AL ALCANZAR LA ESQUINA de Via dei
Mercanti, el secretario, haciendo un amplio ademán, se quitó el
sombrero y saludó al ingeniero Ginoni que le respondió con su
acostumbrado: «¡Buenos días, querido secretario!». Después enfiló
la Via San Francesco di Assisi para regresar a casa. Faltaban
veinte minutos para que dieran las nueve y estaba casi convencido
de que iba a encontrar por la escalera al objeto de sus
deseos.
A diez pasos del portón, se topó
en la acera con el profesor Fassi, el bigotudo instructor de
gimnasia, que estaba leyendo unas pruebas de imprenta. Se detuvo y,
mostrándole los folios, le dijo que estaba hojeando el borrador de
un artículo sobre la barra fija que la maestra Pedani había escrito
para la revista de gimnasia Nueva Competición, de la cual él era
uno de los principales redactores.
—Está bien lo que dice —añadió—.
Sólo tengo que hacer algún que otro retoque.
¡Desde luego, ésta sí que es una
buena maestra de gimnasia! No lo digo por el hecho de que a su vez
escriba, que cada uno tiene sus facultades y además… en la gimnasia
como ciencia, el cerebro de una mujer no tiene éxito, ya se sabe…
Lo digo porque poniéndola en práctica, no tiene rival. La madre
naturaleza le ha dado dotes para ello: las proporciones del
esqueleto más perfectas que he visto en mi vida y una caja torácica
que es una maravilla. La observé ayer mientras se ejercitaba
haciendo una rotación de busto y tiene la flexibilidad de una niña
de diez años. ¡Que me vengan a decir los amantes de la estética que
la gimnasia deforma al sexo débil! Maneja las mancuernas como un
hombre, y tiene el brazo de mujer más bonito que se ha visto bajo
el sol. ¡Si usted lo viese desnudo! Mis respetos.
Así cortaba bruscamente la
conversación para imitar al célebre Baumann, el gran gimnasiarca,
como él lo llamaba, que era su Dios. El secretario se quedó
pensativo.
Aquel maestro cruel, sin saberlo,
lo estaba atormentando desde hacía tiempo con aquellas
comparaciones, describiendo la fuerza y la belleza de la maestra en
la que él ya pensaba demasiado. Aquellas dos imágenes de la
rotación de busto y el brazo
desnudo habían incrementado la
agitación con la que afrontaba siempre la escalera cuando esperaba
encontrarse con su vecina.
Acometió los primeros peldaños
con paso lento y ligero, agudizando el oído y, cuando alcanzó el
primer rellano, oyó unos pies deslizarse sobre su cabeza y sintió
cómo la sangre inundaba sus mejillas. Eran la maestra Pedani y la
maestra Zibelli que bajaban juntas, como siempre, para ir a la
escuela. Reconoció la voz de contralto de la primera.
Cuando se encontraron frente a
frente, en medio del segundo tramo de escalera, el secretario se
detuvo quitándose el sombrero y, en vez de mirar a la Pedani,
dominado por la timidez, miró, como hacía siempre, a su compañera,
que una vez más se hizo ilusiones de ser ella la causa de su
turbación, y lo animó con una cariñosa sonrisa. Mantuvieron el
típico diálogo estúpido, propio de esas situaciones.
—¿Tan temprano van a la escuela?
—balbuceó.
—No es tan temprano —respondió
con voz dulce la maestra Zibelli—, son casi las nueve menos
cuarto.
—Creía que eran… las ocho y
media.
—Nuestros relojes van mejor que
el suyo.
—Puede ser. ¡Hay una niebla esta
mañana!
—A veces… Esperemos. Y… será un
placer volver a verlas.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Una vez superada la escalera, el
secretario se volvió rápidamente y aún tuvo tiempo de echar una
última mirada furtiva a los bellos hombros y el brazo poderoso de
la Pedani, justo en el momento que la Zibelli se volvía para
lanzarle a él una mirada sonriente, sin que su amiga se diera
cuenta.
Entonces tomó una determinación.
No, no podía continuar así; el ridículo que había hecho una vez más
en su presencia le daba el último empujón para tomarla. No podía
proseguir con ese deseo tormentoso en su cuerpo, exacerbado por
aquellos encuentros diarios, en los cuales no conseguía ni siquiera
darse el gusto de mirarla. Estaba decidido: le mandaría la carta
que guardaba desde hacía una semana en la mesa; estaba dispuesto a
recibir su sentencia de vida o de muerte.
Cuando llegó al segundo piso,
abrió la puerta con un golpe decidido y fue derecho a la habitación
de su tío, el comendador Celzani, dueño de la casa, para pagarle
los alquileres que había cobrado en su otro inmueble de Vanchiglia
y marcharse inmediatamente a releer por última vez la carta que iba
a decidir su destino. Pero a un paso de la puerta oyó dos voces en
la habitación. Se detuvo y, poniendo el ojo en el hueco de la
cerradura, vio en compañía del casero a un hombre, al que conocía
desde hacía tiempo, bajo y gordo con la cara ancha, imberbe y
rugosa propia de un muchacho envejecido e hinchado repentinamente y
un peluquín negro torcido. Era el director general de las escuelas
municipales que, al pasar por las mañanas por Via San Francesco
para ir a la oficina, subía de vez en cuando a saludar al
comendador con el cual había estrechado una amistad íntima hacía
ocho años, cuando era asesor suplente en la enseñanza pública. No
obstante, desconfiando de todo bicho viviente desde que ocultaba en
su corazón el secreto de aquella pasión, el secretario se puso a
escuchar a escondidas apostado en la puerta, con la sospecha de que
estuviesen
hablando de él. Se tranquilizó un
poco al oír que el director se refería, como era su costumbre, a
las grandes dificultades y los delicados asuntos propios de su
cargo relacionados con las maestras.
—Entiéndame —decía con voz
asmática y lenta—, van a dar clase a casa de familias nobles,
tienen conocidos entre diputados y senadores, algunas incluso se
relacionan con altos cargos del Ministerio. Hay que proceder con
cautela. A veces les apoya incluso la casa de Su Majestad. Es muy
fácil alborotar un avispero. Es un cargo, sabe usted, que requiere
el tacto y la delicadeza… que pocos tienen. Consiste en dirigir una
familia de unas doscientas cincuenta a trescientas señoritas, entre
jóvenes, maduras, casadas y viudas, procedentes de todas las clases
sociales, y con ellas un colectivo de directoras que… sería más
cómodo tenérselas que ver con las treinta princesas de la casa
Hohenzollern. No se hace una idea de las preocupaciones que me dan
entre amores, enfermedades, matrimonios, lunas de miel, exámenes,
puerperios, rivalidades, altercados con superiores y parientes…
Créame que a veces me daría de cabezazos contra la pared.
Y prosiguió así divagando. El
secretario, completamente tranquilizado, se apartó y esperó. En
cuanto el director salió, entró a ver a su tío, que seguía sentado
en la butaca envuelto en su bata, con sus profundos y dulces ojos
azules clavados en la bóveda, como absorto en contemplaciones
celestiales y, rindiendo cuentas de su trabajo, le puso sobre la
mesa los billetes. Le hizo un gesto de aprobación con su gran
cabeza blanca, sin hablar, como era su costumbre, y, volviendo a
perder la mirada, se quedó de nuevo ensimismado. Entonces el
secretario se marchó de puntillas, entró en su habitación y sacó de
un cajón cerrado una carta de cuatro carillas escritas con una
caligrafía perfecta. La volvió a leer con atención, la metió de
nuevo en el sobre con esmero, pegó cuidadosamente un sello y salió
de casa sin hacer ruido. Cuando llegó a la esquina de la calle, se
quedó un rato indeciso con la mano levantada ante el buzón y luego
dejó caer su carta. Después respiró profundamente. La suerte estaba
echada. Sólo quedaba encomendarse a Dios.
EL SECRETARIO CELZANI apenas
superaba los treinta años, pero su compostura y sus modales eran
propios de un hombre de cincuenta, con la figura de un notario de
comedia, o de un preceptor clerical de casa patricia. Se quedó
huérfano cuando era un muchacho y lo recogió un tío materno,
párroco de pueblo, que lo crió en la sacristía y después lo metió
en el seminario para que se hiciera cura. Pero una vez muerto el
párroco, que le dejó un pequeño peculio, lo sacó del seminario y se
lo llevó a casa su tío Celzani, viudo sin hijos, para que le
hiciera de secretario y le llevara el trabajo de campo; tareas en
las que mostraba una honradez y una diligencia verdaderamente
ejemplares. Frecuentaba la iglesia, hablaba con los curas, y de los
curas conservaba ciertos ademanes y modales como el de poner a
menudo una mano sobre la otra apretadas contra el pecho, la
aversión a los bigotes y a la barba y la costumbre de vestir de
oscuro. Pero no era beato y presumía sin mentir de ser patriota y
liberal. No obstante, a causa de su apariencia, todos los
inquilinos de la casa hacía años que lo llamaban en broma don
Celzani. Y aunque encontraban en él una ligera sombra de ridiculez,
lo estimaban y lo querían porque era cortés y servicial, tímido y
respetuoso con todos y una persona equilibrada. Aunque su paciencia
se viera sometida a la más dura prueba, la exclamación más
altisonante que se le podía oír era la de: «¡Alabado sea Dios!»,
que profería levantando los ojos al cielo y abriendo los brazos en
acto de invocación. Pero había una parte de su naturaleza que
ninguno conocía. Bajo aquella compostura de cura disfrazado se
escondía un temperamento físico vivaz, una fuerte sensualidad
reprimida no por hipocresía, sino en parte por timidez y en parte
por sentimiento de decoro que disimulaba, sobre todo, con aire de
profunda meditación. Cualquiera que viera por la calle a diez pasos
delante a aquel hombre vestido de negro, ligeramente encorvado, con
su lacio pelo oscuro, la piel lisa, unos ojos tan pequeños que
desaparecían tras su sonrisa, la nariz de asceta larga y delgada,
aquellos andares que buscaban cómo hacerse más pequeño y la mirada
siempre vuelta hacia el suelo, sería incapaz de creer que no se le
escapara a su vista un piececillo desnudo sobre el pescante de una
carroza, una fotografía licenciosa en un escaparate, una pareja de
tortolitos en un portal, o un objeto o imagen que pudiese excitar
los sentidos. Todo lo más, un buen observador podía llegar a
vislumbrar su temperamento fijándose en su gran boca inquieta, que
parecía formada por dos serpentines color bermellón, y en las
oleadas de sangre que, cuando ciertos pensamientos se le venían a
la cabeza, teñían por un instante su rostro y su cuello. Sin lugar
a dudas, el buen alma de su fallecido tío cura no podía vigilar
todos sus pasos. Pero su conducta era tan digna y prudente que
incluso quienes conocían bien sus hábitos eran incapaces de
detectar nada que los indujese a sospechar que él no era lo que
parecía, en lo concerniente a estos asuntos. Por lo demás, poseía
una naturaleza de ésas cuya sensualidad escapa a lo vulgar, que no
se abandonan al vicio porque no se sacian con él y están hechas
para encontrar la satisfacción sólo en la posesión, segura y
honesta, de un único ser, para nada ajena al afecto: una naturaleza
amorosa que, lejos de ser meramente sensual, espera y busca,
frenándose sin gran esfuerzo
hasta que encuentra la
encarnación del ideal físico y moral que se esconde en su mente, y
con el cual se contenta quizás con más dificultad que otros hombres
más fríos y refinados a los que no ciega el fuego de la
pasión.
POR FIN HABÍA ENCONTRADO su ideal
en la maestra Pedani, que era lombarda y había llegado hacía tres
meses, a principios de diciembre, a vivir al barrio con su colega
Zibelli, en el tercer piso de aquella casa, frente a la puerta del
maestro Fassi, el cual la había empujado a ir allí para asegurarse
mejor su preciosa cooperación en la revista Nueva Competición.
Aquella joven de veintisiete años alta y robusta, «ancha de hombros
y estrecha de cintura», modelada como una estatua, rebosante de
salud y fuerza por todo su cuerpo, que podría ser bellísima de no
ser por la naricilla inacabada, y la expresión del rostro y los
andares demasiado viriles que adoptaba, desde su primera aparición
le había hecho pensar que era la persona tanto tiempo deseada y
esperada. Era el tipo de mujer que había acariciado en sus sueños
ardientes de seminarista, la figura que había anhelado confusamente
durante toda su fogosa juventud castigada. La primera vez que subió
a su casa a pedirle el alquiler anticipado del trimestre, no fue
capaz de contar los billetes de cinco que ella le había puesto en
fila sobre la cómoda. Desde aquel día su pasión fue creciendo a
fogonazos. Y en cuanto comprendió por su comportamiento que tenía
un carácter vigoroso y tranquilo, que su rechazo hacia toda
coquetería le impedía advertir la impresión que producía en los
demás la presencia de su persona, que no dejaba espacio alguno a la
esperanza de ligerezas ni caprichos, su pensamiento se fue derecho
y decidido al matrimonio como único modo posible de apagar su
deseo. Por otro lado, a pesar de su ardor, era capaz de vislumbrar
las dificultades que lógicamente iba a plantear su tío en contra de
un matrimonio con una maestra sin fortuna y sola. Pero la esperanza
de que el no no fuera definitivo, se veía alimentada en parte por
la idea de que parecía haber prendido en el comendador una pasión
singular, la única que él le conocía: un espíritu muy activo de
propaganda a favor de la gimnasia educativa, que había promocionado
al máximo durante su breve estancia como asesor en la enseñanza,
propaganda de la que se había desligado después, aunque guardando
una viva y constante simpatía por todos los espectáculos
gimnásticos de escuelas, colegios, institutos, academias y
exámenes, de los que no se perdía uno, pues era invitado a todos
ellos en calidad de uno de los primeros y más loables fundadores
del Gimnasio de Turín. Había sido justamente esta simpatía por la
gimnasia la que le había inducido a reducir en un tercio el
alquiler al maestro Fassi, al que había conocido hacía muchos años
en el Gimnasio, y a acordar el mismo favor con la señorita Pedani,
maestra de gimnasia en varios institutos, conocida por su valía
como profesora y por sus entretenidos artículos en las revistas
técnicas. El secretario pensaba que ese mismo sentimiento que le
había movido a bajarle el alquiler a la inquilina, haría debilitar
su oposición al matrimonio. Desde este punto de vista no era, por
tanto, la dificultad más grave. La peor era arriesgarse a
declararle abiertamente su pasión. Algo a lo que se había opuesto
tajantemente durante tres meses su invencible timidez, derivada
sobre todo de la gran inferioridad que reconocía en sí mismo frente
a la maestra desde el punto de vista de las cualidades externas de
la persona. Desde hacía tres meses, conocedor al dedillo del
horario de todas sus clases, se las ingeniaba todos los días, y más
de una
vez al día, para salir o entrar
en casa justo en aquellos momentos para encontrársela por las
escaleras y abrirle su corazón. Se la había encontrado cientos de
veces pero lo único que conseguía hacer salir de su boca eran las
típicas palabras banales y sosas. Y no le servía de nada prepararse
antes la frase, atizarse precipitadamente dos copas de Caluso, o
buscar el coraje en el sentimiento de honestidad de sus fines:
cuando se encontraba frente a aquella muchacha, alta y fuerte, daba
igual que estuviera en el escalón de arriba o en el de abajo,
siempre se veía dominado como por una figura colosal. Entonces toda
su ficticia osadía se derrumbaba, sin que la mayoría de las veces
se atreviese ni siquiera a apartar la vista del contorno de su
bella cintura o de sus estupendos hombros para levantarla hasta su
rostro. Quizás ni siquiera había sido capaz de hacerle adivinar su
pasión, en vista de la tranquilidad y la desenvoltura jovial con la
que ella siempre lo saludaba y le hablaba. Y así vivía rumiando su
amor, añadiendo día tras día una nueva imagen excitante a la
interminable colección de posturas, tonos de voz, movimientos y
serpenteos de su cuerpo que llevaba grabados a fuego en su cabeza y
repasaba constantemente, meditando sobre cada uno de ellos y
saboreándolos con una voluptuosidad y un tormento que iban en
aumento y no le daban tregua. Finalmente no pudo soportarlo más y
escribió la carta.