Cielos de Córdoba - Federico Falco - E-Book

Cielos de Córdoba E-Book

Federico Falco

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Alcira se asió de las orejas de Perón y en puntas de pie, descalza sobre la silla, acercó su cara al mentón de bronce. Pareció olerlo. Sus labios rozaron apenas una de las mejillas frías y se corrieron hasta encontrar la boca. Alcira posó sus labios sobre los labios de Perón y lo besó. Se quedó un instante ahí, muy quieta, la respiración suspendida. Después, retiró un poco la cabeza hacia atrás. Sobre los labios apretados de Perón había quedado un pequeño rastro de saliva, que brillaba en la luz. Cada día, cuando sale de la escuela, Tino se va directo al hospital. Allí lo espera su madre, gravemente enferma. A veces pasan la tarde juntos; otras, Tino aprovecha para visitar a algunos enfermos con los que fue entablando amistad, como Alcira, fanática del programa de radio de Alfredo Dilena. Ya de regreso a su casa, hay días en que le gusta volver caminando por la orilla del río; otros, prefiere seguir por el borde de la ruta. Hasta que un mediodía escucha que alguien lo llama: "¿Vas al río?", le pregunta Omar, un compañero de la escuela. En Cielos de Córdoba, su primera novela, Federico Falco indaga en ese tiempo transitorio que conduce de la niñez a la adolescencia, a veces imperceptiblemente, otras con toda la furia y la ansiedad del despertar del deseo, y lo hace con el estilo depurado y contundente que lo llevó a ser una de las voces más singulares de la literatura latinoamericana de los últimos tiempos.

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CIELOS DE CÓRDOBA

FEDERICO FALCO

Alcira se asió de las orejas de Perón y en puntas de pie, descalza sobre la silla, acercó su cara al mentón de bronce. Pareció olerlo. Sus labios rozaron apenas una de las mejillas frías y se corrieron hasta encontrar la boca. Alcira posó sus labios sobre los labios de Perón y lo besó. Se quedó un instante ahí, muy quieta, la respiración suspendida. Después, retiró un poco la cabeza hacia atrás. Sobre los labios apretados de Perón había quedado un pequeño rastro de saliva, que brillaba en la luz.

Cada día, cuando sale de la escuela, Tino se va directo al hospital. Allí lo espera su madre, gravemente enferma. A veces pasan la tarde juntos; otras, Tino aprovecha para visitar a algunos enfermos con los que fue entablando amistad, como Alcira, fanática del programa de radio de Alfredo Dilena. Ya de regreso a su casa, hay días en que le gusta volver caminando por la orilla del río; otros, prefiere seguir por el borde de la ruta. Hasta que un mediodía escucha que alguien lo llama: “¿Vas al río?”, le pregunta Omar, un compañero de la escuela.

En Cielos de Córdoba, su primera novela, Federico Falco indaga en ese tiempo transitorio que conduce de la niñez a la adolescencia, a veces imperceptiblemente, otras con toda la furia y la ansiedad del despertar del deseo, y lo hace con el estilo depurado y contundente que lo llevó a ser una de las voces más singulares de la literatura latinoamericana de los últimos tiempos.

Cielos de Córdoba

FEDERICO FALCO

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaIIIIIIIVVVIVIISobre el autorPágina de legalesCréditos

I

Vení, lo llamó su mamá desde la cama.

Tino, que salía de la habitación, se detuvo. La enfermera buscaba algo entre los frascos de la mesita de luz y también levantó la cabeza.

Cuidalo a tu papá, dijo la mamá de Tino.

Sí, contestó él y se despidió con un beso.

La enfermera se quedó mirándolo.

Tan chiquito y tan responsable, dijo. ¿Cuántos años tiene?

Once, respondió la madre y sonrió. En marzo cumple los doce.

 

 

Tino caminó hasta el fondo de la galería, dobló y se internó en uno de los pasillos del hospital. Una red de tubos y cañerías oxidadas recorría los techos. Algunas brotaban de las paredes y se unían al flujo principal y otras se desviaban para dirigirse a recovecos más estrechos o a las salas de terapia intensiva, o de rayos. Adentro del hospital, Tino se guiaba por las cañerías. Podía rastrearlas a todas y saber exactamente de dónde provenían y en qué lugar terminaban. Ahora seguía una cañería de agua que llevaba hacia la salida de proveedores y el camino de servicio, a un costado del parque, lejos de la entrada grande. Tino no quería atravesar el pueblo por la calle del centro en la hora pico del atardecer.

La cañería hacía una ele y Tino pasó frente a la sala de partos. Del otro lado de la puerta de doble hoja se escuchaban los gritos de un bebé. En la sala de espera, una de las abuelas del recién nacido explicaba los detalles, la hora exacta, cuándo comenzaron y cuánto habían durado las contracciones, el peso y el sexo de su nuevo nieto, cómo se iba a llamar, a quién se parecía. Tres nenas la oían con atención, se comían las uñas y daban saltitos.

Un poco más allá estaba la entrada a la sala general de mujeres. Era una habitación larga, con dos filas de camas y un corredor al medio. Junto a cada cama había un armario de metal pintado de amarillo limón y, cada tres camas, una ventana alta un poco desvencijada. Una enfermera le señaló a Tino su reloj pulsera: ya se terminaba la hora de visitas.

Alcira escuchaba la radio sentada en su cama, con las piernas juntas y las rodillas tocándose entre sí. Le habían puesto el batón azul y tenía el pelo húmedo y recién peinado con una raya; un par de invisibles le sostenían el flequillo. Alcira era ciega y hacía años que vivía en el hospital.

¿Qué hacés?, la saludó Tino, alargando la mano.

Alfredo Dilena, el señor del tango, dijo Alcira, y señaló la radio. Seguía el sonido con la cabeza ladeada y la oreja derecha muy cerca del parlante.

¿El que canta?, preguntó Tino.

No, es el programa de Alfredo Dilena. El que canta es Huguito del Carril.

¿Y ese quién es?

El que escribió la marcha peronista. Murió ya.

¿Perón?

Huguito, chistoso, dijo Alcira y se abrazó más a la radio.

Contame cómo te quedaste ciega, pidió Tino.

No, hoy no tengo ganas. Hace mucho que no venís.

Sí vine, pero un ratito nomás, a traerle cosas a mi mamá.

Te olvidaste de la Alcira.

No me olvidé, pero no tuve tiempo de pasar a verte.

Alcira no respondió. Durante unos instantes no se escuchó otra cosa más que la voz de Hugo del Carril cantando Percal a un volumen mínimo y el murmullo de una viejita loca que siempre hablaba sola, en una de las últimas camas.

Te cortaron el pelo, dijo Tino.

A la Emilia, la enfermera grandota, le parece que corto aguanta más. Así me tiene que bañar una sola vez a la semana. Si era por mí, yo quería que me lo dejaran crecer para hacerme el rodete, pero la Emilia no me deja. ¿Tu mamá cómo está?

Bien, igual que siempre.

¿Y la escuela?

Falta poco, ya terminan las clases.

¿Cómo te ha ido?

Regular, qué sé yo. Dale, contame cómo te quedaste ciega.

No, otra vez. Yo no sé qué le anda pasando al Alfredo Dilena, hace unos días que no va al programa. Han puesto a otro locutor, pero no me gusta. No tiene buena voz, es más finita y pronuncia mal. No se le entiende nada.

Estará enfermo. Ya va a volver.

¿Enfermo? ¿Por qué no averiguás? Preguntale al doctor Rodríguez, vos que andás siempre con él.

Qué va a saber Rodríguez.

Preguntá en el pueblo entonces, alguno lo debe conocer.

En el pueblo nadie escucha Radio Río Cuarto. No tienen idea de quién es Alfredo Dilena.

¿En el diario no habrá salido? Seguro que tu papá lee el diario, a lo mejor lo vio.

A Alfredo Dilena no lo conoce nadie.

¡Cómo que no lo conoce nadie! ¡Cómo que no lo conoce nadie! Yo lo conozco. Lo escucho todos los días. Alfredo Dilena, el varón del tango.

Ah sí, ¿y cómo es, a ver?, ya que lo conocés tanto.

No sé cómo es, capaz que sea alto y seguro que es morocho.

¿Y peronista?

Sí, y capaz que sea peronista también. A vos qué te importa, mocoso de mierda.

Alcira apagó la radio y la dejó sobre el armario. Se acostó en la cama, alisó con sus manos flacas el batón azul y se acomodó el flequillo.

No te enojés, dijo Tino en voz baja.

Ahora ya está, ya estoy enojada, contestó Alcira, sin moverse. El cuerpo derecho sobre la cama, las manos a los costados.

Me tengo que ir, dijo Tino y se incorporó. Se acercó a Alcira y le dio un beso en la mejilla. Alcira no se movió.

Te quiero mucho, Alcira, otro día te traigo un regalo.

¿Un regalo?, Alcira levantó la cabeza. Los ojos blancos se movieron rápidos, como buscando. Traeme chocolates, dijo.

Te traigo chocolates.

De los que tienen pasas de uva.

Trato hecho, contestó Tino.

Y nunca deshecho, dijo Alcira.

 

 

Las galerías del hospital eran altas y de pisos rojos muy pulidos. Las puertas de las habitaciones estaban entornadas, guardaban oscuridad y silencio para los enfermos. De tanto en tanto, de alguna salía un médico con un estetoscopio al cuello o parientes de los internados que llevaban bolsas con agua mineral, caramelos, el tejido, una revista. La galería balconeaba sobre un parque lleno de árboles viejos y descuidados, atrás aparecían enseguida las sierras amarronadas, que subían rápido y tapaban el sol.

Tino caminaba por la galería fresca cuando una enfermera abrió una de las puertas y le dejó entrever el interior de la habitación. En la cama había una chica rubia. La enfermera se alejó y la puerta quedó a medio cerrar. La luz era tenue y la chica tenía los ojos demasiado grandes para su cara: casi no había espacio entre las cejas. Aunque la habían peinado con hebillas, algunos tirabuzones de un solo cabello se escapaban y brillaban en la luz, encrespados y resecos. No había nadie en la habitación, solo la cama, el ropero de lata amarilla y una silla. Junto a la ventana, en otra silla, una pila de ropa doblada. Tino dio un paso y empujó la puerta, que hizo ruido, pero la niña no se movió. Tenía la cara hinchada y una mano apoyada en la mejilla derecha. Los dedos eran largos y extraños, se crispaban hacia adentro como las patitas de una araña muerta. Tino dio otro paso. Desde la galería le llegaron unas voces. Se acercaban dos médicos que discutían en voz baja. Tino salió de la habitación y se alejó caminando muy derecho. En el pasillo, se cruzó con la enfermera que regresaba con una palangana llena de agua jabonosa entre las manos. Tino llegó al final de la galería, giró sobre sí mismo y volvió sobre sus pasos. La enfermera se movía alrededor de la cama de la chica de ojos grandes, en la penumbra suave de la habitación. En la galería vacía se oía el zumbar de los moscardones y, un poco más allá, entre los árboles del parque, una chicharra. Tino espió por la puerta entornada. La enfermera lavaba con la esponja el cuerpo de la chica de ojos grandes, que estaba quieta y desnuda sobre la cama. La enfermera trabajaba en silencio, pero con energía. Tino se retiró de la puerta y se sentó en el piso. Oía a la enfermera moverse en la habitación y a sus zapatillas de goma rechinar sobre el suelo. Junto a él, en una de las baldosas rojas y pulidas de la galería, vio una hormiga negra. Miró alrededor, pero no había otras, era una hormiga solitaria. Cargaba sobre sí misma un pelo en forma de media luna. Tino acercó despacio las yemas de sus dedos y lo tomó. Enseguida se dio cuenta de que era una pestaña. La hormiga se levantó por los aires, sin intenciones de soltar su carga, pero Tino sacudió la mano y la hormiga cayó sobre las baldosas con los tres pares de patas hacia arriba. Tino la aplastó con el pie. Después sostuvo la pestaña entre las yemas de sus dedos. Era una pestaña rubia. Uno de sus extremos se adelgazaba al final. El otro extremo terminaba en un punto bulboso y más claro. Tino dejó la pestaña apoyada en la yema de su dedo índice y la cubrió con la yema del dedo índice de su otra mano. Apretó las dos yemas muy fuerte, cerró los ojos y pidió dos deseos, uno por la mano izquierda y otro por la derecha. Separó los dedos unidos y abrió los ojos. La pestaña había quedado adherida a la yema del dedo de su mano izquierda. Tino sonrió.

 

 

La enfermera se sorprendió al verlo sentado junto a la puerta.

¿Sos amigo de Mónica?, le preguntó.