OCTUBRE
Primer
día
de
clase
Lunes,
17
Hoy
hemos empezado el nuevo curso. Han pasado como un sueño los tres
meses de vacaciones
transcurridos en el
campo. Mi madre me llevó esta
mañana
al
grupo
escolar
«Baretti»
para
matricularme
como
alumno
de
tercero.
Mientras tanto pensaba
en el campo e iba
de bastante mala gana. Las calles
adyacentes
eran un hervidero de chiquillos, y las dos librerías próximas al
grupo estaban llenas de
padres y de madres
que compraban carteras, cartillas,
libros,
estuches o plumieres con útiles de trabajo y cuadernos. Delante de
la
escuela se agolpaba
tanta gente, que el
bedel hubo de pedir la presencia de
guardias
municipales para que mantuviesen el orden y quedase expedita la
entrada.
Cerca
de la puerta sentí unos golpecitos en el hombro. Me los dio mi
anterior
maestro
de
segundo,
alegre,
jovial,
de
pelo
rubio,
rizoso
y
encrespado,
que
me
dijo:
—¿Qué,
Enrique?
¿Nos
separamos
para
siempre?
Demasiado
lo sabía yo, pero sus palabras me apenaron mucho. Entramos,
por
fin,
a
empellones.
Señoras,
caballeros,
mujeres
del
pueblo,
obreros,
militares, abuelas, criadas, todos con chicos de una mano y
el material
escolar
en la otra, llenaban el
vestíbulo y las escaleras, produciendo un rumor como al
entrar
al
teatro
después
de
una
larga
espera
en
la
cola.
Volví
a ver con alegría el amplio zaguán de la planta baja al que dan las
puertas de siete aulas,
por donde había
pasado casi todos los días durante tres
años.
Estaba repleto de gente. Las maestras de los pequeños iban y venían
en
todas direcciones. La
que había sido mi
profesora dos años antes me saludó
desde
la puerta de su clase, añadiéndome: —Enrique, este año vas al piso
de
arriba,
y
ni
siquiera
te
veré
pasar.
Habló
mirándome
con
aire
entristecido.
El
Director estaba rodeado por mujeres que le instaban a que admitiera
a
sus hijos, no
matriculados por falta de
espacio. Me pareció que tenía la barba
algo
más canosa que el año pasado. Encontré a algunos chicos más altos y
fuertes
que
al
terminar
el
curso.
En
la planta baja ya se había hecho la distribución de los escolares;
había
pequeñines que no
querían entrar en el
aula y se encabritaban como potrillos,
debiéndoseles
forzar para que pasasen al interior; pero algunos se escapaban
de
los
bancos
que
les
habían
asignado
y
otros
rompían
a
llorar
en
cuanto
sus
padres o acompañantes se marchaban, quienes
volvían para consolarlos o
hacerlos
sentar
nuevamente.
Con
esto
las
maestras
se
desesperaban.
Mi
hermanito
se quedó en la clase de la maestra Delcati, y yo en la del maestro
Perboni,
situada
en
el
piso
principal.
A
las diez todos estábamos en nuestros sitios respectivos. En mi
clase
éramos
cincuenta
y
cuatro,
pero
apenas
quince
o
dieciséis
habían
sido
compañeros
míos
el
curso
anterior,
figurando
entre
ellos
Derossi,
el
que
siempre
obtenía
las
mejores
notas
y
acaparaba
el
primer
premio.
Pensando
en
los
bosques
y
en
las
montañas
por
donde
me
había
solazado
el
verano, me parecía muy
pequeño y triste el recinto escolar. También me
acordaba con pena de mi
anterior maestro, tan bueno y alegre y
tan bajo que
casi
parecía
uno
de
nosotros;
sentía
no
verlo
delante
de
mí
con
su
cabeza
rubia
de
pelo
enmarañado.
Nuestro
actual maestro es alto. No se deja la barba; tiene el pelo bastante
largo y gris, aunque
bien peinado, y una
arruga recta en la frente; su voz es
algo
ronca. Nos mira fijamente uno a uno, como queriendo leer en nuestro
interior.
En
ningún
momento
le
he
visto
reír.
Esta
mañana decía para mí: «Es el primer día. Tengo nueve meses por
delante.
¡Cuántos
trabajos,
cuántos
exámenes
mensuales
he
de
realizar!»
Sentía verdadera
necesidad de ver a mi madre y, al salir, he
corrido a besarla.
Ella,
para
tranquilizarme,
me
ha
dicho:
—No
te
apures,
Enrique.
Estudiaremos
los
dos
juntos.
Al
entrar en casa ya estaba mucho más contento. Pero no tengo el mismo
maestro, ese tan buenazo
y siempre
sonriente. Por eso no me ha gustado, de
primeras,
la
escuela
tanto
como
antes.
Veremos
lo
que
ocurre
este
año.
*
Nuestro
maestro
Martes,
18
También
me
gusta
desde
esta
mañana
mi
nuevo
maestro.
Al
entrar,
estando
él
sentado
en
su
sillón,
se
asomaban
de
vez
en
cuando
a
la
puerta
de
la
clase
algunos
alumnos
suyos
del
curso
anterior
para
saludarle.
—Buenos
días,
señor
maestro.
—Buenos
días,
señor
Perboni.
Algunos
entraban, le estrechaban la mano y se marchaban de prisa. Se
notaba que le querían y
que gustosamente
habrían continuado en su clase. El
maestro
les
respondía:
—Buenos
días.
Y
les apretaba la mano que le ofrecían, pero sin fijarse en ninguno;
a cada
saludo permanecía serio
y vuelto hacia la
ventana, con la arruga de la frente
más
pronunciada,
mirando
al
tejado
de
una
casa
próxima.
En
lugar
de
alegrarse
por
los
saludos,
parecía
que
le
causaban
pena.
Luego
nos
miraba
uno
a
uno
detenidamente.
Para
el
dictado,
bajó
del
estrado
e
iba
pasando
por
entre
los
bancos.
Viendo
que un chico tenía la cara enrojecida y llena de granitos
paró de
dictar, se le
acercó,
le
empinó
un
poco
la
cara
y
lo
observó
atentamente;
después
le
preguntó
qué le ocurría y le puso la mano en la frente para saber si la
tenía
caliente. Mientras
tanto, un chico se puso
de pie por detrás en su banco y
empezó
a hacer muecas y tonterías con las manos. El maestro se volvió de
repente y el chiquillo
se sentó
instantáneamente permaneciendo con la cabeza
gacha en espera de la merecida reprimenda. Pero el señor
Perboni sólo le
puso
una
mano
en
la
cabeza
y
le
dijo:
—No
lo
vuelvas
a
hacer.
Ynadamás.Volvióalamesayacabódedictar.
Al
concluir, nos miró unos instantes en silencio y a continuación, con
su
robusta,
pero
agradable
voz,
empezó
a
decirnos:
—Escuchad: hemos de pasar juntos casi un año.
Procuraremos pasarlo lo
mejor posible. Aplicaos
y sed buenos
chicos. Yo no tengo familia. Vosotros
constituís
la mía. El año pasado todavía tenía a mi madre, pero ha muerto y he
quedado solo. Ahora
solamente os tengo a
vosotros, que sois el centro de mis
afectos
y de mis pensamientos. Debéis ser como hijos míos. Os quiero y creo
tener derecho a que me
queráis, pagándome
con la misma moneda. No deseo
castigar
a ninguno. Demostradme que sois chicos de buen corazón; nuestra
clase será una familia y
vosotros, mi
consuelo y mi orgullo. No os pido
promesas
de palabra, porque estoy seguro que ya lo habéis prometido en el
fondo
de
vuestro
corazón.
Y
os
lo
agradezco
sinceramente.
En
aquel momento entró el bedel a dar la hora y todos salimos de los
bancos muy silenciosos.
El chico que se
había levantado en el banco se acercó
al
maestro
y
le
dijo
con
voz
temblorosa:
—¡Perdóneme!
El
maestro
le
dio
un
beso
en
la
frente
y
le
contestó:
—Está
bien;
vete,
hijo
mío.
*
¡Qué
desgracia!
Viernes,
21
Yendo
esta
mañana
a
la
escuela
refiriendo
a
mi
padre
lo
que
nos
dijera
ayer
el
maestro, vimos de pronto mucha gente apiñada ante la puerta del
grupo
escolar.
—¡Alguna
desgracia!
—dijo
mi
padre—.
¡Mal
empieza
el
curso!
Entramos
no sin dificultad. El gran zaguán se hallaba repleto de padres de
alumnos y de chicos a
los que los maestros
no lograban hacer entrar en clase y
todos
miraban
con
insistencia
hacia
el
despacho
del
Director,
oyéndose
decir:
«¡Pobre
muchacho!
¡Pobre
Robetti!»
Por
encima de las cabezas, en el fondo de la habitación, llena de
gente,
sobresalían
el
quepis
de
un
guardia
municipal
y
la
gran
calva
del
señor
Director.
Entró
un
señor
con
sombrero
de
copa,
y
dijeron:
—Es
el
médico.
Mi
padre
preguntó
a
un
maestro:
—¿Qué
ha
sucedido?
—Le ha pasado una rueda por el pie y se lo ha
lastimado —respondió el
interpelado.
—Se
ha
roto
el
pie
—dijo
otro.
Se
trataba
de
un
chico
de
la
segunda,
que,
yendo
a
la
escuela
por
la
calle
de
Dora Grossa, al ver
caer en medio de la
calle, a pocos pasos de un ómnibus
que
se echaba encima, a un niño de párvulos, que se había soltado de la
mano
de su madre, corrió en
su ayuda, lo cogió
y lo puso a salvo, pero sin poder
impedir
que
le
pasara
por
encima
de
un
pie
la
rueda
del
ómnibus.
Mientras
nos referían esto, entró en el zaguán como loca una mujer que se
abría
paso
con
decisión
entre
la
gente.
Era
la
madre
de
Robetti,
a
la
que
habían
llamado. Otra señora
salió a su encuentro
y, sollozando, le echó los brazos al
cuello:
era
la
madre
del
niño
salvado
del
peligro.
Ambas
entraron en el cuarto de la dirección y al punto se oyó un grito
desgarrador:
—¡Julio!
¡Hijo
de
mi
alma!
En aquel momento se detuvo un coche delante de la
puerta y poco después
apareció el señor
Director con el chico
herido en brazos, que estaba muy
pálido
y
con
los
ojos
cerrados,
apoyando
la
cabeza
sobre
el
hombro
del
Director.
Todos
guardamos silencio absoluto, tan sólo roto por los sollozos de la
madre.
El
señor
Director
se
detuvo
un
instante
y
levantó
con
los
dos
brazos
al
muchacho
que
llevaba
para
que
lo
viésemos
todos.
Los
maestros
y
maestras,
los
padres
y
los
chicos,
exclamamos
a
una:
—¡Bravo,
Robetti!
¡Eres
un
gran
muchacho!
¡Un
verdadero
héroe!
¡Pobre
chico!
Y
le
enviaban
besos
al
aire.
Las
maestras
y
los
chicos
que
se
hallaban
más
cerca
de
él
le
besaban
las
manos
y
los
brazos.
El
abrió
los
ojos
y
murmuró:
—¡Mi
cartera!
La
madre
del
pequeñito
salvado
se
la
enseñó
gimoteando,
y
le
dijo:
—Te
la
llevo
yo,
ángel
mío;
te
la
llevo
yo.
Entretanto
se
mantenía
en
pie
la
madre
del
herido,
que
se
cubría
el
rostro
con
las
manos.
Salieron,
acomodaron
a
Julio
en
el
coche
y
éste
partió.
Entonces
todos
entramos
silenciosos
en
la
escuela.
*
El
chico
calabrés
Sábado,
22
Ayer
tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Robetti, que
andaba
ya
con
muletas,
entró
el
Director
con
otro
alumno,
un
niño
de
cara
muy morena, de cabello
negro, ojos
también negros y grandes, con las cejas
espesas
y juntas. Todo su vestido era de color oscuro y llevaba un cinturón
de
cuero negro alrededor
del talle. El
Director, después de haber hablado al oído
con
el
maestro,
salió
dejándole
a
su
lado
al
muchacho,
que
nos
miraba
asustado.
El
maestro
lo
tomó
de
la
mano
y
dijo
a
la
clase:
—Os
debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en
la
provincia
de
Calabria,
a
más
de
cincuenta
leguas
de
aquí.
Quered
bien
a
este
compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en la tierra
gloriosa que
dio a
Italia antes hombres
ilustres y
hoy le da honrados labradores y valientes
soldados;
es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas
espesas selvas y
elevadas montañas habita
un pueblo lleno de ingenio y de
corazón
esforzado. Tratadlo bien, a fin de que no sienta estar lejos del
país
natal; hacedle ver que
todo chico italiano
encuentra hermanos en toda escuela
italiana
donde
ponga
el
pie.
Dicho
esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde
está la provincia de
Calabria. Después
llamó a Ernesto Derossi, que saca
siempre
el
primer
premio.
Derossi
se
levantó.
—Ven
aquí
—añadió
el
maestro.
Derossi
salió
de
su
banco
y
se
colocó
junto
a
la
mesa,
enfrente
del
calabrés.
—Como
primero
de
la
clase
—dijo
el
profesor—
da
el
abrazo
de
bienvenida, en nombre de
todos, al nuevo
compañero: el abrazo de los hijos
del
Piamonte
al
hijo
de
Calabria.
Derossi
murmuró
con
voz
conmovida:
—¡Bienvenidos!
—y abrazó al calabrés. Éste le besó en las dos mejillas
con
fuerza.
Todos
aplaudieron.
—¡Silencio!…
—gritó
el
maestro—.
En
la
escuela
no
se
aplaude.
Pero
se
veía
que
estaba
satisfecho,
y
hasta
el
calabrés
parecía
ya
a
gusto.
El
maestro
le
designó
sitio
y
le
acompañó
hasta
su
banco.
Después
repuso:
—Acordaos
bien
de
lo
que
os
digo.
Lo
mismo
que
un
muchacho
de
Calabria está como en
su
casa en Turín, uno de Turín debe estar como en su
propia
casa
en
Calabria;
por
esto
luchó
nuestro
país
cincuenta
años
y
murieron
treinta
mil
italianos.
Os
debéis
respetar
y
querer
todos
mutuamente.
Cualquiera
de
vosotros
que
ofendiese
a
este
compañero
por
no
haber
nacido
en
nuestra
provincia,
se
haría
para
siempre
indigno
de
mirar
con
la
frente
levantada
la
bandera
tricolor.
Apenas
el calabrés se sentó en su sitio, los más próximos le regalaron
plumas y estampas, y
otro chico, desde el
último banco, le mandó un sello de
Suecia.
*
Mis
compañeros
de
clase
Martes,
25
El
chico
que
envió
el
sello
al
calabrés
es
el
que
más
me
agrada
de
todos.
Se
llama
Garrone,
y
es
el
mayor
de
la
clase;
tiene
cerca
de
catorce
años,
la
cabeza
grande
y
los
hombros
anchos;
es
bueno,
lo
que
se
advierte
hasta
cuando
sonríe, y parece que
piensa como un hombre. Ahora conozco ya a muchos de
mis compañeros. Otro
que también me gusta se llama Coretti;
lleva un jersey
color marrón oscuro y
tiene una gorra de piel. Siempre está alegre. Es hijo de
un revendedor de leña
que fue soldado en la guerra de 1866, de
la división del
príncipe Humberto, y
dicen que tiene tres medallas. Está el pequeño Nelli, un
chico
jorobadito,
endeble
y
descolorido.
Hay
uno
muy
bien
vestido,
que
siempre se está
quitando
las motas de la ropa: Votini. En el banco delante del
mío hay otro al que le
llaman «el albañilito», por ser su padre
albañil; de cara
redonda
como
una
manzana
y
de
nariz
chata.
Tiene
una
habilidad
especial
para
poner el hocico de
liebre; todos le piden
que lo haga, y se ríen; lleva un
sombrerito
viejo,
que
guarda
en
el
bolsillo
como
un
pañuelo.
Junto
al
albañilito
está
Garoffi,
un
tipo
alto
y
delgado,
con
la
nariz
de
pico
de
loro
y
los
ojos
muy pequeños, que siempre anda traficando con plumas, estampas y
cartones
de
cajas
de
cerillas;
se
escribe
notas
en
las
uñas
para
leerlas
a
hurtadillas
cuando da la lección. Hay después un señorito, Carlos Nobis, que
parece bastante
orgulloso y se encuentra
en medio de dos muchachos que me
resultan
simpáticos: el hijo de un herrero, enfundado en una chaqueta que le
llega hasta las
rodillas, muy pálido, que
parece estar enfermo, siempre con
cara
de asustado y que no se ríe nunca; y otro, rubio, que tiene un
brazo
inmóvil
que
lleva
en
cabestrillo;
su
padre
fue
a
América
y
su
madre
es
verdulera.
Es
también un tipo curioso mi vecino de la izquierda, Stardi, pequeño
y
ordinariote, sin cuello
y gruñón, que no
habla con nadie y parece ser bastante
torpe,
pero está muy atento a las explicaciones del maestro, sin
parpadear, con
la frente arrugada y
los dientes
apretados; si le hacen alguna pregunta cuando
habla el maestro, la primera y segunda vez no responde, y a
la tercera
da al
entrometido un codazo o
un
puntapié. Tiene a su lado a un descarado, bastante
sinvergüenza,
que
se
llama
Franti
y
que
fue
expulsado
de
otra
escuela.
Hay
dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y llevan
sombrero calabrés con
una pluma de faisán.
Pero el mejor de todos, el más
listo
y que seguramente será también el primero este año, es Derossi. El
maestro,
que
ya
se
ha
dado
cuenta,
le
pregunta
siempre.
Sin
embargo yo quiero mucho a Precossi, el hijo del herrero, el de la
chaqueta larga, que
parece estar enfermo.
Dicen que su padre le pega. Es muy
tímido;
cada vez que pregunta o tropieza con alguien, dice: «Perdona», y
mira
de continuo con ojos
tristes y
bondadosos. Garrone es, sin duda, el mayor y el
mejor
de
todos.
*
Un
gesto
generoso
Miércoles,
26
Garrone
se
ha
dado
a
conocer
precisamente
esta
mañana.
Cuando entré en clase —un poco tarde por haberme
detenido la maestra de
la primera superior
para preguntarme a
qué hora podía venir a casa—, el
maestro
no había llegado todavía y tres o cuatro chicos se estaban metiendo
con el pobre Crossi, el
rubio del brazo
malo y cuya madre es verdulera. Le
pegaban
con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas, le
decían
motes y le remedaban
poniéndose el brazo
como en cabestrillo. El pobrecito
estaba
solo en su banco del fondo, asustado, y daba compasión verle mirar
a
uno y otro con ojos
suplicantes para que
lo dejasen en paz. Pero los otros
arreciaban
en
sus
burlas
y
él
empezó
a
temblar
y
a
ponerse
rojo
de
ira.
De
pronto,
Franti,
el
descarado,
se
subió
a
un
banco
y,
haciendo
ademán
de
llevar
dos
cestas
en
los
brazos,
ridiculizó
a
la
madre
de
Crossi
cuando
acudía
a
esperarlo a la puerta,
pues ahora no va
por estar enferma. Muchos se rieron a
carcajadas.
Entonces Crossi perdió la paciencia y, cogiendo un tintero, se lo
tiró a la cabeza con
toda su fuerza; pero
Franti se agachó y el tintero fue a dar
al
pecho
del
maestro
que
entraba
en
aquel
preciso
momento.
Todos
corrieron
a
sus
respectivos
puestos
y
callaron
atemorizados.
El
maestro,
pálido,
subió
al
estrado
y
con
voz
alterada
preguntó:
—¿Quién
ha
sido?
Nadie
respondió.
El
maestro
preguntó,
levantando
más
la
voz:
—¿Quién
ha
sido?
Entonces
Garrone,
sintiendo
compasión
del
pobre
Crossi,
se
puso
de
pie
y
dijo
con
resolución:
—Un
servidor.
El
maestro
le
miró
y
nos
miró
a
todos,
que
estábamos
pasmados,
y
luego
replicó
con
voz
tranquila:
—No
has
sido
tú.
Pasado
un
momento
añadió:
—El
culpable
no
será
castigado.
¡Que
se
levante!
Crossi
se
levantó
y
dijo
entre
sollozos:
—Me
pegaban
y
me
insultaban,
perdí
la
cabeza
y
tiré…
—Siéntate
—dijo el maestro—. ¡Qué se pongan de pie los que le han
provocado!
Cuatro
se
levantaron
con
la
cabeza
gacha.
—Vosotros
—dijo
el
maestro—
habéis
insultado
a
un
compañero
que
no
os
provocaba;
os habéis burlado de un desgraciado y pegado a un débil que no
podía defenderse. Con
vuestro proceder
habéis cometido una de las acciones
más
ruines
y
vergonzosas
con
que
se
puede
manchar
una
criatura
humana.
¡Cobardes!
Dicho
esto,
pasó
entre
los
bancos,
puso
una
mano
en
la
barbilla
de
Garrone,
que estaba con la vista baja, y, alzándole la cabeza y mirándole
fijamente,
le
dijo:
—¡Tienes
un
alma
noble!
Aprovechando
la
ocasión,
Garrone
murmuró
no
sé
qué
palabra
al
oído
del
maestro,
y
éste,
volviéndose
hacia
los
cuatro
culpables,
les
dijo
bruscamente:
—Os
perdono.
*
Mi
maestra
Jueves,
27
Mi
maestra
ha
cumplido
su
promesa
y
ha
venido
hoy
a
casa
en
el
momento
en que me disponía a
salir con mi madre
para llevar ropa blanca a una pobre
mujer,
cuya necesidad habíamos leído en los periódicos. Hacía un año que
no
la habíamos visto en
casa; así es que
todos la recibimos con mucha alegría.
Continúa
siendo
la
misma,
menudita,
con
su
velo
verde
en
el
sombrero,
vestida sencillamente, con peinado algo descuidado por
faltarle tiempo
para
arreglarse, pero más
descolorida
que el año pasado, con algunas canas y sin
dejar
de
toser.
Mi
madre
le
ha
preguntado:
—¿Cómo
va
de
salud,
querida
maestra?
—¡Bah!
No
importa
—ha
respondido,
sonriéndose
de
modo
alegre
y
melancólico
a
la
vez.
—Se
esfuerza usted demasiado hablando fuerte —ha añadido mi madre—
y
brega
mucho
con
los
chiquitos.
Y
es
verdad;
en
clase
no
para
de
hablar;
lo
recuerdo
de
cuando
iba
con
ella;
continuamente
está
llamando
la
atención
de
sus
pequeños
alumnos
para
que
no
se
distraigan.
No
está
un
momento
sentada.
Tenía
la seguridad de que vendría a vernos, pues no se olvida de sus
antiguos discípulos;
durante años recuerda
sus nombres; los días de exámenes
mensuales
acude
al
despacho
de
la
dirección
para
informarse
de
las
calificaciones que han
obtenido; los
espera a la salida y hace que le enseñen
los
ejercicios para ver si realizan progresos. Hasta van a verla
muchachos que
cursan
el
Bachillerato
y
llevan
ya
pantalón
largo
y
reloj.
Hoy
regresaba
muy
cansada
del
Museo,
a
donde
había
llevado
a
sus
alumnos, como
acostumbra a hacerlo cada
jueves, explicándoselo todo con el
mayor
detalle. Pobre maestra, ¡qué delgada está! Pero es muy activa y se
reanima cuando habla de
su labor docente.
Ha querido volver a ver la cama
donde
estuve
muy
enfermo
hace
dos
años,
y
que
ahora
es
de
mi
hermano;
la
ha
estado mirando un buen
rato muy
emocionada. Se ha ido pronto para visitar a
un
chiquillo de su clase, hijo de un sillero, enfermo de sarampión, y
por tener,
además,
que
corregir
luego
los
cuadernos.
En
fin,
que
no
para
de
trabajar.
Antes de retirarse a su casa, aún debía dar clase
particular de
Aritmética a la
hija
de
un
comerciante.
—Bueno,
Enrique —me ha dicho al despedirse—, ¿quieres todavía a tu
antigua maestra, ahora
que resuelves
problemas difíciles y sabes hacer largas
composiciones?
Me
ha
besado
y,
desde
el
último
peldaño
de
la
escalera,
me
ha
dicho:
—No
te
olvides
de
mí,
Enrique.
¡Nunca
me olvidaré de ti, querida maestra! Aun cuando sea mayor te
recordaré e iré a verte
entre tus
pequeñuelos. Cada vez que pase cerca de una
escuela
y oiga la voz de una maestra, me parecerá escuchar la tuya y
pensaré
en los dos años que pasé
en tu clase,
donde tantas veces te vi malucha y
fatigada,
pero siempre animosa, indulgente, enfadada cuando alguno cogía la
pluma
de
manera
incorrecta,
preocupadísima
cuando
nos
preguntaban
los
inspectores y la
mar de satisfecha cuando salíamos airosos; siempre tan buena
y
cariñosa
como
una
madre…
¡Nunca,
nunca
te
olvidaré,
maestra
mía!
*
En
la
buhardilla
Viernes,
28
Ayer
tarde fui con mi madre y mi hermana Silvia a llevar ropa blanca a
la
mujer necesitada
recomendada por los
periódicos. Yo llevé el paquete y mi
hermana
el
periódico
en
que
estaba
el
nombre
y
la
dirección.
Subimos
hasta el último piso de una casa alta y entramos en un largo
corredor al que daban
muchas puertas de
otras tantas viviendas. Mi madre
llamó
en la última, abriéndonos una mujer todavía joven, rubia y
demacrada,
que de inmediato me
pareció haber visto
otras veces, con el mismo pañuelo
azul
a
la
cabeza.
—¿Es
usted
la
del
periódico?
—preguntó
mi
madre.
—Sí,
señora;
yo
soy.
—Pues
mire,
le
traemos
una
poca
ropa
blanca.
Aquí
la
tiene.
La
mujer no paraba de darnos las gracias y de bendecirnos. Mientras
tanto
vi en un rincón de la
oscura y desnuda
habitación a un chico arrodillado
delante
de una silla, de espaldas a nosotros, y que parecía estar
escribiendo,
como así era,
efectivamente, teniendo el
papel en la silla y el tintero en el
suelo.
¿Cómo lograba escribir con tan escasísima luz? Mientras pensaba
esto
para mí, reconocí de
pronto los cabellos
rubios y la chaqueta de fustán de
Crossi,
el
hijo
de
la
verdulera,
el
del
brazo
inmóvil.
Se
lo dije a mi madre mientras la mujer se hacía cargo de la ropa que
le
habíamos
llevado.
—¡Calla!
—respondió
mi
madre—.
Puede
ser
que
se
avergüence
al
ver
que
das
una
limosna
a
su
madre;
no
le
digas
nada.
Pero
Crossi se volvió en aquel momento y yo no sabía qué hacer. Me
dirigió una sonrisa, y
entonces mi madre
me dio un empujoncito para que lo
abrazara.
Lo
abracé;
él
se
levantó
y
me
estrechó
la
mano.
—Aquí
me tiene —decía entretanto su madre a la mía— sola con este hijo.
Mi marido hace seis
años que se fue a
América, y yo, por añadidura, enferma,
sin
poder ganar algún dinero vendiendo verdura. Ni siquiera dispongo de
una
mesa para que mi Luisito
pueda trabajar
con cierta comodidad. Cuando tenía
en
el portal el mostrador, por lo menos podía escribir sobre él; pero
se lo
llevaron. Como ve, hasta
carecemos de luz
suficiente para que estudie sin
perder
la
vista.
Y
gracias
que
puedo
enviarlo
a
la
escuela
porque
el
Ayuntamiento
nos
da
los
libros
y
demás
material
escolar.
¡Pobre
hijo
mío!
¡Tú,
con
tantas
ganas
de
estudiar,
y
yo,
infeliz
de
mí,
nada
puedo
hacer
por
ti!
Mi
madre
le
dio
cuanto
dinero
llevaba
en
el
bolso,
besó
al
muchacho
y
casi
lloraba
cuando
salimos
de
la
buhardilla.
Tenía
toda
la
razón
cuando
me
dijo:
—Ya
ves en qué condiciones se ve obligado a trabajar ese chico. Tú
disfrutas de todas las
comodidades y aún
te parece duro el estudio. ¡Ah,
Enriquito!
Más mérito hay en su trabajo de un solo día que en el tuyo de todo
un
año.
¡A
él
deberían
darle
los
premios!
*
La escuela
Viernes,28
Sí,
querido Enrique, el estudio te resulta pesado, como dice tu madre;
no te
veo ir a la escuela con
la resolución y
la cara sonriente que yo quisiera. Aún te
haces
algo el remolón. Pero mira, piensa un poco en lo vana y
despreciable
que sería tu jornada si
no fueses a la
escuela. Al cabo de una semana pedirías
de
rodillas volver a ella, harto de aburrimiento, avergonzado, cansado
de tus
juguetes
y
de
no
hacer
nada
provechoso.
Ahora,
Enrique,
todos
estudian.
Piensa
en
los
obreros,
que
van
por
la
noche
a clase, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en
las
muchachas del pueblo,
que acuden a la
escuela los domingos, tras una semana
de
fatigas; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos
cuando
regresan, rendidos, de
sus ejercicios y de
las maniobras; piensa en los niños
mudos
y ciegos que, sin embargo, también estudian; y hasta en los presos,
que
asimismo
aprenden
a
leer
y
escribir.
Cuando
salgas
por
las
mañanas
de
tu
casa,
piensa
que
en
tu
misma
ciudad
y
en
ese
preciso
momento
van
como
tú
otros
treinta
mil
chicos
a
encerrarse
por
espacio
de
tres
horas
en
una
habitación
para
aprender
y
ser
un
día
hombres
de
provecho.
Pero
¡qué más! Piensa en los innumerables niños que a todas horas acuden
a la escuela en todos
los países;
contémplalos con la imaginación yendo por
las
tranquilas y solitarias callejuelas aldeanas, por las concurridas
calles de la
ciudad, por la orilla de
los mares y de
los lagos, tanto bajo un sol ardiente
como
entre nieblas, embarcados en los países surcados por canales, a
caballo
por las extensas
planicies, en trineos
sobre la nieve, por valles y colinas, a
través
de
bosques
y
de
torrentes,
subiendo
y
bajando
sendas
solitarias
montañeras, solos, o por
parejas, o en
grupos, o en largas filas, todos con los
libros
bajo el brazo, vestidos de mil diferentes maneras, hablando en
miles de
lenguas. Desde las
últimas escuelas de
Rusia, casi perdidas entre hielos, hasta
las
de Arabia, a la sombra de palmeras, millones de criaturas van a
aprender,
en
cien
diversas
formas,
las
mismas
cosas;
imagínate
ese
tan
vasto
hormiguero
de chicos de los más
diversos pueblos,
ese inmenso movimiento del que
formas
parte, y piensa que si se detuviese, la humanidad volvería a
sumirse en
la
barbarie.
Ese
movimiento
es
progreso,
esperanza
y
gloria
del
mundo.
Valor,
pues, pequeño soldado de semejante y colosal ejército. Tus armas
son los libros; tu
compañía, la clase;
toda la tierra, campo de batalla; tu
victoria,
nuestra victoria, significará el establecimiento de una paz
verdadera,
la
comprensión
entre
todos
los
hombres,
la
civilización
humana.
¡No
seas,
hijo
mío,
un
soldado
cobarde!
TU
PADRE
*
El
pequeño
patriota
paduano
Sábado,
29
No
seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela
si el
maestro nos refiriese
todos los días un
cuento como el de esta mañana. Dice
que
todos los meses nos contará uno; nos lo dará escrito, y siempre se
tratará
de
una
acción
buena
y
verdadera
realizada
por
un
chico.
El
de
hoy
se
titula
El
pequeño
patriota
paduano,
y
dice
así:
Del
puerto de la ciudad de Barcelona salió para Génova un barco de
carga
y pasaje francés,
llevando a bordo
franceses, españoles y suizos. Había entre
otros
un chico de once años, solo, mal vestido, que siempre estaba
aislado y
miraba a todos con
recelo. Y tenía razón
para hacerlo así. Dos años antes le
habían
entregado
al
jefe
de
una
compañía
de
titiriteros
sus
desconsiderados
padres,
campesinos
de
los
alrededores
de
Padua.
Dicho
jefe,
después
de
haberle enseñado a
hacer
diversos ejercicios, a fuerza de puñetazos, puntapiés
y ayunos, se lo había
llevado a través de Francia y de España,
sin parar de
pegarle
ni
acallar
nunca
su
hambre.
Una
vez en Barcelona, no pudiendo soportar ya los golpes y el hambre,
reducido a un estado que
daba compasión,
se escapó de su verdugo y corrió a
pedir
protección al cónsul de Italia, que, apiadándose del muchacho, lo
había
embarcado en aquel
navío, entregándole una
carta para el jefe de policía de
Génova,
que se encargaría de devolverlo a sus padres, a los mismos que le
habían
entregado
por
poco
dinero,
como
se
hace
con
los
animales.
El
pobre chico iba vestido de harapos y enfermo. Le habían dado
billete de
segunda clase. Todos lo
miraban con
cierta curiosidad y algunos le hacían
preguntas;
pero él no respondía, pareciendo que desconfiaba de todos, por lo
mucho que le habían
exasperado y hecho
sufrir las privaciones y los malos
tratos.
Sin
embargo,
tres
viajeros,
a
fuerza
de
insistir
en
sus
preguntas,
consiguieron
hacerle
hablar
y
en
pocas
palabras,
toscamente
dichas,
mezcla
de
español,
francés
e
italiano,
les
contó
su
triste
historia.
No
eran italianos aquellos tres pasajeros, pero lo comprendieron, y
parte
por compasión y parte
por la excitación
del vino, le dieron algunas monedas,
estimulándole
para que les refiriese otros particulares de su vida. Habiendo
entrado en la sala en
aquel momento unas
señoras, los tres, por darse postín, le
entregaron
más dinero, diciéndole: «Toma, toma más». Y hacían sonar las
monedas
en
la
mesa.
El
muchacho
se
las
fue
metiendo
en
el
bolsillo
dando
gracias
a
regañadientes,
con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez
sonriente y cariñosa.
Después subió a
cubierta y se acomodó en su litera,
donde
siguió pensando en su vida. Con aquel dinero podía tomar algún buen
bocado a bordo, después
de dos años que
sólo comía pan y poco; podía
comprarse
una chaqueta en cuanto desembarcara en Génova, al cabo de dos
años de ir vestido con
andrajos; y también
podía, llevando algo a casa, ser
acogido
por
su
padre
y
su
madre
más
humanamente
que
yendo
con
los
bolsillos vacíos. Aquel
dinero
representaba para él casi una fortuna, y en esto
pensaba,
consolándose,
bajo
el
toldo
del
puente,
mientras
que
los
tres
pasajeros
charlaban,
sentados
a
la
mesa,
en
medio
de
la
sala
de
segunda
clase.
Bebían
y hablaban de sus viajes y de los países que habían visitado y, de
conversación en
conversación, llegaron a
dar su parecer sobre Italia. Uno
comenzó
quejándose de sus fondas; otro, de sus ferrocarriles, y todos
juntos,
animándose, hablaron mal
de todo. Uno
decía que habría preferido viajar por
Laponia;
otro
aseguraba
que
en
Italia
tan
sólo
había
encontrado
estafadores
y
bandidos;
el
tercero
afirmaba
que
los
empleados
italianos
eran
analfabetos.
«Un pueblo ignorante», dijo el primero. «Sucio»,
añadió el segundo. «La
…»,
exclamó el tercero,
queriendo
decir «ladrón», pero no pudo acabar la palabra,
porque sobre sus
cabezas y espaldas cayó una tempestad de
monedas, que
rebotaban
en
la
mesa
e
iban
a
parar
al
suelo
haciendo
ruido.
Los
tres
hombres
se
levantaron
furiosos
mirando
hacia
arriba,
y
aun
recibieron
en
la
cara
un
puñado
de
monedas.
—¡Tomad
vuestro dinero! —decía con desprecio el muchacho, asomado a
la
claraboya—;
yo
no
acepto
limosna
de
quienes
insultan
a
mi
patria.
NOVIEMBRE
El deshollinador
Martes,
1
Ayer
por la tarde fui a la escuela de niñas que está al lado de la
nuestra
para entregarle el
cuento del muchacho
paduano a la maestra de Silvia, que lo
quería
leer. ¡Setecientas chicas hay allí! Cuando llegué, empezaban a
salir,
muy contentas, por las
vacaciones de Todos
los Santos y de los Difuntos; y vi
algo
inolvidable.
Frente
a la puerta de la escuela, en la otra acera de la calle, estaba
apoyado
en
la
pared
y
la
frente
sobre
el
brazo,
un
deshollinador
muy
pequeño,
que
tenía
la cara completamente
tiznada y sostenía
el saco y el raspador de su oficio. El
muchacho
lloraba a lágrima viva, sollozando. Se le acercaron dos o tres
chicas
de
la
segunda
sección
que
le
preguntaron:
—¿Qué
te
pasa?
¿Por
qué
lloras
así?
Pero
él
no
les
respondía
y
continuaba
llorando.
—¿Qué
tienes?
¿Por
qué
lloras?
—le
volvieron
a
preguntar.
Quitó
entonces el brazo del rostro, dejando al descubierto una cara
infantil,
y, gimoteando, les dijo
que había estado
trabajando en varias casas limpiando
chimeneas,
que había ganado seis reales y los había perdido por habérsele
escurrido las monedas
por un roto que
tenía en el bolsillo —les hizo ver el
agujero
sacándose
el
forro—,
no
atreviéndose
a
volver
a
su
casa
sin
el
dinero.
—¡El
amo me pegará! —dijo sollozando de nuevo y dejando caer otra vez
la
frente
sobre
el
brazo
con
ademán
de
desesperación.
Las
chicas
le
miraron
muy
serias.
Entretanto
se
habían
acercado
otras
muchachas mayores y pequeñas, pobres y
acomodadas, con sus carteras
bajo
el brazo. Una de las
mayores,
que llevaba una pluma azul en el sombrero, se
sacó
del
bolsillo
dos
monedas
y
dijo
a
todas:
—Yo
sólo
tengo
estas
dos
monedas.
¿Por
qué
no
hacemos
una
colecta?
—También
tengo
yo
otras
dos
monedas
—dijo
otra
vestida
de
encarnado
—;
entre
todas
podemos
reunir
por
lo
menos
treinta.
Empezaron
a
llamarse
unas
a
otras:
—¡Amalia!
¡Luisa! ¡Anita! ¡Una moneda! ¿Quién tiene dinerito? ¡Aquí
hace
falta
dinero!
Algunas
llevaban
para
comprar
flores
o
cuadernos
y
lo
entregaron
enseguida.
Otras, más pequeñas, sólo pudieron dar calderilla. La de la pluma
azul
se
hacía
cargo
de
todo
e
iba
diciendo:
—¡Ocho,
diez,
quince!
Pero
hacía
falta
más.
Entonces
llegó
una
mayor,
que
parecía
una
maestrita,
y
entregó
una
moneda
de
plata,
recibiendo
palabras
de
alabanza.
Todavía
faltan
cinco
monedas
de
bronce.
—¡Ahora
vienen las de cuarto! —dijo una. Llegaron, efectivamente, las de
cuarto y llovieron las
monedas. Todas se
arremolinaban, y era hermoso ver al
pobrecito
deshollinador en medio de chicas vestidas con diversos colores, en
todo
aquel
círculo
de
plumas,
de
lazos
y
de
rizos.
Habían
reunido más de lo perdido por el chico, y las más pequeñas, que no
tenían dinero, se
abrían paso entre las
mayores ofreciendo sus ramitos de
flores,
por
dar
también
algo.
Poco
después
llegó
la
portera,
gritando:
—¡La
señora
Directora!
Las
chicas
se
dispersaron
en
todas
direcciones
como
desbandada
de
pájaros,
quedando
el
pequeño
deshollinador
solo
en
medio
de
la
calle,
enjugándose los ojos,
muy contento, con
las manos llenas de dinero y con
ramitos
de flores en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el
sombrero,
habiendo
no
pocas
flores
incluso
por
el
suelo,
rodeando
sus
pies.
*
El
día
de
los
Difuntos
Miércoles,
2
Este
día
está
consagrado
a
la
conmemoración
de
los
fieles
difuntos.
¿Sabes, Enrique, a quiénes de los que ya no están
debéis dedicar un
recuerdo
especial
vosotros
los
muchachos?
A
aquellos
que
más
se
distinguieron
durante
la vida en su amor a los niños y a los adolescentes.
¡Cuántas de esas
personas
beneméritas mueren de
continuo! ¿Has pensado alguna vez en los muchísimos
padres que consumieron
su existencia en el trabajo, y en las
madres que
bajaron
al
sepulcro
prematuramente
extenuadas
por
las
privaciones
que
soportaron
para sustentar a sus hijos? ¿No sabes que ha habido padres que
llegaron al fin de su
vida desesperados
por ver a sus hijos en la miseria, y que
muchas
mujeres perecieron de pena o se volvieron locas ante la pérdida de
un
hijo?
Piensa
hoy
en
todos
esos
muertos,
Enrique.
Piensa
en
tantas
maestras
que murieron jóvenes
consumidas por el
diario quehacer escolar para bien de
los
niños, de los cuales no quisieron separarse; piensa en los médicos
que
murieron de enfermedades
contagiosas de
las que no se precavían por curar a
los
niños; piensa en todos aquellos que en los naufragios, en los
incendios, en
las épocas de hambre, en
un momento de
supremo peligro, cedieron a la
infancia
el último pedazo de pan, la última tabla de salvación, la última
cuerda
para
librarse
de
las
llamas,
y
expiraron
satisfechos
de
su
sacrificio
que
conservaba la vida
de un pequeño inocente. Son innumerables, Enrique, esos
muertos;
todo
cementerio
encierra
centenares
de
santas
criaturas,
que,
si
pudieran levantarse por
un momento de la
sepultura, nos dirían el nombre de
algún
niño al que sacrificaron los placeres de la juventud, el sosiego de
la
vejez,
los
sentimientos,
la
inteligencia,
la
vida;
esposas
de
veinte
años,
hombres
en la flor de la edad, ancianas octogenarias, jovencitos —heroicos
y
oscuros mártires de la
infancia—, tan
grandes y gallardos, que no produce la
tierra
tantas flores como debiéramos poner en sus sepulcros. ¡Cuánto se
quiere
a los niños! Piensa hoy
con gratitud en
esos muertos y serás mejor y más
afable
con
los
que
te
quieren
y
trabajan
por
ti,
afortunado
hijo
mío,
tú
que
en
el
día
de
los
fieles
difuntos
no
tienes
aún
que
llorar
a
ninguno.
TU
MADRE
*
Mi
amigo
Garrone
Viernes,
4
No
han sido más que dos los días de vacaciones y me parece que he
estado
mucho
tiempo
sin
ver
a
Garrone.
Cuanto
más
lo
conozco,
tanto
más
lo
aprecio,
y lo mismo les sucede a los demás, con excepción de los
presuntuosos y
arrogantes,
aunque
a
su
lado
no
puede
haberlos,
porque
no
permite
que
ninguno se haga el
mandón.
Cada vez que uno de los mayores levanta la mano
sobre
un
pequeño,
grita
éste:
«¡Garrone!»
y
el
mayor
no
osa
pegarle.
Garrone
es el más alto de la clase; levanta un banco con una mano; no para
de
comer.
Su
padre
es
maquinista
del
tren
y
él
empezó
a
ir
tarde
a
la
escuela
porque estuvo enfermo dos años. Es muy servicial:
cualquier cosa que se
le
pida, un lápiz, una
goma, papel o
el cortaplumas, lo presta o lo da. Es muy
serio,
y en clase ni habla ni se ríe; está muy quieto en el banco, que
resulta
reducido para él,
debiendo tener la
espalda agachada y la cabeza como metida
en
los
hombros.
Cuando
lo
miro,
me
dirige
una
sonrisa
y
entorna
los
ojos,
cual
si
quisiera
decirme:
«¿Qué,
Enrique?
Somos
amigos,
¿no?»
Da
risa
verle
tan
grandote
y
corpulento,
con
su
chaqueta,
pantalones,
mangas y todo
demasiado estrecho y corto; el sombrero no le cubre la cabeza;
lleva el pelo rapado,
botas pesadas y la
corbata siempre arrollada como un
cordel.
¡Cuánto
quiero
a
ese
muchacho!
Basta
ver
una
vez
su
cara
para
tomarle
cariño. Todos los más
pequeños desearían
tenerlo junto a sí como compañero
de
banco.
Sabe
mucho
de
Aritmética.
Lleva
los
libros
atados
con
una
correa
de
cuero encarnado. Tiene
una navajita con mango nacarado que se encontró el
año pasado en la plaza
de Armas, y un día se cortó un dedo hasta
el hueso,
pero ninguno se lo notó
en
clase, y en su casa no dijo nada para no asustar a
sus padres. Consiente
que le digan cualquier cosa sin tomarlo
nunca a mal;
pero,
¡ay
si
le
dicen
«no
es
verdad»
cuando
afirma
algo!
Entonces
echa
chispas
por
los
ojos
y
da
puñetazos
capaces
de
partir
el
banco.
El
sábado por la mañana dio una moneda a un chiquito de la primera
superior que estaba
llorando en medio de
la calle porque le habían quitado el
suyo
y
ya
no
podía
comprarse
el
cuaderno
que
necesitaba.
Hace
tres días que está afanado en escribir una carta de ocho páginas,
con
dibujos hechos a pluma
en los lados, para
el onomástico de su madre, que
viene
con frecuencia a esperarlo; una mujer alta y gruesa como él, muy
cariñosa.
El
maestro está siempre mirándole, y cada vez que pasa a su lado le da
palmaditas
en
el
cuello
cariñosamente.
Me
gusta estrecharle la mano, que, por lo grande y gorda, parece la de
un
hombre.
Yo
le
quiero
mucho.
Estoy seguro de que arriesgaría su vida por
salvar a un compañero y que
hasta se dejaría matar
por defenderlo.
Aunque por su hablar recio parezca que
refunfuñe,
su
voz
viene,
en
vez,
de
un
corazón
noble
y
generoso.
*
El
carbonero
y
el
señor
Lunes,
7
Garrone
no habría dicho jamás lo que ayer por la mañana profirió Nobis
para zaherir a Betti.
Carlos Nobis se
muestra orgulloso por ser hijo de padres
acomodados.
Su
padre,
un
señor
alto,
con
barba
negra,
muy
serio,
acude
casi