Catálogo del Fondo de Música de la Catedral de Santiago de Chile - Alejandro Vera - kostenlos E-Book

Catálogo del Fondo de Música de la Catedral de Santiago de Chile E-Book

Alejandro Vera

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Beschreibung

El presente catálogo describe en detalle el contenido del fondo de música de la Catedral de Santiago de Chile, que preserva más de 1700 partituras manuscritas e impresas de 1770 a 1940, aproximadamente. Se trata de la colección musical más antigua del país y el repertorio que contiene pertenece tanto a compositores que trabajaron en la propia catedral –entre ellos, el catalán José de Campderrós y el peruano José Bernardo Alzedo— como a otros que nunca visitaron Chile. Entre estos últimos, destacan los españoles José de Nebra, Antonio Ripa e Hilarión Eslava, así como figuras que hoy forman parte del canon de la música clásica, como Joseph Haydn y Wolfgang Amadeus Mozart. El catálogo está dividido en dos volúmenes. En el primero, se estudian las características más relevantes del fondo de música catedralicio y se presentan los criterios de catalogación, para luego describir en detalle las casi mil obras sueltas que hay en la colección. En el segundo, se describen más de cuatrocientas colecciones y otros tipos de fuente (tratados o métodos, fragmentos y volúmenes facticios), para concluir con siete índices detallados que permiten localizar muy fácilmente el contenido y las eventuales correspondencias con otros archivos y fuentes. Este trabajo será de suma utilidad para cualquier persona interesada no solo en el propio fondo de música, sino en la vida musical de España e Hispanoamérica entre los siglos XVIII y XX.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

CATÁLOGO DEL FONDO DE MÚSICA DE LA CATEDRAL DE SANTIAGO DE CHILE VOL. 1

© Alejandro Vera Enero, 2024

ISBN Edición digital: 978-956-14-3156-0 (o.c.)

ISBN Edición digital Vol. 1: 978-956-14-3154-6

ISBN Edición digital Vol. 2: 978-956-14-3155-3

Imágenes de portada: Archivo de la Catedral de Santiago, Fondo de Música, Carpeta 121, “Tota pulchra” de José de Campderrós (con autorización del Cabildo Catedralicio). Diseño de portada: Carolina Zúñiga G.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

La reproducción total o parcial de esta obra está prohibida por ley. Gracias por utilizar este libro adecuadamente y respetar el derecho de autor.

Índice general del vol. 1

Agradecimientos

Abreviaturas utilizadas

1. Estudio preliminar

Introducción

La vida musical en la catedral de Santiago

El fondo de música

Los copistas

El catálogo

Criterios de catalogación

Campos utilizados

Fuentes citadas

Bibliografía

Discografía

Documentos de archivo

2. Obras sueltas

Índices del volumen 1

Índice 1. Advocaciones y festividades

Índice 2. Copistas individualizados

Índice 3. Géneros musicales

Índice 4. Nombres

Índice 5. Títulos y primeros versos

Índice 6. Concordancias y contrafacta de las obras en el fondo de música catedralicio

Índice 7. Equivalencias entre signaturas y obras sueltas del catálogo

Agradecimientos

Suele ocurrir que los catálogos demandan mucho más tiempo y recursos de los que se habían previsto al inicio y este no ha sido la excepción. Esto explica que el número de personas e instituciones que ha contribuido directamente a su realización sea importante y es con ellas que quiero comenzar estos agradecimientos, no sin antes disculparme de antemano por las omisiones involuntarias en las que pueda incurrir.

El proyecto nº1100650, “Música en la Catedral de Santiago (siglos XVI a XIX)”, financiado por el concurso regular de FONDECYT y realizado desde abril de 2010 a marzo de 2012, me permitió llevar a cabo una primera investigación de la vida musical catedralicia. Sus resultados incluyeron un nuevo instrumento de descripción, realizado en una base de datos de FileMaker, de las primeras 470 carpetas del fondo de música catedralicio que Samuel Claro Valdés había catalogado a inicios de los años setenta (Claro 1974a), así como sus íncipits musicales transcritos en FINALE. En el vaciado de información para dicha base de datos conté con la colaboración de Valeska Cabrera y en la elaboración de los íncipits con la ayuda de Marcela Maturana. Asimismo, este proyecto permitió elaborar un listado de las fuentes nuevas que aparecieron en otras dependencias de la catedral como la biblioteca y el coro alto. Para ello, conté con la colaboración de Laura Jordán.

Dicho proyecto permitió a la vez recibir la visita de dos especialistas internacionales de excepción, que me dieron ideas útiles y compartieron sus valiosas experiencias en temas de catalogación y musicología. Me refiero a Javier Marín López y Drew E. Davies.

El proyecto VRI-CCA 2012-40, “El fondo de música de la Catedral de Santiago: estudio y catálogo crítico de manuscritos”, financiado por la Vicerrectoría de Investigación de la Pontificia Universidad Católica de Chile y realizado de marzo a diciembre de 2012, me permitió elaborar un primer inventario íntegro del fondo de música en FileMaker. Este incluía tanto las fuentes catalogadas por Claro como las que aparecieron posteriormente, si bien no con el detalle esperado en un catálogo y con errores de diversa consideración que en los años posteriores he procurado subsanar. En su elaboración conté con la colaboración de Francisca Meza y Rodrigo Solís, quienes trabajaron conmigo todos los jueves de dicho año en el propio archivo de la catedral. Este proyecto permitió, además, adquirir una cantidad importante de papel libre de ácido que sirvió a las responsables y voluntarias del archivo –particularmente Patricia Montegu— para elaborar carpetas y cajas que contribuyeran a una mejor conservación de las partituras.

Finalmente, el proyecto folio 11021, “El fondo de música de la catedral de Santiago: catálogo de fuentes impresas y antología sonora”, financiado por el Fondo para el Fomento de la Música Nacional en su línea de investigación y efectuado de marzo a diciembre de 2013, permitió vaciar información de cada fuente en una ficha catalográfica en FileMaker diseñada por mí, mucho más completa que las anteriores. En el proceso, conté con la colaboración de Daniela Maltrain, Francisca Meza y Lía Rojic. Cada una de ellas completó aproximadamente cuatrocientas fichas de las 1751 que en ese momento comprendía la base de datos. Una mención especial merece Francisca Meza, por haber continuado colaborando durante el año siguiente de manera voluntaria y desinteresada, lo que le permitió vaciar unas 200 fichas adicionales y colaborar conmigo en la revisión y compleción de datos faltantes.

El hecho de no haber contado con nuevos fondos para completar el catálogo en los años siguientes explica en parte que el proyecto se haya retrasado hasta ahora. Aun así, en su etapa final colaboraron dos estudiantes y dos exalumnos: Rocío Bustos y Nicolás López efectuaron revisiones cruzadas de una primera versión del catálogo en Word que yo mismo elaboré; además, Bustos se dedicó a marcar entradas en la sección de obras sueltas, con vistas a la posterior elaboración del índice onomástico; lo mismo hizo Jan Koplow en la sección de colecciones; y Paul Feller revisó íntegramente los íncipits en latín.

Otros colegas han favorecido la realización de este catálogo, a veces sin saberlo, con sus comentarios, datos u orientaciones. Recuerdo especialmente a David Andrés Fernández, Cecilia Astudillo, Carlos Fabián Campos, Bernardo Illari, Miguel Ángel Marín, Margarita Pearce, Víctor Rondón, Craig Russell y Leonardo Waisman.

El catálogo tampoco habría podido concretarse sin el apoyo de la anterior archivera de la catedral, doña María Elena Troncoso, y quien ocupa el cargo hace ya varios años, doña Carmen Pizarro. He contado también con la buena disposición del cabildo catedralicio y en particular del padre Héctor Gallardo.

Mi amigo Marcelo Molina suele prestarme asesoría en temas informáticos que me superan, pero que para él son pan de cada día. En concreto, el gráfico relativo a la datación de las fuentes que el estudio preliminar incluye hubiese sido menos claro sin su ayuda.

Finalmente, mi familia en toda su extensión y especialmente mis padres, Pedro y Patricia, mi esposa Carola, y mis tres hijos, Javier, Franco y Josefa, están presentes siempre en las páginas que escribo, independientemente del tiempo que pasemos juntos y la distancia que a veces nos separa. Tampoco puedo dejar de recordar a mis hermanos, especialmente a Lorena y su hija, Isabella, a la vez mi ahijada y quizá futura miembro del clan de músicos Vera que ya integran su padrino y uno de sus primos.

Alejandro Vera

Instituto de Música

Pontificia Universidad Católica de Chile

1. ESTUDIO PRELIMINAR

Introducción

El fondo de música de la Catedral de Santiago de Chile es una colección de indudable importancia histórica y musical. Como se verá en detalle más adelante, está compuesto por cerca de mil obras, cuatrocientas colecciones y un centenar de otras fuentes con repertorio fundamentalmente sacro, si bien hay también muestras de repertorio secular. Aunque algunas de sus partituras se remontan hasta 1770 e incluso mediados del siglo XVIII, el grueso de la música conservada data de la década de 1790 hasta ca. 1930. En otras palabras, las copias más antiguas fueron elaboradas cuando el músico catalán José de Campderrós era maestro de capilla (ca. 1793-1811), mientras que las más tardías se originaron bajo el mandato del clérigo y músico Jorge Azócar Yávar (1922-1944), último maestro que la capilla catedralicia tuvo antes de su disolución, como bien ha estudiado Valeska Cabrera (2016). Se trata, por tanto, del único repositorio en Chile que conserva un corpus apreciable de música del período colonial, ya que otras fuentes musicales de la misma época se hallan dispersas en más de un archivo o biblioteca del país.1

Desde el punto de vista regional, sin embargo, el fondo parece a primera vista carente de ciertos atributos valorados por la historiografía, en particular la antigüedad. Quien se acerque al archivo de la Catedral de Santiago no encontrará las colecciones de libros de polifonía renacentista que sí se hallan, por ejemplo, en las catedrales de México y Bogotá (cf. Marín López 2012 y Stevenson 1970, pp. 3-28); ni tampoco encontrará los villancicos del siglo XVII que se conservan en abundancia en la Catedral de Guatemala y el Seminario de San Antonio Abad, entre otros (cf. Morales Abril 2021, pp. 193-194; Quezada Macchiavello 2004). Este es, por así decirlo, el vaso medio vacío de nuestro objeto de estudio.

No obstante, quien consiga quitarse el velo que asocia lo colonial con lo barroco y lo renacentista para penetrar en las profundidades del fondo de música de la Catedral de Santiago, podrá ver también el vaso medio lleno y comprobar que existen numerosas obras y colecciones de interés en su interior. Este parece haber sido el caso de Robert Stevenson, quien, en una carta escrita en 1966 y dirigida a Domingo Santa Cruz, confesaba que la música conservada en la Catedral de Santiago le parecía “mucho mejor de lo esperado” (Fahrenkrog 2018, p. 185). Su testimonio parece reflejar a un musicólogo ávido de música renacentista y barroca, que en un primer momento se ve decepcionado por la ausencia de este repertorio, pero que a la postre acaba fascinado por tesoros musicales de otras épocas.

En efecto, no hay en el fondo libros de polifonía del siglo XVI, pero sí ediciones impresas y copias manuscritas de obras de Palestrina y sus contemporáneos que fueron realizadas a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, como la célebre colección Musica divina de Carl Proske. A decir de Domingo Santa Cruz (1950-1951, p. 9), se trataba de una “maravillosa” y “venerable” edición que había podido conocer hacia 1917, cuando Vicente Carrasco, entonces maestro de capilla de la catedral, le facilitó un tomo con las lamentaciones de Palestrina, hoy conservado en el fondo de música (ítem C290). Junto a estas ediciones modernas de obras del Renacimiento hay también otras de autores decimonónicos o posteriores como Peter Griesbacher, Michael Haller, Franz Xaver Witt y Lorenzo Perosi, cuya música reproduce rasgos entonces atribuidos a la polifonía renacentista –por ejemplo, la ejecución a capella y el acompañamiento de órgano— pero emplea un lenguaje más disonante y variado rítmicamente, cercano a la estética predominante en su tiempo. Unas y otras dan cuenta de los intentos de restauración o reforma de la música sacra en el siglo XIX y hacen posible estudiar su recepción en Chile, tema tratado en profundidad en la tesis doctoral de Cabrera (2016), pero siempre necesitado de nuevos estudios a causa de su complejidad.

Algo similar ocurre con los villancicos: aquellos del siglo XVII y comienzos del XVIII, con frecuencia llamados “barrocos”, no se han conservado. Sin embargo, sí existe en el fondo casi un centenar de villancicos más tardíos, cuya cronología (de 1790 a 1850 aproximadamente) coincide con las últimas décadas de vigencia del género, hasta ahora muy poco atendidas.2 Así, el estudio del fondo de música catedralicio puede contribuir a comprender, entre otras cosas, cómo este género tradicional hispano fue capaz de absorber las nuevas corrientes estilísticas que llegaron desde finales del siglo XVIII ya no solo de Italia, sino también de Londres y Viena (un ejemplo en Vera 2020b).

La cronología del villancico santiaguino coincide también con la época de transición entre la colonia y la república, lo que hace que refleje algunas de las tensiones y complejidades propias del cambio de régimen. Como hizo notar en su momento Samuel Claro Valdés, villancicos que habían sido compuestos en honor de España o Fernando VII fueron modificados posteriormente para alabar a los patriotas, una vez consumada la derrota de las fuerzas realistas en 1817 (1979, pp. 8-11). Asimismo, el abundante repertorio de canciones religiosas3 que preserva el fondo de música parece reflejar el renovado interés por el canto popular que la Iglesia Católica chilena manifestó desde finales del siglo XIX, muy especialmente tras la promulgación en 1873 del “Edicto sobre la música i canto en las iglesias” del arzobispo Rafael Valentín Valdivieso, que entendía el “canto popular unísono y devoto” como un “incentivo a la piedad” (Vera y Cabrera 2011, pp. 770 y siguientes).

Respecto a los compositores, el fondo tiene un indudable interés local por contener música de aquellos que estuvieron activos en la propia catedral, desde Campderrós hasta Jorge Azócar Yávar, pasando por José Bernardo Alzedo y otros. Además, incluye obras de músicos activos en la ciudad, pero que, según los datos conocidos, no llegaron a vincularse profesionalmente con la institución, como el franciscano Cristóbal de Ajuria, quien ejerció la maestría de capilla y otros cargos en los conventos que su orden tenía en Santiago y Concepción (Vera 2020a, pp. 626-629). Este hecho refleja los contactos de la catedral con su entorno urbano: durante la colonia, los músicos de su capilla visitaban con frecuencia otras iglesias para participar en sus celebraciones o formar a sus músicos (Ibídem, pp. 522-524), práctica que continuó durante la república, como prueba que el maestro de capilla de la catedral, José Antonio González, recibiera pagos en 1821 por tocar y enseñar su oficio en el convento de la Recoleta Domínica (Rondón 1999, pp. 63-64). A la inversa, está documentado que músicos de otras instituciones religiosas trabajaron en la catedral con autorización de sus comunidades: este fue el caso del cantor franciscano Juan de la Cruz Castillo a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX (Vera 2020a, pp. 217-218). Estos contactos explican en parte las numerosas concordancias entre las obras y colecciones de la catedral y aquellas conservadas en otros archivos, como los de la mencionada Recoleta Domínica y el Seminario Pontificio (cf. Rondón, Vera e Izquierdo 2013; Vera et al. 2017), tal y como se detalla en las entradas de este catálogo. Incluso, una misa a dos y cuatro voces (ítem 858) lleva en su portada una indicación que alude a la Recoleta Franciscana, lo que implica que pudo proceder de este convento o interpretarse allí en algún momento.

Sin embargo, el fondo de música también tiene un interés global por incluir un gran número de piezas compuestas por músicos extranjeros muy respetados en su tiempo, pero que nunca visitaron Hispanoamérica. Desde luego, no faltan aquellos que integran hoy el canon de la música clásica, como Wolfgang Amadeus Mozart, Joseph Haydn y Luigi Cherubini, todos ellos bien representados. Sin embargo, predominan otros menos conocidos pero relevantes como Antonio Ripa, José de Nebra, Francisco Javier García Fajer e Hilarión Eslava. Del primero, por ejemplo, se conservan obras de grandes dimensiones que combinan recursos de la retórica musical barroca con otros más propios del lenguaje tonal de finales del siglo XVIII, mediante los cuales logra comunicar expresivamente el contenido afectivo del texto; con el interés añadido de que las obras que se atribuyen a él en Santiago y Lima no parecen conservarse en España (Vera 2020a, pp. 152-164). Si bien este repertorio foráneo debió llegar a la catedral por múltiples vías, se ha podido demostrar que en algunos casos lo hizo en el marco de encargos concretos realizados por la autoridad eclesiástica: así ocurrió en el siglo XIX con obras de los italianos Giuseppe Clementi y Archimede Staffolini, así como con una colección de manuscritos españoles y otra de ediciones francesas que fueron enviadas, respectivamente, por Eslava y el encargado de negocios de Chile en Francia, Francisco Javier Rosales (Vera 2013a). Asimismo, se ha identificado un conjunto de obras de ca. 1800 que fueron enviadas desde Lima, pues exhiben la caligrafía de copistas que trabajaron allí (Vera 2013b).

En suma, el fondo de música catedralicio constituye un testimonio privilegiado para conocer una ciudad (Santiago de Chile) y una institución (su catedral) relevantes, así como sus vínculos musicales con el exterior, en una época (ca. 1790-1940) de profundos cambios en todos los ámbitos, incluido el musical.

Pese a todo ello, el conocimiento que se tiene de su contenido es aún insuficiente. Sin negar que desde los años setenta se ha venido editando y estudiando parte de su repertorio (e.g. Claro 1974b, pp. 18-27, 158-164, 175-212; Claro 1979; Aracena 1999; Velásquez 2003, pp. 37-67; Marchant 2006; Vera 2020a, 57-164), no existe, hasta ahora, un catálogo íntegro de la música que preserva. El primer intento en este sentido se debió al historiador Eugenio Pereira Salas y se halla en su célebre obra Los orígenes del arte musical en Chile (1941, pp. 304-310). Sin embargo, este autor nunca tuvo la intención de catalogar el fondo íntegramente, por lo que se trata de un breve e incompleto listado de obras. Además, su descripción se limita a indicar el nombre del compositor, el título y, ocasionalmente, la fecha y el género musical. A esto se añade que las piezas de la catedral están mezcladas con títulos tomados de otras colecciones e incluso referencias de prensa, tal y como haría muchos años después en su Biobibliografía musical… (Pereira Salas 1978).

Sigue en orden cronológico el inventario que Stevenson publicó tres décadas después como parte de su recopilación de obras conservadas en los archivos hispanoamericanos (Stevenson 1970, pp. 315-346). Aunque este listado es mucho más extenso y completo que el de Pereira Salas, está lejos de abarcar el contenido del fondo en su totalidad. Stevenson era plenamente consciente de ello, como reflejan algunas de sus anotaciones,4 y si decidió publicar este y otros inventarios parciales “antes de estar realmente preparado”, como confesaba en una carta dirigida a Edward Lowinsky en 1970, fue únicamente para anticiparse a otros investigadores que comenzaban ya a publicar catálogos “regionales” (Fahrenkrog 2018, pp. 187-188). Además de este problema, el texto de Stevenson no alcanza a ser un catálogo, pues no incluye una descripción detallada y analítica de las obras y colecciones conservadas en la catedral.

Llegamos así al primer catálogo del fondo en un sentido estricto, que debemos a Samuel Claro Valdés (1974a). Este representa un avance sustantivo con relación a los anteriores, pues da cuenta de un número mayor de obras y colecciones distribuidas en 470 carpetas que él mismo contribuyó a conformar. Además, el autor clasifica las obras analíticamente según su género, carácter y festividad, lo que hace que su descripción trascienda el mero inventario, sin perjuicio de algunos criterios que hoy parecen discutibles, como se verá. Aun así, su descripción tampoco abarca el total de fuentes conservadas en el fondo de música. Como apunta Beth Aracena, varias piezas y compositores mencionados por Stevenson están ausentes del catálogo de Claro, y viceversa. La autora atribuye este hecho a un mayor interés del musicólogo chileno por el repertorio directamente vinculado con su país (1999, pp. 140-141), pero hay otras cuestiones que parecen haber sido aún más determinantes: me refiero a un aparente interés por obras de carácter único, como sugiere que el 85 por ciento de las piezas catalogadas por él sean manuscritas; y por aquellas más tempranas, dado que la mayoría de los compositores no incluidos en su catálogo desarrollaron su actividad después de 1850 –por ejemplo, Giovanni Aldega (1815-1862) y Norberto Almandoz (1893-1970)—. Al igual que Stevenson, el propio Claro era consciente de este problema, dado que al final de su catálogo incluyó un breve listado de “Obras de autores varios, sin clasificar” (1974a, pp. 51-54). Probablemente, como el célebre musicólogo estadounidense, se sintiera presionado a publicar su trabajo antes de haberlo concluido en su totalidad. Lo que difícilmente debió imaginar es que las obras y colecciones que iban a añadirse en años posteriores, procedentes en parte del órgano y la biblioteca capitular, elevarían las dimensiones del fondo a más de 1400 carpetas, es decir, el triple de lo que Claro catalogó en su momento (Vera 2013c, p. 14).

En síntesis, estos párrafos introductorios ofrecen argumentos suficientes para justificar la publicación de un nuevo catálogo como el presente. Por un lado, las obras y colecciones que el fondo contiene son de indudable interés para intérpretes e investigadores interesados en diferentes tipos de repertorio y períodos históricos. Por otro, los instrumentos de descripción disponibles hasta ahora solo dan cuenta muy parcialmente de su contenido.

La vida musical en la Catedral de Santiago: sus reflejos en el fondo de música

Una síntesis detallada de la vida musical de la catedral en sus 450 años de historia excedería con creces las dimensiones de un estudio preliminar como el presente.5 Además, el tema ha sido tratado en trabajos previos, tanto en relación con el período colonial (Vera 2020a, pp. 57-164) como con la época republicana, al menos hasta la disolución de la capilla de música hacia 1940 (Cabrera 2016; Izquierdo 2011). Aun así, resulta necesario comentar algunos de sus hitos más relevantes, en la medida que pueden ayudarnos a comprender algunas de las características actuales del fondo de música.6

Dado que la mayoría de las obras y colecciones conservadas está vinculada con la actividad de la capilla catedralicia, como se verá, quizá lo primero sea decir que el perfil de la institución correspondía al de catedrales de ciudades pequeñas y con un presupuesto reducido, que no contaron con una capilla de música hasta avanzado el período colonial o incluso comienzos de la época republicana.7 Hubo que esperar hasta 1721 para que el obispo Alejo Fernando de Rojas, aprovechando el “crecido auge” de las rentas derivadas del diezmo, instaurase una primera capilla compuesta por su maestro, un bajonista, un arpista, un organista, un cantor y cuatro niños cantores o “seises” (Vera 2020a, pp. 73-79). A partir de ese momento, y con las sucesivas transformaciones que el conjunto sufrió en los años posteriores (Ibídem, pp. 79-96), la institución contó con una agrupación capacitada para interpretar regularmente motetes, villancicos y otras piezas polifónicas. Esto no significa que la polifonía estuviera ausente anteriormente, pues su práctica está documentada desde finales del siglo XVI mediante la participación de indios o clérigos músicos financiados por diversas vías, incluidas las capellanías. Pero es un hecho que su presencia fue relativamente esporádica hasta comienzos del siglo XVIII (Ibídem, pp. 57-73).

Lo anterior se relaciona con una característica importante de la vida musical en la Catedral de Santiago, y es que no parece haber sentido el “peso del canon polifónico”, por utilizar la expresión acuñada por Javier Marín (2010). Esto quiere decir que no llegó a conformarse una tradición de interpretar la polifonía renacentista tan robusta y persistente como en otras catedrales del Nuevo Mundo, lo que se ve reflejado en el repertorio que ha llegado hasta nosotros. La obra de Francisco Guerrero, por ejemplo, tan relevante en las catedrales de Nueva España e incluso Lima (Ibídem, pp. 61-63), está ausente del fondo de música, como puede comprobarse en el presente catálogo. De hecho, este no incluye edición o copia manuscrita alguna de polifonía renacentista anterior al siglo XIX. Lo más cercano a ello es una misa a cuatro voces atribuible al compositor italiano Claudio Casciolini (1697-1760), escrita en stile antico y sin acompañamiento instrumental, cuya copia puede datarse en torno a 1770, aunque podría ser algo anterior (ítem 223). Desde luego, es muy probable que fuentes polifónicas más tempranas se hayan perdido, pero no hay indicios de un cultivo persistente de este tipo de música antes de mediados del siglo XVIII, ni tampoco referencias concretas a algún compositor del siglo XVI en la documentación conservada.8 Esto tampoco implica que la música de Palestrina, Guerrero, Victoria o sus contemporáneos fuese desconocida en la Catedral de Santiago, pero sugiere al menos que no llegó a formar parte de su repertorio habitual. En este sentido, resulta sintomático que, mientras que a finales del siglo XIX muchas iglesias del orbe intentaban revivir la obra de los compositores renacentistas, en el marco de los intentos reformistas ya mencionados, la de Santiago hiciera lo mismo con Campderrós y otros compositores de su tiempo. Para esta institución, la música de finales del siglo XVIII representaba el pasado más remoto posible, en el sentido de que era la más antigua conservada en su archivo (Vera y Cabrera 2011, p. 750-754).

La ausencia de una capilla musical durante la mayor parte de la colonia podría explicar también la tardía conservación de música en la catedral –aproximadamente de 1770 en adelante, como hemos visto en la introducción—. Sin embargo, esta explicación no resulta satisfactoria, pues no aclara por qué no se conserva música anterior a ese año si la capilla existía ya en 1721. Otra posibilidad, mencionada con cierta frecuencia (Claro 1999, p. 626; Marchant 2006, pp. 29-30), es que el hecho se deba a los numerosos terremotos ocurridos en Santiago durante el período colonial –particularmente intensos en 1647 y 1730— y, sobre todo, al gigantesco incendio acaecido en 1769, que destruyó la iglesia y lo que había en su interior. No obstante, este tipo de explicación suele ser engañoso y así lo demuestran casos similares de otras latitudes, como Madrid. Durante décadas se atribuyó la desaparición de la música profana del siglo XVII al incendio del Palacio Real ocurrido en 1734, pero Pablo Rodríguez demostró en su tesis doctoral que este solo consumió los libros de polifonía y canto llano, no de otros tipos de música (Rodríguez 2003, pp. 245, 274). Algo parecido ocurre con la Catedral de Santiago, pues un documento encontrado hace algunos años demuestra que en el incendio de 1769 solo se perdieron “cuatro libros de música para el gobierno del coro” (Vera 2013c, p. 18); y veremos que es muy probable que fuesen libros de canto llano, no de música polifónica o concertada. Además, el hecho de atribuir la desaparición de música a incendios o terremotos conlleva el falso supuesto de que las fuentes musicales tienden a conservarse a menos que algo se lo impida, cuando históricamente ha ocurrido precisamente lo contrario: la música tiende a desaparecer, a menos que acciones concretas lleven a conservarla; de lo contrario, parafraseando a Carlos Vega, cada colección de partituras necesitaría de “un edificio entero” para su resguardo (cf. Vega 1962, p. 54). Aun así, ¿es casualidad que se haya conservado música, justamente, de la época posterior al incendio? Probablemente no. Y es que, aunque a primera vista parezca contradictorio, pienso que el incendio de 1769 sí puede explicar que no se conserven obras y colecciones anteriores, al menos en parte; pero no porque entonces se haya quemado la música que allí había, sino porque una catástrofe de tal magnitud pudo llevar a las autoridades eclesiásticas a tomar conciencia sobre la importancia de su patrimonio material y a adoptar medidas para preservarlo. Se trata, por ahora, de una conjetura, pero que resulta coherente con lo que sabemos de otras colecciones similares (cf. Vera 2013c, p. 18). Finalmente, habría que decir que la tardía conservación de partituras es una característica compartida con la Catedral de Lima, cuyo fondo de música prácticamente se inicia en el siglo XVIII, pese a haber albergado antes una importante actividad musical (cf. Estenssoro 1985, vol. 2). Por tanto, no es imposible que el hecho tenga que ver con procesos que trascendieron al Chile colonial, aún por identificar.

Desde luego, la vida musical catedralicia iba más allá de su capilla, como veremos seguidamente. Sin embargo, no es menos cierto que el fondo de música refleja en gran medida la actividad y evolución de la capilla musical desde la época de Campderrós hasta la de Azócar Yávar. Así lo demuestra la plantilla de voces e instrumentos utilizada en diversos momentos de su historia. En las obras de finales del siglo XVIII predomina un conjunto vocal llamativamente sin tenores (cf. Aracena 1999, p. 176) compuesto por una “primera” y una “segunda voz” –misma denominación establecida en la reforma musical de 1788—, junto a la contralto y el bajo vocal. Dado que las dos últimas no contaban con una plaza específica, es probable que fueran ejecutadas, respectivamente, por los seises y uno de los sochantres (Vera 2020a, p. 110). En cuanto a las partes instrumentales, reflejan exactamente aquellas establecidas en dicha reforma: el órgano, el bajo continuo (probablemente ejecutado al clave por uno de los dos organistas), dos violines y dos oboes o flautas (Ibídem, pp. 105-109). A poco andar el siglo XIX, bajo la maestría de José Antonio González, la capilla se amplió mediante la instauración formal de un bajo, la adición de plazas para violonchelo y contrabajo, y la sustitución de los oboes por clarinetes, aunque hay que recordar que los instrumentistas de viento-madera solían tocar más de un instrumento. A finales del siglo XIX, en cambio, su composición había cambiado radicalmente, pues se habían suprimido los instrumentos a excepción del órgano y se había modificado la plantilla de cantores para incluir cuatro tenores, dos bajos y seis seises (Vera y Cabrera 2011, p. 706). El hito clave que explica semejante cambio es la reforma al culto emprendida por el arzobispo Valdivieso a partir de 1846 (cf. Izquierdo 2011, pp. 114-115; Cabrera 2016). Esta conllevó, entre otras cosas, la supresión de la orquesta y su reemplazo por un órgano de mayores dimensiones, que se hizo traer desde Inglaterra y fue instalado en los primeros meses de 1850. Las motivaciones argüidas por Valdivieso eran, por un lado, de índole ideológico y estético: el cambio iba a favorecer una música más apropiada para el culto divino y menos operística. Por otro lado, había una motivación económica: la supresión de la orquesta iba a posibilitar un ahorro a largo plazo. Sin embargo, los más de 13.000 pesos que el órgano costó y la necesidad de robustecer la plantilla de cantores a fin de compensar la desaparición de la orquesta, entre otros factores, hicieron que el ahorro anual ascendiera finalmente a solo 620 pesos. Esto sugiere que las razones de índole económica eran secundarias y que la principal motivación consistía en adecuar la música y el culto a las tendencias reformistas en ciernes en todo el mundo católico (cf. Vera y Cabrera 2011, pp. 743-744). Fuese o no así, el cambio se ve claramente reflejado en el fondo de música actual, especialmente en la conformación de su plantilla vocal: todas las obras y colecciones que incluyen partes de tenores en divisi (T1 y T2) están fechadas o pueden datarse de 1850 en adelante.9 En cuanto a los instrumentos, en esta misma época comenzaron a escribirse reducciones para órgano de obras que originalmente eran orquestales. Un ejemplo es el acompañamiento para órgano solo que Alzedo escribió para un “Tota Pulchra” de Louis Lambillotte (ítem 451), que parece haber estado destinado específicamente al órgano inglés (Izquierdo 2011, pp. 194-195). Asimismo, las obras que Hilarión Eslava envió en 1853 estaban escritas para uno o dos coros y una orquesta de grandes dimensiones, lo que las hacía poco apropiadas para la nueva plantilla de músicos (cf. Vera 2013a, p. 91). Seguramente por esta razón, en la Catedral de Santiago se escribieron acompañamientos de órgano para algunas de ellas, como revelan las claras diferencias caligráficas con las partes originales enviadas desde España –ítems 43, 301 (fuente a) y 637—. Todo esto no significa que la orquesta desapareciera por completo, pues continuó siendo contratada regularmente en los años posteriores. Si bien los argumentos más utilizados para justificar su contratación eran los desperfectos del órgano y las frecuentes ausencias del organista inglés, Henry Howell, estas situaciones solían coincidir con dos festividades concretas: Semana Santa y Fiestas patrias, esta última el 18 de septiembre. Con el tiempo, fue quedando claro que no todos los miembros del cabildo eclesiástico estaban de acuerdo con la postura de Valdivieso, pues algunos estimaban que la orquesta confería a las funciones una solemnidad que el órgano no tenía (Cabrera 2016, pp. 183-194). También en este aspecto el fondo de música refleja la historia musical de la institución. En cuanto a la colección que envió Eslava, parece que algunas de sus obras se tocaron solo con acompañamiento de órgano y muchas nunca llegaron a ejecutarse “por falta de elementos”, como iba a afirmar el maestro de capilla Manuel Arrieta en 1882 (Vera 2013a, p. 93). Sin embargo, al menos dos motetes marianos de Francisco Andreví cuya plantilla orquestal era más reducida sí se interpretaron en la catedral, pues de ambos hay partichelas que a todas luces fueron copiadas en Santiago (ítems 42 y 47).

Con los datos anteriores a la vista, uno pensaría que el paisaje sonoro de la institución se caracterizó por un abundante cultivo del canto llano, sobre todo antes de la instauración de la capilla en 1721. Sin embargo, y esta es quizá la mayor sorpresa, tampoco se conserva en la Catedral de Santiago una colección de cantorales de las que existen en otras catedrales de Hispanoamérica como las de Lima (Andrés-Fernández y Vera 2022) o Sucre (Seoane et al. 2000). Más aún, el único cantoral existente en la actualidad data de 1853 y su elaboración fue producto de un encargo realizado a París por el arzobispo Valdivieso (ítem C397). El libro incluye los cantos para el oficio y la misa de tres fiestas marianas de la mayor importancia –la Asunción, la Anunciación y la Concepción— aunque algunos de sus folios iniciales y finales se han perdido (Vera 2013a, pp. 94-99). Lo más llamativo es que las melodías que contiene son únicas, lo que ha llevado a Daniel Saulnier (2018) a sugerir que podrían haber sido compuestas en Chile. Como puede verse en la entrada correspondiente del catálogo, sugiero conjeturalmente que podrían ser obra de Alzedo.

Fuese o no así, la pregunta obvia es qué ocurrió con los cantorales anteriores, si es que alguna vez los hubo. La respuesta se relaciona con otras características e hitos de la vida musical catedralicia. En 1609, el obispo de Santiago informaba al rey que su institución carecía de los libros de coro necesarios para celebrar las fiestas y se veía obligada a pedirlos prestados a los conventos. Además, afirmaba que, por esta misma razón, se cantaba en el coro a partir de unos “papeles” que tenía el sochantre y que la mayor parte de las antífonas se decían “en tono y no en canto llano” (Vera y Andrés-Fernández 2018, pp. 9-10). Aunque es posible que estos dichos contuvieran exageraciones, resultan coherentes con documentos posteriores. En las “Reglas consuetas” de 1689, por ejemplo, se afirma que la catedral no tiene capellanes ni cantores, por lo cual solo se “canta” en las fiestas más importantes y el resto se dice “en tono”. En otras palabras, mientras que el canto llano estaba reservado para las ocasiones más solemnes, la mayor parte del tiempo se “decían” los textos litúrgicos mediante entonaciones –melodías predeterminadas a las cuales se adaptaban textos diferentes— y quizá también en tono recto –recitados sobre una misma nota— (Ibídem, pp. 8, 15-17). Por consiguiente, es posible que los cuatro libros de música que se quemaron en el mencionado incendio de 1769 fuesen cantorales y que esta pequeña colección, quizá complementada por otros tipos de soporte como “papeles” manuscritos y tratados impresos, fuese suficiente para la institución. Si esta hipótesis parece inverosímil a primera vista, adquiere más fuerza con una carta escrita por Alzedo en 1848, en la que plantea al arzobispo la necesidad de elaborar una nueva colección de libros de coro para la catedral. En su opinión, esta debería incluir cuatro libros con las vísperas de Corpus, San Pedro y Santiago; el oficio de difuntos; las vísperas de la Concepción y los maitines de Navidad; y el triduo de la Semana Santa; más dos o tres volúmenes con los salmos de esas mismas festividades. En suma, ya entrado el período republicano, una colección de solo seis o siete cantorales era suficiente para cubrir las necesidades de la catedral (Ibídem, p. 10). Por consiguiente, la respuesta a la pregunta inicial sería que en efecto existía una colección de libros de coro en la Catedral de Santiago por lo menos desde mediados del siglo XVIII. Sin embargo, quizá por la predominancia del canto “en tono”, era muy reducida en comparación con aquellas conservadas en otras catedrales más importantes. Esto explicaría, en parte, que no haya llegado hasta nuestros días, a excepción del cantoral de 1853 ya mencionado.

Lo anterior explicaría, igualmente, que existan pocas huellas de la práctica del canto llano antes de mediados del siglo XIX en el fondo de música. De esta época data una colección de himnos gregorianos con acompañamiento de órgano impresa en 1849 (Ítem C403), que sin duda fue llevada a Santiago por el organista inglés Henry Howell (cf. Izquierdo 2011, pp. 186-187). Algo anterior (1838) es una colección con el canto llano para las cuatro pasiones de Semana Santa (Ítem C367), así como libros litúrgicos que escapan al fondo de música, algunos de los cuales contienen melodías; sin embargo, las anotaciones, adendas y firmas que estas fuentes exhiben sugieren que fueron empleadas desde la época señalada (Vera y Andrés-Fernández 2018, p. 9).

Los poquísimos remanentes anteriores de su cultivo se hallan en piezas en alternatim, es decir, que alternan fragmentos polifónicos y monódicos. Una de ellas es la citada misa de difuntos de Casciolini (ítem 223), acaso la única fuente del período colonial que incluye canto llano. De inicios de la república (ca. 1820) parecen ser una misa de difuntos anónima (ítem 917) y una versión del “Ave maris stella”, que se inicia con la conocida melodía en canto llano de este himno (ítem 760). El hecho de que en ambos casos los fragmentos monódicos se asignen a un bajo o barítono –el himno está escrito con clave de Fa en tercera línea— sugiere que este era el registro de los sochantres, tal y como ocurría en otras catedrales del mundo hispano (cf. Marín López 2007, p. 61). Además, en 1839, cuando se contrató a cuatro músicos franceses, se escogió para el puesto de sochantre al único de ellos que cantaba la voz de bajo (Cabrera 2016, p. 527).

Ya desde finales del siglo XIX el panorama es diferente, pues son más numerosas las fuentes con canto llano o piezas en alternatim, algo que sin duda se relaciona con los procesos de reforma al culto ya comentados. Entre las primeras se cuentan las ediciones publicadas por Giulio Bas a inicios del siglo XX, que incluyen el canto llano para el oficio y la misa de diversas festividades, con un acompañamiento para órgano o armonio de su autoría (ítems 78-80, 82-83, C28-C39). Piezas en alternatim se hallan en manuscritos de los italianos Settimio Battaglia (ítem 86) y Archimede Staffolini (ítem 666), así como en impresos de autores como Griesbacher (ítem 342) y Oreste Ravanello (ítems 611 y 617), entre otros.

El fondo de música

Si bien el fondo de música catedralicio se describe detalladamente en el propio catálogo, vale la pena comentar aquí algunas de sus características generales. Como puede verse en la Tabla 1, se han clasificado la mayor parte de las fuentes catalogadas (96,4 por ciento) como obras sueltas o colecciones. En las primeras, cada fuente contiene una sola obra, mientras que en las segundas contiene dos o más. Ambas categorías son empleadas con frecuencia en los catálogos de música actuales (e.g. Enríquez, Cherñavsky y Davies 2014, p. 66; Tello, Franco y Maní Andrade 2015, pp. 14-15), pero la forma de catalogarlas puede variar, como se verá (vid. infra, “El catálogo”).

A estas obras y colecciones se añade un número menor pero no despreciable de tratados y métodos, términos utilizados aquí para designar, respectivamente, obras teóricas de gran envergadura destinadas principalmente a profesionales de la música y obras teórico-prácticas de menores dimensiones y profundidad, destinadas fundamentalmente al público aficionado y que frecuentemente incluyen repertorio. Como ejemplo del primer tipo pueden citarse, entre otros, el tratado de canto gregoriano de Joseph Pothier (ítem TM8), en tanto que dentro del segundo tipo pueden incluirse los métodos de guitarra de Ferdinando Carulli (TM1) y Pierre Gatayes (TM3).

Tabla 1. Total de ítems del catálogo

Tipo

Cantidad

Porcentaje

Obras sueltas

970

67,9%

Colecciones (C)

407

28,5%

Tratados o métodos (TM)

10

0,7%

Fragmentos (F)

42

2,9%

Total

1429

100%

Aunque una mayoría (83 por ciento) de estos ítems corresponde a una fuente única, hay también varias obras sueltas y colecciones, además de un tratado (ítem TM6), que comprenden dos o más fuentes. Por ejemplo, de un “Beatus vir” de Campderrós (ítem 144) existen hasta tres copias manuscritas, una claramente posterior a la muerte del compositor (fuente a), y de una colección impresa de ofertorios a dos voces editada por Friedrich Pustet en torno a 1900 (ítem C358) existen hasta seis ejemplares. Esto hace que el número de fuentes que preserva el fondo de música (1772) sea mayor al número de ítems contenidos en el catálogo. Aun así, y por razones que se explican más adelante, se ha hecho todo lo posible para mantener las fuentes catalogadas en su ubicación original, incluso si esto implica que un mismo ítem corresponde en ocasiones a dos o más signaturas diferentes.

Aparte de las obras, colecciones y tratados, el fondo incluye también 42 fuentes conservadas muy fragmentariamente que no se han podido identificar, así como partes sueltas e incompletas que hacen dudosas tanto las características de la obra como la atribución –así ocurre con un motete atribuido a Palestrina (ítem F4)—. Estas fuentes han sido designadas como fragmentos y catalogadas como tales, en una ficha ad hoc.

Una última categoría de fuente, no recogida en la Tabla 1, comprende los volúmenes facticios.10 Se trata de treinta libros o volúmenes realizados a posteriori, que reúnen un conjunto diverso de obras sueltas, colecciones y métodos musicales de uno o más autores.11 Por ejemplo, se conserva en el fondo un tomo manuscrito atribuido íntegramente al compositor italiano Archimede Staffolini, que contiene dieciocho colecciones de graduales, ofertorios y otros cantos correspondientes al propio de la misa para diversas festividades (ítem VF10). Como se explica en la entrada correspondiente, dichas colecciones fueron llevadas por separado de Italia a Santiago en 1884 y encuadernadas en su lugar de destino. Los dos ejemplares conservados de este volumen presentan leves diferencias en la ubicación de un par de colecciones, pero su contenido es el mismo: los ítems C210-226 y C232. Otro ejemplo corresponde al volumen facticio por excelencia, el “álbum musical”.12 Aunque el original no lo designe de esa forma, se trata de un álbum de guitarra que incluye dos obras (ítems 337 y 462), cuatro colecciones (ítems C98, C140, C162 y C370) y dos métodos (ítems TM1 y TM3) para dicho instrumento. Según se indica en la tapa, con letras doradas, perteneció a la “señorita Carmen Ariztía”. Puede verse en ambos casos que no se trata de fuentes independientes, sino de compilaciones de ítems ya descritos anteriormente, lo que explica la decisión de no incluirlos en el recuento general de la Tabla 1.

Si bien el contenido de las primeras 470 carpetas corresponde en líneas generales a la descripción de Claro (1974a), faltan desde que iniciamos el proceso de catalogación cinco obras de Alzedo distribuidas en siete carpetas: “Qui diceris paraclitus”, himno de Pentecostés (carpeta 189); “Mundi magister”, himno a San Pedro (carpeta 190); “Ave maris stella”, himno a la Virgen María (carpetas 192 y 193); “Grandes obras que en su hechura”, villancico dedicado a algún santo no precisado por Claro (carpetas 194 y 195); y “Volad, volad amores”, villancico al Santísimo Sacramento (carpeta 196). El hecho de que sean obras del mismo autor sugiere que pudieron ser sustraídas intencionalmente por alguien interesado en su música, pero se trata de una conjetura respecto a la cual no hay, por ahora, indicio concreto alguno. Afortunadamente, hay copia de estas piezas entre los microfilmes que el propio Claro dejó en la Universidad de Chile, lo que hace posible acceder, si no a la fuente original, al menos a su contenido musical.

Como se ha señalado, las fuentes contenidas en el fondo pueden datarse de finales del siglo XVIII a mediados del siglo XX. Sin embargo, y como muestra el Gráfico 1, son excepcionales las que escapan al período comprendido entre 1770 y 1949,13 y escasas aquellas anteriores a 1790 o posteriores a 1929. Esto último confirma que el grueso del fondo de música catedralicio fue producido o adquirido entre las maestrías de capilla de José de Campderrós (ca. 1793-1811) y Jorge Azócar Yávar (1922-1944). Sin embargo, el gráfico muestra también que la producción y compra de fuentes musicales tendió a disminuir en la época del segundo, lo que probablemente refleja dos hechos que han sido bien estudiados por Cabrera: la crisis generalizada que vivió la capilla bajo su mandato y, quizá en parte por lo anterior, su tendencia a hacer interpretar obras “antiguas”, de autores como Oreste Ravanello, Peter Griesbacher y Archimede Staffolini (Cabrera 2016, pp. 435, 439-454).

Gráfico 1. Datación de las fuentes conservadas en el fondo de música catedralicio

El Gráfico 1 confirma también que se trata de un fondo tardío, ya que el total de fuentes (columnas verdes) se incrementa significativamente a partir de 1850 y sobre todo entre 1890 y 1909, que podría considerarse la época de auge de la capilla si se toman como indicadores la producción y la compra de partituras.

Otro dato que se aprecia a simple vista es que en la época de Campderrós y los primeros años de la maestría de José Antonio González (1812-1840) hay una producción importante de obras sueltas (columnas azules) que tiende a decaer a partir de ca. 1830. Sin embargo, se recupera con fuerza durante la maestría de Alzedo (1846-1864), lo que confirma que su llegada al puesto insufló nuevos aires a la vida musical catedralicia, como se desprende de los trabajos de Sargent (1984, pp. 40-42) e Izquierdo (2011, p. 88-104, 153-195).

Asimismo, puede verse que las colecciones (columnas naranjas) fueron utilizadas muy escasamente hasta la primera mitad del siglo XIX. A partir de ca. 1850, en cambio, su producción y compra aumentó exponencialmente hasta alcanzar su cúspide en torno a 1900, para decaer en los años sucesivos. En este punto existe una clara correlación con el soporte empleado, ya que, si las obras sueltas son en su mayor parte manuscritas (58%), las colecciones conservadas son mayoritariamente impresas (62%) o de formato mixto –impresas y manuscritas— (2%). Por consiguiente, el incremento de las colecciones refleja también un uso creciente de libros impresos a medida que avanza dicha centuria, algo que probablemente se explique en parte por el notable desarrollo de la industria editorial de la música sacra en el marco del movimiento litúrgico (cf. Cabrera 2016, pp. 78-85, 340-351).

Como era de esperar, el repertorio contenido en estas fuentes es fundamentalmente sacro (94%). Sin embargo, hay 92 obras sueltas, colecciones y tratados de índole secular (5%) (Tabla 2).14

Tabla 2: repertorio sacro y secular en el fondo de música, expresado en número de fuentes (se excluyen los volúmenes facticios)

Sacro

Secular

Dudoso

Total

Obras sueltas

1076

69

4

1149

Colecciones

507

20

1

528

Tratados

8

3

0

11

Fragmentos

33

0

9

42

Total

1624

92

14

1730

Predomina, asimismo, el repertorio vocal (92%), pero hay también un número significativo de 128 obras sueltas, colecciones, tratados e incluso fragmentos con repertorio instrumental (Tabla 3). Esto se debe especialmente a un comprensible interés por la música para órgano o armonio, aunque veremos que se conserva también una cantidad apreciable de sinfonías.

Tabla 3: repertorio vocal e instrumental, expresado en número de fuentes (se excluyen los volúmenes facticios)

Vocal

Instrumental

Dudoso o no aplica

Total

Obras sueltas

1083

64

2

1149

Colecciones

472

56

0

528

Tratados

8

3

0

11

Fragmentos

33

5

4

42

Total

1596

128

6

1730

En concordancia con lo anterior, el idioma predominante es el latín (78%), seguido por el español, que ocupa en espacio muy inferior pero aun así relevante (18%) (Tabla 4). Esto último se explica, sobre todo, por los numerosos villancicos y canciones religiosas que se han conservado, como veremos seguidamente.

Tabla 4: idiomas en el fondo de música, expresados en número de fuentes (se excluyen los volúmenes facticios)15

Alemán

Catalán

Español

Euskera

Francés

Inglés

Italiano

Latín

Total

Obras sueltas

2

1

233

0

5

4

11

843

1099

Colecciones

9

3

61

3

8

0

8

431

523

Tratados

0

0

4

0

4

0

3

4

15

Fragmentos

0

0

3

0

0

0

1

24

28

Total

11

4

301

3

17

4

23

1302

1665

La predominancia del repertorio sacro, vocal y en latín hace aún más sorprendente la escasa representación del repertorio en canto llano o alternatim (3,7%). Sin embargo, ya hemos visto algunas hipótesis que podrían explicar en parte este hecho (vid. supra, “La vida musical…”).

Sin contar esta aparente paradoja, los géneros musicales más representados son coherentes con los datos anteriores. Como muestra la Tabla 5, predominan ampliamente los géneros latinos destinados tanto a la misa –especialmente el ordinario— como al oficio –especialmente himnos—. La representación significativa de los motetes se explica por su carácter multifuncional, ya que podían utilizarse en distintos momentos de la liturgia, en tanto que el énfasis en el repertorio de vísperas, por encima de otras horas mayores del oficio, era característico del mundo hispano (cf. Marín López 2010, pp. 61-63).

Tabla 5: géneros musicales más representados

Idioma

Género

Número de ítems

Latín

Ordinario de la misa

284

Himnos

205

Motetes

166

Propio de la misa

148

Antífonas

128

Salmos, especialmente de vísperas (56)

93

Letanías

44

Misas de difuntos

35

Lamentaciones de Jeremías

34

Salmo del Miserere

31

Cánticos de vísperas

27

Stabat mater

24

Vernáculo

Villancicos

149

Canciones religiosas

82

n/a

Música instrumental: sinfonías

28

Como se había anticipado, los géneros vernáculos son fundamentalmente el villancico y la canción religiosa (Tabla 5). Este último término se emplea aquí para designar una composición en lengua vernácula, escrita en la época republicana, que se vincula de una forma u otra con el mundo de la canción popular. En Chile, parece emerger en la segunda mitad del XIX, especialmente después de la promulgación del edicto de Valdivieso en 1873 que reivindicaba “el canto popular unísono y devoto” por considerarlo “un incentivo a la piedad” (cf. Vera y Cabrera 2011, p. 770). Mientras que, salvo contadas excepciones,16 los villancicos conservados están siempre escritos en español, las canciones religiosas pueden estar también en otros idiomas (alemán, catalán, francés, inglés e italiano), si bien la lengua hispana es predominante (72%).

Dentro de la música instrumental, el género más representado es la sinfonía (Tabla 5). Aunque para efectos estadísticos ha sido considerado como secular, no hay contradicción alguna con el contexto eclesiástico en el que se ha conservado. Como es sabido, la interpretación de sinfonías era ya tolerada en algunas partes de la misa solemne en la encíclica Annus qui hunc del papa Benedicto XIV (1749) y durante el siglo XVIII comenzó a usarse en Austria la expresión “sinfonía da chiesa” en referencia a su frecuente interpretación en las iglesias. Asimismo, en la Catedral de Cádiz se realizaban, a finales de dicha centuria, conciertos que incluían sinfonías y otros géneros instrumentales (Marín López 2014, pp. 353-373). De hecho, en 1838 el maestro de capilla José Antonio González compró cuatro sinfonías para el servicio de la catedral (vid. ítem 526).

Respecto de las festividades y advocaciones, que se detallan en uno de los índices de cada volumen, las más representadas en el fondo de música son aquellas dedicadas a Cristo, especialmente la Semana Santa, el Corpus y la Navidad. En segundo lugar, se hallan las piezas y colecciones dedicadas a la Virgen María y sus fiestas principales: la Inmaculada Concepción, la Asunción, la Natividad y otras (Tabla 6). Esta predominancia de Cristo y María, que refleja su importancia en el mundo católico, debió constituir una tradición de larga data en la institución, puesto que ya sus “Reglas consuetas” de 1689 establecían que debían cantarse siempre –y no solo decirse “en tono”— las vísperas de “todas las fiestas de Cristo Nuestro Señor y su Madre Santísima…” (Carrasco 1691, fol. 61v). Esta disposición encaja bien con el “plan de arreglo” para la capilla de música redactado un siglo y medio más tarde (1840), en el que se dispuso que la agrupación debía asistir especialmente a las fiestas señaladas (cf. Andrés Fernández y Vera 2018, p. 475).

Tabla 6: principales advocaciones y festividades en el fondo de música catedralicio, expresadas en cantidad de ítems y porcentaje

Advocación o festividad

Cantidad de ítems

Porcentaje

Cristo

(Semana Santa 197; Corpus 144; Navidad 102;

Sagrado Corazón 41; Ascensión 30; Santísimo Nombre de Jesús 25; Epifanía 20; Adviento 17; Circuncisión 11 y otras)

430

30%

Virgen María

(Virgen María –sin más especificación— 193; Inmaculada Concepción 52; Asunción 23; Natividad 17; Anunciación 15; Purificación 11; Visitación 8 y otras)

300

20,1%

Santos

(San José 34; Apóstol Santiago 25; San Pedro y San Pablo 21; San Pedro 15; San Luis Gonzaga 13; Santos Ángeles Custodios 11 y otros)

172

12%

Santísima Trinidad

50

3,5%

Pentecostés

49

3,4%

Comunes

(Mártires 23; Confesores 22; Vírgenes 17; Dedicación de una iglesia 16 y otras)17

42

2,9%

Acción de gracias

39

2,7%

Cuaresma

27

1,9%

Todos los santos

19

1,3%

El siguiente grupo importante lo ocupan los santos, algo que igualmente encaja bien con las “Reglas consuetas” de 1689, ya que, luego de las fiestas de Cristo y María, estas prescriben el canto en las de “apóstoles y de ángeles” (Carrasco 1991, fol. 61v). No es casualidad que, aparte de San José –el tercer miembro de la Sagrada Familia—, los santos más representados en el fondo de música sean Santiago, Pedro y Pablo (también llamado “el apóstol de los gentiles”); ni tampoco que una cantidad apreciable de música esté dedicada a los Santos Ángeles Custodios (Tabla 6). El apóstol Santiago era, además, el patrono de la ciudad, por lo que desde la colonia los cabildos secular y eclesiástico ponían todo su empeño en conmemorarlo con la mayor solemnidad posible (Sanfuentes 2018). Su fiesta, que se celebraba el 25 de julio, era doble de primera clase y, según el citado plan de arreglo de 1840, la capilla musical en pleno estaba obligada a asistir a la víspera del día anterior, la tercia y la misa; además, los cantores debían acompañar al sochantre en la procesión que se hacía por las gradas de la catedral (Andrés Fernández y Vera 2018, p. 493). Sabemos también que la música era interpretada por una nutrida orquesta, ya que en 1845 el maestro de capilla, Henry Lanza, contrató a ocho instrumentistas adicionales para tocar en la víspera de Santiago y doce para hacerlo el día de su fiesta.18

Guillermo Marchant (2006, p. 29) afirmó en su momento que la parte del fondo de música catalogada por Claro aún conservaba su orden original y que este era funcional al calendario litúrgico, es decir, que las piezas se hallaban agrupadas en conjuntos relacionados con una misma celebración. Sin embargo, no ofreció datos ni fuentes concretos para respaldar su afirmación. Un análisis más detallado revela que, en efecto, hay series más o menos consecutivas de piezas dedicadas a la Semana Santa en las cajas 2 (números 67-70, 72-75 y 80), 14 (323-324, 327-330), 15 (333-334) y 16 (335-336); no obstante, se trata solo del 46 por ciento de las piezas destinadas a dicha festividad.19 En el caso de la Navidad, ocurre algo similar en las cajas 4 (números 109-111), 8 (213-217), 10 (248-250), 13 (298-299, 301) y 27 (449-451), es decir, en el 55 por ciento de las obras escritas para dicha ocasión. Y, en el caso del Corpus, hay conjuntos de dos carpetas consecutivas en las cajas 1 (números 15-16) y 3 (98-99), es decir, solo en un 29 por ciento del repertorio para dicha fiesta. En otras palabras, la afirmación de Marchant tiene algo de verdad, ya que es posible hallar en el fondo series de carpetas dedicadas a una misma festividad. Sin embargo, estas no son sistemáticas, se encuentran repartidas en lugares diversos y con frecuencia se ven interrumpidas por obras o colecciones funcionales a otra celebración. Volveremos a ello (vid. “El catálogo”).

Para concluir esta descripción general del fondo de música, la Tabla 7 incluye los compositores más representados. El primero es el catalán José de Campderrós, maestro de capilla de la Catedral de Santiago desde ca. 1793 hasta su muerte a inicios de 1811 (Vera 2020a, pp. 580-584). Pereira Salas afirmó en su momento que la viuda del compositor, María de las Nieves Machado, había devuelto a la catedral su colección de música luego de su fallecimiento (1941, p. 59). Si bien esta afirmación es inconsistente,20 no puede ser descartada por el número significativo de fuentes conservadas de este autor y porque muchas están escritas por su propia mano, como se verá en el siguiente apartado. Además de Campderrós, otros dos compositores activos en Santiago que figuran en dicha tabla son los ya mencionados Alzedo y Azócar Yávar, quienes se desempeñaron, respectivamente, a mediados de los siglos XIX y XX.

En segundo lugar, figura en la Tabla 7 el compositor alemán Michael Haller, uno de los principales representantes del movimiento litúrgico en Europa. La llegada de su obra a Santiago debe entenderse en este contexto, pues lo hizo especialmente a través de impresos publicados por Friedrich Pustet, quien era a finales del siglo XIX el principal editor de música de la Santa Sede y con quien la arquidiócesis de Santiago tuvo contactos directos entre 1898 y 1902 (Cabrera 2016, pp. 79-81, 341-343).

Un perfil diferente tiene el italiano Archimede Staffolini, pues su obra no parece haber tenido una circulación importante, ni siquiera en el contexto señalado. Sin embargo, llegó en una cantidad apreciable a la Catedral de Santiago a raíz de un encargo directo que le hizo el maestro de capilla Manuel Arrieta, durante un viaje a Italia que efectuó en 1884 (Vera 2013a, pp. 103-105). Las composiciones de Staffolini debieron agradar a las autoridades y los músicos de la catedral, pues de 1888 a 1890 se le hicieron nuevos encargos de obras, esta vez desde Chile (Cabrera 2016, p. 265). Los motivos que tuvo Arrieta para optar por este compositor en lugar de otros quizá de mayor renombre son aún desconocidos.

Finalmente, el cuarto nombre del listado, Joseph Haydn (Tabla 7), representa al compositor de fama internacional cuya obra es apetecida por el solo hecho de ser suya. Los datos publicados sobre la circulación de su música en Hispanoamérica sugieren que esta comenzó en la década de 1780 (Miranda 1997, p. 41; Marín López 2018, p. 12). Sin embargo, la datación aproximada de sus obras en el fondo de música hace pensar en una época de recepción más tardía: el segundo cuarto del siglo XIX.

Tabla 7: compositores más representados en el fondo de música

Compositor

Cantidad de ítems con sus obras

Campderrós, José de (ca. 1742-1811)

71

Haller, Michael (1840-1915)

55

Staffolini, Archimede (fl. 1884)

39

Haydn, Joseph (1732-1809)

35

Azócar Yávar, Jorge (1895-1977)

26

Griesbacher, Peter (1864-1933)

26

Ravanello, Oreste (1871-1938)

23

Eslava, Hilarión (1807-1878)

22

Bas, Giulio (1874-1929)

21

Lambillotte, Louis (1796–1855)

21

Perosi, Lorenzo (1872-1956)

21

Alzedo, José Bernardo (1788-1878)

20

Bottazzo, Luigi (1845-1924)

20

Mozart, Wolfgang Amadeus (1756-1791)

17

Clementi, Giuseppe (fl. 1860-1870)

15

Palestrina, Giovanni Pierluigi da (1525-1594)

15

Los copistas

Un estudio caligráfico exhaustivo de un fondo que abarca 898 fuentes manuscritas y 67 mixtas requeriría un trabajo independiente y a largo plazo. Aun así, los párrafos que siguen sintetizan la información que he podido reunir sobre el tema, con el propósito de que, pese a su carácter parcial y sus eventuales imprecisiones, pueda ser útil a otros investigadores. En primer lugar, he individualizado dieciséis manos diferentes que figuran en fuentes copiadas a finales del siglo XVIII y en la primera mitad del XIX. Las tres primeras, identificadas genéricamente como copistas 1, 2 y 3, corresponden a sujetos que trabajaron en la propia Catedral de Santiago, tal y como se ha demostrado en un trabajo anterior (Vera 2013c). El primero es sin duda José de Campderrós, cuya caligrafía se aprecia en 51 obras y colecciones, todas ellas anónimas o de su propia autoría.21 En otras palabras, el fondo preserva parte de su archivo personal, lo que da cierto sustento a la afirmación de Pereira Salas de que su viuda devolvió su colección de música a la catedral luego de su fallecimiento (vid. supra). El copista 2 corresponde probablemente al maestro de capilla José Antonio González o a algún músico a su servicio. El análisis de las 142 fuentes copiadas por él demuestra que se desempeñaba como calígrafo ya en la época de Campderrós y que continuó haciéndolo en los años posteriores. Muchas de estas fuentes son contrafacta, lo que parece confirmar que González no era compositor o que solo escribía música excepcionalmente (cf. Vera 2013c, pp. 23-24). El copista 3, por su parte, no ha sido identificado, pero su mano se aprecia en 52 fuentes fechadas o fechables en la época de Campderrós;22 de hecho, algunos de sus rasgos caligráficos son similares a los del músico catalán. Los copistas 2 y 3 solían colaborar con el copista 1, sin duda por disposición de este último, dada su condición de maestro de capilla. Incluso, se conserva una misa anónima a cuatro voces en la que estos tres copistas se distribuyen el trabajo de escribir las distintas partes vocales e instrumentales (ítem 855).

Además de los anteriores, he individualizado a otros trece amanuenses activos de ca. 1750 a ca. 1860. El copista 4 figura en un número reducido de fuentes y su caligrafía es muy similar a la del copista 2. Podría incluso tratarse de este último, si no fuera porque la consistencia de sus rasgos hace difícil pensar, por ejemplo, que en unos pocos casos haya dibujado las corcheas invertidas con las plicas y los corchetes en sentido opuesto al habitual.