Corazón. Diario de un niño - Edmundo de Amicis - E-Book

Corazón. Diario de un niño E-Book

Edmundo De Amicis

0,0

Beschreibung

Durante más de cincuenta años este libro, que narra las alegrías y las tristezas de un grupo de colegiales italianos, fue el más popular entre los infantes del mundo occidental. Publicada en 1886, Corazón. Diario de un niño es la novela más conocida y traducida del escritor italiano Edmundo de Amicis. Aplaudido por algunos lectores y vilipendiado por otros, el libro continúa editándose y representa el modelo de cierta narrativa dirigida a los niños. Es una literatura que busca recrear la vida escolar y exaltar determinados valores morales y nacionalistas. El libro cuenta la historia de Enrique, un estudiante italiano, y de sus compañeros de clase, quienes asisten a una escuela de Turín. Las vicisitudes de los chicos durante un curso son contadas con todo detalle. De manera paralela aparecen distintas historias de tono moralizante y patriótico protagonizadas por muchachos que realizan algún acto heroico en tiempos de guerra.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 455

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



PRÓLOGO

EDMUNDO DE AMICIS EN EL CORAZÓN DE LOS LECTORES

La casi totalidad de la hoy menguante fama de Edmundo de Amicis (1846-1908) es obra de una novela, Corazón. Diario de un niño, que durante mucho tiempo fue la lectura más popular en el mundo y que, luego, con el advenimiento de la época contemporánea y conforme se fueron perdiendo los valores que el novelista exaltó, se fue disipando también la inocente sinceridad de lección amable que tanto influyó en la vida de múltiples generaciones hacia el fin del XIX y una buena parte del siglo XX.

Edmundo de Amicis fue compatriota y contemporáneo de algunos importantes escritores italianos, entre ellos Giosuè Carducci (1835-1907), que recibió el premio Nobel de literatura en 1906; Giovanni Verga (1840-1922), máximo representante del verismo; y Antonio Fogazzaro (1842-1911), quien ganó celebridad por sus novelas que merecieron ser incluidas, en 1905, en el índice condenatorio de la Iglesia católica. Sin embargo, en la historia decantada de la literatura italiana y de las letras universales del siglo XIX, De Amicis ha pasado de ser un gran escritor popular a convertirse, por obra de un injusto desdén extemporáneo, en un autor decadente para lectores nostálgicos poco exigentes.

Si bien es cierto que, en su tiempo, la popularidad de De Amicis no sólo se debió a Corazón, sino también a otros libros, lo innegable es que fue esta obra la que le abrió las puertas de la celebridad, puesto que muy pronto estuvo traducido a todas las lenguas de Europa y, con el paso del tiempo, a la mayor parte de las lenguas cultas del mundo. A pesar de esta universalidad decidida por los lectores, una buena parte del medio intelectual tanto de Italia como de otros países lo recibió siempre con la sospecha de que su vasto público se conformaba con demasiado poco.

En una gran literatura, como lo es la italiana, llena de figuras decisivas (Cavalcanti, Dante, Petrarca, Sannazaro, Bembo, Ariosto, Maquiavelo, Guicciardini, Aretino, Tasso, Foscolo, Leopardi, Manzoni, D’Annunzio, Pirandello, Svevo, Ungaretti, Savinio, etcétera), Edmundo de Amicis parecería más bien un escritor muy menor, más aún si lo juzgamos a la luz (o a las penumbras) de las historias cultas de la literatura donde sus autores se han encargado de infravalorarlo atribuyéndole el sentimentalismo como el más grave pecado sin remisión.

En esa gran literatura italiana, Carlo Collodi (1826-1890), el célebre autor de Las aventuras de Pinocho, y Edmundo de Amicis, con Corazón, constituyen una muy selecta minoría de autores apreciados por sus lectores y despreciados por los críticos. Y cuando no despreciados, sí al menos difuminados, desvaídos, en las páginas donde se da cuenta de la grandeza espiritual de la literatura. Con demasiada facilidad se les ha encasillado en las letras menudas para el público infantil, cancelándose así, cómodamente, la reflexión en torno de manifestaciones literarias con un alto grado de interés por lo que toca a la seducción de leer.

Aunque, ciertamente, De Amicis nunca negó este carácter de su obra (en mayo de 1886 le escribió a su editor: “He terminado mi libro para niños y no quiero retardarme en anunciártelo”), lo cierto es que, más allá de dicha categorización arbitraria, la obra maestra de este autor italiano llegó, y sigue llegando, a un público mucho más amplio y vasto, en todo el mundo, que el constituido exclusivamente por los niños, los adolescentes y los jóvenes.

Por lo demás, en la formación intelectual de De Amicis resplandece, como modelo insigne, la obra de Alessandro Manzoni (1785-1873), el célebre autor de Los novios (1827), obra cumbre de las letras italianas, y a quien el autor de Corazón conoció en Milán en 1866, manifestándole su admiración y declarándose “manzoniano” desde la infancia, pues la madre de De Amicis solía leer a sus hijos las obras de Manzoni y, de hecho, esta práctica resultó fundamental para que uno de sus hijos descubriera su inclinación literaria.

Nacido en Oneglia, el 31 de octubre de 1846, y muerto en Bordighera, el 12 de marzo de 1908, De Amicis fue militar de carrera y luego de participar en una que otra batalla, se entregó con entusiasmo a la tarea de escribir sin que otra tarea le brindara mayor satisfacción. Con los relatos casi autobiográficos de La vida militar (1868) inició su carrera literaria y ahí planteó, de hecho, las características de su estilo: una acentuada tendencia al sentimentalismo y un deseo deliberado de explorar el ámbito familiar, con un realismo sincero y muy lejos de la fantasía exacerbada.

Movido por el éxito de La vida militar publicaría después su volumen Novelas cortas (1872), y luego una serie de libros de viaje en cuyos relatos supo combinar armónicamente lo documental y lo literario: España (1873), Holanda (1874), Marruecos (1876) y Constantinopla (1878).

En 1883 publicó Los amigos, pero su estilo alcanzó su expresión más completa en Corazón. Diario de un niño, publicado en 1886, y el cual ya no pudo superar pese a que lo intentó en La novela de un maestro (1890), La maestrita de los obreros (1895) y El coche de todos (1898), que ya desde los títulos mismos mostraban su aspiración de continuar con aquel tono amable y limpio que alcanzó en Corazón.

No sin un dejo de desdén, una especie de crítica intelectualista y antiemotiva ha coincidido en afirmar que el autor de Corazón fue el escritor de aquel gran público para el cual resultaban difícilmente comprensibles el tono de Carducci y los refinamientos de D’Annunzio. Y a la brusquedad de dicho juicio se añade un colofón cuyo propósito es probar lo dicho: que su fama póstuma se ha visto perjudicada por el decisivo cambio de gusto que tuvo lugar en los primeros años del siglo XX.

Pero Corazón. Diario de un niño que tuvo su mayor auge en la Europa de los últimos años del XIX y en los primeros del XX, siguió interesando mucho después, y aun más allá de la primera mitad del siglo XX, en otras partes del mundo donde se tradujo y reeditó incesantemente sirviendo como una novela didáctica, como un verdadero “poema pedagógico” en virtud de todos los valores que encierra y que si bien, ciertamente, expone desde una perspectiva de sencillez, de sinceridad, y aun de limpio candor, no deja de conmover aun en sus momentos que parecerían menos afortunados.

En español, y especialmente en México, esta obra ha tenido una de las mejores suertes y ha gozado de una de las popularidades más impresionantes sobre todo en la segunda mitad del siglo XX. En 1970 María Elvira Bermúdez se encargó de refutar, de manera brillante, muchos de los equívocos y de los prejuicios que le venía dedicando a Corazón una historia literaria demasiado parcial y elitista. Con equilibrio crítico y con mesura no exenta de pasión, Bermúdez situó, en su dimensión verdadera, a esta obra en la cual muchos descubrieron el goce de leer un libro por vez primera. Y todo ello más allá de la arbitraria afirmación de que De Amicis “era el intérprete de un mundo erróneo, configurado dentro de términos psicológicos estrechos y capaz solamente de un moralismo obvio y de una oratoria de falsos sentimientos”.

Corazón ha hecho las veces de la educación sentimental de muchísimas generaciones y su influjo aún no cesa, pese al anacronismo que podría suponerse contienen sus páginas. Siendo una novela que pertenece a una época en particular y que se inscribe, dentro de la historia italiana, en los años ochenta del siglo XIX (en el denominado Risorgimiento), los lectores siempre vieron en sus páginas y en la figura del adolescente, casi niño, Enrique, protagonista de la novela, los valores de un cálido idealismo y las virtudes universales hacia las que tendría que dirigirse el más honrado sentimiento.

Un elemento decisivo en la popularidad de esta novela tiene que ver, indudablemente, además de su evidente eficacia narrativa, con el ámbito en que sucede: la escuela. En efecto, el micromundo que describe Enrique es el de la escuela, con sus compañeros y sus maestros, aunado al universo doméstico donde se desarrolla, para los niños y los adolescentes al menos, la mayor parte de la existencia; una existencia, por lo demás, no carente de conflictos y reveladora, también, de las contradicciones de clase social, de intereses, afectos, sentimientos y resentimientos.

En Corazón, Edmundo de Amicis, quien tenía un profundo patriotismo, puso lo mejor de sí y exaltó los valores humanistas por excelencia sin prácticamente mencionar la doctrina cristiana. Y esto tiene que asombrar doblemente si consideramos la importancia de la religión en la identidad de los pueblos que hicieron de Corazón un libro clásico. Para un lector ajeno al contexto italiano, este libro es, de algún modo, un viaje ignoto, pero a la vez es un recorrido no tanto por la geografía de una nación sino sobre todo por la geografía del espíritu.

Dividido en diez secciones, que corresponden a los diez meses de estancia escolar (de octubre a julio), Corazón es, en efecto, el diario personal en el que un niño (con limpia mirada y con cierta percepción psicológica) va anotando, en breves relatos, lo que más le impresiona de su medio escolar y familiar. Estos relatos, llenos de candor y sinceridad, sirven a De Amicis, para ilustrar y exaltar dos valores fundamentales, esencialmente manzonianos: la verdad y el patriotismo. Por sus características de sencillez y brevedad, y por sus rasgos de amenidad, estas páginas resultan ideales para iniciarse en la lectura y para educar a los niños fuera de la severidad que podrían encontrar en las aulas.

Además, en Corazón, De Amicis reivindica el arte de contar y, sin que pretenda ocultar su intención —aunque tampoco la anuncie—, plantea en su libro el mismo mecanismo de amenidad y de interés siempre creciente de Las mil y una noches, pues intercala nueve narraciones (el “cuento mensual”) entre las páginas del diario de Enrique. Estos cuentos, que el maestro encarga transcribir, cada mes, a diferentes alumnos, generan siempre una expectativa y a la vez ilustran algún episodio específico de heroísmo infantil que De Amicis tiene el propósito de exaltar. El refuerzo, y a veces el comentario, de estos cuentos hallan un sentido didáctico en las observaciones firmadas por el padre, la madre e incluso la hermana de Enrique, anotadas también en el diario del niño, y en las cuales se amonesta cordialmente al protagonista y se le advierte de la importancia de conducirse con rectitud y de no caer en más faltas.

A manera de parábolas, los nueve cuentos que intercala De Amicis en el diario de su protagonista (“El pequeño patriota paduano”, en octubre; “El pequeño vigía lombardo”, en noviembre; “El pequeño escribiente florentino”, en diciembre; “El tamborcillo sardo”, en enero; “El enfermero del Chacho”, en febrero; “Sangre romañola”, en marzo; “Valor cívico”, en abril; “De los Apeninos a los Andes”, en mayo; y “Naufragio”, en junio) constituyen la base del ejemplo en cuanto a los valores del heroísmo y en cuanto a la importancia de la generosidad. De todos ellos, el más extenso es el penúltimo y es, de algún modo, el que resume el máximo bien para un niño: el poder reunirse con su madre, en un país lejano e ignoto, pese a todos los obstáculos (tan grandes como un oceano) que se le presenten.

En su Breve historia de la literatura italiana (1972), Federico Ferro Gay sintetiza, de modo espléndido, el argumento y las caraterísticas de la obra maestra de De Amicis a la cual considera una especie de evangelio pedagógico hasta la primera guerra mundial.

“La técnica empleada por De Amicis —explica Ferro Gay— es la de un diario escolar que un niño (en realidad, su propio hijo Ugo) se supone haya escrito en su tercer año de primaria, insertado en la vida de una familia de la clase media, la del ingeniero Alberto Bottini, y ambientado en la vida patriarcal italiana de la época de Humberto I. De vez en cuando, las ingenuas observaciones del niño son valorizadas y ampliadas por las notas dejadas escritas en el diario por el padre, la madre o la hermana mayor. Todas ellas inculcan la realización de valores sociales, de amor a la patria unificada, el respeto hacia los forjadores de la independencia, la necesidad de tomar conciencia directa con su propia responsabilidad social, la urgencia de reconocer aquel nexo que nos une a todos los hombres. Se supone además que cada mes el maestro dicte a sus alumnos un cuento del cual siempre es protagonista un niño, para que se refrende el concepto de que la responsabilidad no tiene edad. Nacen así las maravillosas páginas de ‘El pequeño vigía lombardo’ (niño héroe de la guerra por la unidad) que se complementa con ‘El tamborcillo sardo’; ‘Sangre romañola’ en donde un niño da su vida para salvar la de su abuela, atacada por bandidos; ‘El pequeño escribiente florentino’, que ayuda, sin ser visto, la labor de su padre, necesitado de ganancia extra; ‘De los Apeninos a los Andes’, en donde Marcos, el pequeño genovés, emprende solo el largo viaje de Génova a Argentina para hallar a su madre, etcétera. Todas estas páginas logran todavía conmovernos y pueden aún inspirar las mismas reflexiones que antes a los niños modernos. A pesar de que algunos pasajes sean demasiado emotivos o sentimentales para el gusto de nuestro tiempo, es indudable que el libro está permeado por las ideas de un socialismo, que no llamaré utópico, sino idealizado, en cuanto a su expresión, pero efectivo, puesto que se inserta en la realidad de un pueblo que tiene todavía confusas sus aspiraciones y está aún ciego frente al avance inexorable del imperialismo.”

Como ya se ha dicho, el modelo literario al que aspiró De Amicis no podía ser más excelso. El mismo reconoció su deuda hacia la obra de Alessandro Manzoni y buscó y consiguió una prosa moderna y perfectamente italiana, pues si algo define el estilo y el propósito del autor de Corazón es aquello que se ha dado en llamar la sincera tensión moral de su escritura que resplandece, precisamente en esta obra que sin exageración ninguna deberíamos llamar clásica.

Código de la moral laica, Corazón ha traspuesto las fronteras de lo histórico y ha conseguido ir más allá en el tiempo, pese a las objeciones y las críticas muchas veces acerbas que ha recibido atribuyéndole un contenido ideológico exaltador de los valores patrióticos y sociales difundidos en la Italia de Humberto I. Lo cierto, lo innegable, es que muchas generaciones, en todo el mundo, se identificaron con esa aspiración legítima de ser mejores personas aunque nunca lo hubieran conseguido. Y nada hay de inexacto al afirmar que, desde la infancia, muchos lectores de diversos países comenzaron a amar la literatura gracias a este libro de De Amicis.

Pese a lo mucho que se ha dicho al respecto, avalado incluso por Carducci, que despreciaba el sentimentalismo de De Amicis, no hay afectación en las actitudes del pequeño protagonista como tampoco lo hay en los valores que le inculcan sus maestros y sus mayores. Sólo visto de modo extemporáneo y, por lo mismo, injusto, podría tacharse de cursi la limpia prosa sentimental de De Amicis.

María Elvira Bermúdez lo dijo con claridad: “Injustificadamente, todo aquello que sin rebozo exalta el sentimiento y virtudes tradicionales como el valor o la entereza, es considerado sentimentaloide o cursi, sin más. Dichos cargos, en todo caso, carecerían en absoluto de fundamento. Porque cursi es, simplemente, lo que trata de ser elevado y elegante sin lograrlo nunca del todo y, en Corazón, no sólo no existe la mínima pretensión de lujo en el estilo, o de originalidad en los recursos, sino, por el contrario, una diáfana sencillez tanto en el lenguaje como en las situaciones. De Amicis logra, precisamente, el impacto emotivo en el que lee mediante una clara y directa exposición de los hechos, con un mínimo de calificativos o comentarios”.

Ciertamente, con Corazón, De Amicis imprime un cambio radical en la literatura denominada infantil y juvenil. A través de personajes de carne y hueso, y dentro del ámbito escolar y familiar, plantea la necesidad de la observación de valores para una mejor convivencia entre los diferentes, entre los que tienen y los que no tienen. Por ello, en Corazón, de acuerdo con sus actitudes, cada uno de los compañeros del protagonista muestra sus cualidades o sus defectos, y se define dentro de una clase social.

Deroso, Garrón, Garofi, Coreta, Precusa, Nelle, el albañilito, Votino, Crosi, Nobis, Estardo, Franti y los demás constituyen un universo variopinto donde están encarnados lo mismo la generosidad que la soberbia, la bondad que la maldad, la caridad que el resentimiento. Entre todos ellos, Deroso y Garrón representan los buenos sentimientos, la generosidad y la disposición para ayudar al compañero; por el contrario, Franti es todo lo opuesto, en una personalidad irremediable, un arquetipo del mal que, a final de cuentas, como el ángel endemoniado, no sólo será expulsado de la escuela sino también encarcelado, luego de traicionar las múltiples oportunidades para su reivindicación. Están también en ese universo escolar la envidia, la vanidad, la soberbia y la falta de generosidad, que encarnan Nobis y Votino, aquellos que todo lo envidian y que no son felices con la buena suerte de los demás porque sufren por no ser dueños de esa suerte y porque no se conforman con ser desdichados sino que buscan también que los demás los igualen.

En este orden de jerarquías, clases sociales y agraciados y desgraciados, están también quienes aceptan su sino y se esfuerzan por buscar la armonía pese a sus orfandades, sus penas, sus limitaciones y sus desdichas. Hay un alto grado de estoicismo en algunos de los caracteres trazados por De Amicis, y el protagonista, Enrique, constituye ese punto intermedio entre los sobresalientes y los justos; es el cronista que, en su diario, no oculta sus culpas ni sus desaciertos y que más bien se propone corregirlos para felicidad suya y de sus padres y para merecimiento de sus amigos y maestros.

Según los describe el protagonista, todos los maestros, sin excepción alguna, son virtuosos y esforzados; como en un apostolado buscan el bien de sus discípulos y hacen las veces de padres. Son de hecho, a decir del propio padre de Enrique, los segundos padres de los niños y como tales debe querérseles. No hay uno solo que posea una actitud censurable ante los ojos de sus alumnos. Frente a los lectores, De Amicis los representa —exigentes y rigurosos o complacientes y amorosos— como el símbolo de la abnegación y del esfuerzo para la mejoría de los demás y de la patria.

En este sentido, el escepticismo reciente del tono y el contenido emocional de Corazón tal vez se deba más al desprestigio de los valores actuales que a la caducidad de la limpia prosa de De Amicis. Si hay quienes leen hoy estas páginas con un dejo de incredulidad o de franca suspicacia no es porque De Amicis haya recargado la tinta en la sensiblería, sino porque la figura del maestro ha perdido ese don añejo de ejemplaridad y se ha ido alejando cada vez más del arquetipo manzoniano y deamiciano con el que crecieron las generaciones lo mismo en Italia que en México, lo mismo en Francia que en Alemania.

Cada uno de los consejos que ofrecen los padres y los maestros a Enrique buscan ilustrar una forma de convivencia plena y de respeto por los demás. Entre las virtudes auténticamente cristianas y aun estoicas se encuentran la caridad, el sacrificio, la abnegación, la entereza, la generosidad no revelada, e incluso una extrema forma de nobleza que impulsa a ayudar a los demás aunque ello signifique desprenderse de lo más querido. Los adultos hacen que se borren las jerarquías sociales en el respeto por todos los oficios. Y así, el carbonero y el señor se dan la mano y éste obliga a su hijo —que ha ofendido a uno de sus compañeros diciéndole que su padre es un andrajoso— a que frente a todo el grupo pida perdón y ello sirva no únicamente como escarmiento sino también como una de las mejores lecciones.

“Entonces —escribe De Amicis— el señor dio la mano al carbonero, que se la estrechó con fuerza, y después, de un empujón repentino, echó a su hijo entre los brazos de Carlos Nobis.

”–Hágame el favor de ponerlos juntos —dijo el caballero al maestro.

”Éste puso a Beti en la banca de Nobis. Cuando estuvieron en su sitio, el padre de Carlos saludó y salió.”

La gran virtud de De Amicis en Corazón es plantear una obra donde cuanto ocurre en el ámbito escolar y en el universo doméstico alcanza un grado de lección más allá del discurso del maestro o de la exigencia paterna. Cada acto es medido en función del bien común, y cada uno de los personajes se revela precisamente por su actitud y por la capacidad autocrítica que pueden poner en su existencia. En este sentido, aunque pudiera parecer lo contrario, no hay un propósito maniqueo en el escritor, pues no pretende convencernos a través de un discurso sino por medio de los actos y de las intenciones que cada personaje revela.

De octubre de 1881 a julio de 1882, el protagonista va anotando en su diario lo mismo la felicidad que la desgracia. El escenario es la ciudad de Turín y aunque en las fechas del diario de Enrique no se haga explícito el año, hay un par de elementos, a manera de pistas, que nos precisan la época. Así, por ejemplo, en una mínima nota al pie, correspondiente al relato del jueves 11 de mayo, y a propósito del heroísmo de los bomberos, el padre del protagonista narra el episodio de un incendio ocurrido la noche del 27 de enero de 1880, y precisa: “Los vi trabajando hace dos años, una noche que salía del teatro Balbo, a hora avanzada”. La otra pista para situar el tiempo histórico en Corazón es un dato fundamental para Italia: la muerte de Garibaldi (1807-1882) en los primeros días de junio, penúltimo mes del curso escolar. Gracias a estos elementos sabemos perfectamente el tiempo real en que De Amicis sitúa su obra, un tiempo real por lo demás muy lejos del elemento fantástico y muy cerca de la crónica, si tomamos en cuenta que Corazón fue publicado entre los cuatro y los seis años posteriores a estos sucesos.

En la educación sentimental de Enrique no faltan las desgracias que tienen por objeto templar su carácter. Debe aprender a través de los ejemplos. Así, al encarcelamiento, tal vez injusto, del padre de uno de sus compañeros, se suman las enfermedades y las muertes de alguno de sus compañeros, una de sus maestras y la madre de un amigo. Es sobre todo este último episodio el más doloroso: la muerte de la madre de Garrón, el compañero más querido del grupo y uno de los más generosos. A todas estas desgracias debe sumar el hecho de que, al final del curso, tenga que dejar a todos sus amigos y maestros porque la familia entera, por razones laborales del padre, deberá dejar Turín “para siempre”. El final del libro representa también el final del curso escolar, pero también el final de una etapa decisiva en la vida del protagonista que ahora abandona la ciudad en donde compartió tantas cosas. Ese final no puede ser más elocuente y dramático:

“A Garrón fue el último a quien abracé, ya en la calle, y tuve que sofocar un sollozo contra su pecho; él me besó en la frente, después corrí hacia mi padre y mi madre que me esperaban. Mi padre me preguntó si me había despedido de todos. Respondí afirmativamente.

”—Si hay alguno con el cual no te hayas portado bien en cualquiera ocasión, ve a buscarle y a pedirle que te perdone. ¿Hay alguien?

”–Nadie, ninguno —contesté.

”–Bueno; entonces vamos —y añadió mi padre con voz conmovida, mirando por última vez a la escuela—: ¡Adiós! —y repitió mi madre—: ¡Adiós!

”Y yo… yo no pude decir nada.”

Al final del libro, pese al hecho triste de la despedida, el carácter de Enrique ha sido templado en el fuego de la dicha y la desdicha, y quedará, para elaboración futura del lector, el imaginar cómo habrá sido su vida con todo lo aprendido en el aula y en la contradictoria existencia.

Para un lector que empieza a descubrir los libros, estas páginas lo marcan para siempre. Porque Corazón habla de la experiencia común en una edad de la infancia o de la adolescencia en la cual cada episodio es decisivo y cada herida definitiva. La obra maestra de De Amicis no es, ciertamente, una de las mayores de la gran literatura italiana de todos los tiempos, pero tampoco es el libro que el desprestigio de los sentidos mueve de pronto a desdeñar. Es una obra narrativa de plena eficacia en donde su autor sabe dar plena utilización a sus mejores recursos, y en este sentido es un libro de lectura impecable que todavía tiene mucho por decir, sobre todo en la infancia, a las nuevas generaciones, independientemente de los prejuicios intelectuales con los que la crítica culta y ciertos historiadores lo han menospreciado.

De Amicis siempre estuvo consciente de que Corazón. Diario de un niño era un libro que encontraría su público natural entre los nuevos lectores. De alguna forma es uno de los primeros libros que, explícitamente, hace suyo el propósito de la literatura hoy denominada infantil y juvenil. Desde luego, no sólo es un libro para niños, pero descubrirlo y leerlo en la infancia ha sido, y todavía puede ser, uno de los momentos indelebles de la existencia. Como todo buen libro, Corazón es un espejo y su perdurabilidad tiene que ver con quienes leyeron en esas páginas su propia vida.

Juan Domingo Argüelles

NOTA DEL AUTOR

Este libro está dedicado, en particular, a los niños de la escuela elemental, que tienen entre nueve y trece años, y podría llamarse: Historia de un año escolar, escrita por un alumno de tercero de una escuela municipal de Italia. Al decir que fue escrita por un alumno de tercero, no quiero decir que la haya escrito propiamente él, tal y como está publicada. El anotaba a mano en un cuaderno, como podía, aquello que había visto, sentido y pensado, en la escuela y fuera de ella; y su padre, a fin de año, corrigió esas notas, tratando de no alterar el pensamiento y de conservar, en lo posible, las palabras del muchachillo. Este, cuatro años después, estando ya en la escuela media, releyó el cuaderno y agregó algunas cosas de sí, valiéndose de la memoria todavía fresca de las personas y las cosas. Ahora lean este libro, niños: espero que estarán contentos y que les hará bien.

OCTUBRE

El primer día de escuela

Lunes 17

Hoy, ¡primer día de clase! ¡Pasaron como un sueño aquellos tres meses de vacaciones consumidos en el campo! Mi madre me condujo esta mañana a la sección Bareti para inscribirme en tercero de elemental. Recordaba el campo, e iba de mala gana. Todas las calles que desembocan cerca de la escuela hormigueaban de chiquillos; las dos librerías próximas estaban llenas de padres y madres que compraban mochilas, cuadernos, cartillas, plumas, lápices; en la puerta misma se agrupaba tanta gente, que el bedel, auxiliado de los guardias municipales, tuvo necesidad de poner orden. Al llegar a la puerta sentí un golpecito en el hombro; volví la cara: era mi antiguo maestro de segundo, alegre, simpático, con su pelo rubio rizoso y encrespado, que me dijo:

–Conque, Enrique, ¿es decir que nos separamos para siempre?

Demasiado lo sabía yo; y, sin embargo, ¡aquellas palabras me hicieron daño! Entramos, por fin, a empellones. Señoras, caballeros, mujeres del pueblo, obreros, oficiales, abuelas, criadas, todos con niños de la mano y cargados con los libros y objetos de que antes hablé, llenaban el vestíbulo y escaleras, produciendo un rumor como cuando se sale del teatro. Volví a ver con alegría aquel gran zaguán del piso bajo, con las siete puertas y las siete clases, por donde pasé casi todos los días durante tres años. Las maestras de los párvulos iban y venían entre la muchedumbre. La que fue mi profesora de primero de superior me saludó diciendo:

–¡Enrique, tú vas este año al piso principal, y ni siquiera te veré al entrar o salir! —y me miró con tristeza.

El director estaba cercado por una porción de madres que le hablaban a la vez, pidiendo puesto para sus hijos; y por cierto que me pareció que tenía más canas que el año pasado… Encontré algunos muchachos más gordos y más altos de como los dejé, abajo, donde ya cada cual estaba en su sitio, vi algunos pequeñines que no querían entrar en el aula y se defendían como potrillos, encabritándose, pero a la fuerza los hacían entrar en clase, y aun así, algunos se escapaban después de estar sentados en las bancas; otros, al ver que se marchaban sus padres, rompían a llorar, y era preciso que volvieran las mamás, con lo que la profesora se desesperaba. Mi herma–nito se quedó en la clase de la maestra Delcato; a mí me tocó el maestro Perbono, en el piso primero. A las diez, cada cual estaba en su sección; cincuenta y cuatro en la mía; sólo quince o dieciséis eran antiguos compañeros míos de segundo, entre ellos Deroso, el que siempre sacaba el primer premio. ¡Qué triste me pareció la escuela recordando los bosques y las montañas donde acababa de pasar el verano! Hasta me acordaba con pena de mi antiguo maestro, tan bueno, que se reía tanto con nosotros; tan chiquitín, que casi parecía un compañero; y sentía no verlo allí con su cabeza rubia enmarañada.

Nuestro profesor de ahora es alto, sin barba, con el cabello gris, es decir, con algunas canas, y tiene una arruga recta que parece cortarle la frente; su voz es ronca y nos mira fijo, fijo, uno después de otro, a todos, como si quisiera leer dentro de nosotros; no se ríe nunca. Yo decía para mí: “He aquí el primer día. ¡Nueve meses por delante! ¡Cuántos trabajos, cuantos exámenes mensuales, cuántas fatigas!”.

Sentía verdadera necesidad de encontrar a mi madre a la salida y corrí a besarle la mano. Ella me dijo:

–¡Ánimo, Enrique, estudiaremos juntos las lecciones!

Y volví a casa contento. Pero no tengo el mismo maestro, aquél tan bueno, que siempre sonreía, y no me ha gustado tanto esta clase de la escuela como la otra.

Nuestro maestro

Martes 18

También me gusta mi nuevo maestro desde esta mañana. Durante la entrada, mientras él se colocaba en su sitio, se iban asomando a la puerta de la clase, de cuando en cuando, varios de sus discípulos del año anterior para saludarlo:

–Buenos días, señor maestro; buenos días, señor Perbono.

Algunos entraban, le asían la mano y escapaban. Se veía que lo querían mucho y que habrían deseado seguir con él. El les respondía:

–Buenos días —y les apretaba la mano, pero no miraba a ninguno, a cada saludo permanecía serio, con su arruga en la frente, vuelto hacia la ventana, y miraba al tejado de la casa vecina, y en lugar de alegrarse de aquellos saludos, parecía que le daban pena. Luego nos miraba uno después de otro, con mucha fijeza.

Empezó a dictar, paseando entre las bancas, y al ver a un muchacho que tenía la cara muy encarnada y con unos granitos, dejo de dictar, lo tomó de la barba y le preguntó qué tenía, le tocó la frente para ver si sentía calor. Mientras tanto, un muchacho se puso de pie en la banca y empezó a hacer tonterías. Se volvió de pronto, como si lo hubiera adivinado; el muchacho se sentó y esperó el castigo, encarnado como la grana y con la cabeza baja. El maestro fue hacia él, le colocó una mano sobre la cabeza y le dijo:

–No lo vuelvas a hacer.

Ni una palabra más. Se dirigió a la mesa, y acabó de dictar. Cuando concluyó, nos miró un instante en silencio; con voz lenta y, aunque ronca, agradable, empezó a decir:

–Escuchad: hemos de pasar juntos un año. Procuraremos pasarlo lo mejor posible. Estudiad y sed buenos. Yo no tengo familia. Vosotros sois mi familia. El año pasado todavía tenía a mi madre: se me ha muerto. Me he quedado solo. No tengo en el mundo más que a vosotros; no tengo otro afecto ni otro pensamiento. Debéis ser mis hijos. Os quiero bien, y el precio que me paguéis que sea en igual moneda. Deseo no castigar a ninguno. Demostrad que tenéis corazón; nuestra escuela constituirá una familia y vosotros seréis mi consuelo y mi orgullo. No os pido promesas de palabra, porque estoy seguro que en el fondo de vuestras almas ya lo habéis prometido, y os lo agradezco.

En aquel momento apareció el bedel a dar la hora. Todos abandonamos las bancas, despacio y silenciosos. El muchacho que se había levantado de pie en la banca, se acercó al maestro y le dijo con voz trémula:

–¡Perdóneme usted!

El maestro lo besó en la frente, y le contestó:

–Está bien; anda, hijo mío.

Una desgracia

Viernes 21

Ha empezado el año con una desgracia. Al ir esta mañana a la escuela, refiriendo a mi padre las palabras del maestro, vimos, de pronto, la calle llena de gente que se apiñaba delante del colegio. Mi padre dijo al punto:

–Una desgracia. Mal empieza el año.

Entramos con gran trabajo. El conserje estaba rodeado de padres y de muchachos, que los maestros no conseguían hacer entrar en las clases, y todos se encaminaban hacia el cuarto del director, oyéndose decir: “¡Pobre muchacho! ¡Pobre Roberto!”. Por encima de las cabezas en el fondo de la habitación llena de gente, se veían los quepis de los guardias municipales y la gran calva del señor director; después entró un caballero con sombrero de copa, y todos dijeron:

–Es el médico.

Mi padre preguntó a un profesor:

–¿Qué ha sucedido?

–Le ha pasado la rueda por el pie —respondió.

–Se ha roto el pie —dijo otro.

Era un muchacho de la clase de segundo que, yendo a la escuela por la calle de Dora Grosa, viendo a un niño de primero de elemental, escapado de la mano de su madre, caer en medio de la acera a pocos pasos de una carreta que se le echaba encima, acudió valientemente en su auxilio, lo asió y lo puso en salvo; pero no habiendo estado listo para retirar el pie, la rueda de la carreta le había pasado por encima. Es hijo de un capitán de artillería.

Mientras nos contaban esto, entró, como loca, una señora en la habitación, abriéndose paso; era la madre de Roberto, a la cual habían llamado; otra señora salió a su encuentro, y, sollozando, le echó los brazos al cuello; era la madre del otro niño, del salvado. Ambas entraron en el cuarto, y se oyó un desesperado grito:

–¡Oh, Roberto mío, hijo mío!

En aquel momento se detuvo un carruaje delante de la puerta, y poco después se presentó el director con el muchacho en brazos, que apoyaba la cabeza sobre el hombro de aquél, pálido y cerrados los ojos. Todos permanecimos callados; se oían los sollozos de las madres. El director se detuvo un momento, levantó al niño con sus dos brazos para que lo viera la gente, y entonces, maestros, maestras, padres y muchachos exclamaron todos a un tiempo:

–¡Bravo, Roberto! ¡Bravo, pobre niño!

Y le enviaban saludos los maestros, y los niños que estaban allí cerca le besaban las manos y brazos. El abrió los ojos y murmuró:

–¡Mi mochila!

La madre del chiquillo salvado se la enseñó llorando, y le dijo:

–¡Te la llevo yo, hermoso, te la llevo yo! —y al decirlo sostenía a la madre del herido, que se cubría la cara con las manos.

Salieron, acomodaron al muchacho en el carruaje, y el coche partió. Entonces, entramos todos silenciosos en la escuela.

El muchacho calabrés

Sábado 22

Ayer tarde, mientras el maestro nos daba noticias del pobre Roberto, que andaría, ya con muletas, entró el director con otro alumno, un niño de cara muy morena, de cabello negro, ojos también negros y grandes, con las cejas espesas y juntas; todo su vestido era de color oscuro y llevaba un cinturón de cuero negro alrededor del talle. El director, después de haber hablado al oído con el maestro, salió dejándole a su lado al muchacho, que nos miraba espantado. Entonces el maestro lo tomó de la mano, y dijo a la clase:

–Os debéis alegrar. Hoy entra en la escuela un nuevo alumno, nacido en la provincia de Calabria, a más de cincuenta leguas de aquí. Quered bien a vuestro compañero que de tan lejos viene. Ha nacido en la tierra gloriosa que dio a Italia antes hombres ilustres y hoy le da honrados labradores y valientes soldados; es una de las comarcas más hermosas de nuestra patria, en cuyas espesas selvas y elevadas montañas habita un pueblo lleno de ingenio y de corazón esforzado. Tratadlo bien, a fin de que no sienta estar lejos del país natal; hacedle ver que todo muchacho italiano encuentra hermanos en toda escuela italiana donde ponga el pie.

Dicho esto, se levantó y nos enseñó en el mapa de Italia el punto donde está la provincia de Calabria. Después llamó a Ernesto Deroso, que es el que sacó siempre el primer premio. Deroso se levantó.

–Ven aquí —añadió el maestro.

Deroso salió de su banca y se colocó junto a la mesa, enfrente del calabrés.

–Como el primero de la escuela —dijo el profesor—, da el abrazo de bienvenida, en nombre de toda la clase, al nuevo compañero: el abrazo de los hijos del Piamonte al hijo de Calabria.

Deroso murmuró con voz conmovida: “¡Bienvenido!”, y abrazó al calabrés; éste le besó en las dos mejillas con fuerza. Todos aplaudieron.

–¡Silencio!… —gritó el maestro. En la escuela no se aplaude.

Pero se veía que estaba satisfecho, y hasta el calabrés parecía hallarse contento. El maestro le designó sitio y lo acompaño hasta su banca. Después, repuso:

–Acordaos bien de lo que os digo. Lo mismo que un muchacho de Calabria está como en su casa en Turín uno de Turín debe estar como en su propia casa en Calabria; por esto lidió nuestro país cincuenta años y murieron treinta mil italianos. Os debéis respetar y querer todos mutuamente; cualquiera de vosotros que ofendiera a este compañero por no haber nacido en nuestra provincia, se haría para siempre indigno de mirar con la frente levantada la bandera tricolor.

Apenas el calabrés se sentó en su sitio, los más próximos le regalaron plumas y estampas, y otro muchacho, desde la última banca, le mandó un timbre de Suecia.

Mis compañeros

Martes 25

El muchacho que envió el timbre al calabrés es el que me gusta más de todos. Se llama Garrón, y es el mayor de la clase; tiene cerca de catorce años, la cabeza grande y los hombros anchos; es bueno, se le conoce hasta cuando sonríe, y parece que piensa siempre como un hombre. Ahora conozco yo a muchos de mis compañeros. Otro me gusta también; se apellida Coreta, y usa un chaleco de punto de color de chocolate y gorra de piel. Siempre está alegre. Es hijo de un empleado de ferrocarril que fue soldado en la guerra de 1866, de la división del príncipe Humberto, y que dicen tiene tres cruces. El pequeño Nelle es un pobre jorobadito, gracioso, de rostro descolorido. Hay uno muy bien vestido que se está siempre quitando las motas de la ropa, y de nombre Votino. En la banca delante de la mía hay otro muchacho que llaman “el Albañilito” porque su padre es albañil; de cara redonda como una manzana y de nariz roma. Tiene particular habilidad para poner el hocico de liebre; todos le piden que lo haga, y se ríen; lleva un sombrerillo viejo que se lo encasqueta como pañuelo. Al lado del albañilito está Garofi, un tipo alto y grueso, con la nariz de pico de loro y los ojos muy pequeños, que anda siempre vendiendo plumas, estampas y cajas de fósforo, y se escribe la lección en las uñas para leerla a hurtadillas. Hay después un señorito, Carlos Nobis, que parece algo orgulloso y se halla entre dos muchachos que me son simpáticos: el hijo de un forjador de hierro, metido en su chaqueta que le llega hasta las rodillas, pálido con palidez de enfermo, que parece siempre asustado y que no se ríe nunca; y otro con los cabellos rojos que tiene un brazo inmóvil y lo lleva pegado al cuerpo; su padre está en América y su madre vende hortalizas. Es también un tipo curioso mi vecino de la izquierda, Estardo; pequeño y tosco, sin cuello, gruñón; no habla con nadie, y creo que entiende poco; pero no quita el ojo al maestro, sin mover los párpados, con la frente arrugada y apretados los dientes; y si le preguntan cuando el maestro habla, la primera y la segunda vez no responde, y la tercera pega una cachetada. Tiene a su lado a uno de fisonomía oscura y sucia, que se llama Franti, y que fue expulsado ya de otra escuela. Hay también dos hermanos, con vestidos iguales, que parecen gemelos y que llevan sombreros calabreses con plumas de faisán. Pero el mejor de todos, el que tiene más ingenio, el que también será este año el primero, con seguridad, es Deroso; y el maestro que ya lo ha comprendido así, le pregunta siempre. Yo, sin embargo, quiero más a Precusa, el hijo del herrero, el de la chaqueta larga, el que parece enfermo. Dicen que su padre le pega. Es muy tímido; cada vez que pregunta o toca a alguien, dice: “Dispénsame”, y mira constantemente con ojos tristes y bondadosos. Garrón, sin embargo, es el mayor y el mejor de todos.

Un rasgo generoso

Miércoles 26

Precisamente esta mañana se ha dado a conocer Garrón. Cuando entré a la escuela —un poco tarde, porque me había detenido la maestra de primero de clase superior para preguntarme a qué hora podía ir a casa y encontrarnos— el maestro no estaba allí todavía, y tres o cuatro muchachos atormentaban al pobre Crosi, el pelirrojo del brazo malo y cuya madre era verdulera. Le pegaban con las reglas, le tiraban a la cara cáscaras de castañas y le ponían motes y remedaban, imitándolo con su brazo pegado al cuerpo. El pobre estaba solo en la punta de la banca, asustado, y daba compasión verlo, mirando ya a uno, ya a otro, con ojos suplicantes para que lo dejaran en paz; pero los otros lo vejaban más, y entonces él empezó a temblar y a ponerse encarnado de rabia. De pronto Franti, el de la cara sucia, saltó sobre una banca y haciendo ademán de llevar dos cestas en los brazos, remedó a la madre de Crosi, cuando venía a esperarlo antes a la puerta, pues a la sazón no iba por estar enferma. Muchos se echaron a reír a carcajadas. Entonces Crosi perdió la paciencia, y tomando un tintero se lo tiró a la cabeza con toda su fuerza; pero Franti se agachó y el tintero fue a dar en el pecho del maestro, que entraba precisamente. Todos se fueron a su puesto y callaron atemorizados. El maestro, pálido, subió a la mesa y con voz alterada preguntó:

–¿Quién ha sido?

Ninguno respondió. El maestro gritó otra vez, alzando aún más la voz:

–¿Quién?

Entonces Garrón, dándole lástima el pobre Crosi, se levantó de pronto y dijo resueltamente:

–Yo he sido.

El maestro lo miró; miró a los alumnos, que estaban atónitos, y luego repuso con voz tranquila:

–No has sido tú —y después de un momento añadió—: el culpable no será castigado. ¡Que se levante!

Crosi se levantó y comenzó a llorar:

–Me pegaban, me insultaban, y yo perdí la cabeza y tiré…

–Siéntate —interrumpió el maestro. ¡Que se levanten los que lo han provocado!

Cuatro se levantaron, con la cabeza baja.

–Vosotros —dijo el maestro— habéis insultado a un compañero que no os provocaba, os habéis reído de un desgraciado y habéis golpeado a un débil que no se podía defender. Habéis cometido una de las acciones más bajas y más vergonzosas con que se puede manchar criatura humana… ¡Cobardes!

Dicho esto salió por entre las bancas, tomó la cara de Garrón, que estaba con la vista en el suelo, y alzándole la cabeza y mirándolo fijamente, le dijo:

–¡Tienes un alma noble!

Garrón, aprovechando la ocasión, murmuró no sé qué palabra al oído del maestro, y éste, volviéndose hacia los cuatro culpables, dijo bruscamente:

–Os perdono.

Mi maestra de primero de clase superior

Jueves 27

Mi maestra ha cumplido su promesa: ha venido hoy a casa en el momento en que iba a salir con mi madre para llevar ropa blanca a una pobre mujer, cuya necesidad habíamos leído anunciada en los periódicos. Hacía ya un año que no la habíamos visto en casa; así es que tuvimos todos grande alegría. Es siempre la misma: pequeña, con su velo verde en el sombrero, vestida a la buena de Dios y mal peinada, pues nunca tiene tiempo más que de alisarse; pero un poco más descolorida que el último año, con algunas canas y tosiendo mucho. Mi madre le preguntó:

–¿Cómo va esa salud, querida profesora? Usted no se cuida bastante.

—¡Eh! No importa —respondió con una sonrisa, alegre y melancólica a la vez.

–Usted habla demasiado alto —añadió mi madre— y trabaja demasiado con los chiquitines.

Es verdad; siempre se está escuchando su voz; lo recuerdo de cuando yo iba a la escuela; habla mucho para que los niños no se distraigan, y no está un momento sentada. Estaba bien seguro de que vendría, porque no se olvida jamás de sus discípulos; recuerda sus nombres por años. Los días de los exámenes mensuales corre a preguntar al director qué notas han sacado; los espera a la salida y pide que le enseñen sus composiciones para ver los progresos que han hecho. Así es que van a buscarla al colegio muchos que usan ya pantalón largo y reloj. Hoy volvía muy agitada del museo donde había llevado a sus alumnos, como todos los años, pues dedica siempre los jueves a estas excursiones, explicándoselo todo. ¡Pobre maestra, qué delgada está! Pero es siempre viva y se reanima en cuanto habla de su escuela. Ha querido que le enseñemos la cama donde me vio muy malo hace dos años, y que ahora es de mi hermano; la ha mirado un buen rato y no podía hablar de emoción.

Se ha ido pronto para visitar a un chiquillo de su clase, hijo de un sillero, enfermo de sarampión, y tenía después que corregir varias pruebas, toda la tarde de trabajo, y debía aún dar a primera noche una lección particular de aritmética a cierta muchacha del comercio.

–Y bien, Enrique —me dijo al irse—, ¿quieres todavía a tu antigua maestra, ahora que resuelves ya problemas difíciles y haces composiciones largas?

Me ha besado y me ha dicho, ya desde lo último de la escalera:

–No me olvides, Enrique.

¡Oh, mi buena maestra, no me olvidaré de ti! Aun cuando sea mayor, siempre te recordaré e iré a buscarte entre tus chicuelos; y cada vez que pase por la puerta de una escuela y sienta la voz de una maestra, me parecerá escuchar tu voz y pensaré en los dos años que pasé en tu clase, donde tantas cosas aprendí, donde tantas veces te vi enferma y cansada, pero siempre animosa, indulgente, desesperada cuando uno tomaba un vicio en los dedos al escribir, temblorosa cuando los inspectores nos preguntaban, feliz cuando salíamos airosos, y constantemente buena y cariñosa como una madre. ¡Nunca, nunca te olvidaré, maestra querida!

En una buhardilla

Viernes 28

Ayer tarde fui con mi madre y con mi hermana Silvia a llevar ropa blanca a la pobre mujer recomendada por los periódicos; yo llevé el paquete y Silvia el diario, con las iniciales del nombre y la dirección. Subimos hasta el último piso de una casa alta y llegamos a un corredor largo, donde había muchas puertas. Mi madre llamó en la última; nos abrió una mujer, joven aún, rubia y macilenta, que por un momento me pareció haberla visto ya en otra parte con el mismo pañuelo azul en la cabeza.

–¿Es usted la del periódico? —preguntó mi madre.

–Sí, señora; soy yo.

–Pues bien, aquí le traemos esta poca ropa blanca.

La pobre mujer no acababa de darnos las gracias ni de bendecirnos. Yo, mientras tanto, vi en un ángulo de la oscura y desnuda habitación un muchacho arrodillado delante de una silla, con la espalda vuelta hacia nosotros y que parecía estar escribiendo, y escribía efectivamente, teniendo el papel en la silla y el tintero en el suelo. ¿Cómo se las componía para escribir casi a oscuras? Mientras decía esto para mis adentros, reconocí los cabellos rubios y la chaqueta de mayoral de Crosi, el hijo de la verdulera, el del brazo malo. Se lo dije muy bajo a mi madre mientras la mujer recogía la ropa.

–¡Silencio! —replicó mi madre. Puede ser que se avergüence al verte dar una limosna a su madre; no lo llames.

Pero en aquel momento Crosi se volvió; yo no sabía qué hacer, y entonces mi madre me dio un empujón para que corriera a abrazarlo. Lo abracé, y él se levantó y me tomó la mano.

–Henos aquí —decía entretanto su madre a la mía—; mi marido está en América desde hace seis años, y yo, por añadidura, enferma y sin poder ir a la plaza con verduras para ganarme algunos cuartos. No me ha quedado ni tan sólo una mesa para que mi pobre Luis pueda trabajar. Cuando tenía abajo el mostrador en el portal, al menos podía escribir sobre él; pero ahora me lo han quitado. Ni siquiera algo de luz para estudiar y que no pierda la vista; y gracias que lo puedo mandar a la escuela, porque el Ayuntamiento le da libros y cuadernos. ¡Pobre Luis, tú que tienes tanta voluntad de estudiar! ¡Y yo, pobre mujer, nada puedo hacer por ti!

Mi madre le dio cuanto llevaba en el bolsillo, besó al muchacho y casi lloraba cuando salimos, y tenía mucha razón para decirme:

–Mira ese muchacho: ¡cuántas estrecheces pasa para trabajar y tú que tienes tantas comodidades todavía te parece duro el estudio! ¡Oh, Enrique mío, tiene más mérito su trabajo de un día que todos tus estudios de un año! ¿A cuál de los dos le deberían dar los primeros premios?

La escuela

Viernes 28

“Sí, querido Enrique; el estudio es duro para ti, como dice tu madre; no te veo ir a la escuela con aquel ánimo resuelto y aquella cara sonriente que yo quisiera. Tú eres algo terco; pero, oye, piensa un poco y considera ¡qué despreciables y estériles serían tus días si no fueras a la escuela! Juntas las manos, de rodillas, pedirías al cabo de una semana volver a ella, consumido por el hastío y la vergüenza, cansado de tu exigencia y de tus juegos. Todos, todos estudian ahora, Enrique mío. Piensa en los obreros que van a la escuela por la noche, después de haber trabajado todo el día; en las mujeres, en las muchachas del pueblo, que van a la escuela los domingos, después de haber trabajado toda la semana; en los soldados, que echan mano de libros y cuadernos cuando vienen rendidos de sus ejercicios; piensa en los niños mudos y ciegos que, sin embargo, estudian, y hasta en los presos, que también aprenden a leer y escribir. Pero ¿qué más? Piensa en los innumerables niños que se puede decir que a todas horas van a la escuela en todos los países; míralos con la imaginación cómo van por las callejuelas solitarias de la aldea, por las concurridas calles de la ciudad, por las orillas de los mares y de los lagos, ya bajo un sol ardiente, ya entre las nieblas, embarcados en los países cortados por canales, a caballo por las grandes llanuras, en zuecos sobre la nieve, por valles y colinas, atravesando bosques y torrentes; por los senderos solitarios de las montañas, solos, por parejas, en grupos, en largas filas, todos con los libros bajo el brazo, vestidos de mil modos, hablando miles de lenguas; desde las últimas escuelas de Rusia, casi perdidas entre hielos, hasta las últimas escuelas de Arabia, a la sombra de las palmeras; millones y millones de seres que van a aprender, en mil formas diversas, las mismas cosas; imagina éste vastísimo hormiguero de niños de mil pueblos, este inmenso movimiento, del cual formas parte, y piensa: si este movimiento cesara, la humanidad caería en la barbarie; este movimiento es el progreso, la esperanza, la gloria del mundo. Valor, pues, pequeño soldado del inmenso ejército. Tus libros son tus armas, tu clase es tu escuadra, el campo de batalla la tierra entera y la victoria la civilización humana ¡No seas un soldado cobarde, Enrique mío!

Tu padre”

Cuento mensualEl pequeño patriota paduano

Sábado 29

No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos refiriera todos los días un cuento como el de esta mañana. Todos los meses, dice, nos contará uno, nos lo dará escrito y será siempre el relato de una acción buena y verdadera, llevada a cabo por un niño. “El pequeño patriota paduano” se llama el de hoy. Helo aquí: