Cicatrices del ayer - Pippa Roscoe - E-Book

Cicatrices del ayer E-Book

Pippa Roscoe

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Beschreibung

La mujer a la que no podía olvidar… ¡El hijo al que no podía renunciar! Salvaje. Poderoso. Millonario. A Matthieu lo precedía su reputación. ¡Y él quería que siguiera siendo así! Era una manera de protegerse de su traumático pasado. Hasta que la encantadora Maria entró en su mundo de inimaginable riqueza… y puso del revés su vida cuidadosamente ordenada con una noche de pura pasión. Era la única mujer capaz de ver al hombre que había detrás de las cicatrices. Pero Matthieu la apartó de sí para protegerla. Y ahora Maria había regresado con una noticia que lo obligaba a cuestionarse todo: estaba embarazada.

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Pippa Roscoe

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cicatrices del ayer, n.º 2830 - enero 2021

Título original: Demanding His Billion-Dollar Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-199-3

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ESTÚPIDA, ESTÚPIDA, estúpida».

¿Qué diablos había hecho? Maria había salido corriendo del suntuoso salón de baile del hotel La Sereine tras su discusión con Theo, temblando por la devastación que había visto en sus ojos y en los de su prometida cuando reveló accidentalmente el plan de Theo de dejar a Sofia en el altar. Theo Tersi, el hombre al que pensaba que amaba desde hacía seis años.

Pero no era así. Se dio cuenta de ello cuando vio el horror y la tristeza reflejados en los rostros de la pareja de prometidos. Nada de lo que había sentido alguna vez por Theo había suscitado tanto dolor.

Maria Rohan de Luen aspiró con fuerza el aire mientras sentía cómo le caían libremente las lágrimas por las mejillas. Lágrimas por ellos y por sí misma. Porque sabía que había destrozado algo entre ellos que Maria había buscado para ella durante mucho, mucho tiempo. Sabía que lo que pensaba que sentía por Theo no era más que un deseo desesperado de ser amada.

Se maldijo a sí misma por su debilidad. Una parte de ella deseaba desesperadamente volver, explicárselo a Sofia y disculparse con Theo… pero lo cierto era que temía causar más daño que otra cosa. Así que se dejó caer sobre la suave hierba que rodeaba el lago bajo el cielo nocturno. Agarró con fuerza el cuello de la botella de champán a la que se había agarrado mientras lanzaba las palabras que amenazaban con romper el lazo entre dos personas que claramente se amaban. Nunca había sido muy de beber, pero a sus veintidós años, Maria pensó que si había algún momento bueno para emborracharse hasta perder la consciencia, sin duda era aquel.

Theo, el mejor amigo de su hermano mayor, había estado presente en su vida desde que ella cumplió dieciséis años. Sebastian y Theo se habían unido al instante tras un acuerdo empresarial beneficioso para ambos, y no había ni un solo recuerdo familiar en los últimos seis años en el que no estuvieran los dos. Maria contuvo una carcajada al pensar en la palabra «familia». No había visto a su padre ni a su madrastra en casi dieciocho meses. Y estaba bien así.

Se preguntó qué pensaría su padre de lo que había pasado. Seguramente le dedicaría aquella mirada con la que en realidad no la estaba viendo a ella, sino a otra mujer, una a la que había amado tanto que no fue capaz de recuperarse de su pérdida. Y luego daría un respingo cuando Maria empezara a hablar, porque entonces se vería que no era su madre por mucho que se parecieran.

Maria no tenía recuerdos de ella, ni ningún objeto heredado. Valeria, su madrastra, se había encargado de que fuera así. Solo conservaba un collar. El que siempre llevaba puesto como homenaje a la mujer que había muerto dándole la vida.

Alzó la vista hacia el cielo nocturno y se presionó los párpados con las palmas de las manos. Oh, Dios, ¿qué había hecho?

–¿Está ocupado este asiento?

 

 

Desde el momento en que Matthieu vio aquella figura al lado de Lac Peridot, un extraño instinto de autoprotección le hizo saber que debía marcharse de allí. Salir corriendo. Desde la vacía baranda que rodeaba el salón de baile del hotel andorrano, donde estaba celebrándose una gala benéfica, había visto a aquella mujer de pelo oscuro vestida de encaje blanco bajo la luz de la luna.

Matthieu Montcour sabía que no era prudente acercarse a una mujer que estaba tan claramente perdida en sus pensamientos, pero no pudo evitarlo. Había algo bellamente trágico en ella. La joven se sentó de manera descuidada y miró hacia el lago con una botella entre la tela del vestido. No se trataba de una seductora experimentada, su habitual compañía. Había en ella una inocencia, un brillo, que lo atraía. Aunque no era en absoluto un caballero andante. No. Era la bestia sobre la que las madres alertaban a sus hijas.

Por primera vez desde hacía años, no podía negarse el deseo de ver más de cerca a la mujer que le había atrapado la vista y la imaginación. Se apartó de la baranda y dejó atrás los sonidos y el ambiente del baile para caminar despacio por la suave hierba, deteniéndose a un metro de donde estaba la joven.

–¿Está ocupado este asiento?

Ella se lo quedó mirando desde la hierba. La confusión se reflejó un instante en el rostro de la joven.

–Me temo que solo queda espacio de pie.

Su respuesta le sorprendió, y también el acento cantarín y dulce.

–Toma asiento –lo invitó finalmente.

Algo confundido, Matthieu obedeció y ocupó un lugar a su lado en la cómoda hierba. Exhaló un suspiro de alivio. Se alegraba de no estar en la fiesta. Odiaba aquella parte de su trabajo como director general de Industrias mineras Montcour. «El chismeo», como lo denominaba Malcolm. Matthieu prefería llamarlo «pérdida de tiempo», pero no pensaba discutir con su director, amigo más íntimo y tutor legal en el pasado. El responsable de comercio andorrano había decidido que aquella gala benéfica sería un buen punto neutral para sondear una posible operación minera con el principado.

Miró de reojo a la mujer que tenía al lado. Era muy joven.

–¿Quieres un poco?

Matthieu sacudió la cabeza cuando le ofreció la botella. No tenía costumbre de beber, se negaba a permitir que nada le embotara los sentidos hasta semejante extremo. Permanecieron en silencio unos instantes, como si ninguno de los dos se sintiera obligado a hablar. Era un alivio.

–¿Tú crees que hay cosas que son imperdonables? –preguntó al aire de la noche sin mirarlo.

Matthieu escogió cuidadosamente las palabras antes de hablar.

–Creo que en toda historia siempre hay dos partes.

Ella se quedó pensativa unos instantes.

–Esta noche he roto un compromiso.

–Bueno, en ese caso o él no valía la pena o ella no ha sido lo bastante constante en sus sentimientos.

–¿Así de simple?

–Normalmente es sencillo cuando sacas a tus sentimientos de la ecuación –algo que a él se le daba bien–. ¿Lo amas? –preguntó con curiosidad.

–Creía que sí.

También conocía aquella sensación.

–Entonces, o te mintió a ti o la mintió a ella.

–No, no es eso. Quiero decir, yo nunca… él nunca…

Matthieu frunció el ceño ante su confusión. Entonces ella se giró para mirarlo y sintió por primera vez el impacto de toda la fuerza de su belleza.

–¿Qué se siente cuando te besan?

Él dejó escapar un aire que no sabía que estaba reteniendo.

–¿Creías que lo amabas pero nunca lo has besado? –preguntó sin poder disimular la incredulidad.

 

 

«¿Qué se siente cuando te besan?».

Maria estaba avergonzada.No tendría que haber hecho semejante pregunta, y menos a un hombre como aquel. Aunque no sabía quién era ni conocía su nombre, estaba claro que él sí sabía lo que era besar, acariciar…

Un sonrojo le cubrió las mejillas, y confió en que no lo hubiera percibido bajo el cielo estrellado. Se sentía ingenua y pequeña a su lado, porque tenía una presencia corporal imponente. Tenía unos brazos y unos músculos fuertes, pómulos altos cubiertos por una barba corta y unos labios sensuales. Los ojos de un color avellana tan brillante que podría haberse perdido en sus profundidades.

Pensó que no iba a contestarle, y dio un respingo cuando lo hizo.

–Hay muchos tipos de besos. Besos manipuladores, para conseguir lo que uno quiere. Besos crueles para castigar. Y besos suaves que una madre le da a su hijo –murmuró–. Y luego están los besos apasionados, que suelen ser un poco egoístas. Pero, ¿el primer beso? ¿Sinceramente? Casi con toda seguridad, incómodo y confuso.

Maria se sintió algo triste al escuchar aquello.

–Entonces a lo mejor debería quitármelo de encima sin más.

El hombre se rio suavemente.

–A lo mejor.

–¿Serías tan amable de besarme ahora?

Entonces aquel hombre de quien no conocía siquiera el nombre la miró. Y Maria lo sintió. El estremecimiento mientras aquella mirada penetrante le llegaba hasta las profundidades del alma, como si la comprendiera. Aquello era lo que quería, se dio cuenta. Durante todos aquellos años. Alguien que la entendiera. Y que después decidiera quedarse.

Maria deslizó la mirada por su rostro sin saber qué buscaba. Sintió cómo se le erizaba el vello de la piel, pero resistió el deseo de estremecerse bajo su mirada, porque tenía miedo. No de él, sino de lo que le estaba sucediendo.

Él frunció el ceño un instante, como si estuviera librando una batalla interior. Luego extendió el brazo y le alzó la barbilla con un dedo, mirándola como si la estuviera inspeccionando.

–¿Estás segura?

Maria asintió, incapaz de hablar.

Él se movió despacio, como dándole la oportunidad de darse la vuelta, de cambiar de opinión. Maria observó con los ojos muy abiertos y expresión fascinada cómo inclinaba la cabeza hacia ella y… en lugar de presionar los labios contra los suyos, apretó la mejilla contra la suya como acariciándola hasta que finalmente giró la cabeza hacia la suya y le rozó los labios. Una vez. Y luego dos.

A Maria se le expandió el corazón ante la sensación suave y al mismo tiempo firme de sus labios. Algo en su interior salió a la superficie de la piel reclamando llegar a él, sentir más que aquel contacto. El fuego atravesó las venas de Maria, el corazón le latía con tanta fuerza que temía no volver a recuperar nunca el equilibrio. Entonces se abrió a la lengua del hombre y la encontró con la suya. La primera e impactante sensación de notarlo dentro de ella la llenó de una sensación deliciosa. Se perdió por completo en el beso, en el baile de sus cuerpos, en la sensación embriagadora que la consumía.

No pudo contener un gemido de placer que le surgió de los labios, y lo lamentó a instante porque el dejó de besarla y apoyó la frente en la suya, respirando agitadamente, como si estuviera tan impactado como ella.

–¿Es… es siempre así? –se atrevió a preguntar Maria.

–No –respondió él sombríamente–. Nunca.

Le tomó una mano en la suya con delicadeza, acariciándosela hasta que tropezó con la cicatriz que le cubría la palma hasta la muñeca. Maria apartó la mano y se rio con cierta sonrojo.

–Mi madrastra las odia –confesó, consciente de que sin duda había notado las pequeñas cicatrices y punzadas que tenía en los dedos, aparte de la más grande–. Dice que las damas de alta alcurnia deberían tener unas manos inmaculadas y finas.

–¿Y tú qué piensas? –preguntó él.

Maria dio la vuelta a sus manos y las observó con imparcialidad por primera vez en mucho tiempo. Viéndolas como algo más que una parte del cuerpo, como las herramientas que utilizaba para crear sus piezas de joyería, para fundir y moldear metales preciosos, para crear cosas bonitas.

–Yo creo que hablan de trabajo duro, sacrificio y lecciones duramente aprendidas, y estoy orgullosa de cada una de ellas.

 

 

A Matthieu le resultó extraño escucharla hablar de aquel modo de un tema que para él había marcado tanto su vida, y que lo hiciera con orgullo y desafío en lugar de con asco o una fascinación enferma. Él se había encontrado con ambas reacciones. Y luego había otro tipo de mujeres, las que simplemente veían lo que él podía darles en lugar de las cicatrices que cubrían casi la mitad de su torso.

–Tú no lo entenderías –aseguró la joven.

Y Matthieu se rio con ganas y ella lo miró con asombro. Entonces él asintió, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón superior, luego ladeó la cabeza y se tiró ligeramente del cuello de la camisa. Sabía que así vería una parte de las cicatrices que le besaban el cuello brillar bajo la luz de la luna.

–Lo siento.

Mientras se volvía a abrochar la camisa, reflexionó sobre las veces que había escuchado aquella frase. Desde los médicos y enfermeras que lo trataron al principio hasta el propio Malcolm. Y peor, de las mujeres que finalmente decidían que no podían soportar tocarlo. Todos tenían aquel tono de compasión mezclada con repulsión. Pero la voz de aquella mujer no era así y por primera vez preguntó:

–¿Qué es lo que sientes?

–Que creas que tienes que esconderlas.

Matthieu sintió una descarga que le atravesó el cuerpo. Nadie le había dicho nunca algo así.

–Las mías son de fundir –continuó ella–. Es…

–Ya sé lo que es fundir –Matthieu sintió que el tono le hubiera salido más áspero de lo debido–. Interés profesional. Me dedico a la minería.

Ella asintió, como si aquello lo explicara todo, incluida su multimillonaria empresa, de la que claramente no sabía nada.

–Pero no te gusta –afirmó.

–No me gusta el fuego.

–Yo no puedo trabajar sin él –respondió ella sin indagar sobre la causa de sus heridas. Agitó las pulseras de plata que le colgaban de la muñeca. Joyas. Seguramente se dedicaba a la joyería.

Matthieu no se había dado cuenta de lo fuerte que era la luz del salón de baile hasta que se apagó. La gala benéfica debía haber terminado y el personal del hotel había terminado de limpiar. Miró de reojo el reloj y vio que eran casi las dos de la madrugada.

–¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó a la joven.

Ella se encogió de hombros.

–No lo sé. No puedo volver a la suite porque mi hermano estará allí y no estoy preparada para…

–No puedes quedarte toda la noche aquí –aseguró Matthieu–. El hotel está completo por la gala. Puedes quedarte en mi suite.

Y por primera vez en la noche, fue como si sus palabra hubieran roto el hechizo. Allí estaba la vacilación, la incertidumbre sobre sus intenciones. Pero no tenía nada de qué preocuparse.

–Estarás sola en ella –aseguró levantándose y poniendo freno a sus deseos–. Vamos –dijo tendiéndole la mano.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MARIA lo siguió a través de los oscuros pasillos del hotel, agarrada a la botella de champán con la que se había hecho al principio de la noche, agradecida de que él mantuviera la cordura, cuando estaba claro que la de Maria había salido volando. Porque al principio, cuando le dijo que podía quedarse en su suite, tuvo un momento de inseguridad. Pero luego, cuando añadió que estaría sola en ella, se sintió… decepcionada.

Y eso era absurdo. Hasta ella misma podía reconocerlo. Después de todo, acababa de decirle que estaba enamorada de otro hombre. Pero Theo nunca, nunca había despertado en ella los sentimiento que aquel hombre le suscitó con su presencia, su contacto… sus labios.

Sabía que debería sentirse avergonzada, pero no era capaz. Los anchos hombros del desconocido ocupaban casi por completo la anchura del pasillo tenuemente iluminado mientras Maria le seguía. Era grande en comparación con ella. No se consideraba pequeña con su metro sesenta y cinco de altura, pero él debía sacarle al menos treinta centímetros.

El hombre se detuvo al final de la última puerta del pasillo, sacó una llave tarjeta y la abrió, haciendo un gesto para dejarla pasar. Maria tardó unos instantes en captar el increíble lujo de la habitación.

Sí, su familia tuvo mucho dinero en el pasado, pero su pequeño apartamento compartido en el sur de Londres era la prueba de la situación actual. ¿Y aquello? Mullidas alfombras y enormes ventanales que se abrían a la impresionante vista del panorama nocturno de Lac Peridot. Atisbó por el rabillo del ojo los muebles obscenamente caros y una puerta que seguramente llevaría al dormitorio y al baño incorporado.

Maria se giró, esperando encontrarlo justo detrás de ella. Deseando que así fuera. Pero lo encontró en el umbral, como si se mostrara reacio a entrar.

–Ni siquiera sé cómo te llamas –murmuró Maria–. Para poder darte las gracias.

–Matthieu.

Ella repitió su nombre, la palabra se le deslizó por la lengua, y vio un deseo repentino y profundo en sus ojos. Lo sintió. Y la alimentó con una confianza en sí misma que no sabía que tenía.

–Gracias, Matthieu.

Él sacudió la cabeza quitándole importancia y se dio la vuelta.

Pero Maria no estaba preparada para dejarle ir.

–Yo te he contado un secreto –dijo deteniendo su marcha mientras buscaba desesperadamente algo que decir–. Antes de que te vayas, ¿te importaría compartir tú uno conmigo?

Matthieu frunció entonces el ceño, como si recordara su anterior confesión, como si estuviera pensando si acceder o no.

–¿Como mi color favorito? –preguntó acercándose despacio a ella.

–No, eso ya lo sé. Es el azul –aseguró Maria sonriendo al ver su expresión asombrada–. Llevas un traje azul oscuro. La correa de tu reloj es de cuero azul.

Matthieu había llegado hasta ella, y ahora que estaban tan cerca tuvo que echar el cuello hacia atrás para mirarlo. Era realmente impresionante, con aquellos ojos penetrantes del color de la miel clavados en los suyos.

–Hoy es mi cumpleaños –dijo casi en un susurro, como si de verdad estuviera compartiendo un secreto.

–¿De veras? –preguntó Maria con una gran sonrisa.

–Normalmente no… celebro las cosas –murmuró casi como disculpándose.

Maria quiso decirle que lo entendía, que ella también odiaba celebrar su cumpleaños. Pero le pareció demasiado personal, demasiado intrusivo. Estiró el brazo con la botella de champán que todavía tenía agarrada y se la ofreció. Matthieu la agarró con sus grandes manos y se la llevó a los labios sin apartar ni un instante los ojos de ella. Tras dar un buen sorbo, se la devolvió, y ella puso los labios donde habían estado los suyos. Aquella certeza le despertó de nuevo la sangre, provocándole un sonrojo en las mejillas y entre los senos.

Matthieu podía ver lo que su cuerpo estaba pidiendo, y temió que ni siquiera ella fuera consciente. Y que Dios ayudara a todos los hombres cuando fuera consciente de su poder. La belleza de aquella mujer podía hacer caer ejércitos enteros.

–Tú sabes cómo me llamo –afirmó él.

Maria sonrió y asintió, entendiendo lo que quería decir.

–Maria. Maria Rohan de Luen –afirmó con acento fuerte.

Matthieu murmuró aquellas palabras casi inconscientemente, y ella lo miró a los labios de un modo que la bestia interior que había en él rugió de orgullo. No debería estar allí. Asintió brevemente con la cabeza a modo de despedida. Porque si no se iba de allí enseguida, tal vez no se iría nunca. Y ella era demasiado pura, demasiado inocente. Nunca la habían besado hasta aquella noche.

Matthieu esbozó una sonrisa casi de disculpa y se dio la vuelta para marcharse. Había llegado a la puerta y tenía la mano en el picaporte, pero las palabras de Maria lo detuvieron.

–¿Puedo preguntarte una cosa más antes de que te vayas?

Él giró la cabeza sin saber qué esperar. Pero desde luego no era lo que dijo ella a continuación.

–¿Me enseñas tus cicatrices?

Matthieu escuchó en su interior un rugido furioso, como si una herida grande se hubiera reabierto. Se le debió notar en la cara, porque Maria dio un paso atrás. Él se arrepintió al instante. No quería que se asustara. Pero se asustaría igualmente si veía las cicatrices. Como todas.

Recordó la primera vez que se desnudó ante una mujer. A los diecisiete años, era lo bastante ingenuo como para pensar que Clara sentía algo por él. Pero, ¿por qué no enseñárselas a Maria? No volvería a verla jamás cuando saliera de aquella habitación.

–No son bonitas –le advirtió.

–Eso me da igual –respondió ella desafiante sin apartar los ojos de los suyos ni un instante.

Allí estaba aquella fuerza otra vez. El acero que había reconocido dentro de su suave perfección.

Matthieu apretó los dientes, se dio la vuelta y regresó a su lado, sacándose la camisa de la cinturilla del pantalón mientras se acercaba. Se desabrochó los botones uno a uno, y Maria siguió manteniéndole la mirada. Cuando llegó al último botón, la miró una última vez antes de quitarse la blanca camisa y dejarla a un lado. Maria no apartó la mirada al principio, y eso tenía que reconocérselo. Pero Matthieu terminó por cerrar los ojos, no estaba dispuesto a ver aquellas hermosas facciones arrugadas por el asco.

Sintió cómo Maria acortaba la distancia entre ellos, el calor de su cuerpo apretado contra el suyo. En las partes sin dañar, porque los nervios de la piel herida que cubrían casi la mitad de su torso habían perdido sensibilidad. Se preparó para el momento de abrir los ojos, esperando encontrar repulsión y horror en ellos, o incluso la mórbida fascinación que descubría en ocasiones.

Pero lo que vio al abrirlos fue maravilla y algo parecido a la admiración.

Maria estaba completamente embelesada. «No me gusta el fuego», había dicho Matthieu. Sí, tenía el torso desfigurado gravemente por las cicatrices que le recorrían desde el antebrazo hasta el cuello, cubriéndole casi la mitad del pecho. Los dibujos que formaba la cicatriz en el pecho eran dolorosamente hermosos para ella, y no podía ni imaginar el dolor que debió experimentar para que se curaran, ni el tiempo que debió necesitar.

–¿Qué ves? –preguntó Matthieu. Exigió casi.

Y ella dijo las palabras que le vinieron a la cabeza.

–Magnificencia.

«Masculinidad pura». Aunque esto último no llegó a decirlo en voz alta. Dejaría claro el deseo que sentía. Extendió la mano, pero él la atrapó al vuelo y la envolvió con sus grandes dedos con suavidad y al mismo tiempo firmeza.

Maria le lanzó una mirada fija, consciente de que estaba reteniendo el aire en los pulmones. Consciente de que tenía la piel en llamas por el deseo de volver a sentir la conexión que habían experimentado antes cuando se besaron.