Conmigo no hai cuartel - Paulo Andrés Adriazola Brandt - E-Book

Conmigo no hai cuartel E-Book

Paulo Andrés Adriazola Brandt

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Beschreibung

Transcurría el año 1851. En la colonia de Punta Arenas convivían colonos y criminales, junto a un grupo de confinados por sublevación política. No había rejas para encerrarlos, pero sí una inmensidad que se perdía en el horizonte. Una noche de primavera estalló el motín, aunque no fueron los sentenciados quienes lo encabezaron, sino un teniente del Ejército, Miguel José Cambiazo, que fusiló, ahorcó y quemó a sus enemigos, entre ellos al gobernador de la colonia don Benjamín Muñoz Gamero. En el grupo de los amotinados deambula un hombre silencioso, don Nicanor García, teniente de los Cívicos, quien participó en la revuelta con más angustia que satisfacción, y por ello se transformó en un testigo privilegiado.

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“CONMIGO NO HAI CUARTEL”.EL MOTÍN DEL TENIENTE CAMBIAZOAutor: Paulo Adriazola Brandt Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago, Chile. Fonos: 56-224153230, [email protected] Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edicion electrónica: Sergio Cruz Primera edición: abril, 2023. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N°2020-A-9270 ISBN: Nº 9789563386318 eISBN: Nº 9789563386325

Para la mujer que narró con tanto realismo la historia de Cambiazo, en el Fuerte Bulnes, una mañana de verano.

Lo estuvo mirando desde la cama como a un insecto, como a un animal venenoso que se aplastará a la espera del descuido, del error propicio.Juan Carlos Onetti

CAPÍTULO PRIMERO

Al poco tiempo de llegar a la colonia, la preocupación de convivir con reos de distinta índole, y que podían desplazarse libremente, fue creciendo hasta convertirse en un temor que me obligaba a mantener una disposición siempre alerta.

Cuando la colonia se fundó no era más que un puñado de construcciones ligeras, levantadas con sacrificio por los colonizadores que se trasladaron desde el Fuerte Bulnes, con ayuda de los reos y de los pocos soldados que pertenecían al regimiento que comandaba el capitán Salas. Contaba con trescientos habitantes y el agobio por la rutina, el clima y la ausencia de un porvenir eran sentimientos que afectaban a todos, especialmente a quienes no tenían la libertad de abandonarla. Todo ello, que parecía una vida difícil pero controlada, se quebró violentamente a los pocos meses de la llegada del gobernador don Benjamín Muñoz Gamero.

La jornada de cada día comenzaba muy temprano con el toque de trompeta del soldado de turno. Los reos, que aquí se llaman confinados, debían levantarse de inmediato, aunque generalmente se les tenía que obligar con un balde de agua helada para que fueran a recibir su ración de pan, una galleta y el café, servido con aguardiente en los días helados. Luego, salían a cortar leña, a reparar viviendas y a trabajar en el sembradío. Por supuesto que eran frecuentes las fugas de confinados que se internaban en el bosque tratando de alcanzar algún barco que pasara por el Estrecho; o buscaban refugio en poblados indígenas, con escasa fortuna porque no siempre eran bien recibidos y debían regresar. A pesar de los peligros que les esperaban en el exterior, preferían arriesgarse a tener que vivir en la colonia.

Don Benjamín Muñoz Gamero llegó como gobernador a mediados de otoño. Era un hombre de mediana estatura, amable y siempre agradecía cuando se cumplía una orden. Descendía de una noble familia, lo que le hubiese abierto las puertas de un cargo de prestigio. Sin embargo, cuando se lo pregunté, no supo dar una respuesta concreta del porqué había elegido esa Gobernación, tan precaria y lejana. Pero en cuanto asumió su trabajo, se comprometió para mejorar las condiciones de vida de los habitantes y distribuyó eficientemente las zonas para siembra. Practicó un trato más cercano con los confinados, porque quería dar el ejemplo para crear una cordial convivencia. En una ocasión le expresé que no podía actuar con esa ingenuidad, porque la mayoría eran hombres peligrosos a los que había que tratar con rigor y autoridad. Solamente se sonrió y me dio unos golpecitos en el hombro.

A pesar del ímpetu que el gobernador demostraba en todo lo que hacía y el ánimo que quería contagiarnos, era evidente que la inseguridad y el peligro constante no iban a desaparecer debido a esa actitud, y me refugié en la idea de que mi residencia en ese lugar sería pasajera. Los soldados, en no pocas ocasiones, se veían obligados a apuntar sus fusiles decididos a disparar a un confinado que se negaba a seguir cavando un pozo que solo serviría para volverlo a cubrir. El arresto en celda solitaria se fue convirtiendo en una forma de castigo cada vez más frecuente. Cuando llegaba el correo, y en las oportunidades en que se permitía beber alcohol, se producían los escasos momentos de alegría en los habitantes y los soldados. A este difícil panorama debe agregarse la cantidad de solteros, cerca de cien, y el insuficiente número de mujeres en la misma condición, solamente dos, lo que provocaba desconfianza en los hombres casados. Todos quienes estábamos en la colonia solo esperábamos que el tiempo transcurriera de prisa. El gobernador Muñoz Gamero amplió el edificio de la Gobernación con nuevas habitaciones y mejoró la oficina del furriel donde se guardaban los suministros. Así también, solicitó más de una vez al gobierno que no enviaran confinados, de modo de conseguir esa anhelada armonía que esperaba para el futuro de la población, sin olvidar que, seguramente, los barcos no se detendrían en un lugar habitado por presidiarios.

En ese tiempo ya compartía mi habitación con una mujer que llegó en el bergantín inglés John M. Vianney, que debió fondear por reparaciones urgentes producto de una tormenta que lo sorprendió al salir de Río Gallegos. Como los arreglos tardaron una semana, Susan aprovechó de recorrer la zona, y pronto se ofreció para colaborar en las labores de siembra. Se veía decidida, de buen humor y, poco a poco, nuestras conversaciones se fueron extendiendo mientras paseábamos por los alrededores de la colonia. Dijo que su viaje se había iniciado en Sevilla, y que terminaría en el puerto de Callao, pero nunca me contó lo que haría en Perú, porque cambiaba de tema cada vez que se lo preguntaba. El día en que el bergantín John M. Vianney levó anclas para continuar su travesía, Susan observaba desde la puerta de la Gobernación, cómo realizaba las maniobras de despliegue de velas. Entonces me acerqué para preguntarle si le avisábamos al capitán con un cañonazo para que se detuviera y pudiera embarcar, pero respondió que no era necesario porque se quedaría conmigo. Podría recordar cada noche en las que conversábamos hasta que las velas se agotaban, me divertía su acento, pero sobre todo su manera de abrazarme cuando quería encontrar el sueño.

A los tres meses de asumir el mando, el gobernador Muñoz Gamero nos expuso su idea para celebrar el tercer aniversario de la fundación de la colonia, de manera de dar un momento de alegría a los habitantes. Coincidimos en que era una buena idea, excepto el secretario Dunne, quien dijo que la celebración podría causar riñas, porque los colonos no estaban acostumbrados a este tipo de celebraciones. Sus temores fueron atendidos, y se definieron estrictas normas de conducta para los asistentes, las que serían redactadas por el capitán Salas y su subalterno, el teniente Cambiazo. Mi presencia en esas reuniones se debía a que ocupaba el cargo de teniente de la Guardia Cívica, cuyo destacamento velaba por el mantenimiento del orden en la población y como reserva militar en caso de una batalla. Durante el mes que duró la preparación de la festividad, las mujeres se dedicaron a bordar camisas para los niños y a arreglar los zapatos para que los hombres pudieran bailar; en tanto que los confinados construían la tarima que ocuparíamos las autoridades. El día de la fiesta hubo entretenidas carreras a pie y a caballo, así como el juego de ensartar la sortija y correr los gallos, que terminaban en una olla hirviendo para deleite de los participantes. El consumo de alcohol fue medido tal como lo planeó nuestro gobernador, lo que permitió que la fiesta se desarrollara en calma, salvo por la indisciplina del soldado Prudencio Barenca quien, luego de beber una botella de aguardiente, lanzó insultos y amenazas en contra del capitán Salas y del gobernador. Su falta no fue considerada grave, únicamente por su estado de ebriedad, pero de todas maneras se le encerró en celda solitaria por cinco días.

A los pocos días de comenzar la primavera, arribó el barco Tres Amigos, que anunció su llegada con el acostumbrado cañonazo. Era una embarcación mediana, con la vela mayor y una de trinquete, y la toldilla más gruesa de lo usual, la hacía parecer de mayor tamaño. Inmediatamente el gobernador le indicó a José Tapia, el patrón de puerto, que se dirigiera al barco a indagar si se disponían a desembarcar o solo necesitaban abastecimiento de agua, lo cual cumplió sin demora, montándose en la falúa junto a cuatro marineros. Luego de unas horas, regresaron con la noticia de que despacharían a un grupo de exsargentos del Regimiento Valdivia de Santiago, para cumplir con el confinamiento a causa de la sublevación contra el gobierno del presidente Bulnes. Todos eran convencidos partidarios del general José María de la Cruz y por eso se denominaban crucistas. El gobernador, incrédulo, revisó detalladamente el documento oficial en el cual se le ordenaba recibir a estos soldados sublevados, y comprendió que el futuro que había previsto para la colonia jamás se cumpliría porque continuarían enviando prisioneros. “Estúpidos, no logran comprender”, dijo, mientras doblaba las hojas y se encerraba en su oficina. Nosotros seguimos con el procedimiento para el desembarco de los prisioneros, además de los alimentos y animales que se despachaban periódicamente.

El capitán Gabriel Salas ordenó en una fila a los siete exsargentos, y en la otra al grupo de civiles condenados por las mismas circunstancias, y de inmediato los obligó a presentar el saludo de rigor a la autoridad, pero fue necesario amenazarlos con su sable porque distraían la mirada o hacían una mueca de desprecio. Las ropas de los recién llegados estaban sucias, los rostros cansados dejaban ver un rencor oculto esperando atacar en cuanto tuvieran la ocasión. A un costado de la puerta de ingreso a la Gobernación, donde se hizo el registro y lectura del reglamento penitenciario, se encontraba el teniente Cambiazo en una actitud de verdadera indiferencia. Intervino con un leve movimiento de cabeza cuando el capitán Salas lo presentó como el segundo en jerarquía militar. En el instante en que los nuevos confinados eran conducidos al galpón que les correspondía, el capitán Salas le llamó la atención al teniente Cambiazo por mostrarse como una autoridad débil frente a esos peligrosos reos. El teniente se limitó a observarlo sin manifestar arrepentimiento y, luego de un incómodo silencio, mostró una sonrisa insolente que paralizó al capitán, quien se limitó a ordenarle que continuara con las tareas del día. Algunos de los recién llegados se detuvieron a mirar esta escena, y después cruzaron algunas palabras.

Las semanas transcurrieron tranquilas y rutinarias con el gobernador cada vez más concentrado en llevar adelante su idea de un mejor porvenir para la colonia, y al mismo tiempo convertirla en un lugar donde se ejerciera la soberanía del país. Pero la aparición de una enfermedad virulenta, en cosa de días nos demostró lo lejos que estábamos de la patria que defendíamos. Cerca de treinta personas sufrieron síntomas agudos de dolor de estómago y vómitos, lo que mantuvo a nuestro médico, el señor Hotten, trabajando sin descanso. Rápidamente se corrió el rumor de que los confinados habían envenenado el agua. Tres personas murieron tras una penosa agonía. Sospechas originadas por la desconfianza, como esa acusación, circulaban entre los colonos que se sentían amenazados por los prisioneros. Nosotros debíamos aclarar de inmediato este tipo de rumores que podían conducir a un conflicto difícil de controlar, en especial porque no existían relaciones entre ellos que ayudaran a suavizar las rencillas. Los siete exsargentos del regimiento Valdivia, desde el mismo día de su llegada, se juntaron con los demás prisioneros políticos que consideraban al general Cruz como el único que podría terminar con los abusos del gobierno. Fueron creando una peligrosa amistad en torno a esas ideas revolucionarias, profundizada por la amargura del destierro. En varias oportunidades los oí repetir las historias y los hechos de las revueltas en las que participaron, como si esas historias los mantuvieran con fe. Hablaban con tal convencimiento sobre lo que pensaban, que muchos hombres los escuchaban con atención, pero otros se retiraban cuando alguien decía que si era necesario, había que dar la vida por el general De la Cruz. Por supuesto, se lo comuniqué al gobernador, junto con sugerirle que tomara medidas de aislamiento o una vigilancia más estricta hacia los exsargentos del Regimiento Valdivia, pero él no creyó que fuese necesario. “Olvídese, don Nicanor. No podemos hacerles la vida más difícil”. Pero lo que en ese momento no supe interpretar con claridad, y por eso jamás lo informé, era la peligrosa cercanía que el teniente Cambiazo mantenía con los exsargentos, descuidando su jefatura militar. Pagaría caro esa negligencia.

Pasaban los días y las borracheras del teniente Cambiazo, junto a los confinados, se hicieron más frecuentes, hasta el punto de que el capitán Salas tuvo que redactar una anotación negativa en su hoja de vida. Esto agravó el desprecio que el teniente manifestaba hacia él, situación que en ese momento parecía irrelevante, pero que pronto fue imitada por los subordinados cuando debían ejecutar órdenes que implicaban un esfuerzo mayor, como ir a buscar a los fugados a zonas hostiles. Imponer la disciplina o ejecutar los castigos correspondientes por actos de desobediencia, fueron acciones en las que el teniente Cambiazo no participaba, y de esa manera dejaba al capitán Salas como único responsable de esas decisiones. Hasta que una tarde ocurrió lo que ya era inevitable.

A raíz del descontento de los colonos porque consideraban que sus hijos no comían suficiente carne, y además porque habían visto a algunos oficiales disfrutar de doble ración en la cena, el gobernador nos citó a una reunión extraordinaria. Aunque se les repetía a los colonos que no era posible darles más carne, porque debíamos esperar que los animales tuvieran crías, esta queja se mantuvo. También fue necesario indagar la denuncia de los privilegios en la alimentación de los soldados, situación que estaba estrictamente prohibida por el peligro de que se instalara un resentimiento hacia la autoridad. En tanto ordenábamos los temas de la reunión con el gobernador, llegó el capitán Salas y el teniente Cambiazo. Todos nos ubicamos alrededor del escritorio principal. De inmediato notamos que el teniente había bebido porque sus movimientos eran lentos y olía a aguardiente, aunque tuvo la precaución de mover su asiento un par de metros. Era imposible no fijarse que al capitán Salas le costaba esconder su molestia por esta situación que, sin lugar a duda, era una falta de respeto que no se podía tolerar. El secretario Dunne comenzó con la lectura de los temas a tratar, pero el debate no se inició hasta escuchar al gobernador, como era costumbre. Antes de que terminara de hablar, el teniente Cambiazo le exigió que cambiara la forma cómo trataba a sus subordinados. Nadie le respondió, y seguimos con el curso normal de la discusión. Pero la incomodidad no nos abandonaba, en especial al capitán Salas que estaba en una difícil situación. Después de un intercambio de opiniones, el gobernador decidió entregar una ración más de carne a la semana, y también recordarles a los colonos que las demás provisiones llegaban desde Ancud y que, ante cualquier retraso prolongado, quedaríamos en una situación peligrosa de desabastecimiento. Cuando se iba a iniciar la discusión sobre los supuestos privilegios a los oficiales, el teniente Cambiazo levantó la mano para opinar y, sin esperar que se le autorizara, defendió a sus soldados diciendo que eran hombres honestos, nobles compañeros, y que se haría matar por ellos si fuese necesario. Como se tambaleaba ligeramente, me puse en guardia para sostenerlo. El gobernador le preguntó al teniente si tenía algo más que agregar, entonces miró fijo al capitán Salas y dijo que los sinvergüenzas no estaban en el regimiento sino en ese despacho. Inmediatamente el capitán se colocó de frente al teniente y lo amonestó por su falta de respeto, al mismo tiempo que le prometía un severo castigo si no presentaba disculpas en el acto. En vez de cumplir con la orden dada, se enderezó como pudo y deslizó la mano hacia la empuñadura de su sable, junto con decirle al capitán Salas que era un cobarde malnacido. Antes de que el capitán le respondiera, el teniente hizo un gesto para desenfundar el sable, situación que nos conmovió porque era una acción suicida que se castigaba con la muerte, pero no alcanzó a ejecutar el siguiente movimiento, que habría agravado definitivamente su situación, porque el capitán Salas logró desarmarlo y lo inmovilizó con su rodilla en la espalda, y de inmediato llamó a los guardias para que ayudaran a reducir al teniente que se resistía con fuerza. Fue penoso verlo con una mejilla aplastada en el piso y la mirada fija en las botas del capitán, e maginé la vergüenza o el rencor que afloraría una vez que recuperara sus plenos sentidos. Se les ordenó a los guardias que lo llevaran a su habitación y mantuvieran dos centinelas en la puerta, hasta nueva orden. El gobernador me encargó que iniciara un sumario para determinar el castigo que debía imponérsele al insubordinado, en tanto que el capitán Salas insistía en que era necesario que se le engrillara, y además recluirlo en la celda de aislamiento, pero el gobernador dijo que con la prohibición de abandonar el Cuartel era suficiente. A pesar de la protesta del capitán, la decisión se mantuvo.

Al día siguiente inicié el sumario con la visita al teniente Cambiazo, a quien encontré rodeado de soldados y de los confinados que llegaron en el barco Tres Amigos. Observé que le demostraban gran respeto y admiración, seguramente por haberse enfrentado al capitán Salas y seguir con vida. Este hecho lo transformó en una especie de líder natural, más allá de la influencia de su rango. En lo que respecta al sumario, no obtuve ninguna declaración relevante de su parte, porque respondía siempre lo mismo: “Usted lo vio todo, don Nicanor. No me pregunte lo que ya sabe”. De todas maneras, esa actitud no sería obstáculo para continuar con la investigación, de modo que se aplicaran las sanciones que correspondían.

No habían transcurrido ni tres días desde el incidente en el despacho del gobernador, cuando él mismo me relató una situación que parecía increíble, pero que, según dijo, hablaba bien del teniente Cambiazo. El hecho es que le confesó un intento de sublevación planeado por un puñado de soldados y un tal Ojeda, que se encontraba en el barco Tres Amigos, para tomar la nave y huir a un destino donde estuvieran a salvo. En un primer momento el teniente Cambiazo aceptó, pero luego se arrepintió del plan que habían urdido y le prometió al gobernador, bajo juramento, que no volvería a ocurrir algo así. Le pregunté si creía en su promesa, y me respondió que la palabra empeñada es suficiente para confiar en un hombre.

–Pero de todas maneras es aconsejable tomar medidas estrictas contra este sujeto, porque me parece que el motín fracasó y se quiso salvar antes de que lo denunciaran –le dije, asombrado por su ingenuidad.

–No sea tan desconfiado, don Nicanor. A veces los problemas se solucionan con mayor facilidad de la que se espera.

Me di cuenta de que era inútil seguir con ese reclamo, porque el gobernador tenía una idea particular de cómo ejercer la autoridad, y eso me llevó a pensar que la investigación se convertiría en un trabajo perdido. Pero al día siguiente el teniente Cambiazo llegó hasta mi habitación y me pidió absoluta reserva de lo que iba a escuchar, porque necesitaba denunciar a algunos soldados y suboficiales que se ofrecieron para liberarlo y hacer una revolución. Me pareció que se trataba de otra mentira, cuyo alcance no lograba establecer. Se sentó en una silla junto a la mesa donde cenaba con Susan. Aprovechó de hablar con soltura porque estábamos solos y, cuando le insistí que me dijera toda la verdad sobre la insurrección que estaban planeando, sacó de su bolsillo una hoja pequeña sin doblar, firmada por los exsargentos del Regimiento Valdivia, donde se leía que ofrecían sus servicios para liberarlo sin condiciones. En aquel momento no logré entender esa extraña situación, porque el teniente parecía decir la verdad, y pensé que lo mejor sería recomendarle que no confiara en esos revoltosos porque están acostumbrados a causar problemas, pero no se lo dije, y se levantó rápidamente. Antes de retirarse, cuando ya había alcanzado la puerta, me dijo que no lo comentara con nadie porque su vida estaba en peligro. A pesar de que la historia no me convenció del todo, debía ir al despacho del gobernador para comunicarle este nuevo antecedente de insurrección, lo que hice de inmediato. Lo encontré reunido con algunos confinados que no eran de mi confianza, entonces le pregunté si podía acompañarlo en la cena para conversar de un asunto importante, me dijo que volviera al final de la jornada, y así ocurrió. Después de ver algunos asuntos ordinarios, le relaté con precisión los dichos del teniente Cambiazo, reiterándole mi preocupación por las verdaderas intenciones de aquel hombre. El gobernador enmudeció un buen rato, moviendo los ojos de un lado para otro como si buscara una respuesta, y caminó por la sala del comedor hacia un rincón y luego hacia el lado contrario, pero siempre concentrado en sus pensamientos. Creí oportuno recordarle que en una revolución seríamos las primeras víctimas.

–Vamos a organizar un piquete de milicia armada como medida preventiva. Además, cite al teniente Cambiazo a mi despacho para mañana al mediodía.

–¿Cree que es indispensable hablar con él? Porque me parece que quiere confundirnos.

–Don Nicanor, los hombres se entienden hablando, y creo que puedo hacerlo entrar en razón –contestó satisfecho.

–¿Y qué haremos con el sumario?

–Suspéndalo hasta nuevo aviso.

Crucé de inmediato hacia el Cuartel para cumplir con la orden que me dio el gobernador, pero encontré al teniente durmiendo sobre la cama, a medio vestir, y un par de botellas vacías sobre el piso. No me quedó otra opción que visitarlo al día siguiente, lo que hice a primera hora.

Después de notificarlo de la reunión, que recibió amablemente, no supimos nada de él durante toda la mañana, hasta un poco antes del mediodía cuando llegó al despacho del gobernador. La conversación entre ambos se prolongó por más de dos horas. Al oír que se estaban despidiendo, inmediatamente salí de mi despacho con el objetivo de evitar cualquier acción del teniente que pudiera empeorar su situación, pero me equivoqué porque se notaban muy animados. Esperé que se fuera y entré a hablar con el gobernador para saber qué le había dicho el teniente, y me recibió con una respuesta que demostraba una peligrosa ingenuidad: “Se lo dije, don Nicanor. Hay que confiar en los hombres”. Acto seguido, me comunicó que esa noche cenaría con el capitán Salas y el teniente Cambiazo para definir una reconciliación permanente, pero necesitaba que estuviéramos todos, incluso el cura.

Durante ese día no supe qué hacer para que el tiempo corriera de prisa, porque tenía la secreta esperanza de que lograríamos superar esa dificultad, que a cada momento veía que se agravaba. Cuando terminé de vestirme, Susan me preguntó por qué nos reuníamos de noche. “El teniente Cambiazo debe responder por unas acusaciones de los colonos”, le mentí. Luego me miró de arriba abajo y se detuvo en mi boca porque sonreí sin quererlo. “Cuídate de ese hombre, Nicanor, es un seductor”, dijo justo en el momento que el capitán me llamaba desde afuera. No pude contestarle que pensaba lo mismo, y que sí me cuidaría. Al llegar a la cena nos encontramos con el boticario Martínez, el fray Acuña y el secretario Santiago Dunne, además del teniente Cambiazo. Desde los primeros minutos se podía notar la desconfianza entre el capitán y el teniente, y pensé que un enfrentamiento entre ellos era inevitable. Sin embargo, el gobernador hacía lo posible para que la reunión cumpliera con el objetivo que se había propuesto, incluso haciéndonos reír con historias de la travesía que hizo por el Nahuel Huapi, cuando comandó una expedición en esas latitudes. El secretario Dunne aprovechó de preguntar por el libro que publicó, pero no quiso contestar y, a fuerza de insistencia, dijo que se trataba de un pequeño diccionario naval. Supimos que fue el mejor alumno en la Academia Militar, y eso le permitió incorporarse a la Armada Inglesa. Pero esas interesantes historias no lograban modificar la actitud del teniente que no participaba de la conversación. Ni la del capitán, que se dirigía al resto únicamente si el protocolo lo exigía. De pronto hubo un largo silencio, interrumpido solo por el golpeteo de los cubiertos cuando intentábamos retirar las espinas del pescado, o trozar las papas poniendo más fuerza de lo necesario. Luego de que el mozo se llevó los platos, dando por concluida la cena, el gobernador le preguntó al teniente Cambiazo dónde había nacido.

–En Petorca, gobernador. Ahí nací –contestó.

–Pueblo de borrachos, parece –intervino el capitán Salas, y el teniente se levantó pero el secretario Dunne alcanzó a detenerlo.

La relación entre ellos seguía empeorando y esa cena no cumplía con la idea de dejar atrás las rencillas. Después de que la situación se calmó, el gobernador le pidió al teniente que nos contara algo más sobre su vida, y contó que estuvo casado pero se tuvo que separar al poco tiempo, debido a falsas acusaciones que lo perjudicaron. Y así el gobernador continuaba avivando la conversación, dirigiéndole preguntas también al capitán Salas, que estaba más preocupado de responder los comentarios cizañeros del teniente. En un momento se acusaron de incapacidad para imponer disciplina en la tropa.

–A usted no lo respeta nadie, capitán. Los soldados le obedecen gracias a mí. De lo contrario, ya tendría una revolución en sus narices.

–Mire qué hombrecito es usted, Cambiazo. Dígamelo frente a la tropa y veremos quién es el jefe –le contestó el capitán Salas, desconociendo que su rango le prohibía tener ese tipo de diálogo.

Nuevamente intervino el gobernador, y les exigió que se estrecharan las manos como una señal de amistad, al mismo tiempo que trataba de ejercer una autoridad que parecía extraviada. Pero no obedecían y eso era peligroso porque de esa reconciliación dependía la tranquilidad de la colonia. Finalmente intervino el fray Acuña, quien abrió la Biblia y leyó el evangelio según Mateo en la parte en que Jesús nos enseña que siempre se debe amar a nuestros enemigos, incluso bendecirlos. La intervención del padre logró convencerlos y se dieron la mano, en tanto el gobernador Muñoz Gamero los felicitaba por ese gesto de verdadera humildad, eso dijo, y terminó poniendo sus manos sobre las de ellos un par de minutos, y luego miró con una falsa sonrisa que nadie compartió. Al mismo tiempo, nos indicó hacia la puerta para que lo acompañáramos a caminar hacia el río Carbón, bromeando que nos haría bien un poco de aire fresco, pero el teniente Cambiazo se retiró en silencio hacia el Cuartel. Seguramente nadie imaginó, o nadie quiso imaginárselo, que esa sería la última vez que el gobernador ejercería su autoridad en la colonia.

La caminata no sirvió sino para congelarnos porque nadie habló, salvo don Benjamín que se empeñaba en crear una normalidad, relatando anécdotas de su paso por la marina inglesa. En el momento en que soplaba con más fuerza la ventisca de nieve, que nos iba mojando de a poco, decidimos concluir el paseo.

Antes de ir a mi habitación, creí necesario revisar que el teniente Cambiazo estuviera en su dormitorio. Lo encontré sobre su cama con el uniforme puesto, el sable en el cinto, y de inmediato le pregunté por qué no se había acostado. Me miró de abajo hacia arriba con una actitud desafiante, luego sonrió como si quisiera compartir una victoria, me ofreció una silla, pero no cambió su postura, y muy tranquilo dijo que tenía el diablo adentro y que no pensaba en otra cosa sino en vengarse del capitán Salas, volvió a sonreír con una mueca burlona, y le dije que se tranquilizara porque siempre es posible hallar una solución. Luego se mantuvo en silencio con la vista en el techo, y entendí que era mejor retirarme a mi habitación para hablar con Susan. Cuando llegué estaba dormida, pero la remecí hasta que despertó.

–Debes irte de inmediato a la Gobernación. Quédate allí y no salgas por ningún motivo.

–¿¡Qué ha sucedido, Nicanor!? –me preguntó agitada, tratando de despejar el sueño.

–Por ahora nada. Pero estoy seguro de que pronto tendremos que usar las armas –le contesté, intentando ocultar el miedo que me producía esa situación.

–Pues, déjame ayudarte. Soy buena con el fusil.

–No, esto es distinto, Susan. Llévate la pistola y no hagas nada hasta que te avise.

A los pocos minutos de su partida, entró el teniente Cambiazo más decidido que antes, y repetía una y otra vez que la rabia no lo abandonaba y que su honor exigía respeto. Sin embargo, me pareció que hablaba para sí, tal vez buscando razones que lo ayudaran a convencerse de que debía proceder de una vez, aunque era evidente que no estaba pensando, sino que intentaba dominarse, reprimir la rabia, ahí, parado en medio de la habitación. Únicamente le dije que debíamos respetar las normas militares, porque de lo contrario los castigos serían severos. “No se preocupe, don Nicanor, que no soy tonto”. De pronto apareció el secretario Dunne muy deprisa, sin darse cuenta de que el teniente me acompañaba, abrí bien los ojos y ahí se dio vuelta y lo saludó. Por algunos minutos ninguno de los tres hablaba, hasta que el teniente se retiró de la habitación haciendo sonar sus botas como si estuviera matando pulgas. De inmediato le conté al secretario Dunne la situación que se estaba produciendo y el peligro que significaba. Entonces me dijo que debía avisarle al gobernador en cuanto viera que el teniente Cambiazo abandonaba el Cuartel o se reunía con los soldados. Si no aparecía por la gobernación durante la noche, me aclaró, entenderían que la situación estaba en orden. Fue una sorpresa que el gobernador no supiera que el teniente se desplazaba por toda la colonia, siempre rodeado de un puñado de soldados. De un momento a otro el teniente regresó a la habitación y el secretario Dunne dejó de hablar. El teniente llevaba un mate en la mano demostrando una actitud descuidada, pero nos observaba fijamente, en silencio, ocasión que aprovechó el secretario Dunne para retirarse.

–¿Qué quería este señor? –preguntó, mientras dejaba el mate en la mesa.

–Instrucciones para el entrenamiento de los cívicos –le respondí, manteniendo la calma.

–¿No me estará mintiendo, don Nicanor? Mire que no es buen negocio engañarme –dijo.

–No tengo por qué engañarlo –y oculté lo mejor que pude la falsedad de mis palabras.