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Acabo de caer en Empollonlandia, o sea, en un colegio superserio y superaburrido, y de pronto mis padres se han obsesionado con mis deberes, mis exámenes y las actividades extraescolares. ¡Hasta han secuestrado mi tele! Menos mal que he conocido a Maddy y me ha revelado el secreto mejor guardado de la historia de la humanidad: las cuatro reglas básicas para entrenar a los padres. Si ella pudo entrenar a los suyos para que la dejasen en paz, yo no voy a ser menos. ¡Hoy mismo pongo en marcha el curso intensivo!
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Seitenzahl: 165
Veröffentlichungsjahr: 2016
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El Club de los Superempollones
Mamá hace cosas raras
Comienza la pesadilla
Aparece Maddy
La gran oportunidad de mi vida
Cómo entrenar a tus padres
Mi cita con el destino
El peor día de mi vida
Curso de entrenamiento para padres
Camino de la fama
Una reaparición sorpresa
Cuando a los padres se les entrena en exceso
Una pasada de llamada
Créditos
Creo que he llegado a un lugar muy raro.
Hoy he empezado en el cole nuevo. Me recibió una momia que afirmó ser el director. Tiene como ciento ocho años, una ceja gigante y al hablar escupe sin parar. Tuve que limpiarme la cara cuando se marchó porque me dejó empapado.
Me dijo cuatro veces cuánta suerte tenía de ir a su colegio mientras pronunciaba mal mi nombre una y otra vez. Me llamo Louis, que se pronuncia «Lu-i» y no como lo decía él, «Lewis». Pero yo, por si acaso, no le corregí. La ceja gigante me daba miedo.
Después conocí al tutor de mi curso, el señor Wormold, una comadreja con flequillo tipo casco que me dijo que ojalá resultara ser un valor para el colegio, aunque él mismo parecía dudarlo.
Luego me presentó a la clase. Todos contemplaron a un chaval con pinta de tontorrón, cabeza con forma de cebolla y pelo de punta castaño. Me puse supernervioso. Cuando me pongo nervioso, me sale acento australiano. Total, que les dije «Buenos días, canguros», y se quedaron todos mirándome en silencio, flipando.
Me senté al lado de un chico que se llama Theo.
Le conocí el día que nos mudamos aquí. Vive en una casa enorme al final de mi calle.
Me preguntó si era australiano.
—Solo por las mañanas —le contesté, y su rostro no esbozó ni media sonrisa.
Mirando a mi alrededor, enseguida me di cuenta de que en el aula no había chicas (soy así de perspicaz). Aunque la mayoría suelen molestarme, echo de menos no verlas pululando por ahí. Aparte, en clase solo había veinte alumnos, que no es ni medio suficiente (en mi antiguo cole había prácticamente el doble).
La primera materia fue Lengua. El profe estaba entregando unos trabajos del trimestre pasado y la tensión se palpaba en el aire. Parecía que estaba a punto de anunciar al ganador de la lotería.
Luego, en el recreo, sonó el móvil de Theo. De entre todas las personas posibles, era nada más y nada menos que su padre, que le llamaba para ver qué tal le había ido con el trabajo. Theo, de hecho, había sacado la mejor nota de la clase, un sobresaliente.
—Acabo de hacer sonreír a mi padre —dijo muy orgulloso, y yo pensé que si mi padre me llamara al colegio, no sonreiría durante mucho rato.
Después del cole, Theo se fue corriendo a clase de trompa. Bueno, prácticamente casi todo el mundo iba apuradísimo camino de alguna espantosa actividad extraescolar.
¿Habré aterrizado en El Club de los Superempollones, querido diario?
1) Mi dormitorio no tiene ese olor a queso apestoso que tenía el antiguo. Esto se debe a que ya no tengo que compartirlo con un enano repugnante y llorón llamado Elliot.
2) Eso es todo.
1) Nadie me preguntó. En noviembre mis viejos anunciaron que nos mudábamos más cerca de Londres porque a mi padre le habían ofrecido un trabajo nuevo así, de repente, como salido de la nada. «Es una oportunidad única —dijo—. Sobre todo, teniendo en cuenta mi edad», añadió en plan chiste. Y ya está. Ni siquiera se molestó en preguntar si me importaba mudarme a cientos de kilómetros de casa.
2) He vivido en mi antigua casa toda mi vida (doce años enteros), y la verdad es que no quería mudarme.
3) Fue horrible tener que despedirme de mis amigos.
4) Cada día en el cole nuevo dura como tres siglos.
5) Allí está prohibido reírse.
6) El único motivo por el que estoy en ese cole es porque el nuevo jefe de mi padre es colega de uno de los dueños. Mis padres no saben que les oí hablar de ello.
7) Me siento supersolo.
8) Estoy demasiado deprimido como para seguir con la lista.
Nuestros vecinos son unos aguafiestas. Esta tarde, después del cole, estaba jugando al fútbol yo solo, en el jardín trasero, cuando la señora de al lado ha tocado el timbre para quejarse del ruido. Decía que por mi culpa Olympia no podía concentrarse.
¡Y Olympia tiene cinco años!
Theo es un pringado blandengue.
Siempre parece que sus papaítos lo acaban de lavar y planchar. Ya sé que eso no lo puede evitar, pero es que, además, siempre habla en voz bajita, susurrando, se toma todo muy en serio y no tiene ningún sentido del humor (en otras palabras, no se ríe de ninguno de mis chistes).
Algunos de los otros alumnos no están mal, aunque en general aquí todos tienen como ansiedad y nervios y se pasan la vida angustiados. Como si el colegio les hubiera extirpado toda la diversión de dentro. Más vale que no intente hacérmelo a mí también.
Hoy me han devuelto mis primeros deberes de Ciencias. Y enseguida estaba Theo zumbándome en la oreja:
—¿Qué has sacado?
Como si a alguien le importara…
He sacado un 10 sobre 20, cosa que me da igual, así que se lo dije. Y él, por supuesto, me echó una sonrisilla.
Después, le pillé copiando mi nota en la parte de atrás de su cuaderno.
—¿Para qué haces eso? —le pregunté.
—Es que a mi madre le interesa mucho —me contestó, poniéndose muy rojo.
Lo que su madre tendría que hacer es salir más a menudo…
Lo cierto es que estoy bastante contento con mi 10 sobre 20. Tampoco sacaba superbuenas notas en mi antiguo cole. Creo que tengo lo que se llama capacidad media para la mayoría de las cosas. Bueno, quizá estoy por encima en hablar en público y en Lengua (aunque mi ortografía es terrible), y un poco por debajo en las asignaturas malignas, como Francés y Matemáticas. Hasta ahora, mis padres han estado relativamente contentos con mis notas y mi comportamiento en el cole. Los profes solían decir que, a pesar de ser un poco bocazas, les caía bien.
De todas formas, este rollo del cole no me importa demasiado porque no tiene nada que ver con mi futura carrera. Y es que voy a ser humorista. No os riais. Bueno, sí, reíos si queréis, pero solo hay una cosa en el mundo que se me da bien de verdad, y es hacer sonreír a los demás.
Cuando tenía como dos años ya hacía reír a mi abuela y a mis tías. Por entonces cantaba canciones chorras y luego, cuando crecí un poco más, contaba chistes chorras y hacía imitaciones de gente de la tele. Mi abuela se secaba las lágrimas diciéndome que era un «pequeño diablillo», mi madre se ponía a decir que no sabía de dónde había sacado la gracia y, mientras, yo me sentía superfeliz y orgulloso.
En el cole siempre era yo el que animaba las clases con alguna tontería. De hecho, si la clase era especialmente rollo, mis compis se ponían a mirarme para ver si conseguía levantarles el ánimo.
Entonces, el año pasado, hubo un concurso de talentos para niños. Éramos veintitrés concursantes y el ganador… fui YO, como lo demuestra el diploma que tengo colgado en la pared de mi cuarto.
Cuando salí al escenario estaba supernervioso. Mi corazón palpitaba como loco, me puse a sudar a mares… y empecé a farfullar con mi acento australiano. Sigo sin saber si el público se reía de mis chistes o de lo malísimo que es mi acento, pero bueno, el caso es que la gente se reía, sentí un clic dentro de mí y se me quitó todo el miedo. Podría haberme quedado en el escenario mucho más rato. No os puedo explicar lo maravilloso que fue. Sencillamente, fue el mejor momento de mi vida.
Esta noche nos han invitado a toda la familia a la mansión de Theo, que está al final de la calle.
El padre de Theo abrió la puerta y rugió:
—¡Bienvenidos a bordo!
Es tan calvo como una bola de billar y absolutamente enorme. Me cogió la mano, me la espachurró durante más o menos dos años y cuando conseguí musitar un «Hola, señor Guerney», meneó la cabeza enérgicamente y bramó:
—¡Aquí no nos andamos con ceremonias! Yo soy Mike y ella es Prue.
Mientras tanto, Prue (la madre de Theo) se paseaba por ahí con unos pantalones negros floreados y un montón de pulseras que hacían que pareciese un sonajero. Dijo que había mucha comida y que esperaba que la «devoráramos», pero a continuación nos dio a cada uno un plato del tamaño de una lentilla. Flipante.
Después de cenar, nos sorprendieron con un alucinante espectáculo. Theo tocó el piano (antes de empezar me miró y se puso un poco colorado) y luego Mike y Prue nos hablaron de las grandes dotes musicales de Theo para continuar con sus demás dotes en general. A esas alturas, sin embargo, yo estaba bostezando tan fuerte que no me enteré bien.
Luego le tocó entretenernos a Libby, la hermana de Theo. Solo tiene seis años, igual que Elliot (como le cuchicheó mamá a papá después), pero ya sabe recitar de memoria todos los reyes y reinas que ha habido desde el año 1066 hasta la actualidad.
Al final mi madre preguntó:
—Pero ¿cómo habéis conseguido todo esto con unos niños tan pequeños?
—Bueno, sus cerebros son como esponjas —vociferó Mike— y absorben conocimiento constantemente, pero también…
Entonces se interrumpió y miró a Prue.
Prue nos hizo señas para que la siguiésemos hasta la cocina. En la pared había una tabla que mostraba todas las actividades extraescolares de Theo y Libby: música, apreciación del arte, ajedrez y otras cosas igual de horripilantes.
—Cuesta mucho trabajo seguirles el ritmo —dijo Prue— y saber dónde tengo que estar y con qué equipamiento, pero estamos decididos a que no pierdan un solo segundo de su tiempo.
Mis padres miraron la tabla con los ojos desorbitados y luego Elliot, de sopetón, soltó que hoy había escrito un cuento.
—Oh, ¿de qué trata, cielo? —canturreó Prue, muy interesada.
—De una persona que se come los mocos —empezó.
Me fijé en mamá y me di cuenta de que evitaba una sonrisa. Poco después nos largamos todos de allí. Para no volver, espero.
Carece completamente de cualquier sentido del ritmo. Esto no tendría importancia si no insistiera, a su avanzadísima edad, en bailar en fiestas y bodas. Mucho peor aún: una vez se puso a tocar una guitarra imaginaria en una tienda de música. Sonaba una canción de la lista de éxitos del siglo XVII y papá la reconoció, así que se puso a hacer cabriolas como un loco, sin importarle nada que yo estuviera a su lado. Luego me contó que cuando era adolescente había estado un par de semanas en una banda. Yo alucino… Alucino en colores.
Hay momentos en los que se le va la olla. Nunca sabes cuándo puede suceder. El más reciente fue el otro día, cuando estaba yo tan tranquilo viendo la tele y de repente se puso a dar tumbos delante de la pantalla despotricando: «No estarás viendo esta basura, ¿no? ¿No tienes nada mejor que hacer con tu vida?». Siguió en ese plan durante un rato más, pero yo mantuve la calma, fui paciente con ella y al rato se calló, dejando que volviera a instalarme delante de la tele sin interrupciones.
Tras una noche expuestos al comportamiento de chalados como Mike y Prue, me veo obligado a admitir que mis padres no están tan mal.
Mike y Prue están constantemente encima de sus hijos, así que ¿te imaginas pasar todos los días con ellos? No, querido diario, mejor ni te lo imagines, porque no tendrías más que pesadillas.
Le he regalado a mi madre una chocolatina con fruta y nueces (su favorita). Estaban en oferta, así que se la compré. Se ha puesto supercontenta y me ha plantado un beso baboso en la cara antes de que haya podido evitarlo. Solo por esta vez me he dejado y hasta le he dado un abrazo y todo.
Cuando mi padre ha llegado a casa, me ha preguntado si ya me he aprendido la lista de los reyes y las reinas de Inglaterra desde 1066. Me lo ha preguntado con una voz totalmente seria y solo me he dado cuenta de que estaba bromeando cuando he notado cierto brillo en sus ojos. «Qué susto, papá», le he dicho, y él ha estallado en carcajadas.
El señor Wormold me retuvo a primera hora, después de pasar lista. Me dijo que mi aspecto era «totalmente lamentable» y luego se dedicó a criticarme con más detalle, comenzando por el nudo de la corbata (demasiado pequeño, al parecer). «Aquí estoy, escuchando consejos de estilismo de un hombre que lleva los pantalones hasta los sobacos», pensé. Por suerte, siempre veo el lado divertido de las cosas, así que cuando terminó de hablar repliqué:
—Muchísimas gracias, su mágica excelencia.
La mayoría de mis antiguos profesores habrían sonreído, pero Wormold no. Él se limitó a inflarse como un globo y a comentar:
—Hemos sido muy pacientes contigo, pero nuestra paciencia se está agotando (y se le llenó la boca al pronunciar esta última palabra).
Por algún motivo, ¡me da la impresión de que no le caigo muy bien!
La mujer de la casa de al lado, la señora Reece, ha vuelto a quejarse de mí. Esta vez ha sido porque estaba en el jardín y carraspeé demasiado fuerte, o alguna tontería por el estilo. Te lo aseguro, vivimos en un lugar atestado de gente insufrible que protesta sin parar, y curiosamente la mayoría de las protestas tiene que ver conmigo.
Mi madre trató de ser amable con ella y le preparó una taza de té. La señora Reece se sentó en la cocina a lamentarse sobre lo ocupada que estaba últimamente haciendo de chófer para Olympia, llevándola de acá para allá a clases de música, al Club de Arte y a natación.
—Sin embargo, por mucho que una haga, siempre se puede hacer más, ¿verdad? —dijo, y luego siguió quejándose.
Yo me largué al piso de arriba y estuve practicando mi imitación de Wormold: podría decirse que es mi pequeña venganza por lo de ayer. Me ha costado un rato conseguir la voz, pero ya la tengo pillada. Si tuviera que opinar yo mismo, diría que es una imitación perfecta.
Esta noche he terminado de decorar mi habitación. He forrado las paredes con fotos de genios de la comedia. Estos pequeños toques personales son los que hacen hogar, ¿no? Ahora, cuando atravieso la puerta, entro en mi particular universo del humor.
Un poco desastre, la asamblea de hoy…
El director nos estaba echando una charla interminable sobre la cantidad de ruido que hacemos en los pasillos cuando nos cambiamos de aula. Seguía dale que te pego con los niveles de decibelios hasta que finalmente le susurré a Theo:
—Se me ha dormido un pie: me encantaría imitarle.
Para mi completo alucine, Theo soltó una risa. Bueno, más bien una especie de gritito. Él también se quedó bastante alucinado, y además se puso rojo como un tomate.
Por fin había hecho reír a Theo. Me habría puesto de lo más contento si el director no se hubiese interrumpido para clavarme la mirada.
Luego me apuntó con un dedo largo y arrugado y me di cuenta de que me acusaba de ser la persona que había soltado ese gritito tan extraño. Tampoco podía contarle la verdad, ¿no?, así que me mandó fuera, a esperar ante su cámara de los horrores.
Tras la asamblea me dio un discurso larguísimo sobre lo mal que había empezado y que ese era un colegio serio. Mientras hablaba, puso su careto asqueroso al lado del mío y me llenó de saliva. Además, su aliento era horripilante. «Dentro de un segundo —pensé— voy a tener que decirle que se aparte antes de que me derrita la cara. No debería ser director con un aliento así. Estoy seguro de que atenta contra las normas básicas de higiene y seguridad».
Cuando ya por fin me largaba de allí, graznó:
—Te estaré vigilando.
Mientras no vuelva a respirar encima de mí me da exactamente igual…
Los muertos vivientes vienen… a nuestra casa. O están a punto. Mike y Prue (junto a Libby y Theo) estarán aquí de un momento a otro. Mi madre dice que no queda otra opción, ya que sería una grosería que no les devolviéramos la invitación.
Papá y ella han estado prácticamente todo el día preparándose para la visita. Mamá se acaba de poner una blusa azul de lentejuelas que le ha regalado papá.
—Eh, mami, estás de lo más elegante —le he dicho.
Soy superencantador cuando quiero.
Acaba de sonar el timbre. Ya está aquí el matrimonio monstruoso. Informe completo más tarde.
¿Sabes lo que han estado haciendo Mike y Prue durante la primera media hora? Cotillear nuestra casa. ¿Te lo puedes creer? Luego Prue preguntó si podía «echar un vistazo» arriba y Mike la siguió como un perrito faldero.
Después tuvieron el detalle de ponernos al día con los últimos éxitos de Theo y Libby, como que Theo ha sacado tres sobresalientes en una semana. Cuando nos lo contó, Mike dio un puñetazo al aire y gritó:
—¡Sí! Estamos muy orgullosos de esos sobresalientes, pero no queremos que Theo se quede ahí. Ahora hay que exigirle matrículas de honor, ¿verdad?
Prue asintió entre el tintineo de sus pulseras.
—Nunca hay que darse por satisfecho —vociferó Mike—. Nunca hay que dejar de esforzarse. Yo jamás he aprobado un examen —confesó entonces, y yo me esforcé por parecer sorprendido—. ¿Y sabéis por qué?
Hizo una pausa, y yo me moría por gritar «¡Porque eres lerdo!», pero Mike dijo finalmente, como por otro lado era de esperar:
—Porque no tuve a nadie que me motivara.
—Sin embargo, te ha ido muy bien —intervino mi madre con tono alentador.
Él le dedicó una reverencia empalagosa y replicó:
—Si hubiese tenido a alguien detrás de mí animándome, podría haber hecho algo verdaderamente importante. Por eso, desde el día que nacieron nuestros hijos, les hemos empujado a ser alguien, les hemos estimulado y siempre hemos puesto su felicidad por delante de la nuestra. ¿Verdad que sí? —añadió, girándose hacia Libby y Theo.
—Sí —corearon como si hubieran ensayado la situación (y quizá sí la hubieran ensayado).
—¿Qué dijiste el otro día, Theo, sobre tus expectativas de futuro? —le preguntó Mike.
Theo, que me estaba observando, apartó la mirada y murmuró algo.
—Venga, dilo bien alto, chico, porque merece la pena compartirlo con todo el mundo —rugió Mike.
—Quiero ser director de una empresa antes de los veinte —dijo Theo, aún sin atreverse a mirarme.
—¡¿Qué os parece?! —exclamó Mike, rebosante de orgullo, que después se dirigió a mí—. ¿Y tú, Louis? ¿Cuáles son tus expectativas de futuro?
Pensé un rato sobre la pregunta y finalmente respondí:
—Tengo una superexpectativa de futuro. Cuando tenga veinte años, me gustaría lavar lechugas en un hotel.
Mike me miró destrozado durante unos instantes. Luego Theo soltó otra de sus risas-grititos y Mike, incómodo, se rio entre dientes.
Más tarde, mi madre me preguntó por el tema, un poco enfadada.
—¿Por qué has dicho que querías lavar lechugas?
¡Vaya pregunta más tonta!
—Pues para que se echasen unas risas, mamá, ¿por qué si no? —le contesté.
