Chavs - Owen Jones - E-Book

Chavs E-Book

Owen Jones

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Beschreibung

En la Gran Bretaña actual, la clase trabajadora se ha convertido en objeto de miedo y escarnio. Desde la Vicky Pollard de Little Britain a la demonización de Jade Goody, los medios de comunicación y los políticos desechan por irresponsable, delincuente e ignorante a un vasto y desfavorecido sector de la sociedad cuyos miembros se han estereotipado en una sola palabra cargada de odio: Chavs. En este aclamado estudio, Owen Jones analiza cómo la clase trabajadora ha pasado de ser "la sal de la tierra" a la "escoria de la tierra". Desvelando la ignorancia y el prejuicio que están en el centro de la caricatura chav, retrata una realidad mucho más compleja: el estereotipo chav, dice, es utilizado por los gobiernos como pantalla para evitar comprometerse de verdad con los problemas sociales y económicos y justificar el aumento de la desigualdad. Basado en una investigación exhaustiva y original, este libro es una crítica irrefutable de los medios de comunicación y de la clase dirigente, y un retrato esclarecedor e inquietante de la desigualdad y el odio de clases en la Gran Bretaña actual. La edición incluye un nuevo capítulo que explora las causas y las consecuencias de los episodios de violencia que ocurrieron durante el verano de 2011 en Inglaterra.

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Owen Jones

Título original: Chavs: The Demonization of the Working Class (2011)

© Del libro: Owen Jones

© De la traducción: Íñigo Jáuregui Eguía

Edición en ebook: febrero de 2017

© De esta edición:

Capitán Swing Libros, S.L.

Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid

Tlf: 630 022 531

www.capitanswinglibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-946737-0-2

© Diseño gráfico: Filo Estudio www.filoestudio.com

Corrección ortotipográfica: Juan Marqués

Maquetación ebook: [email protected]

Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Guy Standing

(Reino Unido, 1948)

Novelista y periodista austriaco, su verdadero nombre era Moses Joseph Roth. Estudió literatura y filosofía en las universidades de Lemberg (actual Lviv, Ucrania) y Viena. Luego ejerció de periodista en Viena y Berlín, de donde se fue tras el ascenso nazi al poder en 1933 debido a su ascendencia judía (aunque él era católico debido a su fidelidad a la casa real Austro-Húngara). Ya era en esas fechas un autor popular merced a la publicación de sus novelas Job (1930) y La marcha Radetzky (1932). Abandonó también Austria tras percatarse de que los nazis austriacos más temprano que tarde se harían con el poder, exiliándose alternativamente a varias ciudades europeas hasta recalar principalmente en París.

En Francia acabó cayendo en el alcoholismo, muriendo finalmente en 1939, tan sólo unos meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Está considerado como uno de los mejores exponentes de la prosa centroeuropea del siglo XX.

Contenido

Portadilla

Créditos

Autor

Introducción

01. El extraño caso de Shannon Matthews

02. Luchadores de clase

03. Políticos versus chavs

04. Una clase en la picota

05. «Ahora todos somos de clase media»

06. Una sociedad amañada

07. Una Gran Bretaña rota

08. La ofensiva

Conclusión: ¿Una nueva política de clase?

Epílogo a la segunda edición inglesa

Introducción

Es una experiencia que todos hemos tenido. Estás entre un grupo de amigos o conocidos cuando de repente alguien dice algo que te choca: un comentario aparte o una observación frívola y de mal gusto. Pero lo más inquietante no es el comentario en sí, sino el hecho de que nadie parece sorprenderse lo más mínimo. Miras en vano a tu alrededor, buscando aunque sea una pizca de preocupación o muestras de bochorno.

Yo experimenté uno de esos momentos en la cena de un amigo, en una zona burguesa al este de Londres, una noche de invierno. Estaban cortando cuidadosamente la tarta de queso y la conversación había derivado hacia el tema de moda, la crisis del crédito. De pronto, uno de los anfitriones intentó animar la velada con un chiste desenfadado.

Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar todos los chavs1 sus regalos navideños?

Ahora bien, él nunca se consideraría un intolerante, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta. Sentadas a la mesa había personas de más de un grupo étnico. La división por sexos era del 50%, y no todo el mundo era hetero. Todos se hubieran situado políticamente en algún lugar a la izquierda del centro. Se habrían enfadado al ser tachados de elitistas. Si un extraño hubiera ido esa noche y se hubiera avergonzado a sí mismo empleando una palabra como «paki» o «maricón», lo habrían expulsado rápidamente del apartamento.

Pero nadie rechistó ante un chiste sobre chavs que compran en Woolies. Al contrario, todos se rieron. Dudo que muchos supieran que este término despectivo proviene de la palabra gitana para «niño», ni era probable que estuvieran entre los cien mil lectores de El pequeño libro de los chavs, una obra sesuda que describe a los chavs como «la floreciente subclase palurda». Si lo hubieran cogido del expositor de una librería para echarle una rápida hojeada, habrían aprendido que los chavs suelen trabajar de cajeros en los supermercados, de empleados en restaurantes de comida rápida y de limpiadores. Pero en el fondo todos debían de saber que chav es una palabra insultante exclusivamente dirigida a gente de clase trabajadora. El «chiste» se podría haber reformulado fácilmente así: «Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar las repugnantes clases bajas sus regalos navideños?».

Y con todo, ni siquiera fue lo que se dijo lo que más me molestó, sino quién lo dijo, y quién participó de las risas. Todos los que estaban sentados alrededor de esa mesa eran profesionales bien remunerados. Lo admitieran o no, debían su éxito, más que nada, a su origen. Todos crecieron en confortables hogares de clase media, por lo general en barrios residenciales. Algunos se educaron en costosos colegios privados, y la mayoría había estudiado en universidades como Oxford, LSE o Bristol. Las posibilidades de que alguien de clase trabajadora terminara como ellos eran, como mínimo, remotas. Ahí estaba yo, presenciando un fenómeno que se remonta cientos de años atrás: los ricos burlándose de los menos pudientes.

Y eso me dio que pensar. ¿Por qué el odio a la gente de clase trabajadora se ha vuelto tan aceptable socialmente? Cómicos multimillonarios educados en colegios privados se visten de chavs para divertirnos en telecomedias como Little Britain. Nuestros periódicos van a la caza desesperada de historias terroríficas sobre «la vida entre los chavs» y las hacen pasar por representativas de las comunidades trabajadoras. Sitios web como «ChavScum» (escoria chav) rebosan veneno dirigido a la caricatura chav. Parece como si la clase trabajadora fuera el único grupo social del que puedes decir prácticamente cualquier cosa.

* * *

Costaría encontrar alguien en Gran Bretaña que odie tanto a los chavs como Richard Hilton. El señor Hilton es director general de Gymbox, una de las más exitosas incorporaciones a la floreciente escena del fitness londinense. Conocido por poner nombres creativos a sus clases de gimnasia, Gymbox está descaradamente dirigido a fanáticos del fitness con posibles, pues para hacerse socio hay que pagar una exorbitante cuota de inscripción de 175£, además de una cantidad mensual de 72£. Como explica el propio Hilton, Gymbox se creó para explotar las inseguridades de su clientela, formada predominantemente por profesionales y oficinistas. «Los clientes estaban pidiendo clases de defensa personal porque les daba miedo vivir en Londres», dice.

En la primavera de 2009, Gymbox anunció una novedad que se sumaba a su ya ecléctica oferta de clases (incluyendo el Aerobic Pechugón, el Baile en Barra y el Boxeo Zorrón): la Lucha Chav. «No des a los gruñones y malhumorados chavs una ASBO»,2 instaba su web, «dales una patada». El resto de su cháchara promocional tampoco se andaba con miramientos, en la voz de un justiciero con buen dominio de las relaciones públicas. «Olvídate de robarle el caramelo a un niño. Nosotros te enseñaremos a quitarle un Bacardi a un macarra y a convertir un gruñido en un gemido. Bienvenido a la lucha chav, un lugar donde el saco de boxeo acumula polvo y se arregla el mundo.» Los folletos eran aún más directos. «¿Por qué perfeccionar tus habilidades en sacos de boxeo o tablas de madera cuando puedes tumbar a unos cuantos chavs?... Un mundo donde los Bacardi Breezers son tu espada y las ASBOs tu trofeo.»

Hubo algunos que creyeron que la glorificación de apalizar gente era pasarse de la raya. Cuando se recurrió al Consejo Regulador de Publicidad (ASA), Gymbox respondió con tecnicismos. Alegaron que no era ofensivo porque «nadie en la sociedad admitiría ser un chav; no era un grupo al que la gente quisiera pertenecer». Sorprendentemente, la ASA absolvió a Gymbox con el argumento de que era improbable que las clases de lucha chav «aprobaran o incitaran a la violencia contra determinados grupos sociales...».

Hay que hablar con Richard Hilton para apreciar la hondura del odio que inspira la clase social. Tras definir a los chavs como «chicos de la calle vestidos de Burberry», continuó con su explicación:

Suelen vivir en Inglaterra pero probablemente pronuncian «Inlaterra». Les cuesta expresarse y tienen poca capacidad para escribir sin faltas. Adoran sus pitbulls y sus navajas, y te «pincharán» alegremente si les rozas accidentalmente al pasar o no les gusta cómo les miras. Suelen procrear a la edad de quince años y pasan casi todo el día tratando de conseguir «maría» o cualquier «trapo» que puedan trincar con sus sudorosas manos adolescentes. Si no están internados a los veintiuno, se les considera bastiones de la comunidad o se ganan «mucho respeto» por tener suerte.

No es de extrañar que, al ser preguntado si corrían malos tiempos para los tales chavs en Inglaterra, su respuesta fuera categórica: «No, se lo merecen».

Al parecer la clase fue un éxito entre la gente que va a los gimnasios. Tras describirla como «una de las clases más populares que nunca hemos ofertado», Hilton afirmó que: «Casi todo el mundo se identificó con ella y la disfrutó. Unos pocos de la brigada policial se sintieron ofendidos.» Y sin embargo, sorprendentemente, Hilton no se considera un intolerante, ¡todo lo contrario! El sexismo, el racismo y la homofobia, por ejemplo, eran «completamente inaceptables».

Empresario extremadamente exitoso, Richard Hilton ha explotado el miedo y el odio que sienten algunos londinenses de clase media hacia las clases bajas. Es una imagen convincente: sudorososos banqueros de la City descargando sus frustraciones inducidas por la recesión sobre chavales pobres y semisalvajes. Bienvenido a Gymbox, donde la lucha de clases se mezcla con el fitness.

Es fácil quedarse de piedra ante el impúdico odio de Hilton, pero él ha descrito crudamente una imagen del adolescente de clase obrera muy extendida entre la clase media. Corto. Violento. Delincuente. «Procreando» como animales. Y, por supuesto, estos chavs no son elementos aislados: después de todo, se les considera «bastiones de la comunidad».

Gymbox no es la única compañía británica que ha explotado el horror de la clase media hacia amplios sectores de la clase trabajadora británica. Actividades en el Extranjero es una agencia de viajes que ofrece vacaciones con exóticas aventuras y tarifas que a menudo superan las 2.000£: safaris con perros esquimales en la naturaleza canadiense, vacaciones en cabañas de troncos en Finlandia, cosas por el estilo. Ah, pero que los chavs no se molesten en solicitarlas. En enero de 2009 la compañía envió un correo promocional a 24.000 clientes de su base de datos, donde se citaba un artículo de 2005 que demostraba que los niños con nombres de «clase media» tenían ocho veces más probabilidades de aprobar su examen final de secundaria que los que tenían nombres como «Wayne y Dwayne». Las conclusiones les habían llevado a preguntarse qué tipo de nombres sería probable encontrar en un viaje de Actividades en el Extranjero.

De modo que el equipo había hecho un rastreo en su base de datos y apareció con dos listas: una de nombres que era «probable» encontrar en una de sus vacaciones, y otra de los que no. Alice, Joseph y Charles figuraban en la primera lista, pero las excursiones de Actividades en el Extranjero eran una zona libre de Britneys, Chantelles y Dazzas. Concluyeron que podían prometer legítimamente «vacaciones con actividades libres de chavs».

De nuevo, no a todo el mundo le hizo gracia, pero la empresa se mantuvo en sus trece. «Creo que ya es hora de que las clases medias se hagan valer», declaró el director general Alistair McLean. «Al margen de que sea lucha de clases o no, yo no tengo ningún reparo en proclamarme de clase media.»3

Cuando hablé con Barry Nolan, uno de los directores de la compañía, se mostró igual de desafiante. «Los más enfadados eran lectores del Guardian que mostraban una falsa indignación porque no viven cerca de ellos», dijo. «Conectó con el tipo de gente que podía contratar sus vacaciones con nosotros. Resultó ser un éxito increíble entre nuestros clientes.» Según parece, el negocio experimentó un aumento del 44% en las ventas en el periodo que siguió a la polémica.

Gymbox y Actividades en el Extranjero han adoptado puntos de vista ligeramente distintos. Gymbox aprovechaba los miedos de la clase media a que sus inferiores sociales fueran una turba violenta que estuviera esperando para matarlos a navajazos en algún callejón oscuro. Actividades en el Extranjero explotó la aversión a los vuelos baratos, que permitían a la gente de clase trabajadora «invadir» el espacio de clase media de las vacaciones en el extranjero. «Hoy en día ni siquiera puedes huir al extranjero para escapar de ellos», este tipo de ideas.

Pero ambos eran una muestra de cómo es el odio dominante de la clase media hacia la clase trabajadora en la Inglaterra actual. El ataque a los chavs se ha convertido en una forma de ganar dinero porque toca un punto sensible. Esto resulta aún más obvio cuando una historia poco representativa que aparece en titulares se utiliza como gancho conveniente para «probar» el discurso antichav.

Cuando el exconvicto Raoul Moat escapó tras matar a tiros al compañero de su expareja en julio de 2010, se convirtió en un antihéroe para unas pocas de las personas de clase trabajadora más marginadas del país. Un criminólogo, el profesor David Wilkinson, afirmó que aquel estaba «explotando la mentalidad masculina, desposeída, de clase trabajadora blanca, según la cual no puede abrirse camino legítimamente en el mundo, así que Moat, comportándose como lo hizo, como esta especie de antihéroe, ha tocado, creo, un punto sensible». Los blancos de clase trabajadora se habían visto reducidos de un plumazo a unos simiescos macarras sin aspiraciones legítimas. Internet fue el escenario de una batalla campal. Véase este comentario en la página web del Daily Mail:

Mirad a vuestro alrededor, en el supermercado, en el autobús y ahora cada vez más en la calle. Encontraréis grupos cada vez más numerosos de tatuados, ruidosos y malhablados proletas seguidos de mugrientos mocosos, que son incapaces de responder o incluso de reconocer la cortesía más básica y no conciben estar equivocados en nada. Esta es la gente que se emociona con un asesino despiadado. No tienen valores ni moral y son tan cortos que no pueden redimirse. Es mejor evitarlos.4

Esta forma de odio de clase se ha convertido en parte integral y respetable de la cultura británica actual. Está presente en los periódicos, telecomedias, películas, foros de internet, redes sociales y conversaciones cotidianas. En el corazón del fenómeno chav hay un intento de ocultar la realidad de la mayoría de la clase trabajadora. «Ahora somos de clase media», reza el mantra generalizado, todos excepto unos pocos irresponsables y recalcitrantes flecos de la vieja clase obrera. Simon Heffer, uno de los periodistas conservadores más prominentes del país, es un firme defensor de esta teoría y a menudo ha afirmado que «lo que se conocía como “respetable clase trabajadora” casi se ha extinguido. Lo que los sociólogos daban en llamar la clase trabajadora ahora no suele trabajar en absoluto, sino que vive del Estado de bienestar».5 Ha dado paso a lo que él llama una «subclase salvaje».

Cuando le pregunté qué quería decir con eso, replicó: «La respetable clase trabajadora se ha extinguido en gran parte por causas justificadas, porque tenía aspiraciones y porque la sociedad aún proveía los medios para aspirar». Habían ascendido en la escala social porque «han ido a la universidad, han conseguido trabajo en oficios o profesiones administrativas y se han vuelto de clase media». Una pregunta interesante es dónde encajan en todo esto los millones de personas que seguían en ocupaciones manuales o la mayoría de los que no habían ido a la universidad. No obstante, según Heffer, en realidad hay dos grupos principales en la sociedad británica: «Ya no existen familias que vivan en condiciones humildes y respetables generación tras generación. O se convierten en clientes del Estado de bienestar y pasan a engrosar la subclase, o se vuelven de clase media».

Este es el modelo social visto a través de los ojos de Heffer. Gente agradable de clase media por un lado y un irredimible detritus por el otro (la «subclase» que representa «la parte de la clase trabajadora sin ambición ni aspiraciones»), sin nada entremedias. Esto no guarda ninguna relación con cómo está estructurada realmente la sociedad, pero ¿por qué habría de hacerlo? Después de todo los periodistas que escriben esto tienen poco contacto, si tienen alguno, con la gente que desprecian. Heffer es un típico exponente de clase media, vive en el campo y lleva a sus hijos a Eton. En un momento dado admite «no saber mucho de la subclase», algo que no le ha impedido fustigarlos repetidamente.

Los hay que defienden el uso de la palabra chav y afirman que, en realidad, la clase trabajadora no está demonizada en absoluto; chav se usa simplemente para designar a gamberros antisociales y a pandilleros. Esto es cuestionable. Para empezar, las víctimas son exclusivamente de clase trabajadora. Cuando chav apareció por primera vez en el diccionario Collins de inglés, se definió como «joven de clase trabajadora que se viste con ropa deportiva e informal». Desde entonces su significado se ha ampliado de forma reveladora. Un mito urbano lo convierte en acrónimo de «violento que vive en casas municipales».6 Muchos lo emplean para mostrar su aversión a la gente de clase trabajadora que ha abrazado el consumismo solo para gastar su dinero de manera supuestamente basta y chabacana, en vez de con la discreta elegancia de la burguesía. Figuras procedentes de la clase trabajadora como David Beckham, Wayne Rooney o Cheryl Cole, por ejemplo, son parodiados habitualmente como chavs.

Ante todo, el término chav engloba actualmente cualquier rasgo negativo asociado a la gente de clase trabajadora —violencia, vagancia, embarazos en adolescentes, racismo, alcoholismo y demás—. Como escribió la periodista del Guardian Zoe Williams: «chav puede haber atraído el interés popular por parecer que expresaba algo original —no solo escoria, amigos, sino escoria vestida de Burberry—, pero ahora cubre una base tan amplia que se ha convertido en sinónimo de “proleta” o de cualquier palabra que signifique “pobre y por lo tanto despreciable”».7 Hasta Christopher Howse, eminente columnista del conservador Daily Telegraph, objetaba que «mucha gente usa chav como cortina de humo para encubrir su odio a las clases bajas... Llamar chavs a la gente no es mejor que cuando los chicos de colegios privados llaman “palurdos” a los de pueblo».8

Los chavs a menudo son tratados como sinónimos de «clase trabajadora blanca». La temporada del 2008 de White (blancos) de la BBC, una serie de programas dedicados a la misma clase, fue un ejemplo clásico, al retratar a sus miembros como retrógrados, intolerantes y obsesionados con la raza. De hecho, mientras que la «clase trabajadora» se convirtió en un concepto tabú en el periodo posterior al thatcherismo, de la «clase blanca trabajadora» se hablaba cada vez más a comienzos del siglo XXI.

Porque «clase» había sido durante mucho tiempo una palabra prohibida en la vida política, y las únicas desigualdades debatidas por políticos y medios de comunicación eran las raciales. La clase blanca trabajadora se había convertido en otra minoría étnica marginada, y eso suponía que todas sus preocupaciones se entendían únicamente a través del prisma de la raza. Se empezó a presentar como una tribu perdida en el lado equivocado de la Historia, desorientada por el multiculturalismo y obsesionada con defender su identidad de los estragos de la inmigración en masa. El nacimiento de la idea de una «clase trabajadora blanca» fomentó un nuevo fanatismo progresista. Estaba bien odiar a los blancos de clase trabajadora porque ellos mismos eran un hatajo de racistas intolerantes.

Una justificación del término chav señala que «los propios chavs lo utilizan, así que, ¿cuál es el problema?». Tienen un argumento: algunos jóvenes de clase trabajadora han adoptado la palabra como un rasgo de identidad cultural. Pero el significado de una palabra a menudo depende de quién la emplee. En boca de un heterosexual, «marica» es clara y profundamente homofóbico; pero algunos gays se lo han apropiado orgullosamente como seña de identidad. De forma similar, aunque «paki» es uno de los términos racistas más insultantes que puede usar un blanco en Inglaterra, algunos jóvenes asiáticos lo emplean como un término cariñoso hacia los suyos. En 2010 una polémica en la que anduvo implicada la controvertida locutora derechista estadounidense Laura Schlessinger ilustró gráficamente esta cuestión. Tras emplear once veces la palabra «negrata» en antena durante una conversación con un oyente afroamericano, trató de defenderse con el argumento de que los cómicos y actores negros la utilizan.

En todos los casos, el significado de la palabra depende del hablante. En boca de alguien de clase media, chav se convierte en un término de puro desprecio de clase. Liam Cranley, hijo de un operario de fábrica que creció en una comunidad de clase trabajadora del área metropolitana de Manchester, me describe su reacción cuando alguien de clase media utiliza la palabra: «Estás hablando de mi familia: estás hablando de mi hermano, de mi madre, de mis amigos».

Este libro analizará cómo el odio a los chavs no es ni mucho menos un fenómeno aislado. En parte es producto de una sociedad con profundas desigualdades. «En mi opinión, uno de los efectos clave de una mayor desigualdad es avivar sentimientos de superioridad e inferioridad en la sociedad», dice Richard Wilkinson, coautor del pionero Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva,9 un libro que demuestra eficazmente el vínculo entre desigualdad y toda una gama de problemas sociales. Y, de hecho, la desigualdad es hoy mucho mayor que en casi toda nuestra historia. «Una desigualdad generalizada es algo extremadamente reciente para casi todo el mundo», sostiene el profesor de geografía humana y «experto en desigualdad» Danny Dorling.

Demonizar a los de abajo ha sido un medio conveniente de justificar una sociedad desigual a lo largo de los siglos. Después de todo, en abstracto parece irracional que por nacer en un sitio u otro unos asciendan mientras otros se quedan atrapados en el fondo. Pero ¿qué ocurre si uno está arriba porque se lo merece? ¿Y si los de abajo están ahí por falta de habilidad, talento o determinación?

Pero el asunto va más allá de la desigualdad. En la raíz de la demonización de la gente trabajadora está el legado de una auténtica lucha de clases británica. El ascenso al poder de Margaret Thatcher en 1979 marcó el comienzo de un asalto total a los pilares de la clase trabajadora británica. Sus instituciones, como los sindicatos y las viviendas de protección oficial, fueron desmanteladas; se liquidaron sus industrias, de las manufacturas a la minería; sus comunidades quedaron, en algunos casos, destrozadas y nunca más se recuperaron; y sus valores, como la solidaridad y la aspiración colectiva, fueron barridos en aras de un férreo individualismo. Despojada de su poder y ya no vista como una orgullosa identidad, la clase trabajadora fue cada vez más ridiculizada, menospreciada y utilizada como chivo expiatorio. Estas ideas se han impuesto, en parte, por la expulsión de la gente de clase trabajadora del mundo de la política y los medios de comunicación.

Los políticos, especialmente los del Partido Laborista, antiguamente hablaban de mejorar las condiciones de la clase obrera. Pero el consenso actual solo gira en torno a escapar de la clase trabajadora. Los discursos de los políticos están salpicados de promesas para ampliar la clase media. La «aspiración» se ha redefinido hasta significar enriquecimiento personal: trepar por la escala social y convertirse en clase media. Problemas sociales como la pobreza y el desempleo en otro tiempo eran considerados injusticias derivadas de fallos internos del capitalismo que, como mínimo, debían abordarse. Pero hoy se han empezado a considerar consecuencias del comportamiento personal, de defectos individuales e incluso de una elección.

La difícil situación de algunas personas de clase trabajadora se presenta comúnmente como una «falta de ambición» por su parte. Se achaca a sus características individuales, más que a una sociedad profundamente desigual organizada en favor de los privilegiados. En su forma extrema, esto ha llevado incluso a un nuevo darwinismo social. Según el psiquiatra evolutivo Bruce Charlton, «los pobres tienen un coeficiente de inteligencia más bajo que el de gente más adinerada... y esto significa que un porcentaje mucho menor de gente de clase trabajadora que de clase profesional podrá cumplir los requisitos normales para entrar en las universidades más selectivas».10

La caricatura chav lleva camino de situarse en el centro de la vida política británica en los años venideros. Tras las elecciones generales de 2010, un Gobierno conservador dominado por millonarios asumió el poder con un agresivo programa de recortes sin parangón desde principios de los años veinte. La crisis económica global iniciada en 2007 bien pudo haber sido desencadenada por la codicia e incompetencia de una próspera élite bancaria, pero era —y es— la clase trabajadora la que supuestamente debía pagar por ello. Pero cualquier intento de destruir el Estado de bienestar está sembrado de dificultades políticas, y por eso el Gobierno recurrió rápidamente a culpar a sus usuarios.

Véase el caso de Jeremy Hunt, un destacado ministro conservador con una fortuna estimada de 4,1 millones de libras. Para justificar la supresión de las prestaciones sociales, argumentó que los beneficiarios de larga duración deberían «responsabilizarse» del número de hijos que tenían, y que el Estado ya no financiaría familias numerosas desempleadas. En realidad, solo el 3,4% de las familias con prestaciones de larga duración tienen cuatro o más hijos. Pero Hunt explotaba el viejo prejuicio de que los de abajo procrean sin control, al tiempo que invocaba la caricatura sensacionalista de la desaliñada madre soltera que exprime el sistema de prestaciones teniendo muchos hijos. El propósito estaba claro: ayudar a justificar un ataque más amplio sobre algunos de los miembros más vulnerables de la clase trabajadora del país.

El objetivo de este libro es exponer la demonización de la clase trabajadora, pero no pretende demonizar a la clase media. Todos somos prisioneros de nuestra clase, pero eso no significa que tengamos que ser prisioneros de nuestros prejuicios de clase. Asimismo, no trata de idolatrar o glorificar a la clase trabajadora. Lo que propone es mostrar algunas realidades de la mayoría de la clase trabajadora que se han ocultado en favor de la caricatura chav.

Ante todo, este libro no está simplemente pidiendo un cambio de mentalidad en la gente. El prejuicio de clase es parte integrante de una sociedad profundamente dividida por la clase. En última instancia no es el prejuicio lo que debemos afrontar, sino la fuente de la que nace.

1 Término peyorativo para referirse a la subcultura de la clase trabajadora inglesa (sobre todo a los jóvenes, aunque no solo). Según este estereotipo, llevan ropa deportiva de marca, bisutería llamativa, viven de las prestaciones y en viviendas sociales. Como las palabras españolas «chaval» y «chavó», es de origen gitano, y en último término proviene del término sánscrito yayan, «joven». El traductor agradece a Rodrigo Navia-Osorio sus generosas y útiles aclaraciones sobre algunos pasajes de este libro. (N. del T.)

2 Orden de arresto por comportamiento antisocial. Mantendremos el acrónimo en todo el texto. (N. del T.)

3 Michael Kerr, «A “chav-free” break? No thanks», Daily Telegraph, 21 de enero 2009.

4 Dominic SandBrook, «A perfect folk hero for our times: Moat’s popularity reflects society’s warped values», en la web del Daily Mail (http://www.dailymail.co.uk/).

5 Simon Heffer, «We pay to have an underclass», Daily Telegraph, 29 de agosto 2007.

6 En inglés, «Council House Violent». (N. del T.)

7 Zoe Williams, «The chavs and the chav-nots», Guardian, 16 de julio 2008.

8 Christopher Howse, «Calling people chavs is criminal», Daily Telegraph, 17 de julio 2008.

9 Publicado en castellano por la editorial Turner (Madrid, 2009). (N. del T.)

10 Emily Pykett, «Working classes are less intelligent, says evolution expert», Scotsman, 22 de mayo 2008.

01

El extraño caso

de Shannon Matthews

«Toda persona de clase media tiene un prejuicio

de clase latente que se despierta con cualquier cosa...

La idea de que la clase trabajadora ha sido

absurdamente mimada y completamente desmoralizada por subsidios, pensiones, educación gratuita, etc. […]

aún goza de gran predicamento; únicamente se

ha visto algo sacudida, tal vez, por el reciente

reconocimiento de que el desempleo existe.»

George Orwell, El camino a Wigan Pier

¿Por qué la vida de una niña importa más que la de otra? Aparentemente, las desapariciones de Madeleine McCann en mayo de 2007 y la de Shannon Matthews en febrero de 2008 guardan semejanzas asombrosas. Ambas víctimas eran niñas indefensas. Ambas desaparecieron sin dejar rastro: Madeleine de su dormitorio mientras dormía y Shannon cuando volvía a casa de clase de natación. Ambos casos incluyeron lacrimosos llamamientos de madres devastadas que apretaban los juguetes favoritos de sus amadas hijas e imploraban que regresaran sanas y salvas. Es cierto que mientras Madeleine desapareció en un complejo hotelero para gente bien en el Algarve portugués, Shannon lo hizo en las calles de Dewsbury, al este de Yorkshire. Además, en ambos casos el público se vio frente a la misma incomparable angustia de una madre que ha perdido a su hija.

Pero más de nueve meses y algunos cientos de millas separaban ambos casos. Pasados quince días, los periodistas británicos habían escrito 1.148 historias sobre Madeleine McCann. Se había ofrecido la friolera de 2,6 millones de libras como recompensa por devolverla a sus padres. Entre los donantes más destacados figuraban los periódicos News of the World y The Sun, sir Richard Branson, Simon Cowell y J. K. Rowling. La niña desaparecida pronto se convirtió en un nombre familiar.

La desaparición de Madeleine no fue el típico circo mediático. El caso se convirtió en un trauma nacional. Como una especie de macabro programa de telerrealidad, cada pequeño detalle era transmitido a los salones de un sobrecogido público británico. Los canales de noticias enviaron a sus presentadores más famosos a informar en vivo desde el Algarve. Se colgaron carteles con primeros planos de su característico ojo derecho en los escaparates de las tiendas de todo el país, como si por alguna razón la desconcertada niña de tres años fuera a ser hallada vagando por las calles de Dundee o Aberystwyth. Algunos diputados se pusieron cintas amarillas en solidaridad. Compañías multinacionales colgaron los mensajes de «ayuda a encontrar a Madeleine» en sus sitios web. El resultado fue algo parecido a una histeria masiva.

Qué contraste con la lastimosa respuesta a la desaparición de Shannon Matthew. Al cabo de dos semanas, el caso había recibido un tercio de la cobertura mediática otorgada a McCann en el mismo periodo. No hubo ninguna unidad destacada en Dewsbury, ni políticos con cintas de colores, ni mensajes de «ayuda a encontrar a Shannon» parpadeando en las webs de las empresas. Se había ofrecido por encontrarla la relativamente mísera suma de 25.500£ (aunque más tarde subió a 50.000£), casi toda aportada por el Sun. Si hubiera que guiarse por el dinero, la vida de Madeleine McCann se había considerado cincuenta veces más valiosa que la de Shannon Matthews.

¿Por qué Madeleine? Algunos comentaristas fueron sorprendentemente honestos sobre por qué, de todas las injusticias en el mundo, la tragedia de esta pequeña fue la que provocó tal angustia. «Este tipo de cosas no suele ocurrir a gente como nosotros», se lamentaba Allison Pearson en el Daily Mail.11 A lo que Pearson se refería con gente como ella era a gente de confortables entornos de clase media. Secuestros, apuñalamientos, asesinatos; esas son cosas que casi esperas que ocurran a los que viven en Peckham o Glasgow. Este tipo de tragedia no era de esperar que ocurriera a personas que podías encontrarte haciendo la compra semanal en Waitrose.

La angustia de Pearson ante la desgracia de Madeleine fue igualada únicamente por su falta de compasión en el caso de Shannon Matthews. Y fue por la misma razón: el entorno de la pequeña. Incluso cuando la policía estaba perdiendo la esperanza de encontrar a Shannon con vida, Allison Pearson se entregó a una engreída invectiva sobre sus circunstancias familiares. «Como muchos de los niños de hoy, Shannon Matthews ya era una víctima de un situación doméstica caótica, causada por los padres a sus hijos inocentes, mucho antes de que desapareciera en la fría noche de febrero.»12 Fue la única incursión de Pearson en el caso. Pero cuando los McCann entraron en la línea de fuego por haber dejado a su pequeña sola en el apartotel del que Madeleine fue raptada, ella fue uno de sus más firmes defensores. «Lo cierto es que los McCann no fueron negligentes», dijo con decisión. «Ninguno de nosotros debería atreverse a juzgarlos, porque ellos se juzgarán terriblemente durante el resto de sus vidas.»13

La solidaridad de la clase media fue compartida por India Knight en el más distinguido Times. «El complejo hotelero al que fueron los McCann pertenece al grupo turístico de Mark Warner, especializado en ofrecer vacaciones para toda la familia a las clases medias», confesó. Lo bueno de un centro así era que «estaban poblados por tipos reconocibles» y que en ellos podías suspirar aliviado y pensar «Todos son como nosotros». No eran lugares en los que esperarías encontrar «el tipo de gente que pega a sus llorosos hijos en Sainsbury’s».14 Estas son confesiones reveladoras. El sincero dolor de estos columnistas no se debía simplemente al secuestro de una pequeña. Estaban afligidos, básicamente, porque era de clase media.

Es fácil comprender por qué la familia McCann resultaba tan atractiva a los periodistas de clase media. Los padres eran profesionales de la medicina de un elegante barrio residencial a las afueras de Leicestershire. Iban regularmente a misa. Como pareja eran fotogénicos, iban bien arreglados y rebosaban salud. Fotografiados cuidando amorosamente de sus bebés gemelos, representaban un retrato casi idealizado de la vida familiar de clase media. La empatía por su desgracia llegó espontáneamente al corazón de gente como Allison Pearson e India Knight, porque las vidas de los McCann eran parecidas a las suyas.

El contraste con la familia Matthews no podía haber sido mayor. Shannon creció en un barrio empobrecido de una vieja ciudad industrial del Norte. Su madre, Karen, tuvo siete hijos de relaciones con cinco hombres diferentes. No trabajaba, mientras que su compañero, Craig Meehan, era pescadero en un supermercado. La señora Matthews apareció ante el mundo mal vestida, con el pelo echado hacia atrás, el rostro adusto, sin maquillaje y aparentando mucho más de treinta y dos años. Un encorvado señor Meehan permanecía de pie junto a ella vestido con gorra de béisbol, sudadera y pantalón de chándal. Definitivamente no eran «gente como nosotros».

El caso simplemente no podía provocar la misma respuesta entre periodistas predominantemente de clase media. Y así fue. Roy Greenslade, antiguo redactor del Daily Mirror, no tenía dudas sobre la escasa cobertura mediática: «Dominándolo todo está la clase social.»15 ¿Esto era injusto? Sería difícil explicar por qué otro motivo, aun en la primera semana de la desaparición de Matthews, los periódicos seguían optando por sacar en primera plana que alguien podía haber visto a Madeleine nueve meses después de que hubiera desaparecido.

El entorno de Shannon estaba muy lejos de la experiencia de los periodistas que cubrían ese tipo de historias. No hace falta caer en la cháchara psicológica para comprender por qué los que escriben y presentan las noticias estaban tan obsesionados con «Maddie» mientras desplegaban escaso interés por una niña desaparecida en una barriada del norte. «Dewsbury Moor no es ningún paraíso de los condados londinenses ni tampoco un complejo turístico portugués», comentó un periodista del Times, en un intento de explicar por qué Shannon no suscitaba ningún frenesí mediático. «Está al norte, es una sombría mezcla de bloques de viviendas protegidas con enlucido granuloso y páramos abandonados, y está poblado por gente capaz de confirmar los peores estereotipos y prejuicios de la subclase blanca.» Difícilmente pudo pasar por alto el sufrimiento de algunos vecinos, pero le pareció que otros «solo parecían dispuestos a tratar el drama de una niña desaparecida como una especie de juego excitante que ha aliviado la monotonía de la vida en el umbral de la pobreza».16

Comentarios así abren una ventana a las mentes de los educados gacetilleros de clase media. Han dado con un territorio extraño y desconocido. Después de todo, no conocían a nadie que hubiera crecido en esas condiciones. No es sorprendente que les resultara difícil identificarse con ellos. «Sospecho que, en general, muchos periodistas nacionales, la gente que habrá subido al norte para cubrir la noticia, habrán entrado en un mundo nuevo», dice el conocido periodista del Mirror Kevin Maguire. «Les habrá parecido tan exótico como Kandahar o Tombuctú. Simplemente no sabían que Gran Bretaña... Porque esa no es su Gran Bretaña, no se parece en nada al lugar donde viven y del que vienen.»

Esta no es una especulación sin fundamento. Hasta el periodista ocasional lo confesó. Melanie Reid arguyó apasionadamente en el Times que «nosotros, las tranquilas clases medias», simplemente no entienden el caso «porque estamos tan lejos de ese tipo de pobreza como de lo que ocurre en Afganistán. Porque la vida entre la clase trabajadora blanca de Dewsbury parece un país extranjero».17

Los vecinos de clase trabajadora de Dewsbury Moor sin duda eran dolorosamente conscientes de las razones que estaban detrás de la falta de interés por Shannon Matthews. Sabían que muchos periodistas solo sienten desprecio por comunidades como la suya. «Escucha, no estamos borrachos como cubas ni vamos colocados todo el tiempo, como ellos asocian con las viviendas de protección oficial», reprendió enojada a los periodistas la líder de la comunidad local, Julie Bushby. «El noventa por ciento de nosotros trabaja. Hemos dado dinero de nuestro bolsillo para esto.» Consciente de la diferente respuesta a la desaparición de la niña que cariñosamente había empezado a ser conocida simplemente como «Maddie», añadió: «Dos niñas han desaparecido, eso es lo importante. Todo el mundo siente lo mismo cuando eso ocurre: ricos, pobres, da igual. Buena suerte para Kate McCann. Buscamos a las niñas, ¿no? No a sus madres.»18

Pero, como al final se demostró, había una gran diferencia entre los dos casos. A diferencia de Madeleine McCann, Shannon fue hallada con vida en marzo de 2008. Había sido secuestrada, atada con una cuerda a una viga del techo, escondida en una cama turca y drogada para mantenerla callada. Hasta donde el público sabía en ese momento, un pariente lejano la había raptado. Pasaron semanas hasta que la verdadera historia salió a la luz. Pero no se afilaron los cuchillos contra el supuesto secuestrador, un excéntrico solitario que era tío del compañero de Karen Matthews. En la línea de fuego estaban Karen Matthews y, lo que es más importante, la clase de la que ella fue tomada como representante.

Con Shannon sana y salva, ya no se consideró de mal gusto arremeter abiertamente contra su comunidad. El asunto se convirtió en un útil caso de estudio de la indulgencia británica con una clase amoral. «Su entorno, un escenario que contiene la cara horrible, descorazonadora e indisciplinada de Gran Bretaña, debería leerse como una lección de fracaso», escribió un columnista en el Birmingham Mail. «Karen Matthews, de 32 años aunque aparenta 60, pelo suelto que cae sobre un rostro grasiento, es producto de una sociedad que premia la irresponsabilidad.»19

Aquí había una oportunidad para apuntarse nuevos tantos políticos. Melanie Phillips es una de los más famosos árbitros morales (como ellos mismos se proclaman) y una agresiva defensora de lo que ella considera valores tradicionales. Para ella, el caso de Shannon Matthews fue un regalo que confirmaba lo que había estado diciendo todo el tiempo. Días después de que encontraran a la pequeña, Phillips sostuvo que el asunto ayudaba a «revelar la existencia de una subclase que constituye un mundo aparte respecto a las vidas que llevamos la mayoría de nosotros y a las actitudes y convenciones sociales que casi todos nosotros damos por supuestas». En una diatriba histérica, la escritora alegó que había «comunidades enteras donde los padres responsables son tan escasos que el niño que tenga uno corre el riesgo de sufrir acoso», y donde hay «chicos que preñan a dos, tres o cuatro chicas sin pensárselo».20 No se aportaba ninguna prueba que respaldara estas alegaciones.

En una atmósfera cada vez más enrarecida, algunos de los prejuicios más extremos empezaron a aflorar. En un debate sobre el caso celebrado en marzo de 2008, John Ward, concejal conservador en Kent, sugirió que «hay cada vez más razones para la esterilización obligatoria de todos aquellos que tengan un segundo hijo —o tercero, etc.— mientras cobran prestaciones sociales». Cuando fue interpelado, Ward se mantuvo en sus trece defendiendo la esterilización de «gorrones profesionales» que, decía, «procrean para cobrar».21 ¿Les suena? Al concejal del Partido Laborista local sí, al punto de decirme que «se trata de verdadera eugenesia nazi», lo que resulta «inaceptable en una democracia occidental».

Pero este horror no fue compartido por las docenas de lectores del Daily Mail que bombardearon el periódico con mensajes en apoyo del concejal conservador. «No veo qué problema hay en sus comentarios», escribió uno, que añadió: «Procrear en masa NO es un derecho divino». «¡Qué gran idea!», escribió otro de sus admiradores. «Veremos si los políticos son lo bastante valientes para adoptarla.» Los colaboradores más prácticos propusieron hacer una recogida de firmas en su apoyo, mientras otros salieron con la imaginativa propuesta de rociar toda la privisión de agua con una droga anticonceptiva y luego ofrecer un antídoto solo a padres «aptos». «Seguro que los progres pondrán el grito en el cielo», añadió esta perspicaz aportación. «Después de todo, dependen de los chavs desempleados para salir elegidos.» Otro expresó su «total acuerdo» con las propuestas de Ward: «El país se está hundiendo bajo el peso de estos parásitos.»22

Naturalmente, el prejuicio clasista no siempre es tan crudo. Aunque algunos de estos comentarios suenen desquiciados, indudablemente reflejan un trasfondo de odio en la sociedad británica. Pero esto solo era la punta del iceberg. Cuando la oscura verdad del asunto Matthews salió a la luz, se abrió la veda contra las comunidades de clase trabajadora como Dewsbury Moor.

Unas tres semanas después de que su hija fuera hallada con vida, Karen Matthews fue detenida espectacularmente. En uno de los peores delitos que una madre puede cometer, había secuestrado a su propia hija de nueve años para embolsarse el dinero de la recompensa, que por entonces ascendía a 50.000£. Como si el caso ya no fuera lo bastante surrealista, Craig Meehan fue acusado de posesión de pornografía infantil. «¿Quién de vosotros va a ser el siguiente detenido?», se burlaba la multitud reunida para ver a los amigos y parientes de Matthews mientras ella comparecía ante el tribunal.23

Pero había mucho más en el extraño caso de Shannon Matthews que una madre malhablada que hizo todo lo posible por usar a su propia hija para ganar dinero. El episodio fue como una bengala que iluminó momentáneamente un mundo de clasismo y prejuicios en la Gran Bretaña actual. Naturalmente, la intriga de los medios de comunicación estaba más que justificada por lo espeluznante del caso y la perversa manera en que Karen Matthews había engañado a la comunidad, a la policía y a todo el país. Y sin embargo, para un sinfín de comentaristas y políticos, este no era ni mucho menos un caso aislado, protagonizado por un individuo depravado que compartía su culpa solo con sus cómplices directos. «El caso parece confirmar muchos prejuicios sobre la “subclase”», reflexionó un periódico local.24 Fue como si se metiera en el mismo saco a todos los que vinieran de un entorno similar.

Actuando como jueces, jurados y verdugos de la nación, la prensa sensacionalista cargó contra Dewsbury Moor. Sus habitantes eran un blanco fácil: después de todo, tenían el descaro de vivir en la misma calle que Karen Matthews. El barrio se convirtió en una plantilla para comunidades de clase trabajadora similares a lo largo y ancho del país. «El barrio es como un Beirut más desagradable», dijo un sesudo titular del Sun. A primera vista, esto puede parecer de bastante mal gusto. Al fin y al cabo, Beirut era el epicentro de una guerra civil particularmente espantosa en la que murió cerca de un millón de personas y que dejó gran parte de la ciudad reducida a escombros. Pero al Sun no le faltaban pruebas para su aseveración. «Mientras llegaba la prensa, la gente era fotografiada entrando en las tiendas en pijama hasta mediodía... incluso bajo la lluvia.» El barrio «es una versión en la vida real de Shameless, la exitosa serie del Canal 4», afirmaba este artículo rico en matices, refiriéndose al exitoso programa sobre las caóticas vidas de unas pocas familias en un barrio de viviendas protegidas en Manchester. A pesar de haber sido juzgadas y condenadas por el Sun, el periódico sorprendentemente descubrió que «las familias locales se niegan a admitirlo».25

Los periodistas tuvieron que ser algo más que ligeramente selectivos para crear esta caricatura. No mencionaron el hecho de que cuando los medios se cansaron de cierta desaliñada niña desaparecida en «en el Norte», la comunidad local lo había compensado organizándose para encontrarla. Montones de voluntarios habían ido de puerta en puerta con panfletos cada noche durante su desaparición, muchas veces bajo una lluvia torrencial. Habían contratado autobuses con el fin de llevar equipos de gente a lugares tan distantes como Manchester para repartir carteles, al tiempo que se habían elaborado panfletos multilingües para cubrir el área de la numerosa población musulmana. Muchos de los vecinos eran pobres, pero se rascaron los bolsillos para dar algo de lo poco que tenían para ayudar a encontrar a Shannon.

«Personalmente creo, y los concejales locales en conjunto lo creen fervientemente, que la comunidad ha demostrado una fuerza única», reflexiona el concejal local Khizar Igbal. «Todos se unieron. Todos estaban preocupados por el estado de la niña y querían verla sana y salva. Estoy muy orgulloso de la fuerza que ha mostrado la comunidad.» Pero este sentimiento de una comunidad de clase trabajadora muy cohesionada, con recursos limitados y unida en una causa común, nunca formó parte de la historia de Shannon Matthews. Simplemente no cuadraba con la imagen de Shameless que estaban cultivando los medios.

En ningún lugar de esta cobertura estaba la idea de que alguien podía tener los mismos orígenes que Karen Matthews, o vivir en el mismo barrio, sin ser terriblemente disfuncional. «Lo que me pareció maravilloso fueron algunas de las personas cercanas [a Karen Matthews]», dice el antiguo ministro del Gobierno Frank Field. «Cuando se descubrió que ella había hecho todo aquello, una de sus amigas dijo que cuando la viera le iba a dar unas buenas bofetadas y luego un abrazo. Creo que, tristemente, lo que la prensa no ha hecho es responder a cuestiones más interesantes: ¿por qué algunos de sus vecinos son padres ejemplares y ella es una sirvengüenza que claramente no puede cuidar de sí misma, y mucho menos de una hija?»

Este no era un debate que los medios quisieran tener. Todo lo contrario. Algunos periodistas llegaron a sugerir que las personas que vivían en ese tipo de comunidades de algún modo eran menos que humanos. Véase Carole Malone: una columnista y colaboradora televisiva muy bien pagada que despotrica regularmente contra cualquiera que le haya ofendido esa semana. A pesar de ser rica, se siente cualificada para juzgar a los que viven en un barrio de protección oficial porque ella antes vivía «al lado» de uno. Era, decía, «muy parecido a Dewsbury Moor. Estaba lleno de gente como Karen Matthews. Gente que nunca ha tenido un empleo ni lo ha querido, gente que esperaba que el Estado financiara todos los hijos ilegítimos que tuviera, por no hablar de su alcoholismo, adicciones o tabaquismo». Sus «casas parecían pocilgas: cagadas de perro en el suelo (créanme, las he visto), alfombras pútridas, pilas de ropa y de platos sucios por todas partes».

En caso de que su intento de despojar de humanidad a estas comunidades de clase trabajadora fuera demasiado sutil para el lector, Malone lo explicó detalladamente negro sobre blanco. Matthews, Meehan y Donovan, declaró, «pertenecían a esa clase infra(humana) que existe actualmente en los rincones más lóbregos y oscuros de este país». Eran «ociosos gorrones sin moral, compasión ni sentido de la responsabilidad e incapaces de sentir amor o culpa».26 Según Malone, estas comunidades eran sucias, infrahumanas y carentes de las emociones básicas. Estaban llenas del tipo de persona que organizaría el secuestro de su propia hija por dinero, o —como lo definió escuetamente el Daily Mail— «la subclase salvaje».27

Imaginen que Carole Malone hubiera estado hablando de negros, judíos o incluso escoceses. Se habría elevado el más enérgico grito de protesta, y con razón. La carrera de Malone habría terminado y el Sun estaría enfrentándose a medidas legales porpublicar material que incitaba al odio. Pero no hubo protestas ni airadas peticiones de que la despidieran. ¿Por qué? Porque las comunidades a las que había atacado se consideraban un blanco legítimo. «Se está desarrollando en este país una tendencia alarmante a arremeter contra los menos privilegiados, y no me gusta nada», alegaba el columnista del Daily Star Joe Mott en pleno apogeo de la histeria sobre Karen Matthews. «Dejemos de usar esta situación como excusa para dar caña a la clase trabajadora.»28 La suya era una voz en el desierto. En lo que respecta a sus colegas periodistas, Karen Matthews no era una excepción. Gran Bretaña estaba llena de gente como ella.

Habían creado esa impresión mediante una descarada manipulación de los hechos. «Como ocurre con todas estas cosas, siempre hay parte de verdad en lo que se dice, pero se extrapola para llamar la atención o se exagera para crear una historia mejor desde el punto de vista mediático», dice Jeremy Dear, presidente del Sindicato Nacional de Periodistas. «Era casi como decir: “¿Qué esperas de esa gente?” Los periódicos habían dirigido el punto de mira sobre su entorno [de Karen Matthews] y sobre quién es ella: su clase, más que ella como individuo.»

Ante todo, en la cobertura informativa subyacía la idea de que la antigua clase trabajadora había dado paso a un residuo de chavs irresponsables. «Lo que en otro tiempo fue una clase trabajadora ahora es, en algunos lugares, una subclase», escribió Melanie McDonagh en el Independent. «Lo que esta infeliz parece encarnar es un declive.»29 Esto estaba, después de todo, en el centro de la caricatura: que todos nosotros somos clase media, excepto los residuos chavs de una decadente clase trabajadora.

El asunto de Shannon Matthews fue solo un ejemplo particularmente llamativo de cómo los medios utilizan un caso aislado para reforzar la caricatura chav: irresponsables, salvajes y dignos de nada. Pero no iba a ser el último, ni mucho menos. Ahora que el balón había empezado a rodar, los medios se aferraron entusiasmados a otros casos para confirmar esta imagen distorsionada.

La noticia en noviembre de 2008 de que un niño pequeño, al principio solo conocido como «Baby P», había muerto en Londres a consecuencia del espantoso maltrato infligido por su madre y el compañero de esta proporcionó un caso similar. Más allá del grito de protesta por los fallos sistémicos de las agencias locales de protección a la infancia, la atención de nuevo recayó en la gente que vivía fuera de los confortables confines de la «Inglaterra media».30 «Muchos de ellos habrán tenido madres con hijos de diferentes padres», sostenía Bruce Anderson en el Sunday Telegraph. «En la sabana africana, los leones macho que toman el control de la manada a menudo se enfurecen y matan a los cachorros engendrados por sus predecesores. En la jungla londinense, un comportamiento similar no resulta desconocido.»31 El horror por Baby P avivó lo que el asunto de Karen Matthews había alumbrado a conciencia: un intento de deshumanizar a la gente que vive en comunidades pobres de clase trabajadora.

Los pocos periodistas que se abstuvieron de acrecentar aún más el torrente de bilis tenían razón al quejarse de los «ataques fáciles» a la clase trabajadora. Esa solo es la mitad de la historia. Es raro que los medios dirijan su mirada a la clase trabajadora: cuando lo hacen, casi siempre es sobre individuos estrafalarios como Karen Matthews o Alfie Patten, un chico de trece años falsamente acusado de haber tenido un hijo a principios de 2009. Los periodistas parecían competir por encontrar la historia más truculenta que pudieran hacer pasar por representativa de los restos de la clase trabajadora británica. «Mirarán en el peor barrio que puedan encontrar, y los peores ejemplos que puedan hallar», objeta la columnista del Guardian Polly Toynbee. «Apuntarán su cámara hacia la familia más desempleada y desestructurada posible y dirán: “Esta es la vida de la clase trabajadora.”»

Eso no significa pretender que allí no hay gente con vidas profundamente problemáticas, incluyendo individuos crueles que maltratan bárbaramente a niños vulnerables. La cuestión es que es un número muy reducido de personas y en absoluto representativo. «Se buscan afanosamente casos estrambóticos —como gente con diez hijos que nunca ha tenido un empleo— y se presentan como típicos», opina el periodista del Independent Johann Hari. «Hay una exigua proporción de familias altamente problemáticas que viven caóticamente y no pueden cuidar de sus hijos porque nadie les cuidó a ellos. El número se infla enormemente para presentarlas como paradigmáticas de la gente de entornos pobres.»

La manipulación mediática del caso de Shannon Matthews no fue en sí misma la parte más preocupante de la historia. Los políticos reconocen una buena oportunidad en cuanto la ven, y se subieron al carro rápidamente. La utilización por parte de los periodistas del caso Matthews para caricaturizar los supuestos residuos de la clase trabajadora británica servían a un fin político útil. Tanto la jefatura del Nuevo Partido Laborista como la del Partido Conservador estaban decididas a recortar radicalmente el número de beneficiarios de prestaciones. Los medios habían contribuido a crear la imagen de áreas de clase trabajadora que degeneraban en comunidades completamente desempleadas y llenas de individuos irresponsables, vagos, amorales, sucios, pervertidos e incluso animalescos. Órganos conservadores como el Daily Mail habían utilizado el hecho de que Karen Matthews no tuviera trabajo como una razón para atacar el Estado de bienestar (lo que tiene bastante gracia viniendo de un periódico que es un ferviente defensor de las madres «en casa»).32

La ocasión era perfecta para políticos decididos a dar un puntapié al Estado de bienestar. El exlíder conservador Iain Duncan Smith, encargado de debatir la política social de los tories y fundador del curiosamente mal llamado Centro para la Justicia Social, afirmó que, con las revelaciones de la saga Matthews, «era como si se hubiera entreabierto una puerta a otro mundo y el resto de Gran Bretaña pudiera curiosear dentro».33 Se diría que millones de personas recorrían los barrios de protección oficial secuestrando a sus hijos en un enloquecido intento de sacar tajada a expensas de la prensa sensacionalista. Fue contra este telón de fondo contra el que el Centro propuso que los aproximadamente diez millones de inquilinos de viviendas de protección oficial en Gran Bretaña «fueran recompensados por buen comportamiento con una participación en la propiedad de su casa». Esto ayudaría a acabar con los «guetos» de los barrios de protección oficial en Gran Bretaña.34Recompensados por buen comportamiento. Es el tipo de lenguaje empleado cuando se trata con presos, niños o mascotas. Una enorme porción de la población británica —toda ella de clase trabajadora— se veía implicada de un plumazo en la actuación de Karen Matthews.

Karen Matthews se había convertido en un conveniente puntal politico para los conservadores. El propio líder tory, David Cameron, utilizó el asunto para exigir una drástica revisión del Estado de bienestar. «El veredicto de la semana pasada sobre Karen Matthews y su vil cómplice es también un veredicto sobre nuestra sociedad rota», sostuvo en el Daily Mail. «Ojalá fuera solo una historia aislada.» Como parte de las reformas ofrecidas en respuesta, Cameron prometió «acabar con la cultura de que todo es gratis. Si no se acepta una oferta razonable de trabajo, se perderán las prestaciones. No hay pero que valga.»35 Helo de nuevo ahí: un vínculo entre Karen Matthews y grupos mucho más amplios de la clase trabajadora. Era una táctica política inteligente. Si se inducía a la mayoría del público británico a creer que la gente de su entorno era capaz del mismo comportamiento monstruoso, era más probable que apoyaran las políticas dirigidas contra ellos.

Las propuestas conservadoras contemplaban investigar las vidas privadas de los parados de larga duración. El portavoz conservador en materia de trabajo y pensiones Chris Grayling justificó los planes argumentando que, aunque el de Matthews «era un horrendo caso extremo..., desvela un tipo de vida en algunos de nuestros barrios más deprimidos, de familias enteras que no han hecho nada productivo durante generaciones. Es un mundo que de verdad tiene que cambiar».36

De creer a estos políticos de alto rango, Karen Matthews había demostrado que había un gran estrato de gente por debajo de la sociedad de clase media cuyos corruptos estilos de vida eran realmente subsidiados por el Estado de bienestar. «Achacar esto al Estado de bienestar es simplente estrambótico», comenta Johann Hari. «Es una inversión del argumento empleado contra el Estado de bienestar a finales del siglo XIX de que los pobres eran inherente y moralmente indigentes y fraudulentos, por lo que no tenía sentido darles ninguna ayuda.»

Obviamente, es absurdo afirmar que una persona crónicamente disfuncional como Karen Matthews era representativa de la gente de clase trabajadora que cobra prestaciones o vive en viviendas protegidas, y mucho menos de comunidades más amplias. Los políticos que afirmaban que sí lo era olvidaron mencionar el horror que sintió la comunidad por la desaparición de su hija, y con qué determinación se unieron para encontrarla.

Tanto los periodistas como los políticos han utilizado los actos censurables de una mujer para demonizar a la clase trabajadora. Pero ¿por qué consideraron el caso como un ejemplo de cómo era la vida para muchas comunidades fuera del mundo de la clase media? Afirmaron que todo el asunto era una reveladora instantánea de la sociedad británica: y, en cierto modo, tenían razón. Pero el caso decía mucho más de quienes lo cubrían que de aquellos a los que apuntaban.

Imagina que eres un periodista de clase media. Creces en una bonita ciudad o en un barrio residencial de clase media. Vas a un colegio privado, haces amistad con gente del mismo entorno y terminas en una buena universidad con un alumnado abrumadoramente de clase media. Cuando finalmente consigues trabajo en los medios de comunicación, de nuevo te ves rodeado por personas forjadas más o menos en las mismas circunstancias. ¿Cómo vas a tener la más mínima idea de la gente que vive en sitios como Dewsbury Moor?

Kevin Maguire, del Mirror, no tiene ninguna duda de que el origen de los periodistas tiene no poco que ver con cómo informan sobre comunidades como Dewsbury Moor. «Me parece de pura lógica. No te identificarás, compadecerás ni entenderás a esta gente, y puede que solo te cruces con ellos cuando te sirven un café o te limpian la casa.» Existe un divorcio creciente entre las vidas de los periodistas y las del resto de nosotros. «No me imagino a un director de un periódico nacional con hijos en edad escolar que los lleve a un colegio público», reflexiona. «Además, casi todos los periodistas en esos niveles cuentan con un seguro médico privado. Así que es como si te retiraran de la vida cotidiana.»

Kevin Maguire forma parte de un puñado de eminentes periodistas de origen obrero. Cuesta encontrar a alguien que escriba o presente las noticias y que haya crecido en algún lugar remotamente parecido al barrio de Dewsbury Moor. Más de la mitad de los cien periodistas más influyentes se educaron en un colegio privado, una cifra que es incluso mayor que hace dos décadas. En marcado contraste, solo uno de cada catorce niños en Gran Bretaña comparte este origen.37

Más que cualquier otra cosa, es esta ignorancia de la vida de la clase trabajadora lo que explica cómo Karen Matthews llegó a convertirse en un exponente de la gente que vive en comunidades de clase trabajadora. «Quizá porque todos somos de clase media expresamos nuestra indignación ante la trágica transición de la clase trabajadora con aspiraciones a la subclase irresponsable y salvaje, y nos burlamos de los sebosos descerebrados que se pasan el día en sofás de cuero sintético frente a televisores de plasma rumiando el programa de Jeremy Kyle»,38 especulaba la comentarista Christina Patterson. «También tenemos un palabra para ellos: chavs.»39

Un efecto de esto es la creencia de que la sociedad ha empezado a estar dominada por una amplia clase media, cada vez más sujeta a jerarquías internas adicionales, con el resto consistente en una clase trabajadora que ha degenerado en la caricatura chav