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¿Le arrebataría el corazón y la tierra? Debido a una escritura de doscientos años de antigüedad, Shea Hardin, encargada de un rancho de Texas, debía casarse con el rico propietario de la tierra, Alec Morreston, para salvar su hogar. Accedió y juró que aquel matrimonio lo sería solo sobre el papel. Pero había subestimado a aquel hombre. Una mirada al cortés multimillonario bastó para que Shea supiera que mantenerse alejada de la cama de Alec iba a ser el mayor reto de su vida. Sus labios ávidos y sus expertas caricias podían sellar el trato y su destino.
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Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2015
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Sarah Cannon
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cláusula de amor, n.º 2047 - junio 2015
Título original: Terms of a Texas Marriage
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin
Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6282-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Shea Hardin tuvo que admitir que el hombre no parecía el diablo. No le salían cuernos del cabello caoba grueso y bien peinado a Alec Morreston, aunque sí le caían unos cuantos mechones desafiantes sobre la frente. La boca grande y los labios bien definidos no gruñían, y los dientes blancos y perfectos que había visto brevemente en la sonrisa forzada al presentarse no tenían colmillos. De hecho, las facciones esculpidas de su rostro eran muy bellas, pero la ausencia de cualquier emoción aparte de la fría indiferencia las reducían a meramente tolerables. Shea había sentido su mirada varias veces desde que entró en la sala de conferencias situada al lado del despacho del abogado. No le hizo falta mirar en su dirección para saber que la observaba en silencio, grabando sus primeras impresiones, evaluando sus habilidades, sopesando sus fuerzas, alerta a cualquier atisbo de debilidad.
El instinto femenino le decía que su mirada no se reducía a su habilidad para manejar la situación. También estaba al tanto de cada curva de su cuerpo, atento a su respiración, observando cada uno de sus movimientos. Era una valoración cándida y sincera de sus atributos femeninos sin ningún esfuerzo por ocultar su interés. La intuición le dijo que era un hombre que sabía lo que necesitaba una mujer y sabía exactamente cómo dárselo. Su sutil arrogancia era a la vez insultante y encantadora. Shea intentó tragar saliva, pero se le había secado la boca. Decidió aparentar que no se sentía afectada por aquel hombre, así que cruzó las piernas, se retiró el pelo de la cara y clavó la vista en el antiguo reloj de pared. Pero a pesar de su determinación de ignorarle, no podía negar el calor que le irradiaba por todo el cuerpo, inflamándole los sentidos, alimentando el deseo que no quería sentir en la parte inferior del vientre.
Agarró un lápiz y garabateó en el libro de notas. Estaba actuando como una adolescente enamorada. ¿Cómo era posible que sintiera alguna atracción por aquel hombre, cuyo camino en la vida era destruir el pasado, derribar los preciados restos de eras anteriores y reemplazarlos por acero y frío cristal? Y encima quería su rancho. La respuesta traicionera de su cuerpo la irritaba.
–Si todo el mundo está preparado, sugiero que empecemos –dijo Ben Rucker, su abogado y amigo de la familia. Encendió una pequeña grabadora y la puso en la mesa, entre los papeles y los documentos legales–. Hoy es veintiséis de abril. El propósito de esta reunión es tratar el asunto del arrendamiento relacionado con la casa y la tierra ocupadas actualmente por Shea Hardin. Están presentes Alec Morreston, dueño de la propiedad; su abogado, Thomas Long; Shea Hardin; y yo, Ben Rucker, consejero legal de la señorita Hardin.
Shea sonrió a Ben. Sus cansados pero astutos ojos grises reflejaban la preocupación que sentía por la situación.
–A principios del siglo XIX, William Alec Morreston adquirió cinco mil ciento veinte acres de tierra que recorren el límite más al oeste en lo que ahora es el bosque nacional y la reserva natural del condado de Calico, en Texas. Aquel mismo año un poco más tarde, traspasó la parcela entera a una viuda, Mary Josephine Hardin. Desde entonces, los descendientes de Mary Hardin han seguido viviendo en esa tierra, hoy registrada como el Rancho Bar H –Ben agarró las gafas, se las puso en la nariz y sacó su copia del documento original–. Más que una compra, este traspaso de tierra se llevó a cabo de un modo similar a lo que hoy conocemos como un arrendamiento –miró por encima de las gafas–. Creo que todos tienen una copia del documento original, ¿verdad?
Todos asintieron y él continuó.
–Se habrán fijado en que el acuerdo era por noventa y nueve años con opción de renovación. El primer arrendamiento fue renovado por Cyrus Hardin, bisabuelo de Shea. El segundo, actualmente en curso, caduca a finales de este mes. Dentro de cinco días. La señorita Hardin quiere mantener la posesión de la propiedad. El señor Morreston ha indicado su deseo de reclamarla para su propio uso. Esto solo puede darse si la señorita Hardin no cumple con todos los requerimientos de renovación para finales de mes.
Shea miró a Alec Morreston y se encontró una vez más con la intensidad de su mirada. Emanaba de él una poderosa energía, toda su fuerza estaba enfocada directamente en ella. Shea tragó saliva y apartó la vista, ignorando la creciente agitación de su pulso.
–No hemos inspeccionado la casa y las construcciones exteriores –afirmó el señor Long sin preámbulo–. Pero parece que todo está en condiciones satisfactorias. Reconocemos que todas las estipulaciones relacionadas con la condición de la propiedad se han cumplido.
Shea cerró los ojos y sintió una oleada de alivio. Alzó la mano hacia Ben y le apretó el brazo. Luego miró al señor Long y a Alec Morreston. Agradeció que hubieran sido sinceros con lo que habían visto, consiguió incluso dirigirles una sonrisa tensa de agradecimiento. Alec inclinó la cabeza como si fuera a decir «de nada», pero Shea no pudo evitar fijarse en que alzó una ceja, como si supiera algo que ella no sabía. Miró entonces a Ben. No sonreía, y no parecía compartir su sensación de alivio. Nadie apagó la grabadora. Nadie se puso de pie.
–Aparte de la condición de la propiedad –dijo Ben, que seguía sin mirarla–, parece que los antepasados de la señorita Hardin y del señor Morreston consideraron necesario añadir lo que podría describirse como una cláusula personal.
–¿Cláusula personal? –Shea frunció el ceño y empezó a pasar las páginas del documento.
–En la página cuatro, más a o menos a la mitad –Ben se quitó las gafas y las dejó sobre el papel, como si recordara las palabras de memoria. Habló con voz tranquila y pausada–. Afirma que además del mantenimiento, si la renovación del arrendamiento recae sobre una mujer, esta debe estar legalmente casada antes de la expiración de dicho arrendamiento.
Shea alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente a Ben.
–¿Qué? –preguntó boquiabierta. Frunció el ceño sin entender nada y sin querer creer las implicaciones de lo que acababa de escuchar.
–También estipula –Ben se volvió a poner las gafas y alzó la barbilla– que si la arrendataria no tiene marido ni prometido, el miembro soltero de más edad de la familia Morreston se unirá a ella en matrimonio, legal y espiritualmente, y que vivirán como marido y mujer por un periodo no inferior a un año para asegurar la protección de la mujer ante cualquier peligro, ayudarla con las tareas del rancho y asegurarse de que es tratada con justa consideración. El incumplimiento de alguna de las dos partes de estos términos resultará en la pérdida de la propiedad en aras del otro. Si las dos partes principales contraen matrimonio, dicho matrimonio podrá terminar al final de un año, y en ese momento la tierra pasará a manos de la familia Hardin por otro periodo de noventa y nueve años de duración.
Ben se recostó en la silla y arrojó los documentos sobre la mesa.
–No se puede por menos que admirar la caballerosidad de la familia Morreston.
El silencio llenó a un instante la estancia.
–Supongo que las familias estaban muy unidas, Shea –continuó Ben–, y esta era su manera de garantizar la seguridad de una mujer sola y a cargo del rancho cuando el arrendamiento expirara. Como sabes, este era un mundo de hombres y una mujer sola no tenía muchas oportunidades.
–Pero... –Shea se inclinó hacia delante, colocó los codos en la mesa para apoyarse y se frotó las sienes con los dedos–, ¿me estás diciendo que el arrendamiento no puede renovarse porque soy una mujer soltera?
–Si me permite, señora Hardin –intervino Thomas Long–, lo que viene a decir en términos sencillos es que para renovar el arrendamiento tiene que estar casada o acceder a casarse con Alec dentro de los próximos cinco días y seguir casada con él al menos un año. Si no está de acuerdo, el arrendamiento se cancela. Si Alec no está de acuerdo con ese matrimonio en caso de que usted escoja esa opción, el arrendamiento se renovará.
Shea fue incapaz de hablar durante unos segundos. Mantuvo la mirada fija en el señor Long mientras trataba de encontrarle sentido a sus palabras. Estaba estupefacta.
–Tiene que ser una broma. Esto es una broma de mal gusto. Esto es arcaico.
Aunque trató de mantenerse calmada, cada vez se sentía más insegura.
–Esto no puede ser legal –miró a Ben, que estaba sentado en silencio–. ¿Lo es?
Ben vaciló unos segundos, como si estuviera tratando de formular la respuesta.
–Por lo que he podido saber, el dueño de la propiedad podía incluir en el acuerdo cualquier cláusula, requerimiento o restricción que existiera y que tuviera cabida en las leyes de aquel momento. En cuanto a si es vinculante bajo las leyes actuales, podría no serlo.
Shea sintió renacer la esperanza.
–Pero el problema es que si demandamos para que se retire esta cláusula, el tribunal podría declarar nulo el contrato entero, en cuyo caso el señor Morreston no tendría absolutamente ninguna obligación de renovar el arrendamiento –Ben alzó las manos en gesto de impotencia.
Shea se reclinó en la silla y miró por la ventana. ¿Cómo era posible que un día primaveral tan bonito se volviera de pronto tan feo y oscuro? Clavó la mirada en Alec Morreston.
–Usted estaba al tanto de esto, ¿verdad?
–Sí –respondió él con tono grave y ronco–. Thomas lo descubrió y me avisó hace un par de meses. Tal vez quieras preguntarle a tu abogado por qué no te informó. Ya que estaba al tanto de tu estado civil de soltera, podría habernos ahorrado tiempo a todos.
Shea dirigió la mirada hacia Ben, que se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
–Lo siento, cariño. Creí que el señor Morreston se tomaría esa cláusula como una extravagancia. Nunca se me ocurrió pensar que la usaría en su provecho para intentar reclamar la posesión de la tierra.
–No me lo puedo creer –murmuró Shea–. ¿Estás diciendo que tengo que tomarme esta... locura en serio? ¿Que voy a perder mi hogar, mi rancho, todo por lo que mi padre y su padre antes que él trabajaron porque no estoy casada y no me casaré con él?
Su tono de voz pintaba claramente a ese «él» como alguien desagradable y malvado. A pesar de su carisma sexual, la conciencia de Shea le decía que Alec Morreston no era más que un oportunista de sangre fría.
–Su pérdida se ha tomado en consideración, señorita Hardin –Alec ignoró deliberadamente su arrebato. Su voz calmada resonó en medio del silencio que se había apoderado de la sala–. Estoy dispuesto a reembolsarle el dinero de las estructuras de la propiedad, incluida la casa, y también a compensarle por los ingresos de un año del rancho. Y, por supuesto, los beneficios de la venta del ganado y del equipamiento serán para usted si prefiere venderlo en lugar de recolocarlo.
Shea le miró con miedo a hablar por temor a que le saliera el torrente de furia que tenía dentro.
–Además –continuó Morreston–, estoy dispuesto a darle tiempo suficiente para que encuentre otra residencia. Entendemos que el proceso de recolocación será superior a los sesenta días estándar.
–Alec le está haciendo una oferta muy generosa, señorita Hardin –añadió Thomas Long, como si se sintiera obligado a señalarlo.
Shea ignoró al abogado y se centró en la fuente de aquella locura, en la encarnación del diablo. Recostado con naturalidad en la silla, parecía relajado y completamente indiferente a lo que para Shea suponía el final de su vida. Sus principios básicos, su educación, sus sueños de futuro, el orgullo de su familia... todo descansaba entre los confines del rancho. No podía imaginar su vida sin él.
–¿Por qué hace esto? –tenía la voz firme, pero el corazón le latía a toda prisa y tenía un nudo en el estómago.
–No es nada personal, señorita Hardin –Alec ladeó la cabeza y le recorrió el rostro con la mirada.Es una cuestión de negocios.
–¿De veras? –le retó Shea–. ¿Para usted es un negocio destruir la vida de una persona? Debe creer que va a ganar una pequeña fortuna con este acuerdo.
–Siempre cabe esa posibilidad –admitió él encogiéndose de hombros.
–Tengo curiosidad. ¿En qué va a consistir? ¿Un rancho de amigos para sus colegas de la ciudad o una posada barata que se vendrá abajo en diez años?
–No creo que los futuros planes que tenga Alec para el terreno tengan que tratarse en este...
–Es una buena tierra y está en lugar perfecto –respondió Alec interrumpiendo a su abogado–. Ha llegado el momento de sacarle partido.
No apartó los ojos de su cara, tenía un tono duro y frío. Shea no pudo evitar preguntarse si tendrían aquella reunión de estar su padre vivo. Pero el sentido común le dijo que Morreston quería la tierra y habría encontrado otros motivos para declinar la renovación. Aquella pequeña «cláusula personal» le venía como anillo al dedo.
–Podría usted omitir la cláusula y renovar el arrendamiento.
–Podría –admitió él abiertamente–. Pero no lo haré.
Shea observó en silencio las duras y cinceladas facciones de su rostro.
–Entonces no hay nada más que decir, ¿verdad? –se puso de pie, recogió los papeles y los guardó en una carpeta. No se arrastraría delante de ningún hombre, y menos de un arrogante de Nueva York. Además, no serviría para nada.
–Ben –Shea apretó los labios para evitar que le temblaran–. Supongo que te pondrás en contacto conmigo para decirme lo que hay que hacer –al ver que el hombre asentía, le sonrió con tirantez y salió de la sala.
Se las arregló para no dar un portazo. Pero cuando llegó a la calle las lágrimas de frustración y rabia le nublaban la vista. Había enterrado a su padre hacía siete meses. Y ahora se había enterado de que iba a perder también su casa. Tragó saliva para calmar la abrumadora sensación de pánico. El rancho era su refugio, su pasado y su futuro. Su padre se lo había encomendado para que cuidara de él y ella le había prometido en sus momentos finales que sus esfuerzos y los de todos los Hardin anteriores no serían en balde. Ella era la última, la única que quedaba, la que conservaría el legado de los Hardin. Doscientos años de lucha y sacrificio, de fuerza inquebrantable, valentía y decisión para conseguir una mejor vida en aquel pequeño trozo de tierra, y ahora el futuro descansaba únicamente sobre sus hombros. El peso resultaba abrumador.
Shea se colocó detrás del volante de su vieja camioneta. Su padre siempre decía de ella que era una mujer obstinada que nunca admitía la derrota. No tenía intención de rendirse tan pronto ante aquel arrogante malnacido. Ben había dicho que debía casarse antes de que expirara el contrato. No había dicho que tuviera que casarse con Alec Morreston, como había dado a entender su abogado. En algún lugar habría un hombre dispuesto a casarse con ella durante un año conforme a un acuerdo meramente profesional. Iba a encontrarlo.
Alec y Thomas recogieron sus respectivos documentos y se prepararon para salir del despacho de Ben Rucker. Alec tenía que admitir que estaba impresionado con Shea Hardin. Estaba enfadada, pero eso era comprensible. Las palabras que dijo a su abogado justo antes de marcharse indicaban que aceptaba la situación. Pero, ¿se habría rendido de verdad? El éxito de Alec en los negocios se debía en gran parte a seguir su instinto. En sus treinta y seis años, ese instinto no le había fallado casi nunca. Y en aquel momento le gritaba que Shea Hardin no había reconocido la derrota. Con su sedoso cabello rubio y los vaqueros ajustados que le marcaban la estrecha cintura y las femeninas curvas, era un peligro mayor. Si a aquello se añadían las delicadas facciones del rostro y los increíbles ojos azules, el problema se convertía en mayúsculo.
Shea Hardin no tendría dificultad en encontrar a algún hombre que quisiera casarse con ella durante un año. Tenía cinco días para conseguirlo. Si lo lograba, Alec tendría que decirle adiós a aquel proyecto. Lamentaba que tuviera que hacerse de aquel modo, que aquella joven tuviera que dejar su casa. Había sentido una incómoda punzada de arrepentimiento antes incluso de que su abogado la informara de la situación.
Dejó la carpeta dentro del maletín y lo cerró con gesto contrito. Arrepentimiento no era lo único que había experimentado. No recordaba que su libido hubiera reaccionado nunca con la velocidad e intensidad que lo había hecho ante Shea Hardin. La intuición le hizo saber que el sexo con ella sería apasionado e intenso. Una oleada de rabia se apoderó de él ante la idea de que se casara con otro hombre.
–Thomas –dijo cuando llegaron al vehículo–, déjame en la agencia de alquiler de coches, conduce hasta Dallas, de ahí al aeropuerto y vuela a Boston. Reúnete con Rolston por la mañana para ultimar los planos para la construcción de este nuevo hotel. Ya sabes lo que necesitamos. Consigue que se firmen los contratos y te veré en Nueva York dentro de un par de días.
–¿Te vas a quedar aquí? –Thomas alzó las cejas en gesto de sorpresa.
–Sí. Tengo la sensación de que la señorita Hardin no se va a dar por vencida tan fácilmente.
Thomas abrió la puerta del coche y dejó la chaqueta del traje dentro.
–Alec, no te sientas mal por la situación de esa mujer. Le has ofrecido un montón de dinero cuando no tenías por qué y le has dado muchísimo tiempo para encontrar otra cosa. Qué diablos, la tierra es tuya.
–Sí, me quedaré aquí solo un par de días. Llamaré esta noche para ver cómo está Scotty. Mi madre tenía pensado ir hoy al zoo con él y ya deben haber vuelto a casa.
–¿Tu madre está cuidando de tu hijo?
–Se ofreció a quedarse con él. Le compré un billete desde San Petersburgo.
Tras arrancar el coche, Alec enfiló hacia el norte entre el tráfico. Debería ir de camino a Boston o de regreso a Nueva York, pero estaba atrapado en una ciudad del norte del Texas llena de coyotes y vaqueros, de botas y peleas, de carreteras polvorientas y pegatinas del coche que proclamaban que el sur se alzaría de nuevo. Aquel no era su sitio. Pero tenía que proteger su derecho a aquella tierra. Lo lógico sería llevar a un par de personas de su equipo para que echaran un vistazo. Pero antes de formular la idea, el rostro de Shea Hardin apareció en su mente y estranguló el plan.
–Gracias por venir, Leona –Shea abrió la puerta para darle la bienvenida a su vecina–. Necesito tu ayuda.
Habían pasado tres días desde la reunión en la oficina de Ben y Shea todavía no tenía un plan sólido para salvar el rancho.
–¿Estás bien? –Leona la observó con detenimiento–. Por teléfono sonabas fatal.
–Estoy bien –Shea sonrió a la otra mujer–. Al menos físicamente. Entra, voy a preparar un poco de té.
Leona Finch era lo más parecido a una figura materna que Shea había tenido desde que su madre murió cuando ella tenía cinco años. Shea quería mucho a Leona, una mujer de sesenta y pico años con las facciones bronceadas por el sol y las arrugas de una vida entera trabajando en el rancho. Hablaba con la misma dureza que tenía en la piel. Pero era sensible, empática y a pesar de su limitada educación, profundamente sabia.
Leona entró en la cocina, retiró una silla y se sentó en la mesa mientras Shea sirvió el té recién hecho y añadió una ramita de menta. Dejó los vasos sobre la mesa y se sentó frente a Leona.
–Tengo... tengo un problema –comenzó a decir–. Un problema grave.
–Vaya, diablos –Leona le dio un sorbo al vaso de té y se reclinó en la silla–. Todos los problemas tienen solución. Tú dime qué te preocupa y encontraremos la manera de arreglarlo.
–No sé por dónde empezar. Hace tres días me llamaron para una reunión en el despacho de Ben. Parece que tengo que encontrar un marido. Y solo tengo dos días para conseguirlo.
–¿Que tienes que hacer qué? –Leona se inclinó hacia delante y Shea vio cómo entornaba la mirada como si estuviera buscando algún indicio de que se trataba de una broma.
–Si no me caso antes del último día de este mes perderé el rancho.
–¿Quién lo dice? –preguntó Leona con tono receloso.
Shea le contó el encuentro en el despacho de Ben Rucker tres días atrás.
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