Corazones en deuda - Julia James - E-Book
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Corazones en deuda E-Book

Julia James

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Beschreibung

El millonario César Montárez deseó a Rosalind nada más verla; aquella atracción no se parecía a nada que hubiera sentido jamás. Pero César no respetaba demasiado a las mujeres sedientas de dinero como ella, como mucho podría convertirla en su amante. Eso era algo que Rosalind jamás aceptaría. Entonces, César descubrió que ella tenía ciertas deudas y pensó que ahora podría comprarla. Rosalind no podía hacer otra cosa que aceptar el precio.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Julia James

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazones en deuda, n.º 1542 - marzo 2019

Título original: Bought by Her Latin Lover

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-887-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PARECÍA una fulana!

Rosalind, apoyada en la cómoda de la revuelta habitación, se quedó mirando la imagen escandalosa que le devolvía el espejo. Llevaba kilos de maquillaje y la melena oscura caía tipo leona alrededor de su cara. Sus ojos eran como dos manchurrones azules, llevaba las pestañas cargadas de rímel y los labios pintados de un provocativo rojo cereza. Como accesorios, unos pendientes largos y varias cadenas colgando de su exageradísimo escote.

Rosalind sintió un escalofrío al ver el vestido de lamé plateado, con una raja hasta medio muslo y un escote que dejaba prácticamente sus pechos al aire…

Aquello era lo último que ella habría elegido, pero no fue elección suya.

–Toma, ponte esto –le dijo Sable–. Tú tienes más pecho que yo, así que te quedará bien. Estarás muy sexy y eso es lo que Yuri quiere, ya sabes. Le encanta tener tías guapas alrededor. A todos los ricos les gusta. ¡Y tú estarías divina si te arreglases un poco más! Aunque, por otro lado, me alegra que no seas competencia.

Rosalind le había asegurado que no tenía ni el más mínimo interés por Yuri Rostrov. Era el último hombre en el mundo que podría interesarle. De hecho, si por ella fuera ni se acercaría a aquel tipo tan desagradable, pero no podía negarse. Sable le había hecho un gran favor y lo que le pedía que hiciera esa noche no era para tanto… aunque fuese a hacerlo con la mayor desgana.

–Sólo tienes que quedarte al lado de Yuri y evitar que otras lagartas se le acerquen. Esas asquerosas harían lo que fuera para quitármelo… –suspiró su amiga, llevándose una mano al estomago–. Te lo juro, no vuelvo a comer langosta. Llevo todo el día vomitando.

Rosalind se miró al espejo y también sintió náuseas. De verdad no quería hacer eso. No le gustaba el estilo de vida amoral de Sable y, además, tendría que salir del café antes de la hora y perder las propinas con las que daba un empujoncito a su salario. Pero su trabajo, aunque mal pagado, incluía una habitación y eso era importante porque los apartamentos en la costa española eran cada día más caros y ella tenía que contar cada euro.

Dinero. La necesidad de conseguirlo dominaba su existencia, haciéndola trabajar diez horas diarias, sin tiempo para nada más. Desde luego, no tenía tiempo para arreglarse y salir de juerga.

Sable, por supuesto, pensaba que era tonta.

–Con lo guapa que eres, deberías vivir como una princesa. En serio, si salieras conmigo tus preocupaciones desaparecerían. Hay tíos como Yuri por todas partes, forrados de dinero y deseando pasarlo bien. Si te animaras un poco…

«Animarse un poco» quería decir acostarse con hombres ricos, como hacía Sable.

Pero eso no era para ella. Nunca podría serlo. La idea le daba repugnancia. Pero su amiga no tenía problemas para vivir de su cuerpo.

Rosalind se sintió avergonzada. Le debía muchos favores a Sable, que la había rescatado cuando estaba totalmente desesperada. No tenía derecho a condenarla.

Ni tenía derecho a no hacerle aquel favor, pensó mientras tomaba el bolso. Por muy poca gracia que le hiciera.

 

 

César Montárez arrugó el ceño al ver el grupo que rodeaba la mesa de black jack.

–Yuri Rostrov –murmuró el hombre que estaba a su lado–. Drogas, extorsión, tráfico de armas… ¿quieres que siga?

Su jefe negó con la cabeza.

–Vamos a sacarlo de aquí. Dame tiempo y luego hazte visible… pero no demasiado, ya sabes.

El jefe de seguridad de César Montárez asintió con la cabeza. Era una rutina que usaban a menudo para deshacerse de clientes indeseables.

–No le hará gracia. Está ganando.

César se encogió de hombros.

–Peor para él.

Le gustaría tratar con aquel gánster como se merecía, con los puños. Basura como Rostrov no era bienvenida en El Paraíso, por mucho dinero que dejasen en las mesas de juego. Pero esos métodos eran inapropiados para un casino de lujo. Mejor librarse de canallas como Rostrov sin destrozar el decorado…

César se acercó a la mesa de black jack, deteniéndose antes para saludar a algunos clientes y diciendo los consabidos piropos a las elegantes damas que se jugaban millones cada noche.

Mientras saludaba a un ex jugador de golf profesional que insistía en hacer negocios con él, miró por encima de su hombro al hombre que era su objetivo. Rostrov y su grupo dominaban una de las mesas de black jack. El gánster estaba gritando de alegría al ganar otra mano y su grupo lo jaleaba. Iban, como siempre, rodeados de chicas guapas y, como siempre, demasiado pintadas.

Otra razón para echar a Rostrov de allí. Las chicas como ésas tampoco eran bienvenidas en el casino. Las mujeres guapas eran buenas para el negocio porque los ricos querían verse rodeados de jóvenes bellezas, pero César no tenía intención de dejar que el casino se llenara de chicas que vendían su cuerpo para vivir.

Por guapas que fueran.

Como aquélla…

César miró a una de las que iba con el grupo de Rostrov. Era mucho más guapa que las demás. De hecho, era una de las mujeres más guapas que había visto nunca.

Una pena.

Su belleza natural quedaba arruinada por la cantidad de maquillaje que llevaba encima y por el horrible vestido de lamé plateado. Uno de los amigos de Rostrov le había pasado un brazo por los hombros y, al hacerlo, el escote del vestido se abrió, dejando al descubierto medio pecho. La chica no se había dado cuenta… aunque si se hubiera dado cuenta, le daría igual. Si le importaran esas cosas no iría con gánsters como Yuri Rostrov.

Hora de librarse de ella. Hora de librarse de toda aquella basura. Despidiéndose del golfista, César se acercó al indeseado grupo.

 

 

Rosalind intentaba dejar de temblar, pero el tal Gyorg estaba pegado a ella como una lapa. La gruesa mano del hombre estaba sobre su hombro, manoseándola… y haciéndola sentir náuseas. Cuando Yuri Rostrov ganó otra mano, Gyorg exclamó algo en su idioma, apretándola más fuerte.

«Por favor, tengo que salir de aquí», pensó Rosalind.

Cuando le presentaron al grupo de rusos en el vestíbulo del hotel supo que iba a pasar un mal rato.

Pero no podía decirle que no a Sable.

Y ésa era la razón por la que estaba allí, dejándose manosear. Por eso intentaba sonreír cuando sonreían los demás, mientras contaba los minutos hasta que acabase aquella tortura.

En silencio, se repitió a sí misma el consejo de Sable: «Sólo tienes que sonreír y ser amable con todos».

Y eso era lo que pensaba seguir haciendo. Sonreír y ser agradable. Sonreír y ser agradable.

Hasta que aquella noche infernal terminase de una vez por todas.

Ni siquiera podía hacer lo que Sable le había pedido: mantener a las otras chicas alejadas de Yuri. Las dos se habían lanzado sobre él como fieras y a él no parecía importarle en absoluto.

Mientras intentaba no respirar el olor de la asquerosa colonia de Gyorg, vio que el crupier estaba mirando a alguien que se acercaba a la mesa.

Y se quedó de piedra.

Era español, de eso no había duda. Moreno, de ojos oscuros y largas pestañas, tenía un rostro auténticamente masculino. Era alto, más de metro ochenta, con esa gracia felina que poseían tantos de sus compatriotas. Pero, ¿tendrían todos esa piel morena que recordaba a los árabes, esa nariz aquilina, esos pómulos altos? ¿Esa boca esculpida, tan sensual?

Rosalind sintió un cosquilleo en el estómago. Había visto muchos hombres guapos desde que llegó a España, pero nunca se había quedado mirando a uno boquiabierta.

Y no era sólo su belleza masculina lo que la atraía. Tenía un aspecto duro, peligroso incluso, una expresión que parecía decir: «Conmigo no se puede jugar». Era uno de esos hombres a los que todo el mundo saludaba con respeto y deferencia. Y con los que las mujeres querían irse a la cama…

¿En qué demonios estaba pensando? No se puede mirar a un hombre y, cinco segundos después, pensar en acostarse con él, se dijo Rosalind.

Pero con él sí.

No. Sólo era un hombre muy guapo, nada más. Además, no estaba para pensar en hombres. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir a aquella noche sin salir corriendo.

El español le dijo algo a Yuri en voz baja, con expresión seria.

–… no está en mis manos –le oyó decir, mirándolos a todos.

Rosalind vio que Yuri Rostrov se ponía tenso y que otro hombre, con aspecto de guardaespaldas, se acercaba a ellos.

El español sacó un papel del bolsillo de la chaqueta, habló brevemente en español con el crupier y luego anotó una cantidad.

–Regalo de la casa –le dijo a Yuri–. Puede cobrarlo en caja.

César sabía que Rostrov lo aceptaría. Le costaba dinero sacarlo del casino, pero merecía la pena. Era un precio pequeño por echarlo de allí… y lo consiguió diciéndole que la policía española tenía detectives de paisano en el casino porque sospechaban de un negocio de lavado de dinero negro.

Rostrov asintió, como él había esperado, y le hizo un gesto a sus acompañantes.

César miró entonces a la chica del vestido plateado. Ojalá no lo hubiera hecho. De cerca era aún más guapa. Tenía el rostro ovalado, la nariz delicada, los labios perfectos y los ojos de color verde esmeralda.

Y en cuanto a su cuerpo…

Para ser mujer, era alta, pero no de esas que parecen un saco de huesos. Tenía curvas, demasiadas quizá para aquel vestido tan descarado. Aunque así había tenido el placer de ver sus pechos.

El cuerpo de César reaccionó ante aquel pensamiento, pero intentó controlarse. Él no tenía interés en chicas como ésa. Ella y las demás pasarían de unas manos a otras durante toda la noche.

Rosalind se puso colorada aunque, bajo el pesado maquillaje, seguramente ni se notaría. El español la estaba mirando y sabía exactamente lo que vería: una chica fácil.

Lo que más le molestaba era que no podía culparlo por ello. ¿Qué otra cosa podía pensar viéndola con aquellas otras chicas cuyos nombres ni conocía pero que, evidentemente, solían ir al casino con hombres ricos para ver lo que sacaban?

Rosalind apartó la mirada, nerviosa.

Yuri se levantó entonces y, con él, el resto del grupo. Una de las chicas lo tomó del brazo, preguntando qué pasaba, pero él no contestó. Fueron a la caja y esperaron mientras Yuri recibía un montón de billetes.

Tanto dinero… Rosalind no podía apartar la mirada.

Mientras salían del casino, se dio cuenta de que el español no dejaba de mirarlos.

Debía ser el detective o el jefe de seguridad, pensó. Quizá le había advertido a Yuri que alguien lo estaba buscando. Fuera lo que fuera, el «novio» de su amiga no parecía querer quedarse allí.

Cuando salieron del casino hacía fresco. Aún no había llegado la primavera y Rosalind sintió un escalofrío.

–Yo te daré calor –sonrió Gyorg, mostrándole un diente de oro mientras le pasaba un brazo por los hombros.

Tenía un fuerte acento que hacía casi ininteligibles sus palabras, pero el brillo de sus ojos dejaba bien claro lo que quería. Rosalind no contestó. Intentó sonreír, pero la sonrisa se le quedó congelada.

Entonces vio al español en la puerta del casino, mirándolos. Y su expresión no era muy amistosa.

Una limusina negra apareció entonces como por ensalmo.

–¿Dónde vamos?

–Al hotel –contestó Gyorg–. A la suite del señor Rostrov. Hay una fiesta allí… una fiesta privada.

Rosalind se apartó. Aquel hombre parecía pensar que le pertenecía.

–Nos meteremos en el jacuzzi –dio Gyorg entonces–. Y yo te frotaré la espalda.

Ella se quedó helada, sin saber qué hacer.

 

 

César le dio las gracias al aparcacoches y subió al deportivo, suspirando. La noche le había dejado un mal sabor de boca. Había conseguido que los gánsters se fueran del casino, pero no le gustaba la idea de que fuesen por allí.

Miró entonces la puerta del casino… ¿Cuántos años le había costado levantarlo? Sin embargo, y gracias a todos sus sacrificios, en menos de doce años se había convertido en uno de los mejores de la costa. Doce años trabajando para dejar de ser un estudiante sin blanca y convertirse en un hombre de negocios.

Aunque tuvo suerte; la costa mediterránea española se había convertido en un boom para turistas de mochila y para los que frecuentaban su casino, los que iban con mucho dinero y se lo gastaban en lujosas fiestas, en yates o en la mesa de black jack.

César pasó por delante del hotel, que también era de su propiedad. Al lado, las mansiones donde los millonarios tenían atracados sus yates y donde jugaban al golf.

El hotel El Paraíso daba mucho dinero, como el de Mallorca y el de Andalucía. César quería ampliar aún más el negocio, en Menorca quizá o en las islas Canarias. O quizá en la Costa de la Luz, en el Atlántico, incluso en el norte, donde la aristocracia inglesa se había jugado su dinero a principios del siglo XX.

España seguía siendo una meca para los turistas del norte de Europa, deseosos de sol. El turismo había llevado prosperidad y la vieja España, la que se separó de Europa por culpa de un dictador que permaneció en el cargo durante cuarenta años, había desaparecido para siempre, aunque mantenía muchas de sus tradiciones.

La historia era algo que siempre lo había fascinado… incluso durante un tiempo pensó ser profesor. Pero enseguida se dio cuenta de que le gustaba ganar dinero. Y tuvo más éxito del que hubiera podido imaginar. Ahora el dinero lo perseguía a él.

Y las mujeres. Especialmente las del norte de Europa, que se volvían locas cuando llegaban a España. Pero al menos antes, cuando era camarero, sabía que él era la atracción, no su dinero.

Desde que se hizo rico las cosas cambiaron por completo.

César apretó el acelerador, con gesto cínico. Recordaba su sorpresa al descubrir que un hombre con dinero podía tener todas las mujeres que quisiera. La costa estaba llena de chicas guapas en busca de hombres ricos. Cualquier hombre rico. Gordo, viejo, daba igual.

Descubrir que, para ellas, su cartera era más importante que él mismo le abrió los ojos.

Pero había aprendido rápidamente y ahora era lo suficientemente cínico como para elegir entre ellas a las más guapa. Y siempre había dónde elegir.

¿Siempre sería así?, se preguntó entonces. ¿Un desfile de mujeres guapas en su vida? César sonrió. No podía quejarse. La mayoría de los hombres envidiaría esa suerte.

Además, algún día sentaría la cabeza. Aunque no sabía cuándo. En cierto modo, su mundo era un mundo vacío. Pocos matrimonios duraban porque los ricos solían cambiar de esposa a menudo. Entonces pensó en sus padres, muertos los dos, que habían trabajado toda su vida como funcionarios. Cuando les dijo que no quería ser profesor les dio un disgusto, pero un verano trabajando en una inmobiliaria les abrió los ojos.