Chéljelon - Marcelo Donadello - E-Book

Chéljelon E-Book

Marcelo Donadello

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Beschreibung

Un padre cuenta un cuento a su hija. Dios llega para visitar a los amantes. Un ave de presa grita desde el árbol. Una Virgen de utilería baja del cielo en mitad del campo. Los personajes bregan a través de los días, ignorantes de esquemas mayores que los amenazan, pero la sensación es que son los países, las eras, las definiciones, quienes los atraviesan a ellos. El tono s el de la flor que se impone al basural, y el lenguaje uno al que no le importan las convenciones ni para seguirlas ni para desafiarlas. «Chéljelon», «mariposa» en lengua tehuelche, es el nombre de una constelación, más o menos la misma que los griegos conocieron como Orión, el Loco, el Cazador. La pregunta que sobrevuela el libro es si el aleteo de una mariposa que no existe puede cambiar algo en el cielo o en la tierra. Marcelo Donadello nació en Santo Tomé, Argentina, en 1966. Toda su vida se ha dedicado a la docencia musical. Ganador del Premio Ignacio Aldecoa de cuentos en castellano, Chéljelon es sin embargo y objetivamente una novela. Quizá una novela que nace como una constelación de relatos. Este libro resultó ganador de la 51.ª edición del PREMIO IGNACIO ALDECOA de cuentos en castellano. Editan Fulgencio Pimentel y Diputación Foral de Álava.

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© 2023 Marcelo Donadello

© 2023 Verónica Meloni estalkiaren irudiengatik, por las imágenes de cubierta

© 2023 Celeste Pérez egilearen erretratuagatik, por el retrato del autor

© 2022 Fulgencio Pimentel gaztelaniaz mundu guztiarentzat,

en español para todo el mundo, www.fulgenciopimentel.com

Fulgencio Pimentel eta Arabako Foru Aldundiak argitaratu dute

Publican Fulgencio Pimentel y Diputación Foral de Álava

Lehenengo edizioa: 2023ko apirila | Primera edición: abril de 2023

Argitaratzailea | Editor: César Sánchez

Argitaratzaile ondokoak | Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos

Estalkiaren irudiak | Ilustraciones de cubierta: Verónica Meloni

Estalkien diseinua | Diseño de cubiertas: Daniel Tudelilla y César Sánchez

ISBN: 978-84-19737-03-8

Índice

Los puentes levadizos de Morón

Lluvia con sol

La Virgen de tergopol

La calle de los prostíbulos

El país de las manzanas

Mamihlapinatapai

Gallo ciego

Tapioca Tlan

Sapucai

Balada del mar salado

Introducción a la filosofía de las luciérnagas

Balada del diablo y la muerte

El país de las frutillas

A un albañil

Los puentes levadizos de Morón

Ciudad Equivocada, año cero

Después de un ratito la cosa empezó a tomar calor. Ay, Dios, ay, Dios, arrancó la Meche como siempre. Yo en el cielo, ella también.

Me salió decirle, vos no podés tener ese orto y creer en Dios, me entendés.

Meche no apreció el piropo. Es más, fue de cuenta que la hubiera insultado. Se puso re tensa y no quiso más lola. Y cuando la Meche no quiere, no quiere.

Por qué tenés que meterte con esas cosas.

Por qué no.

Porque es lo que yo creo, boludo.

Eso lo dijo que lloraba casi.

No era la primera vez que teníamos este tipo de discusión. En su emoción había una tristeza total, y había también una gota microscópica de la esperanza que ella tenía en mí, en que yo pusiera en sus creencias el respeto que ella ponía en las mías, en mis propias boludeces, como yo llamaba a las suyas.

Vos no siempre pensaste como pensás ahora, no.

No, pero siempre pensé, le contesté arrogante, no me gusta perder ni a las bolitas y sabía que no tenía razón. Ella hablaba como hablaba, pensaba como pensaba, escribía como escribía, qué clase de injusticia o absurdo era pedirle que cambiara porque yo pensaba distinto. Ni que yo fuera quién.

Hay cosas que antes creías y ahora serían boludeces para vos, y otras que pensás ahora y te parecían boludeces antes, entonces vos también sos un boludo.

No, no, no, no es así, volví a negar en voz más baja, reculando en guardia como boxeador que busca el apoyo descuadrado de las cuerdas del ring.

Me dio una pena, siempre me apena verla triste. Pero si le daba la razón iba a seguir enojada toda una eternidad. Me he fumado dos días sin la Meche, es decir, ella ahí, sin que me hable, sin que me vea. Es peor eso que no tenerla, que esté ahí y no te hable, no te mire, no te toque, es lo peor. La seguí.

Y en todo caso por qué vos tenés que decir ay, Dios, ay, Dios, cuando estás culeando.

Hay cosas que en una vivienda razonablemente grande se arreglan, o se calman, dando un portazo y huyendo a otra habitación. En un monoambiente no se puede. Si das un portazo, salís de casa. Mi barrio es lindo, pero en determinados horarios no es para andar saliendo porque sí.

Como cualquier ciudad grande, Buenos Aires tiene sus partes y sus partes. En Morón, después de la tardecita, no anda mucha gente afuera. Los que andan, andan en algo. Andan enfierrados, o son transas, o están buscando una mamadera para su bebé, o son pesos pesados de alguna otra clase. Gente para no ponerse enfrente de. Son chorros, son Chuck Norris, son desesperados, son vampiros, son canas. O alguna combinación de lo anterior. Lo que siguió fueron unos gritos cruzados, intensos, silencios aún más intensos. Para desgracia de los vecinos, no era la primera vez que la discusión ganaba tantos decibeles.

Corría uno de esos instantes de quietud que se dan hasta en las peores tormentas cuando me pareció escuchar el timbre. Dije, nah, no puede ser. O sea lo escuché, pero lo atribuí a la percepción distorsionada por ese lapso de excitación. Me salió internamente el acento serrano que normalmente reprimo. Porque estos porteños son ­insoportablemente jodidos con la gente de lo que llaman el interior del país. Y eso que hoy casi todos los porteños somos made in interior. Pero uno ni puede hablar como uno habla, que te miran como si fueras una rata. Tenés que adaptarte a Su Academia, que ni existe, porteños del orto. Por qué el orto es la palabra que más me gusta usar para putear, pero el orto de la Meche me atrae tanto. Misterios del lenguaje y la creación. Decí que la Meche no me escucha pensar.

Ranquel… Tocaron timbre. Andá.

Andá vos.

Es tu casa, pelotudo. Andá.

Todavía no éramos. Éramos, pero no lo teníamos resuelto, o hablado, o escrito. Así que pongamos que era mi casa. En realidad no lo hablamos nunca. Ya teníamos un hijo. Que por esas particularidades de los monoambientes dejábamos algún que otro día, por ejemplo este, al cuidado de una amiga. Vane nos hacía el favor de llevarlo para que pudiéramos tener algo de intimidad en Loft Chiquita, como le decíamos al depto. Nuestra amiga en cambio decía que era nuestro castillo gris de clase media. Cuando llegaba, Vane daba dos golpes de puño a la puerta y gritaba, bajen los puentes, como si volviera de un viaje medieval imaginario. Los vecinos se cagaban de risa. Creo que si decidimos darle una llave fue en parte por eso. Pero siguió entrando igual, con un discurso distinto cada vez, a cual más estrafalario.

Hace rato la vida moderna estalló en pedazos las familias antiguas, en las que los abuelos podían cuidar a los pequeños, en las que varios parientes convivían en una misma casa grande, con patio, con árboles, aquella vida donde el trabajo empezaba a la hora que convenía a los trabajantes. Esas cosas. Espacio sigue habiendo en el mundo, tiempo también, pero unas fuerzas silenciosas nos han venido acorralando a todos en unos invisibles fragmentos pequeños de lo uno y de lo otro.

La vida moderna nos cuadriculó los días en veinticuatro porciones de tiempo, como gateras, como andariveles, como etapas, líneas de meta, y nos cuadriculó a nosotros mismos como animales de competencia, como robots. Pareciera que corremos siempre en el mismo lugar, aburridos, cansados gimnastas en bicicletas fijas. Y resulta que para la mayoría no es un lugar lindo, ni un fragmento temporal lindo. Tras un fragmento viene otro, generalmente igual. Hay que improvisar alguna felicidad para sobrevivir dentro de este tiempo de cuadraditos.

Una de nuestras improvisaciones preferidas en esos días era que el nene visitara a tía Vane. Si a veces ella lo cuidaba para cubrir a Meche por su trabajo, los findes lo hacía para que pudiéramos improvisar un poco de felicidad conyugal.

Vane consideraba al nene como si fuera su hijo, como si ella fuera su tía según las reglas de la carne. Los dos lo disfrutaban. Pero no podía ser la Vane. Por el horario, y porque era el fragmento viernes, correspondía que ­volviera recién hacia el final del fragmento domingo.

Meche acababa de decirme pelotudo. Y Ranquel. Para ella llamarme Ranquel era una agresión. Una especie de «no lo conozco, señor». Porque así me llamaban todos. Meche y yo nos tratábamos de vos, de che, de Negri, de Mami, pero no me decía Ranquel ni Cordobés, ni yo le decía Mercedes. De purruputurri, de putito, de perrita, de cosita linda nos tratábamos. Decirme Ranquel era mucho peor, más frío, más lejano y terminante aún que decirme pelotudo. Era un váyase usted al fin del mundo, no lo conozco, señor.

Pero si estamos en el fin del mundo, qué cree usted que es esto, París, Moscú, Beijing; no, señorita, estas pampas son un barrio del fin del mundo.

Pues váyase entonces al principio, o al medio, pero aléjese de mí.

Al usar un tratamiento que me daban todos todos los días, Meche me declaraba un ser lejano a ella. Era casi como si yo la llamara por su apellido o por su número de documento.

Se tapó la desnudez con la ropa de cama. Yo me erguí en el colchón, alejándome apenas del olor a leche y sudor, me puse mis lienzos que estaban ahí nomás desordenados, y de un saltito estuve sobre la mullida alfombra, que ahora que lo pienso era mosaico viejo y frío pero la vamos a dejar como mullida alfombra, porque la sentí como una mullida alfombra, como un camino cubierto de rosas o nubes para escapar de la presión de una Meche que no quería que yo la presionara nunca más, que no le presionara nunca más las gomas, ni los cachetes, los de la cara, digo, que me encanta agarrárselos las mañanas de frío antes de cebarle unos mates y salir a trabajar, ni el hombro que le aprieto cuando vamos caminando para que mire algo que sé que le gusta, una moto o un jean o un culo o un pájaro comiendo en el suelo, lo que sea, o para que me dé un beso que me gusta y que le gusta. Ni los cachetes del culo, por supuesto. Ni nada, nunca más. Eternamente por un buen rato nunca más. Así que me encaminé hacia los muros, los fosos y los puentes levadizos de mi castillejo gris de clase media, mismos puentes que bajé sin pensar en el peligro, en las maldiciones larvadas en la oscuridad, en el mañana. El peligro estaba detrás de mí, dando las órdenes. El mañana también.

Creo que pensé en ese momento en lo extraño de que los puentes levadizos de Morón se abrieran de izquierda a derecha en lugar de hacerlo de abajo hacia arriba. No sé bien por qué abrí sin preguntar qué onda. Ahí estaba. Entró.

La música ya estaba sonando cuando abrí la puerta, o comenzó en ese instante.

Al principio me pareció simplemente un hombre que tocaba el saxo. Pasó al departamento sin dejar de tocar. Meche abrió la boca. Por un segundo se le iluminaron los ojos, esos ojos grandes que tiene, y los revoleó del visitante hacia mí. Me miró llena de pregunta, es el trío del que hablamos cuando estamos cachondos. Me puse muy serio porque le entendí la mirada. Ni pensarlo, pensé, el trío es con otra mina. Con la Pri, te digo más. Pero decir no dije nada porque lo veía venir, Meche me iba a cortar en pedacitos con las uñas. Justo la Pri. Yo lo último que quiero es que me corten en pedacitos. Y menos que lo hagan las uñas de la Meche. Tri con la Pri. Ya se va a dar o no.

Meche me entendió la mirada hasta el este-no-es, menos mal que hasta ahí y no más, tiene las uñas casi tan filosas como los ojos. Igual el rubor se quedó en sus mejillas. La curiosidad tardó en borrársele del todo de la cara, el rubor no se fue.

El chabón entró tranca, soltando una nota aquí y otra allá, sonriendo mientras tocaba, sereno, como si su reino fuera de las nubes, como si fuera situando él las cosas de la tierra en su verdadero lugar, en su verdadera dimensión, una por una, mientras las miraba, una por una en su verdadero lugar, que por alguna insignificante y secundaria casualidad era justo donde estaban. El dueño de casa era yo todavía, se supone, por eso de que mucho no habíamos formalizado con Meche, pero sonaba la música y ya no lo parecía.

Qué onda, dijo la Meche. No sé, le dije. No conozco, no conocía, al músico ni la canción. El tipo se parecía a Dastin Jofman, pero no era. La canción me sonaba muy a Keniyí pero no era. También me sonaba un poco a ya sé que estoy piantao, piantao, piantao, novesquevalalunarodandoporcallao; mirá que me conozco varias de Piazzola y varias de Keniyí. Esta era algo así, pero más suave y más intensa a la vez, no sé cómo explicar. Era música de otro mundo. Meche lo miraba al tipo a los ojos, le miraba la ropa, miraba el saxo. Yo paseaba la mirada por toda la habitación, que me parecía irreal. Me fui haciendo a la idea de que Dios acababa de entrar a mi casa. No miré el reloj pero era como medianoche, en un gallinero de Morón, un rincón perdido de una calle pintoresca que al atardecer es de los vampiros, los licántropos y otros noctófagos.

La Meche seguía en la cama, yo era el que me había parado y vestido a duras penas para abrir, quizá esas no eran penas, son formas de decir, que todo son formas en el decir, en el vestirse, en el atender la puerta.

Él terminó la canción.

Hay días que creo que la melodía duró una hora, hay días que creo que solo fueron tres o cuatro notas. Soltó el saxo, que quedó colgando de su cuello, sujeto por una correa, y abrió las manos. Como diciendo hola. Como diciendo eso es todo, amigos.

La Meche aplaudió al toque el final del tema, yo debo haber dado dos tres palmadas también, aunque estaba más sorprendido que impresionado. Y así hubo el momento de la canción, hubo el momento de los aplausos. El momento de los aplausos también terminó. Éramos tres caras mirándonos sin saber por dónde empezar, o continuar, pero por magia de la música todos estábamos exactamente donde debíamos estar. Cómo están ustedes, preguntó mirándome a los ojos el Dastin este, tal como preguntaba Gaby de Gaby, Fofó y Miliki. Tuve toda la impresión de que él sabía cómo estábamos, qué pecados escondíamos, qué programas de televisión mirábamos, qué estábamos haciendo, omitiendo, siendo. Y Milikito.

Acá estábamos, dijo Meche sonriéndome picarona por una fracción de segundo, quizá solo sonrió porque sí.

A mí no se me ocurrió qué responder. Esa sensación simultánea de que estaba todo bien y que estaba todo mal. Estar con el Señor, escuchar Su música, salirse de una partitura medianamente terrenal y entrar en otra, una medianamente celestial, era todo tan natural y tan sorprendente. Como entender de repente el significado de todas las cosas y no entender nada a la vez. Lo más parecido que me pasó, muchos años más tarde, fue tomar por error una dosis doble de ketoconazol, después de haber comido y tomado vino.

Me alcanzás, dijo la Meche, señalándome incómoda su ropa. Se vistió tapándose como pudo con la sábana. Hubo apenas un malentendernos con las calzas, que ella se las quería poner y, como ya no las tenía cuando nos acostamos, refunfuñó un gesto cardinal. Miré para donde indicaba y comprendí, siempre funcionamos así, yo soy más, no sé, verbal, ella es más visual. Que no es mejor ni peor. Se vistió.

Nos miramos por un instante sin decir nada, tampoco podría decir cuánto duró.

Ni Meche ni yo nos atrevíamos a iniciar la conversación, así que Dios fue, como siempre en su vida, el primero.

Qué hay de comer, preguntó.

En ese estado neblinoso en que me hallaba me pareció que no haber ofrecido comida al visitante era una omisión terrible. Recordé con espanto que los esquimales, los árabes, los alemanes, hasta los de La Matanza, que son hinchas de Almirante Brown, todos los pueblos medianamente civilizados de la tierra tienen por norma ofrecer comida y agua al visitante. Sentí que me iba derechito al infierno.

Algo debe haber, resolvió Meche. Nosotros todavía no comimos. Dale, preparamos algo.

Calentamos una pizza que había en la heladera. Qué sentido tiene poner la pizza, las papas, la sal en la heladera. Se humedecen, se achicharran. Los tomates, se arruinan. La aparición de esos elementos en el refrigerador era un claro signo de que esa, aún antes de la visita en curso, ya no era exactamente mi casa.

Preparamos la pizza con algo de queso y un tomate. Que había en la heladera.

Un hijo debería hacer que las personas asuman que son una pareja, pienso mientras Meche cocina. Pienso, no digo. Porque cuando digo estas cosas el Huevo dice que soy un gil, el Chango dice que soy un anticuado, la Vane dice que soy un animal. La Meche se calla, es claro que en eso acuerda con Vanesa. Cuando las presenté dije, ella es Vane, una compañera de estudios, ella es Meche, la que vive conmigo, y Vane dijo, sos un animal, y Meche creo que estuvo sonrojadamente de acuerdo.

Como esa heladera no enfriaba mucho, los tomates permanecían más o menos vivos. Por la misma razón tampoco hubo que estufar la pizza tanto tiempo.

Mientras Meche recalentaba, cortaba, presentaba, preparé un clericó con vino, que nos encanta y al invitado seguramente le iba a gustar. Agarré dos bananas, una naranja, unas frutillas, corté todo, agregué azúcar y vino. Un tipo de magia que no puede fallar. A quién no le gusta eso. Dejé el preparado un ratito, sobre todo para que las frutillas se empapasen de vino y de azúcar. Mientras comíamos la pizza con lo que quedaba del vino el postre se puso a punto, el sabor de unas cosas se fundió en las otras.

Frutillas eran las de antes, las de Coronda, por ejemplo. Chiquititas, jugosas, rojo oscuro, dulces. Ahora vienen de cualquier lado, y más grandes pero más duras, amargas, feas. Madera, como las manzanas verdes, diría mi viejo, apenas más blandas que la madera. Madera con un poco de sabor a frutilla y bastante acritud. Siempre les convino el vino a las frutillas, pero a las de ahora les resulta imprescindible. Es que a los productores les convienen las frutillas grandes y abundantes, no las ricas. Cuando las frutillas se producían para el consumidor, les valía ser sabrosas, ahora se producen para el vendedor. Sería efecto del vino, me dio por suponer alguna relación entre los fabricantes de vino y los productores de frutillas.

Comimos charlando.

Gracias por tu fe, me dijo Dios.

La que tiene fe es ella, repuse entre bocados.

Vos me abriste la puerta.

Pero ni sabía quién eras.

Eso es la fe. Es abrirse sin saber. A un libro, a un hombre, a una emoción, a lo que sea. Es abrir la puerta sin saber qué hay del otro lado. Si no, sería un acto normal, común, y yo sería, qué se yo, el cartero, se rio y nos reímos.

Por eso, la fe es más de la Meche, pensé pero no dije. Yo había perdido la mía de a poco y tiempo antes.

Tuviste que golpear dos veces, le preguntó Meche.

No, toqué el timbre. Una vez y esperé.

Ah, nos tranquilizamos.

Cómo puede ser esto, este honor, dije.

Y viste.

Inimaginable, negafirmaba la Meche con la palabra y la cabeza, a veces la Meche me secunda.

Bueno, eso es un error. En todo caso se trataría de una falta de imaginación. Pero mi presencia no es inimaginable. Dios siempre estoy, Dios todo veo. Dios os amo y acompaño siempre. Así que bueno.

No pude evitar la satisfacción de que esta vez la corrigiera a ella, a ella que traía todas las discusiones atadas desde temprano. Sonreí. Dios es como el sol, pensé, nos da calor de día, y de noche también, aunque de noche los chinos se lo quedan casi todo para ellos.

Más que calor estaba haciendo un fresquito plus quam interesante. Todos los chinos que en los años siguientes han venido para acá con sus supermercados y negocios de comida todavía estaban allá, al otro lado de la bola, ofreciendo una resistencia extra a esos fotones que intentaban atravesar la Tierra para darnos un poquito de calor a los argentinos. En la calle unos gajos de viento rastrero, los pocos que conseguían superar las construcciones de la ciudad, esas grises, agresivas e insignificantes cáscaras intrusas de este borde de la pampa que lame el río, alcanzaban para desanimar al más pintado. Pero pensándolo bien, las nubes y los vientos también son efecto del sol, vida que da el reactor nuclear de fusión ese a esta pelota obediente, tenían razón los faraones, el sol manda todo, el sol es el dador de vida, el sol mueve todas las cosas. Hasta aquí, en el sur, hasta en invierno. El sol manda. Qué raro estaba mi pensamiento. No dije nada de esto en ese momento porque a Meche, que la cosmogonía y la astronomía le chuparon siempre un huevo, ciertas presunciones lejanas la incomodaban. A Dios, por su parte, pensé que seguramente lo aburrirían, ya las debe saber todas. Él podría haber dado mejores precisiones que esas ayer, podría hoy, podría mañana. Incluso podría allá por mil nueve quince, cuando Einstein o Planck no me hubieran contestado esa pregunta mejor que un sabio egipcio, mesopotamio o caralio en el menos dos mil, por qué brilla el sol, don Einstein, y, porque brilla, caralho, qué se yo tendrá como un fueguito, seguro que es una especie de reacción de algo, don Ranquel. Mi mente estaba funcionando de maneras extrañas. Pero se ve que me adivinaba el pensamiento el hijo de puta, porque justo dijo, tá frescando, no.

Por qué no nos dijiste, le dije, mientras lo miraba pensando si sería uruguayo. Lo que faltaría, nos ganaron el primer mundial los uruguayos. Tuvieron un poblado europeo antes que nosotros, se comieron un europeo antes que nosotros. El tango de los tangos es uruguayo. «Zamba por vos» es uruguaya, los mejores mates los ceban los uruguayos. Dios uruguayo, dejame de joder.

Qué.

Cuando entraste. Por qué no nos dijiste.

Y qué les iba a decir. Qué les tenía que decir.

No sé, hola, soy Dios.

Yo no digo. Soy.

Masticó y siguió, nadie es el que dice, cada uno es el que es. Entendés.

Sí, pero no entiendo por qué no nos dijiste, insistí con voz más suave todavía como retirándome, como hago cuando discuto con Meche y no tengo razón.

Sería al pedo, continuó. Hay dos clases de palabras. Está la palabra que aporta algo, que produce un efecto, la palabra necesaria, que hace. Y está la palabra que no hace nada. La que no hace nada, deshace. Pierde tiempo, aire, hace daño. La mentira y una palabra que no es precisa son dos cosas que no acepto, son casi lo mismo. La mentira está mal porque no es necesaria. La palabra innecesaria no solamente es innecesaria, la palabra innecesaria deshace. Mordió otro pedazo de pizza. Además, el que dice, no hace, dijo comiendo y hablando al mismo tiempo.

Vi cómo un hilito de queso chorreaba sobre el saxo, que seguía pendiendo de su cuello. Él no pareció notarlo, o no le importó.

Es como una paja, dijo Meche.

Yo volví a mirar el saxo y el queso y me sentí muy turbado. Ellos solo se miraron seriamente y asintieron, indudablemente seguían con la trama de la conversación, hablando de las palabras.

Como una paja, repasó Dios.

La Meche siempre tuvo la facilidad de hablar en cualquier momento de esas cosas como si fueran, no sé, naturales. Vane dice que Meche tiene algo de rosarina de zona norte, la capital mundial de las malas palabras. Se ríe de eso la Vane. Tiene una manera de reírse la Vane. No lo dice criticando, aprecia mucho a Meche.

La palabra de los hombres es algo sagrado. La ausencia de palabra, cuando la palabra debe estar presente, también es una cosa seria. La palabra tiene que estar cuando tiene que estar, y no tiene que estar cuando no tiene que estar. Masticó y siguió. Yo, cuando hago un trato, generalmente lo cumplo. Y a los humanos les exijo que cumplan. Cuando doy mi palabra, la doy porque se me da la gana. Generalmente soy de cumplirla. Cuando los hombres me dan su palabra, me la dan porque me da la gana. Así que no sé, abrió las manos cerrando el tema mientras masticaba.

Eso es… iba a decir injusto, pero me lo pensé y lo cambié por desparejo. Aunque igualmente se me antojó que yo estaba siendo atrevido. Dios no se ofendió.

El universo es desparejo. Un investigador con su microscopio mira una partícula y dice, mire, doctor Brown, cómo salta esta partícula. Así, el doctor Brown toma unos apuntes y Einstein puede ganar un premio Nobel. Pero la partícula no puede decir a otra partícula, mira, otra partícula, cómo saltan el doctor Brown y su asistente. Y el doctor Brown, y el microscopio, y Einstein, no son sino partículas, es decir, son lo mismo que hay del otro lado del microscopio. Es solo que se requieren muchos saltos para poder decir, para poder mirar, para hacer un microscopio o un señor Brown. Así que bueno. Todos esos saltos se conjugan, se suman en algunos sentidos cualesquieras que se magnifican y se restan en muchísimos otros que ya no significarán nada. Eso ya no es ni vanidad, ni mentira. Es poesía, música. Sintonía. Así que no sé.

Saboreó un poco más de pizza. Es realidad. Es microscopio, es doctor Brown, es Ranquel. Es. Movió las manos como si dirigiera una orquesta.

Ahora era él quien hablaba raro.

Y con Dios, conmigo, es lo mismo, pero en una magnitud aún más alta. Soy el universo. Lo mismo que ustedes pero más; lo mismo que esas partículas pero más. Así que… bueno. Podríamos decir que Dios es especial. Dios Es, Soy, especial.

Especial. Vaya si lo era. Como su manera de hablar, pensé. Como una hamburguesa especial, dijo Meche mordiendo su pizza. Yo me espanté de su atrevimiento. Dios se echó a reír.

Eso, y más todavía, asintió mordiendo a su vez la porción de pizza que le tocaba, por cierto, está muy rica, exageró.

Me pareció entender que Dios pensaba que la palabra tiene que ir más o menos de acuerdo con la realidad, la verdad y la realidad dos hermanas que se amigan y se pelean, no gemelas, pero hermanas. Y entonces al final lo que es verdadero o no, depende de quién habla, de quién mira. De quién.

Quizá también bolaceaba un poco. Siendo él un ente que se basa en un libro, en unos textos, es entendible que le dé importancia a sus escrituras y discursos. Para algo los habría hecho. Yo siempre les di importancia a las palabras, pero no tanta. Supe hacer discursos, chamuyar, como dicen acá, lograr cosas con las palabras, defenderme con las palabras, a veces las he retorcido alguito para que lleguen al lugar donde yo quería. Sin ir más lejos, si yo no tuviera un poco de parla sería impensable que esté con una mina como Meche. O con otras que me han dado bola. He encontrado, se podría decir, mis muletas de siete leguas entre mis muletillas. Por qué no lo haría él.

El mundo, yo creo, es así, uno no puede saber siempre dónde termina la verdad y dónde comienza la mentira, ni quién está mintiendo. Supongo que eso que dijo Dios de las partículas no está tan lejos de lo que pienso del mundo. Supongo también que dije algo de todo esto.

Interesante, Ranquel, pero no me estás entendiendo. Siguió comiendo. Índice arriba, cubierto en mano, casual, deberías estudiar teología. Te gustaría.

Nunca le cacé la onda a eso. Prefiero las ciencias sociales yo. Un poco de física también, me atajo, un poco.