Amor y gimnasia - Edmundo De Amicis - E-Book

Amor y gimnasia E-Book

Edmundo De Amicis

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Beschreibung

Amor y gimnasia ofrece la cara más humorística e irónica de Edmondo de Amicis, el escritor italiano que tantas lágrimas ha hecho llorar a millones de lectores en todo el mundo con su novela Corazón. También aquí hay un trasfondo educativo, que en este caso versa en torno a los maestros de gimnasia, magníficamente representados por la atractiva y atlética señorita Pedani, que atrae la atención de los vecinos de la casa turinesa donde vive. Los saltos y acrobacias de la Pedani no dejan impasible a nadie, pero sobre todo vuelven loco de amor a su vecino de abajo, el secretario Celzani, de gran corazón pero de escasa apostura debido sobre todo a los ademanes adquiridos en la sacristía donde lo educó un cura tío suyo.

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Edmondo de Amicis

AMOR Y GIMNASIA

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-420-6

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-420-6
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Indice

AMOR Y GIMNASIA

AMOR Y GIMNASIA

AL ALCANZAR LA ESQUINA de Via dei Mercanti, el secretario, haciendo un amplio ademán, se quitó el sombrero y saludó al ingeniero Ginoni que le respondió con su acostumbrado: «¡Buenos días, querido secretario!». Después enfiló la Via San Francesco di Assisi para regresar a casa. Faltaban veinte minutos para que dieran las nueve y estaba casi convencido de que iba a encontrar por la escalera al objeto de sus deseos.
A diez pasos del portón, se topó en la acera con el profesor Fassi, el bigotudo instructor de gimnasia, que estaba leyendo unas pruebas de imprenta. Se detuvo y, mostrándole los folios, le dijo que estaba hojeando el borrador de un artículo sobre la barra fija que la maestra Pedani había escrito para la revista de gimnasia Nueva Competición, de la cual él era uno de los principales redactores.
—Está bien lo que dice —añadió—. Sólo tengo que hacer algún que otro retoque.
¡Desde luego, ésta sí que es una buena maestra de gimnasia! No lo digo por el hecho de que a su vez escriba, que cada uno tiene sus facultades y además… en la gimnasia como ciencia, el cerebro de una mujer no tiene éxito, ya se sabe… Lo digo porque poniéndola en práctica, no tiene rival. La madre naturaleza le ha dado dotes para ello: las proporciones del esqueleto más perfectas que he visto en mi vida y una caja torácica que es una maravilla. La observé ayer mientras se ejercitaba haciendo una rotación de busto y tiene la flexibilidad de una niña de diez años. ¡Que me vengan a decir los amantes de la estética que la gimnasia deforma al sexo débil! Maneja las mancuernas como un hombre, y tiene el brazo de mujer más bonito que se ha visto bajo el sol. ¡Si usted lo viese desnudo! Mis respetos.
Así cortaba bruscamente la conversación para imitar al célebre Baumann, el gran gimnasiarca, como él lo llamaba, que era su Dios. El secretario se quedó pensativo.
Aquel maestro cruel, sin saberlo, lo estaba atormentando desde hacía tiempo con aquellas comparaciones, describiendo la fuerza y la belleza de la maestra en la que él ya pensaba demasiado. Aquellas dos imágenes de la rotación de busto y el brazo
desnudo habían incrementado la agitación con la que afrontaba siempre la escalera cuando esperaba encontrarse con su vecina.
Acometió los primeros peldaños con paso lento y ligero, agudizando el oído y, cuando alcanzó el primer rellano, oyó unos pies deslizarse sobre su cabeza y sintió cómo la sangre inundaba sus mejillas. Eran la maestra Pedani y la maestra Zibelli que bajaban juntas, como siempre, para ir a la escuela. Reconoció la voz de contralto de la primera.
Cuando se encontraron frente a frente, en medio del segundo tramo de escalera, el secretario se detuvo quitándose el sombrero y, en vez de mirar a la Pedani, dominado por la timidez, miró, como hacía siempre, a su compañera, que una vez más se hizo ilusiones de ser ella la causa de su turbación, y lo animó con una cariñosa sonrisa. Mantuvieron el típico diálogo estúpido, propio de esas situaciones.
—¿Tan temprano van a la escuela? —balbuceó.
—No es tan temprano —respondió con voz dulce la maestra Zibelli—, son casi las nueve menos cuarto.
—Creía que eran… las ocho y media.
—Nuestros relojes van mejor que el suyo.
—Puede ser. ¡Hay una niebla esta mañana!
—A veces… Esperemos. Y… será un placer volver a verlas.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Una vez superada la escalera, el secretario se volvió rápidamente y aún tuvo tiempo de echar una última mirada furtiva a los bellos hombros y el brazo poderoso de la Pedani, justo en el momento que la Zibelli se volvía para lanzarle a él una mirada sonriente, sin que su amiga se diera cuenta.
Entonces tomó una determinación. No, no podía continuar así; el ridículo que había hecho una vez más en su presencia le daba el último empujón para tomarla. No podía proseguir con ese deseo tormentoso en su cuerpo, exacerbado por aquellos encuentros diarios, en los cuales no conseguía ni siquiera darse el gusto de mirarla. Estaba decidido: le mandaría la carta que guardaba desde hacía una semana en la mesa; estaba dispuesto a recibir su sentencia de vida o de muerte.
Cuando llegó al segundo piso, abrió la puerta con un golpe decidido y fue derecho a la habitación de su tío, el comendador Celzani, dueño de la casa, para pagarle los alquileres que había cobrado en su otro inmueble de Vanchiglia y marcharse inmediatamente a releer por última vez la carta que iba a decidir su destino. Pero a un paso de la puerta oyó dos voces en la habitación. Se detuvo y, poniendo el ojo en el hueco de la cerradura, vio en compañía del casero a un hombre, al que conocía desde hacía tiempo, bajo y gordo con la cara ancha, imberbe y rugosa propia de un muchacho envejecido e hinchado repentinamente y un peluquín negro torcido. Era el director general de las escuelas municipales que, al pasar por las mañanas por Via San Francesco para ir a la oficina, subía de vez en cuando a saludar al comendador con el cual había estrechado una amistad íntima hacía ocho años, cuando era asesor suplente en la enseñanza pública. No obstante, desconfiando de todo bicho viviente desde que ocultaba en su corazón el secreto de aquella pasión, el secretario se puso a escuchar a escondidas apostado en la puerta, con la sospecha de que estuviesen
hablando de él. Se tranquilizó un poco al oír que el director se refería, como era su costumbre, a las grandes dificultades y los delicados asuntos propios de su cargo relacionados con las maestras.
—Entiéndame —decía con voz asmática y lenta—, van a dar clase a casa de familias nobles, tienen conocidos entre diputados y senadores, algunas incluso se relacionan con altos cargos del Ministerio. Hay que proceder con cautela. A veces les apoya incluso la casa de Su Majestad. Es muy fácil alborotar un avispero. Es un cargo, sabe usted, que requiere el tacto y la delicadeza… que pocos tienen. Consiste en dirigir una familia de unas doscientas cincuenta a trescientas señoritas, entre jóvenes, maduras, casadas y viudas, procedentes de todas las clases sociales, y con ellas un colectivo de directoras que… sería más cómodo tenérselas que ver con las treinta princesas de la casa Hohenzollern. No se hace una idea de las preocupaciones que me dan entre amores, enfermedades, matrimonios, lunas de miel, exámenes, puerperios, rivalidades, altercados con superiores y parientes… Créame que a veces me daría de cabezazos contra la pared.
Y prosiguió así divagando. El secretario, completamente tranquilizado, se apartó y esperó. En cuanto el director salió, entró a ver a su tío, que seguía sentado en la butaca envuelto en su bata, con sus profundos y dulces ojos azules clavados en la bóveda, como absorto en contemplaciones celestiales y, rindiendo cuentas de su trabajo, le puso sobre la mesa los billetes. Le hizo un gesto de aprobación con su gran cabeza blanca, sin hablar, como era su costumbre, y, volviendo a perder la mirada, se quedó de nuevo ensimismado. Entonces el secretario se marchó de puntillas, entró en su habitación y sacó de un cajón cerrado una carta de cuatro carillas escritas con una caligrafía perfecta. La volvió a leer con atención, la metió de nuevo en el sobre con esmero, pegó cuidadosamente un sello y salió de casa sin hacer ruido. Cuando llegó a la esquina de la calle, se quedó un rato indeciso con la mano levantada ante el buzón y luego dejó caer su carta. Después respiró profundamente. La suerte estaba echada. Sólo quedaba encomendarse a Dios.
EL SECRETARIO CELZANI apenas superaba los treinta años, pero su compostura y sus modales eran propios de un hombre de cincuenta, con la figura de un notario de comedia, o de un preceptor clerical de casa patricia. Se quedó huérfano cuando era un muchacho y lo recogió un tío materno, párroco de pueblo, que lo crió en la sacristía y después lo metió en el seminario para que se hiciera cura. Pero una vez muerto el párroco, que le dejó un pequeño peculio, lo sacó del seminario y se lo llevó a casa su tío Celzani, viudo sin hijos, para que le hiciera de secretario y le llevara el trabajo de campo; tareas en las que mostraba una honradez y una diligencia verdaderamente ejemplares. Frecuentaba la iglesia, hablaba con los curas, y de los curas conservaba ciertos ademanes y modales como el de poner a menudo una mano sobre la otra apretadas contra el pecho, la aversión a los bigotes y a la barba y la costumbre de vestir de oscuro. Pero no era beato y presumía sin mentir de ser patriota y liberal. No obstante, a causa de su apariencia, todos los inquilinos de la casa hacía años que lo llamaban en broma don Celzani. Y aunque encontraban en él una ligera sombra de ridiculez, lo estimaban y lo querían porque era cortés y servicial, tímido y respetuoso con todos y una persona equilibrada. Aunque su paciencia se viera sometida a la más dura prueba, la exclamación más altisonante que se le podía oír era la de: «¡Alabado sea Dios!», que profería levantando los ojos al cielo y abriendo los brazos en acto de invocación. Pero había una parte de su naturaleza que ninguno conocía. Bajo aquella compostura de cura disfrazado se escondía un temperamento físico vivaz, una fuerte sensualidad reprimida no por hipocresía, sino en parte por timidez y en parte por sentimiento de decoro que disimulaba, sobre todo, con aire de profunda meditación. Cualquiera que viera por la calle a diez pasos delante a aquel hombre vestido de negro, ligeramente encorvado, con su lacio pelo oscuro, la piel lisa, unos ojos tan pequeños que desaparecían tras su sonrisa, la nariz de asceta larga y delgada, aquellos andares que buscaban cómo hacerse más pequeño y la mirada siempre vuelta hacia el suelo, sería incapaz de creer que no se le escapara a su vista un piececillo desnudo sobre el pescante de una carroza, una fotografía licenciosa en un escaparate, una pareja de tortolitos en un portal, o un objeto o imagen que pudiese excitar los sentidos. Todo lo más, un buen observador podía llegar a vislumbrar su temperamento fijándose en su gran boca inquieta, que parecía formada por dos serpentines color bermellón, y en las oleadas de sangre que, cuando ciertos pensamientos se le venían a la cabeza, teñían por un instante su rostro y su cuello. Sin lugar a dudas, el buen alma de su fallecido tío cura no podía vigilar todos sus pasos. Pero su conducta era tan digna y prudente que incluso quienes conocían bien sus hábitos eran incapaces de detectar nada que los indujese a sospechar que él no era lo que parecía, en lo concerniente a estos asuntos. Por lo demás, poseía una naturaleza de ésas cuya sensualidad escapa a lo vulgar, que no se abandonan al vicio porque no se sacian con él y están hechas para encontrar la satisfacción sólo en la posesión, segura y honesta, de un único ser, para nada ajena al afecto: una naturaleza amorosa que, lejos de ser meramente sensual, espera y busca, frenándose sin gran esfuerzo
hasta que encuentra la encarnación del ideal físico y moral que se esconde en su mente, y con el cual se contenta quizás con más dificultad que otros hombres más fríos y refinados a los que no ciega el fuego de la pasión.
POR FIN HABÍA ENCONTRADO su ideal en la maestra Pedani, que era lombarda y había llegado hacía tres meses, a principios de diciembre, a vivir al barrio con su colega Zibelli, en el tercer piso de aquella casa, frente a la puerta del maestro Fassi, el cual la había empujado a ir allí para asegurarse mejor su preciosa cooperación en la revista Nueva Competición. Aquella joven de veintisiete años alta y robusta, «ancha de hombros y estrecha de cintura», modelada como una estatua, rebosante de salud y fuerza por todo su cuerpo, que podría ser bellísima de no ser por la naricilla inacabada, y la expresión del rostro y los andares demasiado viriles que adoptaba, desde su primera aparición le había hecho pensar que era la persona tanto tiempo deseada y esperada. Era el tipo de mujer que había acariciado en sus sueños ardientes de seminarista, la figura que había anhelado confusamente durante toda su fogosa juventud castigada. La primera vez que subió a su casa a pedirle el alquiler anticipado del trimestre, no fue capaz de contar los billetes de cinco que ella le había puesto en fila sobre la cómoda. Desde aquel día su pasión fue creciendo a fogonazos. Y en cuanto comprendió por su comportamiento que tenía un carácter vigoroso y tranquilo, que su rechazo hacia toda coquetería le impedía advertir la impresión que producía en los demás la presencia de su persona, que no dejaba espacio alguno a la esperanza de ligerezas ni caprichos, su pensamiento se fue derecho y decidido al matrimonio como único modo posible de apagar su deseo. Por otro lado, a pesar de su ardor, era capaz de vislumbrar las dificultades que lógicamente iba a plantear su tío en contra de un matrimonio con una maestra sin fortuna y sola. Pero la esperanza de que el no no fuera definitivo, se veía alimentada en parte por la idea de que parecía haber prendido en el comendador una pasión singular, la única que él le conocía: un espíritu muy activo de propaganda a favor de la gimnasia educativa, que había promocionado al máximo durante su breve estancia como asesor en la enseñanza, propaganda de la que se había desligado después, aunque guardando una viva y constante simpatía por todos los espectáculos gimnásticos de escuelas, colegios, institutos, academias y exámenes, de los que no se perdía uno, pues era invitado a todos ellos en calidad de uno de los primeros y más loables fundadores del Gimnasio de Turín. Había sido justamente esta simpatía por la gimnasia la que le había inducido a reducir en un tercio el alquiler al maestro Fassi, al que había conocido hacía muchos años en el Gimnasio, y a acordar el mismo favor con la señorita Pedani, maestra de gimnasia en varios institutos, conocida por su valía como profesora y por sus entretenidos artículos en las revistas técnicas. El secretario pensaba que ese mismo sentimiento que le había movido a bajarle el alquiler a la inquilina, haría debilitar su oposición al matrimonio. Desde este punto de vista no era, por tanto, la dificultad más grave. La peor era arriesgarse a declararle abiertamente su pasión. Algo a lo que se había opuesto tajantemente durante tres meses su invencible timidez, derivada sobre todo de la gran inferioridad que reconocía en sí mismo frente a la maestra desde el punto de vista de las cualidades externas de la persona. Desde hacía tres meses, conocedor al dedillo del horario de todas sus clases, se las ingeniaba todos los días, y más de una
vez al día, para salir o entrar en casa justo en aquellos momentos para encontrársela por las escaleras y abrirle su corazón. Se la había encontrado cientos de veces pero lo único que conseguía hacer salir de su boca eran las típicas palabras banales y sosas. Y no le servía de nada prepararse antes la frase, atizarse precipitadamente dos copas de Caluso, o buscar el coraje en el sentimiento de honestidad de sus fines: cuando se encontraba frente a aquella muchacha, alta y fuerte, daba igual que estuviera en el escalón de arriba o en el de abajo, siempre se veía dominado como por una figura colosal. Entonces toda su ficticia osadía se derrumbaba, sin que la mayoría de las veces se atreviese ni siquiera a apartar la vista del contorno de su bella cintura o de sus estupendos hombros para levantarla hasta su rostro. Quizás ni siquiera había sido capaz de hacerle adivinar su pasión, en vista de la tranquilidad y la desenvoltura jovial con la que ella siempre lo saludaba y le hablaba. Y así vivía rumiando su amor, añadiendo día tras día una nueva imagen excitante a la interminable colección de posturas, tonos de voz, movimientos y serpenteos de su cuerpo que llevaba grabados a fuego en su cabeza y repasaba constantemente, meditando sobre cada uno de ellos y saboreándolos con una voluptuosidad y un tormento que iban en aumento y no le daban tregua. Finalmente no pudo soportarlo más y escribió la carta.