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Tras "Las infinitas vidas de Euclides", Benjamin Wardhaugh nos invita a un apasionante viaje por la historia de los números para descubrir como los seres humanos hemos aprendido a contar. 1, 2, 3, 4… Se supone que contar no es más que asignar cantidades a las realidades con las que tratamos, ya sean cosas, ideas o sensaciones. Una facultad aparentemente tan sencilla y cotidiana, que corremos el riesgo de no darnos cuenta de su enorme utilidad y excepcionalidad. ¿Por qué el ser humano es la única especie del planeta capaz de hacerlo? ¿Cuál es el origen del cálculo? ¿Todos los seres humanos cuentan (y han contado) siempre y de la misma manera? Estas y otras preguntas son las que llevaron al prestigioso matemático Benjamin Wardhaugh a iniciar un fascinante recorrido por la historia y la geografía de los cincos continentes para explorar las distintas formas en las que los seres humanos hemos aprendido a contar. Desde los fabricantes de collares de cuentas en el África de la Edad de Piedra, a los reyes asirios, la «contracultura» filosófica de la Atenas clásica, los campesinos chinos y los comerciantes papúes, Wardaugh construye una maravilloso mosaico sobre cómo hemos intentado ordenar un mundo desordenado con la ayuda de los números. Un fascinante ensayo, a medio camino entre las matemáticas, la historia y la antropología, para descubrir una de esas facultades que nos distinguen como humanos. ¿A qué responde este libro? - ¿Por qué la humanidad tiene la necesidad de contar? - Contar como una especificidad cultural de cada sociedad. - Los símbolos contables en las diferentes sociedades de la humanidad. - La manera en la que cada sociedad cuenta es un reflejo de su forma de ser. - El frenético cambio a raíz de la introducción de las máquinas de contar.
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Seitenzahl: 507
Veröffentlichungsjahr: 2024
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CONTAR
CONTAR
Una historia de los números
BENJAMIN WARDHAUGH
Contar. Una historia de los números
Título original: Counting. Humans, History and the Infinite Lives of Numbers
Publicado originalmente en inglés por HarperCollins Publishers Ltd. con el título: Counting © Benjamin Wardhaugh 2024
Traducción: © Shackleton Books 2024, traducción bajo licencia de HarperCollins Publishers Ltd.
© de la autoría, Benjamin Wardhaugh 2024
© de esta edición, Shackleton Books, S. L., 2024
@Shackletonbooks
www.shackletonbooks.com
Realización editorial: Bonalletra Alcompas, S. L.
Diseño de cubierta: Pau Taverna
Diseño y maquetación: Litus Gràfic
Conversión a ebook: Iglú ebooks
© Fotografías (las referencias son a las páginas de la edición en papel): d. p. (p. 47); d. p./Metropolitan Museum of Art (p. 83); British Museum/The Trustees of the British Museum. All rights reserved (p. 103); d. p. (p. 116); d. p./CC BYSA 3.0 (p. 161); Chebakov/Shutterstock.com (p. 168); Shutterstock (pp. 202 y 209); d.p. (p. 177, 220).
ISBN: 978-84-1361-504-2
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento y su distribución mediante alquiler o préstamo públicos.
Para William, Ralph y Laurence.
Agradecimientos
Estoy agradecida a la difunta Felicity Bryan, cuyo interés y entusiasmo contribuyeron a dar forma a este proyecto en sus primeras etapas. Mi actual agente, Carrie Plitt, me proporcionó una valiosa ayuda durante las últimas fases de trabajo en el manuscrito.
Mi agradecimiento a Arabella Pike y a su equipo de William Collins, incluidos Helen Ellis, Sam Harding, Iain Hunt y Jo Thompson.
Christopher Hollings leyó el borrador del libro, al igual que mis padres Moira y Tony Wardhaugh; sus comentarios y sugerencias fueron de gran valor.
Como siempre, mi mayor deuda es con mi esposa Jessica y nuestros tres hijos, cuyo apoyo, consejo y ayuda práctica en todas las fases de este proyecto fueron inestimables.
¿Qué significa contar?
Una mujer recoge conchas, las perfora, las enhebra una a una en un cordón de cuero. Anuda los extremos del cordón y se lo pone.
Un grupo de personas se adentra en un espacio sagrado en las profundidades de la Tierra portando antorchas, agua y pigmento. En lugares especialmente elegidos, dibujan en las paredes signos hechos con las manos: un dedo, dos dedos, tres dedos…
Un escriba se acuclilla en el suelo de la ciudad más grande del mundo; marca una tablilla de arcilla con símbolos que, para él y su pueblo, significan dos, tres, cinco, cabras, sacos de grano.
Un ciudadano ateniense sofisticado y culto pasa el día canjeando contadores, fichas de voto y monedas, en una elaborada danza que determina el resultado de juicios, le da de comer y reafirma su estatus en la ciudad y en el mundo.
Una cansada mujer de negocios holandesa examina minuciosamente una tabla de símbolos en un libro de contabilidad escrito a mano, comprobando, copiando y corrigiendo hasta que el texto coincide con la realidad.
Una joven coreana comprueba y vuelve a comprobar obsesivamente la pantalla de su teléfono para ver cuántos «me gusta» ha acumulado su último post del blog.
Una mujer tongana murmura palabras tradicionales que se usan para contar mientras teje una estera con cientos de tiras de pandano.
Un rey maya, sumido en un profundo trance, preside la consagración de un nuevo monumento en su capital, adornado con elaborados símbolos que representan el número, el tiempo y los dioses.
La historia del conteo es tan amplia, profunda y enmarañada como la de la cultura humana. En realidad, se trata de la historia de los intentos humanos por encontrar algún orden en un mundo regido por el caos. O, tal vez, por imponer a una realidad reticente el orden que las personas hallan en su interior. Casi todas las culturas documentadas en la historia han contado de una forma u otra; normalmente de más de una. La enorme diversidad de maneras de contar, y de razones por las que esta labor se lleva a cabo, refleja las diferentes preferencias y preocupaciones de estas culturas, sus formas de pensar y de ser.
Contar es fundamental para una amplia gama de actividades que abarcan desde la elaboración de censos y la gestión de los alimentos hasta la evaluación de la popularidad o el seguimiento de citas y aniversarios. Ha dejado huella en el registro arqueológico a lo largo de decenas de miles de años, desde mucho antes de que surgieran las ciudades, la agricultura o la escritura. Se halla en la raíz de la ciencia y la tecnología y, a menudo, se ha sugerido que, si los humanos entraran alguna vez en contacto con seres de otros planetas, una de las primeras cosas de las que convendrá conversar —quizá incluso el tema con el que aprender a comunicarse con ellos— será el contar.
Pero ¿qué es?
«Contar» puede parecer un saco de acciones enrevesadas casi sin relación entre sí; un término que comprende un enorme conjunto de prácticas culturales muy diferentes. El abanico de actividades englobadas en este verbo es tan vasto que resulta incómodo y, al menos superficialmente, no está claro qué tienen en común, si es que comparten algo.
Casi cualquier definición de contar es problemática, pero una de las mejores se le atribuye al filósofo alemán del siglo XVII Gottfried Leibniz, quien afirmó que contar supone enfocar la atención repetidamente. Contar es lo que ocurre cuando uno piensa «esto… esto… esto… esto…», y tiene una forma de llevar la cuenta.
Esto se puede hacer a través de un conjunto de palabras o de símbolos, como una serie de marcas de recuento o de cuentas en un cordel. Existen otras muchas posibilidades. Pero si está prestando atención repetidamente a objetos o acontecimientos y tiene alguna forma de llevar la cuenta de ese proceso, entonces está contando.
En las diferentes maneras de llevar la cuenta se da la enorme diversidad de lo que es contar para los humanos.
Contar es diferente de medir, que supone comparar un objeto con otro, si bien los símbolos que registran el resultado de un conteo se han utilizado, asimismo, para registrar el resultado de las mediciones. Contar es igualmente distinto de calcular, aunque sucede que casi todos los métodos de conteo se han adaptado en un momento u otro para realizar operaciones aritméticas sencillas: sumar dos cantidades o restar una de otra.
Contar también es diferente de utilizar palabras o símbolos numéricos como si fueran un práctico conjunto de términos. Un número de teléfono no es el resultado de que nadie cuente nada, y el «preso dos-cuatro-seis-cero-uno» no se encuentra necesariamente al final de una fila —real o imaginaria— de 24 601 personas. Aunque puede ser que sí.
Contar tiene un límite menos claro en las máquinas que realizan esta operación: los contadores de visitantes a las puertas de tiendas y museos, por ejemplo. Resulta raro afirmar que esas máquinas no son realmente «contadores», pero incumplen la condición de requerir una atención consciente y humana. Quizá no podemos esperar que los límites sean claros, sobre todo en una época en la que este tipo de máquinas está cambiando el mundo con tanta rapidez.
Los animales no cuentan de manera espontánea. Ciertamente prestan atención a las características de su entorno, una tras otra, pero no se ha visto a ningún espécimen salvaje idear una forma de llevar la cuenta de esa atención repetida. Incluso los ejemplares más brillantes de las especies más prometedoras se esfuerzan sin éxito por utilizar técnicas de conteo inventadas por los humanos —palabras, símbolos—. Por otro lado, los animales sí muestran algunas de las capacidades que subyacen a la forma de contar humana: especialmente la habilidad para estimar el tamaño relativo de grupos de objetos. En términos biológicos, contar no surgió de la nada, aunque sí parece algo exclusivo de los humanos; al menos en este planeta.
El acto de contar no tiene una única historia. Son diversos los procesos que permiten llevar la cuenta de las cosas a las que se presta atención y tienen distintas ventajas e inconvenientes, de mayor o menor relevancia en función de la situación. Contar con palabras, con gestos, con símbolos, utilizando máquinas… cada proceso ha surgido y se ha desestimado y vuelto a surgir en diferentes momentos y lugares. No se pueden tomar las formas de contar del mundo y ordenarlas en una línea, de la peor a la mejor o de la más primitiva a la más sofisticada.
La razón es que la historia de contar tiene la forma de un árbol. Incluye varias raíces, muchas ramas e innumerables ramitas y hojas. El conteo ha crecido y viajado con la especie humana, ramificándose en casi todas las culturas pasadas y presentes. A veces se puede seguir una sola rama a cierta distancia, otras, una rama se cruza con otra o la toca (o casi la toca). Los símbolos numéricos que se inventaron en la India, y que ahora dominan el mundo, son un buen ejemplo de esto. Se pueden seguir desde su origen a través de su largo —y continuo— peregrinaje por el mundo, y observar su interacción con muchas otras tradiciones de contar a lo largo del camino.
En otros lugares existen grupos de ramas —quizá sería más preciso hablar de ramitas de una misma rama— con algo en común. En Asia Oriental, por ejemplo, prefieren los dispositivos para contar: las varillas, el ábaco y los microchips. Las palabras y los gestos, en cambio, son más propios de Oceanía.
Este libro también tiene forma de árbol. En primer lugar, contiene dos capítulos sobre las raíces del conteo que nos describen las características de la cognición y la anatomía humanas que lo hacen posible, así como las características del entorno durante la Edad de Piedra que posibilitan que los humanos cuenten y proporcionan las formas más básicas, omnipresentes y duraderas de llevar un registro de diferentes objetos o acontecimientos. Los humanos disponen de habilidades innatas que son relevantes para contar, así como quizá un hábito innato de centrarse espontáneamente en la cantidad. Y las primeras formas que hubo disponibles para hacer esto son las cuentas, los dedos, las marcas de recuento y las palabras: tecnologías que aparecerán una y otra vez en las diferentes ramas de la historia del mundo acerca de contar.
A continuación, se incluyen seis capítulos sobre diferentes ramas de la historia del conteo, organizados como un viaje alrededor del mundo que sigue la gran expansión de los primeros humanos fuera de África: hacia Oriente Próximo, Europa, Asia Meridional y Oriental, Oceanía y, finalmente, las Américas. En ellos se hace hincapié en lo más característico de cada región: la invención y el uso de símbolos numéricos en el Creciente Fértil, por ejemplo, o los contadores y tableros en Europa. Un capítulo trata de los símbolos numéricos indios, y necesariamente recorre el mundo en busca de la historia de su difusión. Más al este, el libro se fija en las máquinas contadoras de Asia oriental y en las palabras empleadas para contar en el Pacífico. Se podrían haber realizado elecciones diferentes; ninguna parte del mundo tiene una preferencia exclusiva en sus formas de contar.
Las historias que se explican en cada capítulo inciden en lo local y lo personal: son narraciones de personas concretas que cuentan por motivos concretos. Algunas ilustran novedades y puntos de inflexión, pero la mayoría describe escenas cotidianas, el tipo de acontecimientos comunes que no suelen recordarse y sobre los que rara vez se escribe. En el interior de cada capítulo, las ilustraciones suelen estar ordenadas por fecha; sin embargo, siguen siendo ramas de un árbol, no salidas de una autopista, y el «más tarde» suele significar diferente, pero rara vez significa mejor (o peor).
La historia de contar tiene la propiedad del árbol que, visto de cerca, nos muestra algo mejor su estructura. Esa propiedad llega a su punto álgido en América. Constituyó la última gran masa de tierra en poblarse, y sus lenguas y culturas son conocidas por su diversidad, con docenas de grupos humanos distintos distribuidos a lo largo de millones de kilómetros cuadrados. Las formas de contar en América abarcan toda la gama, desde las conchas a las varillas, pasando por las palabras y los símbolos, sin que exista una preferencia clara en el continente. Así que, a modo de epílogo, este capítulo final presenta algo parecido a un árbol en sí mismo, un microcosmos de cómo se cuenta mundialmente en un viaje de diez mil millas desde el Ártico de Alaska hasta la cuenca del Amazonas.
Pero primero, las raíces.
¿Pueden contar los animales? ¿Heredaron los humanos de sus antepasados animales un «sentido del número»? ¿Quizá algo más que eso? La respuesta es un complejo sí y no. Como se ha mencionado, ni siquiera los miembros más dotados de las especies animales con mayor actividad mental han aprendido a manejar palabras o símbolos para expresar números, realizar cálculos o hacer funcionar un ábaco. Sin embargo, muchas sí muestran dos habilidades relacionadas con el conteo.
Por un lado, algunos de sus individuos disponen de la capacidad de comparar dos grupos de ítems y saber cuál tiene más. Pueden ser piezas de comida, depredadores o miembros de la propia especie del animal; incluso pueden ser sonidos o golpecitos en la cabeza en lugar de objetos visibles. La capacidad de realizar este tipo de juicios muestra algunas propiedades, y limitaciones, en los diferentes grupos en los que se ha encontrado.
Los experimentos bien diseñados con humanos, en los que se suprimen las formas más sofisticadas de contar a las que casi todos tienen acceso, demuestran que esta capacidad de estimación también está presente en el Homo sapiens. Usted puede juzgar sin necesidad de contar cuál es la bandada de pájaros mayor o el plato con más galletas. Incluso puede hacerlo con factores de confusión, como sería la densidad de la bandada. Esta, seguramente, es una de las capacidades innatas que los humanos desarrollan cuando cuentan en el sentido propuesto por Leibniz, es decir, prestando atención repetidamente y llevando la cuenta.
Por otro lado, la mayoría de las personas comparte la sensación de que, para números muy pequeños —hasta cuatro—, el reconocimiento es a la vez inmediato y exacto. Si ve tres ovejas en un campo, simplemente sabe que son tres: no parece un proceso de estimación, pero tampoco de conteo. Es más bien un reconocimiento de patrones que funciona a simple vista e incluso aunque los objetos no se presenten en ninguna disposición especial.
Por eso se ha sugerido a menudo que existe otra capacidad innata —otro tipo de protoconteo— que se sitúa junto con la estimación y se ocupa específicamente de los números más pequeños, es la llamada «subitización» (porque ocurre de manera súbita). Esta lleva años rodeada de controversia, y algunos expertos consideran que no hay pruebas que confirmen su existencia. Los experimentos sobre dicha capacidad se resisten a ser replicados y los resultados pueden explicarse de más de una manera. Quizá la subitización no sea otra cosa que la estimación cuando las cantidades son pequeñas. Ahora bien, si es real, se trata de otra capacidad que subyace a las prácticas humanas de contar en el mundo, y que puede contribuir en algún aspecto a explicar por qué esas prácticas son así.
Estas dos capacidades, la de estimación y la de subitización, podrían denominarse protocontabilidad. Nosotros las heredamos de un pasado evolutivo lejano y están en la raíz de lo que hacemos al contar. Aunque se dan en los animales, forman igualmente parte de la historia humana del conteo.
Puerto Rico, una isla llena de árboles en medio de las aguas del Caribe. Es 1999, y en Cayo Santiago un macaco Rhesus en busca de comida divisa algo inusual. Dos humanos se han acercado. Cada uno le muestra un cubo opaco de color que inclinan hacia un lado para que se vea que están vacíos, luego los colocan en el suelo. El primero lanza rodajas de manzana al cubo mientras el mono observa; después, el segundo hace lo mismo. A continuación, ambos humanos se dan la vuelta, se alejan y esperan.
Tras unos instantes, el macaco se acerca a los recipientes. Los humanos miran, observan, graban. El macaco no puede ver el contenido de los cubos desde la distancia. Aun así, por preferencia, se acerca al cubo en el que ha visto colocar más piezas de fruta.
Experimentos como este se han repetido con muchas especies, y siempre han arrojado resultados similares. Pero no solo los monos muestran un sentido del número: los escarabajos de la harina pueden distinguir, de entre varios grupos de parejas potenciales, el más numeroso; las sepias saben diferenciar una presa de dos, dos de tres, y así hasta al menos cinco; ciertas especies de arañas manifiestan preferencia por establecerse con uno solo de su especie, en lugar de con ninguno o con dos o tres. Desde las ranas que cuentan las pulsaciones de sus croares hasta los peces que eligen el banco más grande para unirse a él, y desde los loros que seleccionan el mayor número de alimentos hasta los elefantes africanos que pueden aprender a elegir entre estímulos de hasta diez elementos, algo parecido al conteo parece estar presente en el mundo animal en casi todas las especies en las que se ha comprobado. Sepias, salamandras, lechuzas, gallinas, petirrojos neozelandeses, palomas, ratas, osos, leones, hienas, perros, lobos, una docena de primates diferentes... El bosque, el océano y la sabana parecen rebosar de números.
Así pues, puede existir una acción semejante a contar sin lenguaje, y sin mucha —en algún caso, sin ninguna— formación. Sin siquiera un gran cerebro ni un sistema nervioso vertebrado. Resulta similar a contar, pero no lo es realmente. La palabra correcta podría ser «estimar», aunque el término técnico utilizado a menudo para describir el juicio de los animales sobre los números es sistema numérico aproximado. Lo que no proporciona es precisión. Muestra, y esto es igual en todas las especies estudiadas, un patrón característico de errores, con una discriminación cada vez menos precisa a medida que las cantidades aumentan. Los monos Rhesus pueden distinguir uno de dos, dos de tres, tres de cuatro, cuatro de cinco..., pero empiezan a fallar a partir de cinco. Las ratas que aprendieron a presionar una palanca un número determinado de veces, desde cuatro hasta veinticuatro, se volvieron notablemente menos precisas en sus respuestas a medida que el número subía: en el extremo superior del rango se limitaban a producir una dispersión de números alrededor del objetivo. Cuando se comprueba la precisión del sentido numérico de los animales, el tamaño de los números importa.
Del mismo modo, para distinguir un número de otro, la distancia entre ellos también es relevante: las respuestas son siempre más rápidas y precisas si la diferencia es mayor. Dos y cuatro son más fáciles de distinguir que dos y tres.
El análisis de estos dos efectos nos revela que el sistema numérico aproximado se rige por una proporción. La mayoría de las especies parecen tener una por encima de la cual pueden distinguir con fiabilidad un número de otro, mientras que por debajo de este pierden precisión. Para los peces, la proporción es de aproximadamente dos a uno: así, por ejemplo, pueden distinguir cincuenta objetos de veinticinco, o doscientos de cien. Los perros y los cuervos pueden hacerlo bastante mejor y son precisos hasta proporciones de cerca de tres a dos; algunas aves lo hacen aún mejor con una proporción límite de cuatro a tres. En el caso de los monos Rhesus, esta es quizá de seis a cinco: pueden distinguir, por ejemplo, doce elementos de diez o veinticuatro de veinte. Las estimaciones varían, pues dependen del tipo de tarea que se realice y, por supuesto, de la cantidad de entrenamiento que hayan realizado los animales. Además de que algunos individuos lo hacen mejor y otros peor: un experimento con peces cebra descubrió que, de ocho ejemplares examinados, algunos solo podían distinguir tres de dos, pero otros aprendieron a diferenciar cuatro de tres o incluso cinco de cuatro.
La conclusión sería que, si los animales poseen algo parecido a una «recta numérica» mental, esta no tiene los números espaciados uniformemente. En su lugar, los más pequeños están muy separados, mientras que los más grandes se muestran cada vez más apiñados y son difíciles de distinguir. Ninguna especie animal en la Tierra puede diferenciar cien elementos de ciento uno.
Es natural preguntarse si son fiables estos resultados. Después de todo, ha habido algunos bulos notorios en el campo de los «animales inteligentes». En materia de aritmética animal es mejor no mencionar a Clever Hans, el caballo prodigio alemán que asombró al mundo en la década de 1890 con sus respuestas precisas a operaciones matemáticas. Hans acertaba el resultado de los cálculos planteados por su domador, a los que respondía golpeando el suelo. En realidad no es que supiera hacer tales operaciones, sino que observaba y reaccionaba a los movimientos corporales de su entrenador, quien movía inconscientemente la cabeza o los hombros cuando le mostraba la respuesta correcta. Hans y sus semejantes arrojaron una larga sombra sobre los estudios serios de las habilidades numéricas en los animales. Este fue el último de una larga estirpe de caballos calculadores, como el «caballo bayo en trance» haciendo aritmética que aparece en una ilustración de 1594, posiblemente el mismo animal al que se hace referencia como el «caballo bailarín» en la obra de Shakespeare Love’s Labour’s Lost.
El reciente trabajo experimental es más riguroso, y parece que los animales reconocen de verdad diferentes números de objetos. Es bastante fácil realizar experimentos «a ciegas», en los que los experimentadores no pueden ver los estímulos o tienen prohibido comunicarse con los especímenes del estudio. Es más difícil, aunque posible en la mayoría de los casos, asegurarse de que estos no responden a señales no numéricas, como la cantidad total de alimentos en lugar del número real de artículos (de ahí, los cubos opacos para las rodajas de fruta de los macacos). De hecho, algunas especies animales fracasan cuando se establecen controles de este tipo: los gatos, por ejemplo, en un estudio resultaron fiarse de la pista visual de la superficie total a la hora de elegir entre dos cantidades de comida, no del número de alimentos por separado; lo mismo ocurrió con los lagartos, unos animales que no destacan por su sentido numérico; las salamandras parecían evaluar la cantidad de movimiento que podían ver, no el número de moscas de la fruta que se les presentaba.
A pesar de estos fallos, para la mayoría de las especies probadas los resultados se mantienen: incluso cuando la densidad, la forma, el área y la disposición se controlan o se aleatorizan, los animales siguen siendo capaces de seleccionar el mayor número de elementos. De hecho, algunos lo harán de manera espontánea, aunque la tarea no lo requiera. Existen pruebas de una valoración numérica de este tipo en polluelos, en perros y quizá también en otras especies. Hay circunstancias en las que, para hacer una elección, los animales priorizan el número a otros parámetros evaluadores. Los polluelos, por ejemplo, si las señales espaciales y numéricas entran en conflicto, seguirán la información que proporcionan las segundas. Lo mismo ocurre con los monos, que preferirán el número al color, la superficie o la forma como base para una elección.
Por último, la evaluación del número por parte de los animales no es solo una experiencia visual. Se puede entrenar a los monos para que comparen una secuencia de sonidos con un conjunto de elementos visuales y elijan de manera correcta los dos grupos que coincidan. Son tan precisos en esto como cuando emparejan estímulos visuales. Así que, por aproximado y difuso que sea, el número parece ser no solo generalizado y espontáneo en el mundo animal, sino también sorprendentemente abstracto. Se ha argumentado que es una de las características primarias del mundo tal y como muchos animales lo experimentan, y parece guiar sus decisiones y formar parte de la información que sus cerebros codifican sobre una situación de forma automática, «por si acaso».
¿Por qué los animales tienen un sentido numérico aproximado? Los rasgos evolucionan porque confieren una ventaja; los individuos que los poseen tienen más probabilidades de sobrevivir, prosperar y, en última instancia, reproducirse. Nos resulta fácil imaginar situaciones en las que la selección natural favorecería a los individuos que se comportan de acuerdo con los juicios numéricos: los que se unen al grupo más grande de su propia especie en lugar de elegir el más pequeño, aumentando así su protección frente a los depredadores. Los que huyen de estos solo si son lo bastante numerosos como para suponer una amenaza real. Los que optan por el montón de frutos secos más grande. Los que se unen al grupo más numeroso de parejas potenciales. Acertar en cualquiera de esos juicios conferirá —para ciertas especies— una ventaja selectiva a largo plazo. Muchos de estos comportamientos se han observado en la naturaleza: en animales no entrenados y en entornos del todo naturales.
En el mundo más agresivo de las sociedades carnívoras, se cree que los leones, las hienas y los lobos evalúan cuántos miembros de su propia especie les dirigen llamadas amenazantes y deciden si responden o no en función de si mantienen una ventaja numérica sobre el grupo rival. Se demostró con un experimento clásico en el que se pusieron grabaciones de intrusos a hembras de león y se analizaron sus decisiones de responder o no. También se ha observado que los chimpancés atacan a un grupo vecino solo si los números están de su lado. Esta capacidad de evaluar correctamente las probabilidades numéricas —defensores frente a intrusos— puede ser crucial para el éxito de un grupo, y es plausible que tenga consecuencias evolutivas a largo plazo.
En todas estas situaciones, curiosamente, tiene sentido ser más preciso con los números pequeños que con los grandes. La diferencia entre una y dos manzanas importa más que entre veinte y veintiuna. Ser superado en un número de dos a tres importa más que por once a diez. La diferencia entre un banco de cinco peces y otro de tres es importante, la que hay entre bancos de quince y dieciséis es insignificante. La selección natural es una buena explicación no solo de la presencia del sistema numérico aproximado en muchas especies, sino del hecho de que sea aproximado y no exacto.
Un laboratorio de la Universidad de Tubinga, Alemania, 2008. La luz eléctrica ilumina la madera y el plástico de este lugar, donde un ser humano —llamémosle Miriam— participa en un experimento. Se sienta en una silla y mira la pantalla de un ordenador, en la que aparece un patrón de puntos, luego otro, con un proceso de sustitución de imágenes demasiado rápido para poder contarlos. ¿Contienen los patrones el mismo número de puntos o no?
Miriam completa docenas de tareas similares, y la mayoría de las veces sus respuestas son correctas. Es más probable que se equivoque cuando el número de puntos es mayor, o si la diferencia entre los dos conjuntos de puntos es pequeña. Su capacidad para estimar números, en otras palabras, resulta ser igual que la de cualquier otro primate.
El sistema numérico aproximado también existe en los humanos, aunque su funcionamiento es a veces más difícil de comprender porque está superpuesto por un impulso profundamente aprendido de contar con precisión mediante palabras, símbolos o algún otro dispositivo. Sin embargo, cuando el conteo explícito resulta imposible, la estimación cobra todo el sentido. Si echa un vistazo a una bandada de veinte pájaros y a otra de treinta, es probable que sepa que una es más grande que la otra, aunque no haya tiempo para contarlos, ni siquiera para hacer una estimación del número real. En el laboratorio, los investigadores pueden evitar el conteo mediante la retirada inmediata de los estímulos o la imposición de tareas que interfieran con el conteo verbal, como pedirles a los participantes que lean en voz alta mientras evalúan las cantidades.
En esas condiciones, aparecen los mismos rasgos apreciados en los animales. Los humanos tienen un sentidodel número, que es aproximado: se trata de estimaciones, las cuales se vuelven menos precisas a medida que las cantidades aumentan o las proporciones entre ellas disminuyen. Todo el mundo puede distinguir dos objetos de tres o veinte de treinta. Nadie puede distinguir cien objetos de ciento uno sin contarlos explícitamente. Pero en comparación con otras especies, los humanos lo hacen bastante bien. Mientras que el límite de discriminación de los monos más aplicados es una proporción de seis a cinco, se ha observado que los humanos adultos manejan proporciones tan pequeñas como ocho a siete o incluso diez a nueve.
Al igual que en los animales, la capacidad humana para estimar el número es robusta cuando los investigadores controlan factores de confusión, como el tamaño o la densidad del estímulo. Existe en todas las culturas y funciona no solo con el número de objetos vistos, sino también con la cantidad de sonidos oídos o de golpecitos físicos percibidos.
Una ventaja para los investigadores que trabajan con personas es que se les pueden hacer preguntas más complicadas y plantearles tareas de mayor complejidad de lo que es factible con animales. Así, el sistema numérico aproximado humano se ha estudiado más y mejor que el de estos, por lo que disponemos de una densa maraña de experimentos y resultados diferentes, en ocasiones contradictorios. Sabemos que la estimación tiene un límite superior más allá del cual se percibe que un conjunto de objetos visibles no tiene un número, sino una textura. También que muestra un efecto, llamado «adaptación», compartido con otros tipos de estímulos sensoriales. Si alguien mete la mano en agua caliente, durante los minutos posteriores otros objetos le parecerán más fríos de lo que realmente están. Del mismo modo, si observa un grupo de cien puntos, aunque sea por menos de un segundo, otros grupos más pequeños de puntos le parecerán menos numerosos de lo que son en realidad durante los minutos siguientes. Subestimará su número hasta en un factor de dos. El mismo efecto se produce a la inversa: si mete la mano en agua fría, las cosas le parecerán más calientes de lo que son durante los minutos posteriores; y si observa un grupo de diez puntos, otras agrupaciones mayores le parecerán más numerosas de lo que son en realidad, hasta que el efecto desaparezca. El punto medio, el conjunto que es, en apariencia, lo suficientemente «normal» como para que no afecte a la percepción de los conjuntos posteriores en un sentido u otro se sitúa en torno a los cincuenta. Este efecto no se limita a la percepción visual. En un experimento, se pidió a los sujetos que chasquearan sus dedos rápida o lentamente y que luego juzgaran el número de una secuencia de destellos o de un grupo de puntos. El chasqueo lento les hizo sobreestimar, el rápido subestimar.
El sentido numérico ya está presente a las pocas horas de nacer, aunque de forma bastante difusa: se distinguen, por ejemplo, tres elementos de uno. Pero a los cuatro días de vida, los bebés ya pueden diferenciar las palabras de tres sílabas de las de dos. La relación de discriminación sigue estrechándose a lo largo de la infancia. Y al igual que ocurre con los animales, los seres humanos parecen formarse juicios sobre el número de forma espontánea, aunque no sean necesarios e interfieran realmente con la tarea que tenemos entre manos. Las personas no pueden evitar procesar el mundo en términos de cuántos, igual que no pueden hacerlo por el color y la forma. A pesar de que no existe ningún órgano sensorial obvio dedicado al número, el numérico es uno de nuestros sentidos, al igual que la vista, el oído y el olfato. Las personas lo tienen en distinto grado, y esas diferencias están determinadas, al menos en parte, por la genética; un estudio con gemelos descubrió que alrededor del treinta por ciento de la varianza en el sentido numérico aproximado es hereditaria.
Una capacidad tan distinta y concreta debería tener, sin duda, una parte del cerebro dedicada a realizarla, aunque el hecho de que se encuentre en una gama tan amplia de especies animales plantea dudas sobre si es posible que todas ellas utilicen regiones cerebrales comparables para este fin. La técnica clásica de la resonancia magnética funcional —que puede mostrar en tiempo real qué zonas del cerebro se están activando— ha acotado progresivamente la región en la que tiene lugar el procesamiento aproximado de los números: el neocórtex (la capa exterior del cerebro), los lóbulos parietales (zonas posteriores superiores del neocórtex), los surcos interparietales, y, por último, los segmentos horizontales de los surcos interparietales. Se ha confirmado en personas de diferentes culturas, tanto adultos como niños, que esta es la región específica del cerebro que se activa en primera instancia cuando se extrae información numérica del mundo, antes aun de que se convierta en palabras o se haga aritmética con esos números. Estas últimas son tareas que utilizan distintas partes del cerebro y que, de hecho, dependen de la cultura, en función de si se hace aritmética con palabras habladas, símbolos escritos o un ábaco, por ejemplo. Los números presentados en cualquier formato, incluso como palabras habladas o como símbolos numéricos escritos, activan esta misma parte del cerebro.
En el caso de los animales, los resultados son similares: los monos utilizan de forma parecida una región del surco interparietal y los cuervos una parte específica de sus cerebros, pero organizados de forma muy distinta. Durante mucho tiempo se predijo, basándose en simulaciones, que podría haber células cerebrales individuales o grupos de células especializadas en la detección de números diferentes. Al fin, en 2002, un equipo de investigadores las localizó con éxito en el cerebro de monos macacos cuya activación se asociaba con el número de elementos de una percepción visual. Efectivamente, ciertas células estaban asociadas a determinados números. Si se le presentaban al mono dos objetos, se activaba un conjunto de ellas. Si eran tres, se disparaba un conjunto diferente. Incluso animales desentrenados resultaron tener esas «neuronas numéricas». En 2015, se hallaron células similares en el cerebro de los cuervos, que aumentaban su actividad en respuesta a estímulos numéricos y respondían con preferencia a determinadas cantidades.
Las neuronas numéricas hacen justo lo que cabría esperar si son responsables del sentido numérico aproximado. Responden solo a la información numérica, no a características distintas, como si el número se presenta de manera visual o como sonido o ritmo. Y funcionan de forma aproximada. Cada una está sintonizada para responder a un número concreto, digamos cuatro, aunque también responde débilmente a las cantidades cercanas, por ejemplo, tres, cinco y seis. La precisión de estas células disminuye a medida que los números aumentan de tamaño: los números más pequeños tienen neuronas sintonizadas con mayor precisión, mientras que para los más grandes la sintonización es más difusa, lo que propicia que se generen errores y explica los límites observados en la capacidad de los animales para discriminar números similares entre sí.
Estas apasionantes conclusiones confirman las sospechas surgidas a partir de simulaciones de redes neuronales, a saber, que no se necesita una enorme región cerebral ni una gran cantidad de células para detectar números en el entorno. Se ha demostrado que las simulaciones por ordenador con tan solo veinticinco células dedicadas lo consiguen con éxito, y con unos cientos de ellas se pueden reproducir algunas de las características más complejas de la extracción de números de una pantalla visual. Las simulaciones también insinúan que formar representaciones de números es algo que una red de unos cientos de células cerebrales puede empezar a hacer de modo espontáneo, dada la combinación adecuada de entrada y refuerzo: en otras palabras, es una capacidad fácil de adquirir, un potencial que incluso los cerebros más simples podrían tener.
Así pues, parece muy probable que los humanos hereden de sus antepasados animales una capacidad para detectar, y codificar de modo aproximado, información numérica del entorno a partir de una serie de estímulos de distinto tipo. Pero aún no está claro cuán antigua es esta capacidad.
El hecho de que las personas y los macacos utilicen la misma parte del cerebro para el sentido aproximado de los números sugiere que la capacidad estaba presente en un antepasado común de los primates, hace unos veinticinco millones de años, y que se transmitió a los humanos a través de la línea de los homínidos prehumanos. Los datos de otros mamíferos son demasiado incompletos para hacer una afirmación similar sobre su antepasado común. Ahora bien, llama la atención el hecho de que el sentido numérico aproximado aparezca con un grado de precisión relativamente alto —comparable al de los monos— en los cuervos, y menor en otras aves. El último ancestro común de aves y mamíferos, un animal parecido a un reptil, vivió hace unos trescientos veinte millones de años. Los cerebros de los dos linajes han evolucionado por separado desde entonces, aunque, hasta cierto punto, en paralelo: el cerebro de las aves tiene un diseño bastante diferente al de los mamíferos y ha evolucionado con el objetivo de pesar poco (aunque tiene casi el doble de neuronas que un cerebro de primate de la misma masa), sin embargo, proporciona muchas funciones similares en respuesta a presiones semejantes del entorno. Es concebible que ese ancestro común ya pudiera detectar y distinguir cantidades: pero quizá sea bastante más plausible que el sentido aproximado del número haya evolucionado de forma independiente en los dos linajes. Esta sugerencia se ve reforzada por los limitados datos de que se disponen sobre los reptiles, que por lo general parecen tener capacidades numéricas más restringidas, lo que inspira la idea de que, tal vez, las aves adquirieron sus habilidades numéricas después de separarse de los dinosaurios hace unos ciento cincuenta millones de años.
Y lo mismo ocurre con los peces, y aún más con los invertebrados, que han mostrado este tipo de capacidades. Aunque se ha sugerido que las habilidades numéricas se remontan a un ancestro común de hace quinientos millones de años, es más frecuente postular que en los distintos grupos han evolucionado sus capacidades de estimación numérica de forma independiente; atestiguando tanto como cualquier otra cosa la fuerza y la presencia constante de las presiones ambientales que hacen útil tener un sentido aproximado del número.
Un apéndice curioso del sentido numérico aproximado es la forma en que las personas pueden reconocer los números pequeños de un vistazo. Algunos experimentos parecen mostrarlo como una capacidad separada de la estimación, con series de uno, dos, tres y cuatro objetos que se distinguen de inmediato sin los efectos del tamaño y la proporción que caracterizan al sentido numérico aproximado. Se ha observado, por ejemplo, que los bebés de pocas horas o días diferencian colecciones de dos y tres objetos, pero no de cuatro y seis. A las pocas semanas, pueden diferenciar conjuntos de uno, dos, tres o cuatro; todos con la misma rapidez y precisión. Sin embargo, su rendimiento desciende bruscamente cuando el número de objetos aumenta. Para los adultos, el límite de esta capacidad —la subitización— parece ser, de modo sistemático, cuatro, ya que la diferencia entre tres y cuatro se reconoce con la misma fiabilidad que entre uno y cuatro, y los efectos de proporción característicos del sentido numérico aproximado solo se manifiestan cuando nos hallamos ante cantidades mayores.
Al igual que el sentido numérico aproximado, la subitización es intermodal: se puede demostrar que los estímulos oídos y los percibidos por otras vías se discriminan de forma similar. (Muchos lectores habrán experimentado la diferencia entre contar compases musicales y «sentirlos», lo que seguramente tiene algo que ver con los límites de la subitización en el ámbito rítmico).
Esta capacidad parece dejar de funcionar cuando hay interferencias. Mientras que los juicios del número aproximado se pueden formar «en segundo plano» de otras tareas, la subitización requiere que la atención se centre solo en los objetos.
En realidad, parece tener mucho que ver con el seguimiento de los objetos individuales. Muchos investigadores han sugerido que la subitización funciona como si se tratara de un conjunto de casilleros en la memoria de trabajo: se van llenando de uno en uno, pero, cuando todos están llenos, se pierde el rastro y se recurre a la estimación. Por ese motivo, esta capacidad concreta también se denomina «sistema de archivos de objetos».
Dentro de su radio de acción puede incluso proporcionar algo de aritmética básica. Así, si dos tigres entran en una cueva y uno sale, ¿podemos considerar segura la cueva? Si lleva la cuenta de los tigres como individuos, sabrá que aún queda uno en el interior de la cueva, aunque nunca haya aprendido que dos menos uno es igual a uno.
Es justo subrayar que la idea de subitización es controvertida, y que falta mucha investigación al respecto. Se ignora, por ejemplo, si sustituye de verdad a la estimación para los números pequeños o si, por el contrario, ambos sistemas funcionan conjuntamente para grupos con cantidades del uno al cuatro. El sistema de archivos de objetos puede desactivarse si se distrae la atención; en ese caso, la mayoría de los estudios confirman que las estimaciones siguen dándose con éxito y que se disciernen los efectos de proporción y tamaño característicos del sistema numérico aproximado. ¿Significa esto que la aproximación es el sistema fundamental, superpuesto en algunas situaciones por una capacidad de seguimiento preciso de hasta cuatro objetos? ¿O, por el contrario, el sistema numérico aproximado deja de funcionar de manera normal cuando se activa el sistema de archivos de objetos? La respuesta aún no está clara.
Otra cuestión es si alguna especie animal posee esta capacidad. Resulta difícil creer que solo los humanos dispongan de ella, pero las pruebas de que existe en los animales son inestables y, en algunos casos, problemáticas. Hay quien sostiene que, para ciertas especies, los datos se explican mejor por un proceso similar a la subitización. Se ha informado de que las abejas, por ejemplo, distinguen con éxito entre conjuntos de hasta tres objetos, pero caen abruptamente al nivel de la adivinación aleatoria cuando los conjuntos son más grandes. Esto es propio de un sistema de archivos de objetos, no de un sistema de estimación. Lo mismo ocurre con las salamandras; sin embargo, las capacidades de ciertas especies de peces se parecen más a los dos sistemas de los humanos: gran precisión para conjuntos de hasta tres objetos, sucedida por una capacidad de aproximación cada vez más difusa para números mayores. Las pruebas para aves y mamíferos apuntan en varias direcciones. Se ha descrito la subitización en petirrojos, polluelos, palomas y loros; también en perros, monos y chimpancés… Algunos científicos la consideran generalizada en el árbol genealógico de los vertebrados y, por tanto, es presumible que posea cierta antigüedad evolutiva. Pero las repeticiones de los experimentos no siempre han logrado reproducir estos efectos, así que seguimos en la incertidumbre.
Los estudios más recientes destacan que casi todas las especies animales analizadas muestran signos de un sentido numérico aproximado, mientras que los resultados sobre un segundo sistema de conteo siguen siendo limitados e inconsistentes. Algunos dirán que la aproximación, que es más rápida y precisa para los números pequeños, puede explicar todas las observaciones publicadas hasta ahora. Otros añadirán que no es sencillo pensar en factores del entorno capaces de crear una presión de selección específica para un reconocimiento de números pequeños al estilo de la subitización en lugar de o al igual que un sistema aproximativo. Hay quien habla de un «punto muerto en las investigaciones» sobre esta cuestión.
Entonces, ¿pueden contar los animales? Sí y no, pero sobre todo no. Los animales no cuentan en el sentido en que lo hacen (la mayoría de) los seres humanos. A pesar de sus capacidades y de su gran antigüedad, el sistema numérico aproximado no es un sistema de conteo. Aquí no hay números exactos, solo aproximaciones que se vuelven con rapidez más difusas. Se trata de un sistema en el que uno y dos son distintos, pero tres y cuatro lo son menos, y en el que cien y ciento uno son idénticos a todos los efectos. A diferencia del conteo, en el que cada paso de un número al siguiente tiene el mismo tamaño, en el sentido numérico aproximado la relación entre dos y tres es muy diferente de la que existe entre, por ejemplo, quince y dieciséis.
Del mismo modo, la subitización, si es que existe, parece tener más en común con el reconocimiento de patrones que con el conteo: es una forma de percepción en la que un grupo de dos objetos y un grupo de tres son nítidamente distintos, pero que accede a la diferencia entre grupos de cuatro objetos y de cinco. Si es correcto pensar en ello como un sistema de archivos de objetos —un conjunto de casilleros mentales que hay que rellenar—, entonces realmente no contiene representaciones explícitas de cuántos, y el hecho de que se pueda obtener un número a partir de ello es un mero efecto secundario.
Estas capacidades innatas son raíces (¿incluso semillas?) de verdadera utilidad para construir prácticas de conteo, pero no son lo mismo que contar. Sigue existiendo una brecha real entre estas capacidades y el conteo. Los humanos no nacen capaces de contar; tienen que aprender a hacerlo. Las culturas tienen que inventar formas de conteo, y transmitirlas de una generación a otra: con la posibilidad cierta de que estas cambien de modo irreconocible con el tiempo o mueran o sean sustituidas.
Si las capacidades heredadas son unas de las raíces del conteo humano, las otras son esas características del entorno que se han dado en llamar «líneas numéricas salvajes». Nos referimos a guijarros que se pueden utilizar como cuentas, a marcas en huesos que se pueden emplear como registro o al conjunto de dedos de manos y pies que (casi) todos los humanos tenemos. Todos ellos pueden servir para seguir una secuencia y hacer así posible el conteo; pueden cumplir la función de registrar un conjunto de números y comunicar el resultado del recuento. Y el mismo cometido pueden satisfacer, por supuesto, las palabras, desde que los humanos empezaron a utilizarlas.
Estas líneas numéricas salvajes que hemos mencionado tienen sus raíces en África, como la propia especie humana. La arqueología africana proporciona algunos de los ejemplos más tempranos de cuentas y marcas de conteo y, por tanto, un atisbo de estas raíces del contar en la Edad de Piedra. Para hacer lo propio con los dedos, las mejores evidencias tempranas que sobreviven proceden del norte del Mediterráneo. En lo referente a las palabras, no hay ninguna prueba realmente directa, aunque se puede deducir mucho sobre el tema a través del estudio de las lenguas vivas. Pero la historia comienza con las cuentas.
Cueva de Blombos en Sudáfrica, hace 75 000 años. Una mujer recoge una concha en la costa. Del mismo tamaño y color que un diente humano grande, en su día fue el hogar de un pequeño caracol marino. Ahora será una cuenta.
Perfora el caparazón con una punta de hueso; deja la concha a un lado y toma otra. Cuando tiene suficientes, las enhebra en un cordón de piel o fibra vegetal; anuda los extremos. Un collar.
Los linajes humano y chimpancé se separaron hace unos siete millones de años. Actualmente se reconocen más de una docena de especies de homínidos primitivos, y la forma del árbol genealógico cambia a medida que se descubre nuevo material fósil. Unas ocho especies, en distintas épocas, formaron el género Homo, que evolucionó en África a lo largo de dos o tres millones de años. Estas especies se conjuraron para vivir con los pies en el suelo y desarrollaron un cerebro proporcionalmente enorme en comparación con sus antepasados. Los cerebros no se fosilizan, pero disponemos de pruebas —la forma de los cráneos fósiles— que demuestran que las regiones cerebrales que más evolucionaron incluían el surco interparietal, imprescindible para desarrollar un sistema numérico aproximado, entre otras muchas funciones. Más visibles en el registro arqueológico son los cambios de comportamiento: las marcas en huesos aparecieron hace ya 3,2 millones de años, y las piedras manipuladas para volverlas cortantes lo hicieron por primera vez en el valle del Rift de Kenia y Etiopía hace 2,6 millones de años. El fuego se utilizaba, quizá, ya hace 1,5 millones de años.
El período denominado Edad de Piedra Media comenzó hace alrededor de un cuarto de millón de años en África. Se distinguió por un nuevo y más sofisticado conjunto de herramientas de piedra: lascas y cuchillas, núcleos y puntas. Se trataba de unos utensilios más diversos que sus predecesores, pero aun así pervivieron muchas decenas de miles de años sin grandes cambios. No obstante, el registro arqueológico es de grano grueso y las escalas de tiempo y distancia implicadas son enormes. Había humanos anatómicamente modernos en África —Homo sapiens— hace doscientos mil años, quizá trescientos mil. Hace cien mil años, la especie habitaba rincones que abarcaban desde Sudáfrica hasta el Levante.
Estos humanos vivían de la caza y la recolección. Se refugiaban en cuevas, muchas de las cuales aún perduran. La de Blombos se encuentra en el sur del Cabo, en Sudáfrica; está a unos trescientos kilómetros al este de Ciudad del Cabo. En la actualidad, el océano Índico se encuentra a solo cien metros de distancia de ella. El yacimiento muestra que la cueva fue ocupada en tres o cuatro fases: la primera de las cuales tuvo lugar hace más de cien mil años, la última quizá hace setenta mil. Es posible que se tratara de ocupaciones relativamente cortas, comparadas con los milenios que las separan. La arena de la playa cubre la última capa, la de la Edad de Piedra.
Quienes protagonizaron esa cuarta ocupación fabricaron una serie de artefactos que incluyen puntas de piedra y herramientas de hueso. Aprovechaban enormemente los recursos marinos, ya procedieran de focas, delfines, peces o mariscos, y eso a pesar de que el nivel del mar era más bajo entonces y la costa quedaba, sin duda, más lejos; a veces, a decenas de kilómetros. El clima fue relativamente cálido y húmedo durante el último período de ocupación, hace setenta y tantos milenios. El paisaje, un mosaico de zonas abiertas, arbustos, árboles, cursos de agua y bosques, en constante cambio bajo la presión de plantas, animales y patrones de precipitaciones que cambiaban lentamente. La gente se desplazaba de manera continua para buscar pastos, cazar y dormir seguros.
La cueva de Blombos no es grande; no debió de acoger a más de unas treinta personas cada vez, pero su excavación desde 1991 ha revelado un conjunto de utensilios muy interesantes, más allá de los habituales para su época y lugar. Hay miles de trozos de ocre, incluidos algunos con signos inconfundibles de grabado, un aspecto muy destacable dado que se trata de una fecha muy temprana para hallar representaciones abstractas. Y también hay abalorios.
Las cuentas de Blombos son, hasta el momento, las más antiguas de la Edad de Piedra que se han datado con seguridad; de hecho, son los ornamentos —de cualquier tipo— más antiguos datados con precisión. Se crearon durante el último período de ocupación, es decir, hace, aproximadamente, entre setenta y dos y setenta y cinco milenios. Las cuentas están hechas de conchas de un gasterópodo: la especie se llama Nassarius kraussianus y solo vive en los estuarios. Estamos hablando de un material exótico y caro de conseguir en términos de tiempo y esfuerzo. Estas conchas debían de proceder de ríos situados a unos veinte kilómetros de la cueva.
En Blombos se han encontrado sesenta y ocho cuentas. Casi nueve de cada diez tienen un agujero cerca del labio que se realizó introduciendo una herramienta de hueso por la abertura principal y presionando después. Esta era la acción que las transformaba en herramientas. Una vez agujereadas, las cuentas se enhebraban en un cordón; las huellas de desgaste en los bordes de los agujeros y los lados exteriores de las conchas muestran dónde rozaron tanto con el cordón como entre sí. En algunos cordones había solo dos piezas, en otros dos docenas. La media era de doce conchas. Se engarzaban en pares simétricos, uno mirando a la izquierda y otro a la derecha. Las marcas son profundas, lo que indica que las ristras de conchas debieron llevarse durante meses o años.
También se han encontrado cuentas de concha en otros yacimientos arqueológicos, con algunas fechas posibles —menos seguras que en Blombos— que podrían alcanzar los ciento quince milenios. La mayoría de estos yacimientos se hallan en el sur o el este de África, algunos en Marruecos y uno o dos en Israel. Un patrón común es que las conchas pertenecían a especies que podían considerarse exóticas en los lugares donde se utilizaron; es decir, que se recogieron a cierta distancia. Se seleccionaron especies concretas y, a veces, tamaños particulares. A menudo, se aprovechaban agujeros naturales producidos por la acción de las olas o la playa para enhebrarlas; otras, como las de Blombos, se perforaban deliberadamente. La tradición de las cuentas de concha duró muchos miles de años y se extendió a lo largo de cinco o seis mil kilómetros. En una determinada época parece que fue algo común, como si trabajar con ellas fuera uno de los elementos cotidianos de la vida humana.
En términos arqueológicos, las cuentas son una de las primeras representaciones del comportamiento simbólico, algo así como una prueba de cultura más que de mera supervivencia. Pero ¿son también testigos de los primeros pasos hacia el conteo humano?
En este punto el misterio aumenta. Las cuentas aparecieron milenios antes que la escritura; si tenían un significado, su contexto arqueológico no puede indicarnos cuál era. Seguramente, se fabricaron como adornos personales, con un sentido puramente estético, pero es probable también que estos collares sean algunos de los primeros objetos que se conservan cuyo objetivo era comunicar información —sobre sus portadores y sus comunidades—, lo que los convierte en una prueba primigenia de que los humanos fabricaban y utilizaban símbolos.
Las cuentas también tienen un sugerente conjunto de propiedades que ha llevado a más de un estudioso a describirlas como una «línea numérica salvaje» capaz de satisfacer algunas de las funciones de las secuencias de conteo en ausencia de palabras, gestos o incluso de conceptos numéricos. Si usted ve a un preescolar actual jugando con cuentas en un cordel, asume que está aprendiendo cosas importantes sobre la secuencia, el orden y, finalmente, el número. Sobre sumar uno más o crear una nueva secuencia uniendo otras dos más cortas. Sobre restar de una secuencia para obtener otra menor o incluso sobre dividir una secuencia en porciones iguales.
Si los africanos de la Edad de Piedra tenían dispositivos similares en sus manos, seguramente aprendieron cosas parecidas. Con las cuentas, se puede jugar, experimentar y observar procesos como secuenciar, sumar y restar como acciones físicas —quizá durante años, quizá durante generaciones— antes de aprender finalmente a asociarles un significado numérico. No solo eso, sino que, en comparación con los dedos o las pequeñas colecciones de objetos que pueden subitizarse, las ristras de cuentas pueden encarnar números bastante grandes: hasta veinticuatro, en el caso de los utensilios recuperados en Blombos.
Ni siquiera es necesario tener palabras para contar si se pretende usar las cuentas con este fin y correlacionarlas una a una con otros objetos del mundo, con acciones o acontecimientos. Existen, en la actualidad, muchas situaciones en tantas otras culturas en las que una acción ritual se realiza una vez por cada cuenta de un collar: oraciones o prosternaciones, por ejemplo. No es necesario pronunciar palabras ni tener conceptos numéricos en la mente; simplemente se sujeta una cuenta y se realiza la acción, después se sujeta la siguiente cuenta y se realiza la acción. Cuando se acaben las cuentas, se dejará de realizar la acción. No es necesario utilizar, ni siquiera conocer, palabras asociadas a números para emplear un juego de cuentas como este; de hecho, no está demostrado que una cultura necesite ninguna otra forma de contar para que un juego de cuentas funcione con este cometido.
En otras palabras, es posible imaginar un mundo en el que las cuentas de collar son la principal, la mejor e incluso la única forma disponible de contar. En el caso de Blombos y de otros lugares pueden haber existido y haber sido manipuladas durante muchas generaciones sin que nadie las utilizara para contar. Sin embargo, es igualmente posible que, con el tiempo, se hayan empleado para llevar la cuenta de cosas u objetos —para contar— y que la cultura de la que formaban parte no contuviera ninguna otra forma hacerlo. No tenemos la seguridad de que existiera un mundo así, pero la posibilidad es más que atractiva.
Unos veinte mil años antes del presente (quizá hasta veinticinco mil). Una mujer posa sosteniendo el cuerno de un bisonte. Tiene hijos y está embarazada de nuevo; el parto está previsto para dentro de uno o dos meses y, con la mano libre, se señala el abdomen. Gira la cabeza hacia su derecha para observar el cuerno grabado; la melena descansa sobre su hombro.
El objeto tiene trece marcas paralelas cortas. ¿Una decoración? Tal vez. ¿Un registro? Muy probablemente. Pero ¿qué estaba contando?
En la Edad de Piedra había huesos de animales por doquier, muchos de ellos con arañazos y cortes producidos durante el descuartizamiento. En la Edad de Piedra Media, hace noventa mil años, algunos grupos humanos empezaron a trabajar los huesos para convertirlos en herramientas puntiagudas y en otros utensilios.
La combinación de, por una parte, arañazos y cortes accidentales en los huesos y, por otra, la manipulación cada vez más hábil de esas piezas, llevó a algunos humanos a grabar marcas en ellas y, con el tiempo, a utilizar esas marcas como una forma de registrar o comunicar información. Nos hallamos, de nuevo, ante un conjunto de pistas atractivas y pruebas ambiguas. Sin acceso posible al escenario donde ocurrió todo, es difícil saber con seguridad qué información pretendía comunicarse. Por una parte, una serie de incisiones prolijas, simétricas y con rayas cruzadas en una herramienta de hueso plantea interrogantes sobre lo que podría haber transmitido acerca de la identidad de una persona o de un grupo. Por otra, unos arañazos aproximadamente paralelos en una superficie ósea (o de otro tipo) nos recuerdan irresistiblemente a un conteo, nos hacen pensar en el resultado de un proceso numérico: uno por cada objeto o cada acontecimiento en algún conjunto o secuencia.
El yacimiento de Blombos proporciona, además de las cuentas de concha, algunas de las muestras más interesantes de las primeras evidencias del grabado óseo. Trabajar el hueso era, de hecho, una actividad habitual aquí: se han recuperado veintiocho herramientas fabricadas con este material —leznas, puntas de lanza y un retocador—. La antigüedad de estos utensilios supera los setenta mil años, y al menos dos de ellos presentan posibles grabados. Uno conserva once incisiones paralelas en el borde, con una línea oblicua más superficial que cruza seis de ellas. No son marcas hechas al azar, y el análisis microscópico demuestra que se crearon con la misma punta de piedra en una sola sesión. Su diseño fue intencionado y se realizó deliberadamente.