Comer, beber y hablar - Julio Hevia Garrido Lecca - E-Book

Comer, beber y hablar E-Book

Julio Hevia Garrido Lecca

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Beschreibung

Este libro se instala en el cruce de caminos entre el habla, la comida y la bebida, tal cual operan cotidianamente en los distintos sectores y las más variadas realidades. En la investigación académica peruana no abundan los trabajos en los que se destaque la articulación de las mencionadas prácticas orales; así, en la diversa gama de nociones sobre cultura, la dimensión oral no ha recibido un valor protagónico. El presente texto busca precisamente contribuir a superar esta carencia, para lo cual aborda aspectos como lo oral hablado, lo oral comunicado y lo oral tecnologizado, sin perder de vista el traslado de la oralidad al plano de la escritura o de lo ficcional. En una segunda instancia, se exponen los hallazgos recogidos mediante observaciones de campo, entrevistas semiestructuradas y grupo focales, que posibilitaron el registro de los distintos ceremoniales sociales y los diálogos con personajes que destacan por su habilidad, experiencia o figuración en el terreno de lo culinario o en el divertimento nocturno, sin dejar de lado el imprevisible impacto de la tecnología en la sociedad contemporánea y la referencia al boom gastronómico nacional.

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Colección Investigaciones

Comer, beber y hablar. Triangulación oral en la cultura limeña

Primera edición impresa: junio, 2019

Primera edición digital: abril, 2020

© Universidad de Lima

Av. Javier Prado Este 4600

Urb. Fundo Monterrico Chico, Lima 33

Apartado postal 852, Lima 100, Perú

Teléfono: 437-6767, anexo 30131

[email protected]

www.ulima.edu.pe

Diseño y edición: Fondo Editorial de la Universidad de Lima

Imagen de portada: Julio Hevia. Pamelita, 2014. Dibujo y collage sobre cartulina, 65 x 50 cm.

Esta publicación es resultado de una investigación auspiciada por el Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima.

Versión e-book 2020

Digitalizado y distribuido por Saxo.com Perú S. A. C.

https://yopublico.saxo.com/

Teléfono: 51-1-221-9998

Avenida Dos de Mayo 534, Of. 404, Miraflores

Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN 978-9972-45-517-9

Índice

Introducción

Primera parteArticulación de las prácticas orales en la cultura (oral hablado, oral comunicado y oral tecnologizado)

Capítulo 1

1. De la cultura a las culturas: la sucesión de los dilemas

2. Visitando al visitante

3. Delirio unitario, presión binarizante y réplica mestiza

Capítulo 2

1. El intelectual, sus intelecciones y los colectivos

2. Tiempos de la cultura, tiempos de la naturaleza

3. Antecedencia de la oralidad

4. Contra el par público/privado

5. Sumas y restas chismográficas

6. El reality: del caos vecinal a la arena del concurso

7. De la entrevista de culto a la banalización de la conversa

8. El stand-up comedy: de un teatro al otro

9. Hilaridad y popularidad

10. Privatizar la opinión pública

11. Lo oral mediatizado: de la calle a la pantalla y viceversa

Capítulo 3

1. Oralidad y virtualidad

2. Capturados por las redes: la digitalización del habla

3. Traducciones, restricciones y liberaciones: la oralidad negociada

4. Los flujos de la conversación novelada

5. Apuntes sobre la crónica contemporánea peruana

6. Temáticas y formatos en pugna: la santificación del informe

7. El ensayo como oficio de centauros

8. Las prácticas en busca de sus teorías: comer, beber y describir

Segunda parteCuando las técnicas de investigación hablan: hallazgos sobre la triangulación oral

Capítulo 1

1. Breve reflexión sobre el trabajo de campo: lo cualitativo es otra modalidad de lo cuantitativo

2. La participación observante: mirar cómo y en qué momento se habla cuando el comer y el beber se ritualizan

2.1 Reencuentro de promoción

2.1.1 Primera fase: saludos y presentaciones. Estamos arriba, en el tercer piso

2.1.2 Segunda fase: los alimentos terrestres. La conversa es abajo

2.1.3 Tercera fase: la sociedad líquida y sus inmersiones

2.2 Una comida de gala

2.2.1 Primera fase: el pivoteo dialógico

2.2.2 El bufé y las mesas: la recuperación de las risas

2.3 Pugnas en un set televisivo

2.3.1 Entrada al set e inicio de las acciones

2.4 Una celebración familiar

2.4.1 Antes del bufé: afinando los acuerdos y fortaleciendo los mitos

2.4.2 Durante y después del bufé: el menú y las identidades

2.5 Una cata de lujo

2.6 Cena profondos

3. La entrevista semiestructurada: escuchar qué y cómo se habla de la comida y la bebida

3.1 Entrevista a Pedro Córdova, miembro de Apega

3.2 Entrevista a César Quiroz, mesero del Canta Rana

3.3 Entrevista a Toshi Matsufuji, cocinero, administrador y dueño de Al Toque Pez

3.4 Entrevista a Aarón Díaz, bartender internacional

3.5 Conversación con Luis Caravedo, pediatra, y Óscar Vidarte, cirujano

3.6 Entrevista a Ignacio Medina, crítico gastronómico

3.7 Entrevista a Gerardo Valentino, administrador de El Muelle

3.8 Entrevista a Eloy Jáuregui, cronista y poeta

4. Los grupos focales: observar cómo se cruzan las hablas cuando los referentes son la comida y la bebida

4.1 Seis sesiones de grupos focales (2015), organizadas en torno a clases sociales, géneros y edades

4.1.1 Grupo focal 1. Mujeres, 40 a 60 años, baja/muy baja

4.1.2 Grupo focal 2. Mujeres, 40 a 60 años, alta

4.1.3 Grupo focal 3. Hombres, 30 a 40 años, alta

4.1.4 Grupo focal 4. Hombres, 40 a 60 años, alta

4.1.5 Grupo focal 5. Mujeres, 25 a 35 años, alta

4.1.6 Grupo focal 6. Hombres, 35 a 50 años, baja

4.2 Una reflexión sobre los hallazgos en los seis primeros grupos focales: ¿cambio de roles o crisis de las estructuras en la familia contemporánea?

4.2.1 Resumen, ejes temáticos y principales hallazgos

4.2.2 Teorías críticas y crisis de las teorías

4.2.3 De la familia genérica a los géneros en la familia

4.2.4 Mercados sexuales y mercados matrimoniales

4.2.5 Insularidad y empoderamiento doméstico

4.2.6 Viejos y nuevos protagonismos

4.2.7 Roles, creencias y resistencias

4.2.8 Acortamiento infantil y expansividad adolescente

4.2.9 Crisis de los rituales o rituales de la crisis

4.2.10 Comentarios finales

4.3 Nueve sesiones de grupos focales (2016), nuevos criterios y reordenamientos de los ejes temáticos

4.3.1 Grupo focal 1. Universitarios (hombres y mujeres), 20 a 25 años, nivel A/B

4.3.2 Grupo focal 2. Taxistas, 30 a 45 años

4.3.3 Grupo focal 3. Futbolistas, 18 a 22 años, sector medio/bajo

4.3.4 Grupo focal 4. Estudiantes, nivel C/D

4.3.5 Grupo focal 5. Bármanes

4.3.6 Grupo focal 6. Cocineras

4.3.7 Grupo focal 7. Mozos

4.3.8 Grupo focal 8. Cocineros

4.3.9 Grupo focal 9. Modelos y anfitriones

Capítulo 2

1. Concluir sin ser tan concluyente

2. Desestimación y ubicuidad de la oralidad

3. Participación observante

3.1 Hablar mientras se bebe, hablar mientras se come

3.2 Hablar y beber para comer y seguir hablando

3.3 Hablar sobre el habla

3.4 Hablar y comer mientras se habla de lo mismo

3.5 El blablablá y el ruido

3.6 Hablar de lo que se come, aunque el comer hable por sí mismo

3.7 El habla en escena y el racismo en cuestión

4. Las entrevistas

5. Los grupos focales

5.1 Hablar sobre la domesticidad

5.2 Hablar sobre el comer

5.3 Hablar sobre el beber

5.4 La cultura peruana en juego: escriben y hablan los visitantes

Tercera parteConjeturas y transversalidades

1. Oralidades

2. Sociología, antropología, comunicaciones

3. Machismo, feminismo, disparidades

4. Juventud, tecnología, desritualización

5. El boom gastronómico y su fuerza identitaria

6. Cómo nos miran los de afuera, cómo nos miramos para los de afuera

Referencias

Anexos

Anexo 1. Taller sobre brechas interculturales (2016)

Anexo 2. Cuatro por cuatro: entre Ferrando y Yuyachkani

Anexo 3. Ataque y defensa del estereotipo

Introducción

Como bien refleja su título Comer, beber y hablar. Triangulación oral en la cultura limeña, este libro se instala en un cruce de caminos, los del habla, la comida y la bebida propiamente dichas, tal cual operan cotidianamente en distintos sectores y para las más variadas realidades. Valga recordar que en el Perú la investigación académica no ha abundado en trabajos donde se destaque la articulación de las prácticas orales acá referidas. Tal vacío es el que forma parte de los comentarios con que abrimos el presente texto; vemos incluso que, en la diversa gama de nociones que sobre la cultura se ha manejado entre nuestros científicos sociales, la dimensión oral no ha recibido un valor protagónico. Como bien se sabe, para tales ópticas, la noción de cultura fue vinculada a temas de conocido peso estructural como el de la identidad nacional, la problemática indígena, la miseria económica o el déficit educativo. Por ejemplo, las indagaciones antropológicas se adhirieron fuertemente al estudio de festividades y ceremoniales folclóricos, exploraciones que contribuyeron, la mayoría de veces y de modo patente, a distanciar lo que había de remoto en ellas respecto al orbe capitalino moderno. Sea como fuere, hemos creído conveniente —en los primeros tramos del documento— insistir en lo oral hablado, en lo oral comunicado e incluso en lo oral tecnologizado; asimismo, no hemos perdido de vista una problemática de especial valor en el país como es la del traslado de la dimensión de la oralidad al plano de la escritura o el de su recreación ficcional en el terreno de la novela, el cuento, la crónica y el ensayo: de allí una revisión, no necesariamente exhaustiva, de esos formatos.

En una segunda instancia, pasamos a informar al lector sobre los hallazgos recogidos mediante las distintas técnicas de investigación que fuimos implementando: observaciones de campo, entrevistas semiestructuradas y grupos focales, cada una de las cuales cumplió un rol específico y ocupó un plano autónomo. Por ejemplo, tenemos el registro de los distintos ceremoniales a los que acudimos y donde los participantes pudieron desplegarse del modo más natural, justamente por no saberse materia de estudio (observación de campo); los diálogos con personajes que, por su propia habilidad, experiencia o figuración en el terreno de lo culinario o en el divertimento nocturno, tienen una concepción rica en matices respecto a las prácticas en cuestión (entrevistas) e inducción de discusiones temáticas con sectores adecuadamente estratificados o convocados bajo otros criterios clasificatorios (grupos focales). Preciso es señalar que tópicos como la problemática de los géneros y de las generaciones tal cual se experimenta en casa, el imprevisible impacto de la tecnología en la socialidad contemporánea, las agendas horarias de los miembros del colectivo familiar como sus fuerzas disgregadoras, la promoción de todo tipo de consumos fuera del hogar e incluso el boom gastronómico como es experimentado por los que están cerca de su radio y por quienes se encuentran en sus márgenes, fueron también abordados en las sesiones de grupo.

¿Qué quiere decir triangulación oral?

La iniciativa de proponer una figura como la de la triangulación oral y sugerir de tal forma un eje vinculante entre prácticas culturales básicas como las del comer, el beber y el hablar supone, lo admitimos, una serie de riesgos en la comprensión del sentido que se le quiere otorgar. Por ejemplo, si mantenemos como constante la trinidad de factores formulada, igual hubiéramos podido optar por una serie de tres elementos que, cual vagones alineados y encadenados, se ordenarían bajo una secuencia invariable; quizá remitirnos a una especie de trípode, en cuanto soporte de un cuarto elemento representado por la cultura que los alberga y otorga sentido; de repente imaginar un trinche tácita y prioritariamente vinculado al comer, como actividad oral por excelencia; en fin, si se quiere, dar cuenta de un trío vocal cuyas intervenciones se fueran alternando en función de cada interpretación por ejecutar. Aunque todas esas figuras puedan ser útiles para nuestros propósitos, en tanto consiguen graficar algunos de los rasgos recogidos durante la investigación, queremos insistir del modo más preciso posible en la lectura que debe otorgársele a la aludida triangulación en el caso del proyecto que presentamos.

Así, Cabrera Infante (1987) señala que en algunas cintas de Hitchcock se articula, de ambos lados de la pantalla, un posible triángulo entre el perseguido, el perseguidor y el mismo espectador (p. 44). El narrador cubano agrega que, en medio de tal configuración, la cámara operaría, no es un detalle menor, cual si fuera una hipotenusa. Nos gusta la posibilidad de jugar con la hipótesis de que, a lo largo de las distintas etapas de la investigación, hayamos operado cual camarógrafo, oscilando a veces en el enfoque del ángulo que queremos privilegiar (el de la comida, de la bebida o del habla) o deteniéndonos, en otras ocasiones, ante la variedad de matices de cada cuadro resaltado. Contamos también con que las técnicas de investigación implementadas (grupos focales, entrevistas semiestructuradas, observaciones participantes o participaciones observantes e incluso los recortes hechos sobre las fuentes textuales consultadas y los conceptos puestos en relieve) hayan dado cuenta, en cada situación descrita, de la complementariedad alcanzada entre las tres prácticas referidas, vale decir, los actos de comer, beber y hablar. Igualmente, proponemos que el protagonismo alcanzado por alguna de aquellas prácticas opera, con no poca frecuencia, en desmedro de las dos restantes, de tal manera que da pie a singulares relevos y a distintas saliencias entre el habla y la comida, entre el habla y la bebida o entre la comida y la bebida, según el acontecimiento así lo exija.

Respecto a la susodicha triangulación, sugerimos al lector que, al menos por unos instantes, suspenda el carácter abismal o la mutua exclusión en la que el entendimiento académico instala a los sentidos metafóricos respecto a aquellos que, pretendidamente, ocuparían el plano de lo exclusivamente literal; que suspenda, pues, esa suerte de brecha trazada entre el significado canónico y unos sentidos figurados o desplazados de su acepción formal, quizá acogiéndose a lo que Derrida (1997) propusiera en su lectura sobre la diseminación. Lo cierto es que, en un sentido genérico, la lengua coloquial no establece distinciones muy claras entre lo metafórico y lo literal o, para utilizar una dupla categorial en desuso, entre denotación y connotación. Quizá es en el terreno académico, allí donde priman distinciones conceptuales más o menos refinadas, donde más claramente notamos el escaso interés concedido, aquí y allá, a las manifestaciones diarias de lo oral, en la medida que esta última dimensión suele reconocerse como demasiado adherida a una pretendida “naturaleza”, al mundo fenoménico de lo corporal o al de las sensaciones; se concluye, por ello, que carece de la dignidad y los atributos que justificarían, en último término, un estudio pormenorizado de sus variantes.

El lector podría advertir, con Lacan, que al estimular una suerte de intuición perceptiva correremos el riesgo de opacar, en paralelo, el entendimiento de la estructura misma del fenómeno (Lacan, Miller, Leclaire, Milner y Duroux, 1973, p. 45). Notemos, sin embargo, cuánto tal cosmovisión y el sesgo intelectualista que le es inherente pueden ser contrariados por los logros de la infografía, el marketing audiovisual y la publicidad todoterreno, por no hablar de los muy actualizados memes y emoticones a los que las redes electrónicas dan paso. Habría que añadir que la teoría gestáltica de la percepción partió de una base concebida en clave fisiológica, para transitar luego a un reconocimiento más fino del peso de las marcas culturales en su consabido impacto sobre los registros visuales y auditivos efectuados por el organismo. Gradualmente, entonces, nos vemos incluidos en una lectura gráfica generalizada, lo que ratifica la idea de un pensamiento visual, tal cual fuera propuesta por Arnheim (1986).

Si se trata de trascender la bidimensionalidad de la figura para mejor recrear los planos de fondo y acompañar el espectáculo de la posible movilidad de los elementos en juego, sugerimos que nuestra triangulación oral pueda también pensarse en planos sesgados, inclinados u oblicuos. Triángulos que no debieran ser necesariamente equiláteros o que, a la manera de los icebergs, solo muestren en la superficie uno de sus lados o de sus puntas. Triángulos que, en fin, por estar unos más inclinados que otros hacia la comida, la bebida o el habla, configuren un espectro de tensiones o de coreografías, de pugnas o de acuerdos que recuestan el análisis y la reflexión sobre las singularidades rescatadas en cada caso, en vez de someterlas a un patrón explicativo único. Así ocurre, por ejemplo, ya lo hemos dicho, cuando se establecen circuitos que privilegian el habla y la comida en desmedro de la bebida, rescatándose pares que desarman momentáneamente el triángulo o que, visto desde otro ángulo, tanto lo contraen como lo elastifican. Para expresarlo en una frase que pasa por ser lugar común en la narrativa literaria, no queremos mostrar uno, sino muchos triángulos (Deleuze y Guattari, 2008, pp. 19-27); es, pues, esa variedad la que, en último término, venimos a presentar.

Finalmente, nuestra búsqueda no apunta tanto a la explicación del fenómeno de la oralidad en la cultura limeña, sino, más propiamente, a su necesaria comprensión. En el tránsito de una escena a otra, de un evento a otro, de un encuentro a otro, pretendemos alcanzar la comprensión de ese vasto terreno que la oralidad entreteje vía el beber, el comer y el hablar. Téngase en cuenta que el habla, la comida y la bebida tanto pueden constituir, en su imbarajable suceder, secuencias lineales e ininterrumpidas, como materializar configuraciones simultáneas en el tiempo y convergentes en determinado espacio. Invitamos al lector a que nos acompañe en esas inversiones y reversiones jerárquicas que los rituales de la cotidianidad ponen en juego y a los que el comer, el beber y el hablar prestan sus servicios, dependiendo ya sea de los momentos en los que su protagonismo es suscrito, o del modo como se reordenan, de continuo, sus pasos, sus saliencias y ocultamientos. He allí, entre otras posibilidades:

– La insularidad de la preparación de los alimentos en la cocina hogareña versus el carácter colectivo de las llamadas parrilladas, por lo general, situadas en el patio o en el jardín de la casa.

– Las distintas maneras de catar los potajes, según los evaluadores se encuentren en su propio hogar o en los distintos restaurantes a donde suelen acudir.

– Los entrecruzamientos entre el consumo alcohólico y el cortejo amoroso. Baste recordar un inventario coloquial que incluye desde los muy vagos “molestar” y “rondar” hasta los más explícitos “hacer la corte” y “hacer el punto”, por no referirnos al más vigente “gileo”.

– El adelgazamiento o minimización del habla, cuando no su conversión y canje al plano de las puras risotadas, tal cual ocurre en las juergas masivas a las que un beber indiscriminado da paso.

– El variopinto carácter de los encuentros y los festejos, según los distintos orígenes sociales, los patrones regionales o las pertenencias generacionales.

– La filosofía inherente al beber prototípico en nuestra cultura, que siempre traza una radical exclusión del acto de comer o procrastinándolo hasta donde sea posible.

– La reivindicación del comer durante la resaca, allí donde el ceviche o el caldo de gallina elevan sus respectivas credenciales, cuando no la práctica de “cortarla”, suerte de reenganche con una nueva ingesta alcohólica matinal.

Queda claro, entonces, que el espíritu del presente proyecto es eminentemente exploratorio, ergo, que no aspira a detectar constantes de amplio rango estadístico ni pretende deducir generalizaciones de tipo estructural. Todo lo contrario: se trata de un trabajo que, a partir de la búsqueda que posibilitan las técnicas cualitativas aplicadas y el respaldo que otorgan distintas fuentes bibliográficas, intenta adentrarse en un terreno que, tal cual fue anunciado en los informes preliminares, no es que haya sido precisamente privilegiado por las ciencias humanas en este país. Más aún, incluso reconociendo que en las últimas décadas se haya manifestado un cierto repunte de los estudios sobre la cotidianidad, tal gesto no resulta todavía demasiado significativo.

Hasta nuevo aviso, y según pudimos revisar, la indagación sobre lo cultural en el Perú apunta a cuestiones “de fondo”, tales como la identidad nacional e incluso a sus efectos más adversos, esos que nos remiten a las grandes brechas históricas siempre destacadas entre región y región, y no poco reflejadas en la disparidad de sus alcances y posibilidades. Bajo ese marco, la condición del indígena y la del criollo, y aun su polarización van a ocupar un lugar privilegiado en el análisis. Vale la pena preguntarse hasta qué punto los acercamientos al mundo del migrante en la capital o el reciente interés en la dimensión de la informalidad han abierto nuevos accesos a esa suerte de realidad paralela, nunca del todo integrada o quizá sometida a diversas modalidades de segregación, a la vez que revelan las fuertes resistencias frente a un espacio donde la cultura se embraga y apoya en manifestaciones que son conformadoras de la dinámica cotidiana en la que la oralidad se aloja. Quizá el inadvertido alcance de las prácticas orales, su densa imbricación con toda suerte de rutinas y hábitos de larga data, la imposibilidad de tomar la requerida distancia teórica respecto a ellas, en fin, los variados regímenes orales que coexisten de las más insospechadas e imperceptibles maneras y se bifurcan en los escenarios descritos en el presente trabajo, otorguen algunas pistas para entender su generalizada omisión y permitan, en el futuro, abordarlas con más frecuencia y naturalidad.

Primera parte

Articulación de las prácticas orales en la cultura (oral hablado, oral comunicado y oral tecnologizado)

Capítulo 1

1. De la cultura a las culturas: la sucesión de los dilemas

Los tiras y aflojes de la identidad nacional, que tiene como polos al indigenismo y al criollismo, así como lo discontinuo de su prioridad en las agendas de las ciencias sociales, constituyen el gran marco conceptual del que he partido. A propósito de ello, véase el lugar preferencial que ocupa, en el terreno de las llamadas teorías poscoloniales, el cuestionamiento de las señas identitarias nacionales, por lo general, concebidas a partir de unos mestizajes históricos de los que nadie salió indemne, o en función de ciertos estilos y hábitos migratorios actuales que parecen resultar su más contemporáneo eslabón y principal problema. En el caso del Perú, todo indica que el tema del mestizaje y el de las proyecciones unificatorias que sucesivamente se han esgrimido para su materialización son un tópico sin solución de continuidad (Mendívil, 2011, pp. 144-145). El mestizaje y la migración son dos indicadores que, tomados una y otra vez, convergen en el archiconocido lamento o en el airado reclamo de las plumas peruanas respecto a una pretendida identidad, y ello desde la declaración de la independencia y el nacimiento de la República. He allí las tramas que nos recorren y los traumas que nos persiguen. Desde esa lógica, constatar que hemos tenido severos problemas en la construcción de una identidad o que ella se nos habría extraviado en algún momento de la historia han sido sendos lugares comunes a los que apelaron los estudiosos de tal fenómeno.

En el título de nuestro trabajo: Comer, beber y hablar. Triangulación oral en la cultura limeña, salta a la vista que del conjunto de referencias articuladas en tal nominación es necesario hacer un obligado desmontaje de algunas de ellas. Nos referimos, en primera instancia, al concepto de cultura y, de inmediato, al tópico de la oralidad, dado lo discutible de la existencia de un consenso en torno al entendimiento de ambas categorías e incluso al binomio que supone la idea de una cultura oral. Entendemos que la noción de cultura, en el sentido genérico que se le atribuye, y el eje de la oralidad propiamente dicha se ven inextricablemente conectados, vía la descripción y comprensión de ciertas prácticas cotidianas, entre las que el comer, el beber y el hablar ocupan un lugar privilegiado. En cuanto a las corrientes teóricas que durante el grueso del siglo XX predominaron en las ciencias sociales en el Perú, Pazos (2012) traza un panorama en el que destacan tres entradas antropológicas a las que nuestros especialistas aún rinden tributo. He allí el funcional-culturalismo anglosajón, la etnografía estructuralista de inspiración francesa y, atravesando tal círculo, un marxismo más o menos heterodoxo del que las formaciones económicas, la pugna de las clases sociales o la más reciente alusión al poder dominante son las más claras alusiones.

Resultaría ocioso insistir en el modo como las propuestas que se fueron sucediendo durante el siglo XX le dieron mayor o menor relevancia al tantas veces enaltecido y vilipendiado indigenismo, cuando no a nuestra, siempre ambigua, inscripción en la esfera de la modernidad (tema este último que, por motivos obvios, cuenta con mayor vigencia hasta el día de hoy). Menos vamos a abundar en el hecho de que las preferencias teóricas esgrimidas y contrapuestas por unos y otros especialistas grafican no tanto la individualidad estricta de cada autor, sino su condición de intérprete de una época, cual si fueran el soporte vivo de alguna postura científica más o menos legitimada o de la pertenencia —ideológica se diría— al sector sociocultural del que proviene el investigador. Para decirlo con Lagache, se trataría de un obligado “germen de despersonalización” del que autor alguno conseguiría librarse (citado en Merleau-Ponty, 2015, p. 36).

Así, la revisión somera de la obra de algunos de nuestros pensadores más destacados y el inevitable registro de la tensión experimentada entre ellos puede ser tanto el indicador de una vitalidad y un interés inclaudicables en otorgar cierto orden al panorama de nuestra cultura e identidad, o bien el mejor pretexto para ratificar la idea de que en el Perú más han pesado las derrotas y heridas históricas que los logros concretos de una integración nacional de la que nunca se dejó de hablar: es lo que asevera la antropóloga Marisol de la Cadena (citada en Gonzales, 2010, pp. 434). Es interesante, en todo caso, dar cuenta de que dos voces tan claramente diferenciadas como las de Jorge Basadre y Manuel González Prada hayan partido de su experiencia como testigos del conflicto armado con Chile y del examen, esperanzador o implacable, de las reacciones que los distintos colectivos peruanos apuraron ante la ocupación perpetrada en nuestro territorio (Thurner, 2012, pp. 275-294).

No olvidemos que González Prada fue, para muchos, un auténtico desclasado, un blanco renegado, un burgués disconforme con la poca estatura del sector social al que, por propio derecho y origen, pertenecía. Lo cierto es que, del desorden bélico referido, él extrajo la idea de que la masa indígena mal podía haberse articulado integralmente al fragor de la defensa nacional, siendo como era su pertenencia al país nula o casi imperceptible (Gonzales, 2010, pp. 437-441). Basadre tuvo otra posición ante la problemática de lo indígena y, al presentarse como menos sectario y radical, levantó un ambicioso proyecto sobre la vinculación entre pasado y futuro de la nación. Tal perspectiva se anclaba, de distintas maneras, en la enfática revaloración del aquí y ahora, destacando incluso lo que había de saludable en los cambios experimentados en el Perú, cual efectos que, tarde o temprano, debían consolidarse en una causa común.

Interesa insistir en los distintos recursos, políticos a veces, metodológicos en otros casos, cuando no biográficos y sociales, con que los autores peruanos se han combatido mutuamente en el juego de las alternativas extendidas, con respecto a temas como el de nuestra realidad y nuestra cultura, o el de un progreso anhelado y los estancamientos una y otra vez remarcados. Como si nunca hubiera quedado claro si de lo que se trataba era de apuntar a un objetivo común o de encontrar razones y pretextos para diferir entre compatriotas. Y es que las propuestas de estos y aquellos fueron calificadas por sus oponentes de sectarias o desinformadas, de utópicas o mitológicas, de irreales o reformistas; se adujo que estaban demasiado marcadas por rencores personales o que, en su defecto, carecían de las precisiones conceptuales exigidas en un estudio serio. Bueno es recordar, a propósito de tal problemática, lo que planteaba Lévi-Strauss (2010): “Que una información contradiga otra plantea un problema, pero no lo resuelve” (p. 16); vale decir que una dosis no menor de tolerancia y flexibilidad siempre suma cuando de una labor común se trata, ya que “[…] en disciplinas como la nuestra el saber científico avanza a paso inseguro, bajo el látigo de la contención y la duda” (p. 16).

Típico o inquietante, obligado o revelador, igual habrá que destacar la variopinta gama de posiciones de los especialistas cuando se trata de opinar sobre el carácter y el destino de la cultura peruana, allí donde estuviera en juego, digámoslo así, el Perú “como problema y posibilidad”, si se nos permite la paráfrasis a Basadre. Si efectuamos un recorte a uno de los escenarios fundamentales de tal discrepancia, nos encontramos con que las diferencias entre especialistas peruanos se tradujeron en reclamos entre dos tendencias investigativas de la tradición antropológica; opera así una suerte de simetría invertida, un fenómeno especular que hubiera inquietado al mismísimo Lacan (1980, pp. 11-18).

Así pues, aquellos que optaron por reivindicar la exploración etnográfica, abocándose a un trabajo de campo lo más acucioso posible e hicieron del descenso a lo más concreto de las prácticas comunitarias su mejor causa, carecían, según la parte contraria, del indispensable marco teórico o el encuadre categorial que permitiese trascender la mera descripción de lo factual para mejor acceder a una prospectiva de auténtico relieve. Como es de imaginar, la crítica recibida por tales pesquisadores —si se quiere más empíricos, instrumentales y singularistas— se constituyó en el mejor pretexto para activar el correspondiente feedback que, apuntando al bando opuesto, puso en tela de juicio el enrarecimiento especulativo y la excesiva confianza proyectada por quienes, ufanándose del respaldo otorgado por una teoría más consistente, se habrían privado de búsquedas puntuales que validaran los postulados en juego. Tales polaridades, qué duda cabe, suelen renovarse con carácter irreductible y trasladarse a distintos terrenos exploratorios. Veamos, a propósito de tal sesgo doctrinario, el comentario de la etnógrafa Mari Luz Esteban (2011) sobre las dos maneras típicas de presentar y tratar la data recogida en el campo:

Un eje crucial de análisis para entender la buena literatura de ficción de las últimas décadas es la tensión entre mostrar y explicar. Algo que probablemente podría ser aplicado también a la antropología. ¿Mostrar y relatar, o explicar y teorizar el amor? Si ponemos el énfasis en la explicación, en la teoría, corremos el riesgo de ahogar el aliento, el flujo vital que el amor engendra. Si solo lo mostramos, ¿cómo estar seguras de que quedan claras las injusticias cometidas en su nombre? (p. 29)

¿Acaso no habría que establecer una obligada distinción entre el mostrar, entendido como el grado cero del relato, y el relatar propiamente dicho, como elaboración formal de la mostración? ¿No será que hay, en toda explicación, un pretendido y no poco sospechoso efecto de clasura, mientras que, en la orilla opuesta, la sola y pura descripción abandona la exigencia de esgrimir una postura y proponer alternativas?

Volvamos al dilema anterior, a la mutua e irreconciliable exclusión con que hubo de actualizarse la pugna doctrinaria entre científicos sociales, y busquemos expresarlo más mecánicamente: se yerguen, de un lado, datos que suelen engrosar un inventario del que se extrae poco o ningún provecho y, de otro lado, son levantadas las grandes categorizaciones que, a fuerza de haber sido pensadas en otras latitudes, no es que precisamente brillen por su utilidad para descomponer nuestros sempiternos dilemas o esbozar respuestas para ellos. Acaso entre el acotamiento positivista milimétricamente recogido y las conjeturas que se autovalidan en su pura y dura consistencia teorética no se esconda y manifieste, cual síntoma bipolar, aquel colonialismo que nos juzga y prejuzga o, lo que es peor, desde el cual juzgamos o prejuzgamos al país, como si en él solo atisbáramos, en sus idas y retornos, en sus distintas involuciones y evoluciones, un pozo sin fondo.

No debería olvidarse lo que, en su momento, sentenció Lumbreras al destacar el hecho de que uno de los peores efectos de la usurpación colonial era el que los propios miembros sojuzgados tendieran a despreciar lo que, por derecho, les correspondía atesorar (Pazos, 2012, p. 169) y que por deber —agregamos nosotros— se esperaba que asumieran a plenitud. Fue Bonilla quien concluyó, décadas atrás, que se avecinaba en el Perú la gestación de una cultura que él calificaba de “horrible” (Pazos, 2012, p. 148), mientras que el periodista Montalbetti declaró, más recientemente, percibir una suerte de degradación generalizada en el país y una tendencia, perniciosa según él, a la risa, a la chacota y a la ironía, por no hablar de su insistencia en parodiar el hecho de que en este país nos encontramos en la mesa y nos comunicamos vía los potajes compartidos (Pásara, 2016, pp. 296-298). Quizá el estar tan habituados a esa dimensión bifronte en la que se decantan unas posiciones mutuamente excluyentes entre los científicos sociales peruanos sea el principal obstáculo para entrever y tomar en cuenta otros rumbos, atisbar otras zonas, prácticas no suficientemente atendidas, con frecuencia difusas y distintamente articuladas, donde la propia presencia y proximidad del llamado “otro” tal vez permita desechar militancias unidireccionales y esa suerte de fascismo de lo correcto en el que habitan todos los dueños de la verdad.

Luminosas resultan las reflexiones sobre la censura del nobel sudafricano John M. Coetzee (2007, pp. 15-52); nos preguntamos si acaso su revisión pudiera atenuar en algo los ánimos de quienes se afanan en depredar lo que hay de vivo en nuestra cultura diaria, dimensión a la que se le suele abismar de todo proyecto nacional o de la estéril y tristemente célebre búsqueda de una identidad orgánica en el país. Fernández (2007), trabajando sobre la noción de dispositivo en la obra de Foucault, insiste, por ejemplo, en la necesidad de “[…] por un lado, distinguir y puntuar insistencias, por el otro, indagar en las prácticas, y atravesando ambas, crear condiciones de posibilidad para alojar lo inesperado” (p. 105); luego, quizá más sintonizada con la mirada de Deleuze:

[…] detectar líneas de fuga que escapan o intentan escapar a lo instituido, los malestares que tal vez no tengan potencia o posibilidad de enunciación, las prácticas informales y/o en las márgenes, las “rarezas” que aparentemente puedan resultar no comprensibles… (Fernández, 2007, p. 111)

Para ser justos y pensando las cosas desde el sitial que levantó Matos Mar, no solo se trata de apuntar al desborde popular cual protagonista exclusivo de las mutaciones sociales últimamente acaecidas en la capital, sino también, y en gran medida, a la crisis del Estado que opera, por así decirlo, como una estructura ausente; no solo a la irrupción insospechada y demográficamente creciente del contingente andino en Lima, sino, además, a los escasos reflejos de lo que el autor calificaba como una “metrópoli criolla”. Por ello, Matos Mar (2004) impugnaba la necesidad de resaltar, en medio de aquel resquebrajamiento institucional que tanto impacto tuvo sobre la economía y cultura peruanas:

[…] una masiva respuesta del sector popular a la presión e insuficiencia del medio. Desborde de masas, informalidad y andinización son todos parte de la misma respuesta. En ellos se deja notar la continuidad de un proceso que nace como migración, toma su forma en las invasiones de terrenos y predios, encuentra sus modos en las tradiciones de adaptabilidad ecológica y ayuda mutua andina y termina irrumpiendo a través de la costra formal de la sociedad tradicional criolla. (pp. 88-89)

En todos los rasgos que asume el nuevo rostro de Lima, continúa el autor, observamos “la huella del estilo migrante” (p. 89). Abundando precisamente sobre tal tópico, concluye uno de sus capítulos sentenciando:

El nuevo estilo aparece en un contexto de crisis. Sus manifestaciones se tiñen de la agresividad que impone al esfuerzo por sobrevivir en un medio hostil. La reivindicación, la fragmentación y el desorden le imprimen un fuerte matiz de emergencia y apremio.

Tampoco es casual que, renglones más adelante, suscriba: “[…] la organización partidaria no alcanza a entender el fenómeno y el sindicalismo tradicional no llega a absorberlo. Su nacimiento está preñado de escándalo y suscita el temor en los representantes del mundo oficial” (Matos Mar, 2004, p. 95). Además de certificar la existencia de una cultura de la miseria, es preciso dar cuenta, como sostuvo Quijano, de una miseria de la cultura (Pazos, 2012, p. 113). Nos preguntamos cuánto de ese triste efecto, que tanto compromete a las élites sofisticadamente “cultas” como a esa otra franja históricamente estigmatizada como “inculta”, puede traducirse en lo que el novelista norteamericano Thomas Pynchon (2015) denominó con justeza “inercia de resentimiento” (p. 137) y “hostilidad de clase” (p. 380).

Tomando distancia de la mar de prejuicios que aún nos gobiernan, podemos concluir, con el narrador checo Milan Kundera (1993, pp. 258-259), que hay tanto el kitsch del sector oprimido, una y otra vez vapuleado por imitativo, escandaloso y carente de clase, kitsch marcado, digámoslo así, por unas recurrentes insuficiencias de gusto y de estilo; como el kitsch del sector opresor, un kitsch de la clase dominante, esa que ejerce a plenitud calificativos de todo orden y, en paralelo, se lamenta del desorden ajeno, desplegando un discurso que predomina mientras todo lo denomina. Podríamos quizá, extremando el ejercicio y siguiendo el razonamiento de Kundera, abundar en una suerte de diseminación sectorial o gremial de los distintos kitsch habidos y por haber: el de las clases medias, por ejemplo, capturada entre los fantasmas de la pauperización y las fantasías de arribo, o el de los intelectuales de izquierda y de derecha comprometidos con las masas o afanados con reivindicarlas de las más dudosas maneras.

Ideologías y caricaturizaciones al margen, lo cierto es que muchos de los pensadores del país, lo dice en tono de reclamo el sociólogo Wilfredo Ardito, no pocas veces silencian su propia experiencia discriminatoria, esa misma de la que suelen ser, oscura y alternativamente, sujetos y objetos (Pásara, 2016, p. 61). De allí que insistamos en la conceptualización, sintética y contundente como pocas, desarrollada por Kundera (1993): el kitsch no está en la conmoción que encierra la primera lágrima, sino en la impostura, lacrimógena se diría, con que se vierte la segunda (pp. 252-253); sensiblería de la que los festejos ceremoniales, hoy multiplicados por todas las pantallas, son materia ya naturalizada a fuerza de su entronque masivo. De este modo, la sincronización de las emociones, suscrita por Virilio (2006) como rasgo de la cultura moderna (p. 40), parece tornarse en una especie de aplanamiento y anulación de los diferentes modos de experimentarla.

Cual si fuéramos una encuesta viviente y reprodujéramos su lógica aditiva y multiplicadora, albergamos demasiadas preguntas e hipotéticamente contamos, para algunas de ellas, con múltiples respuestas, sin excluir, claro está, aquella que indica “ninguna de las anteriores”. La problemática se agudiza desde el momento en que somos jueces y partes de la dificultad que pretendemos superar: coexistir bajo parámetros civilizados (o bajo algún marco que se le parezca); convivir sin estar tentados a invocar una y otra vez las diferencias; tender puentes en función de lo que hay de común entre nosotros, vale decir, comunicarnos, escucharnos, tolerarnos, respetarnos. Mientras soslayemos el esfuerzo y no coincidamos en esa intención, mientras no lo constituyamos en hábito, práctica cotidiana y valor genérico, cualquier fórmula o llamado, cualquier tipo de apelación, no pasará de engrosar la poiesis de una retórica humanista, ni detentará más estatuto que el de los guiños demagógicos que tantos agentes paterno-populistas enrostran cíclicos e infatigables.

Ardito, volvemos a él, recuerda las tres rejillas a las que apela el peruano promedio para ubicar y calificar al otro, según la divertida y no menos realista lectura que el conocido guionista Eduardo Adrianzén ha extendido (Pásara, 2016, p. 72). Colorómetro, fashiómetro y parlómetro constituirían el tridente discriminativo diariamente ejercido entre nosotros a partir de la pigmentación racial, de los gustos reflejados en la apariencia de cada cual y, claro está, en función de las diversas manifestaciones del manejo verbal implementado aquí y allá. Eloy Jáuregui, cronista y poeta, ha dicho, por su parte, que los tres dispositivos merced a los que un peruano se reafirma en su desconexión del prójimo, o se aprovecha de este, serían lo que él llamó, en clave coloquial, alpinchismo, pasapiolismo y sacolarguismo (Hevia, 2008, pp. 85-86). Dicho en buen romance, tanto hay la tendencia a acortar todo umbral de tolerancia, e incluso a aniquilarlo (alpinchismo), como a evitar compromisos cuando ello es requerido (pasapiolismo) y, si de medidas acomodaticias se trata, procurar apoyo en quien garantice responsabilizarse, en primera persona, por los problemas que nos afectan (sacolarguismo). Se trata, a todas luces, de medidas más o menos oportunistas desde las que emerge un individualismo rampante, una primacía de los intereses personales, una mirada corta con la que cada cual mide la economía de sus esfuerzos y privilegia el correspondiente confort sin sopesar las consecuencias generales.

Para añadir leña al fogón, describiremos tres estrategias más o menos generalizadas en el espinoso terreno socioétnico que, entre todos, hemos construido por estos lares. He allí el efecto-casting, el efecto-Benetton y el efecto-puerta giratoria (Hevia, 2016). El efecto-casting converge, hasta cierto punto, con la propuesta de Adrianzén, quien, como hemos visto, desagrega tres ejes en su diaria aplicación, aunque nosotros pretendemos dar cuenta de otro interés, afán inclaudicable del sujeto estándar por instalarse en el lugar del juez autorizado e implementar aquellas selecciones y clasificaciones de las que, décadas atrás, nos había informado Fernando Fuenzalida (Pazos, 2012, pp. 171-172). Tutear o no tutear, cholear o no cholear, tomar o no distancia, en buena cuenta, se trata del viejo cuento de la inclusión y la exclusión o, en la clave de Foucault (1992), de una estrategia tendiente a discriminar a aquellos a los que es preciso instalar “en el interior del exterior e inversamente” (p. 25).

Más irónico, el efecto-Benetton busca borrar transitoriamente las distancias reales entre sectores, clases o etnias, congregándolas en la escena medial para beneplácito de las almas bellas, materializando así un estribillo musicalizado del tipo “We are the world, we are the children”; tales ocurrencias suelen emerger preferentemente en coyunturas requeridas de aglutinar —por motivos comerciales o políticos— a representantes de nuestra variopinta población. Cuando de propósitos puramente consumistas se trata, la Navidad, el Año Nuevo y las Fiestas Patrias parecen prestarse idealmente a estos propósitos; las coyunturas electorales y las recurrentes eliminatorias para cada mundial de fútbol se vuelven pretextos paradigmáticos para dar cuenta de una política que, dado su interés resultadista, se asemeja harto al chauvinismo que le es inyectado a la competencia deportiva. Por último, está el efecto-puerta giratoria, en virtud del cual los intereses del sujeto van, literalmente, girando según primen sus intereses públicos o la discrecionalidad privada, de allí que gente claramente progresista en el terreno profesional devenga en un conservadurismo alarmante en el ámbito hogareño o que su perfil machista se agudice u oculte en función de los públicos delante de los que opera. Se trata, en función de las conveniencias y para utilizar una vieja antinomia tipológica, de intro-vertir o extro-vertir las características o modos de ser que la escena social demande.

Preguntas históricamente fundantes como la que formulara en su momento Jorge Basadre, “¿Cuándo nació el Perú?”; preguntas expelidas desde la literatura, dando cuenta del sentir de una capital amenazada y en franco retroceso, vía el lamento vargasllosiano de Zavalita, “¿En qué momento se jodió el Perú?”; preguntas, finalmente, más cercanas a una coyuntura atravesada por los flujos globales y la economía neoliberal, “¿Qué país es este?”, como la que le da el título al trabajo ya citado de Pásara, ni fueron ni son gratuitas en territorio peruano. Bien vale la pena recuperar el nexo por entretejer entre una y otra duda, entre estos y aquellos planteamientos, máxime si consideramos el variopinto juego de intencionalidades encerradas por tales preguntas, para no redundar en las brechas y discrepancias que tales formulaciones abrieron o siguen abriendo en cada momento; para no insistir, en un sentido más amplio, en las distintas maneras, científicas o existenciales, con que escritores e historiadores han intentado responder a unos tópicos tan íntimamente ligados al destino del país que los ha visto nacer.

Recordemos que también hay respuestas que hablan desde otro lugar, más puntual o coyuntural, se diría, como, por ejemplo, la del ya citado Matos Mar, antropólogo ayacuchano, quien certificó lo que ya empezaba a ocurrir desde fines de los setenta, léase la inevitable y tensa coexistencia entre los que ya estaban y los que acababan de llegar; alternativas de análisis como la extendida por De Soto, de profesión abogado, a propósito del aparato paralelo que levantó la llamada economía informal y los insospechados modelos puestos en juego por las tradiciones comunitarias y hábitos milenarios del Ande (Silva Santisteban, 1995, pp. 383-392), e incluso los perfiles que sobre los nuevos nichos y los sectores empoderados en la Lima de los conos, en la Lima de Los Olivos y Gamarra, ha expuesto Arellano (2000), psicólogo que, sin demasiadas nostalgias e hipotecas doctrinarias, propone datos reveladores y provee entradas distintas a la cuestión, siempre polémica, del operativo aspiracional en el país.

No faltan observadores que, como Carlos Franco, han anunciado la definitiva e irreversible cholificación del país, la fundación de una nación chola cuya realidad mal podríamos intentar negar o restar valor, cual si fuera posible negar o restar valor a lo que hay de imbarajable y creativo en todo proceso de mestizaje (Pazos, 2012, pp. 149-150). Ello quizá a despecho del laberinto en el que, según Nugent (2012), se ve instalada esa misma choledad o de la recurrencia con que la discriminación se ha practicado de ida y vuelta, para remitirnos al guiño cinematográfico operado por Bruce en su estudio Nos habíamos choleado tanto (2007). Quizá haya que rescatar a Orlando Plaza, quien lejos de entender la cultura como mero producto (concebido, en su extremo, como definitivo e inmutable), lo hacía principalmente como un proceso, como una fuerza en gestación y, en consecuencia, permeable a los cambios (Pazos, 2012, pp. 138-140). Vemos allí una interesante correlación con lo sustentado por Tokihiro Kudó, cuando este proponía un entendimiento de lo cultural cuya pretendida estabilidad debía, en paralelo y complementariamente, tornarse permeable a las variables que toda coyuntura imprime; así se devolvería a cada tramo histórico la dinámica que le es inherente al corpus social (Pazos, 2012, pp. 144-148).

Se trata, pues, de un país diverso, como advirtiera Degregori (2005), diversidad que tanto debe concebirse en clave histórica y geográfica —resuena aquí la idea marxista de los diversos modos de producción económica operando al unísono en el país— como en un plano social y racial que mal podría ajustarse, hasta donde podemos entender, al sueño de la unidad tantas veces anhelada. Hablamos, entonces, de una cierta mirada de la unificación nacional a la que un Valcárcel aspiraba demandando, en su versión más extrema, una depuración de todo mestizaje, cual plataforma obligada para la reivindicación de la raza indígena (Pazos, 2012, p. 98); o de la lectura de Mariátegui propugnando un marxismo no poco vinculado a cierta matriz socialista ancestral de la que la comunidad andina habría de emerger como marca indiscutible (1975) y que, como contraparte, encuentra, en la visión escéptica y descorazonada de un González Prada o de un Salazar Bondy, toda una batería de vicios practicados por el sector acomodado de la urbe y de incoherencias o rasgos inerciales destilados por la masa congregada en la escena capitalina, en fin, caracteres todos que, como es obvio, mal podían prever una salida civilizada. Vale la pena recordar, por tanto, que todo etnocentrismo arrastra cegueras y sorderas, que todo etnocentrismo se autolegitima contra viento y marea. Bien se ha dicho que nada hay más difícil de contrarrestar, que no hay fuerza más resistente a la extinción que la del prejuicio (Mazzara, 1999, pp. 74-82), hábito del razonamiento o fórmula prefabricada convenientemente diseñada para eximirnos de toda duda.

Quizá por esa dificultad, estructural se diría, para procesar las novedades es que María Rostorowski confiesa que, en el Perú, no hay gente más necia ni más renuente a modificar su concepción sobre el doble rasero idílico/ fatídico de la historia peruana que el gremio del profesorado escolar (Silva Santisteban, 1995, p. 324), o que un autocrítico Henry Pease haya dado cuenta del escaso valor que le dio la izquierda al afán del sector popular, no de encontrar una guía para sus reclamos, sino, muy por el contrario, de acceder a una vía menos estrecha para manifestarse, para expresarse directamente, sin demasiados filtros (Silva Santisteban, 1995, pp. 278-290). Es lo que habrían llegado a conquistar, a través de una oralidad desplegada sin tapujos en la plaza pública, los llamados cómicos ambulantes que trabajaban en otros tiempos, por ejemplo, en los alrededores del Parque Universitario. Según concluye Vich (2001), tal impacto consiguió cristalizarse “[…] porque, en contraste con un discurso criollo y una tradición literaria que siempre se apropió de la representación popular, ahora los cómicos ambulantes asumen su propia representación en un intento por establecer públicamente su propia voz” (p. 185). No es casual que Vich insista en lo que de providencial y exiguo tuvo la inserción de tales artistas al set televisivo donde, según el especialista, aquellos habrían perdido gran parte de su fuerza performativa y singular estilo.

Y así como Vich arriesga una aproximación al sentido y al peso que puede traer el humor desde sus raíces populares, reseñamos otra práctica suscrita en esferas marginales y cuya gestación, no en vano, se vincula a la necesidad de extender las plataformas para el intercambio económico, cultural e incluso sexual. Así, Protzel (2006) llama la atención sobre la significativa insurgencia, inicialmente dada en el Cusco, de la cultura de los bricheros, aunque objeta la cortedad de miras en las que se insertan sus tácticas y el oportunismo que evidencian sus alcances. Reproducimos el retrato que Protzel traza del brichero:

[…] personaje cusqueño desindianizado y eminentemente performativo que gana importancia en proporción al aumento del turismo. Sistemáticamente explota cierta autenticidad indígena reinventada mediante su atuendo y aliño estudiados, y un discurso solvente sobre las culturas andinas con el que atrae a las turistas para obtener favores sexuales. El “brichero” se exhibe acentuando ciertos significantes étnicos de su aspecto, creando la ilusión de ser a la vez auténticamente indígena sin perder un aire de dandy seductor […]. (p. 305)

Líneas más adelante, a manera de recapitulación o síntesis de la propuesta que el brichero actualiza, leemos lo que sigue: “[…] se pone a sí mismo en escena como encarnación de una cultura andina fantasiosa inserta en una narrativa ajena” (p. 305).

Podríamos contraponer al sociolecto de la hegemonía, la subalternidad y las realidades periféricas con que opera Protzel (2006), una lectura que integre también la militancia de las bricheras, injustamente olvidadas en el análisis anterior, y que, respecto al plano performativo propiamente dicho, podría dar cuenta de los planteamientos de la pensadora feminista Judith Butler. Como se sabe, ella reivindica una suerte de distancia paródica e irónica con la que el sujeto encarna o, mejor aún, se desencarna de los roles que el poder legitimador le atribuye (Butler, 2013, pp. 263-283).

Entre la teoría, entendida en su acepción más conventual, hermética y autosuficiente, y la vida misma, susceptible de traducirse en unas prácticas sociales insuficientemente exploradas, hay también cuerdas que se hace preciso anudar. Nótese que tanto Vich como Protzel recogen hábitos y visiones de personajes nunca antes consultados, los cuales pertenecen a aquellas comunidades interpretativas que carecen de estatuto académico o del nivel educativo exigido; ambos autores caminan contra esas corrientes que tienden a ahogar la búsqueda etnográfica en una suerte de coleccionismo folclórico o evidentemente colonialista invalidando esos otros puntos de vista por distantes o distintos, aunque constituyan excelentes muestras del modo en que los sectores estudiados se las arreglan para articular sus juicios y legitimar sus visiones. En función del tópico anterior, no poco polémico, es pertinente invocar nuevamente a Fernández (2007) quien, muy comprometida con el entorno concreto de los grupos con que opera, afirma que “los indicios de inteligibilidad” en su trabajo “no los dieron ni las palabras ni las tareas, sino los cuerpos y las afectaciones […]” (p. 110), para luego remarcar que de lo que se trata es de “[…] pensar discursos, prácticas, afectaciones, cuerpos, como elementos heterogéneos que articulan, combinan, conectan y desconectan formando un dispositivo siempre singular” (p. 111).

La pregunta es: ¿con qué gama de respuestas opera la teoría ante tal data? ¿Cómo se maneja el especialista ante esas variantes? ¿No será, acaso, que el aislamiento del observador se constituye en el anverso de una cierta autosuficiencia que la observación, por sí sola, se arroga? De ese cuadro se desprendería una cierta lentitud de reacción ante lo que de contingente y disruptivo hay en el puro acontecer, cierta falta de reflejos en la que Deleuze reconocía la tardanza del teórico. Véase, por ejemplo, el reclamo que, en las postrimerías de su existencia, Carlos Iván Degregori le dirigía a voceros autorizados de las ciencias sociales peruanas, gente de la talla de Alberto Flores Galindo, Gonzalo Portocarrero o Nelson Manrique, cuyo principal problema, sostenía Degregori, era que carecían de la indispensable conexión con senderistas reales para poder hablar con más autoridad del enraizamiento del terrorismo en el Ande peruano (Sandoval y Agüero, 2015, pp. 140-150). Cuando se trataba de trazar pistas sobre el senderismo, Degregori encontraba un impasse —metodológico en principio, quizá ético en su extremo— dado por el mero hecho de hablar en nombre de las víctimas, de los testigos, de los protagonistas del conflicto provocado por la acción terrorista, sin haber trabado contacto alguno con ellos, sin siquiera haber conversado con tales sujetos o, para decirlo en una clave más cercana a nuestro trabajo, sin permitirse ese ejercicio oral indispensable, donde las subjetividades, además de contrastarse, eventualmente alcanzan a enriquecerse. ¿Acaso el investigador, inadvertido jerarca de determinados contenidos, omite aspectos de particular valor o, como es el caso, se permite hablar de ellos sin previa consulta?

Se ha dicho, y no es vano, que las distancias una y otra vez reproducidas entre compatriotas han marcado, y siguen marcando, la experiencia de la peruanidad, cuando no han confirmado la dudosa existencia del concepto de nación entre nosotros. Vayamos a un caso inusualmente ilustrativo y que, en gran medida, anticipa asombrosamente y por varias décadas la polémica, bastante más reciente, entre las visiones modernas y las posmodernas de una identidad harto cuestionada y no poco relativizada. Hablamos de un impasse establecido en una dimensión en la que lo fotográfico y lo ideológico parecen auxiliarse recíprocamente, terreno que Poole (2000) traza con particular finura cuando insiste en los nexos que se pueden establecer entre la obra de Martín Chambi y las reflexiones de Valcárcel, de un lado, y la correspondencia entre las fotografías de Juan Manuel Figueroa y la programática que argumentara Ariel García, del otro (pp. 207-42). Poole demuestra que allí donde Chambi y Valcárcel se aferraron a una imagen nativa del peruano harto estereotipada —y, en el extremo, exóticamente colonizable a fuerza de pretenderse purista—, Figueroa y Ariel García entendieron que no había mejor manera de salvar nuestra identidad que exponiéndola a toda suerte de variantes y experimentaciones, de cruces e intercambios, pensando menos en paisajes y personificaciones milenaristas que en una confrontación desafiante e insospechada ante los avatares que la contemporaneidad ya anunciaba.

En un diálogo personal sostenido tiempo atrás, Jorge Deustua me indicaba que la fotografía peruana no había conseguido proponer, salvo honrosísimas excepciones y para sectores muy circunscritos, modelos que operasen, de modo genérico, para la pretendida forja de la anhelada identidad nacional. Quizá resulte ocioso, a propósito de lo comentado, invocar el variopinto paisaje fotográfico con que contamos, o mejor preguntarnos ¿qué tienen en común, en su temática e intencionalidad, la recuperación indigenista que destila la obra del ya citado Martín Chambi, el espectro periodístico y no poco anecdótico que de la escena urbana legó el entrañable Chino Domínguez, y la propuesta más soft y colorida que el más reciente Mario Testino produjo del pujante acontecer que los conos de la capital desprenden?

Todo indica que, si de estereotipos se trata, no es preciso hurgar demasiado. Julio Ramón Ribeyro (2003) sentenció, por ejemplo, que para la visión extranjera el Perú sigue capturado entre incas y militares, entre nativos emplumados y generales con botas (pp. 275-276). Tal vez hoy habría que incluir otras mutaciones de las figuras anteriores, nuevas militancias estampadas cual clichés, como la del terrorista, el burrier o el choro y, mimetizándose o envolviendo a todas las anteriores, la del habitante del mundo chicha.

Como quien parafrasea aquí al novelista Renato Cisneros, diremos que es preciso insistir en aquellas distancias que nos separan, sobre todo a propósito de manifestaciones cuya emergencia cotidiana nos hace minimizarlas o, en su defecto, pretextar unas indignaciones de moda tan pronto escenificadas como rápidamente olvidadas. Desde el drama lastimero que, en clave de vals, invoca la historia de José Antonio hasta la tensión territorial experimentada en las playas de moda con el sonado tema musical “Los patos y las patas”; desde la manipulación televisiva de todos los estereotipos raciales y sociales, antaño inaugurada y perpetrada en el bloque sabatino por Augusto Ferrando, hasta la escena más actualizada en la pantalla hogareña, donde vemos emerger el desencaje citadino de la Paisana Jacinta y el analfabetismo del Negro Mama; o produciéndose y diseminándose vía un sinfín de guiones, comedias y tragedias en fiestas, discotecas y medios de transporte, lo cierto es que, en nuestro terruño, estamos todavía fracturados por unas diferencias paranoicamente convertidas en distantes-distancias que, hace poco, se legitimaban con el recurso a la “buena presencia” o por la autoritaria advertencia que, estampada en algún rincón del establecimiento, le recordaba al lector: “El local se reserva el derecho de admisión”.

Distantes-distancias como la que esgrime el padre de familia de clase acomodada, no pocas veces afectado por el blanqueamiento del caso, cuando sentencia que la Universidad Católica le queda muy lejos como para tener que enviar a sus hijos y que lamentablemente la Universidad de Lima no es la de antes; distantes-distancias como las que colocan, frente a frente, a la rubia argentina del spot, puesta en el altar de lo deseable e inalcanzable, ante la otra rubia, más esforzada, la de la imagen del diario chicha, trastrocando y tiñendo sus raíces, para nivelar, como algún personaje de Almodóvar, la realidad de su apariencia con la autenticidad del empeño que activa. Revelador resulta el que Bruckner (2002) nos haya advertido de un auténtico dilema que la contemporaneidad iconográfica abre: “[…] así, la multitud de rubias falsas nos hace dudar de que existan rubias de verdad, pero nos empuja a buscar a la verdadera rubia falsa” (p. 153).

Esas mismas distancias-distantes también procuran ser, frecuentemente, superadas, minimizadas, resueltas o disueltas entre sectores diversos, de pronto, recíprocamente dispuestos a concretar la vieja alianza de pareja, como en el caso inmejorablemente descrito por el ya citado Thomas Pynchon en su novela Al límite (2015):

Aunque la atracción fue perversa e inmediata, Cornelia y Rocky, según parece, no es que se enamoraran, sino que se sumieron en una folie à deux neoyorquina clásica: ella, fascinada con la idea de casarse y formar parte de una genuina familia inmigrante, esperando encontrar un Alma Mediaterránea, una cocina sin par, el abrazo desinhibido de la vida, incluyendo prácticas sexuales italianas no del todo imaginables; él, por su parte, anhelando la iniciación en los misterios de la Clase Alta, en los secretos del vestir con elegancia, del estilo y la conversación ingeniosa en sociedad, más una reserva ilimitada de dinero heredado lista para utilizarlo como aval de préstamos, sin tener que preocuparse de avisos de acreedores, o al menos no de los que él conocía. (p. 289)

Unas distancias, entonces, de las que no nos podemos tan fácilmente librar; unas distancias, hay que decirlo, que se encontrarían en aparente estado de superación, al menos en las esferas open mind, en las regiones más progresistas, donde no son escasas las denuncias de discriminaciones, la solidaria reacción contra los maltratos y la remarcada sensibilidad que ante tal suerte de ocurrencias destilan las marchas masivas. Luego de llamar la atención sobre la riqueza cultural contenida en manifestaciones cotidianas como el comer, el beber, el andar, el hablar y el callar, y dar cuenta del modo en que ellas han sido recogidas por la investigación académica, Serna y Pons (2013) se preguntan: “¿Significa esto que hemos convenido ya en los contenidos posibles de la cultura?” (p. 25). Teóricamente al menos podríamos suponerlo, aunque quizá el costo, añaden ambos autores, no sea precisamente insignificante: “De algún modo, así es, pero el problema básico, el de la jerarquía de esos contenidos, de esos múltiples contenidos, permanece” (p. 25). Todo ocurre como si aún hubiese una gran disposición para hospedar a un fantasma-jerárquico-todoterreno.

2. Visitando al visitante

Quizá la valoración oscilante que el turista recibe en el Perú sea una espléndida gráfica de aquello que Goffman califica como identidad bifronte, sobre todo si colocamos en su real circunscripción al juego de emblemas y estigmas que, sin querer, tal turista activa. En este país se asume, cual lugar común, que la apariencia aria operaría a favor del visitante: los casos más patéticos de esa inclinación pueden llegar incluso al sometimiento servil o a la vergonzosa pleitesía con que, frecuentemente, se homenajea a tal personaje. En uno de los extremos de la gama, podemos reconocer al gringo itinerante, al turista que por encontrarse de paso solo consigue intercambiar su propio exotismo y su aire paternal con la expectativa y curiosidad nativa; en el otro borde, figura el visitante que acepta el reto, etnográficamente desafiante por así decirlo, de permanecer entre nosotros un tiempo considerable, el agente foráneo que se instala en períodos más prolongados y que, en consecuencia, debe administrar el desconcierto correspondiente que su recepción suscita. Sea como fuere, de un lado al otro, hay una notoria brecha, toda una metamorfosis que va de la amabilidad de los inicios a la cobranza ulterior, de las primeras impresiones al conocimiento trabado, con el tiempo, de ambas partes.

Será acaso que esas dos posiciones, si se quiere prototípicas, en las que instalamos al visitante —una remarcadamente empoderada por la imagen del progreso y la modernidad, postura que tampoco abandona, hay que decirlo, la posibilidad de algún beneficio material para el nativo, lo que provoca tratamientos mercantilmente oportunistas; y otra más fantasmal y desconfiada, que activa alertas ante propósitos desconocidos— no hacen más que reflejar dos regímenes, en el extremo complementarios, a manera de posefectos de un imaginario colonialista que, como el conocido eslogan, no nos abandona. De un lado, la postura pasiva ante una entidad que avasalla sin quererlo, que anonada históricamente y a la que atisbamos en contrapicado; del otro, la reactivación de una muralla contracultural que no es sencillo franquear, el ejercicio de unas estrategias que no son fáciles de decodificar para el otro; lo cierto es que en esa brecha tanto parece caber el hermetismo ante el extraño como unos atisbos de criollismo revanchista. Todo ocurre como si operase entre nosotros el juego postulado por Pitt-Rivers (1979), en el que la hostilidad ante el visitante se presenta primero, para luego propiciar la correspondiente hospitalidad, pero en orden inverso, dando paso primero a la amable hospitalidad, para luego desplegar todos los recursos propiciados por la indiferencia y la desconfianza históricamente acumulada. Es lo que en Brasil llaman, con una inmejorable figura, “cobranza”.

Es, pues, necesario invertir la dirección y el punto de vista de los encuentros entre los de allá y los de aquí, pues si bien podemos reconocer sin demasiado esfuerzo esa especie de alternancia en la que inscribimos al turista en particular o al visitante en general, también consideramos fructífero el dar cuenta de cómo opera tal dinámica desde la perspectiva de aquel o aquella que, con otros esquemas y parámetros, nos describe y acompaña socialmente. Visión puesta en juego por quienes, habituados a otras leyes y regidos por distintos valores, no dejan de sorprenderse por el aparente desorden y los márgenes de incertidumbre en medio de los que nos manejamos acá. Veamos algunos casos ilustrativos.