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Raquel Muñoz, cuarenta años, española. Ella consideraba que tenía su vida ya resuelta: junto a Jaime, su marido, y Olivia, su hija, conformaban la familia perfecta. Su trabajo era lo que siempre había querido, y más cuando podía hacerlo codo a codo con Alicia, su mejor amiga, una loca y divertida pelirroja que, en unas semanas, estaría de camino al altar. Sergio Márquez llevaba años sin poner un pie en España. Su profesión lo había llevado a Singapur hacía ya demasiado tiempo. Allí fue donde conoció a Carolina, su mujer, con quien formó una familia y junto a la que pasó uno de los momentos más difíciles de su vida. Sin embargo, la boda de su hermano fue razón suficiente para hacerlo regresar a Madrid por unas semanas. La visita a un mercado y algunos encuentros casuales fueron los detonantes de una historia de amor entre dos personas que no pudieron hacer más que dejarse llevar.
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Seitenzahl: 1105
Veröffentlichungsjahr: 2022
Camila A.G.
Camila A.G. Con las ganas / Camila A.G.. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3354-8
1. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
1. ella
2. él
3. ella
4. ella
5. él
6. él
7. ella
8. ella
9. él
10. él
11. ella
12. ella
13. ella
14. ella
15. ella
16. él
17. él
18. ella
19. ella
20. ella
21. ella
22. ella
23. ella
24. él
25. él
26. él
27. ella
28. ella
29. ella
30. ella
31. él
32. él
33. él
34. ella
35. ella
36. ella
37. ella
38. ella
39. ella
40. ella
41. él
42. él
43. él
44. él
45. él
46. ella
47. ella
48. ella
49. ella
50. ella
Epílogo. ellos
Table of Contents
A todas las que le dieron amor a esta historia,especialmente a J, P, M y E.
Llegó al mercado un miércoles a las cuatro de la tarde y se sorprendió al descubrir que había mucha más gente de lo normal. Las filas para comprar mariscos, bebidas y frutas parecían interminables, lo cual llamó su atención. Era común encontrarse con que aquel lugar estuviese concurrido, por eso era que solía evitarlo los fines de semana. Pero siendo el día que era, no pudo evitar encontrarlo extraño. Si bien las compras solía hacerlas en el supermercado, siempre se reservaba algún momento de la semana para pasar por el pequeño mercado que estaba a unas cuadras de su casa. Además de que la calidad de los productos era mejor, lo que más le gustaba era la amabilidad de los vendedores, sumado a que el sitio era muy acogedor y, por sobre todo, tranquilo.
Aunque ese día no fuera el caso.
Caminó con pasos lentos mientras disfrutaba de la calma que sentía cada vez que estaba allí y se acercó al puesto de frutas que era su favorito. Clara, su dueña, era una señora de alrededor de sesenta años, a quien conocía desde que era pequeña. Sus manzanas eran, para Raquel, las mejores de todas las que había probado, y el carisma de la mujer que las vendía la hacía querer volver allí todas las semanas.
—Pensé que ya no vendrías hoy —dijo la mayor en cuanto la vio.
Raquel le ofreció una sonrisa a la vez que se acercaba para dejar un beso en cada una de sus mejillas.
—Se me ha hecho tarde en el trabajo, pero he logrado llegar a tiempo, ¿no? —preguntó, con tono burlón.
Claro que había llegado a tiempo; sabía que Clara se quedaba hasta la noche. Extendió su mano para empezar a elegir algunas manzanas mientras la vendedora le contaba una anécdota de aquel día cuando, de repente, el cajón que contenía las frutas se rompió. Los ojos de Raquel se abrieron de par en par a la vez que se apresuraba en recogerlas, agachándose e intentando juntarlas mientras caían al suelo sin piedad.
—Perdona, Clara —dijo mientras negaba con la cabeza. A veces podía ser un poco torpe.
Unos segundos de lamentarse y pasar vergüenza transcurrieron hasta que, por el rabillo del ojo, pudo ver que alguien se acercaba a ayudarla.
—Tomad, colocadlas aquí. —Vio cómo Clara le extendía un nuevo cajón vacío y Raquel lo aceptó, agradecida, mientras lo dejaba en el suelo, justo en medio de ella y de la persona que, en ese momento, también recogía manzanas.
Ordenaron las frutas una por una, cerciorándose de que ninguna quedase perdida. Finalmente, cuando pareció que habían logrado controlar el desastre causado por ella, una mano apareció a la altura de sus ojos. Sin dudarlo, Raquel la tomó, aceptando la ayuda que se le estaba ofreciendo para ponerse de pie. Al levantar la mirada, se encontró con un hombre alto; le llevaba al menos una cabeza, y tuvo que alzar los ojos un poco más de lo que estaba acostumbrada para poder encontrar los de él. Tenía una barba negra poblada, un tanto desarreglada, pero, sorprendentemente, cuidada. Si aquello podía ser posible. Su pelo era del mismo color, abundante y despeinado, aunque no pudo evitar pensar en lo suave que aparentaba ser al tacto. Sus gafas de pasta negras llamaron su atención, aunque no más que los ojos marrones que se escondían detrás de ellas y que, en ese momento, la miraban fijamente. Raquel se aclaró la garganta al darse cuenta de que llevaba analizando a ese hombre desde hacía más tiempo del que podía considerarse políticamente correcto.
—Gracias —murmuró, esforzándose en ofrecerle una sonrisa. De repente se sintió incómoda, no tanto por la presencia de él, sino por la atención que sabía que acababa de profesarle a cada detalle de aquel hombre.
—No hay nada que agradecer. —Su voz, grave y profunda, la devolvió al presente. Lo vio curvar la comisura de sus labios y no pudo evitar notar que tenía una bonita sonrisa, cálida y gentil—. Clara me conoce desde hace tiempo, creo que nunca me hubiese perdonado si no la ayudaba a salvar su mercancía —bromeó, girando su cabeza para buscar a la mujer que acababa de nombrar.
Raquel lo imitó, riendo junto con Clara ante aquel comentario. Pero la mirada de la mayor se desvió en ese momento hacia abajo, hacia el medio de ambos, y fue cuando siguió el camino que habían hecho sus ojos que se percató de que todavía tenían las manos unidas. Lo soltó de repente, como si se estuviese quemando, y agradeció internamente cuando, al alzar la vista hacia el rostro de él, notó que no aparentaba haberse dado cuenta de su reacción. La hubiese considerado una loca y, por alguna razón, le estaba importando lo que aquel hombre pudiese opinar de ella.
—Oye, y... —Sentía su mirada fija en ella y, considerando la posibilidad de que tal vez estuviese esperando que ella dijera algo, fue que Raquel se obligó a pensar en algún comentario que pudiera hacerle. Si su verdadera intención estaba en evitar que el silencio incómodo se extendiese o si, en verdad, lo que quería era simplemente seguir hablando con él, nunca lo supo adivinar—, ¿qué es lo que has venido a comprar aquí?
Lo vio reír y se quedó hipnotizada con la manera en la que sus ojos se volvían más pequeños con aquel gesto. Notó también los dos hoyuelos que aparecían en sus mejillas, evidentes a pesar de la barba que cubría la mitad de su rostro. Y Raquel mordió la parte interna de su labio inferior al ser testigo de cómo ese hombre se ruborizaba sutilmente, bajando su mirada hacia la bolsa de tela que cargaba.
—Tengo un evento el sábado y sé que aquí hay bebidas de muy buena calidad —dijo, mientras llevaba una de sus manos hacia el interior de la bolsa y sacaba una de las botellas que guardaba allí dentro, alzándola a la altura de los ojos de ambos y sonriéndole a ella—. Venden la mejor sidra.
Había algo en la voz de ese desconocido, algo en la manera en la que hablaba, con una mezcla de timidez y seguridad, que hacía que Raquel se sintiera realmente intrigada, invadida por una necesidad de escucharlo hablar durante horas.
—¿La mejor sidra? —preguntó, intrigada—. ¿Aquí?
—Claro. Allí a la vuelta. —Le señaló una mesa de madera que estaba a unos quince metros de donde se encontraban, y Raquel pudo ver a esa distancia que, sobre la misma, había varias botellas, algunos vasos, y un señor que parecía ser el encargado del lugar. —Ven, te acompaño a probarla.
Lo siguió sin titubear; no tuvo que pensárselo dos veces. Más tarde se daría cuenta de que no se había tomado el tiempo para despedirse de Clara. Hasta de ella se había olvidado, ya que su atención había estado exclusivamente en ese desconocido de gafas y barba. Una vez que llegaron al vendedor de la sidra, vio cómo este les ofrecía una copa a cada uno. Raquel le sonrió a modo de agradecimiento y dio un sorbo, cerrando los ojos y asintiendo mientras saboreaba aquel gusto ligeramente amargo de la bebida.
—Está muy buena —sonrió, alzando la mirada para encontrar los ojos del hombre que le había recomendado aquella sidra. Se sorprendió al descubrir que sus ojos ya estaban fijos en ella, aparentemente atento a cada movimiento que realizaba, las comisuras de sus labios curvadas hacia arriba y dejando a la vista unos dientes blancos casi perfectos. Raquel se aclaró la garganta, confusa frente la atención que estaba recibiendo de él.
Confusa ante la manera en la que eso la hacía sentir.
Desvió los ojos rápidamente hacia el hombre que los observaba del otro lado de la mesa.
—De verdad, me ha gustado mucho —repitió, esta vez dirigiéndose al vendedor—. ¿Me das una botella, por favor?
Lo vio asentir, agradecido, y de reojo pudo ver que el hombre a su lado dejaba la copa sobre la mesa, justo al lado de donde Raquel había apoyado la suya, ya vacía. Fue en ese momento que se percató de la cercanía de sus cuerpos; el brazo de él rozó el de ella y eso le causó un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza. De repente, era demasiado consciente de cada exhalación que provenía de aquel desconocido, de cada segundo que pasaba estando en su presencia. Y eso la tenía descolocada. Abrió su bolso para buscar el dinero con la intención de mantenerse ocupada, de distraerse, de pensar en otra cosa que no fuera el olor tan masculino que inundaba su nariz cada vez que una ligera brisa los golpeaba.
—¿Ya tienes en mente una ocasión en la que abrirás la botella? —Pero se encontró a sí misma suspirando al escuchar de nuevo su voz y, como si de una fuerza magnética se tratara, no puedo evitar girar su cabeza para mirarlo.
—No creo que necesite una ocasión especial para hacerlo. —Sentía la intensidad de sus ojos atravesándola, aunque esa vez no quiso romper el contacto visual. Alzó ligeramente el mentón para observarlo mejor, y agregó—: La abriré esta noche.
Le devolvió la sonrisa y, con el dinero en mano, se giró para pagarle al vendedor, sabiendo que la mirada del hombre a su derecha seguía fija en ella. Tal vez, en otra situación, se hubiese sentido incómoda al tener a un desconocido dándole tanta atención; por alguna razón, esa no estaba siendo una de ellas. Cuando tuvo la botella de sidra recién comprada en sus manos, se dio la vuelta, agradeciéndole al encargado que seguía parado detrás de aquella mesa y alejándose de allí.
—Gracias por la recomendación. —Sabía que la había estado siguiendo y se detuvo en medio del mercado para girarse hacia él—. Estoy segura de que irá muy bien con la cena de esta noche.
La manera en la que le sonrió causó una sensación extraña en su bajo vientre. Raquel llevó una de sus manos hacia allí de manera inconsciente, acariciando la zona en un ridículo intento por disipar las cosquillas.
—Eso espero —contestó él, mirándola—. Si te vuelvo a cruzar por aquí, me cuentas qué tal.
Se quedaron perdidos en los ojos del otro durante unos segundos de más. Había algo en él que hacía que quisiera mantenerse justo donde estaba, bajo su completa atención, a la vez que sentía que podía observarlo y escucharlo durante horas.
Fue el darse cuenta de esto último lo que hizo que saliera de aquel trance.
—Debo irme —carraspeó Raquel, marcando un final a ese intercambio de miradas y a esa ola de pensamientos extraños que la estaban inundando. De repente, necesitaba estar lejos de él lo más rápido posible; la estaba confundiendo demasiado para ser un simple desconocido—. Ha sido un placer.
Estuvo a punto de girarse en dirección a la salida cuando agregó:
—Y muchas gracias por la ayuda con lo de Clara, de verdad.
En ese momento, su sonrisa fue sincera, y la de él supo que también lo había sido.
—El placer ha sido mío —lo escuchó responder.
Le dedicó una última mirada atenta, viendo cómo los ojos de él la observaban de arriba abajo de manera casi imperceptible. Finalmente, Raquel se giró y comenzó a caminar en dirección a la salida. No fue hasta que se alejó lo suficiente que decidió darse la vuelta una última vez, diciéndose a sí misma que solo quería corroborar que ese hombre ya hubiese seguido con sus cosas.
La sorpresa que se llevó al descubrir que todavía la miraba fue la primera de muchas más que estaban por llegar.
* * *
—¿Necesitáis que llevemos algo más? —preguntó, sosteniendo el móvil contra su oreja con la ayuda de su hombro, manteniendo sus manos libres para así poder terminar de ponerse los zapatos.
—A ti, querida —escuchó a Alicia del otro lado de la línea. No podía decidir si sonaba aburrida o cansada de las vueltas que Raquel estaba dando—. Te necesito aquí de una vez, que la gente empieza a llegar y no hay nadie que me separe de la comida.
La amistad entre ellas dos había empezado desde el día en el que habían llegado al mundo. Alicia era un par de meses mayor que Raquel; ninguna de las dos tenía recuerdos de cuándo se habían conocido, dado que sus padres habían sido muy unidos y, gracias a ellos, las dos habían crecido juntas. Habían sido compañeras en el colegio y, después, en la Academia de Policía. Cuarenta años más tarde y allí seguían, inseparables. Nadie la conocía mejor que Alicia Salas; sabía que si el día de mañana necesitaba esconder un cuerpo, sería a ella a quien podría acudir sin dudarlo.
—Vale, vale —rio a la vez que volvía a enfocarse en la conversación, divertida con la ansiedad de la otra mujer—. Estaremos allí en un rato.
Terminaron la llamada después de un par de amenazas más por parte de Alicia. Raquel se levantó de la cama y caminó hasta el espejo, aprovechando para mirarse una última vez. Llevaba un vestido verde con algunos brillos, de mangas largas y que no llegaba a cubrir sus rodillas, haciéndolo ideal para esa noche de principios de julio. Acomodó el pronunciado escote que dejaba la mitad de sus pechos al descubierto y se apreció a sí misma en el reflejo. A sus cuarenta años, no podía decir que no estuviese conforme con su cuerpo. Después de un embarazo y a pesar de haber tenido a la fuerza de gravedad jugándole en contra, la realidad era que le gustaba lo que veía cada vez que se miraba en el espejo. Se cercioró de que su maquillaje estuviese perfecto: la raya de los ojos, la máscara de pestañas y los labios pintados de un intenso color carmesí.
—¿No será mucho ese vestido?
La voz de Jaime hizo que levantara la mirada y pudo encontrar los ojos de él en el reflejo. Lo vio caminar hacia ella, parándose detrás. Aún con los zapatos puestos, su marido le llevaba casi una cabeza. Raquel suspiró cuando lo sintió plantar un beso al costado de su cuello, rodeándole la parte baja del estómago con uno de sus brazos y atrayéndola hacia su cuerpo.
—Estás guapísima —susurró en su oído, haciendo que ella dejara caer su cabeza hacia el costado para darle mejor acceso a la piel que se encontraba entre su oreja y su hombro—. Serás la mujer más guapa de toda la fiesta.
Raquel resopló al escuchar aquel comentario y puso sus ojos en blanco, aunque no pudo evitar la enorme sonrisa que invadió su rostro al escuchar aquellos halagos viniendo de su marido.
—No me gustaría sacarle ese puesto a la futura novia —dijo, haciendo referencia a Alicia—. Me conformo con ser la segunda más guapa.
La mano de Jaime, que no estaba rodeando su cuerpo, empezó a descender por su cadera y se deslizó en dirección a su pierna. Raquel murmuró en aprobación al sentir el calor de la palma de su marido cuando entró en contacto con la piel desnuda de su muslo, y suspiró cuando esta se acercó a la parte interna del mismo, con un destino certero.
—Alicia me matará si llegamos tarde. —Intentó que su voz no dejara entrever lo mucho que las caricias de Jaime la estaban afectando, pero supo que había fallado en el mismo momento en el que él soltó un gruñido al sentir la humedad que traspasaba su ropa interior.
—Todos los hombres te estarán mirando por culpa de ese vestido —murmuró contra su oído, sus dedos rozándola a través de la tela, haciendo que la respiración de Raquel se acelerase—. Me gusta saber que yo soy el único que puede hacerte esto.
Cerró sus ojos cuando empezó a dejarse llevar por el placer que estaba sintiendo. Jaime podía llegar a ser posesivo algunas veces y, aunque habían tenido algunas discusiones al respecto, sabía que todo aquello lo hacía desde el amor, desde el cuidado y desde esa necesidad de protección que tenía, no solo hacia ella, sino hacia su hija también. Echó su cabeza hacia atrás, contra el hombro de su marido, y llevó una de sus manos hacia el rostro de él, acariciándole la barba que se había dejado crecer en los últimos meses y que a ella le encantaba.
—¡Mamá!
Raquel soltó un gruñido de frustración al escuchar la voz de su hija interrumpiendo el momento. Jaime detuvo sus movimientos, pero no se alejó de ella. Lo sintió reír contra su pelo y no pudo evitar sonreír, aunque algo enfadada, de que su placer hubiese tenido que postergarse.
—Creí que mi madre ya estaría entreteniéndola —susurró Raquel, mientras descartaba la mano de su marido y se acomodaba nuevamente el vestido y el pelo, ahora un poco despeinado.
Ese sábado por la noche era la fiesta de compromiso de Alicia y Andrés, quien había sido su pareja durante más de cinco años. Después de mucha insistencia por parte de él, su amiga había aceptado la pedida de matrimonio. La conocía lo suficiente como para saber que nada de esto había sido idea de la pelirroja; sin embargo, también tenía la certeza de que nunca antes había estado tan enamorada y que, aún con lo extravagante que podía llegar a ser su prometido, ella había accedido a este tipo de eventos sin dudarlo.
En el fondo, Raquel sabía que también lo disfrutaba. Las fiestas y ser el centro de atención eran lo que más le gustaba a Alicia Salas.
—Tu madre acaba de llegar —contestó Jaime mientras la miraba terminando de arreglarse—. Vamos a saludarla y, ya de paso, vemos qué es lo que quiere tu hija.
Raquel volvió a sonreírle a través del reflejo. Finalmente, se giró hacia él, caminó el único paso que los separaba y dejó un beso en sus labios.
—Vamos.
* * *
Si bien Alicia le había dicho que sería un evento importante, nada la hubiese preparado para lo que encontró al llegar.
La pareja vivía en una casa demasiado grande para solo dos personas, ubicada lejos del centro de Madrid. Raquel estaba segura de que, esa noche, había más de cien personas allí dentro y, aunque pudiera distinguir varias caras conocidas, a la mayoría de los invitados no los había visto en su vida. Jaime soltó su mano al encontrar la mesa con el alcohol y le avisó que se dirigiría en esa dirección. Cuando se alejó, ella empezó a buscar a su amiga.
—¡Al fin!
Pero Alicia le ganó en la búsqueda. Su grito la tomó por sorpresa e hizo que se sobresaltara, y no le dio tiempo a girarse hacia ella cuando pudo sentir los dedos de su amiga clavándose en sus hombros, forzándola a darse la vuelta.
—A la mitad de estas personas no las había visto en mi puta vida —exclamó la pelirroja, y para Raquel fue evidente que ya había tomado varias copas, de lo contrario hubiese sido capaz de controlar el tono de su voz.
Puso los ojos en blanco y rio mientras negaba con la cabeza.
—¿Qué es lo que ha querido hacer tu futuro marido? ¿Invitar a toda la ciudad?
—No lo sé —dijo Alicia. Se puso a su lado y rodeó los hombros de Raquel con uno de sus brazos. Su amiga, además de ser un par de meses mayor, era casi una cabeza más alta, por lo que solía sentirse pequeña a su lado. A veces incluso le decía que era como su hermana mayor, aunque Alicia se hiciera la ofendida y le contestara que no la llamase vieja—. Ha invitado a gente con la que no se habla desde hace años. Dice que quiere que después todos estén en la boda—. Su amiga la dirigió hacia una de las mesas llenas de comida y la soltó para poder agarrar un pedazo de queso, metiéndolo en su boca mientras volvía a hablar—. Si esto sigue así, la mitad de Madrid estará presente ese día.
Raquel no podía hacer más que mirar a su amiga, divertida con la exasperación de esta. La pelirroja de ojos azules era una persona graciosa en su día a día, pero, en su versión estresada, era un espectáculo digno de película de comedia.
—Oye... —Con la intención de distraerla y tratar de que se relajase, buscó un tema de conversación que lograse hacerla pensar en otra cosa. Si había algo que le gustaba a su amiga, era cotillear—, ¿qué tal tu cuñado? ¿Cómo es?
Alicia se apuró en masticar y, después de tragar, soltó un grito ahogado. Sus ojos se abrieron de par en par y pudo ver un brillo divertido en estos. Bingo, había logrado su cometido.
—Es muy raro, no puedo creer que él y Andrés estén relacionados. —Fue lo primero que dijo y, después, agregó, sonriendo con cierta lascivia—: Pero está buenísimo.
Raquel sabía que Andrés tenía un medio hermano, menor que él, que llevaba más de diez años viviendo en Asia. Nunca lo había conocido en persona; ni siquiera recordaba haber visto alguna foto, pero había presenciado varias charlas en las que el novio de su amiga les contó anécdotas de su vida con él.
Empujó el hombro de Alicia, divertida.
—¿Qué dices? —preguntó mientras reía.
—¡Es en serio! —exclamó su amiga—. Te lo juro. Todos los días se viste con una camisa diferente y siempre está demasiado arreglado, supongo que no debe tener ropa informal. Y es demasiado tímido, algo serio... Llevo casi una semana conviviendo con él y todavía me sigue mirando con miedo. —De repente, su amiga abrió los ojos y la miró. Parecía preocupada—. Raquel, ¿yo doy miedo?
La aludida soltó una carcajada.
—Eres intimidante, sí —dijo mientras intentaba calmar su risa—. Pero, ¿desde cuándo eso te molesta?
Alicia la observó, pensativa y, después de unos segundos, se encogió de hombros, como si se hubiese dado cuenta de lo que Raquel le decía y hubiese descartado aquella preocupación.
—Tienes razón, que me tenga miedo lo hace todo más divertido.
Ambas rieron al escuchar aquella declaración. Raquel negó con la cabeza, cada vez más intrigada por aquel hombre del que su amiga hablaba. La conversación se desvió hacia otros temas mientras las dos caminaban hacia la cocina para buscar algunas cervezas. Durante la siguiente hora, Sofía, Ángela y Mónica, tres de sus grandes amigas, se sumaron a ellas. Aprovecharon la situación para ponerse al día y hablaron sobre trabajos, parejas y, en el caso de Mónica y Raquel, de sus hijos, hasta que esta última se dio cuenta de que todavía no había saludado a Andrés. Se disculpó con sus amigas y les avisó que iría a buscarlo; ya había pasado un largo rato desde su llegada y no lo había visto ni de lejos.
Caminó hacia el enorme ventanal que se encontraba abierto y salió al jardín. Era un espacio verde de gran tamaño que esa noche estaba más iluminado de lo habitual, con pequeñas luces amarillas que colgaban de los árboles y otras que rodeaban los pequeños arbustos que estaban alrededor de la inmensa piscina. Intentó encontrar a su amigo entre la multitud, pero se le hizo imposible a simple vista, así que decidió adentrarse un poco más.
Esquivó a varias personas y atravesó la zona que los invitados habían elegido que sería la pista de baile. Estaba tan concentrada mirando a su alrededor que, sin darse cuenta, chocó con un cuerpo bastante más grande que ella, lo que hizo que parte de la cerveza que tenía en su mano se derramara sobre la ropa de ambos.
—Ay, perdóname. —Supo que era un hombre debido a su altura y su camisa. Demasiado avergonzada como para poder mirar a la víctima a los ojos, Raquel buscó a su alrededor algo con lo que pudiera limpiar el desastre que había hecho tanto en su escote como en la manga de él.
—La de las manzanas.
Sin embargo, aquel comentario, sumado a la voz, hizo que ella alzara la mirada, y todo el aire abandonó sus pulmones cuando vio quién estaba enfrente.
El mismo hombre que había visto hacía unos días en el mercado. El mismo que, sin razón alguna, se había colado en sus pensamientos más veces de las que le hubiese gustado. El que hacía un par de noches había aparecido en sus sueños, aunque jamás lo hubiese admitido en voz alta. Ese desconocido que tanta intriga le había causado estaba parado delante de ella en ese momento, en el lugar menos esperado, alternando sus ojos entre los de Raquel y su escote, que ella no dejaba de tocar con la intención de limpiar los restos de cerveza que habían caído allí.
De haber sido otra persona, tal vez se hubiese sentido incómoda, pero, para su sorpresa, viniendo de él solo podía sentir un calor recorriéndole el cuerpo.
—El de la sidra —carraspeó ella, sorprendida—. Qué casualidad.
—¿El de la sidra? —sonrió él, y Raquel volvió a notar los pequeños hoyuelos que aparecían en sus mejillas cuando hacía aquel gesto—. ¿Así me dices?
Alzó las cejas, divertida, y su boca se entreabrió ligeramente al escuchar ese comentario. No supo qué responderle, pero, cuando este rio, ella no pudo hacer más que dejarse llevar, imitándolo. Era mucha la casualidad de encontrarlo allí e imaginó que el mismo pensamiento debía estar pasando por la cabeza de él. Los ojos de ambos se clavaron en los del otro y, esa vez, se permitió observarlo por unos segundos, tomándose el tiempo para apreciar cómo su mirada se achicaba un poco cuando sonreía, cómo brillaba cuando la observaba.
Era un hombre muy guapo.
Y fue ese pensamiento tan extraño lo que devolvió a Raquel al presente, a lo que acababa de ocurrir.
—Perdóname —repitió, mientras le ponía un fin al cruce de miradas entre ambos y señalaba hacia su camisa mojada—. Estaba distraída. Buscaba a un amigo y no te he visto. —Quiso acercarse e intentar arreglar el desastre que era su manga, pero él la frenó.
—No te preocupes. —Alzó una de sus manos, haciéndole un gesto para que se detuviera—. Después voy al baño y me encargo. —La sonrisa que le ofreció ocasionó que el corazón de Raquel diera un pequeño salto. Había algo en ese hombre que hacía que su cuerpo reaccionara de maneras extrañas. Por su propio bien, decidió que no era momento ni lugar para indagar en eso. —Oye, y... —continuó él, dando un paso en su dirección—, ¿tú qué haces aquí?
Raquel sonrió. A esa pregunta podía responder con naturalidad; podía alejar aquellos pensamientos sobre ese hombre que tan nerviosa la ponían.
—Alicia es mi mejor amiga —dijo, mirándolo. Notó que él fruncía el ceño; parecía estar procesando lo que acababa de enunciar, como si estuviera uniendo algunos puntos en su cabeza. Fue por eso que, unos segundos después, agregó—: Lo que no entiendo es qué haces tú aquí.
Vio cómo abría y cerraba la boca varias veces, como si quisiera hablar, pero sin lograr que las palabras salieran.
—¡Raquelita! —La voz de Andrés la sobresaltó, pero Raquel no podía dejar de mirar al desconocido que tenía enfrente, demasiado intrigada por su reacción como para prestar atención a otra cosa—. ¡Aquí estabas! —dijo su amigo una vez la hubo alcanzado.
Se obligó a sí misma a girarse para observarlo y no pudo evitar sonreír al verlo. Andrés de Carabante era un hombre alto, con pelo oscuro y siempre arreglado. Guapo, aunque no era su tipo. No era el de su amiga, tampoco, y por esa razón a Raquel le gustaba tanto. Era culto, divertido, y no tenía dudas de que, en otra vida, había pertenecido a la nobleza.
Se comportaba de esa manera muchas veces.
—Al fin apareces. —Abrió sus brazos para recibirlo y rio al sentir sus pies siendo despegados del suelo cuando Andrés la alzó en el aire. Al soltarla, Raquel continuó—. Llevo un rato buscándote.
—Perdona, he estado entreteniendo a algunas personas —le contestó mientras se separaba, mirándola de arriba abajo y alzando las cejas de manera sugestiva—. Estás muy guapa, eh.
Raquel sonrió y mordió su labio inferior y, después, puso los ojos en blanco. En ese momento fue que volvió a ser consciente de la mirada de aquel desconocido, que observaba atentamente el intercambio entre ella y Andrés. Este último, después de unos segundos, volvió a hablar.
Y hubiese estado preparada para cualquier cosa, menos para lo que su amigo dijo a continuación:
—Veo que ya has conocido a mi hermano.
Era la segunda vez en menos de una semana que aquella mujer se cruzaba en su camino y, en ese tiempo, Sergio debía admitir que había repasado ese encuentro en su cabeza más veces de lo que consideraría normal. Cuando la había tenido frente a frente aquel día, había notado ciertos rasgos que se habían quedado grabados en su memoria: la nariz aguileña y los pómulos, altos, marcaban muy bien su rostro, y los ojos color avellana parecían reflejar todas las emociones que sentía por dentro y que destacaban más aún debido al color de su pelo, de un rubio oscuro y cuyas puntas alcanzaban la altura de sus pechos. Pero lo que más le había llamado la atención, a lo que le había echado la culpa cada vez que su rostro había vuelto a aparecer en su mente, era el piercing que tenía en la nariz. Ese pequeño detalle la hacía la mujer más interesante que recordaba haber conocido en mucho tiempo.
Había regresado a España hacía menos de una semana, después de haber estado trece años sin poner pie en su tierra natal. Al día siguiente de su llegada, había decidido visitar aquel pequeño mercado al que solía ir con su madre cuando era pequeño, cuando todavía vivía a un par de calles de allí y no iba de hospital en hospital.
Se había sorprendido al ver que el puesto de frutas manejado por Clara seguía en el mismo lugar que hacía tantos años, y se alegró más aún al ver que aquella señora todavía trabajaba allí. La había saludado, había hablado con ella durante casi veinte minutos y, cuando la había despedido y había dado un par de pasos en otra dirección, escuchó la voz de una mujer maldiciendo y algunos ruidos de algo cayendo. Se giró justo a tiempo para atrapar una manzana que había rodado hasta su pie y, después de recogerla, se apuró y caminó hacia aquel desastre, decidido a darle una mano.
Fue cuando aquella mujer se puso de pie con su ayuda y lo miró a los ojos que Sergio sintió que todo el aire escapaba de sus pulmones y, un par de días después, el volver a verla estaba teniendo el mismo efecto.
Esa noche estaba preciosa, y no era solo la manera en la que aquel vestido verde se ajustaba a su cuerpo en todos los lugares correctos, y tampoco lo era debido a ese pronunciado escote, el cual estaba haciendo un esfuerzo inimaginable por no mirar. No era su maquillaje ni su pelo. No, lo que más llamaba su atención, lo que le quitaba el aliento y hacía que quisiera estar en su presencia durante horas, era ese magnetismo que emanaba de ella, esa energía y esa luz que parecían rodearla en cada sitio en el que estaba.
Había escuchado hablar de Raquel Muñoz desde el día en el que había llegado a casa de su hermano. Alicia, su cuñada, no dejaba de mencionarla en cada conversación. Parecían demasiado unidas, tanto que aparecía en la mayoría de las historias de la pelirroja. Jamás hubiese imaginado que aquella misteriosa y tan famosa mujer era la misma a la que hacía un par de días había ayudado en el mercado.
La misma en la que no había podido dejar de pensar, sin importar los esfuerzos que hubiese hecho.
La misma que, justo en ese momento, lo miraba con atención y que, de manera inconsciente, seguía tocando su escote, probablemente en un intento fallido de limpiar las gotas de cerveza que había alcanzado a ver deslizándose por el medio de sus pechos.
Le hubiese gustado que fuera políticamente correcto ofrecerle su ayuda.
—Veo que ya has conocido a mi hermano. —Fue la voz de Andrés la que logró sacarlo de aquel trance y deseó internamente haber podido disimular la atención que le había estado prestando a aquella mujer.
—Sí, nos hemos vis...
—No nos conoc…
Habló justo cuando lo hizo ella. En ese momento, ambos se miraron, extrañados y, por el brillo que pudo ver en sus ojos, incluso un poco divertidos por el hecho de no haber coincidido en su respuesta, casi como si estuviesen ocultando algo.
Solo que no imaginaba qué podía ser.
—Acabamos de conocernos. —Sergio se aclaró la garganta, decidido a tomar el mando de la conversación—. A tu amiga se le ha caído un poco de cerveza en mi camisa y me estaba ayudando.
Alcanzó a ver la mirada de Raquel fija en su rostro e imaginó que lo que estos reflejaban era una mezcla de agradecimiento y algo más. Parecía un poco desconcertada. La realidad era que no acababan de conocerse, y asumió que eso debía ser lo que ella estaba pensando.
—Una buena primera impresión, por lo que veo —rio Andrés, totalmente ajeno al intercambio silencioso que ocurría entre los ojos de las dos personas que estaban frente a él—. Os presento, entonces. Sergio, Raquel Muñoz, mejor amiga de mi mujer desde que tienen memoria. —Ella sonrió al escuchar esas palabras y Sergio no pudo evitar que su mirada se desviara momentáneamente hacia ese gesto—. Raquel, Sergio Márquez, mi hermano.
La vio extender su mano e hizo lo mismo, apretándole los dedos de manera suave. Sus ojos fueron directos hacia aquel intercambio y notó la diferencia de tamaño de las mismas, el contraste entre la de ella, más pequeña y delicada, y la suya, que llegaba a cubrir la de Raquel casi en su totalidad.
—Es un placer —la escuchó decir, con su voz unos decibelios más baja de lo que había estado antes.
Levantó su mirada justo a tiempo para encontrar que la de ella seguía fija en sus manos. Hacía unos días, en el mercado, un calor repentino lo había invadido al ser consciente de la sensación de tener su piel en contacto con la de esa mujer. Esa noche no había sido diferente. Al ver los ojos de Raquel enfocados en lo mismo, supo que no era solo él quien lo sentía.
—Sergio será el padrino, tú serás la madrina. —La voz de su hermano sonaba como si estuviese a metros de distancia, mientras Sergio lo único que podía hacer era enfocarse en la sensación extraña que le estaba suscitando aquel contacto entre sus manos—. Podríais aprovechar esta noche para conoceros mejor.
Con aquellas palabras, pudo ver que ambos alzaban los ojos a la vez, encontrándose. Le hubiese encantado saber qué era lo que pasaba por la cabeza de ella en aquel momento.
—¡Aquí estabas! —Fue la voz de su mujer la que hizo que soltara la mano de Raquel de manera rápida, como si hubiese sido atrapado haciendo algo ilícito. Sintió un par de brazos rodeándole el torso desde atrás—. Llevo un rato buscándote —dijo mientras dejaba un beso justo debajo de su oreja.
—Cuñadita —intervino su hermano, con ese tono cínico que lo caracterizaba—, no te preocupes por él, que aquí está muy bien cuidado.
Por el rabillo del ojo, alcanzó a ver cómo Carolina se paraba a su lado, su brazo enredándose con el de él, y retribuyó el gesto sin dudarlo. Sin embargo, la mirada de Sergio seguía fija en Raquel, quien ahora sonreía amablemente a la recién llegada. Pasaron unos segundos en silencio hasta que logró encontrar su voz para volver a hablar:
—Cariño —carraspeó, obligándose a desviar los ojos de Raquel para mirar a su mujer—, esta es Raquel, la mejor amiga de Alicia.
Pudo ver cómo la mirada de ella se iluminaba, reconociendo y entendiendo frente a quién estaba.
—¿Tú eres la famosa Raquel? —le preguntó a la vez que le ofrecía una sonrisa sincera.
Fue cuando escuchó la risa de la aludida que sus ojos volvieron hacia ella sin que tuviera que esforzarse en hacerlo. Como si el hecho de escuchar aquel sonido tuviera el poder de guiarlo en sus acciones antes de que su propio cerebro pudiera procesarlo, antes de que pudiera enviarle la orden a su cabeza para girarse en esa dirección.
—Famosa no soy —la escuchó decir, y no pudo evitar que las comisuras de sus propios labios se curvaran hacia arriba al verla—, pero sí. Soy Raquel.
Sintió cómo su mujer lo soltaba y, antes de que pudiese comprender lo que estaba pasando, la misma estaba caminando hacia Raquel, abriendo los brazos para recibirla en ellos. La diferencia de altura entre ambas era notoria, siendo Carolina más de una cabeza más alta.
—¡He escuchado tanto de ti! —Le divertía ver la emoción de su mujer con el simple hecho de estar conociendo a una persona de la que le habían hablado un par de veces. Así era ella; alegre, cálida y, tenía la certeza, el amor de su vida. Había perdido un poco de esa energía hacía un par de años, sin embargo, Sergio se había puesto como objetivo volver a hacerla tan feliz como algún día lo había sido. Hoy, estaba seguro de que lo había logrado—. Alicia no hace más que mencionarte.
Raquel, que había estado demasiado sorprendida con aquella muestra de afecto tan efusiva de parte de una desconocida, poco a poco, se relajaba, llegando incluso a retribuir el abrazo, una de sus manos dando algunos golpecitos en la espalda de la más alta. Se separaron después de unos segundos y volvieron a mirarse a los ojos.
—Soy Carolina Álvarez, por cierto —rio su mujer, mientras giraba su cabeza para buscarlo—, que este no me ha presentado.
Raquel sonrió, y su mirada abandonó a Carolina para encontrar la de Sergio, que ya estaba esperándola. No podía evitarlo; aquella mujer llamaba demasiado su atención, y se había dado cuenta de que no lograba enfocarse en otra cosa que no fuese ella cada vez que estaba presente.
—Raquel, al fin te encuentro.
Un hombre, que parecía de su edad, aunque un par de centímetros más bajo que él, apareció detrás de Raquel, haciendo que esta se sobresaltara al escucharlo y acabara con el intercambio de miradas que estaban teniendo. Lo vio rodearle la cintura con uno de los brazos, la otra mano ocupada en sostener una copa de vino.
—Ahora sí que estamos todos —intervino Andrés, riendo—. Sergio, él es Jaime Vidal, marido de Raquel. —Había algo en ese hombre que no le gustaba, y nada tenía que ver con su aspecto físico. Tal vez era la manera en la que lo analizaba, como si estuviese buscando algo específico en él, o podía ser la forma en la que había sujetado a Raquel, como si estuviese marcando territorio—. Jaime, te presento a mi hermano, Sergio Márquez, y a su mujer, Carolina Álvarez.
Intercambiaron sonrisas formales y un poco tensas. Fue Jaime quien extendió la mano que había estado rodeando la cintura de su mujer hacia ellos, apretando primero la de Carolina y después la suya.
—¿Qué tal estáis? —les preguntó de manera cordial, volviendo a abrazar a Raquel, su mano posándose en la cadera de ella—. El hermano que vive en Singapur, ¿verdad?
—El mismo —contestó Sergio.
Quiso recolocarse las gafas sobre el puente de su nariz, nervioso de repente con aquella situación, y fue en el momento en el que su pulgar entró en contacto directo con su propia piel que recordó que esa noche había optado por usar lentillas. Cerró los ojos, avergonzado.
—¿Cuándo habéis llegado? —Jaime seguía mirándolo con atención; tal vez era eso lo que lo tenía tan tenso, aunque en el fondo Sergio sabía que no era ese hombre el que causaba aquel efecto en él.
—El martes por la mañana.
Fue Carolina quien contestó, y Sergio agradeció internamente, porque estaba tan empeñado en descubrir qué era lo que le estaba preocupando en aquel momento, que no había prestado atención a la pregunta.
—Y, ¿estáis de vacaciones? ¿Os habéis pedido una excedencia o... ? —Los cuestionamientos de Jaime tenían un ligero tono acusatorio; la necesidad de saber más de ellos le hubiese parecido extraña si hubiese estado más metido en la conversación.
—Perdonad las preguntas. Es policía —comentó Andrés a modo de broma, haciendo que todos los allí presentes rieran.
Todos, menos Sergio y Raquel, que seguían empeñados en ignorar la presencia del otro.
—¿Tú también eres policía? —dijo Carolina, sonando sorprendida—. Como tu mujer y como Alicia, ¿verdad?
La mención de Raquel fue lo que hizo que, finalmente, ambos volviesen a la conversación. Buscó su mirada y no pudo evitar sentir una ligera decepción al encontrar que los ojos de ella estaban en su marido.
—Sí, soy inspectora de policía. —Su voz, suave, fue acompañada de una sonrisa que apareció en su rostro. Sergio la observaba, intrigado; sabía cuál era su trabajo, su cuñada y su hermano lo habían mencionado en una de las conversaciones que aquella mujer, sin saberlo, había protagonizado. Sin embargo, no podía esconder la admiración que lo invadía al escucharla contarlo con sus propios labios—. Así conocí a Jaime. Él trabajaba en la científica, sigue allí hasta el día de hoy. Nos casamos, tuvimos una hija... El resto es historia —concluyó, mirando a su marido con cariño.
Sergio carraspeó, dándose cuenta en ese momento de qué era lo que verdaderamente le estaba incomodando.
Y no era la presencia de ese hombre.
Era cómo Raquel lo miraba.
—¿Tienes una hija? —La pregunta abandonó sus labios antes de que pudiese procesar lo que estaba diciendo, y se regañó a sí mismo al darse cuenta de que se había dirigido exclusivamente a ella.
Raquel desvió la mirada de su marido, encontrándose con la de Sergio. Vio la manera en la que abrió su boca, como si quisiera responderle, pero ninguna palabra salía de ella.
—Tenemos. —Finalmente, después de unos segundos de silencio y, al menos para él, de cierta incomodidad, Jaime intervino. Su tono era más seco que antes—. Sí, Olivia. Tiene siete años.
Pero los ojos de Sergio no podían despegarse de ella ni de la sonrisa llena de orgullo que invadió su rostro frente a la mención de su hija. Supo que, en cuanto pudiera, volvería a preguntarle por Olivia si eso significaba poder apreciar la manera en la que sus ojos brillaban y sus labios dejaban entrever todos los dientes debido a la felicidad que aquel tema le generaba.
—¿Vosotros tenéis hijos? —La pregunta de Jaime removió algo en su interior, aunque hizo el mayor de sus esfuerzos en ocultarlo.
Miró a Carolina, que seguía a su lado, y pudo sentir la tensión en su cuerpo, aunque no estuviese tocándola. De la manera más disimulada que pudo, Sergio extendió una de sus manos hacia ella, entrelazando sus dedos y acariciando el dorso de la misma con la yema de su pulgar.
—No —respondió él, su voz más cortante de lo que le hubiese gustado. Trató de enmendarlo con una sonrisa—. No tenemos.
—Y, Carolina. —Soltó el aire que no sabía que había estado reteniendo cuando Raquel comenzó a hablar, totalmente ajena a lo que transcurría entre él y su mujer—, ¿tú a qué te dedicas?
Sergio pudo sentir un poco de la tensión desapareciendo tanto de su propio cuerpo como del de Carolina y sonrió cuando la escuchó responder:
—Soy bailarina —comenzó e, internamente, agradeció a Raquel por aquel cambio de rumbo en la conversación—. Estuve en varios teatros aquí en Europa durante mi juventud, y después decidí tomarme un año en Asia. Pero conocí a este —dijo, mirándolo y sonriendo—, y un año se han convertido en más de diez. Ahora trabajo allí.
Sergio sintió un calor en el pecho al recordar el momento en el que la había conocido, hacía ya muchos años. En cómo ella había sido su salvación, su compañía, la única mujer que había logrado entenderlo y con quien había compartido experiencias que los unirían por siempre.
—Ah, qué bien. Os habéis conocido todos. —La voz de su cuñada apareció justo a su lado, mientras miraba una a una a todas las personas a su alrededor. Sus ojos pasaron por Jaime, después por Carolina y por él, admiraron a Andrés de arriba abajo de una manera poco sutil y, finalmente, se posaron en Raquel—. Ven —le dijo, seria—. Necesito tu ayuda con algo.
La aludida frunció el ceño mientras su amiga la fulminaba con la mirada, y eso hizo que todos rieran ante la conversación silenciosa que estaba ocurriendo entre ambas.
—Es urgente —agregó Alicia.
Frente a esto, Raquel suspiró, poniendo los ojos en blanco y mirando a todos a su alrededor, encogiéndose de hombros mientras se disculpaba y se iba con su mejor amiga. La dinámica entre ellas era demasiado divertida y, después de su partida, fueron tema de conversación durante los siguientes minutos.
* * *
Eran las doce y la fiesta parecía recién estar comenzando. Después de aquella presentación oficial, de la cual Sergio no terminaba de decidir qué era lo que tanto le había afectado, Jaime se disculpó diciendo que buscaría otra copa de vino y Carolina anunció que iría al baño. Los dos hermanos se quedaron solos en el jardín, hablando hasta que Martín, un argentino muy amigo de Andrés desde hacía años, se sumó a la conversación. No recordaba la última vez que lo había visto, por lo que Sergio estuvo feliz de poder ponerse al día con él.
Habían pasado ya trece años desde que su puesto como Director de Ventas en una reconocida empresa multinacional lo había llevado a trasladarse a Singapur. Aunque ese cambio lo hubiese favorecido en el aspecto profesional, también lo había alejado de todo lo que tenía en España, familia y amigos incluidos. Fue por eso que Carolina había sido su salvación. La había conocido durante el primer año que había estado viviendo allí y se habían vuelto inseparables. Una amistad y complicidad que había terminado en la relación más larga e importante de su vida.
Su mujer era un alma libre y esa había sido una de las cualidades que más le habían atraído hacia ella. Si bien él siempre había sido muy estructurado y metódico, el haberla conocido le había enseñado a relajarse y a disfrutar de las pequeñas cosas. Era su compañera, y no podía imaginarse atravesando el camino que era su vida de la mano de otra persona. Habían pasado varios años desde aquel incidente que había cambiado todo, y habían sabido atravesarlo, juntos, logrando fortalecer aún más la relación. Carolina era la mujer de su vida y, después de aquello, lo había vuelto a confirmar.
Dado que todavía tenía algunas funciones pendientes en Singapur, ella se quedaría en España por unos días, volviendo a cumplir con su trabajo y regresando una semana antes de la boda. Sergio, por su parte, estaría de vacaciones, disponible en caso de que lo necesitasen para algo urgente, pero sin ningún tipo de compromiso ni responsabilidades hasta que debiesen volver de manera definitiva. Esa era una de las tantas ventajas que su alto cargo dentro de la empresa le proporcionaba.
Echaría de menos a Carolina y ya le preocupaba pensar qué haría tanto tiempo sin ella. La realidad era que no estaban acostumbrados a estar separados durante más que un par de días, tal vez dos semanas habían sido lo máximo que habían pasado sin ver al otro. Sin embargo, sabía que la distancia les haría bien.
Pero, esa noche, Carolina estaba allí. Y, esa noche, había algo que no lo dejaba tranquilo.
Algo que tenía nombre y apellido.
Raquel Muñoz.
Estaba a varios metros de distancia, una copa de vino blanco en una mano, mientras la otra se movía constantemente, gesticulando cuando hablaba con otras cuatro mujeres, una de ellas Alicia. Podía verla reír y juraba que, aún a esa distancia, era capaz de oír el sonido. Intentaba despegar su mirada de ella y se decía a sí mismo que, tarde o temprano, alguien se daría cuenta de quién era la persona que tanto acaparaba su atención. Y su mayor miedo era que fuese Raquel quien lo descubriera.
Sin embargo, su presencia, aunque estando lejos, era como un imán.
Toda ella era como un imán para sus ojos.
No podía dejar de analizar cada gesto de su rostro, cada movimiento de sus manos y cada vaivén que sus caderas realizaban cuando, tal vez de manera inconsciente, se dejaba llevar por la música. Confiado en que no podía verlo y aprovechando el hecho de que hubiese un par de personas que lo cubrían un poco de la mirada de ella, Sergio repasó cada mínimo detalle de su cuerpo. El vestido que usaba dejaba gran parte de sus piernas al descubierto y se ajustaba a su cintura a la perfección, la fina tela del mismo marcando su culo y permitiéndole apreciar el tamaño y la forma de este. Todo su pelo estaba sobre uno de sus hombros que, para su conveniencia, no era el que estaba hacia él, dado que ella estaba de perfil. Aquello le daba una vista privilegiada de la mitad de su rostro, iluminado por las pequeñas luces amarillas que decoraban el jardín. Su cuello estaba totalmente expuesto y podía verlo a lo lejos, aunque no con el detalle que le hubiese gustado. Fue cuando Raquel se giró ligeramente hacia él, todavía concentrada en aquella conversación, que Sergio alcanzó a ver ese maldito escote, abierto hasta la mitad de su vientre y que le permitía admirar la piel de su pecho y los miles de lunares que, hacía un rato, había querido contar uno por uno.
Y cuando sintió un par de ojos que lo observaban con atención, él levantó la vista, encontrando la mirada de ella, su ceño ligeramente fruncido y sus labios apenas abiertos. Sin embargo, no podía sentirse avergonzado porque lo hubiese descubierto, así como tampoco podía tomar la iniciativa de ser él quien rompiese el contacto visual, el cual ella parecía estar manteniendo a gusto.
No podía encontrar las ganas de dejar de mirarla
Ese fue el pensamiento que, finalmente, lo hizo reaccionar. Tragó con fuerza y se giró hacia su hermano, con la intención de volver a meterse en la conversación y de alejar de su cabeza a aquella mujer y a todo lo que le estaba haciendo sentir. No recordaba la última vez que alguien le hubiese cautivado tanto; en verdad, ni siquiera estaba seguro de que hubiese conocido a alguien así antes. Había una extraña necesidad dentro suyo que le hacía querer acercarse a ella. Quería hablarle, conocerla, ser él quien la escuchase reír como lo había hecho unos minutos atrás.
Pero Sergio sacudió la cabeza, poniéndole fin a esa línea de pensamiento. Si Raquel Muñoz le intrigaba, si Raquel Muñoz era un misterio para él, lo mejor era que se quedase de esa manera. Indagar podía ser peligroso, y sabía que no tenía ningún sentido hacerlo.
* * *
Intentó evitarla a toda costa durante las horas siguientes. Cuando Raquel entraba a la casa, buscaba cualquier excusa para quedarse más tiempo en el jardín. Si la veía salir de nuevo, se giraba y le daba la espalda, temeroso al pensar en volver a verla y no poder evitar que sus ojos se clavaran en ella otra vez. Habló con varios amigos de Andrés y bailó, aunque obligado, con su mujer.
Los invitados empezaron a irse alrededor de las tres de la mañana y, para las cuatro, solo quedaban un par de personas. Con sueño y ansioso de poder irse a la cama, Sergio empezó a recoger los platos y las copas que tenía a la vista, llevando todo a la cocina para fregar al día siguiente.
—¿Sigues aquí?
Su cuerpo se tensó al escuchar aquella voz. Deseó internamente haber sido capaz de ocultar el ligero cambio en su propia respiración y, para disimular su nerviosismo, sonrió, mientras levantaba la cabeza para encontrar los ojos de la mujer que llevaba días plagando sus pensamientos.
—Vivo aquí —contestó, a la vez que devolvía su mirada hacia la copa que tenía entre las manos, apoyándola sobre la encimera—. Temporalmente, al menos. La casa es demasiado grande y, cuando Caro regrese a Singapur, me aburriría estando yo solo en una habitación de hotel.
Con la mención de su mujer, pudo notar cómo Raquel miraba hacia los costados, buscándola.
—Ya está en la cama —ofreció. No supo por qué sintió la necesidad de darle explicaciones—. Todavía sigue un poco afectada por la diferencia horaria, y yo igual, la verdad. —Se miraron durante unos segundos sin decir nada, y sus ojos se desviaron, momentáneamente, hacia los labios de Raquel, que se curvaron hacia arriba al escucharlo hablar. Sergio se aclaró la garganta, devolviendo su atención a los platos que había estado apilando junto al fregadero, de repente demasiado interesantes—. ¿Necesitabas algo?
Escuchó el sonido de sus zapatos contra el suelo y pudo adivinar que se había parado detrás de él, aunque no tan cerca como le hubiese gustado.
—Jaime se ha ido hace un rato y se ha llevado el coche —explicó ella. Sergio frunció el ceño, intrigado por la partida temprana de su marido, pero seguro de que sería incorrecto preguntar—. Estoy esperando a que el taxi pase a recogerme.
El primer pensamiento que tuvo fue que le hubiese gustado tener su coche en Madrid para poder ofrecerse a alcanzarla hasta su casa. Sin embargo, imaginar la posibilidad de estar en un espacio tan cerrado y a solas con aquella mujer, tan cerca que podría sentir el calor de su cuerpo y dejar que el olor de su perfume inundase su nariz, lo obligó a negar ligeramente con la cabeza; un intento fallido por disipar las imágenes que comenzaban a formarse en su mente. Tragó con fuerza y, finalmente, se atrevió a girarse. Apoyó la parte baja de su espalda contra la encimera y cruzó los brazos a la altura de su pecho, encontrando los ojos de Raquel, que lo miraron de arriba abajo. Notó que se había quitado los zapatos y tuvo que morder la parte interna de sus mejillas al apreciar lo pequeña que se veía en ese momento.
Aprovechó la atención con la que ella lo examinaba para hacer lo mismo, y permitió que sus ojos repasasen con detalle cada parte de ella: sus pies, descalzos, con las uñas pintadas de rojo, y sus piernas tonificadas que, en ese momento, parecían más cortas que antes. Intentó no detenerse por demasiado tiempo en la zona de su pecho, sabiendo que eso podía incomodarla, aunque lo que más deseó fue contar cada uno de los lunares que decoraban las curvas de sus tetas. Finalmente, alcanzó su rostro, sus ojos deleitándose con los labios de ella, con el piercing que seguía siendo su parte favorita y esa mirada que, ahora, escondía un brillo que no había visto hasta ese momento.
—¿Por qué le has dicho a Andrés que acabábamos de conocernos?
Fueron su voz y sus palabras susurradas las que lograron sacarlo de aquel trance. Imaginó que ese pensamiento había estado dando vueltas en su cabeza durante toda la noche y, si tenía que ser sincero, también lo había estado en la de él.
¿Por qué no le había contado a su hermano sobre aquella tarde en el mercado? ¿Por qué había ocultado una anécdota que, en otra circunstancia, hubiese sido divertida?
—Porque era la verdad —contestó, mientras se separaba de la encimera—, no nos conocíamos.
La vio fruncir el ceño y no pudo evitar notar la manera en la que su nariz se arrugaba ligeramente con aquel gesto. Le pareció un detalle tierno, y se regañó a sí mismo por pensar así.
—Nos cruzamos en el mercado hace unos días. —Y él lo sabía; claro que lo sabía. Llevaba pensando en ella desde esa tarde, le hubiese sido imposible olvidar aquel encuentro, sin importar cuánto empeño hubiese puesto—. Podrías haberlo mencionado.
—Tú también podrías haberlo mencionado. —Sin saber cómo y sin haber podido evitarlo, se encontró a sí mismo caminando en su dirección. Raquel estaba apoyada contra la pared de la cocina, y notó el momento exacto en el que hubo un cambio casi imperceptible en su semblante. Su cuerpo se tensó y se incorporó un poco más, como si se estuviese poniendo a la defensiva—. ¿Por qué no lo has hecho?
La escuchó inhalar con fuerza. El perfume de ella invadió sus sentidos; así de cerca estaban el uno de la otra. Los ojos de Raquel evitaron su mirada, enfocándose en cualquier cosa menos en él. Podía ver cómo su cabeza estaba trabajando; le hubiese encantado saber qué era lo que estaba pensando. Su ceño seguía fruncido y su rostro expresaba preocupación. Y Sergio la entendía a la perfección. Estaba tratando de entender por qué había decidido no decirle nada a Andrés, por qué había preferido callar y seguirle el juego a lo que le había contado a su hermano.
Él había ocultado información y ella había sido cómplice.
Había sido una pequeña mentira y, por más que intentase sentirse mal al respecto, la realidad era que no podía hacerlo. Tal vez a ella le estuviese pasando lo mismo.
—No lo sé —susurró, después de unos minutos de silencio, todavía sin atreverse a encontrar la mirada de él.
Habló tan bajo que, si hubiese estado más lejos, no la hubiese escuchado. Pero estaba cerca. Demasiado cerca. Tanto que, de haber dado un paso más, Raquel hubiese tenido que echar su cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos debido a la diferencia de altura.
—No sentí que fuese algo que debiese contarle, no pensé que fuese relevante para que lo supiese —ofreció Sergio. Quiso decirle aquello para tranquilizarla, para quitarle la culpa que imaginaba que podía estar sintiendo, para intentar disiparle aquellas dudas que parecía tener. La realidad era que estaba intentando creérselo él mismo, pero eso jamás podía admitirlo en voz alta—. Además, ni siquiera sabíamos nuestros nombres. Prácticamente no nos conocíamos.
Le sonrió cuando los ojos de Raquel volvieron a su rostro, cuando se atrevió a encontrar su mirada de nuevo. Era cierto, no sabían quién era el otro, no habían intercambiado más que un par de palabras en aquel mercado y no habían pasado más de diez minutos juntos.
Aunque nada de eso había podido sacar el recuerdo de su rostro de la mente de Sergio.
Sentía la mirada de Raquel fija en la suya y él no podía despegar sus ojos de los de ella. Se había obligado a ignorar su presencia durante toda la noche y, ahora que la tenía enfrente, era como si cualquier inhibición que hubiese podido tener en las horas previas, hubiese desaparecido. Como si se hubiese evaporado, junto con las dudas y las incertidumbres que el haberle ocultado a Andrés algo tan simple como aquel encuentro casual en el mercado, le hubiesen generado. Dejaría aquel problema para el día siguiente; en ese momento, lo único que quería era mirarla.
Y fue gracias a la atención con la que estaba analizando su rostro que pudo ver el momento en el que algo en su semblante cambió. Raquel asintió, sus incisivos asomando para clavarse en la carne de su labio inferior, mientras le ofrecía una media sonrisa que terminó por agotar el poco oxígeno que quedaba dentro de los pulmones de Sergio.
—Puede ser nuestro secreto —susurró ella, mirándolo a la vez que los ojos de él se clavaban en su boca.
El problema fue que ese secreto terminó siendo más grande de lo que imaginaron.