Casa para dos - Emily Kerr - E-Book

Casa para dos E-Book

Emily Kerr

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Beschreibung

Incapaces de permitirse sus propias casas, dos amigos deciden comprar juntos una casa para reformar y convertirla en su hogar. ¿Qué podría salir mal? Freya sueña con tener su propia casa. Charlie tiene dificultades para conseguir una hipoteca. Cuando los dos viejos amigos se encuentran una noche de fiesta, Charlie bromea diciendo que comprar juntos resolvería todos sus problemas. Lo último que espera es que Freya diga que sí, y mucho menos que acepte una casa que no es perfecta. Nadie dijo que renovar la casa de sus sueños sería fácil, pero ¿se desenamorarán Charlie y Freya del proyecto o se enamorarán el uno del otro? De la ganadora del Premio a la Comedia Romántica en los Premios de la Asociación de Novelistas Románticas de 2023, esta es la lectura perfecta para los fans de Beth O'Leary y Lia Louis.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Casa para dos

Título original: Her Fixer Upper

© 2023 Emily Kerr

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

 

ISBN: 9788410021464

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

A todos mis primos pequeños

1

 

 

 

 

 

—Esto no es un todo incluido, ¿sabe? —ladró la supervisora de la cantina cuando me pilló intentando meterme en el bolso un par de panecillos más de la pila que había al final del mostrador.

—Son para una clase sobre la hambruna irlandesa —intenté explicar, muy consciente de que nuestra conversación estaba atrayendo la atención de un grupo de chicos de último curso de secundaria.

Me moriría si alguien se enterase que se trataba de un patético intento de economizar para aumentar el saldo de mi cuenta de ahorros, a la que llamaba, con optimismo, «Depósito de la casa». La introducción de comidas gratis para los profesores había sido la forma que tenía la escuela de compensarnos por el hecho de que llevábamos tres años sin recibir un aumento de sueldo. Por supuesto, cualquiera de nosotros habría preferido un aumento de sueldo, pero, si se ofrecía comida gratis, yo estaba decidida a aprovecharla al máximo. Por desgracia, parecía que la supervisora de la cantina no pensaba como yo.

Me devolvió la mirada y la expresión fulminante de sus ojos bastó para hacer que yo le hiciera caso sin rechistar. Cuando se aseguró de que su mirada me había clavado en el sitio, desvió los ojos hacia el mostrador, y con ello dejó claro qué quería que hiciera yo.

—Lo siento —murmuré mientras dejaba los panecillos en su sitio, y me escabullí hacia la mesa de los profesores, que estaba en la otra punta del comedor.

—Seguro que vivir a base del pan duro del colegio no va a suponer una gran diferencia a la hora de comprar una vivienda, Freya —dijo Leila, sonriendo ante mi expresión avergonzada mientras me sentaba frente a ella.

Intenté decirle a mi mejor amiga del trabajo que parara, pero ya era demasiado tarde. El comentario lo había escuchado mi jefe de departamento, el señor Rhys, un hombre que tenía opinión para absolutamente todo y le gustaba darla, aunque no se la hubieran pedido. Cuando él estaba cerca, yo experimentaba un confuso estado de miedo e irritación, lo cual no favorecía precisamente un ambiente de trabajo relajado.

—¿Sigue intentando comprar una casa, señorita Hutchinson? —preguntó, y el sonido de las palabras fue amortiguado por el pastel que estaba masticando—. Quizá si dejara las tostadas con de aguacate y los cafés especiales no le resultaría tan difícil. Los jóvenes de hoy tienen todas las prioridades equivocadas. A su edad, yo ya tenía mi segunda casa. —Agitó el tenedor en mi dirección para enfatizar su afirmación, y trozos de carne picada a medio masticar le cayeron de la boca a la mesa mientras hablaba.

Luché tanto por no poner los ojos en blanco a causa de su comentario que se me humedecieron. ¿Había visto el señor Rhys los precios de la vivienda hoy en día? Según mis cálculos, tendría que dejar de tomar café durante aproximadamente veintisiete años para llegar a ahorrar la cantidad suficiente para pagar solo la entrada, y, para entonces, por supuesto, los precios habrían vuelto a subir.

¿Y tenía idea de lo difícil que era ahorrar nada cuando la mayor parte de mi sueldo se iba en el carísimo alquiler y en las facturas?

—Soy alérgica a los aguacates —me limité a decir, pues yo era demasiado cobarde como para pronunciar un discurso airado.

—¿Cómo está su esposa, señor Rhys? ¿Y su familia? Son los dueños de una cadena de muebles, ¿no? —dijo Leila, y me guiñó un ojo.

—Está muy bien, gracias por preguntar —contestó mi jefe, aparentemente incapaz de sumar dos más dos para darse cuenta de que la razón principal por la que él había adquirido su segunda propiedad en la misma etapa de la vida en la que yo me encontraba ahora era que se había casado con una heredera.

Luego pasó a contarnos con todo lujo de detalles su último viaje a la casa de vacaciones que tenían en la costa. Me parecía injustísimo que algunas personas tuvieran más de una vivienda cuando yo aún luchaba por salir de una habitación alquilada en una casa compartida.

Me concentré mucho en la comida para no decir nada de lo que luego me arrepintiera. Por muy autoritario que fuera mi jefe, tenía que mantenerlo de mi parte. No dejaba de insinuar que crearía un nuevo puesto de subdirectora de departamento, un cargo con el que a veces me permitía soñar despierta cuando me sentía más segura. Lo mismo no tendría ninguna posibilidad de conseguirlo, pero estaría tan bien que me reconocieran mi duro trabajo y sería ideal el modesto aumento de sueldo que acompañaría al cargo.

El señor Rhys siguió sermoneando sobre su tema favorito, la decadencia de la juventud, mientras pasaba a su segunda ración de gelatina y helado, ambos de colores tan chillones que no presagiaban nada bueno para los niveles de hiperactividad de nuestros alumnos aquella tarde. Por fin terminó de comer y se fue a supervisar el aula de castigo, dejándonos a Leila y a mí con la mesa para nosotras solas.

—Creía que ibas a echarle el agua en la cabeza cuando empezó a hablar de «los jóvenes de hoy» —dijo Leila riendo—. ¿No se da cuenta de que es un cliché con patas?

—Nunca se le ha dado bien leer entre líneas. Cree de verdad que es tan fácil como ir a un asesor hipotecario, pedir un préstamo y recoger las llaves de la casa de tus sueños. En cambio, en la última cita que tuve, el tipo se esforzaba por mantener la cara seria mientras revisaba mi solicitud. Por lo visto, soy un «riesgo». No importa que pague casi el doble de alquiler de lo que pagaría por una hipoteca. Como no tengo una cuenta con mucho fondo, no creen que pueda permitirme tener una. Es de lo más frustrante. Me paso todo el tiempo animando a los niños a soñar a lo grande y diciéndoles que, si trabajan duro, pueden conseguir lo que se propongan. Pero empiezo a sentir que les estoy mintiendo.

—Algún día lo conseguirás —dijo Leila, poco convencida.

—Sí, pero ¿será antes de que me llegue la hora de mudarme a una… residencia de ancianos? Esa es la cuestión. Te juro que cada vez que busco en Rightmove le han añadido un cero más al precio. Menos mal que el wifi del colegio no me deja entrar más en la página; se está volviendo ya demasiado deprimente.

Leila me echó en el plato algunas de sus patatas fritas.

—Toma esto para animarte. ¿Sabes lo que necesitas? Algo que te distraiga de todo. Cuando tenga que pasar, pasará; confía en mí. Mientras tanto, ¿por qué no te diviertes un poco y te vienes conmigo y con los demás al concurso del pub esta noche? Celebramos que hemos sobrevivido a la primera semana de vuelta.

Me comí una de las patatas y me estremecí por la cantidad de vinagre que Leila le había echado.

—No debería —dije, y me vino a la mente la cara de suficiencia del asesor hipotecario cuando recordé cómo había enarcado las cejas al leer mis extractos bancarios.

Fue humillante tener que justificar cada pequeña transacción, y él ni siquiera esbozó una sonrisa cuando me apresuré a explicarle que parte del dinero que Leila me había transferido con el jocoso concepto de «Putas y malas decisiones» en realidad era dinero que me debía por una clase de boxeo a la que nos habíamos apuntado por error. El asesor me insinuó enérgicamente que yo tenía que controlar aún más mis gastos, lo cual iba a ser difícil, teniendo en cuenta que me había pasado la mayor parte de mi vida comportándome como una ermitaña tacaña. Pero, si seguía rechazando invitaciones a actos sociales, la gente dejaría de invitarme. No podía sacrificarlo todo por un sueño potencialmente inalcanzable.

Leila captó la nota de duda de mi voz.

—Ven, te hará bien salir —dijo—. Encima, hay un premio decente: una comida gratis, por lo que es prácticamente una inversión. Además, nos vendría bien contar con tu experiencia en el equipo. Tenemos la música y el deporte cubiertos, pero tus conocimientos generales de trivialidades nos serían de gran ayuda.

—Y yo que pensaba que lo que buscabas era mi compañía. —Me reí—. Vamos entonces. Cualquier cosa con tal de postergar la vuelta a mi actual cuchitril. El pub tendrá calefacción, ¿no?

—Dime que no estás racionando la calefacción también. Sé que cuesta una fortuna y que podrías quemar dinero para calentarte, pero esta mañana hacía dos grados bajo cero, Freya. Vas a coger una pulmonía si no la pones.

Suspiré.

—Por una vez, no ha sido decisión mía. Nuestro casero tiene el termostato en la parte de la casa en la que vive y parece completamente insensible al frío. La otra mañana entró en la cocina vestido solo con pantalones cortos y preguntó por qué los demás llevábamos tres jerséis cada uno. Me estoy planteando seriamente empezar a llevar un gorro de lana dentro de casa.

Leila hizo una mueca.

—Imagino que ver a Steve semidesnudo fue suficiente para que todos dejarais de desayunar. —Miró el reloj—. Bien, voy a tener que dejarte. El torneo de netball de los de sexto de primaria me reclama. Reza por mí. Nos vemos luego en The Taps.

Tuve que enfrentarme a mi propio desafío: los chicos de segundo de secundaria, a los que les habían regalado desodorantes muy fuertes en Navidad y se lo habían aplicado en gran cantidad. Hice la nota mental de advertirles a mis colegas del Departamento de Química de que, si encendían un mechero de Bunsen cerca de estos chicos, toda la escuela se esfumaría. Los alumnos estaban de buen humor, con su habitual estado eufórico. Se reían a carcajadas de los chistes y trataban de darme cuerda moviendo sus pupitres un centímetro hacia delante cada vez que les daba la espalda para escribir en la pizarra. Fingí ignorar sus trucos y les distraje con un animado debate sobre el sufragio femenino. Cuando sonó el timbre que marcaba el final de la jornada, había varios admiradores más de Emmeline Pankhurst en la sala, pero yo estaba agotada por el esfuerzo y fantaseaba con la idea de desplomarme en una habitación a oscuras.

Leila me pilló cuando me escabullía de la sala de profesores e iba a los aparcamientos de bicicletas para intentar ir directamente a casa.

—Oh, no, de ninguna manera —dijo—. Si solo trabaja y nunca se divierte, los amigos de Freya se entristecen por ella. Venga, vamos. Te sentirás mejor cuando hayamos vencido al equipo de la empresa pija de relaciones públicas. Te juro que los vi usar Google en el último concurso. Es hora de que obtengan su merecido.

Enlazó su brazo con el mío y me condujo a la esquina de The Taps, el lugar perfecto para nuestro pequeño grupo de profesores, porque estaba demasiado cerca del colegio para que los alumnos de primaria se atrevieran a entrar, y era demasiado nuevo para que los miembros más tradicionales del personal se molestaran en ir allí.

Leila saludó contenta al camarero.

—Gin-tonics para todos, por favor, Rog. Y que sean dobles. Nos los merecemos después de la semana que hemos tenido. Yo te invito —insistió ella cuando empecé a protestar.

El concurso resultó ser mucho más difícil de lo que esperaba y sacó a relucir mi lado competitivo. Nuestro equipo, encorvado en un rincón, susurraba entre dientes mientras se iba llenando de respuestas el papel y aumentaba la pila de vasos vacíos.

Cuando estábamos en medio de un apasionado debate sobre si era en el primero o en el segundo libro de Harry Pot-ter donde Harry y Ron estrellaban un coche contra el Sauce Boxeador, Leila me agarró del brazo y señaló la mesa de al lado.

—Los pijos de las relaciones públicas vuelven a las andadas. Mira a ese tipo del taburete buscando en Google con su móvil. ¿Podría ser más descarado? Es penoso.

—Voy a decirle algo.

La combinación de un gin-tonic doble y un día de tratar con niños traviesos en el colegio me daba una confianza en mí misma poco habitual. No estaba de humor para tonterías.

—Freya, no… —siseó Leila mientras yo iba hacia el hombre.

Me puse delante de él y me aclaré la garganta.

—Dámelo —le dije, en plan maestra.

Es más, apenas pude contenerme para no decirle que se abrochase el botón de arriba de la camisa y se peinase para que no pareciera que acababa de levantarse de la cama.

Se sobresaltó tanto que empezó a hacer lo que se le ordenaba, y entonces se detuvo.

—¿Cómo? —replicó—. ¿Me estás acusando de hacer trampas en el concurso? Porque desde luego que no. Estaba revisando mis correos y… Dios mío, Hutch, ¿eres tú?

Se levantó del asiento y su rostro esbozó una enorme sonrisa. La sonrisa era inconfundible, aunque la última vez que yo la había visto su dueño era un desgarbado preadolescente, y desde luego no el hombre sin afeitar y ancho de espaldas que tenía ante mí en ese momento. No obstante, seguía habiendo aquella ligera torpeza en su alta estatura, y sus ojos marrones eran tan cálidos y chispeantes como solían ser; ojos traviesos, decían siempre nuestros profesores, generalmente seguido de una sonrisa indulgente. Siempre con picardía, nunca con malicia.

—¡Charlie Humphries, no me lo puedo creer! —La voz se me entrecortó al saludarlo.

Hacía demasiado que no hablábamos y me resultaba extraño oír mi apodo de la infancia con ese tono tan grave, cuando la última vez que le había oído llamarme así su voz tenía un timbre agudo. Luché contra el impulso de alargar la mano y tocarlo para comprobar que era real y no un producto de mi imaginación.

—¿Qué haces aquí? —añadí—. Creía que habías encontrado trabajo en Londres cuando terminaste de viajar.

Sentí una punzada de nostalgia por el pasado; entonces éramos tan inseparables que a menudo me confundían con su hermana melliza. Cuando tuve que mudarme porque mi madre consiguió un trabajo nuevo, me sentí como en el fin del mundo; sin embargo, a pesar de nuestras promesas de seguir siendo los mejores amigos pasara lo que pasara, las presiones de la distancia y los nuevos grupos de amigos hicieron que nos distanciáramos, hasta que de adultos nos convertimos en meros conocidos que solo se mantenían en contacto siguiéndose en las redes sociales. Nuestras interacciones allí eran tan escasas que los algoritmos ya ni siquiera se molestaban en mostrarme actualizaciones sobre él.

—¿Londres? No, gracias —dijo Charlie—. Esos son los dominios de mi hermana. Me encanta visitarla, pero siempre me gusta volver en tren a Yorkshire. Después de haber viajado por tantos países, puedo asegurar que no hay lugar como el Condado de Dios. ¿A qué te dedicas? ¿Cómo te ha ido?

Me reí.

—Creo que sería mejor responder a la primera pregunta que a la segunda. Para contarte todo lo que ha pasado desde que éramos niños, tendríamos que estar aquí toda la noche. Enseño Historia. Trabajo en el colegio de aquí al lado. Mis padres también se mudaron cuando se prejubilaron. ¿Y tú? ¿Ahora trabajas en relaciones públicas?

Charlie parecía confuso.

Señalé a los tíos que se reían a carcajadas en la mesa de al lado, dándose palmadas en la espalda de placer porque uno de ellos había garabateado en la foto de una pobre mujer de la ronda.

Charlie puso mala cara.

—¿Crees que estoy con esos tipos? Menos mal que no. Cuando vine aquí a ahogar mis penas, no me di cuenta de que era noche de concursos y, para cuando caí en ello, ya me había tomado una copa y este era el único sitio que quedaba para sentarse. No, dirijo mi propia agencia y me encargo de las redes sociales de varias empresas locales. Supongo que soy una especie de relaciones públicas, pero me gusta pensar que es un trabajo diferente, que consiste más en relacionarse con los clientes y ayudarlos a ver a las personas reales que hay detrás de las marcas. Puedo ser creativo y divertirme con ello.

—Guau, me alegro por ti. Es increíble tener tu propio negocio y ser tu propio jefe.

—Eso piensa la gente —dijo, de repente abatido.

Me acordé de su comentario de que había venido aquí a ahogar sus penas y me pregunté si debía preguntarle… más. Pero, antes de que pudiera decir nada, Leila se acercó agitando la hoja de respuestas hacia nosotros.

—Hola hola, ¿quién es este? ¿Y por qué te está distrayendo de la seria tarea de ganar nuestra cena?

Charlie extendió la mano.

—Soy Charlie. Fui compañero de Freya. Íbamos seguidos en la lista del colegio por nuestros apellidos. Llegó a conocérsenos como Hutch y Humph…

—El Dúo Terrible —rematé con una carcajada.

Leila enarcó una ceja.

—¿Freya era parte de un dúo terrible? Eso sí que me encantaría saberlo. Ven con nosotros, Humph. Así nos cuentas todos los oscuros secretos de Freya para que podamos usarlos para chantajearla cuando llegue a ser directora.

Puse mala cara ante la generosa ambición de mi amiga. Leila levantó la mano como para alejar las dudas.

—Algún día lo conseguirá, antes de lo que ella cree —le dijo a Charlie—. Bien, pareces el tipo de persona que podría aportar conocimientos útiles a un equipo de concursantes. Los concursantes siempre son bienvenidos. Por lo menos, mejor que buscar en Google como los pijos de las relaciones públicas.

—No quiero molestar —dijo Charlie.

—No molestarías —me apresuré a tranquilizarlo. No quería que desapareciera tan pronto después de habernos encontrado—. Estaría bien ponernos al día. Y, créeme, cuando a Leila se le mete algo en la cabeza, no hay quien le diga que no.

—Hola, olla, soy la tetera —replicó Leila—. Venga, Charlie, creo que tu especialidad podría ser la ronda de música, que es la siguiente.

Nos volvimos a sentar en nuestra mesa y, como Leila había predicho, Charlie resultó tener un oído excelente para los artistas de canciones y un conocimiento enciclopédico de los años en que ciertos singles fueron éxitos. Pero, aunque parecía estar disfrutando, no pude evitar preocuparme por la razón que lo había llevado a entrar en el pub. A pesar de los años que habían pasado desde la última vez que nos habíamos visto, me seguía importando mi viejo amigo y yo quería que fuera feliz.

Cuando terminó la última ronda y se anunciaron los resultados —a pesar de las protestas de Leila de que habían hecho trampas, perdimos, y el primer puesto lo obtuvieron los chicos de las relaciones públicas—, por fin tuve la oportunidad de preguntarle a Charlie qué pasaba.

—¿En qué estás pensando? Un penique por tus pensamientos —dije, repitiendo la frase que mi abuelo Arthur nos decía cuando éramos niños.

Una vez, nos vio haciendo los deberes de Matemáticas cabizbajos y nos preguntó por qué teníamos que aprender a hacer divisiones largas. Nos alegramos mucho cuando pensamos que nos estaba ofreciendo dinero a cambio de nuestras reflexiones y, bendito sea, demostró ser el mejor abuelo de la historia al darnos una moneda brillante de una libra a cada uno mientras se reía entre dientes y nos decía que no nos preocupáramos demasiado por las divisiones largas, que al final lo conseguiríamos o que una calculadora nos ayudaría en caso de crisis matemática.

Charlie sonrió cuando le recordé la historia.

—Quizá, si hubiera ahorrado aquella libra en vez de gastármela en dulces —dijo—, habría creado un hábito que ahora me vendría muy bien. No es nada grave; por supuesto, no es un asunto de vida o muerte, pero supongo que es la muerte de un sueño que he estado alimentando. —Suspiré—. Hoy me han denegado un préstamo. Bueno, una hipoteca en realidad. He hecho todo lo que había que hacer (me he mudado a casa de mis padres para ahorrar para pagar una entrada, y los libros de más de dos años de mi negocio demuestran que tengo ingresos regulares, pero al parecer no es suficiente). De hecho, el tipo tuvo la desfachatez de decirme que es más fácil conseguir una hipoteca si la solicitas en pareja. Créeme si te digo que es un poco difícil encontrar pareja cuando vives con tus padres y tu madre y tu padre interrogan a tu cita sobre sus perspectivas y ambiciones durante el desayuno.

—Dímelo a mí. Estoy en una situación parecida. No vivo con mis padres, pero…

—No dejes que empiece otra vez —dijo Leila—. Freya, te quiero mucho, pero seguro que estás de acuerdo conmigo en que a veces te pones un poco pesada con el tema de la casa. No la animes, Charlie.

—Sé exactamente cómo se siente Freya —dijo él—. Es una situación difícil. Me siento como estancado en algún punto del camino hacia la madurez.

Asentí con la cabeza.

—Deberías hacer como yo y buscarte unos parientes con más dinero que inteligencia emocional para que traten de comprar tu afecto en forma de un piso de una habitación con gracia y favor —dijo Leila—. No es que esté amargada por la total indiferencia de mi familia hacia mí como ser humano, por supuesto. O, en su defecto, haz lo que te dijo el tío de la hipoteca, Charlie —sugirió—. ¿No erais el Dúo Terrible? Entonces, ¿por qué Freya y tú no os compráis una casa juntos? Salud. —Y, con eso, chocó su vaso lleno contra los nuestros vacíos, se bebió la copa y fue al baño.

—Creo que Leila se ha tomado unas cuantas copas de más entre ronda y ronda —le dije en voz baja a Charlie.

—Nos casamos en el patio del colegio. Quizá no sea tan mala idea. —Hizo una pausa, manteniendo la expresión completamente seria.

Entonces vi que se le movían las comisuras de los labios y me guiñó un ojo, con lo que dejó muy claro que estaba bromeando.

Nos reímos de la idea. Charlie se miró el reloj.

—Bien, creo que debería irme. Puede que para ti no sea noche de colegio, pero para mí sí. Me dedico a enseñar casas para una agencia inmobiliaria local. Me ayuda a ahorrar y, además, me entero de propiedades que no podré comprar antes de que salgan al mercado. —Se inclinó hacia delante y me besó en la mejilla—. Nos vemos, Hutch. Ha estado genial ponernos al día. No dejemos pasar tanto tiempo la próxima vez, ¿eh?

2

 

 

 

 

 

Para cuando conseguí que Leila regresara sana y salva a su casa, necesité toda mi capacidad de persuasión para que dejara de cantar por el camino.

Ya era más de medianoche. Maldije mientras intentaba meter la llave en la cerradura. La lucha se debió más al hecho de que la luz exterior estaba rota de nuevo que a los gin-tonics que había consumido aquella noche. A pesar de que nuestro casero, Steve, vivía en el edificio y le afectaban personalmente las cosas que había que arreglar, nunca se ponía manos a la obra. Incluso había llegado a presentarle una lista pormenorizada con las reparaciones necesarias codificadas por colores en orden de prioridad; sin embargo, derramó su té sobre ella, probablemente a propósito, y ahí quedó todo.

Fui a la cocina y volví a maldecir al darme cuenta de que uno de mis compañeros había dejado el fregadero lleno de platos y la puerta de la nevera abierta de par en par. Luché contra el impulso de ponerme a limpiar aquello. Aunque me moría de ganas de dejarlo todo reluciente…

Además, si yo seguía haciéndolo, era menos probable que los demás se molestaran en poner de su parte. Ya era hora de que el resto de la familia dejara de asumir que era mi responsabilidad por ser la única mujer.

Llevé mi pesado equipaje a la habitación y empecé a prepararme para irme a la cama. Había sido un día largo y estaba más que preparada para dormir. Mientras me cepillaba el pelo, pensé en el encuentro con Charlie. Me había alegrado volver a verle. Y me tranquilizó saber que yo no era la única persona en esta situación. Tenía suerte de poder volver a casa para ahorrar. Mis padres se habían mudado a una urbanización exclusiva para mayores de cincuenta y cinco años, y yo tardaría bastante en cumplir ese requisito.

Apagué la luz y me metí en la cama, levanté los dos edredones y abracé las tres bolsas de agua caliente con la vana esperanza de que mi nido siguiera siendo lo bastante acogedor para poder dormir bien. Steve era demasiado tacaño para el doble acristalamiento, y el único lugar de la habitación donde cabía mi cama era justo debajo del alféizar de la ventana, justo donde se producían las peores corrientes de aire. Pero, a pesar del aire acondicionado no deseado, estaba tan cansada de aquel largo día tratando con adolescentes revoltosos que conseguí dormirme bastante rápido.

 

 

Un par de horas más tarde me desperté sobresaltada y me di cuenta de que ya no estaba sola en mi habitación. A pesar de que la luz de las farolas de la calle se filtraba por las finas cortinas, no podía distinguir de quién era la silueta que veía contra las puertas de mi armario. Oía el sonido de su pesada respiración y percibía el espeso hedor de su olor corporal mezclado con un vapor de cerveza. Me quedé inmóvil, demasiado aterrorizada para respirar. ¿Qué podía hacer? Sabía que había cerrado con llave la puerta principal al entrar, pero los chicos no siempre eran diligentes al respecto. La casa estaba en una zona estudiantil de Leeds. Los alquileres allí eran un poco más baratos, pero, por otra parte, era una zona atractiva para los ladrones que buscaban presas fáciles y habitaciones llenas de aparatos y tecnología cara. Hasta aquel momento habíamos evitado cualquier incidente, pero ahora parecía que se nos había acabado la suerte. ¿Era mi habitación su primer objetivo?

¿O ya habían saqueado el resto de la casa?

El suelo crujió cuando el intruso se acercó un paso más a la cama. Y fue entonces cuando mi imaginación se disparó.

¿Y si no se trataba de un ladrón en busca de un portátil, sino de un atacante en busca de algo mucho peor? Por muy gruesos que fueran mis edredones, no servirían de mucho si llevaba un arma. Si me ponía a gritar, ¿me oirían mis compañeros de piso? Y, si lo hacían, ¿tendrían tiempo de reaccionar antes de que el intruso se abalanzara sobre mí? ¿Estarían siquiera en casa para oír mi llamada de auxilio? Mi teléfono estaba en la otra punta de la habitación, enchufado, se estaba cargando, así que no había forma de marcar el 999, aunque recordara lo que hay que hacer en una llamada silenciosa para alertar a las autoridades de que no eres un bromista, sino alguien que necesita ayuda.

El intruso se acercó un paso más, y luego el colchón gimió cuando se sentó en el borde de la cama. Tragué la bilis que me subía por la garganta. Todos los receptores de mi cuerpo estaban en alerta máxima y mis miembros reaccionaron con horror. Sabía que tenía que moverme, alejarme y ponerme a salvo; en cambio, el terror me paralizaba, como si las pesadillas cobraran vida en una realidad espeluznante. A cámara lenta, vi cómo la sombra de su brazo se acercaba a mí, con dedos ásperos que tiraban del edredón que yo sujetaba hasta la barbilla.

—Freya —dijo el intruso. Su voz pastosa se acercaba cada vez más mientras empezaba a inclinarse hacia mí.

La proximidad de su cara a la mía me dio por fin el impulso para moverme. Con un aullido ahogado, solté los edredones y empujé la base de la mano hacia arriba. No estaba segura de con qué choqué, pero el golpe le dio una sacudida que le hizo soltar un grito y retroceder un centímetro vital. Me levanté de un salto y agarré lo que tenía más a mano, que resultó ser una de mis bolsas de agua caliente, y la golpeé contra la espalda de mi atacante antes de caer al suelo y tropezar con la puerta.

—Freya, ¿qué haces? Soy yo, Theve —gimió el intruso.

Apreté el codo contra el interruptor de la luz y puse la mano en el pomo de la puerta, lista para salir corriendo. Cuando la luz inundó la habitación, mis ojos procesaron lo que mis oídos no habían registrado. Mi casero Steve estaba tumbado en la cama, con la mano apoyada en la mejilla, que, si no me equivocaba, tenía la marca de mi mano.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo, Steve? —grité.

Mi miedo se transformó de peligro por lo extraño a un tipo diferente de horror.

—Lo siento, me he equivocado de habitación —balbuceó.

—Denos otros te has equivocado de habitación? ¿De verdad te crees que me voy a tragar esa mentira descarada? —chillé, con la adrenalina dándole una fuerza inesperada a mi voz—. Tu habitación está en la última planta y, curiosamente, es mucho más bonita que la mía, que está en la planta baja. Es imposible que te confundas.

Dejó escapar una mezcla indeterminable de sonidos, ninguno de los cuales parecía una disculpa. Saltaba a la vista que estaba completamente borracho, pero ello no era excusa para lo que acababa de hacer. Aunque no lo dijera, yo podía considerar la visita nocturna a mi habitación y su intento de sentarse en mi cama como lo que era: un intento de seducción inspirado por la bebida. Por decirlo de alguna manera. Me devané los sesos tratando de recordar si yo había hecho algo que pudiera haberle dado la impresión equivocada de que yo pudiera estar mínimamente interesada en él de esa manera. Y luego me reprendí a mí misma por haber dejado que mi mente fuera en esa dirección. Aunque hubiera estado jugando a la ultraseductora todo el tiempo que había vivido en su casa, eso no le daba derecho a entrar en mi dormitorio sin invitación e intentar algo. Era un comportamiento repugnante y depredador, y estaba en mi derecho de llamar a la policía. Se lo dije, haciendo acopio de la confianza de mi maestra interior para que mi voz no temblara. Ello tuvo un efecto aleccionador inmediato.

—Por favor, no, Frey-Frey —suplicó.

Si pensaba que me iba a ganar por el hecho de inventarse un diminutivo ridículo de mi nombre, estaba muy equivocado.

Luego añadió algo que hizo que el corazón empezara a latirme más deprisa aún:

—Otra vez no.

Así que esta no era la primera vez que había intentado un truco como ese.

—Fuera-De-Aquí —pronuncié lentamente las palabras, de modo que incluso su cerebro medio ebrio lo captara.

Entonces abrí la puerta de par en par y le hice un gesto para que se fuera.

Cruzó la habitación tambaleándose y salió al pasillo. Estaba a punto de lanzar un suspiro de alivio cuando él se volvió hacia mí. Sacó la punta de la lengua por la comisura de los labios mirándome a la cara, y luego su mirada se desvió hacia abajo. Aunque yo llevaba puesto el pijama de franela más grueso y holgado que se pueda imaginar, me sentí tan expuesta como si estuviera desnuda.

—Sabía que serías apasionada, con ese pelo que tienes. Uno para el banco de los recuerdos —dijo. Luego subió las escaleras.

Me sujeté al marco de la puerta para intentar detener el temblor de mis manos. Me sentía violada y totalmente vulnerable. Se suponía que este era mi hogar, el lugar donde podía sentirme segura del todo y relajada. En lugar de eso, ahí estaba, temblando, una mujer normalmente tranquila y serena reducida a un desastre tembloroso. Intenté calmarme, me metí en mi habitación y arrastré la cómoda detrás de la puerta para que Steve no pudiera entrar en caso de que se le ocurriese probar con un segundo asalto. Temblaba de la impresión. Quería envolverme en mis edredones y esconderme en sus reconfortantes y cálidos pliegues, pero estaban manchados por el tacto de Steve.

Prefería quemarlos. Me quité el pijama —que también iría a la pila de reciclaje—, me puse un chándal cómodo y empecé a meter desordenadamente mis cosas en bolsas. No podía quedarme aquí ni un momento más.

Pero ¿adónde podía ir? Después de la horrible experiencia de esta noche, nunca volvería a sentirme segura alquilando una habitación en una casa compartida. Y, si intentaba tirar la casa por la ventana y alquilar un piso por mi cuenta, me resultaría muy difícil, y mis sueños de tener una casa en propiedad se volverían aún más inalcanzables. Sabía que Leila estaría encantada de ofrecerme su sofá para dormir, pero eso solo era una solución a corto plazo. Necesitaba una solución a largo plazo.

De repente me vino a la cabeza el comentario jocoso de Leila cuando dijo que Charlie y yo comprásemos una casa juntos. Los dos nos reímos, pero ¿era una idea tan absurda en realidad? Ambos estábamos en el mismo barco: queríamos comprar, pero no podíamos hacerlo solos. Y ¿quién mejor para comprar una casa que mi mejor amigo? Bueno, fue mi mejor amigo cuando teníamos once años, pero por el breve encuentro de anoche no creía que el Charlie de hoy fuera tan diferente del Charlie de antaño. De niño era un amigo leal y de total confianza. No podía imaginar que esas características se hubieran desvanecido con la edad. La adrenalina, que seguía subiendo, hacía que mi cerebro fuera a mil por hora, y la idea se desarrolló rápidamente. ¿Qué pasaría si encontrábamos una casa que necesitara algunos arreglos, pintura fresca, suelo nuevo; ese tipo de cosas, los terminábamos juntos y luego la vendíamos con un beneficio suficiente para que los dos pudiéramos conseguir un depósito para nuestra propia casa cada uno? A los dos nos habían denegado hipotecas individuales, pero al propio Charlie el asesor le había dicho que tendría más posibilidades si la solicitaba en pareja. Y, con dos nóminas en lugar de una, había el doble de posibilidades de encontrar un lugar asequible. Sacaríamos el mayor beneficio de ello. Los dos cumpliríamos nuestro sueño sin tener que comprometernos a compartir casa a largo plazo.

Me obligué a tomarme un momento antes de dejarme llevar por la idea. Me daba cuenta de que estaba muy emocionada, un estado de ánimo que nunca es el más apropiado a la hora de tomar una decisión importante. Necesitaba respirar hondo y pensar con lógica, y evaluar en serio los aspectos prácticos del plan. Me puse otra sudadera y me senté en el suelo, con la espalda apoyada en la cómoda. Me puse las gafas, saqué un bloc de notas de la mochila y, con los rotuladores, hice una lista con los pros en verde y los contras en rojo. Pero pronto me di cuenta de que las cosas no estaban tan claras. Mi primera ventaja potencial era poder acceder por fin a la propiedad, pero ¿el hecho de hacerlo atada a otra persona lo convertía en una desventaja? Por otro lado, el cincuenta por ciento de algo era mejor que el cien por cien de nada.

Otra gran ventaja para mí era que dejaría de estar a merced de caseros depredadores como Steve. Aunque también tenía que ser sincera conmigo misma y admitir que estaba pensando en vivir con un hombre al que había visto por última vez antes de la pubertad. Probablemente habría superado ya su obsesión infantil por Indiana Jones, pero ¿cómo era Charlie de adulto? No solo viviríamos el uno con el otro, sino que estaríamos unidos desde el punto de vista económico. No había compromiso mayor que ese. Mi bolígrafo rojo vaciló en la página. Entonces oí un crujido en el pasillo fuera de mi habitación, y comprendí sin ninguna duda que cualquier cosa era mejor que quedarse aquí.

3

 

 

 

 

 

En honor a la verdad, Leila ni pestañeó cuando llamé al interfono de su piso a las cuatro y media de la mañana, aunque cuando me abrió la puerta tenía el aspecto de alguien que estaba a punto de sufrir una resaca tremenda. Echó un vistazo al montón de bolsas de basura en las que yo metí mis posesiones, bolsas que me apañé para enganchar a mi bicicleta y llevar hasta su casa, y me abrió los brazos. Sollocé ruidosamente en su hombro hasta que uno de sus vecinos golpeó la pared para recordarnos que la mayoría de la gente estaba todavía en la cama e intentaba dormir a aquellas horas intempestivas, de madrugada. Entonces me ayudó a subir las maletas a su pequeño pero bonito piso y se dispuso a prepararme una taza de té muy caliente y muy dulce mientras me sonsacaba suavemente toda la historia.

Cuando llegué a la parte en la que Steve había intentado retirar los edredones, cogió el teléfono y empezó a marcar.

—Estoy llamando a Nim, que antes estaba en la Brigada de Delitos Sexuales. Él se encargará de ese malnacido.

Me abalancé sobre el teléfono.

—Por favor, no. No quiero involucrar a la policía.

—Nim no cuenta, es mi ex. Más o menos.

—Sí, pero sigue siendo policía y le involucraríamos, y tendría que hacerlo oficial. Además, no quiero ser responsable de que tengas que volver a ponerte en contacto con tu ex.

—Es solo un ex ocasional, como bien sabes. Seguimos siendo amigos con derecho a roce e involucrarle en esta situación sería muy beneficioso.

—No estoy segura de que Nim fuera a estar de acuerdo con eso —murmuré.

—No me distraigas. ¿Estás diciendo que no debemos involucrar a las autoridades porque tienes en mente otra forma de castigo?

Le hice una mueca a Leila.

—Mmm, bueno —respondí—. Ya me conoces, ¿no? Que mi pervertido casero haya decidido intentar algo no significa que vaya a ponerme en plan Liam Neeson y a empezar a tomarme la justicia por mi mano. No, todo lo contrario. Lo único que quiero es correr un tupido velo y olvidar que todo esto ha sucedido.

Leila echó otra cucharadita de azúcar en mi té y me cogió la mano.

—Bebe, cariño, ya seguiremos hablando de esto más tarde —me tranquilizó—. Sé que solo se trata de la conmoción, porque las dos somos muy conscientes de que los canallas como él, a menos que alguien se enfrente a ellos, seguirán con el mismo patrón. Entiendo bien que quieras olvidarlo, pero ¿y si hubiera sido una de nuestras alumnas de sexto curso la que hubiera estado en tu situación?

Con esa pregunta me pilló y se dio cuenta de ello. Con un gemido, le di permiso para que le dejara un mensaje a Nim. Aunque lo único que ocurriera fuera que él se pasara por allí y hablara tranquilamente con Steve, tal vez eso haría que este se lo pensara dos veces antes de hacer algo parecido con su próxima inquilina. Leila tenía razón. Había que pararle los pies. Me terminé la taza de aquel repugnante té y sentí que me invadía una abrumadora oleada de cansancio, tal vez una reacción retardada al drama de la noche.

Al darse cuenta de mis bostezos, Leila me preparó el sofá cama y luego, sintiendo que yo aún no estaba preparada para estar sola, se sentó a acariciarme el pelo como un padre que cuida de un niño enfermo y me contó historias tontas sobre los niños del colegio que ella sabía que yo había oído cientos de veces y que, por lo tanto, me resultaban reconfortantes por su familiaridad. Cuando me desperté aquel día, pensé que tenía que contarle a mi amiga que había decidido comprar una casa con Charlie, pero, antes de que pudiera juntar las palabras adecuadas para explicárselo, me quedé dormida.

 

 

Me desperté con la risita de Leila. Todo parecía indicar que Nim había respondido a su mensaje con una visita en persona a casa de Leila. Me envolví en una manta como si fuera una capa protectora y entré en la cocina para unirme a ellos. Nim estaba apoyado en la encimera dibujando una caricatura de Leila en el reverso de un sobre, mientras ella estaba sentada en la encimera junto a él, con el brazo apoyado despreocupadamente sobre sus hombros mientras criticaba con alegría su obra. Era como si no se hubieran separado y aún estuvieran juntos. Vacilé en el umbral, sintiéndome como una intrusa.

—Hola, Freya, ¿estás bien? —preguntó Nim, pasando de coquetear con Leila al modo policía profesional en un instante—. Siento mucho lo que te ha pasado. Menuda escoria. ¿Te apetece hablar de ello? —Me hizo un gesto para que me sentara a la mesa de la cocina y se sentó frente a mí, y empezó a observar atento mi expresión mientras Leila preparaba rápidamente café para todos.

—Me siento un poco mejor ahora que he dormido un poco —contesté—. Gracias por venir. Me siento tonta haciéndote perder el tiempo con esto. Quiero olvidar lo que ha pasado, pero, como dice Leila, si alguien no lo detiene, seguirá intentándolo con otras personas.

—No me estás haciendo perder el tiempo para nada. Aceptaré totalmente lo que quieras hacer, pero creo que he encontrado una manera de manejar la situación sin alargarla demasiado, si te parece bien. —Esperó a que yo asintiera, y luego continuó—: Quizá te interese saber que he estado investigando un poco, y nuestro Stevie no tiene licencia, así que se lo voy a indicar cuando le haga una visita hoy para advertirle de la falta en la que está incurriendo. «Licencia de casa en ocupación múltiple» —aclaró y captó la expresión de confusión en la cara de Leila y en la mía—. Significa que técnicamente no puede tener tantos inquilinos como tiene. Aunque no sea una buena alternativa para el arresto, estoy dispuesto a intentarlo, si tú quieres, pero el peso de la prueba es… lo más importante cuando se trata de este tipo de cosas, y, para ser completamente honesto contigo, por desgracia, no estoy seguro de que llegara mucho más lejos que a un arresto. —Hizo una mueca—. Me pone de los nervios, pero así es el sistema judicial. No te preocupes, hablaré con Steve y le haré saber que, si se le ocurre volver a intentar algo así, lo buscaré y lo pagará. —Golpeó la mesa con el dedo para enfatizar y con ello me dio un anticipo de la fría ira que Steve pronto iba a recibir.

Me sentí agradecida de que estuviera de mi lado, aunque dudaba un poco de que fuera buena idea para Leila tenerlo de nuevo en su vida a largo plazo.

—Gracias, Nim, agradezco tu apoyo —dije.

—Feliz de cumplir con mi deber cívico. Los parásitos sexuales como él tienen que entender que lo que hacen está mal. —Dejó la taza sobre la encimera—. Bien, señoras, las dejo. Avísame si quieres algo más, Freya. Tal vez nos veamos pronto, Leila.

—Claro —dijo, de una manera tan afectada que vi que ya estaba calculando lo pronto que podrían verse sin parecer demasiado interesada.

—¿Tu ex? Venga ya. Le has mirado el culo descaradamente —le dije en cuanto la puerta se cerró tras él—. ¿Qué ha pasado con lo de «el ex está embrujado»? —Pero, aunque estaba desesperada por mantener una conversación ligera para que las cosas parecieran más normales, sabía que tenía que decirle algo en serio—: Aunque me alegro de que me esté ayudando, piénsatelo antes de volver a intentarlo con Nim y a pasar por toda esa angustia de nuevo, ¿vale? Recuerda lo que pasó. No soportaba verte tan disgustada cuando él seguía cancelando citas y no estaba ahí para ti.

Leila se encogió de hombros y replicó:

—No todos los ex son como el tuyo, Freya. ¿Qué quieres que te diga? Así es el trabajo de Nim, y ha estado aquí esta mañana cuando lo he necesitado. Sí, tuvimos problemas, pero él es un espécimen exquisito de la especie masculina, y también resulta ser un ser humano bastante decente la mayor parte del tiempo. Es una combinación rara y creo que vale la pena darle otra oportunidad. A veces hay que dejarse llevar por el instinto y confiar en que valdrá la pena. Además, sería grosero no admirar las maravillas de la creación. —Le brillaban los ojos al decir esto último—. Hablando de eso, estuvo bien conocer a ese viejo amigo tuyo anoche, antes de que Stevie el Diablo eclipsara toda la velada.

Me di cuenta de que intentaba distraerme, pero decidí dejarla y aproveché la oportunidad para contarle mi idea.

—Ah, sí, quería hablarte de Charlie —dije. Respiré hondo, pensando en la mejor manera de expresar lo que iba a decir. Y decidí dejar de darle vueltas y soltarlo—: Teniendo en cuenta lo que ha pasado, me he dado cuenta de que tu sugerencia de anoche era excelente, y voy a visitarlo hoy para ver si puedo convencerlo.

Leila parecía confusa.

—Aunque siempre me gusta que me reconozcan el mérito de la excelencia de mis sugerencias —convino—, tendrás que recordarme exactamente a cuál de ellas te refieres, porque no tengo ni idea… de lo que estás hablando. Mi memoria de anoche es un poco confusa. La tónica que me tomé debía de estar caducada.

—O quizá fue la ginebra que insistías en que le echaran —bromeé—. Dijiste que Charlie y yo deberíamos comprar una casa juntos. Así que he analizado los pros y los contras, y los primeros superan sin duda a los segundos. —Me apresuré a explicarle mi idea de vender la casa después para obtener un buen beneficio, lo que nos dejaría a los dos en una posición mucho mejor.

Leila se echó a reír y respondió:

—¿Y dices que yo soy impulsiva por querer volver con Nim? No haces las cosas a medias, ¿verdad? Qué veinticuatro horas tan intensas en la vida de Freya Hutchinson. De quedar segunda en el concurso del pub a embarcarse en una nueva aventura en el mundo de la vivienda. Adelante, chica. ¿Por qué no? Pero debo advertirte que soy una gran conocedora del porno inmobiliario, y estos sueños de arreglar una casa siempre tienen bastante de pesadilla. Nunca subestimes las dificultades que puede llegar a conllevar. —Hizo una pausa, me pasó el brazo por los hombros y me dio un apretón tranquilizador—. Pero si alguien puede hacerlo, esa eres tú. Desde que somos amigas, siempre has tenido éxito en todo lo que te has propuesto. En cuanto a Charlie, tu compañero de fechorías, no puedo opinar porque no lo conozco. Pero, de nuevo, tú tampoco, ¿no? Es una situación interesante. Probablemente terminéis matándoos el uno al otro. Eso o besándoos. Ambas cosas son igual de complicadas. —Su risa se hizo aún más estruendosa.

—Gracias por el voto de confianza. Y, no te preocupes: esta es una decisión basada en la fría y pura lógica. Lo he pensado con detenimiento y he considerado todas las posibilidades. Y lo de besar a Charlie no es una posibilidad real en absoluto —añadí apresuradamente—. Es casi como si fuéramos hermanos. O, al menos, lo éramos. Voy a escribir «Las Normas», una lista de límites claros y pautas de comportamiento que podamos acordar para que sepamos exactamente a qué atenernos. Los dos somos adultos. Con una hipoteca conjunta en juego, ninguno de los dos podemos permitirnos que las cosas se compliquen.

—Mmm —dijo Leila—. Si crees que va a funcionar, ¿quién soy yo para discrepar? Pero te diré una cosa: la vida real no es como el ámbito escolar, donde las normas son sencillas y las consecuencias de romperlas son obvias. —Experimenté una punzada de recelo que reprimí con firmeza. No tenía alternativa. Este plan tenía que funcionar—. ¿Y qué piensa Charlie de «Las Normas»? —preguntó—. No, espera, ¿cuándo has tenido tiempo de preguntarle?

—Como has señalado, han pasado veinticuatro horas, así que aún no he tenido la oportunidad de comentarle el plan. Anoche me dijo que hoy trabajaba para una inmobiliaria, visitando clientes. Pensé en ir a buscarlo allí. Probablemente este es el tipo de cosas que hay que hablar en persona.

—Yo diría que sí —dijo Leila—. Bueno, será mejor que te deje pasar al baño a ti primero. Cruzaré los dedos por ti, aunque ya sabes que puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.

—¿Y entorpecer en lo tuyo con Nim? ¡No! —dije—. Las paredes de tu apartamento no son lo suficientemente gruesas…

Me preguntaba si cambiaría de opinión una vez que la ducha y el desayuno me hubieran aclarado las ideas, pero, cuanto más pensaba en la idea, mejor me parecía. Estaba harta de vivir en el limbo, siempre a merced del precario mercado de alquileres y de los personajes de dudosa reputación que se aprovechaban de él. Era hora de pasar página y empezar a actuar positivamente. Con suerte, Charlie estaría de acuerdo conmigo. Me pasé un par de horas recopilando «Las Normas», devanándome los sesos para asegurarme de que cubría todas las eventualidades que pudieran surgir en la propiedad conjunta de una vivienda. Como siempre les decía a mis alumnos cuando tenían que repasar, si no te preparas, prepárate para fracasar.

Una vez convencida de que había creado un conjunto de directrices claras sin margen de error, me puse a buscar a Charlie. Un poco de investigación básica en las redes sociales me ayudó a encontrar la agencia para la que hacía turnos, un lugar de aspecto bastante lustroso en la frondosa Harrogate. Probablemente tuviera que enseñar a la gente un montón de propiedades preciosas pero inalcanzables en esa zona tan codiciada. Charlie y yo nacimos en Yorkshire Dales, y Harrogate fue la primera ciudad que pudimos visitar por nuestra cuenta en lo que nos pareció un gran rito de iniciación infantil. Siempre pensé que sería un buen lugar para vivir, con un montón de edificios victorianos preciosos, muchos cafés con comida deliciosa y un animado ambiente social con increíbles festivales del libro. Empezaba a parecerme a un agente inmobiliario.

Me pregunté si Charlie tendría los mismos gustos que yo en materia de vivienda. Acallé la voz de mi cabeza, que me decía que esa era otra cuestión que no había tenido en cuenta. ¿Y si Charlie tenía ideas completamente diferentes de las mías sobre dónde quería vivir? Sin embargo, no lo averiguaría hasta que se lo preguntara.

Armada con mi lista de normas como escudo protector, me subí al tren y me dirigí a Harrogate, ensayando durante todo el trayecto la mejor manera de explicarle los motivos de mi propuesta.

 

 

—¿En qué puedo ayudarla? —La voz del agente inmobiliario era estudiadamente neutra y carente de entusiasmo.