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A través de la voz del marino Marlow, Conrad nos lleva hasta el corazón del África negra en pleno periodo colonial, en un sobrecogedor testimonio autobiográfico que es a la vez una meditación profunda sobre la degradación del ser humano y una oblicua denuncia de la salvaje explotación de las potencias occidentales. Marlow relata la historia de la expedición por el río Congo para repatriar a Kurtz, misterioso agente de una compañía comercial belga considerado un auténtico dios por las poblaciones locales. Si la mística figura de Kurtz concita todo tipo de reflexiones sobre el colonialismo europeo, la explotación de tierras y de personas y la frontera entre la civilización y la barbarie, explorar los espacios vírgenes en los mapas, hundirse en lo desconocido revela aún más las tinieblas que anidan en el hondón del alma humana. Indiscutible obra maestra de la literatura universal —a la que en esta edición añadimos los llamados «Cuadernos del Congo» del autor—, Corazón de las tinieblas es un libro imprescindible e infinito que no termina nunca de ofrecer nuevas interpretaciones y generar apasionados debates, no solo literarios.
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Seitenzahl: 227
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Joseph Conrad (n. Józef Teodor Konrad Korzeniowski) nació en 1857 en la ciudad polaca de Berdcyczów, en la actual Ucrania. Su padre, un noble venido a menos, traductor de Shakespeare y escritor radical, fue arrestado y enviado a una prisión rusa cuando el joven Józef era todavía un niño. Con diecisiete años se enrola en la Marina mercante francesa, experiencia que le permitió recorrer medio mundo y que surtió buena parte de su producción literaria. En 1878, tras un intento de suicidio, se enrola en un barco británico para librarse del servicio militar ruso. Sirvió en la Marina inglesa dieciséis años y, en 1884, se nacionalizó británico adoptando el nombre de Joseph Conrad.
En 1895 publicó su primera obra, en lengua inglesa, La locura de Almayer. A ella siguieron obras maestras indiscutibles de la literatura universal como El negro del Narcissus, Corazón de las tinieblas, Lord Jim, Tifón, Nostromo y El agente secreto. También es autor de relatos notabilísimos, como El final de la cuerda (Funambulista, 2009), Suspense (Funambulista, 2008) y El regreso (Funambulista, 2007). Murió el 3 de agosto de 1924 de un ataque al corazón y fue enterrado en el cementerio de Canterbury.
Joseph Conrad
Corazón de las tinieblas (y Cuadernos del Congo)
Versión de Max Lacruz
Primera edición: enero de 2018
Primera edición ebook: agosto de 2024
Título original: Heart of Darkness (1899)
© de la versión: Max Lacruz, 2018, 2024
© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2024
c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid)
www.funambulista.net
IBIC: FC
ISBN: 978-84-128530-7-0
Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi
Motivo de la cubierta: German Cameroon, R. Hellgrewe, 1908
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»
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«Marlow y yo nos conocimos como en esas relaciones de ciudad balneario que a veces se convierten en amistad. La nuestra ha tenido precisamente tal fortuna. A pesar del tono contundente de sus opiniones, Marlow no tiene nada de inoportuno. Él habita mis horas solitarias, cuando silenciosamente compartimos nuestro bienestar y entendimiento; pero cuando nos separamos al final de un relato, nunca estoy seguro de que no sea la última vez. Y, sin embargo, no creo que a ninguno de nosotros le preocupe demasiado sobrevivir al otro. Él, en todo caso, perdería su ocupación y sí creo que sufriría por ello, pues sospecho en él cierta vanidad. No tomo la palabra vanidad en el sentido salomónico. De todas mis criaturas, es ciertamente la única que nunca ha sido una molestia para mi mente. Es el más discreto y comprensivo de los hombres... [...] Corazón de las tinieblas también atrajo la atención desde el principio y en cuanto a sus orígenes podría decirse lo siguiente: es sabido que la curiosidad de los hombres los lleva a meter sus narices en todo tipo de sitios (donde nada tienen que hacer) y a regresar de allí con toda clase de desechos. Este relato, y otro que no consta en este volumen, es todo el botín que me traje del corazón de África, donde, la verdad sea dicha, yo tampoco tenía nada que hacer. Más ambicioso en su alcance y más extenso en su narración, Corazón de las tinieblas es tan auténtico en lo esencial como lo fue Juventud. Es el resultado, sin duda, de un estado de ánimo distinto, y que no voy a precisar, pero a la vista de todos está que es cualquier cosa salvo un arrepentimiento nostálgico o una tierna evocación. Podría añadirse otro elemento. Juventud es un alarde de la memoria. Es una crónica de la experiencia: pero dicha experiencia, en los hechos que la constituyen, tanto en sus interioridades como en su colorido exterior, comienza y acaba en sí misma. Corazón de las tinieblas también es experiencia, pero una experiencia que va un poco (y solo un poquito) más allá de lo factual, con el propósito, perfectamente legítimo, en mi opinión, de calar en las mentes y los corazones de los lectores. No se trataba ya de una sinceridad de colorido, sino que era como un arte por completo distinto. Un tema sombrío merecía una resonancia siniestra, una tonalidad propia, una vibración sostenida que, así lo esperaba yo, quedase suspendida en el aire y perdurase en el oído después de haber sido pulsada la última nota».
J. C.
1917
La Nellie, una yola de crucero, se inclinó hacia el ancla, sin que las velas vibraran lo más mínimo, y se quedó inmóvil. La marea había subido, el viento casi no soplaba, y, puesto que debíamos proseguir río abajo, lo único que cabía hacer era detenerse y esperar el reflujo.
El estuario del Támesis se prolongaba ante nosotros como el principio de un curso de agua interminable. En alta mar, agua y cielo se unían sin línea de sutura, y, en el espacio luminoso, las curtidas velas de los barcos que subían con la marea parecían estar detenidas en rojos grupos de lonas puntiagudas, entre destellos de botavaras barnizadas. La bruma se posaba en las bajas orillas que se deslizaban hacia el mar en una extensión que poco a poco se desvanecía. La atmósfera estaba sombría en Gravesend y, más atrás, parecía condensarse en una oscuridad lúgubre que se cernía a plomo sobre la ciudad más grande y poderosa de la tierra.
El director de las Compañías era a la vez nuestro capitán y nuestro anfitrión. Nosotros cuatro observábamos afectuosamente su espalda mientras, de pie en la proa, él miraba hacia el mar. A lo largo de todo el río, no había nada que tuviera ni la mitad de su aspecto marinero. Parecía un piloto, lo que para un hombre de mar es la personificación de la confianza. Era difícil comprender que su ocupación no estuviera allí, en el estuario luminoso, sino detrás de él, en la oscuridad envolvente.
Como ya he dicho en alguna parte, nos unía el vínculo del mar. Además de unir nuestros corazones durante largos periodos de separación, tenía la fuerza de hacernos tolerantes ante las fábulas —e incluso ante las convicciones— de cada uno. El abogado —el mejor de los viejos camaradas— disponía, debido a sus muchos años y a sus muchas virtudes, del único almohadón a bordo y estaba acostado sobre la única manta. El contable ya había sacado una caja de dominó y estaba jugando a hacer construcciones con las fichas de marfil. En la popa, Marlow estaba sentado con las piernas cruzadas, apoyado en el palo de mesana. Tenía las mejillas hundidas, la tez amarillenta, la espalda erguida, un aspecto ascético y, con los brazos caídos y las palmas hacia fuera, parecía un ídolo. El director, satisfecho de que el ancla hubiera agarrado bien, se acercó a popa y se sentó entre nosotros. Intercambiamos algunas palabras perezosamente; después reinó el silencio a bordo del velero. Por una u otra razón, no empezamos a jugar al dominó. Nos sentíamos meditabundos y solo capaces de una plácida contemplación. El día moría en una serenidad de tranquilo y exquisito fulgor. El agua brillaba apaciblemente, y el cielo inmaculado era una benigna inmensidad de pura luz. Hasta la niebla sobre los pantanos de Essex era como una tenue y radiante tela que, colgada de las alturas cubiertas de bosques del interior, envolvía las bajas orillas en pliegues diáfanos. Solo la oscuridad al oeste, que se cernía sobre los tramos superiores del río, se volvía cada vez más sombría, como irritada por la proximidad del sol.
Y, por fin, en su oblicua e imperceptible caída, el sol descendió, y de un blanco ardiente pasó a un rojo desvaído, sin rayos ni luz, como si estuviera a punto de apagarse súbitamente, herido de muerte por el contacto con aquella oscuridad que caía sobre una multitud humana.
Inmediatamente sobrevino un cambio en las aguas, y la serenidad se hizo menos brillante pero más profunda. El viejo río, en su tramo más ancho, reposaba sereno al caer el día, después de tantos años de buenos servicios prestados a aquella raza que habitaba sus orillas, extendido en la tranquila dignidad de un curso que conduce hasta los confines más remotos de la tierra. Contemplábamos la venerable corriente, no en el vívido centelleo de un breve día que viene y se va para siempre, sino en la augusta luz de los recuerdos eternos. Y ciertamente nada le resulta más fácil a un hombre que, como suele decirse, «ha vivido la mar» con reverencia y afecto que evocar el gran espíritu del pasado en los tramos más bajos del Támesis. El flujo de la marea sube y baja en su constante tarea, poblada de recuerdos de los hombres y de los barcos que ha llevado hacia el descanso del hogar o hacia las batallas de la mar. Había conocido y servido a todos los hombres de los que esta patria está orgullosa, desde sir Francis Drake hasta sir John Franklin, todos caballeros, con o sin título: los grandes caballeros andantes de la mar.
Había llevado todos los barcos cuyos nombres son como gemas resplandecientes en la noche de los tiempos, desde el Golden Hind,1 que volvía con sus redondos costados repletos de tesoros para ser visitado por su majestad la reina y así desaparecer de la grandiosa fábula, hasta el Erebus y el Terror, destinados a otras conquistas, y que nunca volvieron.2 Había conocido los barcos y los hombres. Habían navegado desde Deptford, desde Greenwich, desde Erith, aventureros y colonos; barcos de reyes y barcos de comerciantes; capitanes, almirantes, sombríos «intérlopes» del comercio en Oriente y «generales» nombrados de la flota de la Compañía de las Indias Orientales. Buscadores de oro y perseguidores de gloria, todos habían salido de aquel río, empuñando la espada, y a menudo la antorcha, mensajeros del poder de esas tierras, portadores de una chispa del fuego sagrado. ¡Qué grandezas habían navegado en el reflujo de ese río, hacia el misterio de una tierra desconocida!... Sueños de hombres, semilla de comunidades, gérmenes de imperios.
El sol se puso. El crepúsculo descendió sobre las aguas y comenzaron a aparecer luces a lo largo de la orilla. El faro de Chapman, trípode erigido sobre una planicie fangosa, resplandecía intensamente. Las luces de los barcos se movían en el canal de navegación, un gran revuelo de luces subía y bajaba. Más lejos, hacia el oeste, en los tramos superiores, el lugar que ocupaba la ciudad monstruosa estaba marcado de un modo siniestro en el cielo, una oscuridad envolvente en el brillo del sol, estridente resplandor bajo las estrellas.
—También este —dijo súbitamente Marlow— ha sido uno de los lugares tenebrosos de la tierra.
Era el único de nosotros que todavía «vivía la mar». Lo peor que de él se podía decir era que no representaba su clase. Era marino, pero también un viajero de los mares, mientras la mayoría de los marinos llevan, por así decir, una vida sedentaria. La mentalidad de ellos es la de un hombre del hogar, y no abandonan nunca su casa: el barco; así como nunca abandonan su patria: el mar. Todos los barcos se parecen y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad del espacio que les rodea, las costas extranjeras, los rostros extranjeros, la variable inmensidad de la vida se deslizan imperceptibles, velados, no por un sentimiento de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa; pues nada hay misterioso para el marino, salvo el propio mar, que es el amante de su existencia, tan inescrutable como el Destino. Por lo demás, después de las horas de trabajo, un casual paseo o una juerga ocasional en tierra firme bastan para revelarle el secreto de todo un continente, y, por lo general, se da cuenta de que tampoco valía la pena conocer ese secreto. Los cuentos de los marineros tienen una sencillez inmediata: toda su significación cabe en la cáscara de una nuez. Pero Marlow era un marino atípico (si se exceptúa su propensión a urdir fábulas), y para él la significación de un episodio no estaba dentro, como la semilla de una nuez, sino fuera, envolviendo el relato, y se desvelaba como un resplandor desvela la niebla, a semejanza de uno de esos halos brumosos que a veces se hacen visibles por la luz espectral de la luna.
Su observación no pareció en modo alguno sorprendente. Era precisamente como Marlow. Se aceptó en silencio. Nadie se tomó ni siquiera la molestia de refunfuñar. Y enseguida él dijo muy lentamente:
—Estaba pensando en tiempos remotos, cuando los romanos vinieron aquí por primera vez, hace mil novecientos años... el otro día... Salió luz de este río desde... ¿decís desde los tiempos de los caballeros? Sí, pero esto es como una llama que corre por una llanura, como el fogonazo de un relámpago en las nubes. Vivimos en su destello. ¡Ojalá pueda durar mientras la vieja tierra siga girando! Pero ayer reinaba aquí la oscuridad. Imaginad cómo tenía que sentirse el comandante de un hermoso... ¿cómo se llamaban?... trirreme, en el Mediterráneo, inesperadamente destinado al norte. Atravesar apresurado la tierra de los galos, para tomar el mando de uno de esos barcos que los legionarios (qué maravillosa clase de hombres habilidosos debían de ser también) construían, al parecer por centenas, en uno o dos meses, si podemos dar fe a lo que leemos; imaginadlo aquí, en el mismísimo fin del mundo: un mar de color de plomo, un cielo de color de humo, una especie de barco tan rígido como una concertina, y subiendo este río con aprovisionamientos, con órdenes o con lo que prefiráis. Bancos de arena, pantanos, bosques, salvajes: con casi nada que un hombre civilizado pueda comer, nada más que el agua del Támesis para beber. Ni vino de Falerno, ni bajadas a tierra firme. De cuando en cuando, un campamento militar perdido en la soledad como una aguja en un pajar: frío, bruma, tempestad, incomodidad, destierro y muerte. La muerte siempre acechando en el matorral, en el agua, en el aire. Debieron de morir aquí como moscas. ¡Oh, sí!, él superaría todo esto, y lo haría muy bien, sin duda; y sin pensar tampoco mucho en ello, excepto, quizá, más adelante, cuando se jactaría de lo que había pasado en su día. Eran lo bastante hombres como para enfrentarse a las tinieblas. Y tal vez le alentase la esperanza de un pronto ascenso en la flota de Rávena, si tenía buenos amigos en Roma y si sobrevivía al horrible clima. O bien, pensad en un joven y decoroso ciudadano con toga, que quizá ha jugado demasiado a los dados, ya me entendéis..., y que viene aquí en el séquito de un prefecto, de un cuestor, hasta de un comerciante, para rehacer su fortuna. Desembarca en pantanos, marchas a través de los bosques y, en algunos lugares del interior, siente que la barbarie, la extrema barbarie, lo ha rodeado, toda esa vida misteriosa de la naturaleza silvestre que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación a tales misterios. Ha de vivir en medio de lo incomprensible, lo cual también es detestable. Y esto tiene, además, una fascinación que opera en él. La fascinación de lo abominable. Imaginad los arrepentimientos crecientes, el deseo de huir, la repugnancia impotente, la sumisión, el odio.
Hizo una pausa.
—Tened en cuenta —comenzó de nuevo, levantando un antebrazo, la palma de la mano hacia fuera, de modo que con las piernas cruzadas ante sí parecía un Buda predicando en traje europeo y sin flor de loto— que ninguno de nosotros habría experimentado exactamente la misma sensación. Lo que nos salva es la eficacia, la devoción por la eficacia. Pero aquellos hombres, en realidad, tampoco eran muy dignos de estima. No eran colonizadores, su administración se limitaba únicamente a exprimir a la gente y, supongo, a nada más. Eran conquistadores y para esto solo es necesaria la fuerza bruta, nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando la posee, visto que la fuerza no es más que una casualidad que nace de la debilidad de los demás. Arramblaban con todo lo que podían solo por el gusto de hacerlo. Era solamente un robo con violencia, un crimen con agravantes a gran escala, y los hombres se lanzaban a ello ciegamente, como es natural en quienes se enfrentan a las tinieblas. La conquista de la tierra, que generalmente consiste en arrebatársela a los que tienen una tez distinta o una nariz un poco más chata que nosotros, cuando se observa con detenimiento, no es algo en absoluto admirable. Solo la hace digna de redención la idea, la idea que hay detrás de ella: no un pretexto sentimental, sino una idea; una desinteresada fe en la idea, en algo que se pueda ensalzar, y ante lo que uno pueda postrarse y ofrecer un sacrificio...
Se interrumpió. Unas llamas se deslizaban en el río, pequeñas llamas verdes, rojas, blancas, que se perseguían, se adelantaban, se juntaban y se cruzaban entre sí, para luego separarse lenta o rápidamente. El tráfico de la gran ciudad continuaba en la noche que se ensombrecía sobre el río sin sueño. Nosotros contemplábamos todo eso esperando pacientemente. No se podía hacer otra cosa mientras no cambiara la marea. Pero solo después de un largo silencio, cuando con voz vacilante dijo: «Supongo que recordaréis que un tiempo me hice marino de agua dulce, durante un breve periodo», comprendimos que, antes de que empezara el reflujo, estábamos destinados a escuchar una de las inconcluyentes experiencias de Marlow.
—No quiero molestar mucho con lo que me sucedió personalmente —comenzó diciendo, mostrando en este comentario la debilidad de muchos narradores que tan frecuentemente parecen ignorar las preferencias de quien los está escuchando—; sin embargo, para comprender el efecto de aquello sobre mí, es necesario que sepáis cómo acabé allí, qué vi, cómo remonté aquel río hacia el lugar donde por vez primera encontré a aquel pobre hombre. Ese era el punto final de la navegación y el punto culminante de mi experiencia. Parecía esta en cierto modo irradiar una especie de luz sobre todo lo que me rodeaba y en mis pensamientos. Fue, además, algo bastante tenebroso, digno de compasión, en modo alguno extraordinario, pero tampoco muy claro. No, no muy claro. Y aun así parecía arrojar una especie de luz.
Como recordaréis, acababa de volver a Londres, después de mucho Océano Índico, Pacífico, Mar de la China, una buena dosis de Oriente, seis años, más o menos; y holgazaneaba, impidiéndoos trabajar, invadiendo vuestras casas, como si hubiera recibido la misión divina de civilizaros. Por cierto tiempo aquello estuvo muy bien, pero pronto me cansé de andar ocioso. Entonces empecé a buscar un barco, en mi opinión el trabajo más duro que existe en la tierra. Pero los barcos no querían ni mirarme, y me cansé también de ese juego.
De muchacho tenía yo pasión por los mapas. Me podía quedar mirando durante horas enteras América del Sur, África o Australia, y perderme en todas las glorias de la exploración. En aquel tiempo había en la tierra muchos espacios en blanco, y, cuando veía en un mapa uno que parecía especialmente atractivo (y todos lo parecían), solía poner mi dedo encima y decir: «De mayor, iré allí». Recuerdo que el Polo Norte era uno de esos lugares. Bueno, todavía no he estado allí y no lo intentaré ahora. El hechizo se ha desvanecido. Otros lugares estaban esparcidos alrededor del Ecuador, en toda clase de latitudes, en los dos hemisferios. He estado en algunos de ellos y... bueno, no voy a hablar de eso. Pero había un espacio, el más grande, el más vacío, por así decirlo, por el que un anhelo ardía en mí.
En verdad, en aquel tiempo ya no era un espacio en blanco. Desde mi niñez se había ido llenando de ríos, de lagos, de nombres. Había dejado de ser un espacio blanco de delicioso misterio, una mancha blanca respecto de la cual un muchacho podía albergar sueños de gloria. Se había convertido en un lugar de tinieblas. Pero había allí un río en especial, un río muy grande y poderoso, que uno podía ver en el mapa como una inmensa serpiente desenroscada, con su cabeza en el mar, su cuerpo en reposo, ondulante a lo largo de un vasto territorio, y su cola perdida entre las profundidades de la región. Y cuando lo miraba, expuesto en el escaparate de una tienda, el mapa de esa zona me fascinaba como una serpiente hubiera podido fascinar a un pájaro, a un pequeño pájaro bobo. Entonces recordé que había una gran empresa, una compañía comercial en ese río. ¡Qué diantre!, me dije, no pueden comerciar sin emplear alguna especie de barco que navegue por esa cantidad de agua dulce. ¡Barcos a vapor! ¿Por qué no puedo yo intentar que me pongan al mando de uno? Avanzando a lo largo de Fleet Street no podía quitarme la idea de la cabeza. La serpiente me había hechizado.
Esa sociedad comercial, como podéis entender, era una empresa continental; pero yo tengo muchos familiares que viven en el continente, pues, según dicen ellos, es barato y no tan desagradable como parece.
Siento tener que reconocer que empecé a importunarlos. Aquello era algo completamente nuevo en mí. Ya sabéis, no estaba acostumbrado a obtener las cosas de ese modo. Yo seguía siempre mi propio camino, mis propios pasos, para llegar adonde me proponía. Ni siquiera me hubiera creído capaz de actuar así; pero, en ese momento, sentía que de alguna manera tenía que ir allí a toda costa. Así que comencé a molestarlos. Los hombres decían «querido compañero», y no hacían nada. Entonces, ¿podríais creerlo?, lo intenté con las mujeres. Yo, Charlie Marlow, puse a las mujeres a trabajar para conseguir un empleo. ¡Dios mío! Bueno, ya lo veis, me empujaba la idea. Yo tenía una tía, una querida alma llena de entusiasmo. Escribió: «Será un placer. Estoy dispuesta a hacerlo todo, todo por ti. Es una idea gloriosa. Conozco a la esposa de un alto cargo de la Administración, y también a un hombre que tiene gran influencia sobre... y etc.». Estaba resuelta a remover cielo y tierra hasta obtener mi nombramiento como capitán de un barco a vapor fluvial, si ese era mi deseo.
Obtuve mi nombramiento, naturalmente, y lo obtuve muy pronto. Parece que la Compañía tenía noticia de que uno de sus capitanes había muerto en una riña con los indígenas. Aquello fue mi suerte, y sentí todavía mayores deseos de ir. Solo meses y meses después, cuando intenté rescatar lo que había quedado del cuerpo, supe que la reyerta había empezado a causa de unas gallinas, sí, de dos gallinas negras. Fresleven se llamaba el hombre, un danés. Se había creído en cierto modo engañado en la compra, había bajado a tierra y había empezado a pegar al jefe del poblado con un palo. ¡Oh!, esto no me sorprendió lo más mínimo, ni aun oyendo decir al mismo tiempo que Fresleven era la criatura más dulce y tranquila que se hubiera paseado sobre la faz de la tierra. Sin duda lo era, pero llevaba ya algunos años allí, comprometido en la noble causa, ya veis, y probablemente había sentido al fin la necesidad de afirmar su propia dignidad de algún modo. Por eso había golpeado sin piedad al viejo negro, ante los ojos de una multitud estupefacta; hasta que algún hombre —según me han dicho, el hijo del jefe—, desesperado al oír vociferar al viejo, intentó pinchar con una lanza al hombre blanco y, naturalmente, lo atravesó con gran facilidad entre los omóplatos.
Entonces, la población entera se refugió en el bosque, temiendo toda clase de catástrofes. Por su parte, el vapor que Fresleven comandaba, presa de horrible pánico, había partido al mismo tiempo, al mando, creo, del maquinista. Luego nadie pareció interesarse mucho en los restos de Fresleven, hasta que llegué yo y puse mis pasos sobre los suyos. No podía dejar aquello tal cual. Pero, cuando se me ofreció al fin la ocasión de encontrar los restos de mi predecesor, la hierba que crecía a través de sus costillas era ya lo bastante alta como para cubrir sus huesos. Estaban todos allí: el ser sobrenatural no había sido tocado después de su caída. El pueblo estaba abandonado, las cabañas tenían la boca abierta, pudriéndose, todas de lado, con las tapias caídas en el interior. Seguramente había pasado por allí una calamidad. Los hombres habían desaparecido. Un terror loco los había dispersado, hombres, mujeres y niños, por los matorrales del bosque, y nunca habían vuelto. Tampoco sé lo que se hizo de las gallinas; debo pensar que la causa del progreso de alguna manera acabó también con ellas. En fin, este glorioso asunto me valió mi nombramiento antes de que hubiera empezado a esperarlo.
Me di una prisa loca para equiparme, y, antes de cuarenta y ocho horas, atravesaba el Canal para presentarme a mis patronos y firmar el contrato. En pocas horas, llegué a una ciudad que siempre me hace pensar en un sepulcro blanqueado; un prejuicio, sin duda. No tuve dificultades para encontrar la Compañía. Era la más importante de la ciudad y todo el mundo que encontraba hablaba de ella. Iban en persecución de un imperio allende los mares y no ponían límites al dinero del comercio.