La ciudad sin límites - Alejandro Susti - E-Book

La ciudad sin límites E-Book

Alejandro Susti

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Beschreibung

El lector hallará en este libro un examen de los diversos modos con los que la literatura peruana de ficción y no ficción ha abordado la representación de la capital del Perú a lo largo de casi un siglo. Así, a través de la revisión crítica de novelas, cuentos, crónicas de costumbres y artículos periodísticos producidos por algunos de los principales autores peruanos, en este libro se descubren las sucesivas transformaciones que sufre la ciudad tanto urbanísticas, sociales como culturales. El itinerario se inicia con la visión idílica de la ciudad de inicios de siglo propuesta por uno de los exponentes de la generación del Novecientos (José Gálvez), para dar paso a la transformación del paisaje urbanístico y el ritmo de la vida cotidiana en las novelas de José Diez Canseco y Martín Adán y, poco después, la llegada de las masas de migrantes, principalmente de origen andino, que traen consigo el legado de sus culturas y naciones. Lima, entonces, dejará definitivamente de ser la vieja ciudad criolla y colonial para convertirse en una urbe cuyos límites físicos se expandirán y cuyo complejo entramado social reproducirá la heterogeneidad de la nación como se demuestra sucesivamente en los textos de los escritores de la generación del 50 (Ribeyro, Congrains Martín, Salazar Bondy, Zavaleta, Loayza, Vargas Llosa, Reynoso, entre otros) y la más reciente obra de quienes asumieron el reto de reinventar el espacio de la urbe en sus ficciones (Bravo, Urteaga, Higa, Jara).  

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Susti, Alejandro, 1959-

La ciudad sin límites. Lima en la narrativa peruana del sigloXX/ Alejandro Susti . Primera edición. Lima: Universidad de Lima, Fondo Editorial, 2021.

198 páginas.

Referencias: páginas 193-198.

1. Ciudades – En la literatura – Lima (Perú). 2. Vida urbana – En la literatura – Lima (Perú). 3. Escritores peruanos – Siglo XX. 4. Literatura peruana – Siglo XX. I. Salazar Bondy, Sebastián, 1924-1965. II. Lima (Perú) – En la literatura. III. Universidad de Lima. Fondo Editorial.

869.56

S96C3 ISBN 978-9972-45-567-4

La ciudad sin límites: Lima en la narrativa peruana del siglo XX

Primera edición impresa: mayo, 2021

Primera edición digital: septiembre, 2021

De esta edición

© Universidad de Lima

Fondo Editorial

Av. Javier Prado Este 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

[email protected]

www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Esta publicación es resultado de una investigación auspiciada por el Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima.

Versión e-book 2021

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Perú S. A. C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 404, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-567-4

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.o 2021-08165

Índice

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1

Narrativas de la primera mitad del siglo XX

CAPÍTULO 2

Una nueva generación de narradores

CAPÍTULO 3

Las crónicas urbanas de Sebastián Salazar Bondy

CAPÍTULO 4

Los espacios de la memoria (y del olvido)

CAPÍTULO 5

Adolescencia (e infancia) en la ciudad

CAPÍTULO 6

El barrio como vestigio del pasado

CAPÍTULO 7

Sobrevivir a la miseria y la violencia

CONCLUSIONES

REFERENCIAS

Tú piensas en el campo lleno y mojado, casi urbano si se mira atrás, pero que no tiene límites si se mira adelante, por entre los fresnos y los alisos, a la sierra azulita.

Martín Adán

La ciudad despierta en la neblina oscura y entra bulliciosa a la noche iluminada.

Oswaldo Reynoso

Habría que pedir el advenimiento de los escritores que canten la Lima que se viene…

Sebastián Salazar Bondy

La nación de los tranvías, el monstruoso pulpo costeño de tentáculos suctores de ilusiones, vanas esperanzas y de vidas, que es Lima.

Cronwell Jara

…el sol que sale en el centro del pecho en mitad de la calle, un silencio en la música dura de la ciudad sin límites.

Blanca Varela

A la memoria de

Oswaldo Reynoso (1931-2016)

Miguel Gutiérrez (1940-2016)

y Luis Urteaga Cabrera (1940-2020)

Introducción

La representación de Lima en la narrativa peruana del siglo XX ha recibido atención de parte de la crítica en las últimas décadas del siglo pasado y primeras del XXI1. Así, la producción de este corpus ha permitido establecer un marco interpretativo a partir del cual formular algunas hipótesis de trabajo en la obra de un conjunto de escritores peruanos. Como bien se sabe, la crítica suele situar los inicios de la modernización de la ciudad a partir del último tercio del siglo XIX, más específicamente en 1870, fecha en que son derruidas las antiguas murallas de la Lima colonial. Este acontecimiento no solo marca el comienzo del proceso de expansión de los límites de la ciudad, sino un reordenamiento de su espacio físico, a la vez que una resemantización de este: se trata del primer síntoma de cómo la modernidad comienza a inscribir sus marcas en el espacio de la ciudad para convertirla en un signo en permanente mutación cuyos planos, tanto del significante como del significado, asumirán nuevas configuraciones que reemplazarán o se fusionarán con las anteriores, históricamente. De este modo, la ciudad asume la forma de un palimpsesto en el que se registran tanto la historia de sus transformaciones urbanísticas como las referidas a las relaciones económicas y sociales entre sus habitantes: en este proceso, las fronteras simbólicas establecidas por el prestigio o marginalidad de ciertos espacios se desplazan continuamente en función de las dinámicas de poder que regulan las interacciones entre los actores sociales.

Las narrativas que se examinan en este trabajo dan cuenta de este proceso: cada una de ellas produce un imaginario de la ciudad en el que se reconocen diferentes modos de apropiación y relación con el espacio urbano vigentes a lo largo de casi cien años. En ello intervienen, entre otros factores, la extracción social, la edad, el género y las prácticas culturales de sus protagonistas que determinan a su vez la configuración de sus subjetividades y corporalidades. Como es evidente, los hallazgos se refieren exclusivamente a los diversos modos de imaginar y entender las múltiples y sucesivas transformaciones que sufre la ciudad2 y deben ser entendidas como productos de ficción y no como aproximaciones sociológicas y/o etnográficas. Si el historiador o el sociólogo disponen de una serie de herramientas que les permiten alcanzar un cierto grado de certeza acerca de cómo se desarrollan los procesos históricos y sociales —y, aun así, se trata siempre de aproximaciones de un sujeto histórico que postula una posible versión de lo acontecido3—, el crítico literario solo puede remitirse a esos productos de la imaginación verbal que conforman los “textos literarios”.

HABITAR LA CIUDAD, IMAGINAR LA CIUDAD

Habitar la ciudad —y, por extensión, imaginarla— conlleva siempre una nueva manera de concebir el espacio y el tiempo: la expansión de las fronteras que delimitan el espacio habitable, así como la ampliación de las distancias y la creación de nuevos recorridos producen un uso muy distinto del tiempo y el espacio, así como un nuevo modo de narrar y representar la experiencia. De ese modo, el derrumbamiento de las fronteras físicas es también el de la distancia (simbólica, se entiende) entre los “unos” y los “otros”, es decir, el surgimiento de un grado de conciencia mayor de la “diferencia”, en términos sociales, y de aquello que la condiciona.

Mi interés en este trabajo, por lo tanto, se centra en examinar aquellos textos en los cuales la representación ficcional del espacio urbano permite entender la configuración de sujetos cuya experiencia da cuenta de sus transformaciones y la interacción con este. De esta manera, contrariamente a lo que sucede con las novelas renacentistas o decimonónicas, en la narrativa moderna el espacio se convierte en una categoría relativa en la que la estabilidad del escenario o marco de la acción deja de tener un contorno preciso y único: tanto la ciudad como el sujeto que la habita se encuentran en perpetuo movimiento, de manera tal que no existe ya un punto fijo de mira a través del cual representar el espacio. La tarea del crítico resulta ser entonces doblemente dificultosa dado que debe atenerse al carácter no solo imaginativo de los textos a analizar, sino a la inestabilidad y fugacidad que caracteriza la relación de los narradores o personajes con el marco de la acción en que actúan y con el cual interactúan. Rodeado y absorbido por la urbe que habita, el sujeto de la acción verbal —tal como sucede con el crítico— carece de certezas, está a todas luces desvalido y desprotegido como una criatura que ignora su destino y avanza a tientas entre las ruinas del tiempo en la ciudad. Si a estas dificultades se agrega aquella otra que concierne a los diversos modos de los que dispone un narrador para representar el universo de la ficción —esto es, el realismo, sea este social, maravilloso o de cualquier otro tipo, o lo fantástico, lo mítico y sus múltiples variantes— la tarea alcanza un grado sumo de dificultad: como se verá más adelante, si bien el realismo fue por un extenso periodo el modo narrativo privilegiado por los narradores peruanos bajo la falsa premisa de que resultaba el mecanismo más apropiado para representar con mayor verosimilitud y completitud las complejas realidades a las que se enfrentaba el habitante de la urbe moderna, hoy es evidente que parecen ya agotadas sus posibilidades ante la evidente renuncia de algunos narradores contemporáneos a las aparentes bondades de ese modo narrativo.

Si aceptamos que las nuevas fisonomías urbanas y la transformación del tejido social de la ciudad que empiezan a operarse desde fines del siglo XIX modifican para siempre la percepción de esta y el imaginario de sus habitantes, resulta claro que este fenómeno generará la necesidad de crear redes de significación de una mayor densidad simbólica para la conformación de ese nuevo territorio (Güich y Susti, 2007, pp. 10-11). Así, como primer paso en este trabajo serán analizados los textos de no ficción Una Lima que se va (publicada originalmente en 1921 y reeditada en 1947 y 1965) y Calles de Lima y meses del año (1943) del escritor José Gálvez (1885-1957), integrante de la llamada generación del Novecientos, así como la novela epistolar Cartas de una turista de Enrique A. Carrillo (1877-1936); asimismo, en este capítulo se incluirán tres textos narrativos de José Diez Canseco (1904-1949) —las novelas cortas El kilómetro 83, Suzy y Duque(1934)—, así como La casa de cartón (1928) de Martín Adán (1908-1985), textos en los cuales se postula una nueva concepción del espacio y el tiempo, así como una relación inédita entre el sujeto y la ciudad.

El gran giro, sin embargo, se originará a partir de las profundas transformaciones que sufre Lima desde mediados de la década de los años 40, fenómeno presente en la producción cuentística de algunos de los integrantes de la generación del 50. Es, por lo tanto, primero el cuento —y no la novela— el campo de exploración temática y formal de las nuevas realidades de la urbe. Quien indiscutiblemente llevará a cabo con mayor exhaustividad este proyecto será Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) quien se encargará de representar la experiencia de desarraigo, postergación y alienación del sujeto moderno a través de un significativo número de personajes de diversas capas y estratos sociales en el ámbito de una ciudad caracterizada por su intolerancia a la vez que por sus carencias para resolver las nuevas necesidades de sus habitantes. La primera parte del segundo capítulo, por lo tanto, está dedicada a las discusiones de la época en torno a la “nueva novela” y, en particular, al protagonismo que asume el realismo en ese proyecto; las siguientes secciones se ocupan de desarrollar dos zonas temáticas exploradas por estos narradores —de lo que he dado en llamar “la ciudad de los márgenes” y “la politización del espacio urbano” — en cuatro novelas: No una sino muchas muertes (1957) de Enrique Congrains Martín (1932-2009), Una piel de serpiente (1964) de Luis Loayza (1934-2018), Los aprendices (1974) de Carlos Eduardo Zavaleta (1928-2011) y Cambio de guardia (1976) de Julio Ramón Ribeyro.

El tercer capítulo aborda las crónicas urbanas de Sebastián Salazar Bondy (1924-1965) —tema del que ya me he ocupado anteriormente4—, pues en ellas también se trasluce una concepción que complementa la visión y percepción de la ciudad que el autor proyectó en su obra de ficción y en su ensayo Lima la horrible (1964). Los textos periodísticos de Salazar Bondy proporcionan una noción muy clara de lo que significa imaginar Lima como proyecto utópico a la luz de los cambios que ya estaban ocurriendo en la época en que sus crónicas fueron escritas, a la vez que son un testimonio fehaciente de la relación que el cronista estableció con el ciudadano de la calle.

El capítulo cuarto está dedicado al análisis de dos testimonios puntuales de la “extraviada nostalgia” de raigambre pasatista —a la cual aludía Raúl Porras Barrenechea en su Pequeña antología de Lima—; en él me ocuparé de los cuentos “Los eucaliptos”, incluido en Cuentos de circunstancias (1958) de Ribeyro y “Enredadera” de Loayza —parte del volumen Otras tardes (1985)—, que demuestran que, a pesar del interés de los escritores de la generación del 50 por representar las nuevas realidades que aquejaban a la ciudad a mediados de siglo, existió también en ellos un cierto apego por aquellas otras vinculadas al pasado y su relación conflictiva con el presente, realidades que estaban a punto de desaparecer en la Lima que les tocó vivir y que representaron en sus obras.

El capítulo cinco se desarrolla en torno a la experiencia de personajes adolescentes en cuatro diferentes textos: el cuento “Cara de Ángel” de Los inocentes (1961) de Oswaldo Reynoso (1931-2016), la novela corta Los cachorros (1967) de Mario Vargas Llosa y las más extensas Un mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce y Los hijos del orden (1973) de Luis Urteaga Cabrera (1940-2020). En todos ellos me interesa la representación de la ciudad, pero también la relación que los personajes establecen con ella para reconocer las diferencias entre personajes que provienen ya sea de sectores oprimidos y marginales, así como de la clase media e, incluso, como sucede en la novela de Bryce, de la oligarquía limeña.

El sexto capítulo está dedicado a dos novelas escenificadas en dos espacios disimilares, los distritos de Chorrillos y La Victoria: Barrio de broncas (1971) de José Antonio Bravo (1937-2015) y Final del Porvenir (1992) de Augusto Higa. Lo particular de estos dos textos reside en el abordaje del espacio de los barrios en los que habitan ciertos sectores populares de Lima de mediados del siglo XX que, en su momento, se ubican en los extramuros de la ciudad: si bien la novela de Bravo pretende abarcar la historia del balneario de Chorrillos desde la época preincaica, el centro de las acciones se sitúa a mediados del siglo XX, más específicamente, en la década de los años 40; en la novela de Higa, en cambio, el eje cronológico se desplaza hacia la década de los años 50 y da cuenta de las transformaciones que sufren el barrio de El Porvenir y sus habitantes ante la creciente presión social ejercida por la llegada de los primeros migrantes a la capital.

Finalmente, el séptimo y último capítulo está dedicado a las novelas de Cronwell Jara, Montacerdos (1981) y Patíbulo para un caballo (1989), en las cuales se reconoce el surgimiento de un nuevo paradigma en la representación de la experiencia del habitante de la urbe que, sin lugar a dudas, se corresponde con las profundas transformaciones ocurridas a lo largo de un periodo de casi medio siglo. Como se verá más adelante, los textos de Jara presentan una serie de innovaciones que involucran no solo la construcción de un nuevo paisaje urbano asentado en el espacio de la barriada, sino el abandono del paradigma del realismo en la representación de la ciudad, así como la asimilación de un significativo número de referentes del canon literario hispanoamericano y peruano.

* * *

Quiero señalar que la selección de los textos realizada obedece al enfoque adoptado en este trabajo y expresa una opción personal. Como podrá intuir el lector, resulta imposible abarcar la totalidad de la producción literaria realizada en el Perú —narrativa, periodística, ensayística o de cualquier otro género— en que Lima es representada. Por ello, uno de los objetivos ha sido trazar una línea argumentativa (cuya manifestación más evidente son los títulos de los capítulos) que permita dar coherencia a un proceso cuyas aristas son sumamente diversas y cuya extensión abarca casi un siglo, así como facilitar al lector no especializado una vía de acceso al tema planteado.

Por otra parte, en la medida de lo posible he intentado satisfacer las demandas de un sector de la crítica que por mucho tiempo ha reclamado una mayor atención a la obra de ciertos narradores cuya obra ha sido, voluntaria o involuntariamente, marginada del canon literario de nuestro país. Como bien sabemos, la valoración de la producción literaria de un país como el Perú depende de los circuitos de distribución y difusión de las obras y produce, muchas veces, la injusta exclusión de muchos de ellos. De hecho, es evidente que el tema a partir del cual se organizan los materiales a analizar acusa un sesgo según el cual se tiende a privilegiar una vertiente narrativa —la urbana y la específicamente “limeña”— de la cual no todos nuestros escritores han sido partícipes: colocar a Lima como el eje de un trabajo de esta naturaleza implica ya una elección de ciertas obras y autores —algunos de los cuales han recibido una atención crítica mayoritaria5— así como la exclusión de otros.

Por otra parte, las limitaciones de la expresión “narrativa urbana” se hacen evidentes desde el momento en que se constata que toda definición de la “urbe” resulta inestable dadas las constantes transformaciones que una ciudad como Lima ha sufrido desde su pretendida llegada a la modernidad. Como bien se sabe, desde muy temprano Lima fue una ciudad ya habitada por una significativa población provinciana6, situación que se agudizó a partir de las migraciones iniciadas desde mediados de los años 40 y que, cuatro décadas más tarde había asumido nuevos perfiles, como señala José Matos Mar (2002):

La mayoritaria masa urbana de migrantes se hace cargo, al promediar la década de 1980, de su propia dinámica económica, social y cultural. Las barriadas y los barrios populosos convertidos en crisoles que fusionan las distintas tradiciones regionales se convierten en focos poderosos de un nuevo mestizaje de predominante colorido andino, generando estilos de cultura, opciones económicas, sistemas de organización y creando las bases de una nueva institucionalidad. (p. 138)

Asimismo, si colocar en el centro de atención a la capital del Perú implica desatender una parte significativa de la producción literaria, también significa reincidir en la vieja y desgastada dicotomía que opone el mundo rural / andino al urbano, el arcaísmo a la modernidad, la barbarie a la civilización, etcétera7 y, de paso, perder de vista el surgimiento de una literatura que subraye la heterogeneidad cultural del Perú, como señala Antonio Cornejo Polar (1998) al comentar novelas tales como Crónica de músicos y diablos (1991) de Gregorio Martínez y País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez, publicadas a inicios de la década de los años 90.

Una última acotación crítica ha de referirse a la visible ausencia de escritoras en el corpus considerado en este trabajo, constatación que, sin lugar a dudas, merecería en el futuro una revisión pues se trata de una deuda pendiente de la institución literaria en el Perú de la que este trabajo no escapa. Sin embargo, es preciso señalar que el protagonismo de las mujeres en las ficciones estudiadas se hace evidente como demuestran los textos de algunos de los autores incluidos8. A pesar de ello, como intuirá el lector, se trata en todos estos casos de sujetos imaginados por escritores y que, en última instancia, estas representaciones han sido modeladas de acuerdo con las convenciones de una sociedad en la que los roles de género aún expresan una marcada desigualdad en términos de oportunidades y realizaciones, así como una exclusión sistemática de las mujeres.

* * *

Quiero expresar mi agradecimiento a aquellos colegas que de alguna manera colaboraron en este proyecto con sus valiosas observaciones. A Alberto Portugal y Jorge Marcone, quienes revisaron los resultados de las primeras etapas de esta investigación; a Camilo Fernández Cozman, por su constante aliento y respaldo. Al Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima, que hizo posible el desarrollo de esta investigación a través de un fondo a lo largo del periodo 2019-2020 y, en particular, a su directora Teresa Quiroz, por su confianza y apoyo.

Capítulo 1

Narrativas de la primera mitad del siglo XX

El legado de las Tradiciones peruanas de Ricardo Palma (1833-1919) en la configuración de un imaginario de la ciudad de Lima, colonial y republicana, es innegable. Así, en su trabajo sobre la tradición literaria forjada en torno a Lima, Eva María Valero Juan (2003) anota lo siguiente:

En las Tradiciones peruanas [sic] [se realiza] la primera fundación literaria de la Lima mítica del pasado, es decir, la constitución de un corpus literario en el que la ciudad de Lima, colonial y republicana, adquiere la resonancia de un espacio espiritual fundado y fijado en la memoria colectiva del pueblo limeño. De este modo, Ricardo Palma adquiere el título de primer fundador literario de la capital peruana. (p. 11)

A una conclusión similar llega Roberto Reyes Tarazona (2019), quien recoge la afirmación con la cual Raúl Porras Barrenechea presenta la antología preparada por él con motivo del IV Centenario de Lima, en la que reconoce el papel del tradicionista en la historia de la ciudad (“La ciudad —ya lo sabéis— la fundaron en colaboración don Francisco Pizarro y don Ricardo Palma”):

¿Qué quiere decir entonces Porras con la “cofundación” de Lima entre Pizarro y Palma? ¿Es solo una frase efectista? ¿O es que hay un sentido profundo en lo dicho por el distinguido historiador? ¿De qué manera Palma aporta en la nueva fundación de Lima?

[…]

Mediante las tradiciones, esa singular combinación de ficción e historia, de relato costumbrista y documento de archivo, Palma recrea una Lima que fascinó a los lectores de su tiempo y a los de las generaciones sucesivas, no obstante los cambios y la marcha inexorable de la capital hacia la modernidad, tanto en lo social como en lo urbanístico y arquitectónico. (pp. 43-44)

La popularidad de las Tradiciones peruanas contribuyó a la construcción de una visión idealizada del pasado colonial de la ciudad que adquirió vigencia aun después de la debacle que sufre el país con la guerra del Pacífico. Este culto y devoción al pasado colonial subsistirá en la obra de los escritores de la generación del Novecientos, como lo evidencian los textos de José Gálvez, José de la Riva Agüero (1885-1944) y Ventura García Calderón (1886-1959), publicados a comienzos del siglo XX. En el caso de Gálvez, el influjo de la obra de Palma se evidencia en un conjunto de crónicas periodísticas publicadas entre 1912 y 1920 que formarán parte de la primera edición de Una Lima que se va, en 1921, y serán reeditadas en 1947 y 1965. Significativamente, una carta-prólogo firmada por el propio Palma y fechada en 1913, refrenda simbólicamente la autenticidad y valor del texto de Gálvez:

Mi queridísimo poeta José Gálvez va a matricularse entre los hombres que viven la vida de la gente seria. Por eso le obsequio la pluma con que escribí mis Tradiciones. A fin de que la entinte para dar a luz cuadros histórico-socio-lógicos [sic] de Lima. Por los pocos que ha publicado hasta ahora, puedo augurar que mi pluma, manejada por José Gálvez, enaltecerá siempre el recuerdo de mi nombre. (1947, p. IX)

Una Lima que se va está dedicado fundamentalmente a la descripción y evocación de un conjunto de prácticas, rituales y costumbres así como personajes y espacios, tanto públicos como privados, del centro histórico de la ciudad que se encuentran, según el autor, en vías de extinción. Un ejemplo de ello aparece en el capítulo inicial del libro (“En la casa de los pobres”) en el que Gálvez (1947) plantea una relación estrecha entre el espacio y el tiempo:

Fueron siempre en Lima lugares clásicos donde se refugió la vida antigua, las llamadas casonas de señoras pobres, asilos fundados por la piadosa caridad de algunas personas, para que en ellos se recogieran las señoras venidas a menos lejos de la pampa del mundo, libres de la tiranía del casero. En aquellas casas, algunas originalísimas en su construcción, se guardaban religiosamente los recuerdos de los buenos tiempos. De allí salieron flores de briscado, labores finísimas de tejidos y bordados, bocaditos sabrosos, nueces rellenas, imperiales, pastas, a la vez que tradiciones y consejas. Entre sus muros tristes, a menudo arrastraron su vejez resignadas damas que fueron opulentas, y en los jardincillos modestos se cultivaron flores de humildad y religiosa fragancia. (p. 1)

El autor se aboca al rescate de una sensibilidad que califica como única y originalísima asociada con ciertos “lugares clásicos” a punto de desaparecer a manos del progreso y el desarrollo de la ciudad. La identificación de estos espacios como “clásicos” privilegia una visión histórica y estética que segmenta el espacio de la ciudad según sus vínculos con determinadas tradiciones así como narrativas. En el caso de las “casonas pobres”, se hace evidente, además, la feminización del espacio habitado por mujeres que realizan tareas propias de su condición (labores de bordado y gastronomía, principalmente), según las convenciones de la época. Gálvez atiende a la decadencia del marco que rodea la vida de algunas de estas damas antes “opulentas” (“muros tristes”; “jardincillos modestos”), así como estilos de vida y costumbres arraigados en estos espacios recónditos y apartados de la modernidad.

Ejemplos como el citado dan cuenta del desplazamiento de los límites que tradicionalmente enmarcaban las relaciones sociales, así como la configuración de los sujetos. En tal sentido, la atención prestada a las nuevas costumbres que forman parte del tejido social dará como resultado una cierta ambivalencia, como ocurre en el capítulo dedicado a la importancia de la tertulia en la vida social limeña:

El cinema, los teatros, los paseos públicos han asesinado vilmente a la tertulia. Donde se mantiene mucho la costumbre de las visitas es entre las huachafas y la verdad es que han retenido bastante de las costumbres de antaño, como la de hacer rueda y jugar a las prendas. Los huachaferos gozan inmensamente con estas tertulias en las que hay un movimiento y colorido semejantes a los que hubo en las antiguas casas más encumbradas de Lima. La huachafería no es efectivamente en el fondo sino un atraso en las costumbres, un rezago y una dificultad de adaptación que engendra, a mi ver, imitaciones deficientes… Entre los visitantes no hay que olvidar junto al huachafero, o amante y especialista de la huachafería, el huachafoso, parte de integrante de ella, que para visitar se pone el vestido dominguero, se perfuma, lleva flor al ojal y se imagina brumelesco e impecable, empeñado en imitar a los jóvenes de “nuestra mejor sociedad”. (Galvez, 1947, pp. 175-176)

Los huachaferos, por una parte, cultivan “costumbres de antaño” que es necesario conservar pero, por otra, actúan como impostores que se confunden con los verdaderos representantes de un “mejor” orden de cosas (“nuestra mejor sociedad”): son, en el fondo, una comprobación de que en el mundo de la modernidad resulta imposible distinguir entre aquellos que realmente son auténticos (¿los “verdaderos” limeños?) y quienes no lo son. La autenticidad es siempre identificada en Una Lima que se va con el pasado de la ciudad, un pasado no necesariamente colonial sino de formas de intercambio social de un tiempo y espacio remotos, un cronotopo al margen de la historia1: esta estéril arqueología del pasado involucra también la crítica de medios de transporte masivo de la Lima de comienzos de siglo, como el tranvía:

El tranvía eléctrico, a la vez que algún pintoresco rincón limeño, destruyó el encanto de la vida sencilla de los balnearios, la perfecta unión en estos pequeños pueblos, la ilusión de que eran lugares de distracción, de reposo y de campo. Cada vez que el cronista pasa por alguna abandonada estación del antiguo ferrocarril inglés, siente que le sube desde lo más recóndito de su memoria adolescente y de niño, una ola de recuerdos de insuperable frescura. (p. 160)

Miraflores es el lugar que por excelencia aman los que no viven para fuera, sino para su deliciosa o atormentada intimidad. A pesar del progreso, de la muerte de su gótica estación que delineó un alemán sacerdote jesuita y del tranvía eléctrico vulgar, ha conservado su apacibilidad, su mansísimo encanto de árbol que da sombra y frescor. (pp. 162-163)

Gálvez acusa un marcado escepticismo con respecto a los desplazamientos entre los límites que separan lo público de lo privado. Su valoración positiva de la “intimidad” de los limeños y de ritos familiares como el bautismo, el matrimonio o la tertulia responden a una visión cerrada y endogámica de cada uno de los estratos de la sociedad:

Estas grandes tertulias que hicieron famosas las casas de Codecido, de las Riglos, de Zevallos, del Mariscal la [sic] Fuente y otras, dieron un aspecto suntuoso a la vida social limeña, que hoy languidece víctima de vulgar monotonía, o se confunde fuera de los hogares en los centros públicos, con el ambiente equívoco de los casinos europeos. (Gálvez, 1947, p. 167)

La pulpería ha sido y es todavía (aunque ahora mucho menos por el gran desarrollo de las instituciones populares), un centro de reunión y de tertulia de los mozos de barrio […] Cuando no llegan los compadres, el pulpero es el que hace el gasto, averigua todos los chismes del barrio y entre un despacho de manteca y otro de caramelos, en mangas de camisa, contesta las preguntas del vecino y comenta con él la vida del vecindario. (p. 177)

El elogio de las pulperías, identificadas con las clases populares contrasta con la crítica a los nuevos espacios de la escena social como los clubes privados o los “casinos europeos”. Instituciones cono el barrio, el vecindario o la familia adquieren en el discurso de Gálvez un valor positivo por el hecho de que contribuyen a reconocer el lugar de “cada quien” en la sociedad. Según esta concepción, no es el status económico lo que define al sujeto, sino su pertenencia a un determinado tejido social.

Una empresa de distinta índole se propone en Calles de Lima y meses del año (1943), libro posterior, en el cual Gálvez revela su erudición con respecto a la toponimia de las calles, manzanas, barrios y plazas del centro de la ciudad. Provisto de ese conocimiento pero también de su imaginación e intuición, se aboca a la tarea de descifrar el espacio urbano como un palimpsesto en el que se superponen la historia, la cultura y hasta los hábitos lingüísticos de los limeños:

Una explicable asociación de ideas a base de lo actual y la dificultad para imaginar, tal como fué [sic], lo desaparecido, hace, en ocasiones, difícil rehacer la fisonomía de ciertos barrios, después de su transformación. Las mismas referencias antiguas resultan con frecuencia vagas, no obstante la prolija minuciosidad de muchos documentos antiguos, por el cambio inevitable en el valor de ciertas palabras. Desorienta, a veces, por ejemplo la expresión muy usada “junto a tal o cual lugar”, porque no siempre denotaba contigüidad. (p. 39)

Si a través de las crónicas de Una Lima que se va el autor intenta rescatar un conjunto de instituciones, personajes y modos de vida en vías de desaparición, en Calles de Lima y meses del año el vínculo espacio-tiempo se estructura de un modo distinto. El uso en las primeras páginas de la expresión Almanaque callejero expresa la necesidad de estrechar esa relación para producir un conocimiento más profundo del pasado de la ciudad; este, a su vez, debe revelar el vínculo “natural” y “motivado” entre las calles y sus nombres, aun cuando el autor se contradiga al sugerir la posibilidad de una “arbitrariedad espontánea” en el bautismo de estas, producto de la “improvisación popular”:

Atrevida empresa, en cierto modo —y no lo digo por presunción sino por temor de no lograrla— es ésta de relacionar para un Almanaque callejero meses del año con calles de Lima. La arbitrariedad espontánea como fueron bautizadas muchas de ellas, desde antaño por la improvisación popular, al margen de todo oficialismo, hace de la toponimia de la ciudad antigua algo pintoresco y bizarro. (p. 3)

La reconstrucción del pasado se sustenta en el conocimiento de la historia de los nombres de las calles, proceso que lleva Gálvez (1943) a descubrir la alternancia de dos voluntades en conflicto: la de un discurso oficial que impone determinadas denominaciones a las calles y la de una voluntad popular reflejo, a su vez, de los saberes y costumbres de sus habitantes, tal como señala más adelante en el texto:

En el siglo XIX, el año 1861, la Municipalidad de Lima, considerando enrevesada la nomenclatura colonial, dispuso denominar las calles de Norte a Sur con nombres de Provincias del Perú en planchas amarillas y las de Este [sic] a Oeste [sic] con nombres de Departamentos en planchas azules, y en un órden [sic] semejante al del territorio nacional, de modo de hacer coincidir cada calle con nombre de provincia, en algún punto, con la de su respectivo departamento. (p. 5)

Como los nombres de las calles de Lima fueron resultado del hábito y reflejo de costumbres y no respondieron a propósitos deliberados de bautismos impuestos. (p. 39)

El texto, por otra parte, presenta una serie de paralelismos que parecen eludir la naturaleza de los cambios que afectan a la ciudad, noción que sugiere una visión estática o sincrónica de esta:

En el siglo XVI antes de denominarse esta vía la Amargura, estaba comprendida en el común indicador del “camino a Pachacamac”, como todas las del sur así como las del Oeste [sic] se llamaban “camino de la mar” y las del este, hacia arriba, “camino de la sierra”. En esto, como en tantas otras cosas, lo más remoto se parece a lo más actual. La Lima naciente de los primeros años debió asemejarse mucho a los modernísimos lugares de huertas y chacras circunvecinas en trance de urbanización. Ya en el siglo XVII el “camino a Pachacamac” se llama preferentemente de Surco y como el mar homérico era innumerable. (p. 44)

Por último, otro aspecto vinculado ya no al ámbito del espacio público sino al privado, es el énfasis colocado en el estatus y jerarquía social de quienes fueron los primeros propietarios de determinadas zonas de la ciudad. Así, Gálvez crea una distinción y jerarquización entre estos dos tipos de espacio sustentadas en el poder económico de sus propietarios lo cual normaliza la hegemonía de una clase y, de paso, legitima las desigualdades sociales:

Fue famoso en la Amargura el callejón de Zumarán, antigua propiedad de Don Domingo de Ordazábal. Los Zumarán y los Hurtado y Zumarán vendieron al opulento Don Julián Zaracondégui, el de la bullada quiebra, quien en 1872 vendió a su vez al diplomático boliviano Don Juan de la Cruz Benavente, y su heredera, Doña Manuela Benavente de Sáenz, enajenó a la Beneficencia. Aquel callejón se llamó después de la Esperanza y es hoy hospicio de señoras pobres. (p. 45)

En su conjunto, Calles de Lima y meses del año es probablemente una de las últimas expresiones de la visión pasatista de la ciudad fundada por las Tradiciones palmianas. Coincidentemente, durante el mismo periodo —la década de los años 40— aparecen otras publicaciones que también inciden en una visión que contrasta con las transformaciones urbanísticas, sociales y culturales que se están dando en ese entonces2.

Otro testimonio de la visión pasatista de la ciudad al que aludiré brevemente lo proporciona la novela epistolar Cartas de una turista (1907) de Enrique A. Carrillo, “Cabotin”, en la que se propone una representación del balneario sureño de Chorrillos de comienzos del siglo XX a través de la focalización de su protagonista, una turista inglesa:

Trapisonda —a donde he venido a pasar el verano con mamá y miss Sparklets, mi vieja y bondadosa chaperonne— es un balneario, donde se reúne toda la gente adinerada y de campanillas de este país. La ciudad se extiende en lo alto de un empinado barranco, ante una tranquila y anchurosa bahía, de líneas amplias y armoniosas. Se halla situada a treinta minutos de la capital, con la que se comunica de hora en hora —¡de hora en hora, solamente, darling!— por medio de un tren perezoso, que sale cuando quiere y llega cuando puede. (p. 29)

[…]

En Trapisonda, solo dos grandes avenidas paralelas que dividen la población en toda su amplitud, merecen el nombre de calles. En ambas, al pie de las rústicas veredas de viejos tablones, se extiende una doble hilera de hermosos árboles, de copa ancha y polvorienta. En esta comarca, donde se acostumbra a podar el árbol hasta dejarlo desnudo, como un poste telegráfico, la sombra amiga de esas enramadas y el suave murmureo de sus hojas me procuran una sensación muy dulce y muy honda. (p. 30)

Las descripciones citadas configuran un paisaje de resonancias idílicas en que la ciudad establece una relación armónica con el paisaje natural circundante y se complementa con él. En “esta comarca”, el tiempo transcurre sin prisa, acompasado por la presencia de un tren que “sale cuando quiere y llega cuando puede”. No estamos, entonces, ante un espacio urbano que exija al personaje desplazarse y, con ello, apropiarse simbólicamente de este. Nada, en realidad, resulta tan cómodo como describirlo mediante la modalidad textual de la carta destinada a alguien —aludido por el vocablo inglés darling— ausente y situado fuera de la narración y del mundo representado. Por otra parte, la adopción de la carta como vehículo de comunicación contribuye a dar cuenta de un universo cerrado en sí mismo —existente solo dentro del marco preciso que establece la comunicación epistolar regida por una fecha y un espacio específicos— donde el presente se configura como un tiempo ya pasado y concluido para el destinatario.

Otro rasgo que subraya el carácter estático del espacio y el tiempo reside en el empleo del topónimo “Trapisonda”, que incide en el tono irónico adoptado por la protagonista para describir la apacible y monótona vida social del balneario3. En este escenario casi aldeano queda excluida la posibilidad de cualquier transformación; “las dos grandes avenidas que dividen la población en dos grandes avenidas paralelas” apenas “merecen el nombre de calles”, es decir, no ofrecen la morfología propia de una ciudad moderna, así como la presencia de sujetos sociales no pertenecientes a la clase alta.

LA LIMA DE JOSÉ DIEZ CANSECO: EL KILÓMETRO 83

La narrativa de José Diez Canseco ocupa un lugar singular en el desarrollo de la representación del espacio urbano de Lima. En una parte significativa de su obra —sin incluir la novela corta Duque de la cual me ocuparé más adelante— convergen la evocación de una Lima criolla y los síntomas del surgimiento de una urbe moderna. La ciudad representada en cuentos como “El trompo” o “El kilómetro 83” históricamente corresponde al periodo en que los viejos barrios populares del centro de Lima están sufriendo una serie de transformaciones:

La concepción colonial de “vivir separados” se reviste de modernidad con la mudanza de las familias acomodadas a los distritos exclusivos del sur. Los pobres se quedan en los viejos barrios ocupando los espacios baldíos aún disponibles y luego, con las migraciones tempranas, presionando por un mayor número de viviendas. Demanda satisfecha por los propietarios en retirada con la subdivisión de viejas casonas y la construcción, con fines de renta, de numerosos callejones y casa de vecindad. La tugurización de estas viviendas absorbe el incremento demográfico de aquellos años. (Panfichi, 1995, pp. 36-37)

Como bien se sabe, Diez Canseco desarrolló una intensa actividad como cronista cultural particularmente interesado en lo “criollo popular” como una forma de identidad que “supone compartir un estilo de vida, un código de interacción y un conjunto de solidaridades entre iguales, basados en valores provenientes tanto de la cultura de la plebe colonial como de la nueva cultura popular emergente con la modernización temprana de la ciudad” (Panfichi, p. 37). El criollismo, además, constituyó una forma de resistencia a las transformaciones culturales generadas desde inicios del siglo XX por la modernización de la ciudad —renovación de los servicios de agua, desagüe y alumbrado público, implementación del tranvía eléctrico— y a los cambios operados en la composición social de los habitantes del centro4. Una de las manifestaciones de esta subcultura fue la jarana que Diez Canseco, “considera[ba] la expresión auténtica de la ciudad”5 y cuyos orígenes localizaba en el callejón:

La jarana nace en el callejón húmedo y oscuro, en el santo de un compadre calvatrueno. Desde el día anterior llegan, junto con los saludos engreidores, las botellas de pisco y chicha y las viandas que son siempre las mismas: arroz con pato de la cena y chilcano lechucero. (Diez Canseco, citado por Ortega 1986, p. 106)

En la narrativa de Diez Canseco, específicamente en sus Estampas mulatas6, es recurrente la recreación de barrios y distritos populares del centro de la ciudad, así como expresiones del criollismo como la música, las peleas de gallos, la comida, entre otras. En la novela corta El kilómetro 83, es evidente la familiaridad del narrador con el medio social en el que se desenvuelven los personajes, tres lustrabotas que trabajan en el pasaje Olaya a unos metros de la Plaza de Armas: “Tumbitos”, “El Manteca” y Malpartida; es decir, un sujeto ficticio que evidencia cierta autoridad para representar y “hablar” acerca de lo criollo —lo cual revela su estrecho parentesco con la figura del autor del texto7—, a través de la imitación del registro lingüístico de los personajes y el conocimiento de su estilo de vida, costumbres y prácticas.

El espacio urbano, únicamente presente en la primera parte de la novela, aparece representado desde el inicio de la narración:

Por la calle de Los Plateros de San Pedro, sobre la que verticalmente y a la mitad viene a caer el Pasaje desde el Portal de Botoneros, se ilumina ya con escaparates chillones de lencerías y artefactos eléctricos. Angosta la rúa, se congestiona de vehículos que protestan de la lentitud de los precedentes con estridor violento de silbos y cláxones. (Diez Canseco, 2004, p. 250)

Como ocurre en otros relatos del autor, el narrador utiliza un lenguaje culto que contrasta con los usos lingüísticos de sus personajes. Asimismo, el centro de la ciudad se presenta como un espacio por el que circulan automóviles y transeúntes en continuo movimiento y en el que prevalecen el apuro y la agitación; a ello se suman los escaparates iluminados en los que se ofrece todo tipo de mercancías. Poco después, al cruzar el río Rímac, los personajes se suman a un panorama en el que se confunden las huellas de la modernidad con los vestigios del pasado:

Por la calle de Palacio, hacia el Puente de Piedra. El río, crecido en esos días, arrastra desperdicios que aprovechan los gallinazos correntones. Zumban las sucias aguas sepias. Los trenes, por las líneas a la vera del río, estremecen el Puente, cuyas aceras son puestos de libros y fierros viejos. Ante una india muda, unos costalitos blancos con habas tostadas, cancha y maní. Compraron unos cobres y prosiguieron los tres ganapanes hacia el barrio; entre todos guapo y peligroso entre todos: Abajo del Puente. (Diez Canseco, 2004, p. 251)