Con la escuela hemos topado - José Luis Corzo Toral - E-Book

Con la escuela hemos topado E-Book

José Luis Corzo Toral

0,0

Beschreibung

Un doble enigma, tanto universal como cristiano, provoca estas pa´ginas: ¿en serio valoran la sociedad y los poli´ticos nuestro desarrollo personal durante la infancia, la adolescencia y la primera juventud, sobre todo en la escuela obligatoria? ¿Y por que´ no se llega de una vez al tan cacareado Pacto Educativo serio y duradero? ¿Y a la Iglesia tambie´n le preocupan absolutamente todos o solo los suyos y en sus colegios? ¿Por que´ la reciente asamblea vaticana sobre los jo´venes apenas hablo´ de educacio´n?Hoy la escuela, ma´s que un "lugar privilegiado para la promocio´n de la persona [...], necesita una urgente autocri´tica", ha dicho el papa Francisco, en referencia a todas las escuelas, no solo a las "cato´licas".

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 337

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



INTENCIÓN

«Con la iglesia hemos dado, Sancho», le dijo el ingenioso caballero don Quijote de La Mancha a su escudero, mientras buscaban el palacio y alcázar de Dulcinea.

«Ya lo veo –le respondió este– y plega a Dios que no demos con nuestra sepultura…».

Aquello no era sino «la iglesia principal del pueblo» 1.

Así, la escuela, más que un «lugar privilegiado para la promoción de la persona […] necesita una urgente autocrítica», dice el papa Francisco no solo de las escuelas católicas 2.

Un doble enigma, tanto universal como cristiano, provocó estas páginas: ¿en serio valoran la sociedad y los políticos nuestro desarrollo personal durante la infancia, la adolescencia y la primera juventud, sobre todo en la escuela obligatoria? ¿Y por qué no se llega de una vez al tan cacareado Pacto Educativo serio y duradero? ¿Y a la Iglesia también le preocupan absolutamente todos o solo los suyos y en sus colegios? ¿Por qué la reciente asamblea vaticana sobre los jóvenes apenas habló de educación?

Y desde la ribera del socialismo, ¿por qué ocultar actitudes educativas hondas y libres, como las de Luis Gómez-Llorente? Quise editar hace cinco años los textos dispersos que publicó sobre Laicismo, religión, escuela, y aún duermen en mi estantería las galeradas de la editorial Trotta, con el prólogo de Victoria Camps, a punto de impresión (260 páginas). Lo impide su hija propietaria y le han ignorado u olvidado muchos que le escuchamos en público y en privado desde las dos orillas.

Si aquí miro de vez en cuando el panorama educativo desde el Evangelio, es porque sueño hace mucho con que un día lo podremos oír en la calle –y en la escuela– con su sonido laico original, no clerical. Seguro que nadie tiene su exclusiva 3.

En general hemos sobrecargado a la escuela con una tarea educativa que no es la suya propia y, ahora desanimados, la despreciamos. Si acaso, buscamos otros ámbitos de educación, desde el deporte y la informática hasta la «pastoral juvenil» de la Iglesia..., pero no es nada bueno olvidarse o arrinconar la escuela.

Hemos confundido dos cosas distintas: la educación, como desarrollo personal y progresivo, y la instrucción (en especial, la escolar obligatoria, casi de 0 a 16 años). Si antaño la instrucción fue cosa de pocos y asunto privado, hoy está en manos de todos los Estados del mundo, y, en países como España, también la Iglesia se siente implicada (por controlar aquí cerca de un 30 % de los centros educativos, concertados y no). Hay quien sostiene que «la controversia sobre la concertación es el principal escollo para alcanzar el ansiado Pacto Educativo» 4.

Mi asombro aumenta porque se supone –bien o mal– que la escuela es decisiva para la educación (casi tanto como la familia), y así ambas facetas se involucran y se mezclan. Razón de más para que el desarrollo personal de cada uno y, en concreto, en la escuela interese mucho a la sociedad, a sus gobiernos y también a la Iglesia. Pero, si fuera así, cuidarían más su funcionamiento y los programas en ayuda de la educación. Aunque los lectores atruenen mis oídos con respuestas optimistas al respecto, tengo hechos en contra.

Como ciudadano, veo el enorme fracaso escolar que suele desvelar el informe PISA y que nos recrimina la Unión Europea. Puede que no baje del 30 % del alumnado 5. Aparte que medir la escuela solo por su éxito académico –con vistas al mercado– o creer que su mayor desafío son las nuevas tecnologías o la elección entre pública o privada, es despreciarla. ¡Como si la escuela pública, igual para todos, no fuera una victoria social demasiado evidente que debemos mejorar cada día entre todos! (incluida la Iglesia, que tiene en ella el mayor número de bautizados).

Como cristiano, he acabado por dudar del interés de mi Iglesia por la educación de todos: por fin sus escuelas católicas pudieron volver a ser verdaderamente públicas y gratuitas, gracias al «concierto» facilitado por un Gobierno socialista (Felipe González en 1986). De hecho, nada impide que un servicio público lo realicen también los particulares –y no solo un Estado «estatalista»– para enriquecer el pluralismo y la variedad social. Eso sí, sometidos todos a las reglas comunes que garanticen el servicio; en este caso, la instrucción básica y de calidad a la que todos tienen derecho. Pero poco a poco la escuela concertada se va cobijando en otro supuesto derecho –y servicio– muy escabroso: ofrecer a ciertos padres una escuela a su gusto ideológico, más que religioso. No parece que los fundadores de religiosas y religiosos de la enseñanza pensaran en los papás más que en los niños. Pero tanta elección al alcance de todos no hay quien la garantice –y menos gratis–. Basta con asegurar a los padres que nadie colonizará ideológicamente a sus hijos, pues solo ellos tienen derecho –obligación más bien– de que «reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (en casa, en las escuelas, en las iglesias, etc.).

Ya me hizo escarmentar el difícil parto del Concilio Vaticano II sobre la educación, que a punto estuvo de acabar en un aborto: aquel breve documento se había concebido en defensa de las escuelas católicas y necesitó mucha autocrítica conciliar hasta centrarse en la gravísima importancia de la educación universal 6. Algo similar ha sucedido en el reciente Sínodo vaticano sobre los jóvenes (2018), donde los estudios escolares apenas se mencionan, y tuvo que rectificar el propio papa.

También, cuando me incorporé de profesor en 1990 al prestigioso y progresista Instituto Superior de Pastoral (Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid), noté que ni educación ni escuela eran allí muy relevantes. Como si la Iglesia sintiera fracasar su modelo de transmisión familiar e infantil de la fe y quisiera sustituirlo por la conversión de adultos 7. Pero ella no puede ignorar que la fe es un misterioso don divino –no un logro humano–, necesitado, eso sí, de un mínimo de madurez personal (educación) para arraigar. De nuevo me parece que, si la Iglesia solo valora la escuela como plataforma para evangelizar, en el fondo la usa y la desprecia. ¿Tan deteriorada la ve? Soy un escolapio y ninguna otra cosa he querido ser tanto desde mi juventud, pero ahora casi viejo contemplo atónito el derrumbe europeo de mi Orden por falta de vocaciones a la enseñanza. ¿Es posible que la Iglesia no quisiera más que suplir al Estado en tiempos de carestía y, ahora que hay abundancia, se dedique a competir con él? ¿Ya no nos queda más sal ni luz ni levadura?

Todos estos hechos me hicieron cultivar casi en solitario la «teología de la educación» [TE], que algunos adivinarán en estas páginas. Sirve para entender la relación entre lo educativo y la fe en el Evangelio, y cuándo desaparece y deja de existir. Lo explicaré en un doble capítulo aposta, porque aquí escribo para quien sea laico, es decir, para quien respete la autonomía de algo tan secular como la educación.

En cualquier caso, quiero aclarar enseguida que estas páginas no nacen de un lamento condenatorio de los jóvenes, ¡una calamidad desnortada!, etc. De ninguna manera. Estos chicos son hijos nuestros, de sus padres y abuelos y de un tiempo pasado –que rara vez fue mejor–, pero, sobre todo, son hijos de su futuro, que yo no pienso juzgar y que afrontarán ellos y no yo. La mejor intención de este libro es unirme al grito universal de que ¡la educación es un tesoro extraordinario de la humanidad! 8 Un gran tesoro social más aún que individual, que funcionaría también sin las escuelas (que, además, a veces se lo apropian indebidamente). Pero por eso la escuela se merece la ayuda de todos, ¡hasta de los maestros y profesores!, sin miedo a quien les paga o les exige. Y hasta la ayuda de la Iglesia ¡y de los políticos!

Aquí no ofrezco teorías y leyes para reformar la escuela ni para educar de otra manera. Paulo Freire, el pedagogo más significativo –a mi juicio– del siglo XX, nos enseñó que «nadie educa a nadie, ni siquiera a sí mismo; nos educamos juntos». Si subrayo con energía que educación e instrucción son netamente distintas, es porque conozco su maravillosa y posible mutua convergencia ¡en la escuela precisamente!

Durante veinte años viví día y noche en la «Casa-escuela Santiago Uno», de Salamanca, inspirada por la Barbiana de Lorenzo Milani, y mis entrañas se empaparon para siempre de una convicción: la escuela nos ayuda a educarnos cuando muestra los desafíos de la vida colectiva y no los oculta con amenazas de suspensos o enseñando tontunas... frecuentes. Lo explicaré en el capítulo narrativo final.

CAPÍTULO CENTRAL

UNA URGENTE AUTOCRÍTICA...

Lo llamo centralpor condensar lo esencial y urgente de este libro: excitar el interés por la formación infantil y juvenil en la escuela obligatoria.

Más allá de la denuncia, ¿da esto para un libro? Creo honradamente que, si ahora no se valoran más la instrucción y la educación, es por la maraña de confusiones creadas en su entorno. No sería poco aclarar algunas. Por ejemplo:

1) Cuando yo era niño, los colegios olían a tiza, a tinta y a papel; hoy huelen a dinero (dijo una vez el papa Francisco): ofrecen excelencia, éxito académico y laboral. Basta con leer su propaganda. La escuela es una pieza más del engranaje económico que nos empuja hacia un desarrollo ilimitado y ciego.

2) Si ni siquiera los padres logran educar a sus hijos como ellos quieren, ¿por qué pretendemos que los eduque la escuela? No tiene más misión principal que enseñar lo básico y necesario para la igualdad democrática de todos.

3) Quien fracasa es la sociedad y sus escuelas, no los chicos suspensos y desertores. Quienes los tratan saben bien que solo se trata de compensar sus carencias de origen y de acercarlos a la vida misma.

Pero, quizá, si la buena gente que llena la sociedad, el Estado y la Iglesia ahora menosprecian la escuela, se debe a la victoria solapada y real de los poderes fácticos, que nos prefieren semianalfabetos y poco críticos. Mientras tanto, la vida sigue su ritmo y se desperdicia la importante ayuda educativa que se esconde bajo la instrucción. Luego nos toca asustarnos ante la tragedia que provocan el alcohol y la droga y –al alcance de la mano– la pornografía y la violencia sexual, es decir, el vacío humano. Su reflejo en las aulas de la Educación Secundaria Obligatoria –¡la ESO!– es proverbial: pasotismo, mal tono, acoso entre alumnos y a los profesores, abandono escolar. Un panorama que alguna vez destapa el hecho más terrible que cabe en un libro sobre la escuela: el profesor o profesora que en el fondo de algún alumno ya no ve nada bueno; deja de creer, pase lo que pase, en él –o ellos–; ya no espera y lo aborrece, se da por vencido; está profesional y personalmente enfermo.

¿Existe una alternativa? Sí. Por muchos sitios brotan escuelas que funcionan bien cuando introducen cambios radicales que rectifican errores de bulto. Porque, ¿de qué se trata?

1) Se trata de enseñar este mundo real, duro e injusto, no unos programas a la deriva. Y de compensar las desigualdades, no de seleccionar a los mejores alumnos. Y de ayudar a crecer a cada cual, no de clonarlos a todos con un mismo modelo previo.

2) También se trata de afrontar la vida colectiva, más que la individual. Y puede que este sea el principal secreto técnico de la profesión docente: afrontar la vida colectiva desde las asignaturas. Todas ellas son el resultado de la lucha de otros seres humanos, como nosotros, contra los enigmas, las dificultades y los desafíos de la vida. Por eso digo siempre que «la clase no se da, se celebra», porque nos implica.

3) Más que un modelo pedagógico hay que seguir la pauta misma de la vida humana, donde crecemos y maduramos desafiados por ella. Sus desafíos nos relacionan –mejor o peor– con todo eso (la naturaleza y la historia), con todos esos (los demás) y con todo el Misterio que nos habita y nos rodea. ¿No conocéis chicas y chicos que nos dan cien vueltas por los desafíos concretos que soportan? Nuestra escuela apenas los roza.

4) Es probable que lo más difícil sea captar y cultivar las relaciones personales: sin ser físicas ni mecánicas, son auténticos vínculos que ensanchan nuestra vida y nuestro espíritu. Importan más que los exámenes.

5) ¡Qué poca importancia damos a la inteligencia simbólica –más que emocional–, que impregna nuestras vidas! Si la bandera es trapo; la música, ruido; mi amigo, uno de tantos..., la bandera nos identifica, la música nos transporta y los amigos nos llenan el alma... Más que ADN, corteza cerebral, DNI, pedigrí e historia familiar..., somos esos vínculos, casi siempre simbólicos.

¡Ay, si las escuelas alertaran sobre los desafíos colectivos –y personales– y cuidaran nuestras relaciones con ellos!, que implican atención, compromiso, afecto, o también repulsa y rechazo, etc. Solo la inteligencia simbólica nos permite acceder a cosas tan raras del universo como nuestro propio yo y el maravilloso «nosotros».

En el próximo capítulo auxiliar veremos estos hechos –más que conceptos– tan decisivos en la vida (y en este libro): los desafíos, relaciones y símbolos que suelen captar los jóvenes también sin nosotros.

¿Y esto tendrá consecuencias? ¡Sería maravilloso que las muchas escuelas que se renuevan en profundidad –y también estas páginas– lograran despertar más interés por la educación y por la escuela! Los pueblos mejoran con una humanidad más honda y crecida. El papa Francisco dice que solo es católica la escuela que humaniza, así que la Iglesia también podría mejorar.

No puede dar igual que maduremos o no, ni que las ambiciones, metas y valores de la gente sean unos u otros, superficiales o profundos. Pero aquí no pretendemos educar así ni de otra manera, solo que nos eduquemos juntos, azuzados por nuestro entorno común, como remataba Paulo Freire su famoso axioma: «Nos educamos en comunión, mediatizados por el mundo», casi hostigados por él 1. Y, con todo, no es un proceso espontáneo –aunque existencial– y hay sistemas educativos –el escultismo, por ejemplo– que para ayudar a crecer provocan experiencias –pruebas o «ritos de paso»–, como viajar solos, afrontar riesgos y dificultades especiales... que recuerdan a las cotidianas.

¿O acaso ya hemos topado con una escuela inamovible?

1. Dos avisos urgentes

a) Hay que separar hechos y teorías

Nos van a asaltar tantas preguntas que conviene avisar. Si no, siempre pasa lo mismo, que mientras unos hablamos de hechos reales y concretos, otros arguyen con el ideal teórico que persiguen, y hasta lo adornan con cualidades maravillosas. Así es imposible ponerse de acuerdo. Máxime sabiendo que de educación habla todo el mundo, tenga o no preparación para ello, incluso los políticos de todos los partidos. Todo el mundo sentencia. Es una prueba más de la fragilidad de la pedagogía, siempre en obras. Nació tarde, como un apéndice en Filosofía y Letras, y enseguida se inundó de Ciencias de la Educación, pero ¿cuántas, cuáles...? Hoy yace sumergida bajo la didáctica omnipresente y bajo las neurociencias, que ya desplazan a la psicología y dejan en segundo término a la genial fenomenología, a la sociología y hasta a los influyentes objetivos económicos del Gobierno.

Hablemos, pues, o de teorías educativas o de realidades concretas escolares. O, en todo caso, de cada cosa a su tiempo, pero sin tapar los hechos reales con utopías o ideales. La medicina no habría avanzado un milímetro repitiendo una y otra vez el ideal de la salud. Su velocidad imparable se debe al combate diario de los investigadores contra las tozudas enfermedades. Así, basta con abrir un escrito pedagógico ministerial o universitario para notar si habla de ideales abstractos o se sitúa en lo real. Lo mismo pasa con los documentos de los obispos o de la Congregación vaticana para la Educación Católica o de las autoproclamadas Escuelas Católicas: al primer vistazo se ve si su ideal se contrasta con la realidad y si esta cuenta. Por ejemplo, que los padres de familia puedan elegir la escuela de sus hijos es un ideal inamovible, pero ¿cuántos podrán hacerlo? Y lo real es tan concreto que, al final, acaba por vapulear y deformar hasta los ideales: una gran verdad utópica como esa de poder elegir acaba por fulminar la «opción preferencial» de la escuela por los pobres, que es una meta –¡no exclusiva de cristianos!– realizable.

¡Ay, si muchos fundadores –de partidos políticos y de congregaciones religiosas– levantaran la cabeza! Revisemos sin miedo el ideal, pero a la luz de lo concreto. Ojalá sea este el estilo de todo el libro.

b) La educación es otra cosa 2

Puesto que vamos a caminar por un campo minado de términos difusos y confusos, insisto en disipar ese peligroso equívoco mayúsculo entre dos hechos que en el habla corriente se confunden y mezclan entre sí irremediablemente: una cosa es el progreso de cada persona en cuanto persona –haya frecuentado o no la escuela y la universidad– y otra el desarrollo intelectual vinculado a su aprendizaje. Conocemos analfabetos envidiables y eruditos muy mal educados, es decir, muy poco maduros. Pongo especial cuidado en llamar educación al primer fenómeno e instrucción al segundo, aun sin la pretensión ni la esperanza de modificar el habla común. No estaría mal poder cambiarlo, porque, si conjugo educar como transitivo, hago predominar al agente sobre el paciente, es decir, al supuesto educador sobre el educando. Hasta la simple didáctica ha aprendido a disminuir al que enseña frente al que aprende, y hoy la enseñanza se rige por el aprendizaje. Pues bien, como es más exacto aprender que enseñar, también lo es crecer, madurar, brotar, florecer, henchirse... que conducir y modelar a los demás.

Muchos pedagogos no diferencian verbalmente estos dos fenómenos, pero los distinguen muy bien cuando los describen. Algunos añaden un tercer término en discordia, de origen alemán: Bildung 3. Quienes los confunden dan por supuesta una mentira manifiesta: que la escuela educa o, lo que es igual, que el éxito progresivo en el aprendizaje escolar madura a los estudiantes. Hay muchos que llaman peyorativamente «educación no formal» a la que no sea estrictamente escolar. Y, si ambos términos se igualan, es fácil dar por terminada la educación cuando se acaba la edad escolar: y dejamos solos a los niños y niñas de 16 años cuando los sermones ya no hacen efecto, en plena pubertad, tan difícil. Y es que la educación funciona de otra manera muy distinta.

Por lo demás, la escuela tampoco es capaz de desarrollar todas las capacidades de cada alumno, suponiendo que eso definiera mejor la educación 4. Muchos aspectos ni los toca, ni siquiera durante la infancia, cuando educir y aprender –que, por cierto, a esa edad es muy autónomo y necesita muy poca transmisión– se parecen más entre sí. Nos quitamos el sombrero ante el progreso de la pedagogía infantil 5.

Algunas pedagogías se orientan a la educación y no a la instrucción, como el citado Escultismo para muchachos (1908), de R. Baden Powell –ignorado por muchos manuales de pedagogía–, o la llamada pedagogía iniciática –no exclusivamente religiosa– y hoy tan olvidada.

La verdad es que solo con el aprendizaje tendríamos mucho ganado, porque instruir es la noble y esencial misión de la escuela y de su ministerio de Instrucción Pública. Llamarlo de Educación –y hasta Nacional– es un exceso, porque educarnos 6, nos educamos en todos los ámbitos y situaciones posibles durante toda la vida. Pero, si topamos con alguna escuela que enlaza el aprendizaje con los desafíos y relaciones personales de todos, no la olvidaremos nunca. Conozco por lo menos dos casos al alcance de todos: la educación de adultos propuesta por Paulo Freire en la Pedagogía del oprimido y la escuela de Lorenzo Milani, casi perdida en la montaña de Barbiana, de donde salió aquella Carta a una maestra, ya traducida a más de sesenta lenguas. Por cierto, ambas de dos buenos cristianos. Tienen juntos supropio capítulo auxiliar.

2. Busquemos un punto de acuerdo universal sobre la escuela

a) La enseñanza es muy delicada

Reconozcámoslo, y este será nuestro primer acuerdo –implícito–, tratándose de la infancia y de la adolescencia; incluso en el seno familiar. Lo saben y lo dicen todos los autores posibles 7. Así que programar la instrucción escolar común y básica de un país es asunto de alto riesgo, y la gente tiene derecho a exigir y decidir en este asunto tan esencial para los niños y para el conjunto social. Se requiere el máximo consenso y el menor partidismo posible. ¿Nos conviene aumentar las ciencias o las humanidades, la música y la danza o el deporte, acaso la filosofía para niños? ¿Y los móviles, y el pacifismo sin armas y el ecologismo inaplazable?

El ejercicio diario de la docencia es una profesión de alto riesgo por el peligro de influir sobre los niños más allá de lo acordado por la ley que obliga a las escuelas a enseñar destrezas y conocimientos –hechos, conceptos y principios– además de normas, valores y actitudes (según la ley socialista de 1990). En cambio, el proselitismo ideológico, político y hasta religioso va más allá, y está prohibido en las escuelas, aunque muchos no lo sepan 8. El riesgo aumenta cuando pretendemos una neutralidad docente que sería fingida, imposible e inútil y, como no cabe el disimulo, se impone declarar una y otra vez en clase el respeto a todas las conciencias y aceptar de antemano su diversidad, incluso la del profesorado concreto. La lealtad se supone, pero es preferible temer la propia influencia ideológica que pretender una asepsia ingenua.

b) Las escuelas «confesionales» no anulan los riesgos

Crear escuelas diversas por ideología, religión u orientación política, para poder elegir entre ellas, ni esquiva lo anterior ni es aconsejable, aparte de nunca ser viable para todos. Como máximo, la escuela confesional se admite siempre que esté de acuerdo con la planificación de un servicio público común costeado por y para todos 9. Ya reconoció el Concilio que, «aparte de los derechos de los padres y de quienes trabajan en la educación, también la sociedad civil tiene sus obligaciones y derechos, pues debe organizar lo necesario para el bien común» (GE 3).

De hecho, quienes más citan que «los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» 10, quieren apoyar la libre elección de centro o, al menos, de una Enseñanza Religiosa Escolar [ERE] optativa y a su gusto. Pero, en realidad, más que escuelas a la carta, ese artículo asegura el derecho primordial de los hijos, amparados por sus padres, a educarse sin que nadie los manipule. Por lo demás, ningún Estado puede obligarse a ofrecer escuelas diferentes a mano de cada familia. Los padres –que no propietarios de su prole– tienen la obligación de custodiar el derecho inviolable de sus hijos y la obligación de formarlos de acuerdo con sus convicciones, no solo en la escuela. Ningún centro católico, protestante, islámico, es decir, religioso, querrá ser ideológico. Cada religión se cuidará muy mucho de no reducirse ni disolverse en una ideología o mera forma de pensar. De hecho, la llamada «escuela católica», en general, no exige la fe ni hace de ella motivo de exclusión o de admisión de su alumnado; pedir ahí una plaza no obliga a tener o a fingir la fe cristiana.

Si además el artículo 27,6 «reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes, dentro del respeto a los principios constitucionales», es que da libertad también para elegir escuela, dentro de lo legal y de lo posible. No para inculcar ideologías, que la «libertad de cátedra» (art. 20,1c) no da para tanto.

Lo que la democracia admite respecto de los partidos políticos no sirve para la educación: en un Parlamento cabe casi todo, hasta partidos republicanos en un sistema monárquico, pero no me suena ningún colegio que se presente y se ofrezca a sí mismo como republicano, socialista, falangista, liberal, independentista o, aún menos, como racista, machista o feminista, ni siquiera conservador o progresista. En educación, las ideologías sobran y hacen daño. Acaban por enturbiar lo fundamental. Un reciente artículo –ya citado– para reconciliar la escuela pública con la concertada llega a proponer a esta, ¡nada menos!, que admita a más inmigrantes, discapacitados y malos estudiantes, y no los excluya; ni tampoco a los pobres, que no pueden abonar las cuotas por actividades extra de la concertada, y añade que los concertados deberían también instalarse en barrios pobres 11.

Las diferencias escolares deben ser de carácter pedagógico y didáctico, y no es poco; el hecho es que, en definitiva, hasta las escuelas católicas las eligen muchos padres por su excelencia docente (y ellas lo exhiben).

Esta es una ventaja más para distinguir entre educar e instruir: aprender matemáticas no es opcional, pero adoptar una moral, una política o una religión sí debe serlo; aunque no es razón para eliminarlas de la escuela: su obligación es informar sobre ellas, porque sirven para comprender incluso a los más lejanos, no para elegir la que más nos guste. La ERE católica habría merecido un enfoque más cultural sobre las diversas religiones y al servicio de todos, máxime cuando el pluralismo religioso y el talante ecuménico aumentan 12.

c) Una escuela común donde convivir, conocerse y respetarse

También podría ser un buen acuerdo. El librito de Edmondo De Amicis Corazón (1866) no solo fue un hermoso canto a un país unificado, sino también a sus gentes y al hijo del carbonero junto al del señor en los bancos de una misma clase. De lo contrario –aparte del despilfarro de tiempo, de dinero público y de oportunidades–, aumentan los sectarismos y la tentación proselitista (que tampoco se evitan con una enseñanza bobalicona pretendidamente aséptica y neutral).

Se comprende la gran dificultad política de consolidar una instrucción general y obligatoria durante al menos ¡diez años de la más tierna edad! «El niño es mío y me lo educo yo», dijo por televisión un representante de los padres contrarios a la fallida «Educación para la ciudadanía». Hasta consiguieron tumbarla en 2012 13. El gobierno que la quiso implantar tampoco distinguió a tiempo entre educación e instrucción: nadie podía negarse a conocer las leyes sociales vigentes. A compartirlas, sí. El matrimonio entre personas del mismo sexo es legal en España, aunque no sea del gusto de todos, pero hay que saberlo –no imponerlo–, porque la escuela no es un lavado de cerebro, pero mucho menos de realidad. Si no, reforzará la homofobia, por ejemplo, y otras intolerancias, que también asoman en el reciente pin parental.

d) El acuerdo más explícito es salvar la escuela a toda costa...

Las objeciones contra la obligatoriedad escolar son tantas que no es raro que aumenten en lo sucesivo los padres objetores, contrarios a mandar a sus hijos a la escuela. En los años setenta del siglo XX fue notable la propuesta de desescolarizar la sociedad (I. Illich y E. Reimer, por ejemplo) 14. Y eso sin aducir otro hecho muy grave en su contra: a demasiados niños y niñas la escuela obligatoria les aporta el primer gran fracaso de su vida: los suspende, los hace repetir curso y muchos abandonan sin su primer título de igualdad social. Una marca demasiado negativa y duradera que apunta a quien verdaderamente fracasa: semejante escuela está podrida.

Y puede que eso no sea lo peor. La Carta a una maestra de aquellos chicos de la sierra toscana, con ser «el manifiesto más clamoroso de los chicos suspensos y de sus padres contra la selectividad escolar» –como dijo Milani–, advertía en 1967 –y a muchos lectores se les pasa– que «el daño más profundo se lo hacéis a los escogidos» («no a los que descartáis»). Las buenas notas los elevan sobre tantos otros compañeros, pero la suya no es «la cultura», sino simplemente una cultura dominante:

Sería un milagro que su alma no saliera enferma [...] Pierino [el alumno excelente] es afortunado porque sabe hablar. Desgraciado, porque habla demasiado. Él, que no tiene nada importante que decir 15.

Ojalá hayan topado contra estas lacras de la escuela quienes hoy apenas la valoran. Pero menosprecian un importantísimo servicio público necesario. Por eso muchísimas familias y miles de maestras y maestros –también católicos– luchamos hace mucho por la mejora de la escuela pública de todos, la que llega a todas partes y combate la desigualdad social, aunque también ella necesite –¡y mucho!– su propia autocrítica. Los grandes organismos internacionales, y hasta la Iglesia, reconocen que «la educación sigue siendo un recurso escaso en el mundo» 16. Se habla de 260 millones de niños sin escolarizar.

e) ... porque la justicia social es irrenunciable

La desigualdad social, cultural, sanitaria, económica..., creciente en España entre las familias –tanto nativas como de inmigrantes–, sugiere sostener y mejorar la escuela obligatoria como amalgama interclasista y solidaria y como medida compensatoria de las diferencias. Máxime si decimos que la soberanía nacional reside en el pueblo, pues en democracia todos deben participar en la cosa pública.

A lo mejor, cuando José de Calasanz, a finales del siglo XVI (1597), creó la primera escuela pública gratuita en Roma, no pensó en la igualdad ni en la democracia, sino en la caridad cristiana. Pero enseguida vio que sus escuelas pías –gratuitas– podían cambiar la sociedad. Era eso lo que muchos temían: ¿quién haría entonces los oficios serviles, si todos aprendían a leer, a escribir y a contar? El apólogo de Menenio Agripa prevenía en su contra: como en el cuerpo humano, la sociedad necesita de cabeza, brazos y pies 17.

Con la Revolución francesa aumentó la exigencia de igualdad entre todos los miembros de la sociedad y empezó la exigencia de escuela para todos. A lo largo del siglo XIX, los Estados modernos promovieron y asumieron una escuela elemental obligatoria que, más que compensar diferencias, extendía a todos el suplemento escolar que se habían procurado las familias acomodadas, cuyos hijos ya gozaban en casa de un buen ambiente cultural. Eso caracteriza la escuela desde entonces, pues ciertas carencias domésticas no se compensan y repercuten mucho en el fatídico «rendimiento escolar». Hasta el punto de que «los deberes para casa» acentúan su contradicción: a los últimos les vendría muy bien realizarlos para recuperar su retraso, pero en sus casas es muy difícil hacerlos... y se atrasarían aún más.

Si extender a todos la escuela burguesa fue «caritativo» o si quiso elevar la cultura de la naciente mano de obra industrial ya importa menos. Lo esencial era combatir la desigualdad, que no está en los genes ni en la dedicación laboral, como si todos los miembros de la sociedad tuvieran que hacer lo mismo. Así nació, más bien, un ascensor social que, a pesar de mis reproches a la actual escuela selectiva, es bastante eficaz: la escolarización universal permite comprobar que hijos de obreros o de campesinos, incluso de inmigrantes recién llegados y con lengua propia, logran integrarse pronto y bien en la enseñanza secundaria.

Sin embargo, el fracaso escolar se mantiene y denuncia el error sutil y paradójico oculto en un eslogan que quiso ser socialista –pero poco– durante la transición española a la democracia: «Una escuela única igual para todos». No hacía falta ser un cristiano comprometido con los pobres para rectificarlo: «Una escuela mejor para los más necesitados». Porque «no hay nada tan injusto como tratar igual a quienes son desiguales» (LP 60). Y el mejor remedio contra el fracaso –de la escuela– es un apoyo compensatorio para los atrasados realizado por la propia escuela (no solo aparte y con legítimos voluntarios). En Italia se denomina doposcuola –«después de la escuela»– y es oficial en muchas. Aquí los apoyos oficiales no acaban de cuajar en todas partes.

En consecuencia, la escuela obligatoria para todos –cuyo garante es el Estado– nos ofrece un punto de acuerdo fundamental: buscar la igualdad democrática mediante el aprendizaje básico y mediante una convivencia social durante la infancia y la adolescencia 18. Con ser algo tan obvio, muchos no lo aceptan. ¿Y quién va a dudar de la importancia de otros valores concretos, como la liberté y la fraternité, por privilegiar la égalité correctora de un obstáculo previo evidente?

f) Nuestra Constitución es más liberal que compensatoria en educación

No parte de la necesidad de compensar las desigualdades de nadie, sino del derecho de todos a la educación. Más liberal que socialista, garantiza la libertad de enseñanza (CE 27,1) y explica que «la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana» (CE 27,2) 19. Aunque no detalla en qué consiste ese desarrollo, las últimas –y demasiadas– leyes orgánicas de educación 20 parecen concretarla en el logro de ciertas capacidades y competencias... (tal vez útiles para competir). Por ejemplo, la «ley Wert» (LOMCE, 9 de diciembre de 2013) se abre con un personalismo delicioso:

El alumnado es el centro y la razón de ser de la educación. El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio. Todos los alumnos y alumnas tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país.

[Pero luego concreta más:] La educación es el motor que promueve el bienestar de un país. El nivel educativo de los ciudadanos determina su capacidad de competir con éxito en el ámbito del panorama internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel de los ciudadanos en el ámbito educativo supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por un futuro mejor (Preámbulo).

Así que una diversidad invisible en el punto de partida se destapa en el de llegada: cada uno desarrollará más o menos cualidades durante su período escolar hasta poder acercarse algunos a la excelencia. La escuela selectiva –más que compensatoria– está servida: hoy los colegios publicitan sus recursos y habilidades didácticas y compiten entre sí en pro de la demanda surgida del sistema socio-económico. Es un hecho. Hasta una de las excusas o coartadas para someterse sin rechistar al mercado competitivo es lamentar el retraso de los mejor dotados: «¡Pobrecitos!, serán incapaces de competir si tienen que esperar a los rezagados». Pero no merecen una lágrima: una escuela compensatoria les enseñará además a ayudar a sus compañeros. Hablamos de la escuela obligatoria y no del bachillerato, ni de la formación profesional superior, ni de la universidad, donde la selección es indispensable por interés social.

Hay que optar por un punto de acuerdo universal sobre la escuela. Caben muchas posibilidades teóricas y prácticas, pero los profesores –a diario entre chicas y chicos de sus escuelas– pueden calibrar mejor si nos conviene partir de una necesidad compensable, como yo creo, o de la supuesta igualdad de todos para alcanzar la excelencia. Pero han de cuidar su propio riesgo: no ver más allá de la clase social de sus alumnos. Algo fatal que también es un hecho, incluso entre los religiosos de la enseñanza 21. Optar por la igualdad de niños y jóvenes será siempre una buena causa.

No hace falta decir que tal opción conviene también a los cristianos. Sería absurdo que antepusieran lo religioso, como si ellos formaran un mundo aparte. ¿Qué motivos llevan a muchos cristianos y a la Iglesia entera a interesarnos por la escuela? Es un capítulo esencial de mi añorada TE, que la confronta con el Evangelio de Jesús: ¿nos mueve un afán proselitista, la caridad, el hambre y la sed de la justicia? Por desgracia, hoy se abusa de argumentos a la defensiva de la escuela «católica» existente, pero mejor sería examinar la fe cristiana que suscitó aquellas vocaciones pedagógicas históricas. Porque todo indica que con la escuela hemos topado, señor obispo.

3. Nos jugamos la trama humanista del mundo

El análisis social y político nos ayudará a optar, o no, por la justicia escolar equitativa. Hoy predomina el pensamiento neoliberal en Occidente, pero nuestro sistema democrático no nos exige un pensamiento único, y podemos lograr acuerdos que corrijan el hecho incontrovertible de una injusta desigualdad nacional y mundial.

No obstante, bajo las opciones concretas suele haber alguna idea más o menos diáfana del ser humano (antropología) y en la que tampoco será muy fácil coincidir. La Declaración de los Derechos Humanos nos ayuda:

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos [...] sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión pública o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.

Así que la dignidad de la persona y la justicia social nos brindan este acuerdo mínimo implícito en un encargo constitucional concreto a los poderes públicos:

Promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integre sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social (CE 9,2).

Hay que «remover obstáculos» constatables casi a simple vista y cuyas consecuencias las estudia la sociología con detalle. Uno poco visible es fundamental en nuestro asunto: el desarrollo personal de muchos se puede malograr precisamente en la infancia y primera juventud. Tanto si falla la instrucción básica como si falla la educación.

En el aprendizaje escolar, el daño resulta más visible por comparación –entre unos y otros–, pues afecta a retos comunes y a una igualdad democrática básica. Por ejemplo, carecer de una buena lecto-escritura marca toda una vida. Aunque los analfabetos puedan votar, ¿qué información y participación real lograrán? La instrucción básica para todos en una escuela compensatoria puede y debe remover muchos obstáculos.

En lo estrictamente educativo –mucho más amplio–, hoy todos aseguran que la infancia es decisiva, aunque sus carencias sean menos visibles que la ignorancia escolar. Durante la niñez y la adolescencia se inicia la triple relación –con la realidad, con los demás y con el Misterio de la vida– que nos hace personas; y la falta de familia, de salud, de trabajo, de vivienda digna, etc., pueden vulnerar relaciones personales muy importantes. Hay otras carencias que «enferman el alma de Pierino», por muy instruido que sea, y también pueden dañar al último de la clase, porque nuestra humanización personal, más que un regalo de fábrica, es una llamada existencial a cada uno y se realiza y se malogra durante toda la vida con los demás.

Pues bien, este aumento personal, vocacional e histórico yo creo que es el principal motivo humanista para preocuparnos por la educación, como ciudadanos y como cristianos.

¿Acaso puede la escuela resolver la madurez de la gente? No. En todo caso, ayudarla, pero nuestra madurez no se concentra ni se limita a la escuela. Ninguna puede garantizar un buen desarrollo a ningún escolar, pero a muchos maestros –hombres y mujeres–, los docentes que tan fácilmente nos llamamos educadores, nos estremece una inquietud profesional: que ningún alumno nuestro se malogre. Y no hablo del riesgo, sino de la pasión personal por ayudarlos a tiempo y bien.

Formular este aspecto humanista de la vocación docente me resulta doloroso. De niño a adulto hay un arduo recorrido muy complejo que no todos realizan a su tiempo, ni después. El rey Ezequías lo expresó muy bien ante una enfermedad repentina: «Como un tejedor devanaba yo mi vida y me cortan la trama» (Is 38,12). Pero también hay pérdidas más previsibles: conocemos personas que se quedan en un nivel personal inferior y es gente superficial, poco madura, «anestesiada por la banalidad» (Francisco), incapaz de afrontar retos humanos que nos son comunes. Y no depende de ser pobres o ricos ni de su éxito escolar: es pura falta de madurez, de esa educación que ni se recibe de otros ni la dan las escuelas. Me cuesta mucho decirlo, pero conocemos gente malograda en cualquier posición social. Con todos los derechos humanos –y divinos– a su favor, hasta el Evangelio dice que «pierden su vida» (no la eterna tras la muerte, sino esta terrena, que, para Jesús, se centra en el amor) 22.

Lejos de mí descalificar a nadie o establecer qué vida tiene sentido y cuál no. Gracias al respeto creciente hacia las personas con graves discapacidades nos cuidamos mucho de no discriminar a nadie. Al contrario: ellas nos acercan más al misterio de la persona y de las relaciones humanas. Por cierto, ¿no se necesita una pedagogía de lo misterioso (más que de lo ignorado)?, ¿dónde está? Cualquier vida humana –la misma que Jesús deseaba a todos «en abundancia» (Jn 10,10)– nos muestra dimensiones y aspectos ocultos capaces de hacer de un analfabeto, de un marginado o discapacitado grave una «gran persona». Hay que dar tiempo a que la vida misma nos ofrezca nuevas ocasiones para rehacernos, por muy recortada y superficial que haya sido nuestra vida anterior. Pero, mientras tanto, no podemos quedarnos indiferentes ante los que vemos malograrse. Si la dignidad personal aguanta graves carencias, los más necesitados nos reclaman respuestas: este sí que es un rasgo humano «de fábrica», ser responsable. Por eso, no responder a los desafíos de la vida colectiva, propia y ajena, también nos malogra a nosotros mismos.

a) Acordemos una antropología mínima laica y común