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En el libro se cuentan, en forma de diario, las vivencias de un niño italiano, originario de Turín llamado Enrique, en su escuela, con sus compañeros de clases, intercalando cartas de sus padres y cuentos cortos (relato mensual). Narra cómo experimenta situaciones que le hacen ir creciendo emocionalmente. Es un libro pensado para conmover, con fuertes imágenes de sacrificio (sobre todo en los relatos mensuales) y en donde se destacan los valores familiares, humanos y espirituales, y el patriotismo.
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Seitenzahl: 432
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Corazón
Asesoría de la colección
Antón Arrufát
Ambrosio Fornet
Edmundo de Amicis
Prólogo
María Dolores Ortiz
Título de la obra en italiano: Cuore
Edición y corrección: Dania Pérez Rubio
Composición computarizada: Pilar Sa Leal
Diseño de cubierta: Rafael Lago Sarichev
Versión Epub: Rubiel A. González Labarta
Primera edición, 1997
Segunda edición, 2002
Tercera edición, 2003
Cuarta edición, 2004
Quinta edición, 2007
Sexta edición, 2008
Séptima edición, 2010 Octava edición, 2013
© Sobre la presente edición:
Editorial Arte y Literatura, 2015
ISBN: 9789590306501
Colección Ediciones HURACÁN
EDITORIAL ARTE Y LITERATURA
Instituto Cubano del Libro
Obispo no. 302, esq. a Aguiar,
Habana Vieja CP 10100, La Habana. Cuba
e-mail: [email protected]
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¡Cuán feliz sería si mi pobre libro pudiese en algún modo proporcionar solaz y deleite a los niños españoles:
a los niños de esa noble y querida
tierra, a la cual me llevan constante-
mente los recuerdos más gratos de mi juventud!
EdmundodE Amicis
El presente libro se halla especialmente dedicado a los chicos de nueve a trece años de las escuelas elementales, pudiéndose titular Historia de un curso académico, escrita por un alumno de tercera, en una escuela municipal de Italia.
Al decir escrita por un alumno, no quiero dar a entender que haya redactado la obra tal cual sale a luz, sino que el escolar iba anotando en un cuaderno, a su manera, lo que había visto, oído, pensado en las aulas y fuera de ellas, mientras que su padre al fin del año corrigió este Diario, procurando no alterar lo esencial de aquellas impresiones, en cuanto fue posible. Cuatro años después, el estudiante, ya en el Gimnasio, leyó de nuevo el manuscrito, añadió o suprimió algo que, a su juicio, no era fiel trasunto del pasado, y así se da a la estampa.
Ahora, niños y jóvenes, leed estas páginas, que espero os interesen, y cuya lectura confío que os será agradable.
A la memoria de César Ortiz Amengual, mi padre, el mejor de mis maestros.
Los jóvenes que lean hoy Corazón sentirán seguramente las muchas emociones que despertara en los que ya lo han leído en los años de la infancia y de la juventud. Todos lo leerán con los ojos húmedos. Este libro, escrito en forma de diario de «un alumno de tercera, en una escuela municipal de Italia», es de esos que llegan realmente al corazón. Generaciones enteras han leído con emoción esta obra, cuya dedicatoria del autor, Edmundo de Amicis, a los lectores de España, está fechada en Turín en abril de 1887, hace ya casi cien años.
Para los que hemos tenido el privilegio —que lo es realmente en todos los sentidos— de haber tenido buenos maestros y de habernos formado en una buena escuela, Corazón es algo así como volver a vivir aquellos días luminosos. Tal vez el profundo respeto que hemos sentido siempre por los que han dedicado su vida a la tarea de enseñar, y la propia dedicación a esta hermosa profesión, tienen parte de sus raíces en este libro que es un verdadero y amoroso homenaje a maestros y alumnos y a la escuela como formadora de las nuevas generaciones.
Claro está que, al leer Corazón, hay que tener en cuenta la época en que se escribió, en pleno siglo xix, cuando hacía pocos años que Italia, divi dida en siete estados y oprimida por extranjeros y tiranos, había alcanzado su unidad como nación. Trata por eso el autor de formar en los niños —los maestros lo hacen a través de toda la obra— el amor a la patria y a la bandera, sentido «más violento y vivo el día en que la amenaza de un pueblo enemigo levante una tempestad de fuego sobre tu patria», le escribe el padre al pequeño Enrico, con palabras que mantienen una permanente actualidad.
De ahí también el relieve que se les da a las grandes figuras de la historia italiana —Garibaldi, Mazzini, Cavour— a los reyes italianos, como símbolos estos, en aquellos momentos, de la unidad nacional. Por ella, dice el maestro, «lidió nuestro pueblo cincuenta años y murieron treinta mil italianos», y en otra ocasión les indica a sus alumnos que hay que saludar con respeto ala bandera, porque el que así lo hace de pequeño, «sabrá defenderla cuando sea mayor».
En este mismo sentido están escritos varios de los cuentos mensuales que aparecen en la obra. Todos estos cuentos están dedicados a exaltar el patriotismo y el valor de niños de diferentes regiones de la Italia unificada. Así, por ejemplo, el de «El pequeño patriota paduano» que dice que no acepta limosnas de quienes insultan a su patria; el de «El pequeño vigía
l o m b a r d o » , q u e p a r e c í a q u e s o n r e í a y a m u e r t o , e n v u e l t o e n l a b a n d e r a , c o m o si estuviera contento de haber dado la vida por su patria; o el de «El tamborcillo sardo», al que tuvieron que amputarle una pierna, herida cuandocorría a solicitar refuerzos para su propio batallón, lo que soportaba sin una lágrima ni un grito.
Mención aparte merece la pintura que de los maestros y de su papel como educadores se hace en esta obra, y que es como el hilo conductor que nos lleva desde la primera hasta la última página. El padre de Enrico lo exhorta a no olvidar a sus maestros, y el niño recuerda con cariño a su maestra, a la que vio tantas veces enferma y cansada pero siempre animosa e indulgente, des esperada ante las faltas de sus alumnos, feliz con sus triunfos y constantemente buena y cariñosa como una madre. Se destaca esa tranquila dignidad que debe caracterizar a todo maestro, con su entrega total a su importante misión, el maestro que no solo enseña, sino que aconseja y estimula a tiempo, y que forma en los niños los sentimientos filiales y patrióticos y los hábi
tos de conducta social que harán de ellos buenos y honrad o s c i u d a d a n o s. Lo s p ro p i o s m é t o d o s p e d a g ó g i co s q u e u t i l i z a n e s to s m a e s t ro s i n o l v i d a b l e s s o n opuestos al castigo y apelan a los buenos sentimientos de los alumnos. Todo lo cual inspira el más profundo cariño y respeto de estos a sus maestros, a su abnegación y a su sacrificio en una época en que no tenían el prestigio social que ellos merecen. Esto se observa cuando, en una carta del padre, este le dice a Enrico: «quiere a tu maestro, porque pertenece a esa gran familia de cincuenta mil profesores elementales esparcidos por toda Italia y que son
c o m o l o s p a d r e s i n t e l e c t u a l e s d e m u c h a c h o s q u e c o n t i g o c r e c e n ; t r a b a j a d o res mal comprendidos y mal recompensados, que preparan para nuestra patria una generación m ejor que la presente». Y considera que el nombre de maestro es, después del de padre, el nombre más dulce que puede dar un hombre a un semejan te suyo.
En Corazón se ofrecen también inmejorables lecciones de las relaciones entre los condiscípulos, en situaciones que, en el complejo universo de los niños, se pueden dar en cualquier lugar del mundo. Aparece así el gallardo Derossi, el alumno sobresaliente de la clase, siempre el primero en todo, cuya conducta de «ayudar» a sus compañeros en los exámenes no podemos, no obstante, en modo alguno aprobar. Está Estardo, un verdadero carácter,
que suple las faltas de su inteligencia con una constancia diaria que lo lleva a triunfar de todas maneras. Está la conmovedora figura de Garrone, grande y pobre, embutido en ropas que le quedaban estrechas, pero que sabe defender y ayudar a los demás, como a Nelli, por ejemplo, el jorobadito pálido del
que muchos niños se burlaban. Está Coretti, siempre alegre a pesar del duro trabajo de cargar leña sobre sus espaldas en el pequeño negocio de su padre. Todos estos niños, pertenecientes a distintas clases sociales, van a la misma escuela, bien vestidos unos, los ricos, con ropas demasiado grandes y amo-rosamente zurcidas por sus madres, los pobres. Trata el libro de igualarlos
e n l a e s t i m a c i ó n m u t u a , « p a r e c e q u e l a e s c u e l a h a c e a t o d o s i g u a l e s y a m i g o s d e t o -
dos»; pero subrayamos esa palabra, «parece», que el autor utiliza, pues de todas maneras está visible la diferencia entre estos niños y las limitadas posibilidades que la sociedad burguesa ofrece a los hijos de obreros y artesa-nos. Así, se dice que «los hombres de las clases superiores son los oficiales y los operarios son los soldados del trabajo»; y mientras Enrico y Derossi
p o d rá n co nt i n u a r s u s e s t u d i o s h a s t a l a u n i ve r s idad, muchos de sus compañeros terminarán solo la escuela elemental para incorporarse tempranamente al trabajo.
Es que, en realidad, la dura vida de los explotados y de los desposeídos se muestra en vívidas pinceladas en diversos momentos de la obra, y no solo en las relaciones entre los compañeros de aula. Así aparece, con los bolsillos llenos de los ramitos de flores que le dieron las niñas junto con sus monedas, el pequeño que llora porque ha perdido el escaso dinero que había ganado deshollinando chimeneas; se habla de la miseria del pueblo, de los que mu-rieron extenuados por las privaciones; de las escuelas de adultos, a las que también iban muchachos de doce años que trabajaban por el día; de lo que significa el invierno para miles de criaturas a las que trae la miseria y la muerte. Y se habla de la limosna —la madre exhorta a Enrico a prodigarla— en una ciudad donde «en medio de tantos palacios, en las calles por donde pasan carruajes y niños vestidos de terciopelo, hay mujeres y niños que no tienen qué comer». La miseria llega hasta a anunciarse en los periódi
c o s p a r a b u s c a r e l m o m e n t á n e o s o c o r r o q u e p u e d e o f r e c e r l a f a l s a c a r i d a d d e la burguesía, y hay niños como Crosi, cuya madre, vendedora de hortalizas, solo puede ir a la escuela porque el Ayuntamiento le da libros y cuadernos, y como el «albañilito», cuyos bracitos débiles sostienen alegres el tren de juguete que le regala Enrico.
Quisiéramos destacar que Corazón es también un buen ejemplo de las relaciones entre padres e hijos, relaciones en las que priman el amor y el respeto mutuos; y que la obra muestra eso que los cubanos llamamos hoy educación formal, cuya importancia, casi podríamos decir cuya necesidad, es válida en todos los tiempos, pero más aún en la sociedad socialista, donde adquiere su verdadera dignidad el hombre. «Donde notes falta de educación fuera —le escribe el padre a Enrico— la encontrarás también dentro de las casas», lo que debe hacer pensar por igual a padres y a maestros.
Y es que, salvando las naturales diferencias de tiempo y de época Corazón exalta y forma valores universales que por tanto, deben ser también nuestros. Así queremos ver a nuestros niños y jóvenes, que se forman dentro de una Revolución verdadera que lucha cada día
El primer día de escuela
Lunes, 7.
¡Hoy es el primer día de clase! ¡Pasaron como un sueño los tres meses de vacaciones en el campo! Mi madre me condujo esta mañana a la sección Bareti para inscribirme en el tercer grado elemental. Yo recordaba el campo e iba de mala gana. Todas las calles bullían de chiquillos; las dos librerías estaban atestadas de padres y madres que compraban carteras, carpetas y cuadernos, y delante de la escuela se agolpaba tanta gente, que el portero y los guardias municipales a duras penas conseguían tener la puerta despejada. Cuando estaba junto a la puerta sentí que me tocaban en el hombro; era mi maestro de segundo grado, siempre alegre, con su pelo rubio y rizado, que me dijo bondadosamente:
—Bueno, Enrico, ¿nos separamos para siempre?
De sobra lo sabía yo; sin embargo sus palabras me causaron pena. Entramos después de mucho forcejear. Señoras, señores, mujeres del pueblo, obreros, oficiales, abuelas, criadas, todas, llevaban de una mano a los niños, y los libros de inscripción, en la otra, llenaban el vestíbulo y las escaleras, produciendo un murmullo como si entraran en un teatro. Con alegría volví a ver el amplio zaguán del piso bajo con sus siete puertas de otras tantas clases, por donde pasé durante tres años casi a diario. Las maestras iban y venían entre toda aquella muchedumbre. Desde la puerta de la clase, mi maestra del primer grado superior me saludó y me dijo:
—Enrico, este año vas al piso principal, ya no te veré ni siquiera pasar —y me miró con tristeza.
El director estaba rodeado de mujeres todas acongojadas, porque ya no quedaban puestos para sus hijos; me pareció que su barba era algo más blanca que el año anterior. Algunos de mis compañeros estaban más altos y más gordos. En el piso de abajo, donde ya se había hecho la distribución, estaban los niños de los cursos inferiores, que no querían entrar en clase, y, como a los potrillos recalcitrantes, era necesario meterlos dentro a la fuerza, algunos se escapaban de los bancos; otros, al ver que sus padres se iban rompían a llorar y era preciso que volvieran para consolarlos o quedarse con ellos, por lo cual se desesperaban las maestras. Mi hermanito quedó en la clase de la maestra Delcati; a mí me tocó el profesor Perboni, arriba, en el piso principal. A las diez estábamos todos distribuidos en clase, cincuenta y cuatro en total, apenas quince o dieciséis de mis compañeros del año anterior: entre ellos, Derossi, el que siempre obtiene el primer premio. ¡Qué pequeña y triste me pareció la escuela al recordar los bosques y las montañas donde había estado veraneando! Me acordaba también de mi maestro del año anterior, tan bueno, siempre riéndose con nosotros, y tan pequeño que parecía un compañero más; y me apenaba no volver a verlo allí, con su pelo rubio y rizado. Nuestro maestro actual es alto, sin barba; de cabellos grises y largos y tiene una arruga recta en la frente, su voz es grave, y nos mira a todos fijamente, uno después de otro, como si quisiera leer en nuestro interior; jamás se ríe. Yo me decía a mí mismo: «¡Estamos en el primer día! ¡Nueve meses aún! ¡Cuántos trabajos, cuántos exámenes mensuales, cuantas fatigas!». Sentía verdadera necesidad de encontrarme con mi madre a la salida y corrí a besarle la mano. Ella me dijo:
—¡Ánimo, Enrico, estudiaremos juntos!
Y volví a casa contento. Pero ya no está conmigo mi maestro, con su sonrisa bondadosa y jovial, y la escuela no parece tan atractiva como antes.
Nuestro maestro
Martes, 18.
También mi nuevo maestro me gusta desde esta mañana. A la entrada, mientras él estaba ya sentado en su sitio, se asomaban de vez en cuando a la puerta de la clase sus discípulos del año anterior, y lo saludaban:
—¡Buenos días, señor maestro! ¡Buenos días, señor Perboni!
Algunos entraban, le cogían la mano y se iban. Se veía que lo querían y que les hubiera gustado volver con él. El maestro contestaba:
—Buenos días y les estrechaba la mano que le ofrecían, pero sin mirar a ninguno.
A cada saludo permanecía serio, con su arruga recta en la frente, vuelto hacia la ventana, y miraba al techo de la casa vecina, en vez de alegrarse con aquellos saludos, parecía que le hacían sufrir. Luego nos miraba a nosotros, uno después de otro, atentamente. Durante el dictado, comenzó a pasear entre los bancos, y viendo a un chico que tenía la cara muy encarnada y llena de granitos, dejó de dictar, le cogió la cara entre las manos y lo miró: más tarde le preguntó qué le pasaba y le pasó la mano por la frente para ver si tenía calor. Entretanto, un muchacho, a sus espaldas, se puso de pie en el banco y comenzó a hacer tonterías. Se volvió de repente; el muchacho se sentó de nuevo, en el acto, y permaneció allí con la cabeza baja, esperando el castigo.
El maestro le puso una mano sobre la cabeza y le dijo:
—No vuelvas a hacerlo.
Nada más. Luego se dirigió a su mesa y terminó de dictar. Cuando concluyó, nos miró un momento en silencio; después dijo lentamente, con su voz grave, pero buena:
—Escuchad: tenemos que pasar un año juntos. Procuremos pasarlo bien. Estudiad y sed buenos. Yo no tengo familia. Mi familia sois vosotros. El año pasado todavía tenía a mi madre, pero ha muerto. Me he quedado solo. No tengo en el mundo a nadie más que a vosotros; no tengo más afecto, ni más pensamiento que vosotros. Vosotros debéis ser mis hijos. Yo os quiero; es preciso que vosotros me correspondáis. No quisiera tener que castigar a ninguno. Demostradme que sois muchachos de buen corazón; nuestra escuela será una familia, vosotros seréis mi consuelo, mi orgullo. No os pido que me prometáis de palabra, pues estoy seguro de que en vuestro corazón me habéis dicho ya que sí. Os lo agradezco.
En aquel momento entró el portero a dar la hora. Salimos todos de los bancos, silenciosos. El muchacho que se había puesto de pie en el suyo se acercó al maestro y le dijo con voz trémula:
—Señor maestro, perdóneme.
El maestro lo besó en la frente y le dijo:
—Vete, hijo mío.
Una desgracia
Viernes, 21.
El curso ha comenzado con una desgracia. Esta mañana, al ir al colegio, iba repitiendo a mi padre las palabras del maestro, cuando vimos la calle lle na de gente que se apiñaba ante la puerta de la escuela. Mi padre dijo al punto:
—¡Una desgracia! ¡Mal comienza el curso!
Entramos con gran trabajo. El amplio vestíbulo estaba lleno de padres y de muchachos que los maestros no conseguían hacer entrar en clase, y todos miraban hacia el cuarto del director, y se oía decir:
—¡Pobre muchacho! ¡Pobre Roberto!
Por encima de las cabezas, al fondo del cuarto lleno de gente, se veía el gorro de un guardia municipal y la cabeza calva del director. Después entró un señor con sombrero de copa, y todos dijeron:
—Es el médico.
Mi padre preguntó a un maestro:
—¿Qué ha sucedido?
—Le ha pasado la rueda por el pie —respondió.
—Le ha roto el pie —dijo otro.
Es un muchacho del segundo curso, que al ir a la escuela por la calle Dora Grosa, vio a un niño del primer grado elemental, escapado de la mano de su madre, que cayó en medio de la calle a pocos pasos de un autobús que se le echaba encima, y había acudido valerosamente, cogiéndolo y poniéndolo a salvo: pero no se dio prisa en retirar el pie, y la rueda del autobús le pasó por encima. Es hijo de un capitán de artillería.
Mientras nos contaba esto, entró una señora, como loca, en el vestíbulo, abriéndose paso entre la multitud, era la madre de Roberto, a la que habían mandado llamar; otra señora salió a su encuentro y le echó los brazos al cuello, sollozando; era la madre del niño salvado. Ambas se adelantaron hacia la habitación, y se oyó un grito desesperado:
—¡Roberto, hijo mío!
En aquel momento se detuvo un carruaje delante de la puerta, y poco después apareció el director con el muchacho en brazos, pálido y con los ojos cerrados que apoyaba la cabeza en los hombros de aquel. Todos permanecieron en silencio: se oían los sollozos de la madre. El director se detuvo un momento, pálido, y levantó al muchacho con ambos brazos para mostrarlo a la gente. Y entonces, maestros y maestras, padres y muchachos, exclamaron a una:
—¡Bravo, Roberto! ¡Bravo, muchacho! —y le enviaban besos, mientras las maestras y los muchachos que estaban junto a él le besaban las manos y los brazos.
Abrió él los ojos y dijo:
—¡Mi cartera!
La madre del pequeño salvado se la enseñó, llorando, y respondió:
—Yo te la llevo, ángel querido, yo te la llevo —y, a la vez, sostenía a la madre del herido, que cubría, su rostro con las manos.
Salieron, acomodaron al muchacho en el carruaje, y este partió.
Entonces entramos todos, en silencio, a la escuela.
El muchacho calabrés
Sábado, 22.
Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Roberto, que deberá andar durante algún tiempo con muletas, entró el director con un nuevo discípulo, un muchacho de cara muy morena, de cabellos negros, de ojos también negros y grandes, con las cejas espesas y juntas; todo su atuendo era oscuro, con un cinturón de cuero negro. El director, después de haber hablado al oído con el maestro, se fue, dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba con sus ojazos negros, como atemorizado. Entonces, el maestro lo cogió de la mano y dijo a la clase:
—Debéis alegraros. Hoy entra en la escuela un pequeño italiano nacido en Reggio, en la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered mucho a vuestro compañero que viene de tan lejos. Ha nacido en una tierra gloriosa, que ha dado a Italia hombres ilustres y sigue dándole honrados labradores y soldados valientes; una de las regiones más bellas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo rico en ingenio y valor, queredlo, para que no eche de menos el estar lejos de su ciudad natal; demostradle que todo muchacho italiano, se encuentra entre hermanos en cualquier escuela italiana donde ponga el pie.1
Dicho esto, se levantó y nos señaló en el mapa de Italia el lugar donde está Reggio, en la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Derossi, que siempre obtiene el primer premio. Derossi se levantó. —Ven aquí —dijo el maestro.
Derossi salió de su banco, se acercó a la mesa y quedó enfrente del calabrés.
—Como el primero de la clase —dijo el maestro—, da un abrazo de bienvenida en nombre de todos al nuevo compañero; el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria.
Derossi abrazó al calabrés, diciendo con su voz clara:
—¡Bienvenido! —y este lo besó en ambas mejillas con entusiasmo.
Todos aplaudieron.
—¡Silencio! —gritó el maestro—, ¡en la escuela no se aplaude!
Pero se veía su satisfacción. También el calabrés estaba contento. El maestro le señaló su puesto y lo acompañó hasta el banco. Luego añadió:
—Acordaos bien de lo que os digo. Para hacer posible que un mu chacho calabrés se encuentre en Turín como en su propia casa, y que un muchacho de Turín pueda estar en Calabria como en el mismo Turín, ha tenido nuestro país que luchar durante cincuenta años, y tuvieron que morir treinta mil italianos. Todos debéis respetaros y amaros mutuamente; cualquiera de vosotros que molestase a este compañero; porque no ha nacido en nuestra provincia, se haría indigno de volver a levantar los ojos del suelo cuando pasa la bandera tricolor.
Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los que estaban a su lado le regalaron plumas y cromos, y otro muchacho, desde el último banco; le envió un sello de Suecia.
Mis compañeros
Martes, 25.
El muchacho que envió el sello al calabrés es el que más me gusta de todos. Se llama Garrone: es el mayor de la clase, tiene casi catorce años, de cabeza grande. Fornido de hombros; es bueno, se ve en su sonrisa, mas en su manera de pensar parece todo un hombre. Conozco ya a muchos de mis compañeros. Hay otro que también me agrada mucho; se llama Coretti, y lleva un jersey color chocolate y una gorra de piel: alegre siempre, hijo de un leñero que fue soldado en la guerra de 1866, en la división del príncipe Humberto, y que dicen tiene tres medallas. Está también el niño Nelli, un pobre jorobadito, endeble y descolorido. Hay otro muy bien vestido, que siempre está quitándose las motitas de la ropa. Su nombre es Votini. En el banco que está delante del mío hay un muchacho, al que llaman el Albañilito, porque su padre es albañil; de cara redonda como una manzana y con una nariz roma. Tiene una habilidad especial para poner el hocico de liebre, y todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerito muy flexible que guarda en el bolsillo como si fuera un pañuelo. Al lado del Albañilito está Garoffi, un tipo alto y delgado, con la nariz de pico de loro y unos ojos muy pequeñines, que anda siempre comerciando con plumas, estampas y cajas de cerillas, y escribe las lecciones en las uñas, para leerlas a escondidas. Hay luego un señorito, Carlo Nobis, muy orgulloso; está colocado en medio de dos muchachos que me son muy simpáticos: el hijo de un herrero, embutido en una chaqueta que le llega hasta las rodillas, tan pálido que parece siempre enfermo, y con aspecto de asustado, que jamás se ríe; y otro de cabellos rojizos, que tiene un brazo inmóvil y lo lleva suspendido del cuello; su padre se ha marchado a América y su madre es verdulera. Otro tipo muy curioso es mi vecino de la izquierda; Estardo. Pequeño y rechoncho, sin cuello apenas, gruñón, que no habla con ninguno y parece de pocas luces, pero siempre atento a lo que dice el maestro, sin pestañear siquiera, con la frente fruncida y los dientes apretados; si le preguntan cuando el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde; a la tercera da una patada. Tiene al lado un tipo descarado y malo, llamado Franti, que ya fue expulsado de otra escuela. También hay dos hermanos, vestidos igual; que parecen gemelos, y llevan ambos un sombrero a lo calabrés con una pluma de faisán. Pero el más agraciado de todos, el que posee más talento, que seguramente será el primero también este año, es Derossi; por eso el maestro, que ya se ha dado cuenta, le pregunta siempre. Yo, sin embargo, prefiero a Precossi, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga, que parece siempre enfermo; dicen que su padre le pega, es muy tímido, y siempre que pregunta o toca a alguien, dice: «perdóname», y tiene un mirar triste y bondadoso. Pero Garrone, sin embargo, es el mayor y el mejor de todos.
Un rasgo generoso
Miércoles, 26.
Precisamente esta mañana se dio a conocer Garrone. Cuando entré en clase —un poco tarde, pues me había, entretenido la maestra del primer grado superior para preguntarme a qué hora podríamos encontrarnos en casa—, el maestro no había llegado aún, y tres o cuatro muchachos atormentaban al pobre Crosi, el pelirrojo del brazo malo, cuya madre es verdulera. Le pegaban con las reglas, le arrojaban a la cara cáscaras de castañas, le ponían motes y lo remedaban, imitándolo con su brazo suspendido del cuello. Y él, completamente solo en la esquina del banco, asustado, escuchaba lo que le de cían, mirando ora a uno, ora a otro, con ojos suplicantes, para que lo dejaran en paz. Pero los otros lo vejaban cada vez más, y él comenzó a temblar y enrojecer de rabia. De pronto Franti, el descarado, saltó sobre un banco, y haciendo ademán de llevar dos cestos en los brazos, remedó a la madre de Crosi, cuando iba a esperar al hijo a la puerta, porque a la sazón se encontraba enferma. Muchos comenzaron a reírse a carcajadas. Entonces Crosi perdió la paciencia, y cogiendo un tintero se lo arrojó a la cabeza con toda su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar en el pecho del maestro, que entraba en aquel preciso momento. Todos se fueron a sus puestos y guardaron silencio, atemorizados. El maestro, pálido, desde su mesa, con voz alterada, preguntó:
—¿Quién ha sido?
Ninguno respondió. El maestro gritó de nuevo, alzando más la voz:
—¿Quién fue?
Entonces, Garrone, compadecido del pobre Crosi, se levantó de pronto, y dijo resueltamente:
—Yo he sido.
El maestro lo miró: miró también a los discípulos, atónitos: luego, con voz reposada, dijo:
—No has sido tú —y después de un momento, añadió—: El culpable
no será castigado; ¡que se levante!
Crosi se levantó y dijo entre lágrimas:
—Me estaban pegando y me insultaban, yo perdí la cabeza y tiré...
—Siéntate —dijo el maestro—, ¡que se levanten los que lo han molestado!
Se levantaron cuatro, con la cabeza baja.
—Vosotros —dijo el maestro— habéis insultado a un compañero que no os molestaba, os habéis burlado de un desgraciado, habéis pegado a un muchacho indefenso. Habéis cometido una de las acciones, más bajas y más indignas con que una persona puede mancharse. ¡Cobardes!
Dicho esto, pasó por entre los bancos, puso una mano en la barbilla de Garrone, que estaba con la vista fija en el suelo, alzó su cabeza, lo miró fijamente a los ojos y le dijo:
—¡Tienes un alma noble!
Garrone, aprovechando la ocasión, murmuró no sé qué palabras al oído del maestro, y este volviéndose hacia los cuatro culpables, dijo bruscamente:
—Os perdono.
Mi maestra de primer grado superior
Jueves, 27.
Mi maestra ha cumplido su promesa: ha venido hoy a casa en el preciso momento en que iba a salir con mi madre. Hacía un año que no la habíamos vuelto a ver por casa. Todos lo hemos celebrado. Es la de siempre: pequeña, con su velo verde en el sombrero, desgarbada en el vestir y mal peinada, porque no tiene tiempo de acicalarse; algo más descolorida que el año pasado, con algún que otro cabello blanco, y siempre tosiendo. Mi madre le ha preguntado:
—¿Y su salud, querida maestra? No se cuida usted lo suficiente.
—¡Bah!, no importa —ha respondido, con su sonrisa a la vez jovial y melancólica.
—Habla usted muy alto —añadió mi madre—, se preocupa, excesivamente de sus niños.
Es cierto, siempre se está oyendo su voz; me acuerdo de cuando iba a la escuela con ella; habla siempre, para que los niños no se distraigan, y no se sienta un solo momento. Estaba bien seguro de que vendría porque jamás se olvida de sus discípulos. Recuerda sus nombres por los años, los días del examen mensual corre a preguntar al director qué puntuación han sacado: los es pera a la salida y hace que le enseñen las composiciones, para comprobar los progresos que han hecho; van a buscarla muchos que incluso llevan ya pantalón largo y reloj. Hoy, venía muy agitada del museo, donde había llevado a sus alumnos, como en años anteriores, pues todos los jueves los dedica a esta clase de visitas, en las que les explica todas las cosas. ¡Pobre maestra, qué delgada está! Pero está tan viva como siempre y se acalora cuando habla de su escuela. Ha querido volver a ver el lecho donde hace dos años me vio tan enfermo, y que ahora es de mi hermano; se ha quedado mirándolo un buen rato y no podía hablar, de la emoción. Se ha marchado pronto para visitar a un chico de su clase, hijo de un sillero, enfermo de sarampión, y porque además tiene un montón de páginas que corregir, y debe dar aún una clase particular de aritmética a la empleada de un comercio a primeras horas de la noche.
—Bueno, Enrico —me ha dicho al despedirse—, ¿sigues queriendo a tu maestra, ahora que resuelves problemas difíciles y haces composiciones largas?
Me ha besado y ha añadido, al terminar de bajar las escaleras:
—¡No me olvides, Enrico!
¡Oh, mi buena maestra, jamás, jamás te olvidaré! Cuando sea mayor me seguiré acordando de ti e iré a verte rodeada de tus niños, y cada vez que pase junto al colegio y oiga la voz de una maestra, me parecerá oír tu voz, y volveré a recordar los dos años que pasé en tu clase, donde tantas cosas aprendí, donde te vi tantas veces enferma y cansada, pero siempre animosa, siempre indulgente, desesperada cuando uno ponía los dedos defectuosamente al escribir, temblorosa cuando los inspectores nos hacían preguntas, feliz cuando salíamos airosos, buena siempre y amorosa como una madre. ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra querida!
En una buhardilla
Viernes, 28.
Ayer tarde fui con mi madre y con mi hermana Silvia a llevar la ropa blanca a la mujer que la necesitaba según el periódico: yo llevaba el paquete, Silvia, el diario con las iniciales del nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta, hasta un corredor largo con muchas puertas. Mi madre llamó en la última; nos abrió una mujer aún joven, rubia y macilenta, que al momento me pareció haber visto ya otras veces con aquel mismo pañuelo azul en la cabeza.
—¿Es usted la señora a que se refiere el periódico? —preguntó mi madre.
—Sí, señora: yo soy.
—Pues bien, hemos venido a traerle un poco de ropa blanca.
La pobre mujer no acababa de darnos las gracias y colmarnos de bendiciones. Mientras tanto, yo vi en la esquina de la desnuda y oscura habitación a un muchacho arrodillado ante una silla, de espaldas a nosotros, y que parecía estar escribiendo: y, efectivamente, escribía con el papel sobre la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las arreglaba para escribir en la oscuridad? Mientras decía esto para mis adentros, reconocí los cabellos rubios y la chaqueta de fustán de Crosi, el hijo de la verdulera, el del brazo malo. Se lo dije a mi madre, en voz baja, mientras la mujer recogía la ropa.
—Calla —respondió mi madre—, puede que le dé vergüenza al verte dar una limosna a su madre, no lo llames.
Pero en aquel momento Crosi se volvió, sonriente, yo me quedé perplejo, y entonces mi madre me empujó para que corriese a abrazarlo. Lo abracé; él se levantó y me cogió la mano.
—Aquí me tiene —decía en aquel momento su madre a la mía—, sola con mi hijo; mi marido hace seis años que está en América, y yo, por añadidura, enferma, sin poder llevar la verdura para ganar un poco de dinero. Ni siquiera hemos podido conservar una mesita para que el pobre Luisito pueda trabajar. Cuando tenía abajo el banco, en el vestíbulo, al menos podía escribir sobre él; pero ahora me lo han quitado. Ni siquiera un poco de luz para que estudie sin echarse a perder la vista. Y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el Ayuntamiento le da libros y cuadernos. ¡Pobre Luisito, con lo que le gusta estudiar! ¡Qué mujer tan infeliz soy!
Mi madre le dio todo lo que llevaba en el bolso, besó al muchacho, y casi lloraba cuando salimos. Qué razón tenía al decirme:
—Mira ese pobre muchacho en qué condiciones se ve obligado a trabajar, ¡y a ti, con todas las comodidades, aún te parece duro el estudio! ¡Ay, Enrico mío, tiene más mérito su trabajo de un día que el tuyo durante todo un año! ¿A cuál de los dos deberían darle los premios…?
La escuela
Viernes, 28.
«Sí, querido Enrico, el estudio es duro para ti, como dice tu madre; aún no te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y aquella cara sonriente que quisiera. Aún te muestras reacio. Pero escucha: piensa un poco, ¡qué desgra-ciados y despreciables serían tus días si no fueras a la escuela! Al cabo de una semana suplicarías volver a ella, devorado por el hastío y la vergüenza, harto de tus diversiones y tus juegos. Todos, todos estudian ahora, Enrico. Piensa en los obreros que van a la escuela por la noche, después de haber estado trabajando todo el día; en las mujeres y las muchachas del pueblo que van a la escuela el domingo, después de haber trabajado toda la semana; en los soldados que cogen los libros y los cuadernos cuando vuelven agotados de sus ejercicios; piensa en los muchachos mudos y en los ciegos, que también estudian; y hasta en los presos, que también aprenden a leer y a escribir. Piensa por la mañana, cuando sales de casa, que en aquel mismo momento, en tu misma ciudad, otros muchos niños van como tú a encerrarse durante tres largas horas en una clase para estudiar. ¡Piensa en los innumerables niños que, poco más o menos a esa misma hora, van a la escuela en todos los países; míralos con la imaginación cómo van por las callejuelas solitarias de la aldea, por las concurridas calles de la ciudad, a lo largo de la orilla del mar y de los lagos, bajo un sol ardiente o entre la niebla, embarcados en los países cruzados por canales, a caballo a través de las grandes llanuras, en trineos sobre la nieve, por valles y por colinas, a través de los bosques y los torrentes, subiendo por los solitarios senderos de las montañas, solos, por parejas, en grupos, formando largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil maneras, hablando infinidad de lenguas; desde las más alejadas escuelas de Rusia, casi perdidas entre los hielos, hasta las últimas escuelas de Arabia, a la sombra de las palmeras, millones y millones van a aprender las mismas cosas bajo cien formas distintas, imagínate este vastísimo movi-miento del que formas parte, y piensa: «Si este movimiento cesase, la huma-nidad volvería a caer en la barbarie: este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo». ¡Ánimo, pues, pequeño s oldado de este inmenso ejército! Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla es la tierra entera, y la victoria, la civilización humana. ¡No seas un soldado cobarde, Enrico mío!
Tu padre».
El pequeño patriota paduano
Sábado, 29.
No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos refiriese todos los días un cuento como el de esta mañana.
Todos los meses, dice, nos contará uno, nos lo dará por escrito, y será siempre el relato de una acción bella y real, llevada a cabo por un niño. «El pequeño patriota paduano» se titula el de hoy. Helo aquí:
Un buque francés salió de Barcelona, ciudad de España, para Génova, llevando a bordo franceses, italianos, españoles y suizos. Había entre ellos un muchacho de once años, mal vestido, solo, que siempre se mantenía aislado; como un animal salvaje, mirando a todos torvamente. Y le sobraba razón para mirarlos de esa manera. Dos años antes, su padre y su madre, labradores de los alrededores de Padua, lo habían vendido al jefe de una compañía de titiriteros, el cual, después de enseñarle a hacer varios juegos a fuerza de puñetazos, de patadas y ayunos, lo había llevado por Francia y por España, pegándole siempre y sin quitarle el hambre jamás. Al llegar a Barcelona, no pudiendo soportar más los golpes y el hambre, reducido a un estado lastimoso, había huido de su verdugo y pedido protección al cónsul de Italia, el cual, compadecido, lo había embarcado en aquel buque dándole una carta para el jefe de la policía de Génova, que debía enviarlo a sus padres, a aquellos padres que lo habían vendido como una bestia. El pobre muchacho estaba harapiento y enfermucho. Le habían dado un camarote de segunda clase. Todos lo miraban, algunos le preguntaban; pero no respondía, y parecía que odiaba a todos: ¡tanto le habían exasperado y entristecido las privaciones y las golpes! Al fin, tres viajeros, a fuerza de insistir, lograron hacerle hablar, y en pocas palabras, toscamente dichas, mezcla de veneciano, español y francés, les contó su historia. No eran italianos aquellos viajeros, pero le comprendieron, y, en parte por compasión, en parte excitados por el vino, le dieron algún dinero, bromeando e insistiendo para que les contase otras cosas. Habiendo entrado en la sala en aquel momento algunas señoras, los tres, para darse tono, le dieron aún más dinero, gritando:
—¡Toma, toma más! —y hacían sonar las monedas sobre la mesa.
El muchacho las guardó todas en el bolso dando las gracias a media voz, con su aspecto huraño, pero con una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Luego subió a su litera, corrió las cortinas y se quedó pensando en las vicisitudes de su vida. Con aquel dinero podía comer algún buen bocado a bordo, después de dos años en los que apenas si comía pan; podía comprarse una chaqueta, apenas desembarcara en Génova, después de dos años que no llevaba más que harapos; y podía también llevarlo a su casa y hacer que su padre y su madre lo acogieran mejor de lo que lo hubieran hecho de ir con los bolsillos vacíos. Aquel dinero representaba para él una pequeña fortuna; en esto pensaba consolándose tras las cortinas de su camarote. Mientras, los tres viajeros conversaban, sentados a la mesa en medio de la sala de segunda clase. Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían visitado, y de conversación en conversación llegaron a hablar de Italia. El uno comenzó a quejarse de sus fondas, el otro de los ferrocarriles; luego, todos a la vez, animándose, se pusieron a hablar mal de todo. Uno hubiera preferido viajar a Laponia; otro decía que en Italia no había encontrado más que estafadores y bandidos; el tercero, que los empleados italianos no sabían leer.
—Un pueblo ignorante —repitió el primero.
—Sucio —añadió el segundo.
—La... —exclamó el tercero.
Quería decir, ladrón, pero no pudo terminar la palabra. Una tempestad de monedas cayó sobre sus cabezas y sus espaldas, saltando sobre la mesa y el pavimento, con infernal ruido. Los tres se levantaron furiosos, mirando hacia arriba, y entonces otro puñado de monedas les cayó encima.
—Recobrad vuestro dinero —dijo con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya—; yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria.
El deshollinador
Martes, 1.
Ayer por la tarde fui al colegio de niñas, cercano al nuestro, para entregar el cuento del muchacho paduano a la maestra de Silvia, que lo quería leer. ¡Setecientas muchachas hay allí! Cuando llegué comenzaban a salir llenas de alegría por las vacaciones de los días de todos los santos y de difuntos, cuando he aquí la hermosa escena que presencié. Enfrente de la puerta del colegio, en la otra acera, estaba, con un brazo apoyado en el muro y la frente sobre el brazo, un deshollinador muy pequeño, con la cara toda negra, con su saco y su raspador, que lloraba a lágrima viva, sollozando. Se le acercaron dos o tres niñas del segundo curso y le preguntaron:
—¿Qué tienes, que lloras de esa manera?
Pero él no respondía y continuaba llorando.
—Pero di lo que te pasa; ¿por qué lloras? —repitieron las niñas.
Entonces él apartó su cara del brazo, una cara de niño, y dijo gimiendo, que había estado en varias casas, limpiando chimeneas y había ganado seis reales, pero los había perdido, pues se le habían caído por el agujero de un bolsillo, y enseñaba el agujero, y no se atrevía ahora a volver a casa sin el dinero.
—El amo me pegará —decía sollozando, y apoyó de nuevo la cabeza en su brazo como un desesperado.
Las niñas se quedaron mirándolo muy serias. Mientras tanto se habían acercado otras muchachas, mayores y pequeñas, pobres y acomodadas, con sus carteras bajo el brazo, y una de las mayores, que llevaba una pluma azul en el sombrero, sacó del bolsillo diez céntimos y dijo:
—Yo no tengo más: hagamos una colecta.
—Yo tengo diez céntimos —dijo otra que vestía de encarnado—: entre todas lograremos reunir lo que falta. Entonces comenzaron a llamarse:
—¡Amalia!, ¡Luisa!, ¡Anita!, ¡dinero! ¿Quién tiene dinero? ¡Venga dinero!
Muchas lo tenían para comprar flores o cuadernos, y lo entregaron enseguida. Algunas más pequeñas solo pudieron dar un céntimo. La de la pluma azul lo recogía todo, y lo contaba en voz alta:
—¡Ocho, diez, quince!
Pero hacía falta más. Entonces llegó la mayor de todas, que parecía una maestrita, y dio dos reales, mientras todas la aplaudían. Pero faltaban aún veinticinco céntimos.
—Ahora vienen las de cuarto, que tienen —dijo una.
Llegaron las de cuarto y llovían las monedas. Todas se arremolinaban. ¡Qué hermoso espectáculo ver al pobre deshollinador rodeado de todos aquellos vestidos de tantos colores, de aquel vaivén de plumas, de lazos y de rizos! Los seis reales estaban ya reunidos y aún seguían dando: y las más pequeñas, que no tenían dinero, se abrían paso entre las mayores llevando sus ramos de flores, para darle también algo. De pronto llegó la portera, gritando:
—¡La señora directora!
Las muchachas escaparon por todas partes como una bandada de gorriones. Y entonces, el pequeño deshollinador se encontró solo en medio de la calle, enjugándose los ojos, lleno de alegría con las manos repletas de dinero, y en los ojales de la chaqueta, en los bolsillos, en el sombrero, muchos ramitos de flores, e incluso por el suelo, a sus pies.
El día de difuntos
Miércoles, 2.
«Este día está consagrado a la conmemoración de los difuntos. ¿Sabes. Enrico, a qué difuntos debéis dedicar un recuerdo en este día, vosotros los niños? A los que murieron por vosotros, por los muchachos y niños. ¡Cuántos han muerto, y cuántos mueren de continuo! ¿Has pensado alguna vez cuántos padres consumieron su vida en el trabajo, cuántas madres bajaron a la tumba antes de tiempo, consumidas por las privaciones a que se condenaron para poder sostener a sus hijos? ¿Sabes cuántos hombres se clavaron un puñal en el corazón, desesperados de ver a sus propios hijos en la miseria, y cuántas madres se suicidaron, murieron de dolor o enloquecieron por haber perdido a un hijo? Piensa en todos estos muertos, Enrico, en este día. Piensa en las maestras que han muerto jóvenes, consumidas de tisis por las fatigas de la escuela, por amor a los niños, de los que no tuvieron el valor de separarse; piensa en los médicos que murieron de enfermedades contagiosas, desafiándolas valerosamente para curar a los niños; piensa en todos aquellos que en los naufragios, en los incendios, en los momentos de penuria, en los peligros supremos, cedieron a la infancia el último pedazo de pan, la última tabla de salvamento, la última cuerda para escapar de las llamas, y murieron contentos de su sacrificio, que preservaba la vida de un pequeño inocente. Son innumerables, Enrico, estos muertos, todos los cementerios guardan centenares de estas criaturas santas, que si pudieran levantarse un momento del sepulcro gritarían el nombre de un niño, al cual sacrificaron los placeres de la juventud, la paz de la vejez, sus afectos, la inteligencia y la vida; esposas en sus veinte abriles, hombres en la flor de la edad, ancianos octogenarios, jovencitos —mártires heroicos y anónimos de la infancia— tan grandes y tan nobles, tan numerosos, que la tierra no produce flores suficientes para adornar sus sepulcros. ¡Tanto se quiere a los niños! ¡Piensa hoy con gratitud en estos muertos, y serás mejor, más cariñoso con todos los que te quieren y trabajan por ti, hijo mío querido y afortunado, que en el día de los difuntos no tienes aún que llorar a nadie!
Tu madre».
Mi amigo Garrone
Viernes, 4.