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Anne Marie Winston

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Beschreibung

Cuando Marty Stryker, un ranchero viudo, puso un anuncio en el periódico buscando esposa, lo último que se esperaba era una segunda oportunidad en el amor. Su hijita necesitaba una mamá cariñosa, y él necesitaba alguien con quien compartir su enorme cama, vacía desde hacía mucho tiempo. Pero no contaba con que su nueva novia, Juliette Duchenay, también haría una aportación al matrimonio. Desde el primer beso, Marty supo que toda su fuerza de voluntad no sería suficiente para evitar que su corazón se rindiera...

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Seitenzahl: 214

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Anne Marie Rodgers

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Completamente tuya, n.º 1060 - septiembre 2018

Título original: Tall, Dark & Western

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-044-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Marty Stryker abrió su buzón en la oficina postal de Kadoka, Dakota del Sur, y recogió la carta dirigida a él con letra femenina desconocida con sumo cuidado, como si fuera venenosa. Se paró junto a una papelera y tiró la propaganda.

¿Debía leerla? Las últimas cartas recibidas habían sido tan tontas que ni siquiera se había molestado en contestarlas. Enseguida rasgó el sobre y leyó:

 

Querido ranchero:

¿Cuánto debo saber sobre niños para casarme con usted? Tengo dieciocho años. Sé que pensará que soy demasiado joven, pero…

 

Marty bufó y tiró la carta a la papelera. Otra más que mordía el polvo.

Desilusionado, abrió la pesada puerta y salió fuera, a la tarde helada. Tenía la camioneta aparcada en una esquina, a unos pocos pasos, en Main Street. Caminó a grandes zancadas y se subió a ella, poniendo la calefacción y quedándose quieto un minuto para calentarse. Se quitó el sombrero de cowboy y lo dejó sobre el asiento de al lado, pasándose la mano por los cabellos dorados y rizados.

Entonces comenzó a sentirse deprimido. Había puesto anuncios en varios periódicos de Rapid City, Dakota del Sur, desde hacía un año. Anuncios buscando esposa. ¿Quién habría podido imaginar que iba a ser tan difícil encontrar a una buena mujer?

Arrancó el motor y condujo hacia el sur, hacia las afueras de la ciudad. Se dirigía a Lucky Stryke, el rancho en el que trabajaba con su hermano Deck. Lo único que deseaba era poder contar con una mujer bien capacitada, una mujer amable que compartiera con él la crianza de su hija y lo ayudara en las tareas del rancho. Alguien que disfrutara de un buen revolcón entre sábanas unas cuantas veces a la semana. No era necesario que le prometiera amor eterno; de hecho jamás tendría en cuenta a ninguna mujer que soñara con ello.

No, ya había disfrutado del amor. Y perder a Lora había sido insoportable. Lo único que quería era una compañera, alguien que llegara a gustarle lo suficiente como para compartir con ella el resto de su vida. Y no quería más hijos, así que tendría que ser alguien que no deseara tenerlos. Pero, aparte de eso, no era necesario que cumpliera ningún otro requisito.

O quizá sí. Marty recordó algunos de los desastrosos encuentros de los últimos meses. Mujeres borrachas, mojigatas, mujeres que juraban tener treinta años cuando estaban más cerca de los sesenta… La única que parecía merecer la pena había sido, precisamente, la que declaró que jamás podría vivir en un lugar perdido de Dios como Kadoka.

Marty amaba su ciudad y a su gente, una ciudad de unos setecientos y pico habitantes. Amaba las praderas anchas, planas, y las suaves colinas. Amaba el viento que soplaba por ellas y su verano abrasador, el ganado vacuno y las pavorosas tormentas del norte. Entonces contempló por la ventana los erosionados picos de las Badlands, que se extendían hacia el oeste, oscuros y preciosos a sus ojos… Y, en contra su voluntad, recordó otro viaje que había hecho por esa misma carretera, hacía más de dos años, en dirección opuesta y a mucha más velocidad. Iba hacia el hospital de Rapid City, con su mujer, a punto de parir.

Sus manos se aferraron al volante. En aquel viaje había perdido la batalla contra el tiempo, había perdido a Lora y al bebé que llevaba en su seno, y desde entonces había vivido en soledad y lleno de pesar. Casarse no era el objetivo principal de su vida, pero tenía que pensar en su hija. Su preciosa y revoltosa hija necesitaba una madre. Y él estaba harto de dormir solo, de trabajar y de luchar contra el tiempo, de hacer las comidas, de poner lavadoras, de marcar y ayudar a parir terneros. Cansado del aspecto lamentable que su casa había adquirido sin la presencia de una mujer.

Por eso, lo mejor era continuar poniendo anuncios. Por mucho que su hermano y sus amigos pensaran que estaba loco.

Tenía que existir la mujer ideal. En alguna parte.

 

 

Juliette Duchenay echó el sobre al buzón en la oficina postal de Rapid City, Dakota del Sur.

Un minuto más tarde seguía de pie, frente a él, vacilando. ¿Qué diablos le sucedía, cómo se le había ocurrido contestar al anuncio de un perfecto extraño buscando esposa? Debía estar loca.

Se cruzó de brazos y siguió mirando el buzón. Era una mujer muy menudita. Quizá pudiera meter el brazo por la ranura y pescar de nuevo el sobre, si se quitaba el abrigo. Era ilegal, pero…

Juliette estaba considerando seriamente la idea cuando alguien entró en la oficina postal. Y luego otra persona más. Era obvio que la carrera delictiva no estaba hecha para ella.

Agarró el cochecito de bebé en el que dormía su hijo Bobby, de seis semanas, y echó a andar. Bueno, probablemente aquel desconocido no contestara nunca. Quizá hubiera encontrado ya esposa. La sección de anuncios personales de aquel periódico era de lo más ridícula. Había estado leyéndola en el aeropuerto, de vuelta de California. Primero le había echado un vistazo solo por pasar el tiempo, pero de pronto se le había ocurrido pensar que si se casaba de nuevo su suegra no podría seguir importunándola, tratando de conseguir que se quedara a vivir con ella.

Casarse de nuevo. Parecía un paso demasiado drástico, pero con su suegra era necesario ser drástico. Cada vez le ponía más difícil tomar sus propias decisiones, desde que se había quedado viuda. Su suegra había estado tomándolas por ella durante el embarazo, tras la muerte de Rob. Pero ya no estaba encinta, ya no era una exhausta y dolida viuda. Por desgracia, sin embargo, al tratar de reorganizar su vida, Millicent Duchenay había actuado a sus espaldas, alquilando el apartamento al que pensaba mudarse y haciéndose cargo de la cuenta bancaria de Rob. Y todo ello, según decía, por el bien de la familia. La familia debía permanecer unida.

Aquello era ya demasiado. También mudarse a Rapid City le había parecido al principio una decisión drástica, pero enseguida se había dado cuenta de que no lo era tanto. Millicent tenía mucho dinero, y el dinero lo podía todo. Millicent había sobornado a los dueños del almacén en el que Juliette había encontrado su primer empleo. Su jefe le había dado dos semanas de plazo para marcharse, advirtiéndole de que la próxima vez no debía informar a su suegra de su paradero. Juliette había encontrado un segundo empleo y había seguido su consejo, pero la actitud de su suegra la preocupaba cada día más.

No estaba dispuesta a que Bobby creciera bajo la estricta tutela de su abuela, tal y como había crecido su padre. Oh, sí, había amado mucho a Rob, pero lo había conocido en la Universidad y se habían casado repentinamente, antes de volver a su ciudad natal… y de conocer a su madre. ¿Se habría casado con Rob de haber sabido lo estrechamente pegado que seguía a las faldas de su madre? Juliette no había querido jamás pensar demasiado en ello. Por supuesto que había amado a Rob, por supuesto que se habría casado con él.

Quizá.

Millicent era una mujer de buena posición social. Ella y Juliette jamás habían discutido abiertamente, pero más que nada se debía a que la nuera la trataba con el mayor de los tactos. Al morir Rob, paulatinamente, Juliette se había dado cuenta de que, si la dejaba, Millicent era capaz de gobernar su vida. Así que no se lo había permitido.

Juliette se dirigió resuelta al coche y ató a Bobby en su sillita, en el centro del asiento trasero. Se sentó al volante y volvió a leer el anuncio del periódico al que acababa de contestar:

 

Hombre blanco, viudo, en la treintena, y próspero ranchero, busca esposa para casarse, mantener la casa y cuidar niños. Ofrece seguridad, fidelidad, y un buen nivel de vida.

 

Aquel anuncio era distinto de los otros, era directo. El hombre no se proponía a sí mismo de un modo romántico, no parecía dispuesto a volcar todo su afecto sobre su futura mujer. Ni especificaba que la esposa requerida tuviera que tener una talla determinada de sujetador o una edad concreta. No le importaba si a ella le gustaba contemplar la luna o que le regalaran rosas, bailar o cenar a la luz de las velas. Y, lo más importante de todo: tenía hijos, porque requería a una mujer que supiera cuidarlos. Por eso, probablemente, tampoco le importara que ella los tuviera. No le importaría tener otro más.

No obstante Juliette no había mencionado a Bobby en su respuesta. El instinto le había prevenido en contra. Era mejor esperar.

 

 

Marty Stryker rasgó el sobre y leyó la escueta nota, escrita a mano, que encontró en su buzón de la oficina postal de Kadoka, Dakota del Sur:

 

29 de Noviembre

Querido señor:

Le escribo en respuesta a su anuncio solicitando esposa. Si la plaza está aún vacante, desearía que me considerara su candidata. Tengo veinticuatro años, he estado casada y ahora soy viuda. Sé cocinar, limpiar y llevar una casa. Me interesan los niños, y cuidaría gustosa de los suyos. Si desea que nos conozcamos, actualmente vivo y trabajo en Rapid City.

Espero ansiosa sus noticias.

Sinceramente, Juliette Duchenay

 

Querida señora Duchenay:

Muchas gracias por su carta. Tengo una hija de cuatro años y necesito a alguien que me ayude con ella. También necesito a una persona que se ocupe de la casa, porque soy ranchero y trabajo fuera todo el día. Me encantaría encontrarme con usted en Rapid City. Preferiblemente un sábado o domingo por la tarde.

Sinceramente, Todd Martin Stryker, Junior

 

12 de Diciembre

Querido señor Stryker:

Es un placer recibir su carta. Espero ansiosa el momento de saber más sobre su hija y su rancho. ¿Sería posible que nos encontráramos en el patio restaurante del centro comercial Rushmore el sábado, 27 de Diciembre, a las dos de la tarde? Soy rubia, y llevaré un vestido negro.

Sinceramente, Juliette Duchenay

 

20 de Diciembre

Querida señora Duchenay:

Por favor, llámeme Marty. El sábado 27, a las dos en punto, me viene bien. Espero ardientemente el momento de conocerla. Yo llevaré un sombrero texano Stetson para ayudarla a identificarme.

Sinceramente, Marty Stryker

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

La mujer le llamó la atención en el mismo instante en que entró en el patio restaurante del centro comercial Rushmore de Rapid City, Dakota del Sur. Y no precisamente porque estuviera muy bien dotada, lo cual hubiera sido más de su agrado, sino por lo guapa que era.

Pero que muy guapa, se repitió Marty en silencio. No era sencillamente bonita, sino tremendamente guapa.

Era muy menudita. Probablemente midiera poco más de un metro cincuenta, y parecía tan frágil que un soplo de viento fuerte la arrastraría. La había visto de pie, en medio del corredor que daba al patio restaurante, cuando de pronto un débil rayo de luz invernal entró por la claraboya dando de lleno sobre su rubia y pálida belleza. Por un momento Marty sólo pudo pensar que era un ángel.

Tenía el rostro fino, y los ojos azules más grandes que hubiera visto jamás. Sus cabellos, rubios y brillantes, iban sujetos a la nuca en un elegante moño. Tenía una naricita pequeña y recta, y una boquita pintada que le recordaba a una muñeca de porcelana. Una muñeca perfecta. El vestido, negro y sencillo, resaltaba su palidez y su figura esbelta, fina, y casi infantil. Ella lo miró una vez. Fue una mirada intensa, azul. Y después apartó la vista ruborizándose.

Marty quedó encantado. Entusiasmado. No había estado con una mujer desde… ¿cuánto tiempo hacía? Era muy mala señal el hecho de que un hombre ni siquiera recordara la última vez que había gozado del sexo.

La verdad era que apenas tenía tiempo nunca, eso por no hablar de la falta de oportunidades. Las mujeres solteras no abundaban en Kadoka, y las pocas interesadas en pasar un rato con él no eran precisamente de su agrado. Después de todo, él era padre de familia. Tenía principios.

¡Dios! ¿Y si aquella era la mujer que buscaba? Sería maravilloso, reflexionó Marty dándose cuenta de pronto de lo que, inconscientemente, estaba pensando. No necesitaba una esposa bella. De hecho había conocido mujeres bellas gracias al anuncio, mucho más de su tipo. No obstante la cosa no había funcionado. Marty se había jurado a sí mismo ser menos selectivo la próxima vez. No había tantas mujeres que contestaran a su anuncio, no podía permitirse el lujo de rechazarlas para buscar a la candidata perfecta.

Y deseaba casarse. No simplemente por el sexo, sino también por la compañía. Echaba de menos compartir las cosas sencillas de la vida, como ir a comprar el regalo de cumpleaños de Cheyenne o tomar café por las mañanas con alguien, charlando.

De pronto aquel ángel se volvió de nuevo hacia él. Sus miradas se encontraron, y ella arqueó una ceja en un gesto interrogativo. Se dirigía hacia él. Marty recordó entonces que la mujer que había contestado a su anuncio había dicho que vestiría de negro.

El corazón comenzó a latirle acelerado. Se puso en pie, haciendo un gesto con el sombrero Stetson para facilitarle la identificación, y ella se acercó y preguntó:

–¿Es usted el señor Stryker? –Marty asintió, vacilante e inseguro ante su propia voz. Aquella mujer estaba frente a él–. Soy Juliette Duchenay –añadió el ángel alargando una mano y sonriendo.

Marty esperaba que su rostro no delatase el shock que aquella aparición le había producido. Alargó una mano fuerte y poderosa y tomó la de ella, frágil. Aquella sonrisa había transformado por completo su rostro de ángel: ya no resultaba sólo guapa y encantadora, en un sentido clásico, sino que además sus ojos reflejaban un brillo juguetón, y su sonrisa mostraba una dentadura blanca perfecta. Parecía la sonrisa de un duende, y mostraba tal simpatía que enseguida cautivó a Marty.

–Me alegro de conocerla.

Aquello fue lo primero que Marty consiguió articular tras enredársele la lengua y sentir que su mano envolvía por entero la de ella. Ella tenía las manos más diminutas que jamás hubiera visto, y su piel era cálida y suave, tan femenina como había imaginado.

Entonces se hizo un incómodo silencio.

Marty trató de salir de su estupor. Por lo general se le daban bien las mujeres, y estaba orgulloso de ello, pero si no se ponía a hablar de inmediato Juliette Duchenay pensaría que era un paleto de pueblo, un palurdo incapaz de mantener una conversación.

–¿Quiere usted sentarse?

Bien, era un comienzo.

–Gracias.

De nuevo un ligerísimo rubor en las mejillas de ella. Un discreto tirón de la manita fue suficiente para comprender que él aún la retenía. Marty la soltó reacio, lamentándolo. El sentimiento resultaba de lo más inquietante. Le había gustado agarrarla de la mano. Al sujetarle la silla para que se sentara, ella se ruborizó otro poco más. Marty se preguntó si su cutis sería tan suave como el de un bebé, tal y como parecía. Ella sonrió de nuevo y se sentó en la mesa.

–Gracias por llevar el sombrero, me ha facilitado mucho la identificación.

Marty asintió, pero no dijo nada de que había hecho lo mismo una docena de veces antes, con otras tantas candidatas que resultaron fallidas.

–De nada –contestó señalando los mostradores llenos de platos preparados entre palmeras y columnas blancas–. ¿Quiere usted algo de comer o de beber?

–No, gracias –sacudió ella la cabeza, echando un vistazo al reloj de oro de su estrecha muñeca–. Solo dispongo de unos minutos de descanso. ¿Por qué no hablamos, sencillamente?

Él asintió y respiró hondo. Luego inquirió:

–¿Por qué contestó usted a mi anuncio?

«¿Por qué iba a necesitar una mujer como usted casarse con un extraño?», hubiera querido preguntar, en su lugar.

Ella frunció el ceño delicadamente, algo perpleja.

–Fue… un impulso, a decir verdad.

–¿Y cómo se siente en este momento con respecto a ese impulso? Lo digo porque no estoy interesado en relaciones a corto plazo, señora Duchenay. Yo deseo un acuerdo permanente.

–Por favor, llámame Juliette. Aún estoy interesada, señor… Marty.

Los ojos de ella era dulces, luminosos. Marty habría podido contemplar aquellos ojos el resto de su vida. Sin problemas.

–Bien –asintió Marty reprimiendo el deseo de tomarla de la mano, de tocarla de nuevo. ¡Dios, sí que tenía una piel suave! ¿Sería así de suave toda ella? Apenas podía esperar a descubrirlo–. Bien, así que… trabajas en el centro comercial.

–Sí –contestó ella–. Y tú eres ranchero.

Sí, no habría sido difícil adivinarlo, aunque no lo hubiera especificado en el anuncio. Marty tenía la piel morena de tanto trabajar al sol, sobre todo después del suave otoño del que habían gozado, justo antes de la primera gran nevada. No, se dijo observando sus rudas manos, era imposible que nadie lo confundiera. Tenía las manos llenas de heridas y señales, señales producidas por la lucha con las vacas, con la alambrada de púas, con las crías de búfalo o las astillas de la leña o los martillos. Demasiadas marcas para un chico de ciudad.

–¿Vacas u ovejas? –preguntó ella.

–Vacas. Mi hermano y yo tenemos un rancho cerca de Badlands. Se llama Lucky Stryke.

–¿Y siempre has vivido allí?

–Toda mi vida. ¿Eres de por aquí? –preguntó él.

Estaba seguro de que no lo era, pero no lograba discernir por su acento de dónde era. Ella vaciló brevemente, tal y como él había supuesto que haría, y luego contestó:

–No, llevo muy poco tiempo en Rapid City. Nací en California, pero mi familia viajaba mucho, así que no hay ningún lugar al que verdaderamente pueda llamar mi hogar.

–¿Dónde trabajas?

–De momento estoy trabajando en una tienda de ropa, pero lo que de verdad me gustaría sería trabajar en una librería. Aunque, por supuesto, jamás ganaría mucho dinero, porque me lo gastaría todo en libros.

–Sé a qué te refieres –rio Marty–. ¿Qué libros te gusta leer?

–Bueno, leo cualquier cosa que caiga en mis manos –contestó ella encogiéndose de hombros–. Libros de ficción, de no ficción, revistas… la única condición es que estén bien escritos y que enganchen.

–Entonces quedarán excluidas las cajas de cereales, que están llenas de letras.

Ella sonrió otra vez, y de nuevo aquella sonrisa fue como un puñetazo. ¿Había conocido alguna vez a una mujer tan bella, tan… vibrante?

–No lo creas –contestó ella.

Marty tuvo que hacer memoria para recordar de qué estaban hablando. Sí, de las cajas de cereales. Hubo otro corto silencio, y él sonrió encantado. Ella sacudió la cabeza.

–No puedo creer que tengas que poner un anuncio para encontrar esposa.

–No hay demasiadas mujeres dispuestas a vivir en un lugar apartado, con un montón de vacas –respondió él encogiéndose de hombros.

–¿Qué es lo que deseas exactamente de una esposa?

Marty vaciló y se encogió de hombros.

–No tiene sentido que trate de engañarte. Yo trabajo muchas horas al día, en el rancho, fuera de casa. Necesito a alguien que la mantenga limpia y arreglada, que lave y cosa la ropa, que haga las comidas y cuide de mi hija. Que plante quizá un jardín en verano, que ayude un poco a almacenar la cosecha…

–Yo estoy deseosa de trabajar –declaró ella abriendo enormemente los ojos–. Me gusta cocinar, pero puede que tengas que enseñarme unas cuantas cosas sobre jardines y animales.

De modo que era una chica de ciudad, se dijo Marty. Lo había sospechado.

–Eso no será problema.

–¿Cuántos años tiene tu hija?

–Cumplirá cinco en junio. Su madre murió hace dos años y… –Marty se interrumpió. Esperaba que la pena y la culpabilidad lo embargaran tal y como le había sucedido en otras ocasiones, de modo que reprimió la emoción y continuó–: … y, definitivamente, necesita una mano femenina.

Juliette asintió. Su rostro expresaba simpatía, pero estaba serio. Marty se encogió de hombros y deseó ser otro hombre, deseó haber conocido a aquella mujer en otro momento, sin la carga que arrastraba en su vida. Y de inmediato se vio embargado por un sentimiento de culpa. ¿Cómo podía estar pensando todo aquello después de haberle jurado amor eterno a Lora? Amor hasta la muerte. Hubiera deseado estrangularse a sí mismo hasta conseguir que todas aquellas emociones se diluyeran en el vacío.

–No suena muy atractivo, lo sé, pero…

–Para mí sí –declaró ella.

–¿En serio? –preguntó él mirándola.

–Creo que me gusta ser ama de casa –sonrió ella–. Eso es lo que quieres, ¿no?

–Sí, pero hoy en día el término políticamente correcto es «empleada del hogar».

–Me gusta cómo suena –rio ella, volviendo a mirar el reloj–. Será mejor que me vaya a trabajar.

–¿Temes que te echen?

–No, soy buena vendedora –sonrió ella serena.

–¿Y te gusta?

–Es un trabajo como otro cualquiera, un mal necesario en la vida –se encogió de hombros.

–A menos que te cases conmigo.

Dicho así, de ese modo tan directo, la cosa había sonado demasiado… íntima. La mente de Marty voló hasta la oscuridad de la noche en una cálida cama.

Ella levantó la vista hacia él, y por un larguísimo instante Marty lo olvidó todo a su alrededor, dejándose envolver por aquellos ojos. ¿Estaría ella pensando lo mismo que pensaba él?

–Tengo que marcharme, de verdad –dijo ella en voz baja, levantándose de la silla.

Ella echó a caminar para abandonar el patio restaurante, y él tomó su sombrero y la siguió. Luego, cuando hubieron llegado al corredor del centro comercial, Marty la tomó del codo. En la galería todo era más espacioso, en comparación con el restaurante abarrotado.

Bajo la suave y cálida piel, Marty pudo sentir los frágiles huesos de su brazo. Junto a él, caminando, ella parecía diminuta, y Marty no pudo evitar notar que aquello lo excitaba, que su cuerpo respondía. Su corazón sería siempre de Lora, pero su cuerpo había comprendido ya que llevaba dos años sin ella. Eso era incuestionable.

–Te acompañaré.

–Bien –sonrió ella mirando para arriba–. Es por aquí, al fondo.

Caminaron juntos por la galería pasando por establecimientos especializados en joyas, gafas y objetos de piel. Al llegar a la esquina de aquel corredor, nada más ver otra tienda, ella aminoró la marcha, parándose justo delante de una puerta.

–Es aquí.

Marty apartó la vista de ella para mirar el escaparate de la elegante tienda tras ella.

–¿Aquí es donde trabajas?

–Sí.

Marty se ruborizó al sentir que los pantalones se le ajustaban, a punto de estallar. La situación era violenta. La tienda se llamaba «Placeres ocultos», y la razón por la que debían permanecer ocultos era evidente. ¡Juliette trabajaba en una lencería! Y no en una lencería cualquiera. En el escaparate había prendas íntimas, trasparentes, delicadas, cubiertas de lazos y encajes, asombrosamente pequeñas, adornadas con satén y terciopelo. Prendas que harían soñar a cualquier hombre con una mujer vestida con ellas. O sin ellas.

–Marty… –lo llamó Juliette sonriendo con aquella sonrisa que le paralizaba la mente.

Marty desvió la vista hacia ella, cohibido y avergonzado.

–Lo siento, es que me ha sorprendido.

–¿Volveremos a vernos? –preguntó ella alargando una mano.

¿Volver a verse? ¿Giraba la tierra alrededor del Sol? Necesitaba algo más de tiempo para decidirse, pero se la imaginaba perfectamente viviendo en su casa.

–¿Qué te parece si tomamos algo después del trabajo? Podríamos conocernos un poco mejor.

La sonrisa de Juliette se desvaneció, reemplazada por una expresión de ansiedad que enseguida se despejó.

–Bueno, quizá un ratito corto. Tengo cosas que hacer en casa.

–Bien, entonces nos vemos a las… ¿a qué hora?

–A las siete –sugirió ella–. Aquí mismo –añadió dándose la vuelta para entrar en la tienda y girando la cabeza sonriente una última vez, por encima del hombro, para despedirse.

Marty se alegró de que le diera la espalda. Era incapaz de ocultar la reacción de su cuerpo ante aquella sonrisa. Se dio la vuelta de mala gana y caminó por el centro comercial, tratando de pensar en otra cosa que no fuera en mujeres y dormitorios. Y en Juliette Duchenay, la vendedora de lencería más sexy del mundo, y su posible esposa.

 

 

Veinte minutos antes de las siete Marty volvió a aparecer por el mismo sitio. Juliette lo vio a través del escaparate, mientras calculaba el coste de una venta y metía las prendas en una bolsa. Él se había sentado en uno de los bancos de la galería, entre las plantas artificiales que adornaban el enorme paseo. Al levantar la vista, él abrió una bolsa y sacó un libro.