Horacio. Muchas tenían una madre vieja, aunque nunca lo hubieran sido, que mandaba hasta en la voluntad de la hija. La madre llamaba, y la hija escogía, y muy pocas destas guardaban la ley de amor, que o las corrompía el interés o el vicio. Díjolo galanamente un lucido poeta desta edad, y no poco conocido de todos:

Ella dice que es virgen, y no miente,

Que el deleite de amor aun no ha probado.

Y si remeda el gusto, no le siente;

Que el interés, de un alma apoderada,

Adormece del cuerpo las acciones

Y tiene al apetito encarcelado.

Por esta causa pues eran de todas las otras tenidas por herejes, y que se hacían locas por librarse. Salí de aquí, y hallé a los hombres muy cerca de las mujeres (pared en medio como dicen); y esta era su mayor locura, no querer apartarse de ellas, aunque con particular cuidado lo procuraba el administrador, por parecerle ser este el primer remedio que se les había de aplicar; mas ellos despreciaban médico y medicina, y querían más su enfermedad que su salud, que como siente cierto acuchillado (Propercio, lib. 1):

Solus amor morbi non amat artificem.

Y así obstinados en este error, acababan en semejante mal, y pensaban que hacían bien; y otros que (aunque es peor) veían lo que hacían, y lo hacían. Así lo confiesa de sí un lisiado desta dolencia, Petrarca, en una canción

Quel che, so reggio, è non inganna il vero

Mal conosciuto ansi mis sforza amare.

Y pegósele de otro que dijo de sí lo mismo: Ovidio, 7, Melamorph.:

Quid faciam video, ne me ignorantia veri Decepit, sed amor.

No estaban los locos en cuartos diferentes, porque las acciones de cada uno decían a quien atentamente los mirase, su inclinación, su tema y su locura. ¡Cuántos vi muy galanes y sin camisa! ¡Cuántos con caballos para pasear y sin un cuarto para comer! ¡Cuántos que no tenían pan y los tentaba la carne! Uno iba a un discreto a que le notase los papeles, y otro le notaba que era un gran majadero. Otro quería enamorar por lindo, muy preciado de tufos y guedejas, manos blancas y pies chicos, siendo un Lucifer en la cara y con esfuerzo en el talle, sin saber que siempre quieren ellas ser las lindas de casa. Otro por lo valiente (gran personaje del trago y la tabaquera), no considerando que las más son medrosas. Unos vi que salían de noche a no más que a salir de noche; y otro que se enamoraban porque veían a otros enamorados. Este iba a todas las fiestas a enamorarse, haciéndolas días de trabajo, y aquel andaba de casa en casa, como pieza de ajedrez, sin poder nunca coger la dama. Unos decían masque sentían, y otros sentían y no decían palabra. A estos locos mudos tuve gran lástima, y les aconsejara yo que se enamoraran de unos adivinos; mas como los locos nunca oyen, no les dije nada. Los desvanecidos se enamoraban de personas tan altas, que nunca las alcanzaban. Destos hay muchos en palacio, galanes obligados a enamorar las mejores damas, sin más caudal que sus cuerpos gentiles, y cual o cual faltilla personal que se les ve a tiro de arcabuz. Los desconfiados (gente de juicio y seso, y por la mayor parte necesitados) se pagaban de mujeres tan bajas, que los dejaban alcanzados. Vi a los liberales, que hadan tocios los días larguezas, que no las daban ni aun gusto; que los lacerados, que hacían todos los días de guardar, sin dejar holgar ninguno.

Los casados andaban todos con esposas; pero pocos por eso menos furiosos. Unos destos, huyendo de sus mujeres, daban en las ajenas, y otros se nadan bravas porque los sufriesen; si bien algunas veces se hallaban engañados, y en lugar de leones fieros quedaban hechos mansos corderos; otros teman por amigas las amigas de sus mujeres, y algunos por comadres a las madres de sus hijos.

Los viudos, escarmentados de la tempestad pesada, buscaban puerto a la puerta de quien los quería acoger, y muchos se casaban por el tiempo de su voluntad.

Los solteros acudían a todas partes. Aquí se enamoraban, allí pedían celos, aquí se los daban, allí se los quitaban. Mil pelones vi con pluma y mil desdichados con venturones. Unos concertaban mil desconciertos, y otros iban a la casa de la gula y a la de la lujuria. Entre tantos, lo que me admiró fue que ninguno negaba que estaba loco y no por eso lo dejaba de estar.

Los más músicos gastaban sus cuerdas con muchas locas. Los más poetas hacían sus coplas a quien les hacia la copla. Los más gentilhombre» hacían sus diosas a quien eran odiosos, y los más discretos decían sus dichos a quien publicaba sus desdichas.

Andaban los aficionados por doncellas rondando calles de día, contemplando ventanas de noche; unos hablando criadas porque los admitiesen por criados, otros cohechando dueñas porque los hiciesen dueños; llenas las faltriqueras de papeles, y los sombreros con más cordones de cabellos, cintas y anillos de azabache que tiene un buhonero. Loco había destos que no había hablado a su señora palabra, ni la podía ver sino tal y tal fiesta del año, conviene a saber, noche de Navidad, de Jueves Santo, de San Juan y la Porciúncula. A unos los entretenía una criada seis años con papeles de su letra, sin que ellos entendiesen la letra, valiendo con ellos como sí fuera de cambio.

Los locos de casadas se preciaban de recatados, mas no por eso hacían menos locuras. Los más eran amigos de los maridos, y los menos se guardaban mucho dellos, o porque ellos no veían, o no querían ver; y así, raros eran los que morían deste mal. Estos, o daban meriendas en huertas, o prestaban coches o aposentos de comedia, que para el señor marido no faltaba una amiga que las llevase; y siempre ellos eran unos buenos hombres y lo creían todo.

De locos de viudas había dos géneros: o que eran queridos, o que no lo eran. Estos libremente pretendían cautivarse, y aquellos tenían amor sin temor, si no era, cuando mucho, de cualquier pariente o hermano. Pasaban su carrera a rienda suelta, y eran locos desenfrenados.

Los de monjas tenían mucho de necios o algún poco de virtuosos, pero a unos y a otros los llaman los demás, zánganos de amor. Unos estaban muy de veras enamorados, y otros iban siempre a misa a la iglesia del tal monasterio, que es lo que hay que desear en género de locura. Todos pasaban grandes desdichas ya agradando a las viejas de casa, y a las freilas sargentas o donadas que las servían, ya sufriendo una cruel tornera, ya en el torno la espuerta de las lechugas, de alcuzas del aceite y la cesta de los jarabes y purés. A uno vi señalados los hierros del locutorio, y otro aquí tan perdido, que se pudiera decir dél lo de Abenamar:

A los hierros de una reja

La turbada mano asida.

Todos los locos de solteras eran muy apasionados desta enfermedad, aunque algunos de otras que suelen doler más, y aun hacer astrólogos a sus dueñas. Los más destos eran mocitos, hijos de vecino, cascabeles, y luego se metían a pendencieros. Otros conquistaban con amor y dinero, y estos raras veces dejaban de vencer, porque peleaban con armas dobles, y para estas señoras las armas más fuertes y poderosas son las de Felipe, rey de España. Los extranjeros gastaban haciendas, por no temer quedarse en cueros; los naturales se reían dellos, y ellas de unos y otros.

Con este último género de locos rematé diferencias que pude ver por entonces; y cuando más descuidado caminaba para otro cuarto, me hallé, sin pensar, en el primer patio, donde vi nuevas maravillas. Vi que por horas se aumentaba el número de los locos. Vi al Tiempo ponerse en medio de algunos amantes, y que ellos se iban mejorando. Vi a los Zelos castigar a los más confiados. Vi a la Memoria renovando llaga viejas; al Entendimiento encerrado en un aposento oscuro, y a la Razón con una venda en los ojos. Divertíme algún tanto en esto; mas cansada la vista de tanta atención, volví a un lado, y vi un postigo muy pequeño que apenas se podía salir por él, y que la Ingratitud y Sinrazón daban por allí libertada algunos. Yo, por gozar de la ocasión, apresuré el paso, pretendiendo ser de los primeros, a tiempo que mi criado estaba a grandes llamándome, porque era ya muy entrado el día. Con esto volví en mí y me hallé en mí cama, pero con algún pesar de haberme quedado en la casa de los locos; si bien con gran conocimiento de que amor y sus vasallos es todo locura; y confieso a vuesa merced que ahora veo más despierto, doy crédito a lo que entonces Toda esta locura conocieron maravillosamente los antiguos, y muy bien Plauto cuando dijo:

Amor formae rationis oblivio est, infaniae proximus.

Sed amori accedunt etiam haec, quae dixi minus,

Insomnia, aerumne, error, terror, et fuga,

Ineptia, stultitiaque adeo, et temritas,

Ingitientie, excors inmodestia,

Petulantia, cupiditas et malevolentia;

Y Séneca:

Amor formae rationis obtivio est, et inseniae proximus;

y muchos más, que vuesa merced habrá leído y sabrá mejor; con que se puede confirmar por cierta la imaginación de mi fantasía.

De vuesamerced servidor y amigo.

EL DOCTOR CEBRIÁN DE AMOCETE

EL CHITÓN DE LAS TARABILLAS A VUESTRA MERCED QUE TIRA LA PIEDRA Y ESCONDE LA MANO

Sentiría mucho que tan grave personaje se corriese de que le llamo merced: ya sé que a ratos es casi Excelencia, a ratos Señoría y a ratos vos; todo esto, batido a rata por cantidad, le viene de molde una merced muy reverenda, que también sabe vestirse deste título. Demonio es el señor Pedrisco de Rebozo, Granizo con Máscara, que no quiere ser conocido por quien es, sino por honda, que ya tira chinas, ya ripio, ya guijarros, y esconde la mano, y es conde y marqués, y duque, y tú, y vos y vuestra merced. Yo, que veo conjurar las nubes que apedrean los trigos y las viñas, viendo cuánto más importa guardar [de] la piedra la justicia, el gobierno, los ministros y el propio Rey nuestro señor como heredad donde se deposita todo el bien del mundo y toda la defensa de la Iglesia, he determinado conjurar a vuestra merced, señor Discurso Tempestad, tan inclinado a la pedrea que creo que ha tirado hasta las piedras que están en las vejigas.» Tiene vuestra merced tan empedrado cuanto se ordena, y tan apedreado, que me es forzoso darle a conocer y advertirle que, pues tiene el tejado de vidrio, obedezca la cola del refrán, que vuestra merced es el solo remedio que elijo y escojo para esto. ¡Qué fue de ver a vuestra merced, Excelencia, tú y Señoría, cuando se bajó la moneda, disparando chistes, malicias, concetos, sátiras, libelos, coplillas, haldadas de equívocos (si baja, no baja, y navaja, y otras cosas deste modo), motetes de las alcuzas y villancicos de entre jarro y boca de noche! ¡Qué morrillos no disparó como un trabuco, cuando vio tratar de descubrir minas! No sé si después que se formó la Junta sobre esto está más bien con el arbitrio, pero antes decía: «El intento más descubrirá necesidad que oro; tan gran monarquía no ha de mendigar el polvo de los ríos y examinar la menudencia de las arenas.» De segunda pedrada decía vuestra Excelencia que Tajo, Duero, Miño y Segre tienen oro en los poetas, como los cabellos de las mujeres, y que el que se halla es a propósito para hablillas, no para socorros; que no se había de admitir que diferentes vagamundos anduviesen sofaldando cerros. Escondía vuestra merced la mano en tirando este nuégado, sin advertir que no solamente se hizo en Roma esta diligencia, como se lee en Tácito, «sino que, fiados en la multitud del oro que esperaban, gastaron el que tenían», lo que no ha sucedido ahora. Pues, ¿quién duda no sólo que es lícito el bucarle en los ríos y las minas, sino la más atinada solicitud y la más cantiosa y decente a los monarcas? Oye tú a Casiodoro, lib. IX, epístola, a Bergantino; Atalarico rey: «Si el continuo trabajo busca tan diferentes frutos para comprar con la comutación acostumbrada la plata y el oro, ¿por qué no buscaremos aquellas cosas por las cuales buscamos todas las demás?» Señor Tira la Piedra, mire vuestra Señoría si este buen rey va desempedrando lo que vuestra merced apedrea. Pasa adelante: «Por lo cual, al oro rusticiano de nuestra juridición, en la provincia de los Brucios, mandamos que sea destinado Cartario, para que por Teodoro (así se llama [el] artífice destas cosas), fabricadas las oficinas solenemente, se escudriñen las entrañas de los montes.» Señor Esconde la Mano, aquí el rey desempedrador habla en propios términos y no se cansa: «Éntrese con el beneficio del arte en los retiramientos y senos de la tierra y sea buscada la naturaleza en sus tesoros, donde está rica; por lo cual, cualquiera cosa que para ejercer el magisterio de esta arte fuere menester, vuestra orden lo disponga, pues es cierto que buscar el oro por guerras no es lícito; por mar, no es seguro; por falsedades, no es honesto, y sólo es justicia buscarle en su naturaleza.» ¿Pues cómo, maldito, lo que es justo será reprehensible ni ridículo? ¿Ves tú que eres más veces echacantos que tirapiedras? Pues éste a quien se mandó ejecutar todo esto era Bergantino, varón y conde patricio, y no era Bergante; digo yo: si vuestra merced oyera decir: «Al Rey han dado por arbitrio que desempeñe al reino con el oro que hay en las minas y ríos de España, y le ofrecen grandes tesoros en esto», y él se ríe y ha dejado por locos a los que se lo proponen, ¿qué tirara vuestra merced? Piedras es poco, losas no es harto; arrojara tarazones de montes y mendrugos de cerros. ¡Cuál anduviera vuestra Excelencia cargado de los libros donde llaman a Tajo «de las arenas de oro»! ¡Alegara vuestra merced la estangurria dorada de Darro y el mal de orina precioso del Segre; luego salieran minas corrientes en Miño, y vuestra merced, hecho Midas de todos los arroyos, para acusar al gobierno los volviera en oro y en plata, y jurara de Brañigal lo que de Potosí, y si fuera necesario, del propio arroyo de san Ginés, que sólo corre minas vaciadas y no de las que se pueden vaciar! ¡Cuál alegara esa mano, que juega al escondite de chismes, lo que escribe Justino de Galicia, donde dice: «Hay tanta plata que eran deste metal los pesebres, los clavos, los asadores y todos los vasos viles»! ¡Qué gritos diera vuestra merced por tesoro que cuentan de los Pirineos cuando se encendieron con los rayos! ¡Cómo dijera vuestra merced: «Oh, cuán fácil fuera al Rey freír aquellos montes y sacarles el zumo al privado y ministros del gobierno»! ¡Qué cuenta de millones usurpados a esta monarquía le hicieras tú y Señoría por no haber ayudado a este arbitrio por que hoy les estás descalabrando! Pues dime, Tira la Piedra, Escariote de advertimientos, que los besas y los vendes: ¿qué ha de hacer nuestro Rey, qué los ministros, si ni les es lícito admitir ni desechar arbitrios? ¿Ves quién eres, que sólo condenas lo que se hace y siempre alabas lo que se deja de hacer? Eres las viruelas de los que pueden, mal que da a todos, y de que ninguno se escapa, y de que muchos no escapan. Pues advierte que en el gobierno de nuestro gran Rey no has de dejar señal ni hoyos, ni en la intención del valido y ministros, porque al Rey su religioso y prudente celo le libra de tus manos, y a los ministros y al valido se las ha atado la humildad y conciencia, que a ser otro, ya vuestra Señoría tuviera las suyas donde tirara uñas y no piedras. Pues si decimos de la baja de la moneda, aquí es donde no te das manos a tirar: un Briareo eres en cascajar. ¡Cuál andas por los corrillos chorreando libelos, y en las conversaciones rebosando sátiras, empreñando las esquinas de cedulones! Si hablas haciendo recular las cejas hasta la coronilla, sal-pimientas la murmuración; si callas, te avisionas de talle, te estremeces de ojos, te encaramas de hombros y, después de haber templado tu cuerpo para escorpión, empiezas a razonar veneno y a hablar peste, ruciando de malicias y salpicando de maldades a los oyentes. «Bajar la moneda -dice vuestra Señoría-: acabarse tiene el mundo, allá lo verán; es ruina de España y de toda la Christiandad»; y al cabo, echas el «Dios se duela de los pobres», que sólo llevaba de ventaja el Judas, el bote y el ingüente.