Caso abierto: la novela policial peruana entre los siglos XX y XXI - Alejandro Susti - E-Book

Caso abierto: la novela policial peruana entre los siglos XX y XXI E-Book

Alejandro Susti

0,0

Beschreibung

El relato policial surge en el siglo XIX, estrechamente vinculado con los cambios que trae la modernidad, como la ajetreada vida en las grandes ciudades y la exaltación del raciocinio lógico-deductivo. De ahí que, en su período clásico, narre las aventuras de brillantes investigadores que hacen alarde de sus poderes de deducción, como A. Dupin, S. Holmes o H. Poirot. Luego llegarían los desencantados detectives de la novela negra estadounidense, como Sam Spade o Philip Marlowe. En América Latina el policial adquiere una fisonomía particular, en especial a partir de la obra de Borges. Pero en el Perú su desarrollo es más bien tardío. Este libro aborda, precisamente, la pregunta del porqué de ese retraso. En Caso abierto: la novela policial peruana entre los siglos XX y XXI, Alejandro Susti y José Güich Rodríguez ofrecen un panorama del desarrollo del policial y analizan en profundidad cinco destacadas novelas peruanas que permiten graficar los senderos por los cuales transita este género en nuestro país. Completa el volumen un apéndice en el que treinta y seis autores y especialistas peruanos responden a un interrogatorio sobre su relación con el policial y el desarrollo del mismo en el Perú.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 601

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

Caso abierto:

la novela policial peruana entre los siglos XX y XXI

Alejandro Susti y José Güich Rodríguez

Susti, Alejandro

Caso abierto. La novela policial peruana entre los siglos XX y XXI / Alejandro Susti, José Güich Rodríguez. Primera edición. Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2022.

323 páginas.

Incluye referencias.

1. Novela policiaca -- Perú -- 1977-2012 -- Historia y crítica. 2. Novela peruana -- Siglos XX-XXI -- Historia y crítica. I. Güich Rodríguez, José, autor. II. Universidad de Lima. Fondo Editorial.

869.509

S96         ISBN 978-9972-45-592-6

Colección Humanidades

Caso abierto. La novela policial peruana entre los siglos XX y XXI

Primera edición impresa: abril, 2022

Primera edición digital: junio, 2022

De esta edición

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Javier Prado Este 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

[email protected]

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Esta publicación es resultado de una investigación auspiciada por el Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima.

Versión e-book 2022

Digitalizado por Papyrus Ediciones E.I.R.L.

https://papyrus.com.pe/

Teléfono: 51-980-702-139

Calle 3 Mz. D Lt. 15 Asoc. Las Colinas, Callao

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-592-6

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.o 2022-03702

Índice

Introducción

1. El policial clásico y la novela negra

Una aproximación teórica e histórica

2. Un panorama crítico de la novela policial peruana

3. La piedra en el agua de Harry Belevan

Un policial en la encrucijada

4. La conciencia del límite último de Carlos Calderón Fajardo

La novela negra cartografiada (y expandida)

5. El desarraigo como enigma

Secretos inútiles de Mirko Lauer

6. Puñales escondidos de Pilar Dughi

Las posibilidades del neopolicial en el Perú

7. La cárcel de la violencia

Bioy de Diego Trelles Paz y el neopolicial latinoamericano

8. Apéndice. Interrogatorio policial

(para autores, autoras y conocedores del género)

 

 

 

A la memoria

de Pilar Dughi (1956-2006)

y Carlos Calderón Fajardo (1946-2015)

Introducción

Este libro nace de una inquietud, pero sobre todo de una constatación. En la narrativa peruana de las tres últimas décadas, se puede constatar cómo entre nosotros —y con ello nos referimos a los escritores y escritoras, así como al público en general que conforman nuestro campo literario— existe un interés cada vez mayor por aquellos géneros o modos narrativos que, por mucho tiempo, se vieron opacados por la prevalencia de una concepción de la literatura que juzgaba que el divertimento o la creación de historias que representasen universos autónomos, apartados de aquello que entendemos como “lo real”, ocupaban una posición subordinada dentro del canon literario. Esta concepción, arraigada en la idea de que la literatura debía ser entendida como un instrumento para la mejor comprensión del mundo o la sociedad, ha perdido un número significativo de adeptos —lo cual, ciertamente, no implica descartarla por obsoleta—. Una de las razones más ostensibles que explican este fenómeno se vincula con la consabida idea de que la creación literaria, y artística en general, no puede ni debe someterse a patrones de representación fijos: como todos sabemos, el advenimiento y desarrollo de las vanguardias desde fines del siglo XIX e inicios del XX, paralelamente al surgimiento de la sociedad moderna, complejizaron enormemente el panorama de las artes y su vínculo con la sociedad. De este modo, las fronteras que delimitaban y diferenciaban el universo artístico del de la cultura de masas empezaron a desmoronarse estrepitosamente. Pronto, aquello que aún se definía como la “gran literatura” o las “bellas artes” tuvo que aprender a convivir con las exigencias de un mercado de consumidores adeptos a ciertos tipos de producción cultural que se adaptaban mejor al ritmo y el vértigo de la vida moderna. Así, los escritores empezaron a nutrir poco a poco las filas del periodismo o incursionar como guionistas en el fértil terreno de la industria del cine, como también sucedió con aquellos artistas plásticos que utilizaron su talento ya fuese para el diseño de carteles publicitarios o el mundo de la moda1.

En el caso particular de la literatura —y, sobre todo, del género policial— el fenómeno ya se había hecho evidente desde mediados del siglo XIX en que el contacto entre la literatura y el periodismo dio lugar a la creación de relatos seriales cuyas temáticas provenían ya fuese de las páginas de la prensa sensacionalista de la época o de sucesos verídicos. La fórmula produjo un éxito asombroso, aun cuando la calidad de sus productos fue irregular; en todo caso, con el paso del tiempo el policial empezó a demostrar una capacidad sorprendente para renovar las fórmulas que en un inicio lo habían caracterizado. Pronto se hizo evidente que, más allá del calificativo de literatura de masas, el policial era un género en el que el arte de contar historias podía incluso hacerse más evidente que en lo que se consideraba como literatura en un sentido convencional. Este arte, por otra parte, se mostró capaz de asimilar los procedimientos, así como la estricta lógica de las ciencias exactas para aplicarlos al develamiento del crimen y la identificación del culpable. Así, el policial se convirtió en el estandarte del racionalismo y del poder de la deducción a partir del indicio; y la figura del detective pasó a evocar a la del científico. En el prestigio que el género fue ganando paulatinamente también intervino la necesidad de sostener un orden social cuya estabilidad se veía amenazada por el crimen. La intromisión en la vida privada o la vigilancia de las costumbres de los “otros” pasaría a convertirse en un hábito común, sobre todo entre aquellos que buscaban perpetuar sus privilegios y estatus en una sociedad clasista y burguesa.

El género, además, se hizo posible y se difundió gracias al frenético crecimiento de urbes situadas en ambos lados del Atlántico, otro rasgo absolutamente moderno. Fenómenos como las multitudes, el comercio y el consumo masivos, así como el papel protagónico que la policía adquirió en el control del orden público —y el consecuente empleo de tecnologías como la fotografía— fueron otros de los muchos factores que el policial terminó por reproducir con fidelidad en sus ficciones. En Latinoamérica, claro está, el policial surgió inicialmente en ciudades populosas y abiertas a la llegada de los síntomas de la modernidad: Buenos Aires y México fueron algunos de los centros urbanos en donde el policial empezó a generar interés y un público lector asiduo, así como un impulso editorial significativo. En ese sentido, el policial fue una señal de cosmopolitismo, una invitación a formar parte de un mundo que expandía sus fronteras por encima de las barreras regionales. Pero ello, al menos por un buen tiempo, no sucedió en el Perú. Las razones suelen variar, como lo demuestran las respuestas al cuestionario distribuido entre un total de treinta y seis escritores, escritoras y conocedores del género que responden a un “interrogatorio policial” incluido en el apéndice de este trabajo y que pasaremos a examinar en el siguiente apartado.

Primeras indagaciones

Un aspecto resaltante en relación con el desarrollo del género policial en el Perú se vincula con el retraso de su llegada, tema de la segunda pregunta del cuestionario (“¿Qué razones podrían haber inducido a que el policial no prospere en el Perú y apenas haya sido frecuentado por un número reducido de cultores?”). Como puede constatarse a través de la lectura de los comentarios de quienes participan en nuestra encuesta, las causas de este fenómeno son múltiples. Así, por ejemplo, Harry Belevan (1945) estima que, en el caso del Perú, la

liturgia del fervor católico y todo lo que brota alrededor debieran ser caldo de cultivo para el florecimiento del policial en nuestro país y, de paso, del noir y de lo fantástico. Toda esa tradición tormentosa de culpa, remordimiento, tentación, salvación, contrición, confesión, arrepentimiento y tantos rasgos propios del moralismo que son igual de intrigantes, recónditos y ocultos que los del policial literario.

Para Mirko Lauer (1947), en cambio, “hay una especie de determinismo sociocultural que demora la llegada del policial al Perú; no solo de libros y autores, sino de investigaciones, trabajos de historia literaria y estudios”. Así, al referirse no solo al policial, sino a la tenue presencia de la ciencia ficción en nuestra narrativa, el escritor afirma que “no hemos tenido novela policial porque no la necesitábamos, así como no hemos tenido ciencia ficción porque no la imaginábamos”.

Por su parte, Giovanna Pollarolo (1952) señala, como una de las causas del fenómeno, la necesidad de reafirmar una identidad peruana, particularmente en los años sesenta y setenta, es decir, de “valorar, enorgullecerse de nuestros orígenes y tradiciones”; a ello se suma el argumento, ya esgrimido, sobre el pretendido desprestigio que acompañó al género entre nuestros escritores, como apunta Ricardo Sumalavia (1968): “quienes la practicaron [esta literatura de género o subgénero], lo hicieron como un divertimento, para probarse en esas estrategias narrativas, como también lo hicieron con otras formas narrativas”. Del mismo modo se pronuncia Guillermo Niño de Guzmán (1955): “Siempre me he preguntado lo mismo. Y tal vez la única explicación sea el prejuicio de considerar al policial como un género menor, más ligado a la literatura comercial”2.

La hegemonía del realismo y del neoindigenismo en nuestra narrativa, factor considerado líneas arriba, es referido por otro grupo de autores y autoras entre quienes destacan Jorge Valenzuela (1962), para quien “es responsable de la ausencia de una tradición fuerte de escritores del género policial, la influencia en nuestra literatura de la narrativa indigenista y, luego, la neorrealista, cuya hegemonía entre nosotros se dio hasta bien entrados los años setenta”; Alina Gadea (1966), “[l]o que ha prevalecido siempre, en todo caso, es el realismo dentro de los múltiples registros de los narradores peruanos”; y Diego Trelles Paz (1977), quien afirma que

[l]a tradición de la literatura realista generó un patrón muy fuerte que se convirtió en un corsé sobre aquello que era escribible y aquello que no. El género policial no podía aspirar a ser otra cosa que un divertimento en el Perú.

En el mismo sentido, Guillermo Niño de Guzmán afirma que “La ambición de nuestros escritores tiende a favorecer la idea de que lo que cuenta es plasmar vastos frescos realistas que profundicen en la problemática social del Perú” y Selenco Vega (1971) cree que

la razón principal se debe a la larga tradición (al inmenso peso) del indigenismo y del realismo. Ciro Alegría, Arguedas, Vargas Llosa, Ribeyro, Bryce, nuestros narradores más representativos, escribieron e impusieron —con bastante calidad, hay que agregar— la narrativa realista.

Como se anotó anteriormente, entre las respuestas de los encuestados también se incluye la noción de que el crecimiento de la urbe en el Perú es tardío, punto subrayado por Yeniva Fernández (1969):

el género criminal es fruto de la problemática social de las grandes urbes y en nuestro país la ciudad más grande es Lima, que fue una ciudad pequeña, casi provinciana, hasta la década de los cincuenta, cuando recién comienza a expandirse y complejizarse con la migración de gran cantidad de campesinos que empiezan a instalarse en la capital.

Asimismo, la escritora Leyla Bartet (1958), refiriéndose a un aspecto señalado por Sumalavia, apunta que “[l]a novela policial aparece en sociedades preindustriales o industriales … y el Perú no se encontraba en ese nivel de desarrollo”. Un argumento similar se insinúa en las opiniones de José Castro Urioste (1961) —“tanto el cultivo del género policial como el de lo fantástico están relacionados con los procesos de modernidad y de adquisición de esta en determinada sociedad”— y de Carlos Garayar (1949) —“Me parece que Lima no estaba, en los cincuenta o los sesenta, lo suficientemente ‘colonizada’ por la literatura como para que pudiese ser un espacio neutro en el que situar la acción”—.

En otros casos, las referencias al crecimiento de la urbe se entrelazan con el surgimiento de la criminalidad e, incluso, en las dos últimas décadas del siglo XX, con las devastadoras consecuencias del terrorismo. Como señala Goran Tocilovac (1955):

No puedo decir cuándo “Lima, la horrible” empieza a ser la ciudad de todos los males, pero lo cierto es que la explosión de la criminalidad (básicamente ligada a la droga) y luego el terrorismo llegan más tarde que en otras partes. Y con esta explosión, llega también el interés por la novela policial, una literatura con la que los nuevos lectores urbanos pueden identificarse.

Para José Donayre Hoefken (1966), esta omnipresencia del crimen estaría relacionada con

la constante crisis de la institución policial peruana. La crisis de un cuerpo encargado de salvaguardar el cumplimiento de la ley, así como el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, a las órdenes de las autoridades políticas, no es reciente.

Daniel Salvo (1967) también se acerca a ese mismo argumento: “nuestra sociedad es tolerante con la corrupción, que es una modalidad de crimen o delito. Si los corruptos no son los ‘malos’, ¿contra quién luchan los ‘buenos’?”. En este grupo de autores, en los que parece claro el vínculo del policial con las “lacras nacionales”, figura, además, Fernando Iwasaki (1961): “La propia realidad peruana consiente la novela negra como ficción más propicia para la denuncia, la polémica e incluso la lucha contra la corrupción, el autoritarismo y otras lacras nacionales”. Julio Ortega (1942), por su parte, opina que “[p]ara que haya relato policial, ha dicho alguien, se requiere de una policía seria, que no sea cómplice del crimen. Pero sobre la ecuación policía corrupta y héroes ladrones, el género policial declara el escepticismo sobre el orden social”. Guillermo Niño de Guzmán también se detiene en este punto:

La crisis política y económica que se desató a partir de entonces [la década de 1980] ofrece un campo de posibilidades riquísimo para los cultores del género policial. El auge de la delincuencia en sus diversas manifestaciones (robo, extorsión, secuestro, narcotráfico, etcétera), así como el crecimiento de la corrupción en todos los niveles, configuran un escenario de serie negra por excelencia.

Y Ricardo González Vigil (1949) afirma en el mismo sentido:

Efectivamente, influyeron decisivamente los desastrosos años ochenta (los peores que experimentara el Perú en el siglo XX), con las plagas del terrorismo, la hiperinflación, el narcotráfico, la falta de vertebración entre los poderes del Estado, al agravamiento de la informalidad (económica y, en general, cívica), la corrupción de siempre pero más desarticuladora que nunca, etcétera.

Por último, Irma del Águila (1966) hace alusión a la presencia de un subgénero al que llama la narconovela y señala que “los temas nacionales (dictaduras, conflicto armando, narcotráfico) son escenarios propicios para la trama sórdida, oscura, policial”.

Peter Elmore (1960), González Vigil y Trelles Paz, por su parte, coinciden en un aspecto que puede ser entendido como una consecuencia del pretendido desprestigio del género y que se vincula con la falta de un ejercicio sostenido entre sus cultores. Según Elmore, “Que yo sepa, no hay escritores peruanos que solo escriban novelas policiales ni, menos aún, que hayan escrito series de novelas con un mismo detective”. Ricardo González Vigil, por su parte, plantea que

Por el prejuicio (todavía existente, aunque en declive desde los años ochenta) de que constituiría mera literatura de entretenimiento, con convenciones que atarían la creatividad y la hondura para retratar la condición humana, es cierto que casi no hemos tenido autores dedicados única o principalmente a la narrativa policial.

Y, para Diego Trelles Paz, “Lo que no se dio fue ese proceso en el cual los cultores locales incursionaron, primero imitando, luego adaptando y, finalmente, rompiendo con las fórmulas originales del género”.

Finalmente, en un último núcleo se podrían agrupar aquellas respuestas en las que se alude a la importancia de un mercado editorial que permita el desarrollo del género, factor que en realidad se superpone con aquel otro referido a la modernidad o expansión de la urbe en nuestro país. Sobre ello apunta Mirko Lauer

tampoco he encontrado una gran presencia o una presencia, simplemente, de policiales en las estanterías, en las librerías, en el debate, en la conversación en el Perú. No hay una importación del género porque evidentemente no hay un público para el policial.

Viviana Ramírez (1957) lo resume así: “La ausencia de una tradición, de lectores y de libros. Falta una oferta atractiva. Asimismo, el poco interés de los escritores y de las editoriales; son muy tradicionales y poco originales”. Y Javier Arévalo (1965) lo hace del siguiente modo: “Los géneros son hijos del mercado”.

La variedad y riqueza de estas respuestas —y muchas otras que por razones de espacio no incluimos en esta breve introducción— son una clara indicación de la multiplicidad de factores (culturales, históricos, políticos, sociales, ideológicos, literarios, económicos, entre otros) que deben ser considerados al pretender explicar la asimilación de un género al campo literario. Algunos de estos factores encuentran eco en las cinco producciones novelísticas que son materia de estudio en este trabajo y que dan cuenta de la multiplicidad de los recursos y procedimientos narrativos que sus autores emplean para construir ficciones en las que se recogen y procesan algunos de los elementos esenciales del género policial: el enigma, el crimen, el suspenso, la figura del detective/investigador, la víctima, el culpable y el sospechoso, por citar algunos. Asimismo, en lo que respecta a los modos narrativos, las opciones varían significativamente: La piedra en el agua (1977) de Harry Belevan se construye a partir de una relectura de la tradición de la literatura fantástica y policial, en lo que podría calificarse como una vertiente “inmanentista”, es decir, una vocación marcada por la construcción de universos ficticios apoyados a su vez en los mayores referentes y exponentes de esa tradición. En el caso de La conciencia del límite último (1977) de Carlos Calderón Fajardo (1946-2015), se produce un punto de encuentro entre el género negro y otros dominios, como el horror y la narrativa fantástica. Además, destaca en ella un elemento metaficcional, es decir, el texto es una reflexión sobre el impulso generador de las ficciones y su vínculo con lo real. En Secretos inútiles (1991), de Mirko Lauer, adquieren singular importancia el lenguaje y el hábil manejo de tiempos y espacios en una trama centrada en el desarraigo de los dos protagonistas y los conflictos que enfrentan en su relación con el Perú. Una tercera figura, la del periodista e investigador literario —que lleva el nombre del propio autor—, introduce el elemento indispensable de la pesquisa en torno al enigma que se esconde tras la escritora Miranda Archimbaud. Finalmente, en las novelas Puñales escondidos (1998) de Pilar Dughi y Bioy (2012) de Diego Trelles Paz, a diferencia de las dos primeras que se estudian en este volumen, se hace explícita una convergencia entre el género policial y el realismo: en la primera se trasluce la despersonalización de una sociedad entregada al neoliberalismo y a los intereses de los grandes grupos económicos que manejan a su antojo los destinos de sus clientes; en la segunda, en cambio, el marco histórico y político juega un papel decisivo en la representación de los escenarios y personajes que forman parte de la ficción e, incluso, en la configuración del lenguaje.

Sobre este volumen

El principal objetivo de este trabajo es introducir y familiarizar al lector con un conjunto significativo de novelas producidas a lo largo de casi cuatro décadas (1977-2012) en nuestro país, en las que, como se ha dicho, se hacen presentes elementos y rasgos característicos del género policial en juego con otras opciones narrativas. Una de las bases de nuestro planteamiento reside en la idea de que, no obstante el retraso de la llegada del género al Perú, a través de los textos estudiados se puede comprobar que existe en ellos una marcada tendencia a utilizar los elementos del policial en conjunción con las posibilidades que ofrecen otros géneros o modos narrativos, como la literatura fantástica, el realismo, la narrativa de no ficción, entre otros; es decir, estas novelas se caracterizan por lo que podría describirse como una “hibridez genérica” —lo cual daría pie para hablar de su pertenencia a un “neopolicial” o “policial alternativo” para referirse a esas variantes— fenómeno que, dicho sea de paso, ha sido abordado en el trabajo crítico de uno de los autores incluidos en este volumen (Trelles Paz, 2019), quien formula algunas de las preguntas fundamentales para acercarse al policial latinoamericano:

¿Qué tan compatible con las realidades latinoamericanas es un género literario cuyas convenciones implican la presencia de un detective, el restablecimiento final del statu quo y el castigo ejemplar del culpable? ¿Se puede hablar de novelas policiales en sociedades empobrecidas donde la gente ha perdido la creencia en la ley y desconfía de las fuerzas del orden? (p. 95)

Muy probablemente, el surgimiento de esta versión o variante genérica, particularmente en lo que respeta a la narrativa peruana, aparece matizado por la presencia del realismo en ella; de allí que puede concebirse la novela policial o, más precisamente —como señala Lauer en su respuesta a nuestro cuestionario—, al contenido policial “como un contenido vicario, que siempre está de la mano, nunca muy lejos, de la novela no policial, convencional”. Los textos estudiados en este trabajo, por lo tanto, presentan un repertorio de posibilidades genéricas entre las cuales los principales componentes del género se organizan de modos muy diferentes. Así, ya sea que se trate de la naturaleza del crimen o de la presencia de la violencia en sus diversas manifestaciones; de la corrupción de las fuerzas del orden o de las corporaciones que ejercen un poder sin límites sobre ciudadanos y ciudadanas; de la tipificación variable de “el” o “la” protagonista detrás de quien se esconde la figura del detective/investigador; del desdoblamiento del asesino en víctima o viceversa; de la presencia de escenarios y tiempos que corresponden a coyunturas sociales y políticas específicas; del diálogo intertextual con referentes literarios canónicos; del protagonismo del lenguaje en la construcción del universo de la ficción, así como de otros aspectos, la novela neopolicial peruana parece caracterizarse, sobre todo, por su tendencia al polimorfismo y capacidad de adaptación a las necesidades expresivas de sus autores así como a los contextos a partir de los cuales nace. Esta tendencia, por lo demás, ha sido, parcialmente, propia del género desde sus inicios, es decir, su capacidad de innovación de fórmulas y alternativas narrativas, pero ello, en el caso latinoamericano y peruano, ha ido de la mano con el interés por representar la sistemática deslegitimación de instancias de poder, como el Estado, o de instituciones originalmente creadas para el sostenimiento del orden social y el desarrollo de un proyecto de nación.

* * *

Queremos, en primer lugar, agradecer al Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima que hizo posible el desarrollo de esta investigación a través de un fondo a lo largo del periodo 2020-2021 y, en particular, a su directora Teresa Quiroz, una vez más, por su confianza y apoyo. En segundo lugar, a los autores, autoras y conocedores del género policial que gentilmente respondieron el “interrogatorio policial” diseñado para esta investigación: Borka Sattler, Julio Ortega, Harry Belevan, Mirko Lauer, Carlos Garayar, Fernando Ampuero, Ricardo González Vigil, Regina Robles, Giovanna Pollarolo, Alonso Cueto, Goran Tocilovac, Guillerno Niño de Guzmán, Teresa Ruiz Rosas, Viviana Ramírez, Leyla Bartet, Peter Elmore, Fernando Iwasaki, José Castro Urioste, Jorge Valenzuela, Javier Arévalo, Alina Gadea, José Donayre Hoefken, Irma del Águila, Daniel Salvo, Ricardo Sumalavia, Yeniva Fernández, Selenco Vega, Susanne Noltenius, Alexis Iparraguirre, Alejandro Neyra, Santiago Roncagliolo, Diego Trelles Paz, Patricia Colchado, Luis Hernán Castañeda, Leydy Loazya y Charlie Becerra.

1 Evidentemente, el escenario se complejizaría aún más con la llegada del llamado “arte de las dictaduras”, a partir de la tercera década del siglo XX, que buscó colocar al arte y a los artistas al servicio de una determinada ideología.

2 Véanse también las opiniones de Fernando Ampuero, Teresa Ruiz Rosas, Patricia Colchado, Borka Sattler, Alexis Iparraguirre y Viviana Ramírez, quienes coinciden en este punto.

1. El policial clásico y la novela negra

Una aproximación teórica e histórica

Género inmensamente popular, considerado por mucho tiempo por la institución literaria como literatura “menor”, el policial ha demostrado una incuestionable capacidad para renovarse y alcanzar las exigencias de un núcleo cada vez mayor de lectores que encuentran en él no únicamente una literatura de entretenimiento y diversión, sino de reflexión y cuestionamiento de las complejas realidades sociales contemporáneas1. En este capítulo intentaremos aproximarnos a él a partir de una revisión de sus orígenes y principales rasgos en el contexto de la modernidad, así como su evolución posterior a través de la llamada novela negra.

Los orígenes del género

El relato policial se constituyó desde el siglo XIX como un género autónomo. Surgido en estrecho vínculo con la modernidad, de ella el policial hereda el principio de la obsolescencia en base al cual se inspirará permanentemente (Dubois, 2006)2. Emparentado con los modos de producción propios de un capitalismo emergente en el seno de algunas sociedades europeas, el género vehicula una cierta concepción de la productividad, es decir, introduce en el mercado editorial un tipo de relato destinado a un modo de producción y consumo rápido y eficaz3 e incorpora la serialización como mecanismo de reproducción combinatoria que hace posible la multiplicación de variantes sobre la base de una matriz constante. De esta manera, en su versión primigenia, es portador de una “ideología productivista” según la cual el desenlace de todo relato o novela policial ha de conducir a un resultado tangible, es decir, la identificación de un culpable o la resolución de un enigma, operación en la cual participa activamente el lector en estrecha colaboración con la figura del detective.

El principio de obsolescencia señalado por Dubois es también producto de una concepción del tiempo y el espacio expuesta tempranamente por el poeta Charles Baudelaire en el ensayo El pintor de la vida moderna (1863), dedicado al pintor Constantin Guys, en que lo moderno se define como lo transitorio y lo contingente4. En ese sentido, la aceleración del ritmo de la vida urbana moderna se expresa en el policial a través de la nueva configuración de la urbe y la aparición en ella del fenómeno de la multitud, extensamente representado en la literatura y el arte de la segunda mitad del siglo XIX, rasgo anotado por Walter Benjamin (2003) quien, al referirse al cuento “El hombre de la multitud” de E. A. Poe, publicado originalmente en 1840, esboza el escenario y los personajes que más tarde formarán parte del policial:

“El hombre de la multitud”es algo así como la radiografía de una historia detectivesca. El material de revestimiento que presenta el crimen brilla en él por su ausencia. Sí que ha permanecido el mero armazón: el perseguidor, la multitud, un desconocido que endereza su itinerario por Londres de tal modo que sigue siempre estando en el centro. (p. 13)

Pero si el espacio público adquiere protagonismo en el policial es también cierto que el género exigirá la inserción de una instancia narrativa capaz de irrumpir en el escenario cerrado y privado —la escena del crimen propiamente dicha—, a través de una focalización que privilegie la observación del detalle y el indicio. Así, en el policial, la irrupción en el dominio privado no conocerá límites; es decir, se verá autorizada por la necesidad de develar la naturaleza del crimen, con lo cual se privará al sujeto sospechoso de su derecho a “ocultarse” ante el resto de la sociedad: expuesta a los ojos del investigador, su privacidad también se convierte en objeto de atención para el lector, con lo cual este último ve también satisfecho su voyerismo5. La demanda por el registro del detalle y el indicio permiten, por otra parte, establecer una analogía entre el policial y la fotografía, instrumento utilizado por la policía desde la segunda mitad del siglo XIX y con el que comparte la multiplicidad, la rapidez y la rentabilidad conforme a un ideal de progreso y acceso democrático (Boileau y Narcejac, 1975)6.

Otra forma de aproximarse al género reside en advertir cómo expresa en su formación la voluntad de una clase dominante —la burguesía— que ve necesario legitimar su poder a través de la reformulación del sentido del crimen; así, como apunta Foucault (2003), en sus orígenes la literatura policial se propuso como “una reescritura estética del crimen … la apropiación de la criminalidad bajo formas admisibles” (p. 23) con el fin de desacreditar la glorificación que rodeaba a la figura del criminal hasta fines del siglo XVIII. Para ello, la recurrencia del crimen y la figura del detective, como principios organizadores del género, respondieron a las necesidades de control de una clase que buscaba

constituir al pueblo en sujeto moral, separarlo … de la delincuencia, separar claramente el grupo de los delincuentes, mostrarlos como peligrosos, no solo para los ricos sino también para los pobres, mostrarlos cargados de todos los vicios y origen de los más grandes peligros. (Foucault, 2003, p. 20)

El anclaje del género dentro de esta sociedad no implicó, sin embargo, que se sometiera plenamente a la mera reproducción de los mecanismos impuestos por el mercado o las demandas ideológicas de una clase social, como se demuestra a través de la incorporación de algunos de los procesos de diferenciación y evolución de la llamada “literatura culta”, principalmente representada por las vanguardias; de ahí que el desarrollo del policial haya también respondido a una necesidad de reinvención y renovación constante siempre a partir de la lógica y las reglas propias del género.

Otro factor de indiscutible importancia es el papel protagónico que los medios de comunicación masivos adquieren en la época —la prensa, en particular— así como aquellos géneros periodísticos cuyo tema central son los “sucesos”, tema analizado por Roland Barthes (2003)7. Para el semiólogo, la estructura del suceso se organiza en función de una relación de causalidad o coincidencia entre dos términos. Así, al referirse a la primera de ellas, Barthes identifica como ejemplos “un delito y su móvil, un accidente y su circunstancia, y, desde luego, desde este punto de vista, hay clisés poderosísimos: drama pasional, crimen de dinero, etcétera” (p. 262). Barthes, asimismo, al referirse al crimen como una de las categorías de hechos que prevalece en el suceso, afirma:

ya es sabido su prestigio en la novela popular; su relación fundamental está constituida por una causalidad diferente: el trabajo policíaco consiste en rellenar al revés el tiempo fascinante e insoportable que separa al hecho de su causa; el policía, emanación de toda la sociedad entera, bajo su forma burocrática, se convierte entonces en la figura moderna del antiguo descifrador de enigmas (Edipo), que hace cesar el terrible porqué de las cosas; su actividad, paciente y tenaz, es el símbolo de un deseo profundo: el hombre colma febrilmente la brecha causal, se dedica a hacer cesar una frustración y un desasosiego8. (p. 264)

Principales rasgos del policial: los personajes

La capacidad de adaptación del policial ha producido una serie de variantes que alcanzan múltiples capas y grupos sociales9; sin embargo, la presencia de un público cultivado y asiduo parece haber impulsado la renovación del género como destaca Dubois (2006)10, lo cual, de paso, ha redundado en favor del prestigio del policial entre otros géneros “triviales”. Hoy parece innegable el hecho de que el género ha provisto de formas y temas a la literatura de vanguardia, así como introducido en el espacio de la literatura de consumo masivo una dinámica inédita de búsqueda y ruptura; pero es el carácter lúdico del policial el rasgo que lo acerca a las experimentaciones propias de la novela moderna, es decir, su capacidad de generar múltiples lecturas y variaciones a partir de un código básico dentro del que se identifica, entre otros elementos, un número reducido de personajes/actantes como la víctima, el detective y el culpable, que conforman un sistema cerrado y en el que cada uno establece relaciones de oposición con los demás; ello, por ejemplo, se comprueba en el relato policial clásico en que la víctima es colocada en la escena inaugural del texto por contraposición con el culpable, cuya identidad se revela al final del mismo. Así, si nos situamos exclusivamente en esa “primera historia” que, según Todorov (2003), ha concluido antes de que comience propiamente el relato11, la identidad de estos dos sujetos de la ficción se define en términos de oposición, pues uno es lo que el otro no es; en cambio, en lo que respecta a la historia de la investigación —que es aquella que desarrolla el relato—, los dos personajes enfrentados son el detective y el culpable, aun cuando en ello se reconozca el hecho de que la identidad del detective —sobre todo, en la novela seriada— se presenta como el producto de una función establecida de antemano. La bipartición entre dos historias propuesta por Todorov, sin embargo, no niega el hecho de que puedan existir entre ellas vasos comunicantes pues, a través de la investigación, el detective se aboca a la tarea de reconstruir la primera historia, es decir, a identificar qué móviles la originaron y cómo se produjo esta. En tal sentido, su tarea se asemeja a la de un hermeneuta o, incluso, a la del semiólogo que, como se verá más adelante, se ve en la necesidad de descifrar el sentido de los indicios que encuentra a lo largo de la investigación y relacionarlos entre sí, así como interpretar las respuestas, silencios u omisiones de los testimonios de los testigos del crimen, sus posibles coartadas, etcétera.

El esquema básico de los personajes del policial, no obstante, exige una revisión, pues es evidente que, en proximidad a la figura del detective, se sitúa la del sujeto de la enunciación, dado que ambos proveen observaciones e interpretaciones, es decir, son desencriptadores diligentes12 (Dubois, 2006, p. 89). Por otra parte, es también evidente que la identidad del culpable se construye gradualmente a través del proceso de investigación llevado a cabo por el detective; es decir, no aparece definida o identificada plenamente desde el inicio del relato, por lo cual se tratará más bien de una instancia a la que debe atribuírsele la denominación de “el (los) sospechoso(s)” e implica, adicionalmente, desplazamientos y grados de involucramiento en el crimen:

la suspicion et ses degrés fluctuent; tous les suspects ne le sont pas au même titre ni au même moment. De l’autre, il appartient en principe à l’ordre du multiple. Par exemple, il n’est pas rare que tout le personnel du roman soit frappé de suspicion. Au point que la question en devint facilement pour le détective: comment limiter la série proliférante des coupables possibles?13. (Dubois, 2006, p. 90)

Así, en tanto personaje ambiguo por el hecho de que reviste potencialmente dos rostros —el del inocente y el del culpable—, corresponde más bien al autor dosificar ya sea las virtudes o los vicios del sospechoso (Dubois, 2006, p. 90).

El esquema básico también puede someterse a un número mayor de variaciones en función de la focalización adoptada en el relato: si bien en la mayoría de relatos policiales la figura del detective asume el protagonismo de la narración, ello no impide que esta sea asumida por las demás instancias del esquema (la víctima, el presunto culpable) o que, en todo caso, dos de esas funciones sean adoptadas por un mismo personaje14. La figura del culpable es, sin embargo, la que reviste mayor complejidad, en tanto su identidad no se revela sino hasta el final del relato. En tal sentido, en su caso se trata de un sujeto que permanece ausente o disimulado tras la máscara de alguno de los sospechosos (Dubois, 2006, p. 98).

Asimismo, en el relato policial clásico, el culpable altera no únicamente el orden social —el de la ley, fundamentalmente— sino el orden ético, es decir, es identificado como una fuerza del mal opuesta al detective, hipotética representación del bien. Esta confrontación, sin embargo, no se realiza plenamente en el relato, en tanto, como se mencionó anteriormente, la identidad del culpable no se materializa sino al final del mismo; es decir, en el policial no se representa una lucha cara a cara entre dos adversarios irreconciliables, como tampoco la derrota y el castigo de aquel que representa el mal. En tal sentido, su configuración presenta una complejidad mayor que la de otros géneros de difusión masiva en los que estas polaridades se definen con precisión a lo largo de la narración15.

Por su parte, la víctima es la figura misma de la ausencia, una que remite a la negatividad irrefutable de la muerte (Dubois, 2006, p. 99). Esta muerte no suscita una empatía afectiva en el lector ni mucho menos una identificación, más bien es enunciada como un mero accidente de la narración, un elemento funcional con el que se da inicio a esta y que justifica la investigación a ser llevada a cabo por el detective. Finalmente, en tanto representación de la ley, el orden y la autoridad, la figura de este último tampoco da lugar a una identificación, en la medida en que su participación en calidad de investigador del crimen lo obliga a mantener una distancia estrictamente intelectual y profesional.

El policial como código

El hecho de que puedan reconocerse en el policial los roles aludidos —y, con ello, la recurrencia de una cierta estereotipia— no contradice la posibilidad de hallar variaciones dentro de un género fuertemente codificado. Todo relato policial contiene en sí mismo el germen de un cuestionamiento de las convenciones del género, de otra manera no podrían explicarse ni su permanencia ni su evolución a través del tiempo ni, mucho menos, su popularidad. Es más, la existencia de un público asiduo y, sobre todo, exigente habría obligado a esta literatura a la búsqueda de una constante renovación; aun cuando algunos críticos hayan distinguido un cierto agotamiento en las fórmulas ensayadas en determinados periodos16, el género ha logrado sobrevivir a las exigencias de su propio “principio de obsolescencia”.

En lo que respecta a la solución del enigma que rodea la identidad del culpable, se han establecido ciertas recurrencias en su caracterización —el hecho de que se trate del personaje menos pensado o calificado para realizar un asesinato o aquel que posea la mejor coartada—. Una primera fórmula —si cabe el uso del término— se relacionaría con la identidad y el prestigio de la posición que ocupa el personaje en la sociedad (un médico o un abogado, por ejemplo). El escándalo reside en cómo la conducta del culpable atenta contra la regla social (Dubois, 2006, p. 111) y, con ello, no solo quebranta, sino que desbarata los límites que drásticamente separan al criminal del ciudadano probo. Ello, sin embargo, no implica que el relato se postule como un instrumento de crítica del orden social o de una determinada ideología: la excepción, como puede suponerse, no implica el desmoronamiento de la regla.

Una segunda modalidad de resolución del enigma atañe a sus implicancias morales: los personajes implicados comparten lazos de parentesco. Se trata, por tanto, de desenlaces que develan el quebrantamiento de los lazos de sangre entre individuos que se deben lealtad y afecto, lo cual involucra no únicamente situaciones en extremo dolorosas, sino trasgresiones de aquello que se percibe como un tabú en una sociedad. No se consideran en este caso dramas pasionales o relaciones perturbadoras entre amantes a causa de celos u otros motivos, sino crímenes realizados por asesinos que guardan una relación de sangre con sus víctimas.

Finalmente, la tercera modalidad atiende estrictamente a la trasgresión de las convenciones del policial, específicamente a las transferencias de los roles de los personajes, en particular, el del culpable. En algunos casos, la culpabilidad puede recaer no exclusivamente en un determinado personaje sino en un objeto o, incluso, un animal17. Para el resto de trasgresiones, Dubois propone tres grandes clases: en la primera de ellas, el culpable es la víctima del asesinato, lo cual incluiría la posibilidad del suicidio o la inclusión disimulada del asesino en una serie de víctimas; en otros casos, el culpable puede hacerse portavoz de su propia víctima, lo cual deshace la idea misma de la culpabilidad; la segunda clase de trasgresión es probablemente la mayor de todas —el culpable es el detective— por el hecho de que esta posibilidad contraviene el pacto de lectura del género; la culpabilidad puede involucrar una responsabilidad moral del drama o la adjudicación del crimen a un adjunto o colega del detective; por último, en la tercera posibilidad, el culpable es el narrador, “ce cas nous fait sortir du modèle actantiel ou du système des personnages (…) pour nous déporter vers ce lieu extérieur à l’histoire qu’est la relation d’énonciation”18 (Dubois, 2006, p. 117); así, el asesino puede ser a la vez héroe, investigador, amigo de la víctima y, finalmente, sujeto de la enunciación.

El indicio

En los inicios del policial, el hallazgo del indicio y su posterior desciframiento juegan un papel fundamental. Conforme el género se desarrolle, algunos autores optarán por restarle importancia para dar paso a otras técnicas de recolección de información, como la coartada, el interrogatorio o, incluso, el análisis psicológico, dado el desarrollo del psicoanálisis a fines del siglo XIX y comienzos del XX19. El indicio, entendido como efecto de una causa, ocupará un lugar central en la reconstrucción de la historia del crimen —aquella que antecede a la narración misma— integrado a un sistema o cadena causal dentro del cual adquiere un funcionamiento y una significación. Así, los indicios se conciben como afloramientos de una historia escondida —la del crimen— en una historia manifiesta —la de la investigación—. En tal sentido, el indicio opera a la manera de una metonimia, es decir, se coloca en el lugar de otro término en función de una relación estrecha de causa-efecto con aquel. Asimismo, se presenta como el residuo de una conexión perdida, conexión que, por otra parte requiere ser restablecida si se pretende atribuirle algún valor (Dubois, 2006, pp. 125-127).

A la luz del desarrollo del policial, el interés y protagonismo del indicio sufre una serie de transformaciones: si en un principio se constituye en objeto privilegiado en la articulación del sentido de aquella “primera historia” del crimen, posteriormente su relevancia cederá paso a indicadores de un carácter más sutil que van desde la reconstitución de los hechos y la verificación de las coartadas al análisis de los comportamientos (Dubois, 2006, p. 129). Ello, sin embargo, no quita el hecho de que su disposición a lo largo del relato policial ha de responder a las reglas de un género que exige su articulación en una trama cuya lógica es sumamente estricta.

Es también evidente que el indicio aparece ineludiblemente marcado por la naturaleza de la investigación llevada a cabo por el detective, una de cuyas tareas consiste precisamente en deducir posibles significados y relaciones de causalidad a través de una constante interpretación/desciframiento; los comentarios formulados por el detective —eventualmente con la colaboración de asistentes o allegados— constituyen una suerte de metatexto que acompaña a la narración de las acciones, aun cuando ello implique una suspensión momentánea de la linealidad de la historia.

Por otra parte, como se ha visto anteriormente, más que en cualquier otro tipo de relato, en el policial se acentúa la importancia de la descripción del detalle y el poder de observación del narrador, lo cual repercute ineludiblemente en la atención que el lector ha de prestar a esos componentes. En tal sentido, el indicio contribuye a despertar y mantener el efecto de la sospecha tanto en el narrador como en el lector, lo cual produce una suerte de realismo paroxístico que subraya la importancia de toda acción, gesto o palabra (dicha o no dicha) que incide en la duplicidad de los signos/objetos que integran el universo de lo narrado.

La resolución del enigma

Finalmente, otro aspecto que merece atención en el policial es el carácter del desenlace: la revelación del nombre del culpable clausura el relato o la novela a la manera de un círculo que se cierra en sí mismo, lo cual da lugar a la resolución del enigma, quedando de ese modo saciadas las expectativas del lector. La circularidad del género, al menos en su versión clásica, se funda además en una simetría de base: si el punto de partida del relato se sitúa en el lugar ocupado por la muerte de la víctima, el cierre se produce con aquella otra muerte, de naturaleza simbólica: la del culpable; este último, metafóricamente, se despoja de su condición de sospechoso para “perecer” y diluirse en la nada al final del relato. Así, el reconocimiento de la identidad del culpable opera como un mecanismo de aniquilación y castigo: derrotada la causa del “mal”, puede entonces restablecerse la justicia y, con ello, el orden moral. El éxito final de la pesquisa implica, además, la eficacia de la ley para garantizar la estabilidad de la sociedad y el lugar de cada quien en ella: castigado el culpable, el lector comprueba el funcionamiento de las normas y convenciones que regulan la convivencia social.

En términos estrictamente literarios, el desenlace del policial subraya el carácter ficticio del texto como dispositivo: resuelto el enigma, la ficción finaliza y cede su lugar al mundo real dejando al lector sin la opción de formular interpretaciones que no sean aquellas que el propio texto impone: a diferencia de lo que ocurrirá más adelante con la literatura de vanguardia, en su versión primigenia el policial acusa un riguroso control de las coordenadas que organizan el mundo de la ficción, lo cual subraya la naturaleza de artificio del texto y su distanciamiento de las tribulaciones y el “caos” de la vida diaria. Ello también se ve reforzado por la caracterización de los detectives que protagonizan el policial, es decir, individuos que no requieren exponerse a las vicisitudes del mundo externo para demostrar sus dotes y resolver los casos más intrincados.

Cabe recordar, sin embargo, que desde el punto de vista del lector, la resolución del enigma es el resultado de un proceso gradual y lento en el que el saber se va construyendo progresivamente a partir de la dosificación de la información llevada a cabo por el narrador. El proceso involucra, además, tanto hallazgos como pistas falsas que forman parte de un juego en el que se alternan saber e ignorancia y que revela las dificultades propias de la búsqueda de la verdad y redunda en la verosimilitud de la pesquisa. Así, el relato policial exige del lector tanto paciencia como compromiso. Y la solución del enigma ha de surgir de una tenaz búsqueda en la que el ritmo de la narración puede acusar tanto hiatos como aceleraciones. El compromiso del lector con el relato es, no obstante, de una duración acorde con la intensidad y desafíos de la pesquisa en la que no caben las dilataciones y alargamientos propios de la novela extensa.

Fin de la edad de oro y surgimiento de la novela negra

En la cronología del género policial, una fecha importante se sitúa en los años previos a la Segunda Guerra Mundial20. Para Trelles Paz (2019), los cambios que se introducen en ese momento no modifican

la estructura narrativa del género porque si bien el arribo de la novela policial dura supone ‘un trabajo diferente con la determinación y la causalidad’, los principios básicos del descubrimiento final del whodunit y la construcción de la trama determinada desde el desenlace, apenas se alteran. (p. 31)

Estos cambios se producen paralelamente a la llegada de una crítica más tolerante con la popularidad y aceptación de género.

Desde un punto de vista sociológico e histórico, la llamada novela negra aparece, según Ernst Mandel, en la época de la Prohibición en Estados Unidos. En ese momento,

el crimen alcanzó su etapa de madurez desbordándose desde los márgenes de la sociedad burguesa hasta el centro mismo de las cosas. Los secuestros y la guerra de bandas ya no constituían solo el tema de la literatura popular ingerida por los lectores con una pizca de emoción y terror: un número considerable de ciudadanos tenía que enfrentarlos día a día. (2003, p. 40)

Durante este periodo aparecen las primeras revistas sensacionalistas, entre ellas Black Mask, fundada en 1920 por H. L. Mencken y George Jean Nathan. Entre los colaboradores de esa revista estuvieron Erle Stanley Gardner (1889-1970), Dashiell Hammett (1894-1961), James Cain (1892-1977) y Raymond Chandler (1888-1959), que más tarde alcanzarían la fama. Poco después, en los años treinta, nace la novela negra —también conocida como el roman noir— que emerge de la tradición de Black Mask21. Los dos exponentes más representativos de esta tradición serán Hammett y Chandler, a quienes pueden añadirse los nombres del belga Georges Simenon (1903-1989), el francés Léo Mallet (1909-1996) y el canadiense Ross Macdonald (1915-1983). En medio de la violenta atmósfera que prevalece en los años de la Gran Depresión y que anticipa la llegada de la guerra, según Mandel,

[l]a corrupción social, sobre todo entre los ricos, se desplaza ahora hacia el centro de la trama, junto con la brutalidad, un reflejo tanto del cambio en los valores burgueses, provocado por la Primera Guerra Mundial, como del impacto del hampa organizada. (2003, p. 41)

De este modo, uno de los principios indispensables en la concepción del género es el realismo, en particular en lo que concierne a los escenarios y contextos en los que se desplaza el héroe que, sin embargo, aún conserva algo del romanticismo del héroe del policial clásico, el de los detectives privados que se embarcan en la “búsqueda romántica de la verdad y la justicia per se”. Detectives como Marlowe, en las novelas de Chandler, a pesar de carecer de cualquier tipo de ilusión acerca del orden social que los rodea, “siguen siendo unos sentimentales, defensores de damiselas en desgracia, del débil oprimido por el fuerte” (Mandel, 2003, p. 41). El propio Chandler describe a este héroe como alguien que

[h]a de encarnar al hombre de una pieza, común y corriente, y fuera de lo común al mismo tiempo. Ha de ser, en pocas palabras, un hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin conciencia de ello y, ciertamente, sin que exista la menor mención al respecto22. (como se cita en Mandel, 2003, p. 41)

Estos detectives, asimismo, se caracterizarán por sus constantes desplazamientos por escenarios urbanos o suburbanos en busca de pistas e indicios, descritos minuciosamente a su vez por un narrador heterodiegético23, así como por el empleo de “preguntas obstinadas” en su contacto con aquellos personajes que puedan brindarles algún tipo de información. Son verdaderos profesionales de la detección que trabajan, en algunos casos, respaldados por asistentes o asistentas, que extienden sus redes de contactos a dueños de bares, hoteles y otros establecimientos —con el único fin de rastrear a sospechosos—, que consultan las páginas policiales o las de los obituarios de los diarios, hacen uso de automóviles y teléfonos e, incluso, van al cine. Viven, al fin y al cabo, inmersos en la acción y el movimiento propios de la vida de las grandes ciudades24.

Mandel, por otra parte, desde un enfoque marxista, sugiere que el auge de la novela negra se relacionó con lo que él describe como la transformación de las viejas clases medias en nuevas:

Conforme el número de granjeros independientes, artesanos y comerciantes disminuyó, aumentó el número de técnicos, oficinistas y empleados de las famosas industrias de servicio. El trabajo asalariado se introdujo en las actividades llamadas “profesionales” a una escala masiva. Estas transformaciones sociales implicaban una inmensa ampliación de la organización capitalista del trabajo, bajo la cual millones de personas se hallaban recientemente agrupadas. Fue esta gente (y en menor medida los altos estratos del proletariado industrial) la que propició el mercado masivo de las novelas policíacas. (2003, p. 42)

El desplazamiento de una economía rural a una industrial junto con el surgimiento de una fuerza de trabajo y consumo urbana, necesitada de distracciones en sus momentos de ocio —necesidad capitalizada magistralmente por industria cultural del entretenimiento a través del cine, las historietas o la música popular—, halló en la novela negra otra fuerza distractora poderosa para atraer a un público lector ávido de ficciones que, en alguna medida, reprodujeran el mundo en el que vivían25.

Hacia una definición de la novela negra

Una de las primeras observaciones que hace Ricardo Piglia (1941-2017) en su ensayo Lo negro del policial, al tratar de responder a la pregunta sobre qué es lo que caracteriza a la novela negra es que “[a] primera vista parece una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de caracterizar, en la que es posible incluir los relatos más diversos” (2003, p. 44). Para el escritor argentino,

Lo que en principio une a los relatos de la serie negra y los diferencia de la policial clásica es un trabajo diferente con la determinación y la causalidad. La policial inglesa separa el crimen de su motivación social. El delito es tratado como un problema matemático y el crimen es siempre lo otro de la razón. Las relaciones sociales aparecen sublimadas: los crímenes tienden a ser gratuitos porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma. (2003, p. 44)

Si en el policial clásico, ceñido a una lógica estricta, el detective se aboca a la tarea de descifrar enigmas —el cómo del crimen— más que interesarse por las razones del crimen, los

relatos de la serie negra (los thrillers como los llaman en Estados Unidos) vienen justamente a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, estafas, extorsiones, la cadena siempre es económica. (Piglia, 2003, p. 44)

En ese sentido, la novela negra viene a instaurar en el género el reino de la especulación, de los intereses económicos, de los deudores y acreedores, un mundo en el que todo ha de pagarse y las relaciones sociales y las diferencias de clase pasan a ocupar un primer plano26.

Si la lógica deductiva y la inteligencia analítica gobernaron de manera casi impoluta el género en el policial clásico, en la novela negra el trabajo de los detectives es mucho menos prolijo: sus movimientos, acertados o no, potencian la figura del crimen que se multiplica: no se trata ya de uno, sino de varios asesinatos que se van encadenando sin que el detective —y mucho menos las fuerzas del orden— hallen respuestas. A pesar de todo, en el centro de ese laberinto en el que la mentira y la corrupción imperan, el detective se revela como un sujeto incorruptible y honesto que renuncia al soborno a pesar de vivir en un mundo gobernado por el dinero.

Desplazada la inteligencia analítica y el razonamiento lógico del policial clásico como instrumentos en la develación del crimen, el detective de la novela negra no es más un teórico del crimen sino, fundamentalmente, un sujeto empírico que basa su conocimiento en la práctica —en el intento y sus consecuencias: errores y aciertos—, alguien que, además de deducir, anticipar, imaginar o proyectar las acciones de los sospechosos, actúa y debe “ensuciarse las manos”, lo cual genera toda una economía del cuerpo regulada de acuerdo con las circunstancias: golpear o ser golpeado brutalmente, asesinar o ser herido, escurrirse por ventanas, descolgarse por cornisas, tener relaciones sexuales, beber alcohol, fumar desmedidamente, sufrir de insomnio y muchas otras acciones en las que la violencia, el exceso, el deseo o la ausencia de límites hablan por sí solos. El detective, a fin de cuentas, se desplaza por un mundo desbordado —o en proceso de desbordarse—, al que resulta imposible oponerse o controlar meramente con la inteligencia, y se ve, a su vez, arrastrado por él.

Existe también una dimensión política en la novela negra que no se limita a desenmascarar la corrupción de jueces, policías y demás autoridades. Como señala Piglia, la serie negra en Norteamérica es contemporánea de la aparición de una toma de conciencia social entre los escritores y el surgimiento de un compromiso político: frente a un mundo en descomposición y violento, en el que justos pagan por pecadores y en el que impera la ley del más fuerte, algunos escritores abandonan la pasividad del trabajo intelectual y se alinean con las fuerzas políticas de la época27.

El thriller, además, se emparentaría con una vertiente de la literatura norteamericana ligada a un “costumbrismo social”, con lo cual las reglas fijas del policial clásico son postergadas o, en todo caso, modificadas en una “nueva” versión. Para Piglia, un ejemplo de ese traspaso se hallaría en el célebre cuento “Los asesinos” (1926) de Ernest Hemingway (1899-1961), cuento que para él prefigura las novelas de la serie negra:

En la historia del surgimiento y la definición del género, el cuento de Hemingway “Los asesinos”(1926) tiene el mismo papel fundador que “Los crímenes de la calle Morgue”(1841) de Poe con respecto a la novela de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan de Chicago para asesinar a un exboxeador al que no conocen, en ese crimen por encargo que no se explica y en el que subyace la corrupción en el mundo del deporte, están ya las reglas del thriller, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe preanunciaban toda la evolución de la novela de enigma desde Sherlock Holmes a Hércules Poirot. (2003, p. 46)

En “Los asesinos”, el protagonismo del diálogo, la descripción objetiva y lacónica de los personajes, la atmósfera sórdida del principal escenario de la acción, el uso de un lenguaje periodístico antiliterario—en el que predomina la denotación— y, sobre todo, coloquial, así como el enigma que se oculta tras la presencia de los protagonistas en la cafetería Henry’s en un pueblito de las afueras de Chicago, son todos rasgos que anticipan la novela negra28.

Finalmente, en la novela negra —y particularmente en las Chandler— asoma una nueva configuración de la ciudad, es decir, como señala Fredric Jameson (2003), “un nuevo tipo de ciudad sin centro, en la cual las diferentes clases han perdido el contacto con las otras porque cada una está aislada en su propio sector geográfico” y “una dispersión horizontal, una expansión divergente de los elementos de la estructura social” (p. 50). De este modo, el detective, a través de sus desplazamientos por ese lienzo geográfico representado por la “nueva ciudad” norteamericana sin centro, se transforma en el vehículo mediante el cual se alcanza a percibir la sociedad como un todo: Marlowe se convierte en un explorador involuntario de la sociedad y

visita tanto los lugares que no queremos mirar como aquellos que no tenemos posibilidad de mirar: lugares anónimos, lugares opulentos y reservados … lugares ocupados por personas sin rostro y que no dejan ninguna huella de su personalidad tras de sí. (Jameson, 2003, p. 50)

Como si se tratase de la otra cara de la misma moneda, en la narrativa de Chandler accedemos también al mundo de las grandes fortunas, de los clubes privados exclusivos, los hoteles de lujo, los casinos flotantes y, paralelamente a este mundo de opulencia y andamiajes casi teatrales, al cinismo de las autoridades locales coludidas con las organizaciones criminales, a un mundo sórdido y ambivalente con sus “pequeños odios, su omnipresente corrupción, sus arreglos y su perpetua preocupación por asuntos mezquinos y materialistas como los servicios cloacales, las ordenanzas, los impuestos a la propiedad, etcétera” (Jameson, 2003, p. 51).

* * *

A lo largo de este capítulo se han delineado los orígenes del policial clásico en el marco de la modernidad, así como los principales elementos y rasgos que conformaron un código que operó por un periodo relativamente extenso con reglas específicas pero que, a la vez, hizo del principio de obsolescencia uno de los mecanismos para generar variantes en su modelo original y transformarse según las necesidades de su público lector. Se ha reconocido, asimismo, la estructura de sus personajes, así como la función del indicio y el detalle como medios para la resolución del enigma. Por último, en la segunda parte del capítulo se han perfilado las principales modificaciones que el género adopta una vez que es asimilado al contexto del periodo de entreguerras en Norteamérica y cómo se convierte en un medio idóneo para la representación de una sociedad en crisis regida por los principios del materialismo y los grandes intereses económicos, así como el papel que la figura del detective asume en este nuevo mundo.

REFERENCIAS

Barthes, R. (2003). Estructura del “suceso”. En Ensayos críticos (pp. 259-272)(C. Pujol, Trad.). Planeta/Seix Barral (Obra original publicada en 1964).

Baudelaire, C. (1963). Œuvres complètes. Bibliothèque de la Pléiade.

Benjamin, W. (2003). Detective y régimen de la sospecha. En D. Link (Comp.), El juego de los cautos. Literatura policial: de Edgar A. Poe a P. D. James (pp. 10-13). La marca.

Benjamin, W. (1989). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Discursos interrumpidos I (pp. 15-60). Taurus.

Boileau, P., & Narcejac, T. (1975). Le roman policier. Presses Universitaires de France.

Chandler, R. (2014). La ventana alta (J. M. Ibeas, Trad.). Random House Mondadori (Obra original publicada en 1942).

Dubois, J. (2006). Le roman policier ou la modernité. Armand Colin.

Estébanez Calderón, D. (2000). Breve diccionario de términos literarios. Alianza.

Foucault, M. (2003). Criminalidad, poder, literatura. En D. Link (Comp.), El juego de los cautos. Literatura policial: de Edgar A. Poe a P. D. James (pp. 21-24). La marca.

Giardinelli, M. (2013). El género negro. Orígenes y evolución de la literatura policial y su influencia en Latinoamérica. Capital Intelectual.

Hammett, D. (2014). El halcón maltés (F. Calleja, Trad.). Alianza (Obra original publicada en 1930).