Castillo en la nieve - El veneno del deseo - Penny Jordan - E-Book

Castillo en la nieve - El veneno del deseo E-Book

Penny Jordan

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Beschreibung

Castillo en la nieve ¡Silas Stanway estaba furioso! ¿Cómo demonios había aceptado acompañar a aquella desconocida a una boda en España? Pensó que debía de ser una mujer desesperada. Sin embargo, se encontró con una mujer dulce, sincera y deliciosamente confusa. Al llegar a España comprobó que tenían una habitación… con una sola cama, pero eso no le molestó porque Tilly había despertado en él una increíble atracción sexual… El veneno del deseo La vida le había enseñado al príncipe Vereham al a'Karim bin Hakar que había que controlar las emociones. El poderoso y enigmático jeque vivía entregado a su responsabilidad para con su pueblo… hasta que un encuentro inesperado con Samantha McLellan le hizo perder el control. Cuando descubrió que aquella mujer con la que había compartido sus deseos más secretos podría estar traicionando a su país, decidió proponerle que se convirtiera en su amante.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 221- abril 2020

 

© 2006 Penny Jordan

Castillo en la nieve

Título original: The Christmas Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2008 Penny Jordan

El veneno del deseo

Título original: The Sheikh’s Blackmailed Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-381-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Castillo en la nieve

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

El veneno del deseo

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ES UNA pesadilla, no podría ser peor.

–¿Te parece una pesadilla pasar las Navidades en un castillo en España?

Tilly sonrió a regañadientes al oír la ironía con la que hablaba su amiga.

–De acuerdo. Puede que suene bien –admitió–. Pero la verdad es que va a ser una pesadilla, Sally. O más bien una serie interminable de pesadillas –matizó con gesto sombrío.

–¿Qué clase de pesadillas?

Tilly meneó la cabeza.

–¿Quieres una lista? Muy bien, te la daré. Lo primero, mi madre está a punto de casarse con un hombre por el que se ha vuelto tan loca, que según los correos que me manda, da la sensación de que vive a base de sexo y adrenalina. Segundo, el hombre con el que se va a casar es millonario… no, multimillonario…

–Tienes una concepción muy extraña de lo que es una pesadilla –la interrumpió Sally.

–Aún no he terminado –dijo Tilly–. Art… el millonario de mi madre, es estadounidense y tiene unas creencias muy firmes sobre la familia.

–¿Qué quiere decir eso?

–Un poco de paciencia. Mi madre tiene la teoría de que mi aversión a los hombres y al matrimonio es culpa suya, que se debe a que mi padre y ella se separaran.

–¿Y es así?

–Bueno, digamos que el hecho de que ella se haya casado y divorciado cuatro veces no hace que vea el matrimonio con demasiado optimismo.

–¿Cuatro veces?

–A mi madre le encanta enamorarse y prometerse. Y casarse. Esta vez quiere casarse cuando suenen las campanadas de medianoche que anuncian el Año Nuevo y quiere hacerlo en un castillo español. Así que Art va a llevar a toda su familia a pasar la Navidad en España… con todos los gastos pagados. Nos vamos a quedar todos en el castillo para conocer a nuestra «nueva familia». Mi madre y Art creen que no puede haber un momento más familiar que la Navidad.

–Por ahora suena muy bien.

–Hay algo que no es tan bueno. La familia de Art la componen las dos hijas superperfectas de su primer matrimonio, acompañadas de sus maridos y de sus hijos.

–¿Qué tiene eso de malo?

–Por algún motivo que sólo ella comprende, mi madre le ha dicho a Art que yo estoy prometida y, por supuesto, él ha insistido en que acuda a la boda acompañada de mi novio.

–Pero tú no tienes ningún prometido, ni siquiera novio.

–Exacto. Se lo he dicho a mi madre, pero está muy melodramática. Dice que tiene miedo de que, si yo aparezco sola, las hijas de Art lo convenzan para que no se case con ella, arguyendo que las familias no encajan o que el suyo no está predestinado a ser un buen matrimonio… Mi madre debería haber sido actriz –añadió mirando a su amiga–. Sé que parece una locura, pero la verdad es que estoy preocupada por ella. Si las hijas de Art están en contra de que su padre se case, mi madre no tiene la menor oportunidad. No es ninguna intrigante, simplemente no puede evitar enamorarse.

–Cualquiera que te oiga pensaría que tú eres la madre y ella la hija.

–A ella le gusta decir que no era más que una niña cuando me tuvo, aunque en realidad tenía veintiún años y huyó con mi padre porque ya estaba prometida con otro. Con el que, por cierto, se casó en cuanto se dio cuenta de que había cometido un error casándose con mi padre –Tilly sonreía, pero en un su voz había un evidente tono de resignación–. Creo que debo estar a su lado, pero no quiero que me eche la culpa si algo sale mal porque yo aparezca sola.

–Entonces ya sabes lo que tienes que hacer.

–¿El qué?

–Contratar un acompañante.

–¿Qué?

–No pongas esa cara. Me refiero a un respetable acompañante que, por un módico precio, sería tu pareja sin ningún tipo de compromiso, ni de sexo.

La curiosidad que vio reflejada en el rostro de Tilly impulsó a Sally a continuar:

–Pásame la guía de teléfonos. Vamos a solucionarlo cuanto antes.

–También podrías dejarme a Charlie –sugirió Tilly.

–¿Que te deje a mi prometido para que pase contigo las vacaciones más románticas del año en un castillo español? ¡Ni hablar! –exclamó meneando la cabeza con énfasis–. Anda, dame la guía.

–Sally, yo no…

–Confía en mí. Es la solución perfecta. Recuerda que lo haces por tu madre.

 

 

–¿Que quieres que haga qué? –Silas Stanway miró con incredulidad a su joven hermanastro.

–Yo no puedo hacerlo en silla de ruedas y con la pierna escayolada –explicó Joe–. Y no me parece bien dejar así a esa pobre muchacha –añadió en tono inocente antes de admitir–: Silas, la verdad es que necesito ese dinero y este trabajo me daría muchos contactos.

–¿Quieres que trabaje como acompañante? –debajo del tono burlón, Silas sentía sorpresa y rechazo, una muestra más de la diferencia cultural que existía entre ellos; un hombre de treinta y tantos años y un joven de apenas veintiuno, fruto del segundo matrimonio de su padre y por el que Silas sentía una mezcla de amor fraternal y, desde la muerte de su padre, de preocupación casi paternal.

–Hay muchos actores que lo hacen –se justificó Joe–. Además, es una agencia muy respetada, las mujeres que acuden a ella no lo hacen en busca de sexo. Aunque, por lo que he oído, puede resultar muy excitante, al estilo de El graduado. Es lo que me han contado –añadió rápidamente al ver el modo en que lo miraba su hermano–. Serán sólo unos días –continuó enumerando los argumentos a su favor–. Mira, aquí está la invitación. Un vuelo privado a España, alojamiento de lujo en un castillo y todo pagado por el novio. Yo estaba deseando hacerlo. Vamos, no seas mal hermano.

Silas miró la invitación con desinterés y frunció el ceño al ver el nombre del novio.

–¿Es la invitación de boda de Art Johnson, el magnate del petróleo? –preguntó.

–Exacto –respondió Joe con paciencia exagerada–. Art Johnson Tercero. La chica a la que debo acompañar es la hija de la novia.

Silas lo observó en silencio unos segundos.

–¿Por qué necesita un acompañante?

–No lo sé –dijo, encogiéndose de hombros–. Seguramente no tenga novio y no quiera parecer una fracasada en la boda de su madre. A las mujeres les pasa mucho –explicó con ligereza–. Parece ser que llamó a la agencia y pidió alguien joven, guapo y sexy. Ah, y que no fuera gay.

–¿Y eso no te da qué pensar?

–Sí, que quiere un acompañante del que poder presumir.

–¿La conoces?

–No. Sólo le mandé un correo electrónico para sugerirle que nos reuniéramos un día para preparar la historia que íbamos a contar, pero me dijo que estaba muy ocupada y que podríamos hablarlo durante el vuelo. Sólo tengo que pasar a buscarla por su casa de camino al aeropuerto. Muy sencillo. Al menos lo habría sido si no me hubiera lesionado en ese partido de rugby –añadió al tiempo que miraba la escayola con una mueca de rabia.

Silas escuchó las explicaciones de Joe con creciente desprecio hacia la mujer que lo había contratado. Cuanto más oía, más dudaba de que realmente fuera un trabajo sin ningún tipo de implicación sexual, como Joe afirmaba ingenuamente. En circunstancias normales, no sólo le habría explicado sin rodeos lo que opinaba de aquella mujer, también le habría recomendado a su hermanastro que no volviera a trabajar para aquella agencia, antes de negarse en redondo a ocupar su lugar.

Eso habría sido en circunstancias normales. Si el novio en cuestión no hubiera sido Art Johnson. Silas llevaba seis meses intentando ponerse en contacto con Art Johnson para recabar información sobre el difunto magnate del petróleo Jay Byerly. En su momento, Jay Byerly había sido todo un coloso tanto del mundo empresarial como de la escena política.

Como periodista de investigación de uno de los periódicos más prestigiosos del país, Silas estaba acostumbrado a que los entrevistados se mostrasen reticentes a hablar con él, pero esa vez estaba investigando para el libro que estaba escribiendo sobre las turbias relaciones de la industria del petróleo. Según se decía, Jay Byerly había utilizado sus contactos para silenciar un desastre ecológico provocado por el petróleo. Hasta hacía poco, Art Johnson había sido uno de los que habían movido los hilos de la industria y Jay Byerly había sido su mentor.

Hasta el momento todos los intentos de Silas de acercarse a Johnson habían resultado infructuosos. Parecía ser que estaba casi totalmente retirado del negocio y eran sus yernos los que dirigían la empresa, aunque todo el mundo creía que seguía controlándola en la sombra… y controlaba también las conexiones políticas.

Silas no era de esas personas que se rendían con facilidad, pero había empezado a pensar que esa vez no tendría más remedio que hacerlo.

Sin embargo parecía que su suerte había cambiado.

–Está bien –le dijo a su hermanastro–. Lo haré.

–Vaya, Silas…

–Con una condición.

–De acuerdo, te daré la mitad de los honorarios. Y si la chica es un adefesio…

–La condición es que no vuelvas a trabajar de acompañante.

–Vamos, Silas. Está muy bien pagado –protestó Joe, pero en cuanto vio la expresión de su hermano, no le quedó más remedio que ceder–. Bueno… supongo que podría volver a trabajar en un bar.

–Muy bien. Explícame otra vez lo que tengo que hacer.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AQUELLO jamás podría salir bien. Nunca podría convencer a nadie de que un acompañante contratado era su prometido, pensó Tilly con pesar. Pero, ¿qué más le daba? Si hubiera podido elegir, ni siquiera habría asistido a la boda. Su madre nunca había elegido un marido que mereciera la pena, por lo que Tilly no tenía la menor esperanza de que lo hubiera hecho esa vez. En cuanto a la familia de Art… Tilly intentó imaginar a una mujer acostumbrada a romper las reglas y escandalizar a todo el mundo viviendo en armonía con el tipo de familia que le había descrito en sus correos… y le resultó imposible.

Aquel matrimonio no duraría ni cinco minutos. En realidad, en opinión de Tilly, lo mejor sería que no llegara a celebrarse… por mucho que su madre estuviera convencida de estar enamorada.

Era una tonta por dejarse arrastrar por su madre y participar en aquella farsa en la que tendría que fingir ser una feliz prometida. Pero, como solía ocurrirle con cualquier cosa relacionada con su madre, era más fácil rendirse que protestar.

Lo único en lo que Tilly había conseguido mantenerse firme frente a su madre había sido en su determinación de no enamorarse ni casarse.

–Pero, cariño, ¿cómo puedes decir eso? –había protestado su madre al oír la decisión de Tilly–. Todo el mundo quiere conocer a alguien y enamorarse. Es algo instintivo.

–¿Y qué pasa si descubro que ya no estoy enamorada o que él no lo está de mí?

–Entonces buscas a otra persona.

–¿Para volver a casarme una y otra vez cada vez que la anterior no funcione? No, gracias, mamá.

Quizá fueran madre e hija, e incluso se parecieran físicamente, pero más allá de eso, eran completamente distintas.

¿De verdad? ¿A quién intentaba engañar? ¿Acaso no era cierto que en el fondo deseaba conocer al amor de su vida, alguien a quien pudiera entregarse por completo y con el que pudiera derribar todas esas barreras que había levantado para protegerse del dolor de amar a quien no debía? Alguien lo bastante fuerte para creer en la relación y hacer desaparecer las dudas de Tilly, lo bastante noble para despertar en ella, no sólo amor, también respeto, y lo bastante humano para mostrar su propia vulnerabilidad. Por supuesto, también debía ser sexy, guapo y debía tener sentido del humor. La clase de hombre que se encontraba una en todas partes, añadió, burlándose de sí misma. Afortunadamente, nunca le había hablado a nadie de aquel ideal de hombre. ¿Qué habría dicho? «Esto es lo que deseo para Navidad…»

Enseguida se obligó a controlarse. Su… «prometido» llegaría en cualquier momento y desde luego él no sería el amor de su vida. Frunció el ceño. La noche anterior le había mandado un e-mail para explicarle detalladamente en lo que consistiría su trabajo y para decirle que debía resultar convincente como prometido cuando estuvieran en público. Únicamente en público. Por mucho que Sally le hubiera asegurado que no tenía nada de qué preocuparse y que contratar un acompañante era algo perfectamente normal y respetable, Tilly seguía sin estar del todo convencida de lo que estaba haciendo.

Afortunadamente, no le había supuesto ningún problema tomarse un mes de permiso en el trabajo; seguramente porque no había tenido vacaciones de verano. Pero podía imaginarse cómo reaccionarían los hombres jóvenes y llenos de testosterona que trabajaban a sus órdenes si se enteraran de lo que estaba haciendo.

Muchas mujeres habrían estado encantadas de tener tantos hombres jóvenes a su alrededor, sin embargo Tilly siempre acababa tratándolos como si fueran sus hijos.

El sonido del timbre la sobresaltó aun a pesar de estar esperándolo. Ya era demasiado tarde para lamentarse por no haber aceptado el ofrecimiento de Sally de ir más tarde a trabajar y así poder dar su visto bueno al acompañante elegido por la agencia.

Volvió a sonar el timbre. Fue a abrir la puerta con un gesto de tener la situación bajo control. Pero tal intención se vio saboteada por una avalancha de hormonas que la paralizó y la obligó a apoyarse en la puerta entreabierta.

El hombre que tenía delante no sólo era guapo, era… Era… Tilly tuvo que cerrar los ojos y contar hasta diez antes de atreverse a volver a abrirlos. Un sensual hormigueo que sólo podía identificar como deseo le recorrió el cuerpo. Aquel hombre no sólo poseía un increíble atractivo, también tenía ese toque tan peligrosamente masculino que toda mujer reconocía con sólo verlo. Tilly no podía dejar de mirarlo. Tenía el pelo oscuro y era alto, sin duda más de un metro ochenta, tenía los hombros anchos y unos ojos increíblemente azules enmarcados por unas pestañas negras como el carbón.

La miraba con impaciencia y con una seguridad que dejaba bien claro que la aparición de Tilly no lo había dejado tan abrumado como lo estaba ella.

–¿Matilda Aspinall? –preguntó con voz fría.

–No… quiero decir, sí, pero todo el mundo me llama Tilly –por Dios, parecía una tímida adolescente, no una mujer de casi treinta años que dirigía todo un departamento en uno de los ambientes más masculinos que podía haber en la City de Londres.

–Silas Stanway –se presentó.

–¿Silas? –repitió Tilly sin comprender–. Pero en los e-mails…

–En la dirección de correo utilizo mi segundo nombre –respondió Silas y no era del todo mentira. Su dirección de correo era su segundo nombre y el apellido de soltera de su madre–. Deberíamos irnos. El taxi nos espera. ¿Ésa es tu maleta?

–Sí, pero puedo sola –aseguró Tilly.

Haciendo caso omiso a sus palabras, él pasó a su lado y agarró la maleta como si no pesara.

–¿Tienes todo lo demás? –preguntó–. Pasaporte, documentación del vuelo, llaves, dinero…

Tilly sentía un extraño ardor en el rostro, la misma sensación que había invadido su cuerpo; una mezcla de confusión y deseo físico de una intensidad sorprendente. También le sorprendía no sentir rabia por que él se hubiese erigido en jefe de la situación. ¿Por qué sentía aquella inexplicable tentación de imitar el comportamiento de su madre y actuar como una damisela indefensa?

Quizá fuera porque era Navidad, que como todo el mundo sabía, era una peligrosa trampa para cualquier mujer que tuviera la mala fortuna de tener que celebrarla sin un acompañante. Según el gran dios moderno de la publicidad, la Navidad era sinónimo de familias felices reunidas alrededor de la chimenea en un gran salón profusamente decorado. O, para aquéllos que aún no habían alcanzado tal paraíso, eran parejas enamoradas peleándose en la nieve y besándose apasionadamente.

Pero, por muy envuelta que estuviera la Navidad en el materialismo más feroz, el verdadero motivo por el que la gente invertía tanto dinero y tantas emociones era porque, en el fondo, todos llevábamos dentro ese niño que se despertaba la mañana de Navidad con la esperanza de encontrar el regalo que esperaba. Un regalo que, en el caso de los adultos, era sin duda el amor incondicional y sincero. Un regalo que se celebraba y se compartía con los demás con la esperanza de que nunca acabara.

Tilly lo sabía bien. ¿Entonces por qué seguía deseando despertar la mañana de Navidad y descubrir ese regalo imposiblemente perfecto? Trató de recordarse con fuerza que era ella la que mandaba en aquella situación. No él. Si realmente hubiese sido su prometido, no le habría permitido comportarse con tanta arrogancia, sin siquiera molestarse en besarla…

¿Besarla?

Se quedó allí de pie, en el recibidor de su casa, mirándolo fijamente mientras el corazón amenazaba con salírsele del pecho.

–¿Ocurre algo?

A aquellos ojos azules no se les escapaba nada, pensó Tilly.

–No, está todo perfectamente –aseguró lanzándole una mirada con la que pretendía decirle: «Aquí la jefa soy yo». Se dirigió hacia la puerta con una sonrisa en los labios.

–¿Las llaves? –esa mujer no necesitaba un acompañante, necesitaba alguien que la cuidara, decidió Silas mientras la veía bucear en su bolso en busca de las llaves y luego hacer un esfuerzo para acertar a meterlas en la cerradura. Era una suerte que no hubiera sido Joe el que la acompañara porque no habrían conseguido llegar a Heathrow sin que a alguno de los dos se les olvidara algo importante.

Pero lo que más le intrigaba era por qué demonios habría creído necesario contratar a alguien que la acompañara. Con el aspecto que tenía, lo normal hubiera sido que tuviera que apartar a los hombres de su camino, no pagar a un desconocido. Normalmente a Silas le gustaban las morenas altas y delgadas, mujeres inteligentes que se desenvolvían con maestría en el juego de la seducción. Sin embargo sus hormonas, que carecían de la discreción de su cerebro, estaban reaccionando de manera incomprensible ante aquella dama de apenas metro setenta de altura, cabello color miel, ojos castaños verdosos, labios carnosos y figura curvilínea.

Sin duda, pensó entonces, le había hecho un gran favor a Joe ocupando su lugar. Un joven tan impresionable como su hermanastro jamás habría podido ver aquella situación como un trabajo. Eso, por supuesto, no quería decir que Silas se sintiese tentado y, aunque así fuera, debía recordar que había mucho en juego también para él como para cometer la imprudencia de empezar algo con Matilda. ¡Matilda! ¿A quién demonios se le habría ocurrido ponerle ese nombre a semejante belleza?

Tilly no comprendía qué le pasaba. Tenía veintiocho años, era una mujer madura y responsable; jamás actuaba así con ningún hombre, ni reaccionaba ante ellos del modo que lo estaba haciendo con aquél. Pero no, no era él el que estaba provocando un comportamiento tan poco habitual en ella, era la situación. Recordó con cierta incomodidad el repentino deseo erótico que había surgido de pronto en ella nada más verlo. Aún seguía sintiéndolo levemente y se intensificaba cada vez que lo miraba. Su cuerpo reaccionaba como lo haría un metal frente a un imán.

Hizo una mueca al levantar la mirada hacia el cielo cubierto de nubes grises, había empezado a llover y el suelo estaba mojado. Mojado y resbaladizo, sobre todo con aquellos zapatos nuevos que llevaba, pensó Tilly al tiempo que sentía que perdía el equilibrio.

Silas la agarró justo antes de que chocara contra el taxi. Sintió la firmeza de su mano en el brazo y su calor… de pronto le resultó difícil respirar con normalidad. ¿Quién habría pensado que el suave aroma de su colonia, tan suave que a punto estuvo de inclinarse hacia él para sentirlo mejor, podría embriagarla de aquel modo?

Levantó la mirada hasta sus ojos con la intención de darle las gracias por haber evitado que cayera. Él también la miraba. Tilly no pudo hacer otra cosa que parpadear y bajar la vista hasta su boca. A ella se le había quedado seca y sintió la tentación de pasarse la lengua por los labios para humedecérsela.

–No tengo todo el día…

La voz impaciente del taxista la obligó a volver a la realidad. Por fin dio las gracias a Silas y se subió al taxi.

Joe jamás habría podido trabajar con una mujer como aquélla, pensó Silas mientras el taxi se ponía en marcha. Cuando lo había mirado a la boca de esa manera, su cuerpo había reaccionado de un modo sorprendentemente intenso que lo había pillado desprevenido, no había sentido semejante reacción desde la adolescencia. Se movió discretamente en el interior en penumbra del taxi para disimular la tirantez de los pantalones.

–¿Qué te parece si me hago cargo de los pasaportes y de la documentación? –le sugirió a Tilly–. Después de todo, se supone que soy su acompañante…

–Mi prometido –corrigió ella.

–¿Qué?

–¿Es que no recibiste mi e-mail? –preguntó, alarmada–. El que envié para explicarte la situación y todo lo que tendrías que hacer para desempeñar tu papel… ¿no lo has recibido?

Por primera vez, Silas se fijó en que llevaba una sortija con un diamante en la mano izquierda.

–Pensaba que simplemente tenía que ser tu acompañante –le dijo con tono frío–. Si no es así…

En sus ojos había una mirada que Tilly no sabía si le gustaba. Un gesto de cínica desconfianza que no reflejaba demasiada simpatía hacia ella, ni tampoco mucho respeto. ¿Qué hacía un hombre como él trabajando en una agencia de acompañantes? Más bien parecía el propietario de alguna empresa importante o… o un escalador, desde luego no un acompañante contratado.

–Serás mi acompañante, pero también mi prometido. Precisamente para eso vamos a España.

–¿En serio? Yo pensé que íbamos para asistir a una boda.

A Tilly no se le pasó por alto su cinismo.

–Así es. Asistiremos a la boda de mi madre, pero desgraciadamente mi madre le ha dicho a su futuro marido que estoy prometida… no me preguntes por qué; ni siquiera yo sé el motivo. Lo único que sé es que, según ella, es muy importante que yo vaya con mi supuesto prometido.

–Comprendo –no se había equivocado al pensar que había algo oscuro en aquella misión–. ¿Qué más ponía en ese e-mail que yo deba saber?

Tilly levantó bien la cabeza.

–Nada. Mi madre sabe la verdad y, naturalmente, le he dicho que dormiremos en habitaciones separadas.

–¿Naturalmente? –repitió Silas con una ceja enarcada–. A mí no me parece nada natural que una pareja de prometidos duerma en habitaciones separadas.

Seguramente tampoco dormiría mucho con su verdadera prometida, imaginó Tilly y de pronto aparecieron en su mente escenas que ni siquiera sabía que fuera capaz de evocar. Tuvo que apartar la vista de él y mirar por la ventana del taxi, por si acaso Silas adivinaba en su mirada lo que estaba pensando.

–Lo que hagamos en privado es asunto nuestro –le dijo rápidamente.

–Eso espero –respondió él en voz baja–. Personalmente, nunca he entendido el atractivo del voyeurismo.

Tilly se volvió hacia él de manera automática, un rubor inundó sus mejillas.

–¿A qué terminal los llevo? –preguntó entonces el conductor.

–Vamos a tomar un avión privado. Aquí tengo las indicaciones de dónde tenemos que ir –explicó Tilly mientras miraba los papeles, que a punto estuvieron de caérsele de las manos.

Entonces Silas se los quitó y, al hacerlo, sus dedos se rozaron. Dios, se estaba comportando como una tonta, pensó mientras él seguía dándole las indicaciones al taxista.

Se sentía completamente desorientada. Quizá porque Silas no era lo que esperaba. Para empezar, había dado por hecho que sería alguien más joven, parecido a los chicos con los que trabajaba, no un hombre de treinta años y lleno de atractivo sexual. Sencillamente, era algo a lo que no estaba acostumbrada. Su presencia dentro del taxi era abrumadora.

¿Cómo diablos iba a soportar cuatro semanas fingiendo que era su prometido? ¿Cómo iba a convencer a nadie de que eran pareja si dormían en habitaciones separadas? Era evidente que un hombre como Silas jamás dormiría en habitaciones separadas y ninguna mujer en su sano juicio querría dormir lejos de él si realmente fueran amantes. Se aferró con ansiedad a lo que le había dicho su madre sobre que su futuro esposo tenía una moral muy conservadora. Quizá pudieran decir que dormían en habitaciones separadas por respeto a sus ideas…

–Ya hemos llegado –anunció Silas–. Ya me lo explicarás todo detalladamente cuando estemos en el avión.

¿Qué más tenía que explicarle?

Pero no pudo protestar, él ya se había vuelto para hablar con el taxista.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

TILLY sólo había viajado una vez en un avión privado, el de uno de los clientes más ricos del banco. Entonces había ido acompañada de media docena de compañeros de trabajo y jamás habría imaginado que la siguiente vez lo haría en el impresionante jet de su futuro padrastro, en cuya puerta los recibieron dos auxiliares de vuelo, un hombre y una mujer.

No sabía muy bien por qué sintió la necesidad de hacer que la azafata se fijara en su falso anillo de compromiso cuando la vio sonreír a Silas. Lo que consiguió fue que tanto la azafata como Silas se fijaran en ella, y no sólo en el anillo.

–Señora Aspinall –la saludó el otro auxiliar de vuelo con una sonrisa gratificante–. No es necesario que le pregunte si viaja mucho –dijo al tiempo que hacía una seña a un mozo para que subiera las dos pequeñas maletas–. Los que están acostumbrados a viajar, lo hacen con poco equipaje y compran lo que necesitan donde vayan… sobre todo si viajan a un lugar como Madrid.

Tilly esbozó una sonrisa que esperó resultara más sincera de lo que en realidad era. El motivo por el que llevaba tan poco equipaje era que había dado por hecho que el castillo del nuevo novio de su madre tendría de todo, incluyendo una lavadora. Con el poco tiempo libre que le dejaba el trabajo, rara vez iba de compras; un par de veces al año renovaba su vestuario de trabajo con más trajes de Armani y camisas blancas.

Sin embargo unos días antes se había dejado arrastrar por Sally hasta Knightsbridge, allí se había comprado un atuendo más festivo para la boda y un vestido para el día de Navidad. Los pantalones vaqueros que llevaba en ese momento era su indumentaria habitual de los fines de semana, aunque no le quedaban como de costumbre, por culpa de la ansiedad que se había apoderado de ella desde que se había enterado de la noticia de que su madre volvía a casarse.

Una vez en el avión, Tilly se acomodó en su asiento e intentó no caer en la tentación de mirar a su nuevo «prometido», que, para alguien que tenía que recurrir a trabajar de acompañante, se comportaba con demasiada soltura en un ambiente tan lujoso.

Jason, el azafato, les ofreció champán. Tilly no solía beber, pero aceptó la copa con la esperanza de que el champán la ayudara a relajar la tensión que le provocaba, a su pesar, la sexual presencia de Silas. Él sin embargo negó con la cabeza.

–No me gusta beber alcohol cuando vuelo –le explicó a Jason–. Prefiero un vaso de agua.

¿Por qué de pronto tenía la sensación de que aquella copa de champán acababa de convertirla en una alcohólica potencial que no podía dejar pasar ni la más mínima oportunidad de beber un trago de alcohol? A pesar de tan absurda sensación, tomó un sorbo de la burbujeante bebida y tuvo que hacer un esfuerzo para no hacer una mueca al darse cuenta de lo seco que era aquel champán.

El avión estaba ya en movimiento y pronto comenzó a elevarse con facilidad hacia el cielo gris. A Tilly no le gustaba demasiado volar, por lo que sintió cómo se le encogía el estómago y no pudo relajarse hasta que estuvieron en posición completamente horizontal. Silas, por el contrario, hojeaba tranquilamente un ejemplar del Economist.

–Bueno, será mejor que me expliques bien la situación –anunció sin apartar la mirada de la revista–. Se supone que necesitabas alguien que te acompañara a la boda de tu madre.

–Así es –confirmó Tilly–. Alguien que además sea mi prometido… te lo expliqué todo en el e-mail que te mandé –insistió en tono defensivo cuando vio el modo en que él la miraba.

–Todo el mundo sabe que el correo electrónico no es del todo fiable –pero desde luego era más fiable que su querido hermano–. Deberías volver a explicármelo todo.

Tilly miró hacia atrás para asegurarse de que estaban solos en la cabina de pasajeros; después de todo, era el avión del nuevo novio de su madre y aquella gente trabajaba para él.

–El futuro esposo de mi madre tiene unas ideas muy tradicionales sobre la familia y… sobre las relaciones. Tiene dos hijas de su primer matrimonio, ambas están casadas y tienen hijos. Mi madre… –hizo una pausa y respiró hondo. ¿Por qué le resultaba tan incómodo? Era como si, de algún modo, estuviera juzgándola y tuviera que justificarse.

Era ella la que había contratado a Silas, ella era la jefa, no al contrario.

–Mi madre tiene la sensación de que a las hijas de Art no les hace demasiada gracia que vayan a casarse.

Silas enarcó ambas cejas.

–¿Por qué? Acabas de decir que las dos están ya casadas y tienen hijos; seguro que se alegran de ver feliz a su padre.

–Sí, puede ser… Pero…

Tilly se mordió el labio inferior con nerviosismo… un movimiento que atrajo de inmediato la atención de Silas. Qué habilidad tenían las mujeres para hacer que los hombres les miraran la boca, pensó con cinismo. Claro que con unos labios tan carnosos como aquéllos, Tilly no habría necesitado hacer uso de un truco tan viejo para conseguir que un hombre reparara en su boca y se preguntara qué se sentiría al besarla. A él ya se le había pasado por la cabeza antes. Eso y más. Mucho más, admitió a su pesar.

¿Cómo podría explicárselo sin ser desleal con su madre? Se preguntó Tilly antes de volver a hablar.

–Mi madre piensa que las hijas de Art creen que no va a ser feliz con ella.

–¿Por qué no?

–Bueno, él es viudo y mi madre está divorciada.

Silas se encogió de hombros.

–Tu madre se equivocó con su primer matrimonio, ¿y qué? No es nada fuera de lo común hoy en día.

–No… pero…

–¿Pero?

–Mi madre se ha equivocado más de una vez –respondió Tilly cautelosamente.

–¿Quieres decir que se ha casado más de una vez?

–Sí.

–¿Cuántas veces más?

–Pues, cuatro. No puede evitarlo –se apresuró a defenderla al ver la expresión de Silas–. Tiene una tremenda facilidad para enamorarse y los hombres también se enamoran de ella. Después…

–Después se divorcia y empieza de nuevo con otro más rico.

–¡No! –exclamó Tilly, horrorizada–. Mi madre no es así, ella jamás se casaría sólo por dinero.

A Silas no se le pasó por alto ese «sólo» y habló con cinismo.

–Pero le resulta más fácil enamorarse de un hombre rico que de uno pobre, ¿verdad?

–Eres como las hijas de Art y sus maridos. Estás juzgando a mi madre sin siquiera conocerla. Ella quiere a Art, o al menos está convencida de que lo quiere. Sé que suena ilógico, pero es que mi madre a veces es ilógica. El caso es que tiene miedo de que las hijas de Art se muestren aún más contrarias a la boda si se enteran de que yo estoy soltera y sin compromiso. Parece ser que Art empezó a presumir de sus hijas y de sus matrimonios y mi madre no pudo controlarse y le dijo que yo estaba prometida.

Era una historia tan descabellada que tenía que ser verdad, decidió Silas.

–¿Y no conoces a ningún soltero al que pedirle que te ayudara?

Claro que conocía hombres solteros. Conocía muchos, pero ninguno de ellos podría haber desempeñado el papel de manera convincente.

–La verdad es que no –mintió sin ningún problema. Era obvio que se parecía a su madre más de lo que creía. Afortunadamente, Silas no sabía nada de sus circunstancias personales y profesionales y no iba a decirle que habría preferido caminar sobre hierros candentes antes que permitir que sus subordinados se enteraran de que no tenía novio, ni ningún tipo de vida sexual. Daba igual que fuera eso lo que ella había elegido libremente.

Para Tilly no era más que una mentira inofensiva. No sospechaba que, después de volver de Bruselas de un trabajo, Silas había averiguado todo lo que había podido sobre Tilly y por tanto sabía perfectamente cuáles eran sus circunstancias personales y profesionales.

¿Así que no conocía a ningún soltero? Silas tuvo que morderse la lengua para no preguntarle por qué no utilizaba el poder que tenía como jefa de departamento para conseguir que uno de los más de diez hombres jóvenes que tenía a su cargo se hiciera pasar por su prometido.

Por otra parte, por algún motivo que prefería no analizar a fondo, le provocó cierto alivio haber descubierto que era una mentirosa y que, por tanto, no podía confiar en ella. Desde luego no estaba dispuesto a dejarse engañar por esa supuesta preocupación que decía sentir por una madre que, por lo que había oído, había encontrado la horma de su zapato al toparse con las hijas de Art.

No, aquellas dos damas no eran precisamente unas hijas normales y corrientes. Silas había leído mucho sobre ellas mientras investigaba a su padre. Las dos habían aprendido de su progenitor todo lo que debían saber sobre política y finanzas y, aunque en público adoptaban un aire de belleza del sur, en privado eran algo más que magnolias de acero. Silas había oído varios relatos sobre las leyendas que rodeaban a la familia, sobre cómo aquellas dos mujeres de hierro habían conquistado a sus maridos: deshaciéndose de un par de prometidas y de al menos un hijo ilegítimo, además de anular más de una condena por conducción bajo los efectos del alcohol y por otros temas relacionados con las drogas. Y todo ello antes de llegar al altar.

Si había algo seguro, era que no permitirían que su padre se casara con una mujer que ellas no aprobaran.

–Entonces tu madre tiene miedo de que sus futuras hijastras convenzan a su padre de que anule la boda. Lo que no comprendo es qué importancia tiene que tú aparezcas con tu prometido.

–Yo tampoco lo entiendo, sinceramente, pero mi madre estaba tan alterada, que me pareció más sencillo hacer lo que me pedía.

–Puede que fuera más sencillo, pero quizá no sea lo más aconsejable. Me parece que habría sido mejor analizar la situación tranquilamente y…

–Tú no conoces a mi madre. Las palabras «analizar» y «calma» no encajan con ella –dijo Tilly, pero enseguida se arrepintió y se apresuró a defenderla–. No es tan dramática como estoy haciendo que parezca. Mi madre es una persona que vive inmersa en sus emociones. Creo que simplemente se dejó llevar más de la cuenta cuando competía con Art por ver quién tenía la hija más perfecta. Le he dicho que he encontrado a alguien dispuesto a hacerse pasar por mi prometido, pero no le conté nada de la agencia –le advirtió–. Dará por hecho que nos conocíamos de antes.

–O que fuimos amantes.

Tilly negó con la cabeza vehementemente.

–No, eso no porque sabe que yo…

–¿Qué? ¿Has hecho voto de castidad?

Por algún motivo, le dolió el cinismo que empapaba sus palabras.

–Sabe que no tengo intención alguna de casarme jamás.

–¿Porque no crees en el matrimonio?

Tilly lo miró fijamente y respondió con firmeza.

–No, porque no creo en el divorcio.

–Qué interesante.

–No tanto. Estoy segura de que la mayoría de los hijos de padres divorciados opinan lo mismo. ¿Por qué me haces tantas preguntas? Más que actor, pareces… abogado. Yo creía que a los actores les gustaba hablar de sí mismos, no hacer preguntas a los demás.

–Puedo asegurarte que no soy abogado. Además, los actores necesitan estudiar a otras personas para interpretar su papel de manera convincente. ¿No te parece?

No era abogado, pero Silas tuvo que admitir que Tilly había sido muy astuta al percibir su necesidad instintiva de investigar e interrogar a las personas que lo rodeaban.

¿Qué tenían ciertos silencios para hacer que una se sintiera tan incómoda?, se preguntó Tilly mientras buscaba desesperadamente un tema de conversación menos arriesgado. Claro que quizá no fuera el silencio lo que hacía que se sintiera incómoda consigo misma y con su actitud hacia la vida, sino el hombre que tenía delante. Era él el que estaba haciendo que se plantease cosas en las que prefería no pensar.

–Tenía miedo que la agencia no pudiera encontrar a nadie dispuesto a trabajar en Navidad –comentó en un intento de llevar la conversación hacia el terreno profesional, que era lo que correspondía entre jefa y empleado. Aunque en realidad no era cierto; habría estado encantada de que el plan de Sally no se hubiera podido llevar a cabo.

–Si estás intentando averiguar sutilmente si tengo pareja, la respuesta es no. En cuanto a lo de trabajar en Navidad, hay mucha gente que lo hace.

Tilly tuvo que tragar saliva para hacer desaparecer el nudo de rabia que se le había formado en la garganta.

–No te estaba preguntando si tenías pareja, sólo pretendía entablar conversación –le dijo.

–¿Más champán?

Tilly agradeció la interrupción de Jason, pues la conversación se adentraba cada vez más en el peligroso terreno personal. Demasiado personal para ella.

–Aterrizaremos en diez minutos –los informó el azafato–. Los estará esperando un coche.

Tilly sonrió sin demasiado sentimiento.

–¿Qué ocurre? –le preguntó Silas.

–Nada –aseguró encogiéndose de hombros–. No sé… Sé que debería estar disfrutando de todos estos lujos y supongo que en parte estoy haciéndolo, pero no puedo evitar sentirme culpable al pensar en la cantidad de gente que ni siquiera tiene para comer.

–¿Trabajas en un banco, pero quieres salvar el mundo? –se burló Silas.

Tilly se puso en tensión al oír aquello.

–¿Cómo sabes que trabajo en un banco?

Silas se maldijo a sí mismo por la metedura de pata.

–Supongo que me lo habrá dicho la agencia –respondió quitándole importancia.

–A veces es más fácil cambiar las cosas desde dentro –explicó ella después de una breve pausa.

–Puede ser, pero tengo la impresión de que haría falta mucho cambio para conseguir que la gente que trabaja en la City londinense empezara a pensar en cambiar el mundo. ¿O acaso se te ha ocurrido algún incentivo para ayudar a que lo hagan? ¿Quizá con un Porsche?

–A los hombres les gustan mucho ese tipo de juguetes, pero acaban olvidándose de ellos… normalmente en cuanto tienen su primer hijo –añadió en tono distendido.

El avión había empezado a descender y la llegada de Jason puso fin a la conversación.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

NIEVE en España? Quién lo habría imaginado. Seguramente ella debería haberlo hecho, admitió Tilly mientras se acurrucaba en el coche que los había ido a buscar al aeropuerto para llevarlos al castillo.

Silas le había dicho unas palabras al conductor nada más comenzar el viaje, pero no había intentado entablar más conversación y, con la distancia que había entre ellos en el asiento, nadie pensaría que estaban locos el uno por el otro.

El castillo se encontraba en las montañas cercanas a la ciudad de Segovia. Tilly había visto la fotografía que le había enviado su madre, pero no había creído que aquel castillo de cuento de hadas rodeado de montañas nevadas fuera real. Ahora, con la tenue luz del atardecer, el paisaje parecía más hostil que hermoso.

El comentario de Silas no sirvió para mejorar aquella sensación:

–Espero que hayas traído ropa de abrigo.

–No mucha –se vio obligada a admitir–. Pero estoy segura de que el castillo tiene calefacción.

Aquel movimiento de cejas que empezaba ya a resultarle familiar hizo que se le encogiera el estómago.

–¿Tú crees?

–Estoy segura. Mi madre es muy friolera, no podría alojarse en un sitio sin calefacción.

–Es tu madre y la conoces mejor que yo, pero la experiencia me dice que a la mayoría de propietarios de antiguos castillos no les gusta gastarse dinero en calefacción, especialmente si se los alquilan a otros. Claro que quizá esta vez, como tu madre, al igual que nosotros, tiene mucho amor que le dé calor, no pase frío.

Tilly le lanzó una mirada de profunda antipatía.

–No tiene ninguna gracia.

–No pretendía que la tuviera. ¿Te has parado a pensar en que, en un grupo tan reducido, tendremos que comportarnos de una manera muy íntima?

–No tenemos que fingir ninguna intimidad –se apresuró a discrepar ella–. La gente creerá que somos pareja simplemente porque digamos que lo somos; nadie espera que hagamos ningún tipo de demostración pública de afecto o de pasión para demostrar que estamos prometidos. Basta con que lleve el anillo y ya lo hago.

El movimiento de Silas la pilló completamente desprevenida. No esperaba que le agarrara la mano. Sin duda pudo sentir en su muñeca lo acelerado que tenía el pulso.

–¿Qué haces? –le preguntó cuando él le quitó el anillo.

–No pensarás que con esto vas a poder engañar a las hijas de un millonario, ¿verdad? –le preguntó en tono desafiante mientras se lo guardaba en el bolsillo–. Con sólo mirarlo se darían cuenta de que es falso y enseguida sabrían que también el compromiso lo es.

Tilly no pudo ocultar la preocupación. Con aquellas certeras palabras, Silas había conseguido hacer trizas su esperanza de que aquel plan pudiera salir bien.

–Pero tengo que llevar anillo –le dijo–. Se supone que estamos prometidos, eso es lo que mi madre quiere que crean Art y sus hijas.

–Pruébate esto.

Tilly tuvo que parpadear al ver que Silas sacaba una cajita del bolsillo de su chaqueta. La agarró con incertidumbre. No podía haber comprado un anillo. Era imposible.

–Déjame que te lo ponga –le pidió con impaciencia después de ver lo que le estaba costando abrir la cajita.

La facilidad con que la abrió él hizo que Tilly se sintiera ridícula. Miró la sortija que había en el interior con los ojos abiertos de par en par. El oro parecía algo antiguo, pero sin duda la pequeña esmeralda rectangular rodeada de diamantes era carísima y auténtica.

–Pero… ¿dónde…? ¿cómo…? –fue todo lo que pudo decir.

–Era de mi madre –respondió Silas lacónicamente.

Tilly cerró la cajita de inmediato e intentó devolvérsela.

–¿Qué ocurre?

–No puedo ponerme el anillo de tu madre.

–¿Por qué no? Desde luego resultará más convincente que esa baratija que te habías puesto.

–Pero es de tu madre.

–No es un anillo de compromiso. No me lo dejó con la idea de que se lo pusiera a la mujer de mi vida, si es eso lo que estabas pensando. Mi madre no era nada sentimental y seguramente dejó de creer en cuentos de hadas mucho antes de morir.

–¿Lo llevas siempre contigo? –le preguntó Tilly con innegable emoción.

Silas la miró detenidamente. No recordaba haber conocido nunca a una mujer tan absurdamente sentimental. Para él el sentimentalismo era un vicio en el que nadie en su sano juicio debía caer.

–No –respondió tajantemente–. Da la casualidad de que acababa de llevarlo a tasar para el seguro y lo recogí de la joyería justo antes de ir a buscarte a ti. Tenía intención de pasar por el banco a dejarlo en una caja de seguridad, pero había mucho tráfico y no quería que perdiéramos el avión por mi culpa. Supongo que estará más seguro en tu mano que en mi bolsillo.

Parecía estar diciendo la verdad y desde luego no parecía una persona muy sentimental, pensó Tilly.