Casa de nadie - Laureano Debat - E-Book

Casa de nadie E-Book

Laureano Debat

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Beschreibung

Al poco tiempo de llegar a Barcelona, Laureano Debat fue a visitar un piso del barrio de l'Eixample con la intención de alquilar una habitación. Las mujeres que se la enseñaron, una madre y su hija, le parecieron muy agradables y la habitación era amplia y luminosa. Y hasta le hizo gracia que el balcón diera al patio de un convento de monjas. No tardó muchos días en darse cuenta de que Jimena y Sonia, sus cálidas anfitrionas, trabajaban como prostitutas en la casa. Así fue el inicio de una relación de amistad y convivencia que duró nueve meses y en la que el autor, casi sin pretenderlo, fue accediendo a la cotidianidad y a los secretos de un camerino de escorts en un piso privado. Más de diez años después y tras un arduo proceso de escritura, en el que el autor dialoga con su memoria y con la bitácora de sus cuadernos de notas, llega esta novela de interiores que indaga en la vida de dos mujeres de la alta sociedad chilena que acabaron como prostitutas en Barcelona y narra lo que no se ve tras los escenarios del sexo de pago. Aunque ubicada en el marco de una amplia tradición sobre este tema (la novela francesa del siglo XIX, la novela latinoamericana del siglo XX, el ensayo feminista del siglo XXI, la música, el cine, las series de TV…), la perspectiva que ofrece Casa de nadie es muy singular: la historia de una madre y una hija migrantes, las dos juntas, ejerciendo la prostitución en el mismo espacio y tiempo.

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Laureano Debat

Laureano Debat (Lobería, Argentina, 1981). Se licenció de periodista y comunicador social en la Universidad Nacional de La Plata, donde también trabajó como docente en diferentes talleres de escritura. Llegó a Barcelona en 2009 para cursar el Máster en Creación Literaria en la Universitat Pompeu Fabra. En 2017 publicó el libro de relatos Barcelona inconclusa en la Editorial Candaya.

Como periodista cultural ha colaborado en los suplementos Radar, de Página 12, y Cultura(s), de La Vanguardia y en la revista Orsai. Ha incursionado, además, en diferentes ámbitos del periodismo: arquitectura, ciencia, política y derechos humanos. También trabajó como productor y locutor de radio, copy publicitario y guionista. Actualmente colabora como cronista de la Revista Ñ de Clarín y Anfibia de Argentina, Altaïr Magazine, Eldiario.es Catalunya Plural y Vice de España y Radioacktiva de Colombia.

Candaya Narrativa, 86

CASA DE NADIE

© Laureano Debat

Primera edición: noviembre de 2022

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Lisbeth Salas

BIC: FA

ISBN: 978-84-18504-63-1

Depósito Legal: B 21910-2022

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Índice

Enero. Las presentaciones

Adiós, cariño (I). Del pasillo a la silla

Febrero. Limpitas y simpáticas

Sonia escapa

Marzo. Reconocimiento del terreno

Jimena rompe

Abril. La ruta del sexo

Adiós, cariño (II). La cocina

Mayo. La familia unida

Sonia se va

Junio. Que la sigan chupando

Jimena se va

Julio. Cupido in vitro

Adiós, cariño (III). La mesa

Agosto. Teatro de operaciones

Sonia hacia la independencia

Septiembre. La hora de la Gise

Jimena hacia la juventud

Octubre. Aquelarre

Adiós, cariño (IV). Del salón al balcón

ENERO

LAS PRESENTACIONES

Porque a las mujeres como yo no las conoces, las contraes. Como los matrimonios y las enfermedades y las deudas.

Ay, mi Diablo Guardián: Dios te lo pague.

Xavier Velasco

El piso

No puedo evitar contarlas. Acerco mi cara al vidrio y apoyo la frente: siento el frío y las miro. Empiezo a contar por un lado, vuelvo a hacerlo desde el otro. Abro la puerta y pongo un pie en el balcón, solo uno, el resto del cuerpo se mantiene dentro. Solo un pie y la articulación de la pierna que me permita extender el brazo derecho hasta rozar con mis dedos los primeros pliegues de ese manto blanco interminable. Son quince, en total. Todas blancas impecables, algunas con el logo bordado del gimnasio Holmes Place. Quince toallas blancas colgadas en el tendedero de un balcón interior que da a un patio sobrio con las ventanas tapiadas. La aparición de una mujer muy anciana regando las plantas del jardín, allá abajo, me revela que es el patio de un convento de monjas.

Mi visita comienza con una paradoja: lo primero que me llama la atención está afuera de la casa y es un espejo inverso de lo que descubriría después aquí, en el interior, en lo doméstico. Más tarde me enteraré de que estas monjas vecinas pertenecen a la orden de las Siervas de María y que se autodenominan “ministras de los enfermos” porque recorren hospitales y centros de salud no sé bien con qué fin, no creo que el de sanarlos y supongo que sí el de rezar cuando el cuerpo todavía está caliente. Pero ahora solo sé que la casa es amplia, que un ambientador o algún producto de limpieza con olor cítrico disimula la falta de ventilación y que los focos y lámparas de los pasillos compensan la incapacidad arquitectónica de conseguir que penetre la luz natural. Y que también hay quince toallas idénticas secándose en el balcón de un piso donde viven dos personas.

Las cuento no solo porque la vastedad de la imagen es llamativa sino porque tengo tiempo para hacerlo: ya pasaron demasiados minutos desde el momento en el que Sonia me recibió en el portal y se disculpó porque tenía que ir a su habitación a cambiarse. Había abierto la puerta con el pelo revuelto, una camiseta blanca y un pantalón jogging negro: el rostro fresco por la mañana, la sonrisa y la naturalidad en cuerpo, expresión e indumentaria. No estaba nada mal así, de hecho fue una buena primera impresión, pero igual decidió que tenía que ponerse otra ropa y que debía hacerlo en ese momento, tal vez molesta o nerviosa por mi excesiva puntualidad, dejándome solo en el salón sin más compañía que un sofá y un televisor, rodeado de paredes desnudas y de las puertas de vidrio desde donde me llegó ese impacto blanco que me obligó a ver, asomarme, salir al balcón, tocar, mirar hacia el patio vecino y regresar adentro para seguir esperando a mi anfitriona.

Sonia vuelve con un jersey gris estampado con el dibujo de un oso y unos jeans azules bien ceñidos. Y maquillada: un poco de color en los pómulos, delineador en los ojos y labial de color piel. También se ha peinado. Ahora sí parece estar más cómoda y lista para enseñarme su casa, pero yo sigo pensando en la monja que deambula por el jardín, tanto que no puedo evitar comentárselo. Sonia se ríe: además de haber muchas puertas y muchas toallas, ahora sé que el patio de monjas será lo que veré cada vez que me asome a la ventana y al balcón de mi futura habitación. Me dice que ha estado pensando en irse a vivir ahí, con ellas, pero que ahora que has venido tú, cariño, me quedo.

Su rostro de 34 años casi pegado al mío, su aliento acariciándome la cara, su boca a centímetros de mi nariz, sus musculosos y tersos brazos señalando la cocina, los baños, el pasillo, los sofás y lo que sería mi cuarto. Una performance de narración del piso en la que el beso de bienvenida seguirá siempre presente, sus labios elocuentes en la mejilla, el regusto de un perfume fuerte. Dormiré en un ambiente amplio, salida al balcón con vistas a las monjas, una cama grande, un escritorio y un ordenador que puedo usar, si quiero.

Sonia parece eléctrica y relajada a la vez. Mientras pasan los minutos sospecho que esta mezcla tan particular es natural de su carácter y poco tiene que ver con la adrenalina de conocer a un hipotético compañero de piso. Me da la sensación de que es así siempre. Caminamos, nos metemos en habitaciones, compruebo las texturas de las cosas: la rugosidad de un azulejo, la madera de un armario, la superficie de un edredón. Y sigo contando: siete ceniceros recién lavados en el fregadero, algunos con restos de detergente; cinco habitaciones en una casa en la que viviremos tres personas. No puedo parar de contar y de tocar.

Hasta que aparece una perra diminuta haciendo un ruido como de claqué con sus uñas sobre el suelo de madera. Sonia la llama La Niña y me dice que es de raza sitchu. Me olfatea con detalle y después oculta su peluda cara oriental bajo el sofá del salón, tratando de atrapar algo que suena a plástico roto y que podría ser un juguete o una pelotita, pero no lo consigue. Sonia mira a su perra, acentúa el gesto fruncido de su nariz y gira la cabeza: percibo una tristeza mal fingida. Me dice que hace unos días entraba, pero ahora está más gorda esta perra, yo no sé.

Pero La Niña no se rinde y logra su cometido. Ese trozo amorfo de color naranja ahora está bajo su control y comienza a recorrer la casa dándole manotazos. El juguete llega a mis pies y la perra se queda tiesa, atenta y esperando a que lo lance lo más lejos posible para correr con sus patas cortas y seguir con su repiqueteo de uñas sobre el suelo. Sonia pregunta si me gustan los animales y le digo que sí, que en mi casa de infancia siempre hubo gatos y perros. Entonces cree que me haré amigo de La Niña enseguida y que vendrá a dormir conmigo por las noches, si no me molesta. Pregunto que cuál de las dos.

Y lanza una risa larga y seca, ruidosa, sin profundidad, un cumplido exagerado. Y la sigo hacia el pasillo principal que conduce a la puerta de entrada y al resto de las habitaciones, esperando que me las enseñe, pero se frena en la cocina y me mira de reojo para asegurarse de que sigo detrás. Se detiene ante un cajón enorme y es ahí cuando mi capacidad de contar ya no cuenta. No me queda otra que rendirme y relajarme ante la cantidad indescifrable de envases de diferentes materiales y formas, el ruido plástico de los dedos de Sonia escarbando en los blísteres, la imposibilidad de que quepa un solo comprimido más dentro de ese cajón. Escoge varias pastillas de diferentes envases, arma un puñado y se lo mete en la boca, bajándolo con un largo trago de Aquarius.

Pone fin a la guía doméstica tomándome del brazo y volviendo a acercarme su cara para decirme que aquí siempre está todo ordenadito y que aquí no tengo más que pedir lo que yo quiera, cariño, que me sienta en casa. Que tendré dos compañeras de piso limpitas y simpáticas. Siento su aliento frutal, la persistencia de la bebida de naranja con la que se tragó las pastillas. No le digo que me lo pensaré porque no hace falta pensar nada. Me quiero mudar cuanto antes. Pero igual cumplo con el protocolo de decirle que le avisaré en unos días sobre mi decisión.

Me prepara un café en la máquina Nesspreso y saca del lavarropas un montón de bragas y de corpiños, formando una colorida montaña sobre la mesa. Mientras dobla la ropa interior con total meticulosidad noto sus tríceps bien marcados y los bíceps abultados cada vez que se acerca una prenda a la nariz. Abre una alacena y saca una lata de atún, que se va zampando con una cuchara de postre mientras me aclara que ella suele estar casi todo el día en la casa, que espera que eso no sea un problema para mí y que prefiere alquilar la habitación a un hombre y no a una mujer porque son muy complicadas. Mujeres no, cariño. Nunca mujeres, muchos problemas. Y que sale muy poco, cuando tiene que ir al gimnasio y nada más, pero que si no está ella seguro que está Jimena. Así que puedo mudarme a la hora que yo quiera porque siempre hay alguien aquí.

Bajo por el ascensor del siglo XIX pensando en dos cosas: en lo bonito que será subir y bajar cada día dentro de esta pieza con puertas de madera y en la única pregunta que no hice. Llego a la planta baja, abro la puerta de salida y la luz de la calle me encandila. No pregunté, tal vez el decoro o la insistencia en no entrometerme en la vida de los demás. No lo hice y ya está. Y ahora que lo pienso, tal vez tendría que haber preguntado. O, a lo mejor, quizás no.

La plaza

Antes de cruzar plaza Letamendi giro a la izquierda para ver la fachada del Bágoa, su terraza de invierno vacía, alguna silueta moviéndose en el interior detrás del cristal grasiento y empañado. Podría entrar a tomar algo y hacer una celebración simbólica y solitaria en el sitio donde comenzó todo, pero sigo caminando. Ahí conocí a Cholo, la primera vez que entré a los pocos minutos de acomodarme en la barra para ver un partido del Barça. Apareció flaco y con la cara chupada, las piernas moviéndose como si fueran de alambre, una melena canosa y desprolija. Trabajaba como empleado de una cochera, había sido taxista en Mar del Plata y, después de pedir una Coca-Cola, dijo que “alcohólico recuperado”. Una vez presentado su breve CV, me preguntó mi nombre y nos estrechamos las manos. Y seguimos mirando el televisor entre el murmullo de gente medio borracha y las preguntas habituales de dos recién conocidos, delante de las patas grasientas y jugosas de un jamón canario envuelto en su cubículo de vidrio. Enseguida se unieron sus dos compañeros de piso: Amir, hijo de marroquíes nacido aquí, con mucho acento catalán y con gafas de pasta con marco de color lila sobre una cabeza ovalada, rapada y morena; y el rosarino Rubén, también calvo pero por alopecia, atento al partido de fútbol con esa manera de estar de pie tan característica de los hiperquinéticos. Los tres vivían cruzando la plaza Letamendi. Amir y Rubén trabajaban en un restaurante vegetariano muy cerca de aquí y coincidían en su odio a la dueña, la encargada, los clientes y al resto de sus compañeros. Amir camarero, Rubén cocinero. Los dos se iban turnando para hablar conmigo, mientras Cholo conversaba con casi todo el bar, con una naturalidad tan pareja y equitativa que me resultaba difícil distinguir a quienes no conocía de aquellos a los que veía todos los días.

La luz roja del semáforo me detiene justo en el corte que la calle Aragó traza en la plaza, dividiéndola en dos mitades triangulares. Mientras espero para cruzar, pienso en todas las cenas en casa de Cholo, Amir y Rubén después de esa noche de presentaciones en el Bágoa. En las polentas a la manera de la Toscana y en los risottos del gran chef, en su inevitable cheese cake de postre. Y en que por fin se acabó el agobio de vivir en un sitio sabiendo que pronto tendré que mudarme. Porque fue Cholo quien me ahorró el trabajo de buscar pisos en webs y de visitar rincones lejanos y desconocidos, muchas veces impresentables. La semana pasada me lo dijo. Una amiga suya alquilaba una habitación en un piso justo a la vuelta del Bágoa, en la misma manzana, a muy pocos pasos. Se llamaba Jimena y, según Cholo, era un encanto de persona, divina la flaca. Vivía con su hija en una casa enorme y buscaban un compañero de piso. Me tentó enseguida una mudanza para la cual solo tendría que llenar las dos maletas que traje de Argentina y cruzar una plaza caminando, sin fletes ni camiones ni servicios extra. Y dije que sí, que iría a mirar.

Y fui. Ahora, mientras regreso, a punto de cruzar la avenida, voy pensando en la especialidad del Bágoa, ese sándwich de jamón canario, ese trozo tierno de pierna de cerdo adobada con una salsa de especias y limón, cuyo secreto seguramente está en la grasa que se deshace y se proyecta como una bruma por todo el bar, logrando un ambiente que marida con la oscuridad imperante y que consigue empañar unas ventanas empecinadas en no dejar pasar la luz de la calle.

ADIÓS, CARIÑO (I) DEL PASILLO A LA SILLA

Me recibió un desconocido con espuma de afeitar en la papada y sin decir ni hola, dejándome la puerta abierta para que yo me ocupara de mi propia bienvenida. Era evidente que su prioridad era seguir reflejando su flaca fisonomía frente al espejo del baño. Me quedé unos segundos quieto, sorprendido menos por la ausencia de protocolo que por la soltura en el desdén de ese muchacho que parecía estar viviendo en la casa. Desde adentro llegaba una buena cantidad de sonidos extraños. Dudé un momento y hasta pensé en volver sobre mis pasos, pero ya no podía. Estaba aquí, habíamos quedado, debía avanzar.

Los primeros pasos me resultaron confusos, transitando en la incertidumbre de no poder distinguir el temblor de mis propias piernas del de las maderas flojas de ese suelo pringoso. ¿Cuándo había estado así el parquet? Nunca, que yo recuerde. Seguí avanzando, demasiados olores irreconocibles, los sonidos y las voces cada vez más mezcladas y más cercanas al ruido blanco. Un chico moreno de rulos me cruzó a toda velocidad, giñándome un ojo por todo saludo, y continuó hacia el fondo de la casa. Hasta que no llegué a la cocina y vi a Sonia sentada no tuve la certeza de que me encontraba en la misma casa donde había vivido nueve meses.

El pasillo de entrada y el salón supongo que no habían cambiado, como se puede intuir y nunca asegurar de un no-lugar, de ese minimalismo antidecorativo que prescribe todo sitio de gente de paso: ningún cuadro en las paredes, pintura blanca, nada individualizable ni territorial. La misma luz tenue se metía desde el interior de la manzana pero la pulcritud de las losas y el brillo en el parquet habían desaparecido. La casa estaba muy sucia, tan usada como abandonada. Sonia permanecía aferrada a una silla, con la mirada perdida y fumando, rodeada de los mismos muebles y electrodomésticos que antes, pero en una cocina que ahora parecía tener el nervio de un piso compartido entre gente desconocida.

Decir que estaba sentada era quedarse solo con una brevísima parte de la totalidad del cuadro. Sonia apoyaba el culo en la silla y el resto de su cuerpo se encorvaba y recostaba sobre su flanco derecho. Pocas veces la había visto así, ni siquiera cuando comíamos. Sí que comía sentada, pero siempre levantándose a cada rato para buscar algo. Era su manera de habitar la casa, yendo de un lado para el otro. La imagen mental que me había quedado de ella era la de una mujer en perpetuo movimiento. Y me resultaba raro verla así ahora, usando una silla como si en realidad necesitara un sofá o una cama.

El único resabio de la chica hiperquinética con la que conviví nueve meses parecía mantenerse en la velocidad con que cruzaba las piernas, los mismos intervalos breves y violentos. Pero esas piernas ahora parecían inertes, como si en cada nuevo movimiento una de ellas estuviese obligada a soportar el peso muerto de la otra y, ante el inminente cosquilleo, necesitara cambiar de posición para no acalambrarse.

Antes de darle los dos besos protocolarios busqué su sonrisa con la mía. No me imaginé que sería tan en vano, así que desistí de los besos sin saber si era lo correcto o si esta actitud de mi parte aumentaría la tensión espesa que empezaba a hacerse tan invisible como palpable. Recién cuando me senté yo también en una silla, Sonia pudo suspirar, destensó, pareció respirar. Y relajó la mirada, devolviéndome un gesto que en su mente tenía forma de sonrisa pero que en esta cocina era la resignación de su imposibilidad. Me dolió un poco comprobar que mi intuición de evitar los besos era exactamente lo que reclamaba el momento.

FEBRERO

LIMPITAS Y SIMPÁTICAS

Tuvo un sueño. Estaba en los brazos de una mujer, pero esta tenía cuatro piernas.

Yasunari Kawabata

Inventarios

Deshacer las dos maletas en mi nueva habitación debería ilusionarme. ¿Cuánto tiempo me puede llevar? Tampoco tanto y, aun así, después de un traslado a pie demasiado sencillo, no consigo evitar agobiarme ante el peor tramo del proceso de mudanza. ¿Media hora? Quizás menos. Debo tener algún trauma que no consigo identificar porque deshacer maletas me sigue pareciendo mucho más tortuoso que cargar cajas o trasladarme muchos kilómetros, incluso hoy que no tuve que levantar un solo bulto. No me agobia tanto pensar en cómo distribuir mi ropa en un nuevo mueble o tomar la decisión de qué planchar y qué tirar, sino esa brecha que se abre en mí como una proyección mental: ver mis cosas tan extrañas dentro de una nueva atmósfera, la apertura de esa grieta en la que los objetos viejos aún no se adaptan al nuevo hogar y todavía no pueden concebirse como parte de él. Tarde o temprano se cierra el agujero y la armonía vuelve a hacerse presente, pero el solo hecho de volver a abrirlo cada vez, supongo, es lo que me marea. Y la mejor forma de empezar a cicatrizarlo es un detallado y solitario reconocimiento de mi espacio principal dentro de esta casa, el objeto del contrato no firmado de alquiler: la habitación.

El armario no está del todo vacío como me esperaba. Aunque es bastante grande y creo que mi ropa cabe perfectamente, en un rincón hay algunos objetos amontonados, lo que me lleva a pensar que antes de mi llegada funcionaba como una especie de trastero. Y que seguirá siéndolo durante mi estadía. No hay biblioteca ni estantes aparte por ningún sitio, así que tendré que poner mis libros y papeles dentro del armario. La mesa de escritorio podría servir para algunos, pero el ordenador Hewlett Packard ocupa casi toda la superficie y el ofrecimiento de poder usarlo prescribe que no lo puedo quitar de ahí. Tengo que hacer malabares para que quepa mi portátil.

Instalarme se convierte en un operativo de reordenamiento. Debo hacerme sitio y, para evitar problemas futuros, decido escribir dos inventarios de las cosas que me preceden.

Objetos del armario:

Un par de patines color rosa del tipo roller tamaño niña.Cuatro edredones negros de 2 plazas.

Cinco caballetes de madera.

Dos cajas de cartón grandes y pesadas rotuladas como “Fotografías” y encintadas con muchas vueltas.

Dos pares de medias del tipo soquetes de color lila con flores estampadas.

Objetos del escritorio:

Un oso de peluche blanco con el logo “I Love NY” colgado en el cuello.

Un cuaderno con hojas arrancadas y dibujos de niño con motivos de soles, personas, casas y árboles.

Un monitor de ordenador Hewlett Packard con su teclado y CPU.

Una impresora Epson sin enchufes ni cables.

Catorce lápices de colores apenas usados.

Tres botes vacíos de crema antiarrugas.

Amontono todo esto en un rincón dentro del armario, incluso la impresora inútil. Me tiento con archivar el ordenador HP pero lo dejo sobre la mesa. Hago una pila amorfa, las cosas que quepan como quepan, hasta que tengo espacio suficiente para ir colocando mi ropa, mis libros y mis papeles, todo lo que traje. Cuando termino, salgo al balcón a fumar un cigarro perdiéndome en el patio vacío del convento, sin movimiento ni rastros humanos.

Vuelvo a mi habitación y miro mi cama, calculo dos plazas y media. Nunca dormí en una cama tan grande. A lo mejor en casa de alguna amante, puede ser, no lo recuerdo. En las casas donde viví jamás tuve una así. La cabecera tiene un diseño vintage, inspirada en esas camas ultrapesadas que usaban nuestras abuelas y abuelos, solo que esta ha sido fabricada con el material frágil y liviano de Ikea. Hago el test básico, casi instintivo, de cualquier persona que prueba la cama en la que va a dormir, con los dos brazos apretando el colchón. No solo no se oye nada, tampoco siento movimiento de resortes ni de la estructura. No puede ser. Me quito las zapatillas, me subo encima del colchón y empiezo a saltar. Ahora sí, los caños empiezan a moverse, pero sigo sin escuchar ruidos. Salto más fuerte, los caños están a punto de ceder, amenazando con derrumbar todo el armazón, pero sigue sin aparecer sonido alguno.

Tardo un buen rato en encontrar alguna explicación coherente a esta contradicción de la física, y descubro unos soportes en forma de L unidos a los cuatro vértices. Un nuevo elemento que no sabía que existía, un refuerzo tal vez adosado para evitar el ruido ante cualquier movimiento. Unos simples tarugos de madera que impiden cualquier tipo de molestias y perturbaciones que puedan ocasionar los chirridos durante el acto sexual. Me pregunto si el resto de las camas de la casa estarán igual, con la misma amortiguación silenciosa.

Pongo sábanas, cubrecama y cubrealmohadas, paso la mano para borrar cualquier pliegue y miro mi nueva cama en silencio. Me encanta. Haré todo lo posible para sacarle el máximo provecho. Y ya tengo medio lista la habitación, ahora sí que puedo empezar a decir que estoy en casa, cuando mi espacio personal empieza a ser mío definitivamente, a convertirse poco a poco en familiar pese a los primeros días en los que todo siempre resulta tan extraño.

Mi habitación, un rincón privado dentro de un territorio compartido dividido en dos partes donde la cocina funciona como una suerte de territorio neutral, una frontera en la que confluye mi zona con la de las chicas. Sonia y Jimena viven en el ala que da a la calle, con sus tres habitaciones y un largo y oscuro pasillo que comunica con el portal de entrada. Hacia el lado del convento está mi rincón, con una habitación con balcón interno frente a otra que está cerrada con llave. En medio de las dos, un salón iluminado por el pulmón de manzana con un televisor de 50 pulgadas y un sofá negro de dos plazas.

No hay un solo cuadro en toda la casa. Las paredes están blancas, impecables. La casa entera parece un territorio de paso y de nadie.

La vida en rouge

Ha pasado una semana desde el día de la mudanza y todavía sigo sin conocer a Jimena. Hubo una noche de gritos de mujeres peleando, portazos, sonidos de tacones lentos y suspiros. Y por la mañana, estelas de perfume mezcladas con alcohol y tabaco, que solo podían ser de Jimena, supongo, porque Sonia no fuma ni bebe.

–Sonia ¿te puedo hacer una pregunta?

–No tengo tiempo, mi amor. Está por venir Walter. Así que te resumo: sí, soy puta. Las dos lo somos. Estás viviendo con dos putas.

No deja de ser un alivio que cualquier discusión con Sonia se resuelva con bastante facilidad, incluso durante los primeros días de convivencia, esos en los que se supone que dos personas deben medirse y tantearse para ver hasta qué grado de intimidad se puede profundizar en una charla. Esas leyes no escritas de la diplomacia de los pisos compartidos.

–No, mirá, yo no es que tenga inconveniente, es que…

–Entonces nada, cielito. ¿Todo bien?

Con ella se borran todos los protocolos. Los diálogos se vuelven siempre naturales, aunque esté maquillándose frente al espejo, vestida de mucama y con un tanga rojo embutido en el culo.

–Sí, claro. Todo bien. Estoy contento acá. Pero, ¿por qué no me lo dijiste?

–Pensé que te habías dado cuenta, mi amor. Tampoco era tan difícil, ¿no?

No había parámetro alguno, en realidad. El primero era este. Durante los primeros días no hice demasiada vida doméstica y cuando estaba en casa era dentro de mi habitación. Y ahora que veo a Sonia apretando los muslos y pintándose los labios, recuerdo que el día de la presentación me dijo que ella y su madre trabajaban aquí. Enseguida, empiezan a caer otras fichas de aquel día cero, episodio piloto: la cantidad de toallas y de bragas, la picardía en la retórica sexual de la anfitriona, esa suerte de atmósfera de una heterodoxa vida compartida y en común entre ambas. Podían ser putas pero también podían ser muchas cosas más. De hecho, no conocía ningún caso en el que una madre y una hija se dedicaran a la prostitución en el mismo espacio y tiempo, quizás por eso no me imaginé nunca que trabajaran de escorts.

–Yo no estoy mucho en casa tampoco y no te había visto así vestida, qué se yo.

–Tranquilo, bebé. Ven que te doy un besito. Muaaaá. ¡Ay, te he dejado la marca! Perdón, perdón. A ver… ya está.

Ahora se explica lo de los tarugos de madera en mi cama, tal vez en todas las que hay en la casa. Y los clientes tan satisfechos ante un silencio que seguramente dan por supuesto, sin agradecerlo, durante todo el tiempo que dure el servicio. Una ausencia absoluta del menor ruido de elásticos o maderas, nada que los desconcentre de lo que pagaron, toda la acústica al servicio de un pleno goce auditivo de los falsos orgasmos y gemidos que profiere la chica contratada. Me imagino a Sonia ahora mismo, así como está vestida y maquillada, trabajando encima de mi cama, atada a la cabecera con unas esposas o aferrada con sus brazos duros fingiendo orgasmos increíbles.

–¿Es para vos el timbre?

–Sí, sí. Es Walter, un vip. ¡Hasta ahora, cariño! Tú relájate y haz tus cositas. No tienes nada de qué preocuparte con nosotras. Estarás viviendo, a ver, cómo decirlo… ¡la vida en rouge! ¡Voilà!

Cierra con fuerza la puerta del pasillo, riéndose y dejando la estela impregnada de Poison, su perfume de Christian Dior. Se escucha una voz masculina, de hombre adulto. Se saludan como lo hacen dos personas que se conocen hace mucho. Más risas de Sonia, otra puerta que se cierra, otra que se abre y se vuelve a cerrar. Hasta que la casa queda en silencio total.

El dinero

Después de cinco meses de estar en la ciudad, ya tengo un núcleo de confianza entre mis compañeros y compañeras del Máster. Supongo, espero y pienso amistades para siempre. Hay gente a la que estoy empezando a querer mucho. Creo que todos ya tenemos nuestros grupos de confidencia, en diferentes combinaciones y cruces, por supuesto, pero ya empezamos a sentir la comodidad e incomodidad de estar con según quién en diferentes intensidades. Todas estas sensaciones se van entretejiendo en las mesas de la terraza del bar de la Pompeu Fabra, que durante esta mañana seguro que estuvieron ordenadas pero que por la tarde y después de tantas horas de movimiento presentan disposiciones aleatorias y hasta absurdas en las que no se sabe quién está sentado con quién y donde los grupos son difíciles de identificar.

Durante un café comento que vivo con dos putas, sin demasiada preocupación por la confianza que haya con quienes están escuchándome. De hecho, después de mencionarlo, me doy cuenta de que hay dos muchachos que no sabía que estaban con nosotros y que deben ser amigos de alguien. No son compañeros de clase pero también forman parte de alguna de las conversaciones que se cruzan. Y acaban de escuchar con total atención que estoy viviendo con dos prostitutas. La mayoría queda fascinada y ya empiezan a apuntarse para venir a casa a tomar algo y conocerlas. Me envidian que me haya caído del cielo una historia así y que recién esté empezando. Solo hay uno, Juan, que tarda en darse cuenta de que no estoy haciendo un chiste, que me mira incrédulo tratando de adivinar qué tipo de broma argentina les estoy jugando y que le cuesta aceptar la verdad sobre mis compañeras de piso.

Uno de los desconocidos se anima a preguntarme cuánto cobran por polvo y cuánto ganan al mes, en ese orden. Sé cuánto cobra Sonia, escuché sus tarifas cuando recibía una llamada y ofrecía el servicio a un cliente, pero no tengo idea de cuánto gana al mes, por lo que podría responder solo en parte a su duda. Pero no tengo ganas, no sé quién es ni por qué se toma tanta confianza conmigo, así que cambio de tema abordando la gente que conozco. Miro al desconocido de reojo, que me estudia detrás de unas gafas empañadas y una barba desprolija, rascándose su suciedad. Se podría hacer un cálculo aproximado con Sonia, que parece llevar una disciplina rígida de la que no se aparta. Quedándome en casa un mes sin apenas salir, en algún retiro encerrado de escritura, no sería difícil llevar el control de lo que podría ganar sin siquiera preguntarle. El desconocido tose, apaga un cigarrillo y no me aparta la mirada. Hago como que no existe y trato de participar en la conversación que yo mismo inicié sobre la visita de Enrique Vila-Matas al curso. Con Jimena supongo que será más complicado hacer el cálculo, porque es evidente que también trabaja fuera de casa y no tengo muy claro cuánto y de qué manera cobra cada uno de sus servicios. De hecho, ni siquiera la he conocido aún, así que el abismo es insondable y justo cuando estoy pensando en esto último escucho la repregunta del infeliz y veo que hasta levanta su mano enclenque como si fuera un gesto reflejo para que sus palabras consigan hacer mella en mi celosa voluntad. Pero para ese momento ya me encuentro de pie y yéndome hacia el aula donde en media hora, tal vez un poco más, empezará una nueva clase a la que llegaré más temprano que de costumbre, aliviado de librarme de preguntas que no quiero responder.

Jimena

El televisor de la cocina está encendido a un volumen alto, lo suficiente como para que lleguen a mi habitación con total nitidez los alaridos chillones de un programa repleto de panelistas. Me despierto, no puedo seguir durmiendo, tendré que levantarme. Tal vez sea muy pronto para exteriorizar la primera bronca de la nueva convivencia; se cumplen 15 días, estoy enojado y decido no decir nada. Buena elección, porque en un extremo del sofá del salón alguien ha dejado mi ropa lavada, planchada, doblada y perfumada. En la otra punta, la perra sitchu duerme boca arriba. Le acaricio la barriga, se estremece y estira sus extremidades, siempre con los ojos cerrados. Parece estar en un sueño profundo, pero de repente abre los ojos y sale corriendo hacia la puerta de entrada.

–Adiós, cariño, adiós, que vaya bien, nos vemos prontito, chaucito, chaucito, muuuua, jeje, adiós, adiós. ¡Ay, pero bienvenido, corazón!

Jimena me saluda con dos besos sonoros. Se ríe en cortas y silenciosas muecas mientras fuma y va embadurnando el filtro de su Marlboro en cada pitada. Quiero agradecerle lo de la ropa pero antes de que pudiera avanzar demasiado en el agradecimiento me aclara que fue Sonia y que la próxima vez lo haría ella, que no me preocupara. Intento decirle que no hace falta, pero no lo consigo porque desaparece del plano.

La encuentro en la cocina, abriendo una lata fría de cerveza para calmar la sed de las 10 de la mañana, despeinada y con ojeras, bebiendo sorbos largos y golosos. Se sienta en una silla y comienza un zapping vertiginoso, deteniéndose en un canal de música. Intentamos una charla básica para conocernos, focalizada en cuánto hace que vivo en esta ciudad, si me gusta la casa, algo de la perra, otra cosa sobre el tabaco y un poco más sobre la TV, que nunca hay nada para ver y que siempre se acaba en un canal de música o en uno de estos programas del corazón para evitar el silencio. Un silencio que a Jimena parece molestarle demasiado.

Me ofrece un café, algo para comer, un cigarrillo y un chicle. Apaga mal la colilla en el cenicero y la estela del humo comienza a subir espesa y serpenteante. Apoya la cabeza en su mano derecha, suspira y vuelve a reírse, siempre con los ojos clavados en la pantalla. Con la otra mano se acomoda las medias de encaje y pide disculpas para irse a la cama tras el tercer bostezo, porque aún no se ha acostado y esto, a sus 56 años, cariño, no es muy saludable.

Feliz cumpleaños

Hoy celebro mi cumpleaños, pero yo no quería. Cumplo 29 y parece que estoy obligado a festejar. Nunca me gustó mucho organizar este tipo de fiestas y todavía no entiendo por qué tengo que hacer una acá, en otro país, si no me gustaba nada de eso en el mío. Y recién llegado, además, cuando aún no he conseguido madurar esa nostalgia sinuosa del que se fue hace muchos años. A los pocos meses uno no se acabó de ir todavía de su país de origen. Y la nostalgia que yo tengo hoy, si se puede llamar así, es más bien joven, adolescente, nostalgia en pubertad. Y como un púber, cometo el error de decirle a Sonia que cumplo años, sin prever ni imaginarme el estado de emoción en el que entraría. ¿Cómo iba a saber que reaccionaría así si apenas la conozco? Odio celebrar cumpleaños pero tampoco sé callarme lo suficiente, así que ahora no hay marcha atrás.

Sonia está frenética y, claramente, más emocionada que yo. Compró globos de todos colores, una guirnalda que dice “Feliz Cumpleaños” y habló con Rubén para que haga unos pasteles: carrot cake y pastel de chocolate con naranja. Jimena se encargará de las pizzas caseras. Ya las hizo, en realidad. Estuvo amasando durante toda la mañana y ahora que ya es de noche hay un olor que llega desde el horno. Mientras miro el espectáculo de la mozzarella derritiéndose detrás del vidrio me vuelven recuerdos de mi nonna italiana y consigo arrepentirme de mi negatividad inicial, me relajo, me dejo llevar y pienso que sí va a estar bueno, alguna vez, festejar mi cumpleaños.

Todavía falta para que empiecen a llegar los invitados. Abro una lata de cerveza y me uno a la mesa con Sonia, que bebe agua en una botella con medidor y ojea una revista Hola. Le pregunto de dónde sacó eso de la vida en rouge, la frase con la que definió mi vida con ellas y, supongo, trató de amortiguar el impacto de enterarme que comparto piso con dos prostitutas. Hay un cliente al que le gusta mucho Edith Piaf y se la pasa hablando de ella después de cada polvo, mientras se toma su Coca-Cola Zero sin limón ni hielo, bien fría. Es argentino y con una francofilia muy focalizada en la cantante. Le suele cantar a Sonia La vie en rose y Non, je ne regrette rien y ella lo escucha siempre con fingida atención, simulando agradarle. Pero lo que sucede es que, en realidad, odia la voz de este sujeto y, por decantación, la de Piaf, a la que nunca se tomó el trabajo de escuchar. Y odia el olor de su cliente, sus modales y su verba. Y le importa un carajo la música y la vida de Piaf y la de este puto argentino. Tanto le da igual todo esto que, al decírmelo, confundió el color rosa con el rojo, colores que no suele confundir cuando tiene que elegir qué lápiz labial aplicarse.

Pero eso no me preocupa tanto. Lo que sí quisiera aclarar con ella es qué le diremos a la gente que venga al cumple. El más preocupado soy yo y tampoco sabría decir bien por qué; a Sonia no parece importarle demasiado. Me da globos para que infle y me indica cómo colocarlos, mientras deja la revista y abre unos paquetes de guirnaldas que va desplegando en la mesa del comedor.

–Diles que soy psicóloga o terapeuta, amigo.

–Dime tú.

–¿Psicóloga del amor?

–No sé si existe eso.

–Terapeuta de hombres.

–Lo digo, más que nada, por ti. No quiero que tengas problemas.

–Cariño, olvídate. Tú disfruta de tu cumple, recibe a la gente, atiéndelos bien. Tú sabes. Yo ya veo que diré.

–¿Y si me preguntan?

–Si son hombres, los mandas a mi habitación.

–¿Y si son mujeres?

–A la tuya.

Los amigos y amigas empiezan a llegar. Las cervezas, las patatas y las pizzas circulan en bandejas. El salón de mi sector de la casa se llena de gente. Hay música. Se fuma dentro y el humo empieza a condensarse. Hace frío afuera, todas las ventanas están cerradas. Siguen desfilando la comida y la bebida y las risas. La mayoría son del Máster en Creación Literaria y no me acuerdo muy bien quiénes saben y quiénes no sobre el oficio de mis compañeras de piso. Tampoco sé bien qué pensarán las chicas si lo cuento, ni qué tipo de normas de seguridad pretenden para mis amistades fuera de la casa. No me han dicho nada nunca y por lo que acabo de hablar con Sonia supongo que no hay normas, por ahora, pero no está muy claro. Así que el silencio es el mejor camino y que todo siga su curso de manera natural.

Lo único pautado para esta noche es que las visitas solo podrán circular por territorio neutral, es decir, la cocina, y, desde allí, hacia mi rincón, donde están la habitación y el salón, que es donde transcurre la fiesta. Las habitaciones de trabajo son terreno prohibido para cualquier elemento externo a la casa, a no ser que alguno de estos requiera algún tipo de servicio sexual. Pero entre mis amigos hombres, por lo que pude entrever, la mayoría son pobres o están en pareja de alta fidelidad o jamás osarían pagar por sexo por cuestiones morales.

–Oye, Sonia, ¿cómo haces para traerte tíos a tu casa? ¿Tu madre no te dice nada?

–No, cariño, para nada. Es majísima mi madre, pues.

Lola vive en Cerdanyola del Vallès, comparte piso con varias personas y vive una vida sexual más o menos libre, pero no sabe cómo hacer para gestionar ese tema con su madre cada vez que va a visitarla a Girona: si el chico o la chica con la que liga no tiene dónde ir, ella no puede recibirlos en su casa. Y se queja de todo esto en la cocina y le dice a Sonia que la envidia mucho y que Jimena parece tan guay y Sonia hace lo que puede para aguantarse la risa, pero Lola no se da cuenta de nada porque está borracha y hay música, humo y ruido y cualquier gesto se puede camuflar muy fácil en una noche así.

El aroma de la harina horneada ya forma parte de un recuerdo reciente y ahora es el turno de los pasteles de cumpleaños, un olor dulce que se mezcla con el de la cera de las velas encendidas y que me resulta, también, muy familiar. De los globos de todos colores que colmaban las paredes deben quedar la mitad, el resto ya se han reventado y son goma sucia y amorfa en los rincones.

Sonia queda rendida ante Lola. Quiero que esta tía sea mi amiga, me dice, y es la primera de las dos únicas cosas que me pedirá en toda la noche. Mis amigos y amigas quedan fascinados con Sonia y con Jimena, muy simpáticas, conversadoras, divertidas, grandes anfitrionas. Varios me preguntan a qué se dedican, hay quienes me dicen que este lugar no parece un piso compartido convencional y alguien, no recuerdo quién, me dice que ojalá me dé cuenta de la suerte que tengo.

El segundo pedido de Sonia llega pasadas las 2 de la mañana, cuando los que aún seguimos de pie nos tambaleamos por el alcohol y sin sentir nuestros propios gritos. La nube de humo de tabaco es demasiado espesa y mi compañera de piso ensaya su habitual cordialidad para disfrazar órdenes (sería tan buena en relaciones públicas) para rogarme que expulse a la manada y que sigamos celebrando afuera, yo incluido. Entonces bajamos y nos metemos en una discoteca queer que queda a pocas calles de casa. En la barra, un barman obeso y semidesnudo se niega a venderme una cerveza si no le doy un besito en su jeta barbuda. Es una broma, pero insiste y me viene bien, porque ya no puedo beber más. Prefiero los labios carnosos de Lola, una de mis primeras amigas del Máster y como 6 años más joven que yo. Desde el inicio del ciclo lectivo empezamos a jugar con una amistad cargada de tensión sexual que, tarde o temprano, espero se resuelva. Y estuvimos así toda la noche, acercándonos y alejándonos, en un coqueteo histérico. Y ahora en la oscuridad de esta discoteca debemos ser la única pareja hétero besándose.

Pero ella tiene otros planes hoy. No obstante, me besa con voracidad. Me encanta esa boca, cómo usa la lengua, cómo muerde. Me gustan sus dientes y el contorno de sus labios. Son besos bien lamidos, suculentos. Saliva, lengua, labios y dientes chocando con la dureza exacta. Y mientras me besa, juguetea con otra chica que estaba en mi cumpleaños, que nunca sabré quién es ni cómo se llama pero que vino con ella. Venían de hacer un baile de roces con ritmo de strip-tease lésbico en casa, las dos subidas a una silla, y ahora se devoran en un lugar en el que supongo se sienten más cómodas para hacerlo. Me quedo algo sediento de los besos de Lola después de que nos diluyésemos entre el grupo y yo intentara un infructuoso trío que nunca se concretaría.

Vuelvo a mi casa con las pocas fuerzas que me quedan. La Niña está durmiendo en mi cama y se despereza al verme, mueve la cola y sigue durmiendo. Cuando intento moverla un poco para colocar mi cabeza en la almohada trata de encajarme un mordisco. Me enojo, no tengo mucha paciencia cuando estoy borracho, y hoy tampoco fuerzas para tirarle una patada. Así que le grito y se ofende o se asusta o no sé bien qué, pero decide irse a tranco corto y ligero, sin abandonar los bostezos.

Me zambullo en la cama y todo me da vueltas. No quiero vomitar en mi cumpleaños, sería como destrozar el tinglado de una noche perfecta, dinamitar la felicidad del recuerdo reciente. No quiero hacerlo pero intuyo que es inevitable. Además, se me ocurre la pésima decisión de abrir los postigos y las ventanas para que entre un poco de aire. No solo siento una fuerte patada de invierno europeo en medio del pecho sino que, efectivamente, tengo que salir corriendo al baño a vomitar. Por suerte no es de esos estados de vómitos en loop, que implica un ida y vuelta cama-baño en una secuencia interminable que se acaba por agotamiento corporal y se sella con sueño. Será una evacuación única y contundente, espesa y sonora, de esas que el cuerpo reclama para sentirse bien.

Bebo un poco de agua fría y calmo la sensación de aspereza agria en la garganta. Estoy listo para dormir. Antes de apagar el velador, todavía con algún mareo, me pongo a leer el pergamino que Cholo compró para la ocasión y que él mismo intervino con algunos retoques, según recuerdo que comentó durante la fiesta. Ahora que lo miro bien me doy cuenta de que no es un pergamino propiamente dicho, sino una hoja de papel en blanco de tamaño A4 normal y corriente pegada sobre otra hoja quemada por los bordes, un tanto amorfa, para que dé la impresión de un todo apergaminado y vintage. Un objeto do it yourself con carga emotiva, relleno de mensajes escritos por personas que son y seguirán siendo mis amigas y amigos durante algunos años o para toda la vida y por gente a la que olvidaré muy pronto y que nunca más volveré a ver. El momento festivo inmortalizado en unas cuantas frases hechas de puño y letra. “No te conozco pero espero que toda la gente que recién conozca tenga tu madera”, pone alguien que, además de no saber quién es, tampoco entiendo bien su nombre como para acordarme. “Sé feliz, como puedas y con lo que tengas”, dice Rubén. “Esta noche te miro, y me haces sonreír… como siempre, como cada día”, escribe Lola. “Miro a la izquierda, miro a la derecha… y me gustaría verte mucho, mucho tiempo”, es el mensaje de Álex.

Intento quedarme dormido, dejando caer el pergamino en el suelo, pero el dolor de cabeza ya empieza a pegar fuerte. Me levanto, me tomo un Ibuprofeno y me siento en el sofá del salón a esperar que se me pasen las punzadas cerebrales. Enciendo la TV y todo me da vueltas, no tengo ganas de ver nada y lo dejo en ese canal de avisos pornográficos en multipantalla. Se ve a mujeres haciendo felaciones y recibiendo penes en violentas posiciones misioneras, pero nunca aparece el rostro de los hombres. Son como esos videos de los casting para películas porno pero con avisos superpuestos, como para que el espectador se tiente y quiera más. Mostrar un poco, no todo, para que el usuario llegue a ese todo marcando los números telefónicos que aparecen de manera intermitente en la pantalla.

No se deja demasiado tiempo ningún video. En un lapso, pongamos, de 10 minutos (aunque es difícil tener noción real del tiempo en mi estado y a esta altura de la madrugada) pueden desfilar negras, chinas, pelirrojas y otras cuantas variantes de mujeres de diferentes películas. Los hombres son solo penes y culos que se mueven de manera maquinal en todas las secuencias y que pueden llegar a aparecer hasta en cinco cuadros simultáneos, mezclándose con avisos de shows de cabaret, escorts a domicilio, webs para ver películas y fotos prohibidas.

El sueño llega antes que el fin del dolor de cabeza y me quedo dormido en el sofá.

Vademécum: Omeprazol

No sé qué sería de mi vida nocturna, laboral, afectiva y creativa sin el silencioso trabajo del Omeprazol. ¿Cuánto bienestar le debo a su poder de tapar el ácido vertido por reflujo en mi estómago, en mi esófago, en todo mi indescifrable aparato digestivo? ¿Qué sería hoy de mí sin estas pastillas? Es una suerte enorme comprobar su presencia dentro del cajón de los medicamentos y en dos formas diferentes: cápsulas de gelatina dura con el cuerpo de color blanco y una tapa opaca en verde o comprimidos recubiertos de película de color rosa claro y de forma biconvexa. Esofagitis erosiva por reflujo y gastritis crónica, decía el diagnóstico de aquel médico argentino. Y que había algo de genética y, por supuesto, evitar el café y el cigarrillo, el mate y los picantes. Todo eso tras la evidencia del video que grabó en directo con una microcámara con luz conectada a un tubo de acero delgado y flexible que entró despacio y lubricado por mi boca anestesiada con aerosol, se metió en el esófago y pasó al estómago. ¿Cómo se verá mi estómago con una endoscopia? El monitor no se giraba, fue imposible ver algo. ¿Cómo se verán los estómagos de Sonia y de Jimena? Se me cayeron muchas lágrimas, acto reflejo normal que aparece cuando algo extraño se introduce por primera vez en tu cuerpo. El tubo salió metálico y embadurnado de flujos míos, interiores e indescifrables. Los médicos dijeron palabras tranquilizadoras de protocolo y escribieron recetas de Omeprazol, muchas recetas, años y centímetros que se volvieron muchos metros de papel con garabatos. Las chicas compran más Omeprazol ahora que saben de mi gastritis. Puedo coger del cajón cuando yo quiera. Siempre hay, pastillas blancas y verdes o pastillas rosas, muchas cajas.

La empresa sueca Aktiebolaget Hässle, en 1966, fue la que comenzó a investigar sobre inhibidores de la bomba de protones, es decir, del mecanismo por el cual las células del organismo secretan ácido, y en 1979 se convirtió en la creadora del Omeprazol. Hasta hoy sigue sin comprobarse la efectividad de este medicamento durante una ingesta posterior al hecho que genera el reflujo en el esófago, ya se trate de un ají picante, una situación de estrés o doce gin-tonics. Al Omeprazol le sienta muy bien ese refrán que dice “mejor prevenir que curar” y no sé si Sonia o Jimena lo saben o recuerdan que se lo mencioné. Se ingiere una píldora siempre que se prevean síntomas de reflujo gástrico. Se requiere prestar especial atención al verbo “prever”, porque ante la aparición de síntomas el efecto de este medicamento podría ser escaso o, más bien, nulo. ¿Cómo prever? En caso de que se tengan previstas reuniones que pudiesen provocar la ingesta de alimentos fritos o picantes, y alcohol (sobre todo destilados). Si las situaciones de estrés y de angustia pudieran preverse, aplica el consumo de este medicamento. En casos de tratamientos sintomáticos, úlceras y prestación de servicios sexuales a terceros, supongo que se puede ingerir Omeprazol a diario hasta que el médico o el organismo digan lo contrario.

Se administra por vía oral y solo con agua, nada de zumos, leche, té o cualquier otra bebida, aunque no tenga alcohol. Cuando se tiene acidez, todo da más acidez menos el agua. Con los años, he perfeccionado la técnica de ingesta y los trago con mi propia saliva. Sonia los toma mezclados con otras pastillas que integran el vademécum doméstico. Jimena, contra lo que marca el prospecto, con cerveza. Al inhibir la bomba de protones del organismo, la ingesta de Omeprazol podría aumentar el riesgo de contraer infecciones gastrointestinales, como las producidas por Salmonella y Campylobacter, de manera tal que si se va a iniciar un tratamiento con este medicamento hay que evitar comer huevos o animales crudos, algo que a Sonia parece tenerla sin cuidado, a juzgar por la repetida ingesta de claras de huevo y de carne jugosa, poco cocinada, rojísima. No recuerdo si mencioné alguna vez esta contraindicación, que según el prospecto podría derivar en dolores abdominales profundos, en caso de Sonia imposible de discernir si por efecto del exceso de Omeprazol o del gimnasio, en caso de Jimena igual pero cambiando el ejercicio por el alcohol.

Debut en el Camp Nou