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Los un tanto estrafalarios relatos de este libro reflejan, con cierta ligereza y un toque de humor, algunas de las experiencias que llevaron a experimentar al autor - como antropólogo - la gula, la lujuria, los viajes y el vicio de la curiosidad. Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia.
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Seitenzahl: 257
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Para Andrei, Miriam, Sasha y Boris, mis amados e imbatibles soportes en tiempos difíciles.
Para Venezuela, con la esperanza de que pronto pueda salir de su marasmo.
Para el Caribe, mi verdadera alma mater.
“No me veo como un profesional, soy fundamentalmente un aventurero”.
Orson Welles
No creo que, a cierta edad, tengamos que estar confinados a escribir nuestras memorias, creyendo, tal vez con cierto engreimiento, que las referencias autobiográficas son testimonios trascendentes que pueden importarle a alguien. Durante mi vida profesional escribí y publiqué en abundancia, diría que con rigor académico y, a veces, con un dejo de arrogante solemnidad, sobre temas de antropología, psicología social, ciencia política y relaciones internacionales. Y participé, con ingenuo y variado entusiasmo, en diversas experiencias de cambio social. Los siguientes relatos son, sin embargo, sólo una larga –y espero que nada autocomplaciente–, serie de anécdotas que considero divertidas y –posiblemente– amenas, y de reflexiones bizarras al pasar, principalmente sobre la comida (o la ausencia de ella). Este es el eje central de esas anécdotas y de algunas reflexiones sobre la insaciable curiosidad que me ha impulsado a meterme en diversas situaciones cómicas, ridículas o divertidas; sobre los viajes y los nuevos lugares que conocí y que me impactaron por múltiples razones; sobre las mujeres que también me han impactado, cada una a su manera, a través de los años; sobre la amistad y el afecto, y sobre otros temas relevantes de mi vida de adulto, abordados con cierto desapego –como incorregible antropólogo que pretendo ser– y con ligereza y humor al correr de la pluma. Mi única aspiración es que entretengan y diviertan a quienes se animen a leerlos y que, en el caso de que lo hagan, no se escandalicen demasiado por mi innata propensión a la incorrección política. En última instancia, confieso que sigo siendo “un hombre blanco, adulto mayor y anclado en el régimen heteronormativo” en el que me crie y que, pese a mi formación inicial (y tal vez decisiva) como antropólogo, cree que sólo el humor y la irreverencia nos salvan de la solemnidad y de la estupidez. Algunos de los siguientes relatos están escritos, en consecuencia, en clave de humor; otros –los menos– son reflexiones que surgen de algunas experiencias –tal vez irrelevantes pero graciosas– que atravesé a lo largo de mi vida. Todos se basan en hechos reales, aderezados con algo de imaginación y con abundantes licencias narrativas. Todos, sin embargo, no tienen mayor pretensión que el entretenimiento.
No tengo la menor duda de que hay temas más relevantes para abordar de una manera más seria en este mundo y que muchos de ellos son acuciantes y demandan nuestra urgente atención, pero también estoy convencido que se aprende mucho sobre ellos, directa o indirectamente, a través de la ironía, del sarcasmo y del humor.
Mi inolvidable compañera y cómplice en la vida, Mireya, siempre supo combinar el humor –inocente o mordaz– con la sabiduría necesaria para enseñarme a ser solidario en el sufrimiento y a tratar de comprender y de ayudar a enmendar, modestamente, las dramáticas vicisitudes de nuestras vidas. Estos relatos –sin la menor pretensión pedagógica– son un homenaje a ella y a sus enseñanzas sobre la necesidad, a veces, de tomarse la vida en solfa.
1. EL ANTROPÓLOGO INOCENTE
Apol y el antropólogo en ciernes
El aparecido que no fue tal
Nochebuena en Misión Nueva Pompeya
2. MÉXICO LINDO Y QUERIDO
Mi novia virgen
Cris-Cris
Perdidos en Chiapas
México D.F.: “Tomando decisiones”
3. EL CARIBE SIEMPRE FUE UNA FIESTA
Sumando iniciaciones: el cachirí y el Tumeremo Palace
El viajero que vino del enojo
La conveniencia de ser políglota
Carnaval en Trinidad: el antropólogo hambriento en su salsa
Sueños húmedos en Puerto España
La Fat Ass Brigade y el Poder Negro
Un caballero de ley
De plantador esclavista a “caribólogo” enamorado
Langostas caribeñas
4. LA CASA DE LA PLAYA
Caruao
Jim de la selva
Tambores de San Juan
Sustitución de identidad
Comida y amor para siempre
5. LOS COFRADES AL ASALTO
La olla podrida
6. ESPÍRITUS Y COLLARES
Alimento para ancestros y espíritus
Coquetería masái
Incursiones pacificadoras
7. UNA CUBA PARA EL RECUERDO
El “loa” que tomaba vodka
La Habana de la Revolución
Se perdió el gringo
8. MIRADAS PERSONALES
Comidas y mujeres
9. DICIEMBRE EN PARÍS
Las parisinas no son fáciles
Retorno a París
Introito (premiado) en Londres
La voz del príncipe
Un episodio francés
10. PARADOJAS RUSAS
De América Latina con amor
En la tierra de mis ancestros
Cajas fuertes en la Perestroika
Culos negros
11. POLÍTICAMENTE INCORRECTO
Un visitante desprevenido
Una señal de Stop en mi camino
12. CUENTOS CHINOS
El Buda que pedía cheesecake
Antiguos, pero no tanto
Incomunicado
13. ADIÓS A CARACAS
Chávez y el pastel de morrocoy
14. RECODOS DEL CAMINO
Ping-pong
Danza con lobos
Colegas
Folklore argento 1: una pizza con mal sabor
Folklore argento 2: el ignoto pueblo que otorgaba permisos
El Corto Maltés de La Plata
POSFACIO: SIMÓN
AGRADECIMIENTOS
El antropólogo inocente1
Me inicié como antropólogo en la precordillera de los Andes, en una comunidad mapuche. Según mis profesores de la época, todo antropólogo debía pasar por el rito iniciático del trabajo de campo, aunque algunos de ellos nunca habían salido al campo o entrado en contacto con lo que consideraban “objetos de estudio”, en su vida. Es decir, metafóricamente nunca se habían “embarrado los pies”. Y los manuales existentes no bastaban para corregir esta falencia. Pero se esperaba que un antropólogo “de ley” debía, necesariamente, pasar por esa experiencia.
Llegué a la comunidad desde Clemente Onelli, un poblado distante a unas decenas de kilómetros, que era también estación de ferrocarril y que tenía su propio intendente. Para más datos un intendente “turco” –es decir de origen sirio-libanés– que generosamente me acogió y me permitió instalarme en un pequeño galpón pegado a su casa que podía convertir en base de operaciones para mi “investigación”. Siempre recuerdo con agradecimiento la cálida hospitalidad –entre sirio-libanesa y criolla– de su familia y el corderito que asaron para recibirme y que comimos a punta de cuchillo luego de ser desmembrado sobre una mesa de madera.
Para llegar a la comunidad, conseguí colarme en una camioneta que llevaba provisiones y a algunos mapuches rezagados que iban a participar en la “señalada” (un encuentro para marcar a las ovejas de las familias seguido de una celebración en toda regla). Iba con las mejores sugerencias del cacique Faqui Prafil –gran orador que llegó a ser diputado provincial y con quien nos hicimos amigos–. Él me puso en contacto con su hermano Gervasio, curiosamente más conocido por este nombre cristiano que por su verdadero nombre mapuche.
Después de tragar polvo a lo largo del camino, llegué a la comunidad que estaba en plena labor marcando ovejas y a punto de iniciar el festejo. Y, como ya la voz de que era amigo de Faqui Prafil se había corrido, pese a ser un “huinca” (blanco) disfrazado de explorador, fui bien recibido y tratado con los honores del caso. En atención a mi condición de huésped privilegiado, más allá de los corderitos que se estaban preparando al asador, una vez presentado a Gervasio, fui honrado con la invitación a probar una de las exquisiteces de la gastronomía mapuche: el apol.Reconozco que, pese a toda mi preparación teórica y a las experiencias iniciáticas relatadas por algunos antropólogos, no estaba del todo listo para comer esta comida. Pero todas las reglas de etiqueta de la comunidad y todas las recomendaciones profesionales para lograr una buena relación con ella fueron puestos a prueba ese día: el apol se preparaba con los pulmones de la oveja que, al ser degollada, se llenaban de sangre, y esos pulmones, una vez pasados por salmuera y sin cocinar, se ofrecían como una exquisitez y como un plato de honor al recién llegado.
Confieso que todo mi entrenamiento previo no me había preparado para esto. Pero haciendo de tripas corazón (sin alusión a otras delicatessen mapuches) comí un trozo de esa masa gelatinosa y resbaladiza presentada en un plato de latón. Mastiqué y tragué. Celebré la buena factura del apol. Sonreí a los anfitriones y a todos los presentes. No vomité. Y me gané la confianza y la amistad de Gervasio y de toda la comunidad.
Había cumplido –diría, inmodestamente, con honores– mi rito de iniciación. Después vino el asado y el baile. Me acuerdo de que la música provenía de un anciano mapuche. Parecía que sólo sabía tocar con su armónica “se quema el rancho, se quema el rancho, la puta madre que lo parió”. Nosotros bailamos y bebimos hasta que al anochecer me consiguieron un caballo y seguí a Gervasio por los páramos de la precordillera rumbo a su casa. Siempre con la duda de si iba a salir de esta con vida porque Gervasio tenía una borrachera descomunal e iba tambaleándose de lado a lado en su montura al punto de que creí que en algún momento se iba a caer y se iba a desnucar. No sé si me preocupaba más esa posibilidad o el hecho de quedarme sin guía en medio de la nada. Pero los caballos conocían el camino y nos llevaron a buen puerto: la cabaña de Gervasio. Allí dormí –helado– en mi bolsa de dormir sobre el suelo de tierra de la cocina después de unos mates y con un hambre que nunca lograría saciar a plenitud durante mi encarnación como antropólogo. Pero al dormirme fui consciente de que ese había sido un día glorioso para mí: mi primer día de antropólogo en el campo. Fui feliz.
Aunque, con el debido respeto por mis anfitriones, siempre me ha quedado la duda de si la ofrenda de apol que me hicieron era una muestra de extrema cortesía y una prueba de aceptación o era una broma pesada para reírse del inocente “huinca”.
A pocos meses de graduarme de antropólogo, me pidieron desde una organización indígena de la Argentina, que prepara un informe sobre la comunidad mocoví de Colonia Dolores. La comunidad –muy dispersa– estaba establecida en torno a ese poblado del norte de la Provincia de Santa Fe, cercano a la capital del distrito –Gobernador Crespo (afamada por atribuirse, en forma algo discutible, el título de “capital del chamamé”)–. En el centro del poblado había un almacén de ramos generales, unas pocas casas, una plaza y, un poco más lejos, una iglesia abandonada. Gracias a las recomendaciones de la organización indígena pude entrar en contacto con algunos mocovíes y comencé a hacer un relevamiento de los sobrevivientes del grupo y de sus características. Para el relevamiento y las entrevistas necesarias debía quedarme unos días en la Colonia.
Pero Colonia Dolores no tenía hotel ni disponibilidad de casas en las que alojarme. Al llegar almorcé en el almacén de ramos generales –todavía recuerdo las fabulosas milanesas a caballo con papas fritas que me sirvieron y el vino carlón con que regué el almuerzo– e indagué con los dueños dónde podría alojarme. La única posibilidad era dormir en la iglesia abandonada. Traía mi bolsa de dormir y los dueños del almacén me proporcionaron las llaves de la iglesia. Al anochecer, después de visitar algunas casas del poblado y de hacer mis primeras entrevistas me instalé en la iglesia. No había camas, de manera que desplegué mi bolsa de dormir encima de un banco y, nutrido todavía –parcialmente– por las milanesas del mediodía, pero sin cenar, me eché encima de la bolsa para dormir. El hambre me comenzaba a atenazar el estómago, pero intenté dormirme y al rato lo logré.
Sin embargo, a mitad de la noche, unos extraños ruidos comenzaron a escucharse y a resonar en la iglesia vacía. Parecían pasos que se arrastraban por el suelo. Me incorporé y prendí mi linterna. No vi nada alarmante y volví a acostarme. Nuevamente se escuchó el ruido. Parecía una multitud que correteaba por la iglesia de un lado para el otro, caminando penosamente. Me incorporé de nuevo, busqué la linterna y la prendí. Los ruidos cesaron y no había nada a la vista que pudiera explicar el origen de esos sonidos. El jueguito se repitió varias veces. Apagaba la linterna, me acostaba, el ruido retornaba, me incorporaba y prendía la linterna y no veía nada que pudiera causarlo. La situación me estaba poniendo los nervios de punta y mi imaginación comenzaba a desbordarse alrededor de historias que me habían contado –con malévola intención– durante el almuerzo en el boliche, sobre aparecidos y otros fantasmas que rondaban en el poblado. Decidí quedarme sentado –inquieto y plenamente despierto– en el banco donde estaba mi bolsa de dormir, con la linterna en la mano. Al escuchar el ruido, la prendía y enfocaba hacia el lugar de donde provenía el estruendo. Quedé espantado al ver que el alboroto no lo provocaba un aparecido, ni su arrastrar de cadenas u otros sonidos de ultratumba sino una multitud de ratas que corrían por el suelo y las vigas del techo y que al oír mis movimientos se detenían en seco o se escondían.
Era evidente que no iba a conciliar el sueño ante la posibilidad de que alguna rata se me encaramara o me mordiera. Tenía que tomar una decisión. Abrí las puertas de la iglesia y a la luz de la luna vi una palmera en medio del patio eclesial. Arrastré mi bolsa y mi mochila hasta la palmera. La noche era cálida y el cielo estaba estrellado. Decidí desplegar mi bolsa en el suelo y echarme sobre ella. Y así me dormí.
A la mañana los vecinos comenzaron a pasar por el camino cercano y me despertaron. Junté mis cosas, cerré con llave la puerta de la iglesia (no fuera a ser que las ratas aprovecharan la oportunidad y huyeran desperdigándose por el campo) y fui al almacén en busca de algo para desayunar. Ya había varios clientes en el boliche que cuchicheaban entre sí. Yo solo quería un café o un mate con algún alimento sólido, pero para mi sorpresa escuché decir a uno de los clientes en un susurro –“¡Corajudo el pueblero, durmió toda la noche a cielo abierto!”–. No quise decepcionarlo con la historia de las ratas y aproveché mi nueva condición de valeroso durmiente a campo abierto para seguir con mis entrevistas. Esa noche tomé el último autobús a Gobernador Crespo para regresar, lo antes posible, a Buenos Aires.
Un año después de mi iniciación en la precordillera –más fogueado como antropólogo en el campo después de haber trabajado en un proyecto de desarrollo con las comunidades wichis de la Costa del Pilcomayo (en aquélla época se les llamaba peyorativamente matacos)– y más involucrado en las luchas de las organizaciones indígenas (hoy en día “pueblos originarios”) que me habían hecho transitar del pintoresquismo exótico de la etnografía a un compromiso con las siempre postergadas reivindicaciones de esos pueblos, viajé con mi amigo Nilo Cayuqueo a conocer la experiencia de una cooperativa forestal que había organizado la monja Guillermina Hagen en Misión Nueva Pompeya, en “El Impenetrable” del Chaco. Por cierto, una monja literalmente de armas llevar, que manejaba los acoplados de transporte de madera con un collarín por un problema de columna y con un revólver en la cintura por las amenazas que había recibido de los terratenientes locales.
Nuevamente, desde Castelli, viajamos en la parte de atrás de una camioneta, comiendo tierra y polvo. La comunidad había armado un poblado de ranchos de palos, trozos de plástico y adobe con los que sobrevivía como podía a la falta de agua y de alimentos. Pero llegamos para la Nochebuena y había celebración en marcha, aunque faltara comida. De manera que se preparó un locro comunal (más bien descomunal) con carne de lagarto a falta de carne de res y, entre niños y perros escuálidos, todos pudimos celebrar la Nochebuena. No había árbol de Navidad, ni regalos, pero el locro después de unos días de comer a los saltos sabía a gloria y nunca tomé conciencia, en ese festejo colectivo y extraño, en medio de la pobreza, que lo que estaba masticando era carne de lagarto. Pero sí fui consciente que el dicho del Martín Fierro “todo bicho que camina va a parar al asador” era particularmente apto para entender como sobrevivían algunos pueblos en medio de la escasez y de la hambruna con los recursos que tenían a mano. Y no sólo en el Chaco sino, como lo comprobé más tarde, en otros lugares. Obviamente, mi hambre circunstancial no tenía puntos en común con la hambruna crónica en que vivían los wichis, pero fui extrañamente dichoso celebrando la Nochebuena y comiendo en comunidad el locro de lagarto, aunque no sabía enteramente a gloria, más bien a pollo.
1 En referencia a un clásico que siempre admiré: The Innocent Anthropologist de Nigel Barley.
México lindo y querido
Descubrí y probé los chiles en mi primer viaje a México. Me llevaron a conocer un mercado y me jugaron una broma pesada. Uno de nuestros guías en el intercambio estudiantil en que participaba me mostró las pirámides de diversos chiles apilados en los mostradores y me invitó a mordisquear uno. Yo desconfiaba por la fama de extremadamente picante que tenía la comida mexicana, en general, y los chiles, en particular. Desafiante, mi interlocutor tomó un chile de un montón y le dio una mordida, diciéndome con absoluta impavidez: “Pruébalos que son muy padres”. Cometí el error de creerle y, de un mordisco, probé el chile que me ofrecían. Si bien estaba acostumbrado a las comidas picantes de las cocinas de Europa Oriental, el efecto de este chile fue devastador. Nunca había sentido tanto ardor en la boca ni tanta urgencia por apaciguarlo. Lo soporté estoicamente y aunque me ruboricé hasta que mi cara adquirió un color granate, me tragué el pedacito de chile que había mordisqueado entre las carcajadas del resto del grupo. Afortunadamente, entre ellos había una muchacha mexicana que se apiadó de mí y me arrastró a tomar un jugo de frutas para aliviar el ardor. El jugo no hizo mucho efecto para paliarlo, pero me permitió una conexión instantánea con la muchacha, que derivó primero en un cruce de miradas y sonrisas, y después en el inicio de un lento e intrincado juego de seducción mutua.
El equipo de guías de ese intercambio estaba conformado por estudiantes universitarios y ella era uno de ellos. El intercambio incluía una serie de actividades, visitas y eventos diarios en México D.F. y una gira por algunas otras ciudades en el transcurso de un par de meses. Era mi primer viaje al exterior y mi primera experiencia en un país extraño. Como antropólogo en ciernes, México me despertaba grandes expectativas y era mi primer destino foráneo. Y ella fue mi primera mujer fuera de Argentina. Pero de una curiosa manera.
Como empatizamos rápidamente, comenzamos a salir por nuestra cuenta por fuera de las actividades del intercambio. Me llevó a comer pozole y enchiladas en pequeños restoranes y elotes asados y trozos de piña con chiles picantes en puestos de comida de los barrios humildes de la ciudad y me introdujo en la maravillosa, híbrida y compleja gastronomía mexicana a través de la comida cotidiana de la gente. También me llevó al antiguo café Tacuba con su generosa, suculenta y picante oferta de platos locales y con esa atmósfera antigua y extraña, entre colonial y palaciega. Me hizo escuchar rancheras y corridos que tocaban, en tugurios turísticos, mariachis ensombrerados. Me arrastró por la viejas librerías y sótanos de libros del centro de México donde pude embelesarme con la diversidad y la riqueza de publicaciones y me orientó en la lectura de algunos de los escritores y poetas veteranos y emergentes– de México. Me inició en una institución mexicana que desconocía –la “mordida”– el par de veces en que la policía nos detuvo en alguno de esos lugares por razones para mí –el “güero” recién llegado a México– totalmente aleatorias y en que el soborno era la mejor salida.
Pero, principalmente, me marcó por sus cejas oscuras, por sus senos desiguales pero simétricos, y por su voraz y paradójica sexualidad. Nuestros encuentros se desplegaron desde una cita inicial en mi habitación de hotel a otros hoteles –por hora– para evitar el cruce con otros miembros del grupo y con los estudiantes que eran nuestros anfitriones. Entre otras razones, la elección de los hoteles por hora respondía a una forzada discreción dictada por el hecho de que entre estos anfitriones estaba su novio oficial. Pero lo paradójico de estos encuentros era que, por esa misma razón, no quería perder su virginidad para poder llegar inmaculada a su boda. Lo que la convertía en una voraz y desprejuiciada vestal de diversos cultos, ejecutora de múltiples técnicas excitantes, heterodoxas e innovadoras (al menos para mí que venía de la Gran Aldea y sus rituales preestablecidos en aquella época de liberación sexual incipiente y píldoras anticonceptivas) en las que desplegaba toda su inspiración y su sabiduría erótica. Hacia finales de mi estadía tomó, sin embargo, la decisión de sacrificar su virginidad conmigo después de un viaje en grupo que nos obligó a un exceso de maniobras para mantener nuestros encuentros secretos con discreción y en la clandestinidad. Pero ya no hubo ocasión para un nuevo escarceo privado en los pocos días antes de mi partida de Ciudad de México y no pude ser el perpetrador la tan ansiada culminación. Aunque dudo que, después de mi partida, lograra timonear su apasionado talante para llegar íntegramente virgen a su boda. Tema sobre el cual nunca volvimos a hablar durante el tiempo que mantuvimos, ocasionalmente y mientras se espaciaba progresivamente, un contacto epistolar.
México me dio otra oportunidad de desplegar plenamente mis habilidades literarias –no sé si buenas o malas– de comunicación y de seducción epistolar. Unos años más tarde fui invitado a un seminario organizado por una institución mexicana y entre las anfitrionas navegaba por el evento –como una diosa nórdica- una joven estudiante, espigada, rubia y de ojos aguamarina. Mexicana, pero de orígenes gringos. No puedo negar que, desde el primer encuentro en el seminario, quedé impactado por su belleza, pero especialmente por su desenvoltura. Pero eran demasiados los años que nos separaban como para intentar, desde el primer cruce de miradas, algún intento de seducción. No era mi costumbre aprovechar estos viajes académicos para perseguir estudiantes jóvenes como lo hacían, patéticamente, algunos otros colegas veteranos. Cualquier atisbo de acercamiento por mi parte hubiera dado lugar, además, a que me lapidaran rápidamente mis colegas femeninas. Y, sin embargo, ella, por alguna razón ignota, decidió ser mi amiga y me invitó a conocer –nuevamente– la Ciudad de México, que ya había sufrido varios terremotos y cuya topografía urbana había cambiado desde mi primera visita. Fue una amistad que duró algunos años. Y en todas mis visitas posteriores a México me recibía en el aeropuerto (grata sorpresa), a veces con un inolvidable impermeable amarillo que la hacía resaltar entre la multitud; programaba mis salidas y me invitaba a comer a una vieja casona de su abuela en la colonia Roma, con un bello jardín, algo descuidado, pero siempre acogedor. En esas comidas, el ritual se iniciaba con la ofrenda de un whisky en las rocas (he conocido pocas mujeres que sirvieran y ofrecieran un whisky con tanta entrega y con tanta elegancia) y continuaba con una comida espectacular al fresco en donde la cocinera de la casa desplegaba todas sus artes y nos ofrecía diversos platillos tradicionales de la cocina mexicana. Allí probé –con inesperado entusiasmo nacionalista– los chiles en nogada, con su salsa de nuez y su cobertura de granada, y me aficioné al mole poblano, con su espesa salsa de chocolate picante. Además de estos ágapes, Cris-Cris, como yo la apodaba cariñosamente, me servía de guía en la noche de la Ciudad de México. Desde los lugares en los que se bailaba buena salsa y algunos restaurantes descollantes por su carta mexicana al lugar más cutre como la plaza Garibaldi, donde una noche, ya con algunos tragos encima, atracamos en una cantina para disfrutar del ambiente “peligroso” y de unos tequilas con trasfondo de mariachis.
Teníamos planeado ir a cenar a algún restaurant relativamente cercano cuyo nombre no recuerdo, pero nos embebimos en la conversación, en la descripción mordaz de sus numerosos pretendientes –“galanes” según ella– y en los tequilas que nos servían y el tiempo fue pasando mientras nos achispábamos cada vez más. Hasta que decidimos ir a comer para despejarnos un poco de la avanzada borrachera. Con alguna dificultad salimos de la cantina y tratamos de llegar a un parqueo cercano donde ella tenía estacionado un Lincoln Continental de la década del setenta, algo aparatoso para mi gusto, pero amplio y cómodo. Salimos con el Lincoln –a sacudones y bandazos– con ella al volante e inmediatamente nos metimos, a contramano, en el Paseo de la Reforma, una de las avenidas del centro de México. El golpe de adrenalina al ver venir los autos de frente en esa vía con tanto tráfico me despejó la borrachera y Cris-Cris maniobró rápidamente para salir de la avenida y tomar una calle en el sentido correcto, sin mayores incidentes. Pero ya había aparecido, de algún lugar, una patrulla policial con las luces y las sirenas desplegadas a todo vapor que nos obligó a detener el Lincoln. Mientras uno de los policías descendía del patrullero y se acercaba a la ventanilla del conductor, le pregunté a Cris si tenía todos los papeles en regla, pregunta que ignoró, con altanería, olímpicamente. El policía golpeó la ventanilla y, con gestos, le indicó que la bajara. Impertérrita, Christiane bajó la ventanilla y ante el pedido del policía de los papeles del auto le contestó con una sonrisa desafiante: “Ay poli, no tengo papeles del coche”. Nunca se me habría ocurrido, en mi mentalidad forjada bajo las dictaduras del Cono Sur de la época, que uno podría dirigirse de esa manera displicente y sobradora a la autoridad. El policía, sin inmutarse, insistió: “¿Tiene su licencia?”. La misma respuesta: “Ay poli, no tengo”. A estas alturas del diálogo, yo trataba de pasar desapercibido en el asiento del acompañante, parcialmente despejado de mi borrachera y totalmente convencido, como extranjero, que esta situación podría acarrear un escándalo mayúsculo. O peor, tal vez, sin ningún fundamento, derivar en un incidente internacional. El policía siguió insistiendo, desorientado por su aspecto gringo y su impecable español: “¿Tiene algún documento de identidad? ¿Un pasaporte?”, para recibir la misma respuesta negativa. “Bueno, nos van a tener que acompañar a la delegación. Seguramente tendrán que pagar una fuerte suma de dinero en concepto de multa (algo así como tres salarios mínimos, según nos anticipó) y el carro va a quedar detenido”. Fue en ese momento que Cris-Cris salió de su sonriente impavidez, sin ceder en su actitud de superioridad (creo que social, más que moral), y mostrándole el equivalente en pesos mexicanos de 5 dólares estadounidenses le dijo: “Esto es todo lo que tengo”. Velozmente el “poli” –a esta altura yo también había aceptado ese apodo demasiado confianzudo– se aferró a los pesos y con cierto respeto nos preguntó: “¿Y adónde se dirigen?”. “Al restaurant tal”, esta vez le contestamos a coro. Y para allá fuimos escoltados por el patrullero con la sirena y las luces desplegadas y en un estado ya próximo a la sobriedad. Historia que ilustra la famosa institución de la “mordida” en México, con las debidas connotaciones alimenticias.
Pese a nuestras complicidades y a tener que dormir juntos un par de veces por circunstancias que no narraré, más allá de algunos besos furtivos, nunca nos acostamos con la bella Cris-Cris, lo que no impidió que mantuviera con ella, durante años, un profuso intercambio epistolar y que siempre la tuviera presente mientras duró nuestro vínculo. De hecho, creo que fue la única mujer que puso en riesgo algunos compromisos éticos que había asumido a la vez de enseñarme a comer chapulines (grillos), alacranes, chicatanas (hormigas hembras) y huitlacoche. Aún lamento que mis cartas hayan desaparecido después de su prematura muerte. Eran una prueba de cómo se puede sublimar el deseo insatisfecho en pretensiones literarias. Tal vez pésimamente. Aunque, pensándolo retrospectivamente, no sé si era buena o mala literatura o sólo una estrategia de seducción hilvanada con poca sutileza a través de las cartas, con un propósito que se fue acrecentando con el tiempo y que nunca logré alcanzar: acostarme con ella.
Pero México también me permitió vivir otras aventuras. Especialmente cuando fui forzado a abandonar la Argentina para vivir fuera de mi país por casi tres décadas. Pocos años después de mi primera visita, me tocó aterrizar en Ciudad de México con una beca que garantizó mi vida y me aseguró el inicio de mi destierro. En esto, el gobierno mexicano fue en extremo generoso –como después lo fue el venezolano– y no sólo me otorgó una visa oficial de cortesía para abandonar mi país con cierta seguridad, sino que también colaboró para que recibiera una beca de tres meses para recorrer los centros indigenistas de una parte del país, empaparme de lo que, en aquella época, era la política indigenista del Estado mexicano y, de paso, para escribir y publicar mis primeros artículos sobre distintos temas de antropología.
En el marco del plan programado de visitas a los centros indigenistas, uno de los primeros que visité estaba en San Cristóbal de las Casas, en el estado de Chiapas. Apenas instalado en el centro, viví, alarmado, mi primer terremoto. Estaba en la oficina del director y, repentinamente, la foto del presidente mexicano que estaba colgada en la pared detrás de él, comenzó a balancearse. Estuve a punto de ser asesinado y enterrado en alguna montaña remota.