Cielo raso - Lázaro Zamora Jo - E-Book

Cielo raso E-Book

Lázaro Zamora Jo

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Beschreibung

Jorge Triana lleva más de siete años residiendo fuera de Cuba, primero en Chicago y ahora en Barcelona. Su existencia es anodina, solitaria, carente de las ambiciones habituales del emigrado. Pero de pronto todo alrededor, —sus propios sueños, la inesperada llamada de su antigua suegra, los mensajes de los amigos—, comienza a confabularse para revivir el recuerdo de Maya, su ex, una mujer que creía enterrada para siempre en el olvido. Y con ella, el pasado irrumpe en la vida rutinaria de Triana: pasajes de su difícil relación con Maya en Cuba, la traumática travesía emprendida por ambos para alcanzar la frontera norte de México, la posterior bifurcación de sus destinos. Estas señales parecen anunciarle que sus vidas están a punto de cruzarse de nuevo. Una característica interesante de esta novela es su insistencia en trascender el ámbito íntimo de los personajes, que andan en busca de sus propios sueños, para asomarse a los conflictos de su tiempo, los cuales muchas veces condicionan la existencia de estos, porque sin importar el lugar de residencia se encontrarán una y otra vez ante las mismas dificultades.

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Seitenzahl: 638

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cielo raso

Edición y corrección: Ruby Ruiz Bencomo

Dirección artística: Suney Noriega Ruiz

Diseño de cubierta: Marcel Zamora Martínez

Emplane: Yuliett Marín Vidian

Conversión a E-book: Rafael Lago

© Lázaro Zamora Jo, 2024

© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2024

ISBN obra impresa: 9789591026828

ISBN E-book ePub: 9789591027009

Instituto Cubano del Libro

Editorial Letras Cubanas

Obispo No. 302, esquina a Aguiar

La Habana, Cuba

E-mail: elc@icl.cult.cu

Índice

Sinopsis

I. La vida debería ser un ocio perpetuo

II. Solo el comienzo

III. Aroma de mujer

IV. Chicago blues

V. El dios de la buena suerte

VI. The girl next door

VII. Sí, los milagros existen

VIII. El sentido oculto de las cosas

ix. Te traigo un regalito

X. El camino es ese

XI. Lejos, bien lejos

XII. Una puerta que se abre

XIII. Noches de Moscú

XIV. La última frontera

XV. Los gorriones de Taganskaya

XVI. Palabras en el viento

XVII. El rumor de los abedules

XVIII. Cielo raso

Sobre el autor

Sinopsis

Jorge Triana lleva más de siete años residiendo fuera de Cuba, primero en Chicago y ahora en Barcelona. Su existencia es anodina, solitaria, carente de las ambiciones habituales del emigrado. Pero de pronto todo alrededor, —sus propios sueños, la inesperada llamada de su antigua suegra, los mensajes de los amigos—, comienza a confabularse para revivir el recuerdo de Maya, su ex, una mujer que creía enterrada para siempre en el olvido. Y con ella, el pasado irrumpe en la vida rutinaria de Triana: pasajes de su difícil relación con Maya en Cuba, la traumática travesía emprendida por ambos para alcanzar la frontera norte de México, la posterior bifurcación de sus destinos. Estas señales parecen anunciarle que sus vidas están a punto de cruzarse de nuevo. Una característica interesante de esta novela es su insistencia en trascender el ámbito íntimo de los personajes, que andan en busca de sus propios sueños, para asomarse a los conflictos de su tiempo, los cuales muchas veces condicionan la existencia de estos, porque sin importar el lugar de residencia se encontrarán una y otra vez ante las mismas dificultades.

A Zenia, una vez más

Mi agradecimiento a Héctor García

y Themis Chávez por sus testimonios.

El adolescente padecía como nunca, en aquel momento,

la sensación de encierro que produce vivir en una isla;

estar en una tierra sin caminos hacia otras tierras…

El siglo de las luces

Alejo Carpentier

I. La vida debería ser un ocio perpetuo

1.

No soporto el cielo raso, volvió a decirle Maya con idéntico desdén, con la misma expresión hosca y todavía soñolienta de aquella lejana mañana de abril, tan calurosa y húmeda como una tarde de julio o agosto. Pero él no sintió esta vez el aguijonazo de entonces, la rabia súbita que lo había ofuscado, sino que revivió la escena como si fuera ajeno a ella, con la tranquila curiosidad de quien mira un cuadro o los peces en un acuario. Maya estaba sentada en la taza del inodoro, desgreñada, medio dormida aún, con el short por debajo de las rodillas, la marca de la sábana en la mejilla, los tirantes de la blusa cayéndole sobre los brazos. Desde afuera llegaba el olor a tierra húmeda que levantaba la llovizna. Era una llovizna remisa que no lograba llevarse el fogaje, el tipo de tiempo que él no soportaba. Lo vio todo como si hubiera regresado al pasado, con una nitidez que lo asombró. No se trataba de un sueño —era consciente de haber despertado ya, aunque seguía sin despegar los párpados— ni de las fantasías de la duermevela, sino de algo que parecía totalmente real. Temió abrir los ojos y hallarse en la casa del tío Alberto, en la nave que había convertido en hogar allá en La Habana, pero el ruido que en ese instante llegó desde algún lugar impreciso, un sonido semejante al del aleteo de un pájaro, deshizo de golpe la imagen. Despegó los párpados y percibió que era de día y los primeros rayos de sol alcanzaban la ventana. Se sentó en el borde de la cama, extrañado de aquella experiencia con su ex —hacía meses que no se acordaba de ella—, de haber visto con pasmosa exactitud la escena final de su relación. ¿Cuánto tiempo había pasado? Seis años, se dijo y al instante rectificó: No, siete. Movió la cabeza esbozando un gesto de sorpresa. Mientras se calzaba las chancletas descubrió lo que producía el sonido: era la cortina de la ventana, sacudida por la brisa.

Cerró la ventana y se dirigió al baño. Montse había pasado ya por allí, a juzgar por el olor a jabón —el de ella tenía una fragancia dulzona— y por los vellitos en la bañadera. Se habrá ido para el trabajo —trabajaba ese sábado—, se dijo contento de disponer del baño y de la cocina libremente. Se cepilló los dientes y se metió en la ducha, algo que no podía faltar en su ceremonia de aseo matinal. El agua caliente le provocó un conato de erección, un repentino deseo de irse a la cama con una buena hembra. Llevaba dos meses sin la caricia de una mujer, desde la vez que lo hizo en la fiesta de Roly con la rumana aquella, ¿cómo se llamaba? Trató de recordar los detalles de la escena, pero no lo consiguió: había estado demasiado ebrio esa noche. Solo recordaba que había sido en el baño y que ella usaba un blúmer rojo —no se acostumbraba a llamarlo bragas— y que su boca sabía a cigarrillo mentolado. Lo demás era confusión. Se encaprichó en imaginársela con el glamour de las chicas Playboy; sin embargo, pese a la fabulosa imagen que acababa de construir —una imagen que difícilmente se correspondiera con la chica real—, no sintió especial entusiasmo esta vez. Sin proponérselo, empezaron a surgir de sus recuerdos otras mujeres de su biografía erótica —no eran muchas ciertamente—, algunas muy bien formadas como Olivia, su infausta amante de Humboldt Park, y la dominicana culoncita de Englewood. Y de pronto se vio recordando a Maya, desnuda, con su cuerpo delgado y sus pechos pequeños y anodinos. No exhibía ninguno de los atractivos de las chicas Playboy, y a pesar de ello lo había enloquecido en la cama. ¿Pero a qué coño venía eso ahora?

En el refrigerador no encontró mucho para el desayuno. Por lo visto Montse había arramblado con el queso y el jamón. Se preparó una taza de café y encendió la tele. Tras un rápido zapping se detuvo en un programa que comentaba la celebración de cierto evento deportivo en Montreal. Triana se preguntó si por casualidad Maya viviría allí. Sabía que se había ligado con un belga bastante mayor que ella y que residía en Canadá, pero no recordaba en qué ciudad. ¿Cómo se las arreglaría con el frío? Era muy friolenta. Titiritaba con cualquier vientecito mierdero, recordó, se forraba en invierno con cuanto trapo hallaba para dormir. Lo contrario de él, que adoraba el invierno y había soñado desde niño con que un día el tiempo se volviera loco y nevara en La Habana. ¡Uf, hasta en eso eran diferentes!, se dijo y alzó las cejas en gesto de perplejidad para preguntarse cómo habían podido convivir casi diez años juntos. Terminó de tomarse el café y salió a fumar al balcón. Soplaba una brisa suave a intervalos y la niebla desdibujaba los contornos de los edificios a lo lejos, ¿o era smog? Soltó una larga bocanada de humo, con fruición, con esa grata sensación que lo embargaba a menudo al despertar, y pensó que, después de todo, le gustaba Barcelona, era un buen lugar para vivir.

Nada mejor para un sábado que dormir la mañana, pero él había perdido ya la capacidad de dormirse cuando le viniera en ganas. Se sirvió otra taza de café y tomó el móvil para revisar los correos. Llevaba más de una semana que no lo hacía. Halló dos mensajes de la biblioteca a la que solía asistir allá en Chicago, que le informaban sobre el plazo para la reinscripción de los usuarios. Vio también uno de su amigo Ezell, un mensaje raro en el que le anunciaba que estaba renaciendo espiritualmente y que había descubierto la verdadera paz que siempre había anhelado, al verdadero Dios. Su mensaje retornaba una y otra vez a esa idea sin ofrecer otros detalles. ¿Se habría fumado un pitillo? ¿Le estaba fallando la cabeza? También le había escrito Adoum, quien se había empeñado en rastrear a cada miembro de la Banda —así llamaba al grupito de amigos de la Universidad al que ambos habían pertenecido— con el afán de mantenerla unida, o más bien de resucitarla. Pero la vida había cambiado, los había empujado por rumbos diferentes, convertido en personas muy distintas de los jovencitos soñadores que habían sido, y la amistad a esas alturas, pensaba Triana, ya no podía ser la misma. De modo que, a pesar de que Adoum le había enviado sus respectivas direcciones de correo un mes atrás, Triana no se animaba a escribirles a Nerey, residente ahora en México, ni a Jessica Puig, recién llegada a New Yersey. En su mensaje Adoum le preguntaba si había contactado por fin con ellos y le informaba sobre el posible paradero de Álvaro el Loco: había abandonado su empleo en el Instituto Pedagógico donde daba clases para irse a trabajar a los cayos en algo relacionado con el turismo. Pero no sabía nada de Quintanilla ni de Yoandri Labastida.

Había también un correo cuyo remitente no conocía. A menudo le llegaban mensajes desconocidos, que él simplemente eliminaba sin abrirlos. Ahora quiso hacer lo mismo, pero en el último momento cambió de idea. ¡No puede ser!, exclamó al descubrir que era de Dalia, la madre de Maya. No imaginaba de dónde diablos habría sacado ella su dirección de correo. Que él recordara, jamás se la había dado. ¡Y a santo de qué le escribía, si él había dejado de hablarle antes de abandonar su casa! Había llegado a cogerle tirria, por enredadora, por intrigante. Le echaba buena parte de la culpa de sus problemas con Maya. Leyó el mensaje con una mezcla de sorpresa y malhumor. Su exsuegra le escribía que Maya le había regalado un teléfono móvil y ella se estaba dedicando ahora a comunicarse con todos sus amigos y conocidos, quería tener sus contactos de correo y de Facebook. Por cierto, no lo había encontrado a él en Facebook. Triana emitió un chasquido para manifestar su desagrado y pensó en no contestarle, pero temió que Dalia fuera a seguir insistiendo al ver que no le respondía, de modo que le escribió unas líneas escuetas. Le mintió diciéndole que se alegraba de su mensaje y, con relación a Facebook, le aseguró que no tenía cuenta allí. En realidad sí la tenía —eso, desde luego, no se lo iba a decir a Dalia—, aunque con su nombre ligeramente cambiado: Jorge F. Trinald. La había abierto por una situación puntual, cuando vivía en Chicago, y desde entonces la mantenía por inercia. Pero no le interesaba Facebook: quería vivir de la manera más anónima posible.

Salió a la calle y se olvidó pronto del mensaje de Dalia. Se dirigió al centro de la ciudad y, una vez allí, entró en una librería y compró una novela de John Cheever. No era ya el lector voraz que había llegado a ser al terminar la Universidad, pero seguía leyendo con regularidad, se resistía a abandonar la cada vez más reducida cofradía de lectores del planeta, condenada a una pronta extinción según algunos pronósticos. Al salir de la librería subió por las Ramblas, sin prisa, confundido en la multitud, contento de disponer ese día de su tiempo como se le antojara. ¡Oh, la vida debería ser un ocio perpetuo!, se dijo y en ese momento sus ojos repararon en la trigueña hermosísima, alta, que venía en dirección contraria a la suya. Tuvo ganas de improvisar un piropo, de decir algo bonito y original, pero el impulso quedó en un simple suspiro a causa de su timidez. Además, la frase más bella o la mirada más tierna podría resultar ofensiva, lo que lamentaba, pues consideraba que la belleza existía para ser admirada y alabada, como una obra de Miguel Ángel o de Tiziano, como un hermoso paisaje, como la majestuosidad del pavo real. Dominado por aquel temor, ni siquiera se atrevió a mirar a la chica cuando pasó por su lado, cosa que deseaba para completar su imagen con una ojeada a su retaguarda. Se limitó a aspirar el perfume que dejaba a su paso, una fragancia suave de flores que no supo identificar, ¿rosa?, ¿jazmín?, ¿azahar? —en materia de olores estaba perdido—, y a recordarse una vez más que llevaba bastante tiempo de abstinencia total. Ni una caricia, ni un beso, ni el triste consuelo de Onán. ¡Oh, qué triste es vivir sin mujer!, musitó melodramático y volvió a suspirar. No era un mujeriego, sino un hombre sensible a la belleza femenina, más bien a la gracia misteriosa que irradiaban muchas chicas, algunas incluso sin ser físicamente hermosas. También, claro, como todo hombre sin pareja, necesitaba de vez en cuando una aventurita sexual.

En la siguiente esquina se detuvo a observar el performance de un artista callejero, semidesnudo, pintado de blanco de pies a cabeza, que se movía como en cámara lenta interpretando algo demasiado abstracto para su gusto, pero capaz de despertar la curiosidad de la gente, a juzgar por la cantidad de transeúntes que se apiñaban a su alrededor.

2.

La escala en el Bar de Lola era parte de la rutina del fin de semana. Le gustaba el lugar, su ambiente. Conocía a la mayoría de los clientes asiduos, muchos de ellos inmigrantes como él. También lo era Lola, la dueña, puertorriqueña de padre colombiano y madre dominicana. Había poca gente a esa hora: tres tíos cincuentones que Triana nunca había visto allí, la parejita de lesbianas que él había tomado en cierta ocasión por hermanas, y Roly, su coterráneo. ¡Ya te estábamos extrañando, cubano!, exclamó Lola a modo de bienvenida desde el otro lado de la barra. Triana la saludó levantando la mano y fue a sentarse a la mesa que ocupaba Roly.

Le decían el Sapo, no sabía él por qué, quizás por la boca grande. Pese a ello, las mujeres lo consideraban un tipo atractivo. Triana jamás lo hubiera creído si no hubiera presenciado con sus propios ojos algunas de sus innumerables conquistas. Bebía una cerveza con aire abstraído. Su cara se animó cuando vio a Triana. ¿Qué hay, mi hermano?, saludó el Sapo estrechándole la mano. Todo bien, respondió Triana, ¿y a ti cómo te va? Roly se encogió de hombros. Igual que siempre, dijo y añadió dos o tres trivialidades sobre su trabajo por decir algo. Luego se puso a hablar de los sinsabores de su vida —trabajaba de vigilante en una empresa inmobiliaria—, se quejó de las horas que tenía que pasar parado a la intemperie y del frío de las noches, echó pestes contra sus jefes, unos puñeteros fascistas, unos hijos de puta de primer orden, y aseguró que un día los mandaría al mismísimo carajo. Antes de que prosiguiera, Triana pidió una hamburguesa con papas fritas y una cerveza para asimilar mejor la larga diatriba contra sus jefes y la perorata de siempre sobre sus fantasiosos proyectos. Uno de esos proyectos era el negocio del carbón, su más reciente quimera. La idea de Roly era comprar carbón vegetal en Cuba y venderlo en Europa. Aseguraba que era una oportunidad única, pues se trataba de un negocio que apenas empezaba y ofrecía grandes posibilidades en el mercado europeo. El carbón en la Isla se obtenía del marabú y era muy bueno, según él, producía una llama azul sin mucho humo ni ceniza y generaba más calor que el que se vendía en Europa, pero eso lo sabía poca gente, al menos en España. Cuando lo supieran, la demanda se dispararía. Ya en esos momentos se cotizaba en otros países de Europa a cuatrocientos dólares la tonelada, después el precio subiría. Volvió a hablarle del proyecto y a repetirle su propuesta. ¿Qué me dices? ¿No te gustaría unirte a mi futura empresa? Triana soltó una risita. Le daba gracia la ingenuidad de Roly, su ilusión de hacerse rico de una manera tan rápida y expedita. ¡Oh, la gente se devanaba los sesos sin sospechar que existía a su alcance una fórmula mágica sencillísima para ganar dinero, je!, ironizó para sí y comenzó a sospechar que tendría que aguantar las fantasías de Roly la noche entera.

Curiosamente también su primo Leo siempre se había empecinado en meterlo en sus negocios. ¿Por qué aquella insistencia, si él era un desastre en materia de negocios? ¡No era capaz de vender nada! Lo había comprobado infinidad de veces en Cuba. Se preguntó cuál era la razón en el fondo, qué le habrían visto Leo y Roly. ¿Acaso solo porque hablaba inglés y ruso? Triana agradecía haber aprendido esos idiomas a una edad en que toda lengua extranjera se aprende casi como la materna. Las hablaba con fluidez gracias a que había pasado parte de su infancia y adolescencia en Canadá, Rusia, y San Vicente, países en los que su padre trabajó como cónsul. Sin embargo, nunca había sabido aprovechar convenientemente sus habilidades lingüísticas para otra cosa que no fuera la lectura: le gustaba leer a los clásicos rusos y del mundo angloparlante en sus respectivos idiomas.

Le trajeron el pedido. Antes de darle el primer mordisco a la hamburguesa, miró a su amigo a los ojos con aire condescendiente y le preguntó de dónde sacaría el capital para montar el negocio. Voy a convencer a alguien que tenga dinero, le voy a proponer fifty-fifty en las ganancias, dijo el Sapo. No jodas, el tipo pone el dinero y tú te quedas con la mitad por tu linda cara, se burló Triana asombrado de su candidez. Por mi linda cara no, se defendió Roly, sino porque voy a manejar el negocio yo, que tengo los contactos, y él es el que va a recibir su mitad sin hacer nada. Triana no pudo evitar una carcajada ante el desatino de su amigo. Ciertamente era un iluso de marca mayor. ¿Y yo qué pinto en tu empresa?, quiso saber Triana en broma. Tú me vas a ayudar en todo, en la publicidad del negocio, en contactar con los clientes, para eso sabes idiomas, ¿no? Triana sacudió la cabeza y volvió a reír. A lo mejor te pido también que me acompañes a Cuba para contactar con los proveedores, añadió el Sapo. ¡Bah, no jodas, en Cuba no se puede hacer negocios. Roly apuró lo que quedaba de cerveza en su botella y replicó: Ya eso cambió, brother, las cosas han cambiado allá. ¡Vamos, Roly, han cambiado algunas cosas, pero eso no, así que mejor piensa en otro país! ¿En qué país? No sé, en Brasil, en Colombia, seguro que también allá hay marabú. En ningún otro lugar hay tanto como en Cuba, crece sin parar, ha invadido todo el campo, es una plaga.

Durante un rato, Roly siguió charlando de negocios, hablaba ahora del éxito que cosechaban algunos emprendedores españoles en Rusia, pero con la llegada de Rosales la conversación tomó otro rumbo. Después de pedir una botella de Valdepeñas y tres vasos, Rosales se puso a escuchar al Sapo atentamente. Exprofesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, no le era fácil desembarazarse de sus poses doctorales ni de su manía de disertar sobre cualquier asunto que se tocara, aunque era evidente que el alcohol apagaba su lucidez. De vez en cuando, no obstante, decía algunas cosas interesantes, y en momentos así a Triana no le desagradaba su charla. Incluso trataba de azuzarlo, polemizando con él.

Hablando de Rusia, es un caso curioso, un caso digno de estudio, dijo Rosales aprovechando el pie dado por el Sapo. Se lo comentaba a un amigo hoy por la mañana: a pesar de las apariencias, la caída del comunismo no ha traído un cambio esencial en la mentalidad del ciudadano ruso común. En general los rusos siguen aferrados al mundo soviético en muchos aspectos. Triana se asombró al oír aquello: siempre había creído lo contrario, que los exsoviéticos habían realizado un cambio radical, sorprendente —impensable para quienes habían conocido de cerca el país en tiempos del socialismo—, al desmontar tan rápidamente el modelo colectivista para abrazar el neoliberal. En su opinión ningún país había cambiado tanto y en tan breve tiempo, era la metamorfosis más brusca y radical en la historia reciente de Europa. Y así lo dijo. Rosales replicó que quizás en el plano económico había sido de ese modo, pero él hablaba de otra cosa, de la mente, que es lo último en cambiar. Según él, en la sociedad rusa afloraba una gran nostalgia por el pasado, por los tiempos en que vivían bajo el ala protectora del Estado y en que todo se decidía arriba por un reducido grupo de funcionarios. Yo diría que por un solo hombre, el secretario general, je, je, lo interrumpió el Sapo. Rosales hizo un gesto de conformidad y prosiguió con su idea. Para él aquella nostalgia no era un fenómeno sin consecuencias, sino que generaba modos de comportamiento y hasta repercutía en la propia estructura y funcionamiento del Estado. Y puso como ejemplo esa necesidad de tener siempre un jefe que pensara y decidiera por la gente: el efecto era una organización del Estado muy parecida a la soviética, con su centralismo rígido y la subordinación absoluta al máximo líder.

En ese momento la camarera llegó con la botella y los vasos. Rosales sirvió un generoso trago en cada uno. Triana esbozó un gesto con las cejas para mostrar sus dudas sobre lo que afirmaba Rosales y le preguntó por qué entonces no había pasado lo mismo en otros países de Europa del Este. Con una sonrisa de complacencia, Rosales le contestó que no era lo mismo, por una sencilla razón, porque el comunismo nunca había calado a fondo ni en los polacos, ni en los checos, ni en los países bálticos. En la sociedad rusa, por el contrario, el comunismo sí había llegado a enraizarse con el tiempo, a ser como el catolicismo en la España medieval. Además, quizás allí hubieran existido otros ingredientes, tal vez hasta la herencia de aquel sistema de servidumbre padecido durante el zarismo. Triana movió la cabeza sonriendo con ironía y pensando que su amigo estaba hablando una gran bazofia esa noche. No sé en qué tú te basas para decir eso, le contestó, pero lo que se ha visto hasta ahora es una conversión inmediata y masiva de los rusos al capitalismo. Rosales le objetó que no todos habían aplaudido, había todavía muchísimos inconformes, sobre todo los comunistas, que seguían conservando un peso muy grande en la política rusa, por algo Putin había tenido que apelar a políticas conciliatorias, de consenso con ellos, en el plano interno y también en el internacional. Deseoso de poner una, el Sapo replicó a Rosales: ¡Ve y haz una encuesta en Rusia a ver cuántos quieren volver de verdad al comunismo, je!

Rosales nunca dejaba que la conversación tomara matices marcadamente políticos. Quería hablar como un filósofo, como un científico, como alguien que está más allá del bien y del mal. Así que se extravió en un extenso razonamiento, citando a pensadores tan dispares como Habermas y Nietzsche, que solo interrumpió media hora después a causa de la presión de su vejiga.

Entretanto, el bar se había ido llenando. Se veían caras nuevas, entre ellas las de tres chicas muy risueñas que empinaban el codo al final de la barra. El Sapo se emocionó con las dos rubias, hermosas de cuerpo y cara, pero terminó decantándose por la más alta diciendo, a la manera en que los muchachos suelen repartirse las beldades del cine y de la música: La mía es la de la blusa negra. Triana recordó aquella disputa con su hermano Felo por Mariah Carey, a quien cada uno reclamaba como suya cuando ambos tenían poco más de diez años. La otra rubia está buena también, la del lunar, añadió Roly probablemente para consolar a Triana, que sin embargo miraba a la trigueña delgada del pelito corto, la menos agraciada de las tres conforme con los criterios de belleza que tenía el Sapo. Tal vez lo que lo atraía era la mirada, esos ojos vivarachos que se movían sin cesar en busca de algún motivo de mofa, su risa natural, espontánea, pícara a ratos. De acuerdo, convino Triana en jarana y en ese instante sus ojos tropezaron con los de la trigueña, que de inmediato los desvió y les susurró algo a sus amigas. Las tres rieron y miraron hacia ellos con disimulo. Roly tomó aquello como una señal propicia y con un cabeceo jactancioso, observando de soslayo a la que le interesaba, comenzó a fanfarronear bajito, a susurrarle piropos que ella no podía escuchar. Quizás al advertir la actitud impetuosa del Sapo, las chicas se aconsejaron y no volvieron a mirarlos.

Cuando Rosales estuvo de regreso, Triana notó que la cabeza del profesor clareaba cada vez más y las sienes se cubrían de canas. En las últimas semanas había envejecido bastante. No llegaba a los cuarenta y cinco y, sin embargo, daba la impresión de tener más de cincuenta. Rosales apuró un sorbo de vino y retomó el tema de la inconformidad. Habló de las revoluciones de los noventa en Europa del Este y de las protestas actuales en la Occidental, dijo algo sobre las burlas de la historia y la ridícula pretensión de los hombres al suponer que la conducían a su antojo, y dirigió una larga alabanza a Hegel entre tartamudeos y reiteraciones que indicaban a las claras que el vino empezaba a perturbarlo. Un tanto preocupado —por nada del mundo quería que Rosales terminara borracho y hubiera que llevárselo a rastras, como había sucedido la última vez—, Triana le guiñó un ojo a Roly insinuándole que bebiera lo más posible para evitar que Rosales se tomara la botella solo. El profesor, en tanto, proseguía su discurso. Una de las cosas que le cuestiono a Hegel es la ingenuidad esa del desarrollo ascendente de la historia, dijo. No hay tal ascenso si uno la analiza en esencia. La historia se repite, desde la Antigüedad hasta los tiempos actuales. Sísifo sigue levantando la misma piedra una y otra vez sin un mínimo progreso. Veo a los jóvenes en la Puerta del Sol con sus consignas libertarias y me parece estar viendo las protestas del sesenta y ocho. Oigo a Biden hablar de la amenaza rusa y creo estar oyendo a Truman en el cuarenta y siete. Escucho hablar del choque de civilizaciones y enseguida me vienen a la mente las guerras medievales entre cristianos y musulmanes. En fin, la historia es un permanente déjà vu, se repite mucho más de lo que pensaban los estoicos y el propio Nietzsche. Triana lo había escuchado a medias sin hallar en lo que decía nada original, le prestaba más atención a la chica del pelito corto que a él—, pero de pronto aquellas palabras adquirieron otro sentido, un sentido personal y concreto, y se preguntó para sus adentros si su propia vida no era una eterna repetición también, si La Habana, Chicago y Barcelona no marcaban tres comienzos destinados a reproducir el mismo ciclo. Sí, creyó descubrir recurrencias, sospechosas constantes. Sonrió, observó el vaso y se dijo que el vino le estaba dando por filosofar.

Lejos de lo que temían, Rosales no perdió en toda la noche el control, aun cuando continuó bebiendo —el Sapo bebía aprisa, pero la botella no acababa de vaciarse—, aun cuando su mirada erraba a ratos. Evidentemente había encontrado un segundo aire, y ese segundo aire desataba más su locuacidad y hasta su buen humor. Se burló ahora de quienes buscaban una singularidad en los tiempos que corrían, una singularidad de fondo, no superficial, claro estaba, como los que hablaban de la crisis total y definitiva de la civilización occidental, je, o del fin de la Historia y otras chorradas por el estilo. No se han agotado las utopías de la izquierda, afirmó, como no se han agotado los viejos discursos de la extrema derecha, ni los desatinos del anarquismo, ni el fantasma del fascismo: siguen a la vista, si uno se fija bien. Triana atajó un bostezo y pensó que el hombre tal vez se imaginaba en esos momentos frente a sus alumnos. Recordó que hubo una etapa en que también él, Triana, creía tener respuestas para todo, en que el mundo le parecía absolutamente diáfano y comprensible, sujeto a leyes inexorables como los de la mecánica clásica. Pero, desde su salida de la Isla, las certezas se habían ido esfumando para dejar solo preguntas en su cabeza. Hasta que se cansó de preguntar, hasta que supo que era una tarea inútil, pues la realidad estaba llena de espejismos y de falsas pistas. Ahora se limitaba a vivir su pequeña vida sin devanarse los sesos, apegándose a un puñado de principios elementales, a unas pocas ideas.

Cuando Rosales terminó su disertación, cerca de las doce de la noche, se puso de pie y anunció que se marchaba. Y salió del bar, asombrosamente derechito, sin tambalearse. El Sapo, en cambio, se veía mal, no cesaba de reír, de repetir lo mismo una y otra vez con la lengua traposa, verás cómo vamos a ganar dinero, socio, ¡va a ser un negociazo de pinga! Triana se alegró de haberse mantenido sobrio, al menos de no haber perdido el dominio sobre su lengua. No soportaba verse haciendo un papelazo en un sitio que visitaba con frecuencia. Por suerte rara vez llegaba a tal estado: su organismo era sabio, se las ingeniaba casi siempre para detenerlo a tiempo.

Logró convencer al Sapo de que era hora de irse a casa. Lo condujo afuera oyendo la misma cantinela del gran negocio que los catapultaría a la riqueza, y lo montó en un taxi. Él, por su parte, no deseaba marcharse aún. La noche era joven todavía. Regresó adentro, pero en vez de dirigirse a su mesa se fue a la barra. Pidió un whisky —de repente había percibido que necesitaba un trago más fuerte— y buscó su imagen en el espejo que cubría la pared frente a él para comprobar que a sus treinta y siete seguía conservando su aire juvenil, su pelo tupido y negro. Temía descubrir un día ese aspecto lamentable que muchos de sus conocidos comenzaban a exhibir después de los cuarenta, los indicios de una calvicie inminente, por ejemplo, como la que ya se vislumbraba en Rosales. Le gustaban los espejos porque no le mentían, reflejaban con fidelidad su imagen. A las fotografías, en cambio, les tenía tirria: mostraban siempre a un tipo que no era él, más viejo, con cara de tarado. ¿Era el rostro que de verdad le veía la gente? Ladeó la cabeza, se alisó un poco el pelo sobre la oreja izquierda, se arregló el cuello de la camisa y advirtió que la trigueña lo miraba a través del espejo con una risita burlona, con una expresión sarcástica que insinuaba: ¡Oh, qué enamorado de sí mismo está Narciso, ja, ja! Las otras dos reían también, aunque con mayor discreción. En circunstancias diferentes, Triana se hubiese turbado, sentido en ridículo, pero, con la buena dosis de alcohol que corría por sus venas, le dio gracia. Le dedicó una sonrisa a la del pelo corto, levantó su vaso como para un brindis y bebió un sorbo. La chica desvió de inmediato la vista mascullando posiblemente un nuevo sarcasmo, alguna jocosidad, y él aprovechó para observarla mejor y constatar su acentuada delgadez, la angulosidad de sus facciones, su nariz huesuda, que no le impedían hallar cierto encanto en ella, un encanto que no sabía ya si era el de sus ojos y su risa o si había algo más.

Triana rara vez tomaba la iniciativa con las mujeres. Sin embargo, en esta ocasión se sintió inspirado y aguardó a que la trigueña estuviera sola. Encontró su oportunidad a los pocos minutos, cuando las otras dos se dirigieron al baño. No le fue difícil entablar conversación: tras unos segundos de perplejidad —al parecer no esperaba ella ser el objeto de atención de ningún hombre mientras se encontrara entre aquellas bellezas rubias que la acompañaban—, la muchacha aceptó la charla de muy buena gana. Se llamaba Pilar y según ella venía a menudo al bar. Nunca te había visto, dijo él. Bueno, nunca hemos coincidido, respondió ella y añadió: No eres de acá, ¿no? Triana demoró en contestar. Bebió un poco de whisky con expresión risueña, juguetona, y negó con la cabeza. ¿De dónde eres?, quiso saber ella. ¿Puerto Rico? Él volvió a negar. ¿Dominicano? Era obvio que intentaba adivinar a tontas y a locas. Cuando al fin Triana se lo dijo, el rostro de la muchacha no dio muestras de asombro. Él pensó que si le hubiera dicho que era taiwanés, noruego o bosquimano no hubiera suscitado una reacción diferente. Bueno, yo tampoco soy de aquí, confesó Pilar. ¿No eres española?, se extrañó él. No soy de Barcelona, quiero decir, ni siquiera de Cataluña. Nací en Mérida, pero me trajeron acá cuando era todavía una chavala. En previsión de que sus amigas retornaran de un momento a otro, él se apresuró a lanzar el anzuelo: le soltó sin más protocolo que le gustaría invitarla a salir al día siguiente. ¿A mí?, exclamó ella. Triana lanzó una mirada en derredor como si buscara a alguien y dijo: No veo a nadie más aquí. La chica se echó a reír por toda respuesta. Sacudía la cabeza y reía. ¿No te gustaría?, insistió él. Sin abandonar su hilaridad, Pilar bebió un sorbo y objetó que era una mujer muy ocupada, demasiado ocupada, tenía que trabajar también los domingos. Él propuso entonces salir el lunes. Ella colocó el vaso sobre la barra y por primera vez lo observó con detenimiento, con ojos escrutadores, mientras su boca permanecía a medio abrir en un mohín calculador. No, el lunes no puede ser tampoco, pero tal vez otro día, lo voy a pensar, dijo y rio de nuevo. En eso regresaron las dos rubias dirigiéndole a la amiga miradas y gestos de maliciosa complicidad. Os presento a un amigo cubano, dijo Pilar.

Durante media hora o más, Triana compartió con las tres ansiando encontrar una oportunidad para llegar a un acuerdo con Pilar. En ese tiempo agregó otro trago sin percatarse de que rebasaba la dosis que toleraba su organismo. Vino a saberlo cuando las chicas anunciaron su retirada y él trató de levantarse para acompañarlas hasta la calle: las piernas le flaquearon y sintió que no tenía pleno dominio de sus movimientos. Por miedo a hacer el ridículo, se quedó sentado. Aguardó una hora más en la barra sin volver a beber, y cuando supo que se hallaba mejor, se marchó del bar. ¡Qué estúpido eres!, se reprochó. ¿Por qué la dejaste ir?

3.

El lunes salió a trabajar antes de la hora acostumbrada. Trabajaba en un pequeño locutorio en El Raval. Le pagaban una miseria, pero no podía esperar otra cosa: el locutorio estaba al borde de la quiebra, a punto del cierre definitivo. Ya casi nadie acudía a esos sitios para llamar por teléfono o conectarse a Internet, pues la gente lo hacía a través del móvil. Los escasos clientes del locutorio eran inmigrantes recién llegados que no hablaban español y no habían podido comprarse un teléfono. Pese a todo, Triana no se lamentaba. Aquel salario, por muy mísero que fuera, le alcanzaba a una persona para cubrir las necesidades básicas. Por otro lado, él era el único empleado, lo cual le permitía mantener una relación amistosa con el dueño, un búlgaro de su misma edad. Se quejaba solo de que Petar —era el nombre del búlgaro— nada hiciera para evitar que el locutorio se fuera a pique o, al menos, para demorar lo más posible su quiebra.

Vio a Petar enfrascado en la revisión de la mercancía —para obtener alguna ganancia extra, aparte de los servicios de telefonía e Internet, el locutorio ofertaba confituras, refrescos, materiales escolares y de oficina—, escuchando la cancioncita bobalicona que salía de su móvil y que a Triana le parecía música de caballitos. El hombre tenía cierto aire rústico, de campesino, que no podía disimular por mucho que se esforzara en vestirse a la moda. No hablaba con nadie, pero con Triana se mostraba más sociable. Procedía de un pueblito remoto de los Balcanes. Curiosamente eso era lo único que Triana conocía de su vida allá, pues Petar jamás se refería a su pasado ni a su familia en Bulgaria. En general se mostraba asaz reservado respecto a todo lo relacionado con su país. Respondía con parquedad y de manera ambigua a las preguntas que le hacía Triana al respecto, o cambiaba de tema. Triana pensaba a ratos que tal vez había algo oscuro en su biografía, algo que no deseaba que se supiera.

Petar corrigió la posición de los paquetes de caramelos en los anaqueles, trajo otro estuche de estilográficas, ordenó los cuadernos escolares. Luego miró el reloj y anunció que ya podían abrir el establecimiento. Triana obedeció sin apurarse, con la sospecha de que sería otro día triste para el locutorio. El día anterior solo habían venido a llamar tres nigerianos y no habían comprado nada, cosa que se estaba repitiendo con inquietante frecuencia. Caían en picada. De seguir así, el locutorio quebraría en cuestión de semanas y él, Triana, iría a engrosar el ilustre ejército de parados, con el consabido efecto dominó sobre todos los pequeños beneficios que aún disfrutaba en la vida. Se lo había insinuado a Petar varias veces, le había sugerido la necesidad de algunos cambios —mejorar el anuncio de la entrada, sustituir los artículos que nadie compraba por otros de mayor demanda, bajar los precios—, pero el búlgaro le restaba importancia a su preocupación asegurándole con su fuerte acento que nada sucedería, que pasarían la crisis sin llegar al fondo, lo vería. Las palabras de Petar no tranquilizaban a Triana, que había visto hundirse a otros en mejor situación. Uno de ellos era el marroquí de La Alfombra Mágica, la tienda vecina. El tipo había conseguido prosperar con una velocidad meteórica antes de despeñarse tan rápido como había subido. Petar no se había alarmado cuando Triana le dio la noticia: se encogió de hombros una vez más y soltó irónico: ¡Era de esperarse, no estamos en los tiempos de Aladino! ¡Nadie necesita alfombras mágicas ya, je! Triana lo miró con la misma ironía diciéndose para sus adentros: ¡Ni locutorios tampoco! No entendía su pasividad, no sabía si era indolencia o la seguridad del comerciante avezado que sabe siempre salir a flote en situaciones difíciles. Quería creer en lo último, pero no lo lograba.

Siempre se preguntaba por qué lo había contratado a él y no a una persona más joven y con experiencia entre los tantos parados que buscaban trabajo. Recordó aquel martes plomizo, frío, cuando llegó a la puerta del locutorio después de semanas de infructuosas entrevistas de trabajo. El local estaba vacío. Las paredes de cristal le conferían apariencia de pecera. Triana releyó un par de veces el anuncio pegado a la puerta antes de llamar. No estaba preparado para otra entrevista en ese momento. Pensaba que solo le fijarían una fecha en el mejor de los casos, pero Petar lo condujo de inmediato hacia una mesa, en una esquina del salón, y comenzó a interrogarlo. Mientras contestaba, Triana se fijó con disimulo en el papel donde el búlgaro había anotado los datos de una veintena de entrevistados, y se desanimó, creyó que era imposible que lo eligieran entre todos aquellos candidatos, probablemente jóvenes competentes y con buena presencia, y se imaginó rechazado de nuevo. Sin embargo, para su sorpresa, al cabo de cuatro o cinco preguntas, el búlgaro se incorporó y le tendió la mano felicitándolo por el empleo. Triana sintió que se le abrían los cielos. Había llegado a España con el compromiso de unirse a los negocios del primo, pero al poco tiempo Leo reinició sus viajes al extranjero para poner al día sus asuntos. Del último de esos viajes no había regresado todavía y no parecía querer regresar. Como su prometido estreno en el negocio fue postergándose, Triana decidió buscarse un empleo.

Dime, ¿ha venido Carmen María por aquí?, preguntó ahora Petar aludiendo a la dueña del inmueble. La mujer había estado viniendo con frecuencia con cualquier pretexto. Lo que quería, según Petar, era comprobar si lo que él le había dicho sobre el locutorio era cierto, a saber, que el negocio marchaba mal, muy mal. Pretendía que el búlgaro le pagara más por el alquiler, renegociar el contrato en su beneficio. No, no ha venido, dijo Triana. Si viene y te pregunta algo, tú no le contestes, le dices que las cosas del locutorio las debe hablar conmigo, ¿está bien? Triana asintió con agrado. No deseaba tener que ver con el asunto. Petar le dio la espalda para volver a revisar la mercancía. Triana se sentía ahora más preocupado con el locutorio: si a la dueña del local se le metía entre ceja y ceja que había que subir el alquiler, a Petar no le quedaría otro remedio que no renovar el contrato el mes próximo, como correspondía, y cerrar el negocio.

Como para traerles un poco de optimismo, un rato después entraron dos mujeres con un niño cada una. Eran paquistaníes. Estuvieron navegando en Internet y luego compraron chucherías para los niños. No se habían marchado todavía cuando llegaron tres marroquíes a hablar por teléfono. Triana tomó aquello como una señal de buen agüero. Y, en efecto, lo fue: tuvieron una mañana excelente y una tarde bastante aceptable. Triana renunció a comentar al respecto por temor a espantar la buena suerte.

Minutos antes de cerrar, Petar recibió una llamada. Contestó en su idioma y se enzarzó en una acalorada discusión que amenazaba con no acabar nunca. Aunque no entendía ni pizca lo que hablaban, Triana temió que Petar pudiera sentirse incómodo con su presencia, y se fue al baño a lavarse las manos y la cara. Empezaba a hacer calor y tenía la piel pegajosa. Se tomó su tiempo en el ritual. Cuando regresó al salón, ya había terminado de hablar. Lucía preocupado, la mirada perdida, como si anduviera lejos, muy lejos, tal vez en los Balcanes. Voy a necesitar un pequeño favor tuyo, le dijo Petar sin abandonar su aire absorto. Triana preguntó con un gesto de qué se trataba. Necesito recoger un paquete y me hace falta que me acompañes a buscarlo, contestó el búlgaro. Bien, accedió Triana. Es ahora mismo, ¿puedes?

El coche se detuvo a dos cuadras de la Plaza de Orfila y, para sorpresa de Triana, Petar le comunicó que no podía ir él a recoger el paquete: Vania, la mujer que debía entregárselo, había sido su novia y el marido era celoso. Ya en una ocasión el tipo la había amenazado con matarla si los veía juntos. ¿Y él no sabe que el paquete es para ti?, preguntó Triana temiendo verse envuelto en una situación embarazosa con el marido. Vania es búlgara como yo, de mí mismo pueblo. Conoce a mi madre y el hombre lo sabe. Sabe también que el paquete me lo envió mi mamá y no se opuso, dijo Petar. Solo le exigió que no fuera yo a buscarlo, que mandara a alguien. Triana se bajó del auto y caminó hacia el edificio que le indicaba su jefe. Se representaba a la exnovia de Petar —caprichos de la imaginación, pues sabía que no eran los rasgos que prevalecían en ese país— como una rubia alta con lindos ojos azules como los de algunas búlgaras que había conocido, pero se encontró a una mujer menuda, de pelo endrino y ojos pequeños y hundidos que le imprimían a su rostro cierto aire de ave rapaz. Por su castellano, casi sin acento extranjero, dedujo que llevaba muchos años en España. La mujer lo analizó con detenimiento antes de invitarlo a pasar y luego le señaló una butaca junto a la ventana. Un hombre emergió desde el fondo del apartamento. Tenía cuerpo de fisiculturista y usaba un pulóver bien apretado y sin mangas, como para exhibir su musculatura. Mostraba un tatuaje en el hombro izquierdo, una araña, o quizás un pulpo. Le dedicó a Triana una mirada poco amistosa, movió la cabeza a modo de saludo y se retiró. Ella se dirigió entonces a buscar el paquete. Cuando estuvo de regreso, se sentó frente a él y sonrió por primera vez. Triana creyó que la mujer se disponía a preguntarle por Petar, y temió hablar lo que no debía, pero por suerte sus únicas palabras fueron: Dígale, por favor, que Natalia está bien. Triana tomó el paquete, pequeño pero pesado, y se preguntó qué habría allí, ¿dinamita?

Regresó intrigado al coche y le transmitió el recado a Petar. Natalia es mi madre, aclaró el búlgaro sin inmutarse, sin reaccionar como hubiese reaccionado cualquier persona normal según Triana al oír noticias de la madre que no ha visto en años. Solo movió la cabeza asintiendo levemente. Son unos libros que pedí, dijo y puso en marcha el coche. Triana se sorprendió: jamás lo había visto con un libro en las manos. Mientras el auto tomaba la Meridiana en dirección al puerto, Triana quiso apearse en el Arco de Triunfo para coger el metro, pero, antes de que fuera a decirlo, Petar propuso pasar un momento por su apartamento para enseñarle algo, después lo dejaría en su casa. Triana aceptó a regañadientes. Estaba deseoso de llegar y acostarse un rato.

Voy a confesarte un secreto, anunció Petar al abrir su puerta. Desde el interior llegó el vaho característico de su piso, un olor penetrante a cebolla rancia y a queso que Triana asociaba a las comidas que consumía. Se sentó en una butaca y esperó a que terminara de ventilar la sala. ¿Qué vas a beber?, le preguntó el búlgaro. Dame un trago de vodka, dijo Triana señalando con un gesto a la botella de Smirnoff que había en la mesa de la cocina. Petar se fue a la cocina y Triana se quedó especulando sobre lo que iba el búlgaro a enseñarle. ¿El contenido del paquete? Seguramente no eran libros, pues Petar nunca leía, que supiera él. ¿Qué sería entonces? ¿Droga? Se erizó al pensarlo, pero rechazó la idea, diciéndose que no sería capaz de ponerlo en riesgo de esa manera sin habérselo advertido antes. Petar regresó con un vaso de vodka en cada mano y con unas cuartillas impresas bajo el brazo. Triana especuló que quizás a Petar le hubieran ofrecido un negocio ventajoso, o hubiera recibido una herencia, pero pronto descubrió que el texto no tenía traza de documento legal ni de nada parecido: las líneas eran de diferente longitud, como si fueran versos. Entrechocaron los vasos y bebieron. A Triana el primer sorbo de vodka le insufló una inesperada alegría. Solo faltaba que el búlgaro agregara algún apetitoso saladito, algo que no fuera el queso apestoso que compraba siempre. Bueno, ¿qué ibas a enseñarme?, lo urgió Triana. ¿Estás listo?, dijo Petar con las pupilas centelleantes y una sonrisa desmesurada, poco habitual en él. ¡Te voy a sorprender!, añadió luego colocando las hojas sobre la mesa. Triana tomó una y le echó una rápida ojeada. En efecto, era un poema, un poema escrito en búlgaro. ¿Un poema?, dijo y quiso saber quién era su autor creyendo que se trataba de algún poeta búlgaro renombrado. Petar le reveló sin sonrojarse, sin el menor titubeo, que el poema era suyo, y también los demás, ochenta en total. ¿Ochenta?, exclamó Triana pensando que bromeaba. ¡A que no te imaginabas eso!, dijo Petar y ensanchó su sonrisa. De verdad, no me lo imaginaba, admitió Triana asombrado, preguntándose cómo se atrevía a escribir sin haber leído nada, y se dijo que ahora sí estaban jodidos, que si a Petar le daba por la poesía el negocio se vendría abajo más rápido de lo esperado. Tuvo deseos de decírselo, un poco en broma y un poco en serio, pero lo vio tan entusiasmado que se cohibió. Dejó que lo tradujera al español y, como esperaba, en la traducción de Petar el poema sonaba fatal, desastroso. Le recordaba sus propios balbuceos en el arte poético durante el primer año de universidad, aquellos versos infames que escribió influenciado por los versos no menos infames de una poeta del parnaso nacional. Por suerte, se dio cuenta a tiempo de su error —más bien de su horror—, de que ese era un camino que le estaba vedado porque carecía totalmente de talento para la poesía. Quiero que me ayudes a traducirlos bien al español, sé que tu olfato literario es bueno. Triana miró a Petar disimulando las ganas de reír. Yo no sé búlgaro, amigo, contestó Triana. Yo los traduzco y tú les das forma en español, dijo Petar. Triana quiso resistirse, pues lo que le proponía el búlgaro equivalía en la práctica a escribir ochenta poemas nuevos, rehacerlos todos. Hay que ser poeta para eso y yo no lo soy, jamás he podido escribir un verso decente, le confesó. No importa, tú los escribes y yo te ayudo con la parte poética. A Triana le dio gracia otra vez y replicó que no se podía hacer lo primero sin lo segundo, sin talento para la poesía. El búlgaro insistió tanto que a Triana no le quedó más remedio que aceptar, pero con la condición de dejarlo para más adelante, pues estaba muy ocupado por esos días con un encargo de su primo. No le dijo cuál era el encargo y, por suerte, el búlgaro no se lo preguntó. Conversaron un rato de poesía. Como no conocía a ningún poeta búlgaro, Triana habló de Lérmontov, Pasternak, Ajmátova, Marina Tsvetáyeva, con la creencia de que esos escritores rusos no serían extraños para un búlgaro aficionado a la poesía, pero no resultó así. Ciertamente Petar era un ser desconcertante.

El domingo por la mañana, Petar lo llamó inesperadamente: iba a realizar un viaje urgente a Bulgaria y debía despachar con él. Le pidió que pasara por su piso, sobre las once. Triana llegó quince minutos antes y lo encontró en la azotea ejercitándose en kickboxing o algo semejante. Golpeaba un saco de arena con la pierna derecha, asestaba cada golpe con todas sus fuerzas al compás de gritos furibundos como si tuviera delante a un enemigo real. Triana había presenciado ya esas sesiones de entrenamiento y siempre le había asombrado que la dueña del edificio se lo permitiera: los golpes y los alaridos se oirían en las cuatro plantas, en cada uno de los apartamentos. Se sentó en un banquito de madera a esperar a que el búlgaro terminara de machacar a patadas a su ficticio adversario. Cuando cesó de patear el saco se acercó a su empleado. ¿Algún problema con la familia?, le preguntó Triana mientras el otro se secaba el sudor con una toalla. Petar demoró unos segundos en contestar. Sí, un problema familiar, contestó un poco abstraído, pero no dio detalles. Bajaron al apartamento. Petar le entregó varias facturas de las últimas mercancías recibidas y otros papeles y luego le explicó cómo manejar ciertos asuntos relacionados con la administración del locutorio, nada que Triana no supiera. Por la manera en que hablaba, daba la impresión de que su estancia en Bulgaria no sería breve. Triana se alarmó al pensar que trabajaría doble en ausencia de Petar: lidiar con papeles y trámites burocráticos que detestaba, además de atender a los clientes. Te invito a almorzar fuera, dijo Petar de pronto con aire ausente al finalizar el despacho.

Era temprano todavía y esa mañana Triana había desayunado bien, pero temió rechazar la invitación, porque quizás formaba parte del protocolo de despacho. Aun cuando el locutorio poseía una plantilla reducidísima solo un cacique y un indio, como le gustaba repetir—, tal vez su jefe no deseara prescindir de los rituales burocráticos de los grandes empresarios. Bien, de acuerdo, aceptó ensayando una sonrisa. El búlgaro anunció que iría a asearse y estaría listo enseguida. Empleó el adverbio literalmente, pues no habían transcurrido ni diez minutos y ya estaba de vuelta, vestido y oliendo a colonia, lo cual indujo a Triana a sospechar que el aseo de Petar había sido una suerte de close-up, del cuello hacia arriba.

El restaurante elegido por Petar era pequeño y tranquilo, especializado en comida china y atendido por chinos auténticos —se percibía por el acento— ataviados con sus trajes tradicionales. Pidieron shop suey y arroz frito. Mientras comían se enzarzaron en una animada charla sobre la comida china, tema que Triana conocía aceptablemente gracias al curso culinario que Maya y él habían pasado en La Habana, en una etapa en que soñaban con montar un pequeño negocio de entrega de comida a domicilio, sueño que terminaría en el más absoluto fracaso como todos los demás. Durante aquel arrebato culinario, que duró más de un año, no logró que le saliera bien ninguno de los platos que intentó preparar —era evidente que no había chinos en su cuadro espiritual—, pero teoría sí aprendió bastante. El conocimiento de Petar no llegaba a tanto, aunque podía de vez en cuando aportar lo suyo, gracias a sus frecuentes visitas a restaurantes chinos.

Pero era obvio que Petar no lo había invitado al restaurante para hablar de comida china, sino por algo que le preocupaba. Lo intuyó al ver que su mirada volvía a oscurecerse, a vagar abstraída de un punto a otro del salón. Renunciaron al postre y pidieron café. Tras el primer sorbo, los ojos del búlgaro dejaron de errar por el salón para fijarse en Triana. Si alguien pregunta por mí, no le digas que estoy en Bulgaria, ¿de acuerdo?, pidió alzando las cejas con expresión expectante, como si la respuesta de Triana fuera vital para él. De acuerdo, respondió Triana dirigiéndole una mirada inquisitiva. Otra cosa, prosiguió Petar, no vayas a darle a nadie el número de mi móvil. Triana sonrió, intrigado con el misterio que formaba su jefe en torno a su viaje. ¿Se había vuelto paranoico? Desde luego que no, no le doy los teléfonos ajenos a nadie, respondió Triana mientras se reclinaba en la silla, y pensó ahora que tal vez Petar se había metido en problemas gordos. Escúchame, necesito otro favor tuyo, dijo ahora mirando a Triana a los ojos. Necesito que me guardes un dinero hasta que yo regrese.

Cuando un rato después, de vuelta en el piso de Petar, Triana contó el dinero que le entregaba el búlgaro —algo más de cincuenta mil euros—, confirmó que en algo bien turbio andaba el hombre. Pero no se atrevió a negarse. A fin de cuentas sería solo por unos días, hasta que Petar retornara.

4.

El sábado por la tarde el Sapo lo llamó para invitarlo al Bar de Lola, pero Triana, que había guardado el dinero de Petar bajo el fondo de su maletín, había decidido no ausentarse mucho del apartamento mientras durara el viaje de su jefe. Roly entonces volvió con la cantinela del carbón, había hecho nuevas averiguaciones y el negocio pintaba cada vez mejor. Insistió en que Triana se le uniera, en que juntos ganarían mucho dinero. Hablaron un rato del asunto hasta que Triana se aburrió de oír lo mismo y le dijo, más bien para quitárselo de encima: Mejor lo conversamos otro día, brother, eso es bastante complicado, no como tú piensas. Cuando ya se despedían, el Sapo recordó que Dalma le mandaba saludos. Triana demoró en deducir que se refería a la rumana de la fiesta. Era posible que ella no le hubiera dicho su nombre, quizás porque no le interesaba que lo sucedido entre ambos la noche de la fiesta fuera más allá. Por eso se asombró del inesperado mensaje. ¿Dalma?, exclamó fingiendo no darse cuenta aún de quién se trataba. Dalma, sí, no te hagas el bobo, le respondió el Sapo con una risita pícara, quiere que la llames. Triana se asombró más todavía. Sospechaba, incluso, que, dado el estado en que ella se había hallado aquella noche, no sabría con quién había tenido sexo. No me dio su teléfono, dijo Triana. Yo te lo doy, ¿la vas a llamar?, insistió el otro, y a Triana le pareció que ocultaba alguna razón para hacer de alcahueta en ese caso. No le constaba que Dalma fuera tan amiga de Roly. ¿Lo era acaso? Se lo preguntó y Roly le contestó que se trataba de la amiga de una amiga, Jimena, la gordita de los piercings. Triana conocía a Jimena, sabía que el Sapo y ella eran buenos amigos. Había sido la nota cómica de la fiesta: no había dejado de tragar en toda la noche. Al final había arramblado con los bocaditos y las croquetas que sobraron. Triana anotó el teléfono pensando en la escena del baño, súbitamente ilusionado con la posibilidad de un remake, esta vez en un ambiente más apropiado que el anterior.

Al día siguiente a Triana se le presentó el pretexto que necesitaba para llamar a la rumana. Montse se había sentado con él esa tarde para confesarle que sabía lo de Leo. Odiseo no va a regresar a Ítaca, aseguró, Penélope solo ha estado esperando a que el propio Odiseo se lo diga, ha esperado suficiente tiempo, pero, en virtud de que no lo ha hecho aún y de que no hay señales de que lo hará ya, ella ha decidido no esperarlo más y aceptar la invitación de uno de sus pretendientes. Un amigo me ha invitado a cenar, pero por tratarse de la primera vez preferiría que me acompañara otra pareja. ¿Puedes invitar a alguna chica mañana a salir con nosotros? Triana se excusó diciendo que no tenía a quién invitar. Montse le restó importancia al detalle. Yo me encargo de resolverlo, dijo. Triana quiso saber por qué no quería ir sola con el hombre. ¿Le cogiste miedo? Montse sonrió. No es miedo, sino precaución, precisó. Esta es una cita exploratoria y no estoy segura de que él llegue a gustarme, así que, en caso de que yo no desee aceptar una segunda cita, lo mejor será que todo quede en un encuentro amistoso. Triana no le creyó, no le veía sentido a aquello. Sospechaba que la razón era otra: Montse seguramente deseaba enviarle un mensaje a Leo, decirle que también a ella le iba bien la vida. Y él, Triana, sería el mensajero. No le gustó su papel en aquella trama novelesca, pero la gratitud que le debía a Montse no le permitió rehusar. De acuerdo, cuenta conmigo, aceptó finalmente acordándose de la rumana y pensó que ese podría ser un argumento propicio para llamarla. Dime, ¿te gustan los mariscos?, preguntó Montse. Uno de mis platos favoritos, contestó él esforzándose por imprimir a sus palabras el tono entusiasta que semejante exquisitez exigía. Pues es la especialidad del sitio al que mi amigo quiere invitarme.

Para poder ir tranquilo al restaurante, Triana se dijo que debía poner el dinero de Petar en un lugar seguro. Decidió entonces alquilar una caja fuerte en su banco, no lejos del locutorio. Libre ya de esa preocupación, llamó a Dalma, quien se mostró enseguida encantada con la invitación.

La rumana acudió a la cita con un vestido rosado bastante corto, muy escotado y provocador. No era alta como él había creído la noche de la fiesta. ¿Había sido una ilusión óptica o había llevado tacones aquel día? De cualquier forma no estaba mal, habría que ver ahora si no era tonta. Esperaron a Montse y su amigo en la esquina, frente a la clínica para mascotas, como habían convenido. Estos llegaron al rato en un Peugeot reluciente de color azul, un 308 sedán. Era el coche del amigo de Montse, un hombre de cuarenta y tantos, unos diez años más que ella. Se llamaba Antonio Broggi y era ejecutivo de una empresa de conservas. Desde el primer momento a Triana no le cayó bien. Le pareció un poco arrogante y remilgado. En el transcurso del viaje Triana no consiguió iniciar una conversación en regla: los escasos intentos que hizo —alusiones al calor, al tráfico y a otras fruslerías— le arrancaban solo breves frases a Broggi y algún que otro gesto de aprobación. La rumana, por su parte, no abría la boca, miraba a uno y otro con una sonrisa invariable. Triana auguró una noche fallida, y lo sintió por Montse, la más interesada en que todo saliera bien.



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