Contra la escuela. Autoridad, democratización y violencias en el escenario educativo chileno - Pablo Neut Aguayo - E-Book

Contra la escuela. Autoridad, democratización y violencias en el escenario educativo chileno E-Book

Pablo Neut Aguayo

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Objetando la matriz de opinión que reduce la violencia escolar al bullying, el texto explora las violencias invisibilizadas por tal matriz y que se expresan en las relaciones entre los estudiantes, la institución y las autoridades.

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© LOM ediciones Primera edición, septiembre 2019 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN impreso: 9789560012050 ISBN digital: 9789560013422 RPI: 306.880 Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Índice

Agradecimientos

Obertura

Introducción

Capítulo I las relaciones de autoridad en la escuela

Capítulo II:El conflicto y la violencia antiescuela

Capítulo III: Violentando a la escuela:autoritarismo, democratización y resistencias

Conclusiones

Bibliografía

Anexo metodológico

Agradecimientos

En primer lugar, agradezco a mi familia. A mi abuela Amada. A la Memé (allí donde esté) y al Tata. A mis padres María Soledad y Guido. Y a mis hermanos Seba, Nico y Mati. Lo son todo.

Gracias a mi barrio y a mis amigos.

Del mismo modo, quisiera agradecer al grupo formado en torno al proyecto FONDECYT Nº 1110733: «La autoridad y la democratización del lazo social en Chile», por las jornadas de discusión y de camaradería en las que se fueron delineando este y otros trabajos. Sin lugar a dudas fue un tiempo y un espacio de gran aprendizaje.

Muy particularmente agradezco a la profesora Kathya Araujo, directora de la tesis que dio origen a esta investigación y quien me impulsó a transformarla en un libro. Gracias por la confianza depositada, el respaldo constante y el estímulo permanente. En mi camino, ha representado la figura de una maestra.

Finalmente, agradezco a la veintena de estudiantes que estuvieron dispuestos a concederme una entrevista, a la centena con la que he podido compartir en el aula como docente, y a los millares que en el último tiempo nos han enseñado a nosotros, sus profesores, a luchar por la construcción de un mundo digno.

Obertura

Probablemente, cuando Pabla Sandoval decidió estudiar Pedagogía sabía de las dificultades que entrañaba el ejercicio de la profesión en el contexto educativo nacional. Todos los que se enfrentan a dicha posibilidad, con mayor o menor grado de conciencia, lo saben. Sin embargo, y definitivamente, nunca sospechó que un día de agosto del año 2001 ocho alumnas pertenecientes al segundo medio del Liceo A-114 Pedro Lagos, de Puente Alto, la amarrarían a una silla, la escupirían y la amenazarían con un cuchillo cartonero.

La agresión que sufrió Pabla generó las inmediatas reacciones de la comunidad escolar. Ella misma señaló pocos días después: «La sensación que me queda es de una preocupación muy grande. Mi primera sensación fue de mucha impotencia: uno se siente humillada delante de los jóvenes. Ahora estoy muy dolida»1. A su vez, el Centro de Estudiantes de la institución educativa emitió un comunicado en el que solidarizaba con la docente, señalando: «pedimos a todos los alumnos, nuestros compañeros del establecimiento, dar el apoyo incondicional a la profesora y manifestar que estas situaciones no se pueden repetir». Finalmente, el profesor jefe de las alumnas involucradas en la agresión, Pedro Soto, expresó: «Cuando uno elige ser profesor, uno desarrolla compañías con sus alumnos y es difícil decir que estoy de acuerdo con que las expulsen. Solidarizo con mi colega agredida, pero me es difícil tomar una sanción».

Tal dificultad, sin embargo, fue disipada el 28 de agosto, fecha en que el consejo de profesores, en reunión extraordinaria, decidió expulsar a cuatro de las ocho alumnas que participaron del incidente.

A pesar de la condena transversal de la comunidad escolar, las estudiantes involucradas en la agresión también tenían algo que decir. Éstas, luego de expresar su arrepentimiento, intentaron justificar el hecho. María Llantén, una de las alumnas participantes, señaló que «la profe de inglés era complicada y abusaba de su autoridad, diciendo que tenía influencias en la Gobernación, donde trabaja como secretaria». Mientras Vania Ortiz, otra de las alumnas sancionadas y cuyos padres se encontraban detenidos por tráfico de drogas, opinó: «Siento que me están culpando también por lo de mis papás», arremetiendo seguidamente contra la docente: «siempre estaba sacándonos en cara que ella tenía un cargo en la Gobernación». Por ello, la conclusión de la joven fue categórica: «esto no hubiera ocurrido con otro profesor».

La discusión en torno a la agresión hacia la profesora prontamente superó los límites institucionales, causando un revuelo mediático que involucró a los principales actores educativos a nivel nacional. Mientras algunos reaccionaron airadamente exigiendo medidas para resguardar la seguridad de la labor docente, otros se aventuraron a levantar hipótesis generales para explicar el incidente.

Dentro del primer grupo se encontró Arturo Palma, entonces vicepresidente de la Dirección Provincial Cordillera del Colegio de Profesores, quien amenazó con la «paralización de actividades si no se tomaban medidas, porque sabemos que esto se va a repetir. Hace mucho que a los profesores nos están pisoteando, primero con la municipalización de las escuelas, luego con una reforma en la que no fuimos consultados y ahora dejando que nos hagamos cargo de problemas sociales que ni a la Concertación ni a la derecha les ha interesado solucionar».

Por su parte, y esbozando una interpretación comprensiva del fenómeno, el entonces presidente del Colegio de Profesores, Jorge Pavez, declaró que estas situaciones representaban «la punta del iceberg de un sistema de relaciones atravesado por otros tipos de violencia, no sólo física, sino también social y sicológica, al que no escapan los estudiantes y maestros». El máximo dirigente gremial de los profesores fue secundado por Jaime Gajardo, a la fecha presidente del Regional Metropolitano de la orden, quien concluyó que el lamentable evento «se trata de un fenómeno social nuevo». La propia ministra de Educación de la época, Mariana Aylwin, tras asistir al colegio y hablar con la profesora afectada, sentenció: «esto responde a un aumento de la violencia en la sociedad».

¿Qué opinó Pabla Sandoval sobre estos planteamientos? ¿Le bastaron para comprender por qué fue agredida? ¿Creería también ella que este era un fenómeno novedoso proveniente de una violencia social generalizada?... No lo sabemos.

Lo que sí sabemos es que tenía razón Arturo Palma, y mucha, cuando auguraba «esto se va a repetir». Efectiva e inquietantemente, desde el año 2001 estos eventos se han reiterado progresivamente. Sin embargo muchas de las interrogantes que ellos suscitan permanecen abiertas: ¿en qué radica la novedad del fenómeno? ¿Por qué genera tanta conmoción pública? ¿Es consecuencia exclusiva del aumento de la violencia social? ¿Qué responsabilidad le cabe a cada actor escolar en esta situación? ¿Qué hay detrás de la condena transversal a tales manifestaciones? Y finalmente ¿por cuáles motivos, aun sabiendo del aumento de los casos asociados a la violencia contra los profesores, esta no ha sido sistemáticamente estudiada?

Estas son algunas de las preguntas iniciales que orientaron nuestro interés por indagar en las conflictivas relaciones que se establecen entre jóvenes estudiantes y autoridades escolares. En el fondo, queríamos comprender las razones por las cuales emerge la violencia que enfrenta a estudiantes con profesores y, con ello, ampliar el espectro de lo que se ha venido denominando «violencia escolar».

1 Las referencias fueron extraídas de las publicaciones de los periódicos La Segunda y El Mercurio, de la Revista Punto Final y del portal web de la Radio Cooperativa.

Introducción

Los cambios estructurales vividos por la sociedad chilena en las últimas décadas han producido la problematización de fenómenos y procesos que, pudiendo tener un origen o presencia anterior, sólo en el último tiempo adquirieron relevancia para la investigación social. En efecto, desde el retorno a la democracia se ha generado y propagado un discurso público centrado en el respeto por los Derechos Humanos, la relevancia de la diversidad, la resolución pacífica de los conflictos y el establecimiento del diálogo como mecanismo privilegiado en la construcción de una sociedad plural e inclusiva. La efectividad de este ideal democratizador ha implicado una creciente preocupación por indagar en fenómenos sociales anteriormente ignorados o desdeñados, pero que hoy, al impugnar fácticamente los preceptos de tal democratización e interpelar a la sociedad en su conjunto, adquieren un carácter preponderante para la investigación. Uno de estos fenómenos es precisamente el de la violencia escolar.

Es en este contexto en que, desde mediados de la década de 1990, comienzan a emerger distintos relatos en torno a dicha problemática. De manera precursora, los medios de comunicación expusieron diversos casos y ampliaron progresivamente la cobertura de noticias asociadas a la violencia en las escuelas. Esta, por tanto, se fue transformando en un tema de discusión pública, generalmente atizado por la narración de eventos con dosis cada vez más elevadas de dramatismo.

Por su parte, comenzando el nuevo milenio y a la cola del interés mediático, diversos especialistas de las ciencias sociales asumieron el desafío de investigar los múltiples aspectos constitutivos de la violencia escolar presentes en el escenario educativo nacional. Desde entonces ha proliferado la producción de literatura científica asociada a dicha problemática, conformando un acervo de conocimiento relativamente amplio sobre la violencia y la conflictividad presente en las escuelas de Chile (Contador 2001; Madriaza 2006; Valdivieso 2009; Mineduc-Ministerio de Interior 2005 2007 2009; Berger, Potocnjak y Tomicic 2011; Flores y Retamal, 2011)2.

Sin embargo, y a pesar del creciente interés por indagar en las causalidades que explican la emergencia y reproducción de la violencia escolar, en su tratamiento se ha tendido a asumir que esta representa un tipo de manifestación único e indivisible. Por ello, se habla de «violencia escolar» en singular y, tácitamente, se asocia la terminología con una de sus expresiones particulares: el bullying. Bajo este registro, por tanto, la violencia escolar se expresaría exclusivamente en las agresiones producidas entre los propios estudiantes. El «matonaje», pues, agotaría el espectro general de la violencia escolar.

Nosotros, por el contrario y a la luz de las nuevas perspectivas esgrimidas por quienes se ocupan de su estudio, sostenemos que la violencia escolar se estructura a través de múltiples manifestaciones que, a su vez, responden a lógicas causales y explicativas disímiles (Dubet 1998). En este sentido, no existiría una sola violencia escolar, sino que múltiples violencias o, si se prefiere, diversas lógicas y figuras de la violencia3.

La violencia escolar no sería unidireccional en su origen y despliegue, ni uniforme en los sujetos que la ejercen y/o la padecen. La escuela, en este contexto, estaría cruzada por tensiones, conflictos y violencias caracterizadas por la movilidad de los actores que participan de ella, así como por la diversidad de causalidades que explican su emergencia y reproducción. Este supuesto inicial es avalado por las investigaciones recientes que, progresivamente, han resaltado el carácter plural de las violencias escolares. Así, y siguiendo la sentencia de Averbuj, podemos afirmar que «no existe una única ‘violencia’ en la escuela, sino múltiples manifestaciones de la misma» (Averbuj et al. 2008 7; ver también Míguez 2008; Bringiotti et al. 2007; Sánchez 2007; Echeverri et al. 2014)4. Bajo este registro, el objetivo principal del siguiente trabajo es indagar en una de las lógicas o figuras específicas dentro del espectro mayor de la violencia escolar. Nos referimos a la violencia antiescuela, es decir, aquella que ejercen los estudiantes contra las autoridades escolares.

En Chile, este fenómeno no ha generado el mismo interés mediático y académico que el bullying; sin embargo, su presencia es innegable. Los indicios iniciales sobre la existencia de la violencia antiescuela en el escenario nacional fueron arrojados por el Primer Estudio Nacional de Convivencia Escolar (Mineduc-Unesco, 2005). En este, un 13% de los docentes encuestados reconoció la existencia de agresiones a profesores, mientras un 67% manifestó que los estudiantes les habían faltado el respeto. Posteriormente, el Ministerio del Interior, en conjunto con el Ministerio de Educación (a través de otras instituciones a cargo del trabajo de campo: Universidad Alberto Hurtado y Adimark GFK), realizó en tres oportunidades una encuesta bienal sobre violencia en el ámbito escolar. En la última de ellas, efectuada el año 2009 y aplicada a nivel nacional a 9.621 docentes y 3.596 asistentes, un 11,8% de los profesores y un 11,3% de los asistentes de la educación señaló haber sido víctima de violencia (Ministerio del Interior y Mineduc, 2005; 2007; 2009)5. Tras descontinuar la encuesta, el año 2014 se publicó una nueva versión de la misma, constatando un aumento estadísticamente significativo de la violencia antiescuela. En esta última oportunidad, un 13% de los 9.272 docentes encuestados a nivel nacional declaró haber sufrido alguna agresión en su establecimiento educativo (Ministerio del Interior 2014). De las agresiones declaradas por los profesores, la mayoría fue llevada a cabo por los estudiantes y tuvieron un carácter sicológico, seguidas por la agresión física, la discriminación y las amenazas permanentes.

Como se puede colegir de lo anteriormente expuesto, existe una evidencia contundente respecto a la presencia de la violencia antiescuela en la realidad educativa nacional. No obstante, su conocimiento es superficial. En efecto, junto a las encuestas citadas, sólo dos estudios han indagado particularmente en esta figura. El primero corresponde a una tesis de doctorado que verificó la presencia de este tipo de violencia e indagó en el sentido atribuido a la misma entre escolares de sectores socioeconómicos bajos que asistían a instituciones municipales de Santiago (Zerón 2006). Una segunda investigación ha indagado en la victimización presente en docentes de escuelas municipales de la Región de Valparaíso (Morales et al. 2014)6.

Como se aprecia para el caso chileno, la escasez de investigaciones sobre la violencia antiescuela resulta evidente. Esta constatación opera como primera justificación para desarrollar la investigación que a continuación presentamos. En esta pretendemos subsanar, al menos en parte, la asimetría del conocimiento que se posee en torno a las diversas figuras de la violencia escolar en el contexto nacional, conocimiento que, como señalamos, está volcado hegemónicamente hacia el estudio del bullying o, lo que es lo mismo, la «violencia entre pares» (Neut 2017).

Sin embargo, el estudio de la violencia antiescuela no sólo es relevante como fenómeno «en sí». En este sentido, y desde una perspectiva macrosistémica, sostenemos que esta es una problemática que condensa y revela una de las principales tensiones que presenta el sistema educativo chileno y las relaciones sociales en su conjunto. Nos referimos específicamente a la fricción que produce el cruce de dos procesos troncales. Por un lado, las reivindicaciones que exigen profundizar la democratización del espacio escolar y, por otro, el permanente alegato de los actores institucionales ante lo que consideran una situación de pérdida o crisis de la autoridad. En el fondo, lo que se intenta es vislumbrar cómo se procesa el ideal de horizontalidad y simetría en las relaciones educativas, con la necesidad de establecer jerarquías escolares entre estudiantes y profesores, entendiendo que ellas operan como precondición para la interacción pedagógica y la materialización del proceso de enseñanza-aprendizaje (Meza 2010; Grecco 2012).

En esta perspectiva, el estudio de la violencia antiescuela puede posibilitar una entrada comprensiva respecto de la forma en que se ha implementado el proceso de democratización del espacio escolar y los problemas o desafíos que surgen de dicha ejecución. De esta forma, el conocimiento respecto de las modalidades mediante las cuales se vehiculiza el conflicto al interior de las instituciones educativas nos permitirá reconocer el avance efectivo del ideal democratizante o, en su defecto, si este sólo representa un elemento discursivo «oficial» sin soporte en las prácticas concretas de los actores que interactúan en dicho escenario. En el fondo, a través del estudio de esta figura de la violencia escolar podemos visualizar la cristalización, o no, del proceso mayor de democratización que se vive en Chile desde 1990.

Nuestra propuesta al respecto es que la expansión de las demandas por una mayor democratización social y escolar ha impulsado una reconfiguración tanto de las legitimidades como de los escenarios de obediencia sobre los que se soporta la autoridad pedagógica. La colisión entre estas exigencias democratizadoras o «igualitaristas» –en un contexto de «desfondamiento» institucional de la escuela– y las formas concretas con que los profesores y directivos ejercen su autoridad genera en los estudiantes un sentimiento de injusticia social, de desafiliación institucional y de vejamen personal. Es en este escenario de progresivo desencuentro que emergen nuevas condiciones y límites para la producción y el ejercicio de la autoridad pedagógica, fenómenos que, de no ser adecuadamente encauzados, estimulan la proliferación de conflictos y abren sendas para la expresión de la violencia antiescuela.

Sin embargo, en el contexto de estas profundas transformaciones, la violencia no es el destino ineludible de las interacciones escolares. En efecto, como veremos en el primer capítulo, la contracara de la creciente conflictividad interestamental está representada por la emergencia de nuevos tipos relacionales en el escenario educativo, tipos que, impugnando las distancias jerárquicas excesivas y los modos autoritarios en el ejercicio del poder, instituyen nuevas fuentes para erigir una autoridad pedagógica legítima y reconfiguran los escenarios de la subordinación estudiantil. La aceptación de este proceso de reconfiguración de la autoridad pedagógica se alza, pues, como la principal barrera de contención de la violencia antiescuela.

Para la verificación de estas propuestas realizamos un estudio de caso en dos instituciones educativas de Santiago caracterizadas por su alta vulnerabilidad. En estas se efectuaron treinta y dos entrevistas en profundidad a estudiantes, profesores y directivos. En paralelo, y como instrumento auxiliar, utilizamos la observación participante con el objetivo de verificar los «valores de uso» de las interpretaciones que recogíamos en las entrevistas (Mucchielli, 1996). Finalmente, el material empírico obtenido de manera directa fue cotejado y complementado por la información obtenida de diversas investigaciones relacionadas con los temas abordados en este trabajo7.

La opción de investigar específicamente instituciones con un alto grado de vulnerabilidad no tiene por intención reforzar estereotipos clasistas en torno a la «adjudicación» sobre el origen de la violencia o generar algún tipo de «equivalencia» entre una figura de la violencia escolar y un sector de la sociedad. Por el contrario, esta elección de basa en dos razones principales.

La primera de ellas es que, si bien los índices de violencia escolar y victimización en Chile demuestran que este fenómeno está presente de manera transversal en todos los estratos socioeconómicos –de allí que la «adjudicación» antedicha pierda toda posibilidad y consistencia–, en el caso particular de la violencia antiescuela se presenta un leve aumento en la población escolar vulnerable (Ministerio del Interior 2005; 2007; 2009). En otras palabras, si bien los estudios cuantitativos demuestran que la violencia antiescuela no está circunscrita exclusivamente a una determinada condición socioeconómica, su presencia es ligeramente mayor en las instituciones con un alto grado de vulnerabilidad. Por otro lado, y contraviniendo en parte a las encuestas citadas, en el principal estudio cualitativo que se preocupa específicamente de esta problemática en el escenario nacional se concluye que la violencia antiescuela sólo se presenta en establecimientos que reciben a jóvenes de estratos bajos (Zerón 2006). A pesar de esta divergencia, en ambos casos se tiende a identificar una mayor prevalencia de la violencia antiescuela en los contextos de vulnerabilidad escolar.

Una segunda razón es que el fenómeno de la violencia antiescuela se encuentra íntimamente vinculado con el problema de la autoridad. En esta perspectiva, se ha configurado un sentido común, tanto social como académico, que ha tendido a afirmar la existencia de un proceso general de crisis de autoridad, proceso que se vería particularmente acentuado en los sectores populares. Por lo mismo, centrar el estudio en instituciones educativas vulnerables nos permitirá verificar o contradecir la veracidad de estas posiciones a partir de la interpretación de los propios actores involucrados, generando un conocimiento cuyo clivaje es la experiencia escolar misma de quienes participan del fenómeno en estudio (Dubet 2010; Dubet y Martuccelli 1998).

1. El problema de la definición

Una de las principales dificultades que entraña el estudio de la violencia escolar es precisamente el de su definición conceptual. Esto se debe, en parte, a la integración de múltiples procesos y diversos fenómenos dentro de la misma noción. En efecto, y tal como lo señala Dubet, «la violencia es una categoría general que designa un conjunto de fenómenos heterogéneos, un conjunto de signos de las dificultades de la escuela» (Dubet 1998, 29). De acuerdo al autor, esta sería una noción genérica y ambigua que sintetiza un cúmulo de eventos perturbadores del ordenamiento escolar. Esta «extensión» del término permitiría incluir una serie de fenómenos que no necesariamente constituyen acciones propiamente violentas. De allí la comodidad y, al mismo tiempo, la confusión que presta su uso8.

A su vez, el carácter polisémico de la violencia escolar opera en una doble dimensión, pues deviene tanto de discrepancias teóricas entre los especialistas que se abocan a su estudio como de las diversas interpretaciones que los propios actores escolares manejan en torno al concepto (Míguez 2008; Madriaza 2006). Sin pretender dar cuenta exhaustiva de todas las definiciones esgrimidas en este campo, revisaremos los postulados atingentes a nuestro análisis.

Al respecto, Daniel Míguez, siguiendo fundamentalmente a la sociología francesa, ha sostenido que las diversas definiciones de violencia escolar pueden ser agrupadas de acuerdo al grado de inclusividad con que operan. Por un lado se encontrarían las definiciones «restringidas», es decir, aquellas que asumen como eventos de violencia escolar sólo a las acciones que transgreden el ordenamiento legal y normativo de la institución educativa. Este tipo de definiciones pretende conceder una mayor «objetividad» al tratamiento de la problemática, pues la vulneración de normas explícitas –en reglamentos, proyectos institucionales, leyes, etc.– puede ser verificable de manera independiente de la interpretación o valoración que establecen los sujetos participantes. Esta situación permitiría, a su vez, una operacionalización diseñada a partir de criterios relativamente homogéneos, estándares o «universales», lo que facilitaría la cuantificación del fenómeno.

En contraposición a este tipo de delimitación conceptual se encuentran las definiciones «ampliadas» de la violencia escolar. Estas se caracterizan por incluir las acciones que, sin ser necesariamente estatuidas por los reglamentos institucionales o legales, son asumidas como violentas por la propia víctima. Este registro, por tanto, asume la subjetividad de los actores escolares, particularmente de aquellos que actúan en condición de «objetos» de la violencia. Es por ello que, en reiteradas oportunidades, los expertos que se manejan con este tipo de definiciones incluyen eventos que, sin tener el objetivo explícito de provocar un daño o perjuicio, pueden producir dicho efecto o ser percibidos como tales9.

Ahora bien, la elección de alguna de estas entradas conceptuales, «restringida» o «ampliada», no sólo revela una determinada posición epistemológico-académica sino, y esto es fundamental, su incidencia es gravitante al momento de cuantificar el fenómeno. Es así como las investigaciones realizadas a partir de una definición «restringida» tienden a mostrar un grado de violencia escolar mucho menor que el panorama presentado por aquellos estudios que asumen una definición «ampliada» de la misma. Incluso dentro de una misma perspectiva «ampliada», si se pregunta a los profesores, la percepción de violencia es mucho mayor que si los inquiridos son los estudiantes (Míguez 2008).

Desde nuestra perspectiva, y asumiendo las divergencias existentes entre las propuestas revisadas, se impone un primer principio que funciona como soporte de la elección conceptual realizada. Nos referimos al hecho de que la violencia, y por tanto su manifestación en el espacio escolar, es un fenómeno espacio-temporalmente situado. Como señala Debarbieux, «históricamente, culturalmente, la violencia es una noción relativa, dependiente de los códigos sociales, jurídicos y políticos de épocas y lugares donde cobra sentido» (citado en Zerón 2006, 17). Este «principio de historicidad» en la comprensión de la violencia supone un rechazo a las posturas esencialistas o ahistóricas, aquellas que, proviniendo generalmente de una matriz conservadora, «petrifican» y naturalizan el concepto en favor de un orden «objetivo» y/o «natural» frente al cual se atentaría con su manifestación. Sostenemos, por el contrario, que se torna indispensable «desencializar» la noción de violencia para, desde allí, comprender sus múltiples manifestaciones y causalidades (Matus 2006).

Si asumimos tales postulados, se torna indispensable incluir la subjetividad de los «intervinientes» en esta problemática, esté o no expresada en reglamentos y normativas oficiales, pues es precisamente dicha subjetividad la que define los términos y límites de la violencia en un momento determinado. En otras palabras, es la subjetividad de los actores participantes la que expresa la historicidad de lo que es considerado como violento en las condiciones actuales de la escolaridad en Chile.

Definición de la violencia antiescuela

La violencia antiescuela, como constructo teórico específico, ha sido definida precursoramente por Dubet, quien sostiene que «son violencia ‘antiescuela’, las destrucciones de material, los insultos y las agresiones contra los docentes, provocada por los alumnos y, a veces, por su familia y sus amigos» (Dubet 1998, 33). Zerón reafirma la definición de Dubet, reforzando la idea de que esta es «una reacción del alumno contra la autoridad pedagógica» (Zerón 2004, 159). Finalmente, Di Leo señala que la violencia hacia la escuela «es aquella que está dirigida hacia los agentes y la infraestructura escolares y, en general, son formas de contestación o reflejo frente a las violencias impuestas por la institución» (Di Leo 2008, 22). En síntesis, la violencia anti o contra la escuela representa aquellos eventos en que la autoridad pedagógica es agredida por algún individuo del estamento estudiantil o alguien «asociado» a él.

Ahora bien, si respetamos el precepto de «historicidad» en la comprensión de la violencia –que supone reconstruir una noción que asuma las condiciones actuales de la escolaridad a partir de la subjetividad situada de sus actores– y, a la vez, asumimos que la violencia antiescuela está direccionada contra la autoridad pedagógica, entonces debemos considerar como prioritaria la perspectiva de los profesores y directivos al momento de delimitar su campo de manifestación. Es precisamente la experiencia escolar de la violencia –fundamentalmente de aquellos que la «padecen» como víctimas– la que posibilita seleccionar los eventos concretos que se inscriben dentro de esta figura. En este contexto, incluimos específicamente como expresiones de violencia antiescuela tanto aquellas acciones que atentan directamente contra la integridad física de la autoridad pedagógica como las amenazas e insultos de que son objeto. Ello, pues, estas tres variantes son maneras de agredir la subjetividad docente, de acuerdo a los relatos que hemos recabado y a los antecedentes proporcionados por los instrumentos que han medido dicha violencia en el ámbito educativo nacional.

Una vez aclarado lo que entenderemos por violencia antiescuela, y explicitado las formas o acciones específicas en que esta se materializa, se impone la necesidad de revisar sintéticamente las matrices teóricas que se han ocupado de esta temática. Al respecto, debemos señalar que las interpretaciones en torno a la violencia antiescuela se han presentado fundamentalmente bajo tres registros de análisis. Dos de ellos, contemporáneos y de elaboración «reciente», provienen de la sociología de la educación francesa y asumen que esta es una lógica propia y autónoma dentro del espectro mayor de la violencia escolar. Por lo tanto estas perspectivas distinguen y enuncian la especificidad de la violencia anti-escuela. Estas propuestas son, respectivamente, las planteadas por Françoise Dubet y Eric Debarbieux. Por su parte, una tercera vertiente que indaga en esta problemática gira en torno a los postulados de la llamada escuela de la «pedagogía crítica». Sin embargo, y ello debemos explicitarlo, no son los autores adscritos a esta corriente los que asumen como objeto de estudio a la «violencia antiescuela», sino que nosotros los integramos a partir de las directrices emanadas de sus propuestas analíticas.

La violencia antiescuela en las propuestas de Dubet y Debarbieux

La propuesta analítica de Dubet respecto de la violencia antiescuela se asienta sobre un presupuesto de base: que la escuela ejerce un tipo de violencia hacia los estudiantes. Al respecto, el autor se distancia, aunque sin negar ni rebatir su validez, del tópico clásico de la «violencia simbólica», pues considera que ella es una fórmula genérica que no da cuenta de los procesos o eventos concretos mediante los cuales son violentados los jóvenes en sus interacciones cotidianas con las autoridades institucionales.

De esta manera, la «violencia de la escuela», antes que una entelequia abstracta e inmanente, estaría representada por los «juicios escolares» a los que se ven expuestos permanentemente los estudiantes. En palabras del autor: «la violencia de la cual se trata, es ante todo la que expone a los alumnos a juicios infamantes y que destruye su autoestima» (Dubet 1998, 33). La escuela, por tanto, violentaría a sus estudiantes sometiéndolos a pruebas y emitiendo juicios que cuestionarían su valía personal, particularmente a aquellos rotulados bajo el estigma de encarnar el «fracaso escolar». En tal contexto, las posibilidades de estos estudiantes para evadir el juicio escolar serían escasas. Algunos optarían por la deserción. Otros, sin embargo, combatirían el «juicio escolar» embistiendo contra las autoridades institucionales. De esta manera, y como señala Dubet, «hay alumnos que rechazan el juicio escolar poniendo el estigma contra los profesores. Salvan las apariencias con el uso de la violencia» (Dubet 1998, 33).

Sin embargo, el autor va más allá de las agresiones mutuas entre la escuela y los estudiantes –distanciándose de la explicación de tipo estímulo-respuesta– y señala que la tríada «juicio escolar-frustración-violencia» se posesiona sobre un mecanismo estructural característico de la escuela «democrática de masas». Nos referimos a la pugna entre principios diversos y antagónicos que deben ser satisfechos por la institución educativa. La escuela, por tanto, tendría que afrontar una realidad estructurada a partir de intereses cruzados, entre los que destacan la formación de ciudadanos iguales, el reparto de certificados académicos y la «división social del trabajo escolar», todos ellos acicateados por el imperativo económico neoliberal (Dubet y Martuccelli 1998).

En la práctica, la «escuela democrática de masas» asegura retóricamente la igualdad de todos los estudiantes y a su vez impele a la competencia continua entre los mismos. En este contexto, el fracaso académico, componente necesario para la gradación de las jerarquías escolares, sería asumido como el resultado exclusivo de la responsabilidad individual. El «juicio escolar» recae en el sujeto sin que este posea mecanismos de justificación o racionalización para explicar su situación. En el fondo, la competencia se ocultaría tras el principio de igualdad, produciendo fracasos escolares explicables únicamente acudiendo a la «responsabilización» individual. Al respecto, señala Dubet:

lo propio de una escuela democrática de masas es que sostiene la igualdad de todos en tanto personas, e instaura una competencia continua entre estas personas. Aquel que fracasa debe administrar la tensión entre estos dos órdenes de principios, y sobre todo, no dispone de los dispositivos de consuelo y de racionalización, de justificación y de crítica, que podía ofrecer una escuela estructuralmente desigualitaria […] Para decirlo cruelmente, una escuela democrática de masas hace cuenta que los alumnos no se apoyan más que en ellos mismos cuando fracasan. (Dubet, 1998: 33)10

La «responsabilización», entendida como el proceso en que «el individuo soberano debe ser responsable de su propia desgracia» (Dubet 1998, 33), oculta los condicionamientos estructurales que «fuerzan» el fracaso escolar, produciendo una experiencia «privatizada» de la violencia escolar. De allí que la violencia antiescuela se escenifique fundamentalmente en eventos individuales y no mediante «insurrecciones» colectivas11.

Por su parte, Debarbieux, al momento de desentrañar las causas que explicarían la emergencia y reproducción de esta problemática, pone el acento en las condiciones sociales generales y, particularmente, en el fenómeno de la exclusión social. Es por ello que el autor sentencia, a propósito de esta figura de la violencia: «nos parece ser más bien la expresión de una frustración global ligada a la organización social en su conjunto, y a la problemática de la exclusión social» (citado en Zerón 2004, 159). Debarbieux, por tanto, enfatiza la contradicción que supone la existencia de una escuela «democrática» en contraste con las profundas desigualdades sociales y su traducción en oportunidades escolares inequitativas. Dicho de otro modo, la violencia antiescuela se asienta en el desigual destino escolar que les depara a los estudiantes de acuerdo a sus proveniencias socioeconómicas.

En última instancia, esta paradoja, que incide en la pérdida de sentido de la experiencia escolar para la juventud más vulnerable, sería el resultado o el síntoma de un proceso mayor, como lo es el agotamiento o crisis de la modernidad, de su metarrelato progresista y de la institucionalidad educativa que ella utilizaba como instrumento privilegiado de socialización. De esta manera, y en palabras de Zerón, el autor sostiene que la violencia antiescuela, y la violencia escolar en general, representa «la expresión de una frustración global ligada al final de la ideología del progreso social y de las promesas de una escuela moderna liberadora» (citado en Zerón 2004, 160).

Finalmente, y a pesar de que no se inscribe como una propuesta teórica, sino más bien como un intento de demostración empírica, es necesario señalar que el principal estudio sobre la violencia antiescuela en la realidad educativa chilena se configuró precisamente a partir de las directrices analíticas que acabamos de reseñar. Al respecto, la principal conclusión de Zerón fue que la violencia contra la escuela «no podemos generalizarla pues ella sólo tiene sentido para los jóvenes del sector municipal pobre, porque ellos sienten que su violencia es respuesta a una escuela que pretende ser moderna, desarrollada y reparadora de la injusticia social, pero que al revés es premoderna, subdesarrollada y además opresora» (Zerón 2006, 213).

La violencia antiescuela en la propuesta de la «pedagogía crítica»

A pesar de la emergencia reciente del término «violencia antiescuela», desde la ribera de la pedagogía crítica, y a partir de la década de 1960, diversos autores han indagado en las relaciones conflictivas que se alojan en el seno de la institución educativa para, desde allí, proponer la existencia de una cultura de la resistencia. Son precisamente algunos de los actos englobados en este término los que podríamos incluir como eventos de violencia anti-escuela. Reiteramos que esta adscripción la realizamos nosotros y no los propios autores. Del mismo modo, explicitamos que no pretendemos homologar directamente las nociones de «resistencia» con la de violencia antiescuela, sino constatar la similitud o equivalencia en determinadas expresiones de ambos fenómenos.

Ahora bien, la base de estas interpretaciones se sustenta en los postulados de la teoría de la reproducción, presentada en cualquiera de sus variantes. En efecto, tenga ella un carácter económico (Bowles y Gintis 1977), cultural (Bourdieu y Passeron 1995) y/o ideológico (Althusser 1974), todas estas propuestas coinciden en que la institución escolar tiene por objetivo reproducir la estructura social de clases y, en consecuencia, reforzar las relaciones de dominación. En el fondo, la escuela sería un aparato destinado a perpetuar el statu quo12.

En esta perspectiva, sin embargo, la reproducción social no sería un proceso acabado. La institución educativa presentaría intersticios que los estudiantes utilizarían para impedir las imposiciones institucionales y sistémicas. La resistencia escolar, en consecuencia, es una manifestación orientada contra la institución y su pretensión reproductora. Bajo estos parámetros, algunas de las expresiones de resistencia podrían incluirse dentro de lo que hoy denominamos violencia antiescuela.

Al respecto, Giroux plantea que la institución educativa tiene por objetivo introducir a los estudiantes en una determinada «política cultural» que transmite significados específicos determinados por las relaciones y jerarquías sociales. Sin embargo, el autor asegura que, ante esta imposición, los actores educativos generarían una «cultura de la resistencia». De esta manera, y en palabras de Giroux, «las escuelas representan terrenos (criticados) marcados no sólo por contradicciones estructurales e ideológicas sino también por resistencia estudiantil colectivamente formada» (Giroux 1983, 4). En el fondo, el escenario escolar se caracterizaría por la disputa entre distintos significados: los hegemónicos y los contrahegemónicos. Esta disputa otorgaría un carácter conflictivo a la escuela y dicho conflicto, entendido como resistencia de los sectores dominados a partir de sus significados subalternos, podría derivar en expresiones de violencia contra las autoridades y/o la infraestructura institucional (Giroux 2004, 2001). Por su parte, Willis, en un pionero trabajo etnográfico desarrollado en la década de 1970, sostuvo que los hijos de la clase trabajadora son portadores de una cultura «contraescolar» que colisiona con las pretensiones hegemónicas de la cultura escolar dominante. En este escenario, las escuelas populares se caracterizarían por la generalización de la conflictividad derivada de la resistencia cultural de sus estudiantes (Willis 2017)13.

En síntesis, la teoría de la resistencia sería la contracara necesaria de la tesis de la reproducción. Es así como lo que hoy denominamos violencia antiescuela podría rastrearse en algunos de los intentos de resistencia sociocultural ejercidos por los estudiantes frente a la violencia institucional que los coacciona. En este sentido, la frustración estudiantil no estaría ligada primariamente a la merma en la autoestima derivada del infamante juicio escolar, ni a la crisis de sentido en torno a la escolarización y sus promesas modernas de progreso y liberación, sino que correspondería al choque de culturas antagónicas que, a partir de una adscripción de tipo clasista, detentan los distintos actores escolares.

2. Entrada analítica para el tratamiento de la violencia antiescuela

Retomaremos posteriormente las teorías expuestas para cotejar sus postulados con nuestro material empírico. Por el momento, nos interesa dejar consignada una «omisión» compartida. Nos referimos a la ausencia de la temática de la autoridad pedagógica en sus análisis. En efecto, ya sea por la preeminencia concedida a la estructura productiva, a la cultura hegemónica, a la crisis de la modernidad o a la contradicción entre los principios de igualdad y de competencia, la producción de la autoridad pedagógica y sus formas de modulación y ejercicio actual no son consideradas como un factor relevante para explicar la violencia antiescuela.

Con ello no queremos aseverar que estas teorías ignoren o no se refieran explícitamente a la autoridad pedagógica –algunas incluso dedican un espacio específico para su análisis–, sino constatar que esta es considerada tácitamente como una relación determinada por dinámicas mayores, las que serían, en última instancia, las causales directas en la producción de la violencia contra la escuela. La autoridad, por tanto, representaría un soporte secundario o lateral, en tanto se constituye como un mero transmisor de procesos o estructuras globales que la exceden. De esta manera, la actuación misma de la autoridad pedagógica sería negada por una suerte de determinismo contextual que la atenaza y moldea, quedando vedado cualquier margen de acción o posibilidad de agencia de los actores escolares. En el fondo, y a excepción de algunos de los análisis de la resistencia que sostienen la posibilidad de una «pedagogía subalterna», la heteronomía de la autoridad respecto de sus condicionamientos estructurales incide en que esta sea desdeñada como un fenómeno central en la dilucidación de la violencia anti-escuela.

Contrariamente, nosotros sostenemos que si la violencia anti-escuela tiene como característica principal el estar orientada contra la autoridad pedagógica, entonces esta última proporciona un sendero analítico escasamente explorado y que permite complementar y complejizar los aspectos ya desentrañados de dicha figura de la violencia. En el fondo, y sin desconocer su interrelación con los procesos mayores en curso, creemos que resulta fecundo indagar en los aspectos propios de la autoridad pedagógica que «aportan» en el surgimiento de la violencia antiescuela.

Por lo mismo, el primer capítulo se ocupa de dilucidar las transformaciones en las formas de producción de la autoridad escolar, las tensiones a las que se debe enfrentar y los soportes que le proporcionan legitimidad en el escenario educativo actual. En el capítulo siguiente revisaremos las interpretaciones que estudiantes, inspectores y directivos construyen en torno al surgimiento de los conflictos escolares y la producción de la violencia antiescuela. Ambos capítulos se basan en un registro analítico-descriptivo estrictamente «apegado» a los relatos de los actores escolares. El carácter descriptivo, sin embargo, no supone que nos limitamos a «recolectar», clasificar y exponer información. Por el contrario, existe un trabajo permanente de vinculación y posterior análisis de la misma. Por ello, cada capítulo se articula a partir de una hipótesis de base y puede ser leído de manera independiente a partir del tópico particular que le es asignado.

Este diseño tiene por objetivo comprender cómo los actores escolares interpretan los dos núcleos constituyentes de nuestra problemática: la autoridad (capítulo 1) y la violencia (capítulo 2). Junto con ello, la estructuración de estos dos capítulos nos permitirá verificar la consistencia de una de las afirmaciones medulares en torno a la violencia antiescuela. Al respecto, señala Dubet que esta es más dramática y radical en tanto no se efectúa en nombre de una causa política, una reivindicación sociocultural y/o una crítica fundada contra la escuela o sus autoridades, sino que opera exclusivamente bajo el «principio de la rabia» (Dubet 1998, 33), es decir, como una reacción irracional e inexplicable por parte del estudiante. En consecuencia, rastrear el origen de esta problemática a partir de la descripción de los relatos permitirá constatar la pretendida a-criticidad o «inconsciencia» que presentarían los estudiantes al momento de violentar a sus profesores y directivos.

En el tercer capítulo pretendemos engarzar los relatos de los actores escolares con los procesos mayores que inciden en la configuración de la realidad educativa actual. Es por ello que el registro adquiere un carácter eminentemente interpretativo e hipotético. En este segundo momento los relatos son integrados en una perspectiva global cuyo objetivo es dar cuenta de aquellos fenómenos estructurales que ejercen una influencia significativa para el surgimiento de la violencia antiescuela. Esto, a pesar de que no sean explícitamente reconocidas, o lo sean sólo de manera lindante, por los propios actores escolares. En el fondo, este momento representa un «desapego» en torno a la textualidad explícita de lo narrado, una toma de distancia que permitirá inscribir los relatos en un espacio analítico que asume integralmente las condiciones de producción y reproducción de la violencia anti-escuela.

Antes de comenzar, debemos advertir que los términos «violencia contra la escuela», «violencia contra la autoridad pedagógica», «violencia contra los profesores», y otros similares, son utilizados indistintamente para referirse a la noción central de violencia anti-escuela.

2 Para revisar el estado del arte sobre la investigación en torno a la violencia escolar en Chile ver Neut 2017.

3 De acuerdo a Flores: «La idea de ‘figura’ tiene la ventaja de situar la problemática sobre márgenes distintos a los hechos brutos de la experiencia y las explicaciones causales, para penetrar en una perspectiva hermenéutica y fenomenológica del sentido y ‘comprensión’ de un fenómeno que se manifiesta de muchas maneras [...] La tarea consiste, entonces, en mostrar y detectar las dinámicas fundamentales y los ejes centrales, de los movimientos internos e invisibles del fenómeno en cuestión» (Flores 2004, 4).

4 Consecuentemente con este tipo de acercamiento al fenómeno, se ha producido una proliferación de categorizaciones y «tipologías» para delimitar los tipos de violencia presentes en el espacio escolar. Mientras algunos autores, siguiendo a la sociología francesa y bajo un criterio de direccionalidad, distinguen entre la «violencia de la escuela», la «violencia hacia la escuela» y la «violencia en la escuela» (Di Leo 2008) otros, que apuntan a identificar las diversas manifestaciones de violencia a partir del origen desde el cual ésta proviene, prefieren hacer la distinción entre la «violencia en la escuela», la violencia «externa a la escuela» y la «violencia antiescolar» (Petrus 2001) o entre «violencia escolar», «violencia a-escolar» y «violencia anti-escolar» (Zerón 2006).

5 Probablemente, la realidad develada por estos datos fue considerada al momento de promulgar, el año 2011, la ley 20.501 sobre «Calidad y Equidad de la educación», estipulación legal que modificó el «Estatuto Docente». Al respecto, una de las modificaciones consistió en agregar el siguiente extracto al artículo 8: «Los profesionales de la educación tienen derecho a trabajar en un ambiente tolerante y de respeto mutuo. Del mismo modo, tienen derecho a que se respete su integridad física, psicológica y moral, no pudiendo ser objeto de tratos vejatorios, degradantes o maltratos psicológicos por parte de los demás integrantes de la comunidad educativa. Revestirá especial gravedad todo tipo de violencia física o psicológica cometida por cualquier medio, incluyendo los tecnológicos y cibernéticos, en contra de los profesionales de la educación».

6 A su vez, y asumiendo «lateralmente» el problema de la violencia antiescuela –es decir, sin que esta constituya el objeto central de estudio– se ha investigado su relación con las concepciones de la infancia (Carrasco et al. 2016) y la normativa reglamentaria desarrollada en escuelas con altos índices de violencia hacia los profesores (Carrasco et al. 2014).

7 Para una mayor especificación, ver Anexo metodológico.

8 Dicha comodidad se ve reforzada por la potencia enunciativo-normativa del término. Al respecto señala Dubet: «El concepto de violencia escolar se transforma en una categoría genérica tanto más eficaz cuanto que es sin ambigüedades, desde el punto de vista normativo: la violencia es mal. En gran medida, designando violentas un conjunto de conductas, nos ponemos en el lado del bien contra el mal, cerramos el debate antes de abrirlo, nos enfilamos en una condena común» (Dubet 1998, 29). Una crítica similar propone Teresa Matus, para quien la naturalización de las explicaciones y nociones en torno a la violencia escolar ha incidido en una perspectiva binómica que distingue «lo bárbaro» de «lo civilizado» o, si se prefiere, la violencia de la cultura. Para la autora, esta perspectiva antinómica cercena la comprensión del fenómeno, pues atribuye los eventos de violencia a simples desviaciones individuales, desechando la posibilidad de que la propia cultura genere violencia (Matus 2006).

9 Por su lado, y para clarificar conceptualmente el espectro de acciones que pueden ser asumidas como violentas, Gabriel Noel establece una diferencia entre las nociones de violencia, transgresión e incivilidad. De esta manera el primer concepto remite al uso de la fuerza para lograr un ejercicio de poder o dominación sobre el otro (por ejemplo el robo, la extorsión o la lesión, entre otras modalidades). Por su parte las «transgresiones» suponen un quebrantamiento de las normas internas de la institución educativa explicitada en reglamentos oficiales (por ejemplo el ausentismo sistemático, la no realización de tareas, etc.). Finalmente, las «incivilidades» serían conductas de negación de las reglas de convivencia tácitas que deberían sustentar la interacción entre los distintos actores escolares (por ejemplo, las groserías o el trato despectivo). De acuerdo al autor, mientras el primer expediente correspondería a la noción de violencia escolar propiamente tal, estas dos últimas modalidades pueden englobarse bajo el concepto de «hostigamiento» (Noel 2008).

10 Esta divergencia y antagonismo entre los diversos objetivos que debe satisfacer la institución educativa actual ha sido analizada y «denunciada» por diversos especialistas. Así, por ejemplo, Vásquez señala: «En su discurso explícito, la escuela reivindica la igualación social. No obstante, en el nivel implícito, se le sigue legitimando como instancia encargada de diferenciar socialmente, a través de la selección y la calificación» (Vásquez 2002, 711). Por su parte, Pérez Gómez concluye que «vivir en la escuela, bajo el manto de la igualdad de oportunidades y la ideología de la competitividad y meritocracia, experiencias de diferenciación, discriminación y clasificación, como consecuencia del diferente grado de dificultad que tiene para cada grupo social el acceso a la cultura académica, es la forma más eficaz de socializar en la desigualdad a las nuevas generaciones» (Pérez Gómez 2002, 26).

11 Nos parece interesante destacar que la noción de «responsabilización» es asumida por diversas corrientes teóricas contemporáneas. Por ejemplo, y desde una perspectiva biopolítica, esta es considerada como el corolario lógico y necesario de las sociedades de gerenciamiento. Al respecto señala Grinberg: «en la lógica del gerenciamiento proponemos que la episteme del gobierno de la población se presenta en la forma del no relato, de relatos fragmentados que arrojan a la población a la gestión de sí en la no tan sui generis ética de la responsabilidad individual. La educación se presenta como espacio en el que estas lógicas se producen y reproducen; en el que los sujetos son llamados a hacerse y autohacerse» (Grinberg 2010, 202).

12 Al respecto sostiene Giroux: «En esta visión, la estructura profunda, el significado subyacente de la escolarización podrían revelarse a través del análisis de cómo las escuelas funcionan como agencias de reproducción social y cultural esto es, cómo legitiman la racionalidad capitalista y sostienen las prácticas sociales dominantes» (Giroux 1983).

13 Podríamos citar más trabajos de autores allegados a la «pedagogía crítica», como los de Michael Apple o de Peter Mclaren, que trabajan igualmente la noción de resistencia. Sin embargo, todos mantienen, para el objetivo que nos interesa, una estructura argumentativa similar.

Capítulo I Las relaciones de autoridad en la escuela14

Cuando la nostalgia nos fascina, nuestras posibilidades de obrar en el presente con eficacia se angostan. Nos sentimos atados cuando se idealizan el pasado y los personajes que lo habitaron. Entonces nuestro presente, y nosotros en él, parecemos figuras de reparto. Se paralizan así nuestras posibilidades de hacernos responsables hoy.

En todas partes hay nostálgicos […] cegados ante el hecho de que en cualquier crisis es más fácil padecer la desaparición de viejos órdenes que apreciar, aun críticamente, la emergencia de otros nuevos.

(Vasen 2008, 20)

El análisis de la autoridad pedagógica da cuenta de los nudos y tensiones que emergen del proceso de democratización social en curso. En efecto, el aumento progresivo de las demandas por una mayor igualdad, particularmente en las instituciones de socialización primarias –escuela y familia– ha erosionado los pilares tradicionales en los que se sustentaba la autoridad, fragilizando el lazo social que proporcionaba legitimidad y estabilidad a una estructura social jerarquizada y vertical.

La desinvestidura de la autoridad, sin embargo, se ha materializado sin un aparente reacople o sustitución de sus fuentes de legitimidad, originando un progresivo «vacío relacional». En concreto, las autoridades escolares reclaman constantemente, la mayoría de las veces con una manifiesta perplejidad, sobre la crisis de la autoridad, la anomia estudiantil y la imposibilidad de controlar a un grupo de jóvenes indispuestos frente a su mandato. ¿Significa esto el fin de la autoridad, particularmente en el escenario educativo?

Esta es la pregunta de fondo que motiva el desarrollo del siguiente capítulo. El objetivo principal es comprender los modos con que se generan, ejercen y legitiman las relaciones de autoridad dentro del espacio escolar. Nuestra propuesta al respecto es que en las últimas décadas se ha producido un proceso de declive institucional que merma la posibilidad de agenciar institucionalmente las relaciones de autoridad, provocando una relocalización de la legitimidad docente y una recomposición de las razones de la obediencia estudiantil. Dicho traslado supone una creciente subvaloración de la posición sistémica del profesor –o de su estatuto–, en contraste con el realce que se manifiesta en torno a su ‘oficio’, entendido como el conjunto de relaciones y acciones que el docente establece cotidianamente en el escenario escolar, particularmente frente a sus estudiantes. Tal desplazamiento ha generado, al mismo tiempo, un proceso de pluralización de las fuentes de legitimidad, revaloración de determinadas formas de ejercicio y delimitación de las razones para la subordinación a la autoridad escolar. En efecto, tanto los jóvenes como los educadores conciben múltiples motivaciones y establecen diversos criterios para valorar el «oficio» docente y, por ende, para instituir a la autoridad pedagógica.