Construyendo el amor - Jill Shalvis - E-Book

Construyendo el amor E-Book

Jill Shalvis

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Beschreibung

Taylor Wellington no tenía romances, ya había aprendido que ocasionaban demasiado dolor. Pero sí tenía aventuras fugaces y ardientes. Que era exactamente lo que pensaba compartir con el sexy Thomas "Mac" Mackenzie. El problema era que, una vez seducido, ella no pudo dejar de jugar con fuego.Al principio Mac estaba totalmente de acuerdo en que aquello sería rápido y sin compromisos, pero por algún motivo ahora no quería que su historia acabara. De hecho, cada vez quería más. Parecía que iba a tener que poner en práctica todas sus dotes de seductor para conseguir que ella no deseara dejarlo marchar...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Jill Shalvis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Construyendo el amor, n.º 125 - septiembre 2018

Título original: Messing with Mac

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-903-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Taylor Wellington se imaginó que, un día, sería vieja, tal vez tendría arrugas y que entonces, por fin, sus mejores amigas dejarían de tratar de convencerla de que necesitaba un amor. Nadie necesitaba amor.

Al haber estado con y sin amor, principalmente sin él, lo sabía perfectamente. No obstante, se colocó el teléfono móvil en la oreja para dejar que Nicole y Suzanne, a través de una llamada a tres bandas, divagaran sobre lo maravilloso que era estar enamorada.

—Tienes que probarlo —le dijo Nicole, que se había enamorado hacía unos meses de Ty Patrick O’Grady, el rebelde arquitecto irlandés de Taylor.

—Es mejor que el helado —le prometió Suzanne, que incluso había dado un paso más allá y se había casado—. Venga, Taylor, olvídate de la soltería y búscate un hombre. Te cambiará la vida.

Taylor no pensaba cambiar de opinión. En su opinión, el amor era asqueroso.

Hablaba por una experiencia propia y un conocimiento que sus amigas no comprenderían. No podrían hacerlo porque no se lo había explicado. No había sabido hacerlo en el poco tiempo que llevaban juntas. Se habían conocido cuando, para mantener los lujos básicos de la vida, como el comer, Taylor había tenido que alquilar dos apartamentos del edificio que acababa de heredar. Suzanne había aparecido primero y más tarde Nicole. Las otras, felizmente, se habían unido a ella en su solemne voto de soltería. Sin embargo, las dos no habían tardado en caer en las garras del amor verdadero. Ambas se habían mudado recientemente, tras haber encontrado a sus medias naranjas.

—El hecho de que las dos hayáis decidido entregar de buena gana vuestra libertad no significa que… —comentaba Taylor cuando oyó un ruido que le impidió seguir hablando—… Esperad un minuto.

El edificio, su edificio, estaba temblando. No le extrañó, dado que ella consideraba una hazaña increíble que no se hubiera derrumbado hacía mucho tiempo. No obstante, esperaba que no fuera así.

Otro temblor. Y otro más. Se escuchaba un golpeteo, a ritmo de su creciente dolor de cabeza.

—Chicas, por mucho que me encantaría escuchar cómo explicáis lo mal que me va la vida con todo lujo de detalles, os tengo que dejar.

—Un momento —le dijo Suzanne—. ¿Estás haciendo más trabajos de renovación?

Aquella pregunta no engañó a Taylor. Tanto Suzanne como Nicole habían encontrado su felicidad a través de los trabajos de renovación que estaba realizando en el edificio. En su edificio. Por eso, las dos esperaban expectantes que le ocurriera a ella lo mismo.

Se iban a llevar una desilusión, pues Taylor no tenía intención de enamorarse de nadie.

Como se sentía algo presionada, se apartó el teléfono móvil de la oreja y simuló ruidos estáticos con la voz. No era lo más agradable que podía hacer con las dos personas que más se preocupaban por ella en el mundo, pero aquella charla del amor, por muy bienintencionada que fuera, le estaba haciendo sudar. Y una Wellington nunca sudaba, especialmente cuando iba vestida de seda, según le había enseñado su madre.

—¡Tengo que dejaros! ¡Hay muchos ruidos! —gritó. Entonces, apagó el teléfono rápidamente.

Maldita sea. Adoraba a Suzanne y a Nicole, las quería como a las hermanas que siempre había deseado tener en vez de las dos que tenía, pero aquella charla la desconcertaba bastante, algo que no se podía permitir en aquellos instantes. Necesitaba cada una de sus células grises para mantenerse cuerda y fuera de los números rojos.

Cada uno de sus pensamientos aquellos días parecía centrarse en encontrar suficiente dinero para las remodelaciones que tenía que realizar. Aquello solo era suficiente como para darle insomnio. ¡Menuda herencia le había dejado su abuelo! Aquel edificio que estaba a punto de desmoronarse sin un solo centavo con el que mantenerlo. Nada.

Después de pasarse una vida pagándole una distinguida educación y todo lo demás, el cruel canalla había decidido cerrarle el grifo, y le había dejado toda su riqueza a su madre, que había decidido quedarse con todo. Por supuesto, no se esperaba que compartiera nada con ella cuando toda la vida había sido una tacaña.

Taylor decidió no llorar por aquello ni por el hecho de que su familia, en su caso llamada así solo porque compartían los mismos lazos de sangre, no se fijaba en nada si tenía éxito pero sí lo hacía si fracasaba. Sabía que la salida más fácil sería vender el edificio y dejarlo todo atrás, pero su profundo orgullo se lo impedía. No quería rendirse ante el primer desafío que tenía en toda su vida.

Lo conseguiría. Se quedaría con aquel edificio y lo convertiría en algo importante. Había comenzado hacía varios meses, con una habitación cada vez, pero había decidido vender algunas de sus preciadas antigüedades, que habían valido mucho más de lo que había imaginado, y había utilizado el dinero para renovarlo todo.

Y comenzaría al día siguiente. Con un gesto de determinación, se metió el teléfono en el bolsillo y miró la pared, que seguía temblando con los rítmicos golpes.

Sí, efectivamente estaba segura de que había acordado con el nuevo contratista que las obras empezarían al día siguiente, no aquel mismo día.

Si había algo que a Taylor no le gustaba era que alguien le estropeara sus cuidadosos planes. Necesitaba aquel día, su último día, para armarse de valor, para levantar la barbilla y prepararse para mostrarle al mundo quién era ella.

Su edificio había sido construido aproximadamente en 1902 y lo aparentaba. Tenía toda la personalidad y el encanto de lo antiguo, pero con unos cien años de descuido añadidos. Decir que se estaba desmoronando era minimizar la realidad. La pintura, la electricidad, las termitas… Todo estaba en mal estado, a lo que había que añadir los daños que el estallido de una tubería había provocado el año anterior.

En la planta baja, había dos locales. El último piso tenía un apartamento y el primero dos, uno de los cuales se había adjudicado ella. Tras cerrar la puerta del mismo, se dirigió al piso inferior, en la dirección de la que provenía el terrible ruido.

Era un día caluroso, típico de California, y las tiendas y los cafés se estaban preparando para lo que prometía ser otro día lleno de beneficios. Taylor contaba con esas personas dado que, muy pronto, sus locales estarían listos para ser alquilados. Suzanne había decidido quedarse con uno para su negocio de comidas preparadas, pero todavía le quedaba el otro. Alquilarlo supondría un alivio para su cuenta bancaria, aunque la verdad era que tenía la esperanza de poder quedárselo y poder abrir su propia tienda. Es decir, si le quedaba alguna antigüedad para cuando acabara la renovación, lo que, en aquellos momentos, era un sueño.

Los golpes sonaban cada vez más fuertes y provenían, sin duda alguna, de uno de los polvorientos locales. Cuando llegó a la puerta, el ruido se fue haciendo cada vez más fuerte. Al abrir la puerta del descansillo, recibió una enorme nube de polvo. En cuanto entró en el interior del local, el ruido se frenó en seco.

—Me está estorbando —le dijo una voz seca a sus espaldas.

Taylor se dio la vuelta. La envolvía una nube de polvo que la hacía parpadear. A duras penas, vio que había un hombre entre la suciedad y el polvo. Tenía un brazo apoyado en la cadera. En la otra mano, tenía un enorme martillo mecánico apoyado sobre el hombro.

¿Qué hacía aquel hombre en su edificio? Se quedó tan confundida, algo raro en Taylor, que no supo qué decir. Cuando el polvo se asentó, se dio cuenta de que se trataba de su contratista, Thomas Mackenzie. Aunque la mayor parte del contacto que habían tenido se había producido a través de correo electrónico y por teléfono, Taylor lo había visto antes. Es decir, limpio y vestido elegantemente. En aquellos momentos no estaba ni lo uno ni otro.

Recordaba que era algo más alto que ella, pero no tanto. La última vez que lo había visto le había parecido muy alto, pero no tanto… Nunca había creído que fuera tan alto, tan corpulento… Tan imponente.

Tenía el ceño fruncido y los ojos del color del whisky, líquidos, brillantes, llenos de calor y pasión. Su cabello era del mismo color castaño y caía sobre un pañuelo azul que se había atado sobre la frente.

Su aspecto, combinado con una expresión seria y dura, le daba una apariencia más que interesante.

Le corrió un escalofrío por la espalda. Aquel no era el momento más adecuado para recordar que, aunque había prometido permanecer soltera el resto de su vida, nunca había jurado que permanecería célibe. Apreciaba las cosas hermosas y bien hechas y aquel hombre, a pesar de que tuviera el ceño fruncido, era un magnífico ejemplar de hombre y parecía tener la habilidad de despertar cada hormona y nervio de su cuerpo. A pesar de todo, no le atraían los rebeldes y aquel hombre parecía serlo en estado puro.

A la luz de aquello, se repitió lo mismo que se decía en las subastas cuando veía un mueble espectacular que le encantaba pero que no se podía permitir… «Márchate… Márchate». Con aquel pensamiento en la cabeza, dio un paso atrás, aunque sin poder apartar la vista de él.

Tenía unas piernas largas y poderosas, embutidas en una tela vaquera suave y desgastada, y un amplio torso cubierto por una camiseta que se le pegaba a la piel por efecto del sudor. Alto, esbelto, atractivo y viril, era todo lo que Taylor prefería en un hombre cuando elegía estar con uno, lo que no ocurría en aquellos momentos.

—Sigues estorbándome —repitió él.

—Buenos días a usted también, señor Mackenzie.

—Mac.

—¿Cómo dice?

—Que me puede llamar Mac. Ese es mi nombre.

—¿De verdad? ¿Y no es señor Arrogancia?

—Respondo mejor si me llaman Mac —replicó él, frunciendo aún más el ceño.

—Muy bien. Mac entonces.

Estaba allí de pie, sin moverse, como si estuviera esperando algo. De repente, Taylor comprendió que estaba esperando que ella se marchara.

—No quería que empezaras hoy.

—Firmaste el contrato.

Efectivamente. Había vendido su adorado cabecero estilo reina Ana para darle el primer pago de muchos otros, pero habían acordado que empezaría al día siguiente. Necesitaba aquel día para ella.

Aparentemente, él decidió que ya habían terminado de hablar, porque se dio la vuelta y se marchó. Comenzó a trabajar en una de las paredes con el martillo mecánico. Los músculos parecían trabajar en perfecta sincronía, tensos y esbeltos.

Incapaz de evitarlo, Taylor lo miraba fijamente, completamente fascinada por la violencia del trabajo que él estaba llevando a cabo. Por la máquina bien engrasada que era su cuerpo.

—Perdona…

El martillo mecánico subía y bajaba con una sorprendente regularidad. Observaba, completamente fascinada, la fuerza que él parecía ejercer y cómo se le flexionaban los músculos. Tembló de nuevo, lo que, evidentemente, no se debió a que tuviera frío. Hacía mucho calor en el local, el mismo que parecía desprender él. De repente, se vio afectada por ese mismo acaloramiento.

Decididamente, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había tenido algún tipo de desahogo físico, aparte de con su fiel vibrador.

—¿Mac?

Él ni siquiera la miró, lo que le resultó algo desconcertante. Taylor había madurado a una edad muy temprana y su largo y esbelto cuerpo nunca había dejado de excitar al de un hombre. En todos los años que habían pasado desde entonces, nunca ningún hombre había dejado de volver la cabeza ante ella. Sin embargo, él la estaba ignorando completamente. En aquel momento, el teléfono móvil comenzó a sonar.

—¿Sí? —gritó ella mientras se lo colocaba en una oreja y se tapaba la otra con el dedo.

—Tengo malas noticias —dijo la señora Cabot, la propietaria de una de las mejores tiendas de antigüedades de la ciudad.

—¿Malas noticias? —preguntó ella.

En aquel momento, con el martillo en la mano, Mac se dio la vuelta. Sus miradas se cruzaron. Fue como una reacción química, completamente inevitable. Tenía unos ojos formidables y, por primera vez en su vida, Taylor perdió el hilo de una conversación. Se mordió el labio inferior y trató de hacer que su cerebro reaccionara, pero el pulso se le detuvo cuando Mac bajó la mirada y se fijó en el movimiento de su boca.

Aquello no podía estar ocurriendo. No se sentía atraído por ella ni ella lo estaba por él. Eso sería muy malo, muy malo, pero, aunque se había prometido no volver a comprometer su corazón después de la terrible pérdida que había sufrido, no era una monja, a pesar de que el sexo se hubiera convertido en un agradable, pero distante recuerdo.

Se lamió los labios y trató de concentrarse, pero aquel gesto solo provocó que la expresión de Mac se llenara de una curiosidad casi sexual.

—¿Cuáles son las malas noticias? —preguntó, tratando de concentrarse en la conversación telefónica mientras Mac dejaba el martillo en el suelo. ¿Sería posible que lo hubiera hecho por consideración hacia ella?

—Lo siento —respondió la señora Cabot—, pero no te has podido adjudicar la araña de luces.

—¿Qué quiere decir? ¿Quién más pujó por esa araña?

—Fue más alta la puja de… Isabel W. Craftsman.

Tenía que habérselo imaginado. Solo había una persona en la ciudad que hubiera deseado aquella pieza tanto como ella: su propia madre.

Taylor había deseado mucho poseer aquella pieza, pero tenía que haberse dado cuenta de que su madre se lo habría imaginado. Isabel Craftsman era una mujer refinada, brillante y muy intuitiva. Siempre lo había sabido todo, excepto cómo ser una madre. Resultaba escandaloso ver cómo lo había estropeado todo, pero tal vez Taylor fuera parcialmente responsable. Siempre se había sentido algo resentida por su cruel naturaleza, su ambición, su habilidad para realizar múltiples tareas en su mundo excepto en lo que se refería a sus propias hijas.

Cuando Taylor terminó sus estudios y se marchó de la casa familiar, había decidido convertirse en adulta y dejarlo estar. Se lo comunicó a su madre y le dijo también que la había perdonado por todos los momentos perdidos, por la falta de atención emocional. En aquel momento, no se había imaginado lo que podía esperar, pero no verse interrumpida por el teléfono móvil de su madre. Ella había atendido la llamada, se había ocupado de unos problemas en sus negocios y, luego, tras besar ausentemente el aire cerca del rostro de Taylor, se había marchado. Se había olvidado completamente de que estaban en medio de una importante conversación.

Tras enfrentarse a su propio resentimiento, Taylor se había encogido de hombros y había seguido con su vida.

Entonces, unos años antes, Isabel había hecho lo impensable y se había vuelto a casar. Lo había dejado todo por un hombre de igual sangre fría que ella, el doctor Edward Craftsman, un neurocirujano. Taylor había ido a la boda y, si no lo hubiera visto con sus propios ojos, jamás lo habría creído. Su madre estaba muy enamorada de aquel hombre, y lo besaba y abrazaba constantemente. Le dolía solo pensarlo, igual que le dolía que su madre le hubiera arrebatado aquella araña.

—Gracias —le dijo Taylor a la señora Cabot. Entonces, volvió a colgar y se metió el aparato en el bolsillo.

Maldita sea. Había deseado aquella araña con ridícula pasión. ¿Es que no había aprendido que no se podía desear nada con tanta pasión? Tenía otras cosas de las que preocuparse, como un edificio que debía reparar o un hombre que le recordaba sensaciones que estaban mejor olvidadas.

Mac había dejado el martillo mecánico a un lado, pero no había estado ocioso. Tenía una pala en la mano y estaba cargando escombros en una carretilla con la misma intensidad con la que había manejado el martillo.

—Todavía no me has explicado por qué has comenzado las obras un día antes —le dijo con las manos en las caderas.

Mac terminó de cargar la carretilla. Entonces, muy lentamente, se puso de pie y la miró, sin rastro alguno de la intensidad sexual de hacía unos minutos. ¿Se lo habría imaginado?

—No creí que veinticuatro horas te supusieran un inconveniente —respondió, tirando la pala a un lado. Entonces, agarró la carretilla y la levantó. Los músculos se le tensaron.

Taylor apartó la mirada.

—Necesitaba este último día antes del infierno de los tres meses de construcción y renovación que me esperan. Tú me lo has estropeado.

—A mí me parece más bien que ha sido esa llamada la que te lo ha estropeado.

—Te agradecería mucho que te marcharas y regresaras mañana.

—Estás de broma, ¿verdad?

—No.

—¿Tanto necesitas estar sola para prepararte para una renovación?

—Sí.

—Bien —replicó él. Entonces, volvió a dejar la carretilla sobre el suelo—. Como tú prefieras, princesa. Lo dejamos para mañana, pero ni se te ocurra volver a venirme con las mismas. No pienso posponer más este trabajo, sea cual sea el día que estás teniendo.

¿Princesa? ¿Acababa de llamarla Princesa? ¡Ya le demostraría ella lo Princesa que era! Se quitó el sombrero de ala ancha, que le había costado una fortuna, o mejor dicho a su abuelo. Se moriría antes de explicar que la palidez de su piel requería protegerla del abrasador sol del verano, especialmente porque un hombre como él se burlaría de aquella debilidad.

—Mañana estará mucho mejor —dijo con los dientes apretados y el sombrero en la mano.

—Bien —replicó él—, me marcho de aquí, pero, dado que te sigue saliendo el vapor por las orejas, ¿por qué no nos haces a ambos un favor? —añadió. Entonces, agarró el martillo mecánico y se lo tendió—. Empieza a demoler las paredes. Ayuda a controlar la ira.

Taylor miró asombrada la herramienta, dado que no había levantado ni un destornillador en toda su vida. A pesar de todo, le pareció que podría irle bien tomar el martillo y manejarlo con autoridad para así borrarle a Mac la expresión de mofa que tenía en el rostro. Ansiaba tocarlo, agarrarlo y hacerlo funcionar.

—Sabes que quieres hacerlo —le desafió Mac—. Tócalo…

—¿Son todos del mismo tamaño?

En aquel momento, al ver el brillo y la pasión que se reflejó en los ojos de Mac, Taylor se dio cuenta de las connotaciones sexuales que habían tenido sus palabras.

—Pensaba que el tamaño no les importaba a las mujeres.

—Esa historia comenzó con una mujer que se lo dijo a su pobre marido para tranquilizarlo por no tener… el equipamiento adecuado.

—Hmm… El equipamiento adecuado —repitió, con una sonrisa en los labios.

—Efectivamente.

—Bueno, viendo que yo sí lo tengo, ¿vas a animarte?

Taylor decidió animarse, al menos en lo que se refería al martillo mecánico. ¿Qué mal podría hacerle? La agresividad le salía por las orejas. Iba dirigida a su abuelo, que probablemente se estaba riendo de ella en aquellos momentos, estuviera donde estuviera; a su madre, que prefería cualquier cosa antes de ser una madre; a su exigua cuenta bancaria, a la araña que había perdido, al hecho de estar sola en todo aquello… Necesitaba desesperadamente agarrar aquel martillo.

—Muy bien —dijo, agarrando la herramienta que Mac le tendía. Entonces, sin que pudiera evitarlo, la herramienta se le cayó al suelo.

—Vaya —comentó Mac después de chasquear la lengua—, pensaba que tenías más fuerza.

2

 

 

 

 

 

Los ojos acusadores de Taylor atravesaron a Mac. Este tuvo que contener una sonrisa y se encogió de hombros, tratando de simular inocencia.

Ella, por su parte, lanzó un brusco sonido y, con la determinación y la agresividad saliéndole por los ojos, volvió a levantar el martillo mecánico… Estuvo a punto de caerse al suelo, a pesar de lo elegantemente que iba vestida. Se balanceó, dio un paso atrás y separó las piernas para tratar de recuperar el equilibrio. Entonces, le envió una triunfante sonrisa.

Aquel gesto, detuvo el corazón de Mac, lo que le resultó muy extraño, dado que el órgano en cuestión se le había secado por los abusos y la mala utilización.

Taylor se dio la vuelta y lanzó el martillo contra la pared. Cuando los escombros cayeron al suelo, levantando gran cantidad de polvo, se volvió hacia Mac con una orgullosa sonrisa en los labios para comprobar que él la estaba mirando.