Cómo convertir a tus padres en superestrellas - Pete Johnson - E-Book

Cómo convertir a tus padres en superestrellas E-Book

Pete Johnson

0,0

Beschreibung

El famoso de mi familia debería ser yo, ¿verdad? Al fin y al cabo, al que le dan un TORTAZO con un PESCADO FRESQUITO en el canal de Noah y Lily es a mí. Pues ahora resulta que estos dos se van a Estados Unidos y me dejan compuesto y SIN PROGRAMA. Por suerte, como siempre, a Maddy se le ha ocurrido un PLAN GENIAL para que yo me convierta en una ESTRELLA, aunque, también como siempre, hay un pequeño problema: ¡MIS PADRES!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 166

Veröffentlichungsjahr: 2021

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Un favor

He sido secuestrado por el tipo más gruñón de todo el universo.

Me tuvo prisionero en un armario enorme lleno de las sillas de plástico más horrorosas que te puedas imaginar. Y encima me obligó a quedarme ahí hasta que se presentaron mis padres.

Después, cuando llegamos a casa, ¿qué te crees que fue lo primero que hicieron ellos? ¿Prepararme una tarta? ¿Subirme la paga para compensarme por todo el estrés sufrido?

NO. ¡ME MANDARON CASTIGADO A MI CUARTO!

—Eres consciente de que casi interviene la policía, ¿verdad? —aulló mi padre, temblando de la ira.

—Pero, papá, al que han encerrado en un armario ha sido a mí… —me defendí yo, con bastante razón.

—¡Louis…, vete a tu cuarto ahora mismo! —chilló él, exasperado.

—Pero si aún no os he contado lo que ha pasado… —empecé—. Ha sido de lo más alucinante…

—Sabemos exactamente lo que ha pasado —suspiró mamá.

Sin embargo, no tienen ni la más remota idea.

Nadie lo sabe, salvo Maddy y yo.

Y me muero por contárselo a alguien. Así que ¿me harías un favor? ¿Me dejarías darte todos los detalles de la tarde más alucinante de mi vida?

¿Sí, en serio? ¡Genial!

¿Nos vamos corriendo hasta la próxima página? ¡Venga!

Capítulo 1Magia a fuego lento

Martes, 22 de abril

5.30 p. m.

Soy Louis. Nombre completo: Louis el Risas. Pronunciado LU-I, no LE-WIS, como se empeñaba en llamarme el antiguo director de mi colegio.

Poseo un único talento: hacer reír a la gente. Y sueño con ser humorista desde que era tan enano como una ameba.

Ahora mismo estoy en el colegio, cómo no (rollo-mega-rollo), pero los domingos por la tarde he estado apareciendo regularmente en un vlog. ¡Nunca adivinarás cuál! Prepárate para flipar en colores.

¡El de Noah y Lily!

Que son lo más de lo más. O sea, tres millones de adolescentes se han apuntado a su canal para ver simplemente cómo se lavan los dientes.

Y yo he salido al final de algunos de sus vídeos. A lo mejor hasta me has visto. Soy el chico ese tan descarado con la cabeza en forma de cebolla que ayuda a los chavales a solucionar sus problemas y que, además, cuenta chistes.

Hace poco, Noah y Lily me invitaron a participar en uno de sus retos y me abofetearon con un pescado fresco. No te puedes imaginar lo orgulloso que me sentí. Poco tiempo después me llamaron por videoconferencia…

—Eres superdivertido, Louis, y nos caes genial —dijo Lily.

Sonreí de oreja a oreja y no pude evitar soltar un «Claro, lo entiendo perfectamente» (soy de esa gente que mete bromas en la conversación todo el rato).

—Así que te vamos a echar mucho de menos —añadió Noah.

Se me borró la sonrisa inmediatamente.

¿Echarme de menos? ¿Por qué? Si yo no me iba a ningún sitio…

Pero ellos sí.

Se iban de viaje para hacer una serie de entrevistas especiales y retos por todo Estados Unidos.

—Tengo pasaporte —dije, echándome a reír (toma indirecta), y Noah y Lily se carcajearon conmigo—. Y una buena amiga mía, Poppy, que es una maga espectacular, está ahora mismo de gira por Estados Unidos con su abuelo. Seguro que me invitan a quedarme con ellos, o sea, que no os supondría ninguna molestia en cuanto a comidas, alojamiento o ropa sucia…

Noah y Lily siguieron riéndose como si tal cosa y luego se despidieron. ¡Increíblemente, no me estaban tomando en serio!

¿Es que no se daban cuenta de que sin mí su audiencia iba a caer en picado?

—Bueno, es una gran oportunidad para vosotros, claro —musité—. ¿Cuánto tiempo os vais?

No lo sabían. Aunque seguro que iban a ser un montón de meses…

—No dejes de seguir nuestro programa, ¿vale, tío? —dijo Noah justo antes de desvanecerse de mi vida para siempre.

Después me quedé medio paralizado por el shock durante un buen rato. Hasta que finalmente compartí con Maddy, mi agente —y mi novia—, lo que había ocurrido. Se quedó conmocionada, igual que yo, pero enseguida me animó diciendo:

—Louis, jamás olvidaré tu cara cuando Noah y Lily te abofetearon con el pescado. Estuviste divertidísimo. Y no voy a permitir que un talento como el tuyo pase desapercibido, sea con Noah y Lily o sin ellos.

Dos días más tarde, Maddy se enteró de la existencia de Hazme reír, un nuevo concurso de talentos para jóvenes comediantes. El productor, Marcus Capel, estaba organizando audiciones por todo el país («¡Podría ser en tu ciudad la próxima semana!»). Pero también invitaba a los chavales a enviar un vídeo de tres minutos que transmitiese «un aroma de tu personalidad».

Maddy y yo nos pasamos un fin de semana entero tratando de capturar «mi aroma» y después nos dedicamos ansiosamente a esperar la respuesta de Marcus Capel. Pasó una semana larguísima. Luego otra…

Y NADA. Cosa que, evidentemente, tenía una única explicación: estaba claro que mi vídeo se había perdido en el correo. Con lo que Maddy y yo hicimos otro y lo enviamos por correo certificado (¿a que soy listo?).

Interrumpo un segundo mi historia para contarte un secreto que no sabe nadie, ni siquiera Maddy. Deseaba tantísimo que Marcus Capel me contestara que formulé un deseo.

—Si existe la magia en el mundo —susurré muy bajito—, que por favor aparezca Marcus Capel.

La verdad es que nunca he creído en la magia, pero hay tantos libros de magos y rollos de esos que pensé que merecía la pena probar, por si acaso. En cualquier caso, no sucedió nada.

¡HASTA ESA MISMA TARDE!

Era el último día de las vacaciones de Semana Santa y Maddy y yo fuimos a Londres para reunirnos con sus dos hermanas mayores, Vicky y Zoe. Nos pasamos el día paseando y viendo las actuaciones callejeras de Covent Garden y después nos invitaron a una comida absolutamente colosal. Cogimos el tren de vuelta y cuando salíamos de la estación algo empanados —porque nos habíamos puesto las botas—, escuchamos una voz grandilocuente que nos decía: «¡Disculpadme, chicos!». Nos adelantó un tipo con barba hipster, camisa blanca de cuello muy abierto y chaqueta de terciopelo. Tras él, arrastrando dos maletas grandes, correteaban una mujer y un niño de la misma edad de mi hermano Elliot, más o menos (unos siete).

—¿Qué te apuestas a que ese hombre es actor? —dijo Maddy.

—El caso es que me suena —repuse yo.

Nos quedamos observándolo mientras se acercaba a un coche megapijo que estaba aparcado junto a los taxis.

—Creo que me está usted esperando —le comentó el hombre al conductor.

—Eso sí que es nivel —le susurré a Maddy—, que te recoja un coche así en la puerta.

Justo en ese momento escuchamos su nombre retumbando en las paredes de la estación, como si nos arrollara un tsunami:

—Soy Marcus Capel.

Fue tan increíblemente alucinante que me pareció que solo podía haber una explicación: magia. Una magia cocida a fuego lento, eso sí, porque yo había formulado mi deseo hacía varias semanas.

Pero imagínate, si Maddy y yo hubiésemos cogido el tren de antes o el de después, ¡nos habríamos perdido a Marcus Capel! Y el momento había sido mágicamente perfecto.

—Debe de estar haciendo audiciones —logré farfullar—. Tenemos que averiguar dónde.

Maddy no contestó. Se quedó parada en el sitio con la boca ligeramente abierta, como presa de un hechizo repentino. Aunque enseguida reaccionó, saliendo de su estupor inicial y anunciando:

—No podemos perderlo.

Cuando me di cuenta, Maddy estaba siguiendo a Marcus Capel. Durante un instante loquísimo hasta pensé que iba a meterse dentro del cochazo con él, pero lo que hizo fue lanzarse al asiento de atrás de un taxi gritando: «¡SIGA A ESE COCHE!». Yo me apresuré a subir con ella. El conductor se dio la vuelta y nos miró con curiosidad.

—Siempre he querido decir esa frase —confesó Maddy.

Cuando arrancamos, pregunté:

—Oye, ¿qué es lo que estamos haciendo?

—Siguiendo a Marcus Capel, evidentemente —contestó, para después añadir—: ¿Qué te apuestas a que va a un hotel? Al Hotel Belle Vue, seguramente, que es el más elegante de la zona.

—Vale, me parece guay, pero ¿qué hacemos después? —insistí.

—¿Y cómo quieres que lo sepa? —me contestó Maddy indignada—. No pretenderás que piense en todo a la vez, ¿no?

Capítulo 2El humorista del hotel

Justo cuando nos acomodábamos en la parte de atrás del taxi, el coche de Marcus Capel se detuvo —tal y como Maddy había anticipado— en la imponente entrada del Hotel Belle Vue. Le pedimos al taxista que nos dejara en la acera de enfrente, para asegurarnos de que no nos pillasen.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

—¿Quieres dejar de preguntarme eso? —se quejó Maddy—. Necesito un minuto para pensar.

Frunció el ceño para concentrarse y después me dijo:

—Louis, espérame aquí.

—¿Esperarte? ¿Para qué? ¿Adónde vas?

—Voy a meterme en el hotel, a investigar. Enseguida vuelvo.

Y desapareció.

¿Qué estaría planeando? ¿Acercarse, quizá, a Marcus Capel y soltar, como quien no quiere la cosa: «Hola, disculpe que lo hayamos seguido, pero podría decirme dónde son las audiciones»? ¡Iba a pensar que estamos locos! Maddy igual creía que si iba ella sola y preguntaba con educación, el señor ese no avisaría a seguridad. Si le hacía gracia nuestra increíble iniciativa para enterarnos de dónde se estaba realizando el casting, podíamos llegar a caerle superbién.

Maddy regresó con una sonrisa.

—Entonces, ¿dónde son las audiciones? —pregunté impaciente.

—No tengo ni idea. Pero sí sé que la habitación de Marcus Capel es la cuarenta y uno. Te acordarás, ¿verdad?

—¿Necesito acordarme?

—Sí, porque el Belle Vue me ha inspirado una idea brillante.

—¿Y qué tal si me la cuentas?

Maddy sonrió triunfal.

—Tú, Louis, vas a ir a visitar a Marcus Capel a su habitación.

—Sí, claro —resoplé.

—No, escucha, que lo tengo todo planeado. Coges el ascensor y subes hasta la cuarta planta, donde está la habitación cuarenta y uno.

—Qué maravillosa idea —musité.

—Llamas a la puerta y dices: «Bienvenidos al Belle Vue». Como si trabajaras en el hotel, ¿entiendes?

—Ya, y se lo va a creer fijo, ¿no? —comenté yo, suspicaz.

—Sí, porque le vas a decir que eres el humorista del hotel.

—Tengo una idea incluso mejor. ¿Qué tal si me pongo una sábana en la cabeza y digo: «Hola, soy el fantasma del hotel»?

—Louis, estoy hablando en serio —me reprochó Maddy—. Después de decir: «Hola, soy el humorista del hotel», te pones directamente a contar chistes. Haz la misma actuación que le enviaste. La que seguro que aún no ha visto. De esa manera, ¡no le va a quedar más remedio que atenderte!

—O igual me larga del cuarto… —sugerí yo.

—No, porque se estará tronchando de risa. Y pensando, por supuesto, en el fantástico servicio de un hotel que no solo te lleva comida y bebida a la habitación, sino también humor de primerísima calidad. ¿Qué más se puede pedir?

—Dicho así, suena sencillo, pero… —dudé.

—Louis, seguro que nunca volveremos a estar tan cerca de Marcus Capel…

—Lo sé.

—Puede que jamás tengamos otra oportunidad como esta en toda nuestra vida.

—También lo sé —murmuré.

—Y una vez que consigas entrar en la habitación de Marcus Capel, estoy convencida de que te adorará… y descubrirá de inmediato tu enorme potencial para la comedia.

Maddy irradiaba tanta confianza en mí que su efecto funcionó como magia. Justo la que yo necesitaba para atreverme a entrar por la puerta.

La miré durante unos segundos.

—¿Sabes qué?

—¿Qué?

—Creo que puedo.

—¡Claro que sí! Vamos, no hay tiempo que perder —repuso Maddy con una gran sonrisa.

—Pero si acaba de llegar.

—Es un alto ejecutivo, Louis, así que estará superocupado. A ver, hay una recepcionista y un guardia de seguridad, pero yo te ayudaré a sortearlos.

—¿Cómo? —pregunté.

—Desmayándome —susurró. Una idea colosal—. Es fácil hacerse la enferma —dijo Maddy mientras se revolvía el pelo—, siempre consigo engañar a mi madre. Con un par de buenas toses, te compran un catarro en un plis.

—Nunca me lo habías contado.

—No me gusta presumir. Bueno, entonces el plan es el siguiente: yo entro en la recepción tose que te tose, finjo que estoy a punto de desmayarme y mientras distraigo a todo el mundo…

—Yo subo como un rayo a la habitación cuarenta y uno.

—Exacto —susurró victoriosa.

—Maddy, eres la agente más maravillosa del mundo mundial.

Ella, dándolo por hecho, me enseñó un rincón de la entrada donde esconderme y vigilar todos sus movimientos.

—Recuerda —cuchicheó—, cuando yo diga: «Me temo que estoy a punto de desmayarme»…

—Entro yo en acción. Buena suerte, Maddy.

—Buena suerte, Louis.

Y con eso, se puso en marcha hacia la recepción, ensayando su tos.

El interior del Hotel Belle Vue era muy grande y de lo más elegantoso. Se veían lámparas de araña por todas partes y un montón de sillones con pinta supercómoda, aunque, extrañamente, apenas había nadie.

Solo una señora de pelo verde que parloteaba como un loro con la recepcionista:

—Oh, ¡no me cabe duda de que nos trataréis tan bien como siempre!

A su lado, tres chicos adolescentes con ropa deportiva carísima se revolvían impacientes. Después, cargados de bolsas y raquetas de tenis, se dirigieron al ascensor como si fueran un pequeño ejército invasor. Un gigante rubio con uniforme de color granate se acercó a ellos y sonrió servilmente a la señora del pelo verde. Ella le preguntó qué tal estaba, pero antes de que el hombre pudiera contestar, la mujer ya le estaba contando su vida en verso.

De repente, Maddy llegó a la recepción y soltó una tos de tales dimensiones que hasta la mujer del pelo verde interrumpió su cháchara. Después, mi novia anunció con voz temblorosa, quedándose sin aliento:

—Perdón, pero me temo que estoy a punto de desmayarme…

Comenzó a tambalearse con tanta convicción que tanto la chica de recepción como el gigante del ascensor acudieron a socorrerla de inmediato. Enseguida estaban depositando a la enfermísima Maddy en uno de los lujosos sillones. Me quedé paralizado durante unos segundos admirando su interpretación; ¡qué prodigio de chica!

Pero ahora me tocaba entrar en acción a mí…

Era importante pasar desapercibido, así que metí las manos en los bolsillos y me puse a silbar como quien no quiere la cosa. Tenía el ascensor justo delante.

Aunque nunca lo alcancé, porque, de repente, me vi volando por encima del rutilante suelo hasta estrellarme en él, muy confuso y rodeado de piernas.

—¿Podéis hacer el favor de ayudar a este pobre chico? —graznó la señora del pelo verde, y enseguida seis manos me pusieron en pie—. Les he dicho mil veces que no dejen sus maletas por todas partes —se excusó la mujer—, podrías haberte hecho daño. ¿Estás bien, cariño?

—Nunca he estado mejor —dije en plan simpático y deseando pirarme de allí.

—¿En qué habitación te alojas? —me preguntó, y yo dudé—. El golpe te ha dejado en shock, ¡pobre! —exclamó ella—. Se te ha borrado de la cabeza, ¿verdad?

—Ah, pero me acabo de acordar —contesté—. Es la cuarenta y uno.

—Entonces estás en la misma planta que nosotros. Venga, que te ayudamos.

Le eché un ojo a Maddy. Se estaba bebiendo un vaso de agua como si llevara un año perdida por el desierto, y la recepcionista y el guardia de seguridad seguían superpendientes de ella. Mi novia lo tenía todo bajo control, o sea, que yo podía subir tranquilo con la familia en el ascensor. Y menos mal que lo hice, porque se necesitaba una tarjeta del hotel para activarlo.

—¿Quieres que te acompañemos hasta tu habitación? —me preguntó la mujer. Le aseguré que no hacía falta, pero de repente gritó—:

¡Por ahí no se va a la cuarenta y uno! Es por el otro lado —me aclaró, indicándome la dirección correcta con la mano—. Pobrecito mío, aún estás un poco confuso por el golpe, ¿verdad?

—Un poco, sí —asentí.

Cuando me marché, volvió a echarles la bronca a sus hijos, por atolondrados.

Antes de que me diera cuenta, por fin había alcanzado mi destino.

La habitación cuarenta y uno.

Normal que mi corazón se pusiera a palpitar como loco y yo a sudar a chorros.

Llamé a la puerta y una voz —la del mismísimo Marcus Capel— clamó:

—¡Pasa!

Y eso fue exactamente lo que hice.

Capítulo 3Louis el salvavidas

Entré en una habitación enorme. De hecho, era tan enorme como toda mi casa ENTERA, y tenía un montón de camas, sillas y mesas. El señor y la señora Capel estaban frente a una mesa llena de tartas, cerca de una camarera con cara de no entender nada. El panorama difería bastante de lo que me había imaginado.

La camarera, que tenía el flequillo largo y una dentadura muy blanca, me sonrió y me habló:

—Debes de haberte equivocado de habitación. ¿Estás buscando a tus padres?

Se dirigió a mí no solo como si tuviera dos años, sino como si, además, fuera tonto. Me quedé desconcertado porque no me esperaba su presencia y mucho menos sus preguntas. Aparte de que tampoco me gustó nada cómo me examinaba, de arriba abajo…

Total, que cuando abrí la boca, no me salió ni una sola palabra. Sabía que tenía que decirle algo a Marcus Capel que justificara mi presencia en su cuarto, pero se me había olvidado por completo.

—¿Te has perdido? —cacareó la camarera de nuevo…

Esa tipa a la próxima era capaz de preguntarme si necesitaba que me cambiara el pañal…

Se me había secado la boca, así que tragué saliva. Solo estaba seguro de una cosa: se suponía que tenía que contar chistes, pero era imposible. ¡No podía ni hablar! Me sentí como un fraude. Y a Maddy —que tan bien había interpretado su papel— la iba a decepcionar mogollón.

—No, estoy en la habitación correcta —conseguí musitar, aunque la voz me salía con un tono agudo tan raro que ni siquiera la reconocía como mía—. Soy el… —No conseguía acordarme de las palabras de Maddy—. Soy el…

Justo entonces vi al tercer Capel. Estaba al otro lado de la habitación, encorvado sobre un plato de pasteles. Sin embargo, no comía. Tenía la cara de color rojo y se movía de manera muy rara, como si tuviese convulsiones. Un momento… ¡El chico se estaba ahogando y nadie se había dado cuenta!

—¡No te preocupes! —chillé—. ¡Sé exactamente lo que hay que hacer!

Atravesé la enorme habitación en dos zancadas y me acurruqué junto al hijo de los Capel. Los padres, alertas de pronto ante esa nueva situación, también se agacharon ansiosos.

—¿Cómo se llama? —les pregunté.

—Mason —corearon ambos a la vez.

—Qué nombre más molón —dije—. Mason, necesito que te inclines hacia delante. Así, muy bien. Tú sí que sabes, chaval. —Con un brazo le rodeé el estómago y con el otro le di un golpe seco y brusco entre los omóplatos. Al cuarto golpe, salió disparado de su boca un trozo de pastel que cruzó la habitación—. Mira qué buen tiro, tío. Enhorabuena, Mason.

Su madre, a toda prisa, le ofreció un vaso de agua.

—Todavía no —le indiqué, ya que Mason aún no respiraba con normalidad—. Ahora necesitas relajarte y justo para eso estoy yo aquí, Mason. ¿A los fantasmas cómo les gustan los pasteles? «¡Que estén de miedo!».

Mason agitó la cabeza levemente.

—¿Qué le dices a King Kong el día de su graduación en la universidad? «¡Me Kong-ratulo!».

Aquí ya empezó a menear los hombros.

—Mi perro persigue a todo el mundo en bicicleta. ¿Qué hago? «¡Quitarle la bici!».

El tercer chiste lo consiguió. Mason abrió la boca para reírse a carcajadas y, ya de paso, recobró el aire.

Sus padres lo achucharon. La camarera, superalucinada ante mis habilidades, me preguntó:

—¿Cómo sabías qué hacer?

—Bueno, es que soy el médico más joven del mundo. Aprobé todos los exámenes de la carrera cuando tenía tres años… No, en serio, hice un cursillo en el colegio.

—Me has salvado la vida —musitó Mason entre bocanadas de aire.