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Una impetuosa historia repleta de riesgos y deseos Ella es una promesa de la música que canta sobre la dura vida que ha dejado atrás. Y está huyendo. Llega a Nashville para reclamar su destino. Y en Nashville podría encontrarla la oscuridad de la que ha escapado. Y destruirla.
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Seitenzahl: 539
Veröffentlichungsjahr: 2022
DOLLY PARTONYJAMES PATTERSON
Corre, Rose,corre
Traducido del inglés por Ana Belén Fletes
En el espejo de estilo Luis XVI del dormitorio de la suite 409 del hotel Aquitaine se reflejó un instante una mujer delgada de finos rasgos, grandes ojos azules, los puños apretados y el pelo oscuro suelto, ondeando tras de sí mientras corría.
Acto seguido, AnnieLee Keyes desapareció del espejo corriendo con los pies descalzos y entró en el salón de la suite. Esquivó la moldura de madera dorada del canapé y lanzó el cojín hacia atrás. Una lámpara golpeó ruidosamente el suelo al caer a su paso. Saltó por encima de la mesa de centro, con su ordenada pila de revistas Las Vegas y una bandeja de trufas de Debauve & Gallais, obsequio del hotel, con el nombre escrito con ganache de chocolate recubierto de diminutas motas de oro comestible. No las había probado siquiera.
Tocó con el pie el ramo de rosas Julieta y volcó el jarrón, desperdigando las flores por toda la alfombra.
El balcón estaba ya a su alcance, con las puertas abiertas al sol de la mañana. Salió y sintió el puñetazo de calor en la cara. Se subió a la chaise longue, pasó la pierna derecha por encima de la barandilla, se apoyó y subió el resto del cuerpo.
Haciendo equilibrio sobre la delgada barandilla entre el hotel y el cielo, vaciló un instante. El corazón le latía tan fuerte que le costaba respirar. La adrenalina se le agolpaba en todas las terminaciones nerviosas del cuerpo.
«No puedo —pensó—, no puedo hacerlo.»
Pero tenía que hacerlo. Se aferró una décima de segundo más antes de reunir las fuerzas para soltarse. Pronunció una plegaria desesperada en el último momento. Y se lanzó al vacío. El sol brillaba, pero la vista se le nubló y se convirtió en un túnel. Solo veía lo que había abajo: rostros que la miraban con la boca abierta y gritando, aunque no era capaz de oírlos porque su propio grito lo impedía.
El tiempo se ralentizó. Extendió los brazos como si volara.
¿Y acaso no era lo mismo volar y caer?
«Tal vez —pensó—, excepto por el aterrizaje.»
Cada milésima de segundo se alargó como si fuera una hora; medir el tiempo era lo único que podía hacer ya en ese mundo. Había tenido una vida muy difícil, pero se había aferrado a ella con avidez, tratando de ascender para terminar arrojándose al vacío. No quería morir, pero iba a hacerlo.
AnnieLee se giró en el aire tratando de protegerse de lo que se le venía encima. Tratando de apuntar hacia lo único que podía salvarla.
AnnieLee llevaba una hora de pie al borde del camino esperando a que alguien la dejara subir en su coche cuando empezó a llover en serio.
«Era de esperar —pensó mientras sacaba de la mochila un poncho de plástico de esos que venden en las gasolineras—. Siempre pasa.»
Se lo puso encima de la chaqueta y se cubrió la cabeza mojada con la capucha. Empezó a soplar el viento y unos goterones de agua enormes resonaban con un golpeteo rítmico contra el plástico malo. Pero nada de eso le arrancó la sonrisa optimista de la cara mientras golpeaba el suelo de gravilla del arcén con el pie al son de una canción nueva que se le estaba ocurriendo.
Is it easy?, cantó para sí.
No it ain’t
Can I fix it?
No I cain’t
Llevaba escribiendo canciones desde que aprendió a hablar y creando melodías desde antes incluso. Para AnnieLee Keyes era imposible oír la llamada de un zorzal, el plic, plic, plic de un grifo que perdía agua o el rítmico ruido sordo de un tren de mercancías y no convertir cualquiera de ellos en una melodía.
«Las chicas locas hallan música en todas partes», le había dicho siempre su madre hasta el día que murió. Y la canción que se le estaba ocurriendo en ese momento le dio algo en lo que pensar aparte de en los coches que pasaban zumbando y en sus ocupantes, secos y cómodos en el interior, que ni siquiera disminuían la velocidad para mirarla.
Y no podía culparlos; ella tampoco pararía para recogerla, y menos con el día que hacía, seguro que parecía una zarigüeya ahogada.
Cuando vio el coche ranchera blanco que se acercaba, como poco, a treinta kilómetros por hora por debajo del límite de velocidad, cruzó los dedos para que fuera un amable abuelo dispuesto a llevarla. Había rechazado la ayuda de dos conductores pensando que tendría donde elegir, primero la de una señora que fumaba un pitillo detrás de otro y viajaba con dos rottweilers que gruñían y mostraban los dientes en el asiento trasero, y después la de un chaval que parecía que iba puesto hasta las cejas.
Era para darse de tortas por ser tan tiquismiquis. Con cualquiera de los dos habría avanzado unos cuantos kilómetros, oliendo a un tipo de humo u otro.
La ranchera blanca estaba a menos de cincuenta metros, veinticinco, y, cuando llegó a su altura, saludó con la mano al conductor amigablemente, como si fuera una celebridad en mitad del arcén de la autovía de Crosby en vez de una don nadie medio desesperada que llevaba todas sus posesiones en una mochila.
El viejo Buick se le acercó por el carril de los vehículos lento y AnnieLee se puso a gesticular como una loca. Pero lo mismo habría dado que se hubiera puesto a hacer el pino y le hubieran salido arcoíris de las botas. El vehículo pasó de largo y fue disminuyendo de tamaño conforme se alejaba. Se puso a patalear como una cría, salpicándose de barro.
Is it easy? —canturreó de nuevo.
No it ain’t
Can I fix it?
No I cain’t
But I sure ain’t gonna take it lyin’ down
Era pegadiza, desde luego, y AnnieLee deseó por enésima vez tener consigo su amada guitarra. Pero, para empezar, no le cabía en la mochila, y además estaba colgada en la pared de la casa de empeños de Jeb.
Si algo deseaba (aparte de salir por patas de Texas), era que quien comprase a Maybelle cuidara bien de ella.
Las luces del centro de Houston que se veían a lo lejos estaban borrosas y pestañeó para apartar las gotas de lluvia de los ojos. Si empezaba a pensar otra vez en la vida que había llevado allí, seguro que dejaría de desear que un coche se detuviera y echaría a correr.
A esas alturas llovía como no había visto llover desde hacía años. Como si Dios hubiera recogido toda el agua de Buffalo Bayou para echársela por encima de la cabeza.
Estaba tiritando, le daban pinchazos de hambre en el estómago y de repente se sentía tan perdida y furiosa que le estaban entrando ganas de llorar. No tenía nada ni a nadie en el mundo; no tenía un duro, estaba sola y se estaba haciendo de noche.
Y ahí estaba otra vez esa dichosa melodía; le parecía oírla entre la lluvia. «Muy bien —pensó—, no es verdad que no tenga nada, tengo la música.»
Y ya no se puso a llorar. En vez de eso, se puso a cantar.
Will I make it?
Maybe so
Cerró los ojos y se imaginó subida a un escenario, cantando ante un público entregado.
Will I give up?
Oh no
Notaba cómo aguantaba la respiración su público invisible.
I’ll be fightin’ til I’m six feet underground
Tenía los ojos apretados y la cara levantada al cielo mientras la canción crecía en su interior. De pronto oyó el aullido de una bocina y dio un brinco del susto que se llevó.
Ya le estaba haciendo una peineta con cada mano al camión articulado que acababa de pasar cuando vio que se encendían las luces de freno.
¿Existiría un color más bonito en el mundo? AnnieLee podría escribirle una jodida oda al deslumbrante rojo de aquellas luces de freno.
La puerta del copiloto de la cabina se abrió mientras se acercaba corriendo al camión. Se secó la lluvia de los ojos y miró a su rescatador. Era un hombre con el pelo canoso y algo de barriga, de unos cincuenta años más o menos, que le sonreía desde su metro ochenta largo de estatura. La saludó inclinando un poco su gorra de béisbol como un caballero rural.
—Sube antes de que te ahogues ahí fuera —le gritó.
Una ráfaga de viento agitó la lluvia lateralmente y sin pensárselo más AnnieLee buscó el agarradero de la puerta y subió al asiento, salpicándolo todo de agua.
—Gracias —contestó ella con la respiración entrecortada—. Ya creía que tendría que pasar la noche al raso.
—Pues habría sido una noche dura —dijo él—. Menos mal que he pasado por aquí. A mucha gente no le gusta parar. ¿Adónde vas?
—Al este —dijo ella, quitándose primero el poncho chorreante y la pesada mochila a continuación. El dolor de hombros la estaba matando. Y ahora que lo pensaba, el dolor de pies también.
—Me llamo Eddie —dijo el camionero extendiéndole la mano.
—Yo soy… Ann —contestó ella estrechándosela.
El hombre le retuvo los dedos un momento antes de soltarlos.
—Un placer conocerte, Ann.
Metió la marcha, miró hacia atrás y se incorporó de nuevo a la vía.
El hombre no dijo nada durante un rato, y a AnnieLee le pareció perfecto, pero en un momento dado lo oyó carraspear por encima del ruido del motor y la carretera.
—Me estás empapando el asiento.
—Lo siento.
—Toma, puedes secarte la cara al menos —dijo él tirándole una bandana roja sobre el regazo—. No te preocupes, está limpia —añadió al ver su vacilación—. Mi mujer me plancha un par de docenas cada vez que salgo.
Más tranquila al oír que tenía mujer, AnnieLee se secó las mejillas con el suave pañuelo. Olía a suavizante. Cuando terminó de secarse la cara y el cuello, no sabía muy bien si devolvérselo o no, así que hizo un gurruño y se lo guardó en la mano.
—¿Haces autostop con frecuencia? —preguntó Eddie.Ella se encogió de hombros, porque no le parecía que fuera asunto suyo.
—Mira, apuesto a que llevo conduciendo más años de los que tú tienes ahora, y he visto muchas cosas. Cosas feas. Uno no sabe en quién puede confiar.
Nada más decirlo, AnnieLee vio que alargaba la manaza hacia ella y dio un respingo. Eddie se rio.
—Relájate. Solo voy a subir la calefacción. —Giró el botón y un chorro de aire caliente le dio de lleno en la cara—. Yo soy de los buenos —continuó—; marido, padre, verja de madera pintada de blanco y toda la pesca. Joder, si hasta tengo uno de esos caniches. Aunque también te digo que fue cosa de mi mujer. Yo quería un pastor ganadero australiano.
—¿Cuántos años tienen tus hijos? —preguntó AnnieLee.
—Catorce y doce —dijo él—. Dos chicos. Uno juega al fútbol americano y el otro al ajedrez. Quién me lo iba a decir. —Le alargó un termo bastante machacado—. Toma café si quieres. Pero ten cuidado, porque quema como si saliera del mismo infierno.
Ella le dio las gracias, pero estaba demasiado cansada para tomar café. Demasiado cansada para hablar. Ni siquiera le había preguntado hacia dónde se dirigía, aunque tampoco le importaba demasiado. Iba en la cabina seca y confortable de un camión, dejando atrás el pasado a ciento diez kilómetros por hora. Arrugó el poncho para hacerse una almohada e inclinó la cabeza contra la ventanilla. A lo mejor todo salía bien al final.
Debió de quedarse dormida, porque, cuando abrió los ojos, vio un cartel que decía LAFAYETTE, LUISIANA. Los faros del camión se abrían paso a través de la intensa lluvia. Kenny Chesney sonaba en la radio. Y tenía la mano del camionero encima del muslo.
Se quedó mirando los grandes nudillos mientras su mente salía de la neblina del sueño. Y luego giró la cara hacia él.
—Creo que será mejor que me quites la mano de encima.
—Me preguntaba cuánto tiempo ibas a seguir durmiendo —dijo él—. Empezaba a sentirme solo.
Intentó apartarle la mano, pero él apretó más.
—Relájate —dijo él clavándole los dedos en el muslo—. ¿Por qué no te acercas un poco, Ann? Podemos pasar un buen rato.
AnnieLee apretó los dientes.
—Si no me quitas la mano de la pierna, lo lamentarás.
—Madre mía, eres una preciosidad. Relájate y deja que te haga lo que me gusta. —Le subió la mano por el muslo—. Estamos los dos solos aquí.
AnnieLee sentía que se le iba a salir el corazón por la boca, pero no levantó la voz.
—Es mejor que no lo hagas.
—Ya te digo yo que sí.
—Te lo advierto —insistió ella.
Eddie soltó una risilla burlona.
—¿Y qué vas a hacer, guapa? ¿Gritar?
—No —respondió ella metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta, de la que sacó una pistola. Y lo apuntó con ella en el pecho—. Voy a hacer esto.
El hombre retiró la mano tan deprisa que AnnieLee se habría reído de no ser por lo cabreada que estaba. Pero no tardó en recuperarse de la sorpresa y la miró entrecerrando los ojos con una expresión siniestra.
—Te apuesto cien pavos a que ni siquiera eres capaz de disparar esa cosa. Será mejor que apartes esa pistola antes de que te hagas daño.
—¿Que me haga daño yo? —dijo ella—. No es a mí a quien apunta el cañón, imbécil. Y ahora pídeme disculpas por haberme tocado.
Pero el hombre se había enfadado de verdad.
—¡No te tocaría ni con un palo, zorra flacucha! Seguro que no eres más que una pu…
AnnieLee apretó el gatillo y la cabina se llenó de ruido: primero el del disparo, seguido del grito del idiota del camionero.
El camión viró bruscamente y por detrás de ellos les llegó un bocinazo.
—Pero ¿qué coño haces, zorra vagabunda? ¿Estás loca o qué?
—Para en el arcén.
—No pienso par…
AnnieLee levantó el arma de nuevo.
—Que pares. No estoy de broma.
El hombre frenó entre tacos y se paró en el arcén.
—Bájate —le ordenó ella cuando el camión se detuvo por completo—. Deja las llaves puestas y el motor en marcha.
El tipo había empezado a balbucir y a suplicar, tratando de razonar con ella, pero AnnieLee no se molestó en escuchar ni una palabra.
—Que te bajes he dicho. ¡Venga!
Lo apuntó con la pistola y él abrió la puerta. Lloviendo como llovía, se empapó antes de pisar el suelo.
—Eres una loca, una idiota y asquerosa…
Ella levantó el arma y le apuntó a la boca, así que decidió cerrarla.
—Parece que hay un área de descanso a tres kilómetros —dijo ella—. Puedes darte un paseo y una ducha fría al mismo tiempo. So guarro.
Y cerró la puerta de golpe, pero notó que el hombre golpeaba la cabina mientras ella trataba de meter la marcha. Disparó por la ventana, y el tipo paró, lo que le dio tiempo a encontrar el embrague y el acelerador.
Lo siguiente que hizo fue coger la palanca de marchas. Puede que su padrastro hubiera sido el mayor gilipollas del mundo, pero le había enseñado a conducir un coche con marchas. Sabía cómo funcionaba el doble embrague y cómo tenían que sonar las revoluciones. Puede que las canciones no fueran lo único para lo que tenía un talento natural, porque no tardó mucho en sacar el camión del arcén dando tirones y en incorporarse a la autovía, mientras Eddie el camionero soltaba alaridos a su espalda.
«Estoy conduciendo —pensó con una sensación de vértigo—. ¡Estoy conduciendo!»
Tocó la bocina y aceleró hacia la oscuridad. De pronto empezó a cantar.
Driven to insanity, driven to the edge
Driven to the point of almost no return
Marcaba el ritmo golpeando el volante.
Driven, driven to be smarter
Driven to work harder
Driven to be better every day
Soltó una carcajada al pronunciar el último verso. Bueno, ya tendría tiempo de ser mejor al día siguiente, porque al día siguiente saldría de nuevo el sol, y al día siguiente no tenía intención de robar un camión articulado de dieciocho ruedas a punta de pistola.
Ruthanna no se quitaba el dichoso lick1 de la cabeza. Un acorde descendente en clave de do mayor estirado como una goma elástica, que pedía a gritos letra, una línea de bajo, una canción en la que vivir. Tamborileó con las largas uñas sobre la mesa mientras revisaba el correo electrónico.
«Más tarde —dijo para sí o a la melodía, no sabría decirlo con seguridad—. Ya nos ocuparemos de ti cuando lleguen los chicos para ensayar.»
Eran las nueve de la mañana y ya había respondido a seis mensajes en los que solicitaban a Ruthanna Ryder, una de las grandes reinas de la música, que honrara con su regia presencia otros tantos eventos importantes de la industria discográfica.
No entendía por qué le costaba tanto a la gente pillar el mensaje: había jubilado la corona. Ruthanna no quería volver a ponerse tacones, pestañas postizas y una resplandeciente sonrisa sureña en el rostro. No iba a subirse a un escenario cegador a morirse de calor embutida en un ceñido vestido que le dejaba doloridas las costillas. No tenía ningún deseo de abrir su corazón en una melodía que hiciera que las lágrimas se agolparan en un millar de pares de ojos, incluidos los suyos. No, señor, ya le había dedicado bastante tiempo y se había terminado. Seguía escribiendo canciones (eso no podría dejar de hacerlo aunque lo intentara), pero si el mundo creía que iba a escucharlas, podía irse olvidando. Su música era solo para ella en ese momento.
Levantó la vista de la pantalla cuando Maya, su asistente, entró en la habitación con una bolsa de papel arrugada en una mano y el correo en la otra.
—Hoy sí que brilla el sol en esos discos de oro —dijo Maya.
Ruthanna suspiró.
—Venga, Maya, tú eres la única persona que se supone que no va a agobiarme con mi, abro comillas, carrera. Jack debe de haber llamado con otra de sus «oportunidades únicas en la vida».
Maya se rio, que era lo mismo que si hubiera dicho: «Puedes apostar tu blanco trasero a que sí».
Jack era el representante de Ruthanna, o, mejor, exrepresentante.
—Está bien. ¿Qué quiere de mí esta vez?
—No ha querido decírmelo aún. Solo ha dicho que no es lo que él quiere, sino que está pensando en lo que quieres tú.
Ruthanna resopló con delicadeza.
—Lo que yo quiero es que me dejen en paz. No entiendo por qué cree que sabe más que yo.
Cogió el móvil, que estaba sonando en ese momento, lo silenció y lo lanzó al sofá lleno de cosas que estaba al otro lado de la habitación.
Maya observaba la pequeña rabieta con serenidad.
—Dice que el mundo sigue teniendo hambre de tu voz, tus canciones.
—Bueno, quedarse con un poco de hambre nunca viene mal. —Dirigió una sonrisa traviesa a su asistente—. Aunque no creo que tú sepas lo que es quedarse con hambre.
Maya apoyó la mano en su generosa cadera.
—Lo dices porque tú no tienes ese problema.
Ruthanna soltó una carcajada.
—Touché. Pero ¿quién tiene la culpa por contratar a Louie, del sitio ese de las costillas, para que fuera mi chef personal? Podrías haber escogido a alguien que supiera hacer ensaladas.
—Podría, habría, debería —dijo Maya, soltando el montón de cartas en la bandeja del correo y tendiéndole la bolsa de papel a continuación—. Lo envía Jack.
—¿Qué es? ¿Magdalenas? Ya le he dicho que este mes no estoy comiendo hidratos de carbono —dijo Ruthanna.
Aunque Jack no se creía nada de lo que le decía últimamente. La última vez que habían hablado le había dicho que iba a empezar a dedicarse a la jardinería, a lo que él había respondido riéndose tanto que se le cayó el móvil dentro de la piscina. Cuando la llamó después desde el fijo, seguía teniendo la voz entrecortada por la risa. «Te imagino podando los rosales en el jardín tanto como cabalgando desnuda por Lower Broadway a lomos de un corcel plateado como la lady Godiva de Nashville», le había dicho.
La respuesta de ella de que no era época de podar los rosales no lo había convencido.
—No, señora, te aseguro que no son magdalenas.
—¿Has mirado lo que hay dentro?
—Me dijo que lo hiciera. Dijo que viéndolos me aseguraría de que abrirías la bolsa. Temía que, de no hacerlo así, la tiraras en cualquier papelera y que…, bueno, que sería desperdiciar algo tan brillante.
—Conque brillante, ¿eh? —dijo la otra con curiosidad.
Maya la miró negando con la cabeza, como diciendo «No sabes lo afortunada que eres». Pero como la encantadora Maya tenía un marido que le compraba flores todos los viernes y besaba el suelo que pisaba, podría decirse que ella sí que era una mujer considerablemente afortunada. Ruthanna, divorciada desde hacía siete años, solo recibía regalos de la gente que quería algo de ella.
Agarró la bolsa, desenrolló el borde superior, miró dentro y se encontró con un par de pendientes de diamantes tipo candelabro, cada uno tan largo como su dedo índice, uña postiza incluida, sueltos en el fondo de la bolsa, ni cajita de terciopelo ni nada.
—¡La madre de Dios! —exclamó Ruthanna.
—Lo sé, los he buscado en Google —dijo Maya—. Precio disponible a petición del cliente.
Ruthanna los levantó, de manera que captaron la luz del sol y devolvieron sendos arcoíris que se reflejaron sobre su mesa. Tenía muchos diamantes, pero aquellos eran espectaculares.
—Parecen los pendientes que le comprarías a una mujer florero.
—Corrijo —dijo Maya—. Parecen los pendientes que le comprarías a una mujer que te ha hecho ganar millones a medida que iba ascendiendo hasta la cima de la industria y abriéndose camino en el corazón de una gran parte de la población mundial.
El teléfono de la oficina sonó y Ruthanna dejó los pendientes en la bolsa de nuevo sin probárselos siquiera mientras le hacía un gesto a Maya para que respondiese ella.
—Residencia Ryder —contestó Maya con su cara de escuchar atentamente. Al cabo de un momento asintió con la cabeza—. Sí, Jack, le pasaré la información.
—No ha podido guardar su pequeño secreto, ¿verdad? —preguntó Ruthanna cuando su asistente colgó el teléfono.
—Dice que quieren concederte un grandísimo honor en los Premios de la Música Country, pero que tendrías que ir en persona —contestó Maya—. Y quería que te dijera que no deberías dejar pasar esta perfecta oportunidad de ponerte esos pendientes.
Ruthanna soltó otra carcajada. Jack era de lo que no había.
—Puede comprarme diamantes hasta que el infierno se derrita —dijo—. Estoy fuera del negocio.
1Lick: término que significa frase o fórmula melódica corta y que se utiliza especialmente en jazz, cuyos intérpretes pueden recurrir a un repertorio personal de licks al construir un solo. (Diccionario Oxford de música, Ediciones Omega.) (Todas las notas son de la traductora.)
La vieja camioneta F-150 de Ethan Blake cruzó las puertas de la verja de hierro forjado del amplio complejo residencial de Ruthanna en Belle Meade tosiendo y eructando. Menos mal que las cámaras de seguridad no grababan audio, porque daba vergüenza oír los ruidos que hacía aquella vieja Ford. Le hacía falta un sistema de escape nuevo y media docena de arreglos más, pero, hasta que no tuviera algo más que unos pocos miles de dólares en la cuenta, el mantenimiento automotor tendría que esperar.
Ethan detuvo el vehículo a la sombra de un inmenso roble y consultó la hora. Cuando vio que eran las 11:02, se bajó a toda prisa, tanto que estaba ya casi en la puerta cuando se dio cuenta de que se le había olvidado la guitarra. Cuando por fin llegó al porche de la cocina, pasaban cuatro minutos de la hora a la que debería haber llegado y tenía la camiseta blanca completamente sudada.
Giró el pomo, pero la puerta estaba cerrada con llave. Tras unos segundos, empezó a golpear el cristal. No había nadie. Se puso a lanzar todo tipo de imprecaciones a la hiedra que trepaba por los laterales de la mansión de estilo neogriego que su dueña llamaba «castillo» en broma y al final rodeó el edificio hasta la entrada principal y machacó el timbre como un poseso. Ruthanna iba a matarlo.
Por fin, Maya abrió la puerta.
—¿Puedo ayudarlo en algo? —preguntó mirándolo de arriba abajo como si fuera un vendedor de enciclopedias desconocido.
—Maya —dijo él exasperado—, he venido a grabar.
—Ajá, ya —dijo ella, pero sin apartarse para dejarlo entrar.
—Llego tarde, ya lo sé. Lo siento. No conseguía que Gladys se encendiera.
Maya abrió mucho los ojos oscuros.
—¡Te aseguro que no me interesa nada lo que hagas con tu vida! —exclamó.
Ethan se puso rojo como un tomate.
—Gladys es mi camioneta.
Maya se rio de su propio chiste y volvió a ponerse seria.
—Bueno, ya sabes dónde es, será mejor que te des prisa. Te está esperando ya sabes quién.
Agachó la cabeza en señal de agradecimiento, nervioso, y cruzó corriendo el vestíbulo de suelo de mármol, pasando por delante del soberbio salón que había a la izquierda. Ruthanna se referiría a él como «el salón de las visitas» o «la sala» o de alguna otra forma cursi, porque desde luego se parecía a una de esas estancias acordonadas de los museos. Tenía ventanas de cristal emplomado, inmensas y resplandecientes lámparas de araña y las paredes estaban decoradas con ramos de rosas inglesas que caían en cascada pintadas a mano. Era diez veces más grande que todo su apartamento.
Nunca le habían enseñado la mansión, ya que lo único que le interesaba a Ruthanna era que supiera dónde estaba el estudio de grabación del sótano, pero la casa tendría ochocientos metros cuadrados por lo menos. Una vez se había perdido por los pasillos. Pero en ese momento inspiró profundamente (percibía a Ruthanna hirviendo de impaciencia, esperando) y bajó corriendo las escaleras.
Aunque parecía que la mayor parte de la música actual se grababa y mezclaba con poco más que un MacBook y el software Pro Tools, la cantante era de la vieja escuela. Tenía una antigua mesa de mezclas analógica que había rescatado de no sé qué legendario estudio de Nashville y le gustaba que todos sus músicos tocaran juntos en vez de pasarse varios días separando las pistas de audio y haciendo retoques en el estudio. Ruthanna decía que le encantaba el sonido natural y sin pulir que obtenían cuando todos tocaban su parte correspondiente al mismo tiempo.
Ethan abrió la puerta de la sala de directo y vio que casi todos los de la banda estaban en su sitio: Melissa con su violín sujeto bajo el brazo, Elrodd sentado a la batería y Donna jugueteando un poco con el contrabajo vertical.
—Hola —saludó Ethan. No veía a Stan, lo que significaba, gracias a Dios, que no era el último en llegar. Aliviado, fue a posar su instrumento cuando Stan, guitarra solista, salió de la cabina insonorizada con su Stratocaster en la mano.
El músico miró a Ethan como diciendo: «Te vas a cagar, tío».
Ethan oyó la voz de Ruthanna a través del interfono.
—Sé que eres nuevo en el estudio, pero pensé que eras lo bastante profesional como para no hacer esperar a tus compañeros. ¿Es que no te enseñaron a ser puntual en el ejército, capitán Blake?
Se volvió hacia ella, que estaba en la sala de control con el ingeniero de sonido, detrás de un reluciente panel de cristal.
—Lo siento, Ruthanna. No he podido…
La cantante lo interrumpió con un gesto de la mano.
—Me importan un comino tus excusas —dijo—. ¿Crees que eres tan especial que puedes llegar cuando te dé la gana? Eres bastante mono, es verdad, tienes una bonita voz y en un día bueno podrías hacer una burda imitación de Vince Gill, pero Nashville está plagado de guitarristas con vaqueros ajustados y culo prieto que sí son puntuales.
Stan silbó por lo bajo. Estaba claro que se alegraba de no estar en el pellejo de Ethan. Y aunque este se puso como un tomate, no abrió el pico por una vez en su vida. No quería perder el trabajo. No podía permitírselo. Su curro a tiempo parcial en la barra de un karaoke de mala muerte no le llegaría para pagar el alquiler, y mucho menos para dar a Gladys el tratamiento que merecía.
—Yo jamás…
—Y que lo digas —lo interrumpió Ruthanna—. Y ahora saca tu guitarra y ponte a afinar.
Miró a Donna mientras hacía lo que le habían ordenado.
—¿Llevo los vaqueros demasiado ajustados? —susurró.
Pero ella se limitó a reírse.
Cuando terminó de afinar, tocó para calentar la canción que Ruthanna había escrito el día anterior, una insolente parodia de ciertos tipos dentro de la industria musical titulada Snakes in the Grass. Punteó la línea de bajo con el pulgar y el resto de la melodía con los demás dedos, al estilo de Chet Atkins, hasta que se dio cuenta de que Ruthanna había salido de la sala de control y estaba de pie justo a su lado.
—Señor Blake, te recuerdo que también tenemos bajista —dijo—, así que no creas que tienes que hacer el trabajo por ella.
Giró la cara y se encontró con los fieros ojos de la mujer. Ruthanna le doblaba la edad, pero seguía siendo hermosa. Tenía una sonrisa capaz de iluminar una sala de conciertos y una lengua más afilada que los colmillos de una serpiente. Ethan adoraba el suelo que pisaba y aún no podía creer lo afortunado que era por poder tocar con ella. Pero tampoco podía entender por qué aún no había publicado ninguno de sus temas nuevos.
—Lo siento, señora —dijo.
Ruthanna le dio un manotazo en el hombro.
—La palabra correcta es jefa.
Y con eso se giró sobre los talones y se dirigió al micrófono.
—Muy bien. ¡A tocar!
Debajo del chisporroteante cartel de neón en el que se leía CAT’S PAW SALOON, AnnieLee se alisó el pelo e inspiró profundamente.
—Puedes hacerlo —susurró—. A esto has venido.
No es que fuera un gran discurso motivador, pero suponía que tampoco era buena idea quedarse mucho rato hablando sola como una loca en mitad de la acera, así que tendría que conformarse con algo breve y conciso. Inspiró profundamente una vez más, abrió la puerta con determinación y entró.
Hacía fresco en el interior y estaba iluminado por la luz tenue de las guirnaldas de luces navideñas que decoraban el techo y las paredes. Al fondo, sobre el escenario, un hombre con un sombrero de vaquero grande de color negro tocaba una guitarra desvencijada y cantaba una canción de Willie Nelson con voz apagada y melancólica. A su derecha vio una larga barra de madera y, a su izquierda, una mujer con una camiseta que decía NO TE METAS CON TEXAS colocando las bolas en el triángulo sobre una mesa de billar de fieltro rojo. AnnieLee echó un vistazo al público, si es que podía llamarlo así, y decidió que la gente le parecía amable en general. Olía a cerveza y patatas fritas.
En otras palabras, el típico garito, un buen lugar para debutar en Nashville. Se dirigió a la barra y se sentó en un taburete sin hacer caso a las miradas de admiración que recibió.
El barman, un hombre de mediana edad con un bigote como un manillar, deslizó por la barra un posavasos de cartón.
—¿Qué puedo hacer por usted, señorita?
AnnieLee se tragó el miedo y le dirigió una sonrisa radiante como para iluminar un estadio.
—Puede dejarme subir a ese escenario cuando acabe ese tipo —dijo.
El barman resopló y le retiró el posavasos. Se agachó detrás de la barra y reapareció con un cuchillo en una mano y un limón gigante en la otra. AnnieLee lo miró cortar las rodajas que iba echando en el recipiente de los aderezos para las bebidas, al lado de una bandeja llena de guindas de color carmesí. No volvió a mirarla ni a dirigirle la palabra.
«¿Y ya está? ¿Ahora piensa hacer como si no estuviera aquí?»
Tamborileó con los dedos sobre la barra mientras miraba al cantante, que en ese momento estaba tocando los primeros acordes de un tema de Garth Brooks. Nadie parecía prestarle mucha atención. AnnieLee se preguntaba si se sentiría mal por no ser nada más que la música de fondo del local o si estar ahí arriba con una guitarra y un micrófono sería recompensa suficiente, porque si no lo estaba disfrutando lo suficiente, ella le cambiaría el sitio sin pensarlo.
Se retiró el pelo con un manotazo nervioso. Sabía que ella brillaría encima de aquel escenario, solo necesitaba que le dieran la oportunidad. Y Don Bigote tenía que ser el tipo que se la diera, porque le dolían tanto los pies que no podía dar un solo paso más.
Se volvió de nuevo hacia el barman, que había cambiado los limones por limas. Carraspeó, pero él siguió sin hacerle caso.
Vaciló un momento. Tenía las canciones, pero no se había preparado el rollo publicitario para acompañarlas.
«A ver —se dijo—, no has asaltado a ese camionero a punta de pistola para venir a Nashville y quedarte mirando a este tipo mientras corta una puta fruta, así que será mejor que abras esa bocaza y empieces a hablar.»
—Estoy segura de que todos los días viene por aquí gente que quiere cantar —le dijo al hombre—. Pero creo que yo tengo algo que te gustaría ver.
—¿Tus tetas? —dijo alguien con un susurro rasposo y obsceno justo detrás de ella.
AnnieLee se giró con el corazón a punto de salírsele por la boca y apretó los puños. El tipo, un viejo con las mejillas coloradas por la ginebra, retrocedió con cautela, aunque sin dejar de observarla con lascivia.
Cuando se dio cuenta de que no lo conocía, aflojó los puños.
—Cerdo.
—¿Solo un vistazo? —dijo él con tono suplicante.
Pero el barman lo había oído.
—Joder, Ray, ya vale —le gritó, sacudiéndolo con el paño de cocina—. Te han dicho que no. Vete a casa.
El tipo pestañeó con ojos de borracho.
—Pero Billy…
—No me hagas repetirlo, viejo asqueroso —dijo el barman.
Avergonzado de repente, el hombre miró a AnnieLee.
—Discúlpame —le dijo con una leve inclinación de cabeza y a continuación se fue dando tumbos hacia la puerta.
—Lo siento mucho —se disculpó Billy mirando al viejo. Llenó un vaso de agua y se lo ofreció.
AnnieLee se había quedado desconcertada, pero trató de que no se le notara. No era bueno mostrar vulnerabilidad.
—Estaba preparada para defenderme.
—Ya me he fijado. —Limpió la barra con pasadas enérgicas—. ¿Qué quieres tomar? Lo pondré en la cuenta de Ray. Te debe una.
—No quiero nada, gracias. —AnnieLee guardó silencio un momento mientras se infundía ánimo, tras lo cual se puso a hablar tan rápido que no le daba tiempo a respirar siquiera—. Mira, no puedo contarte cómo he llegado a Nashville sin incriminarme, y es una pena, porque es una buena historia, de verdad, pero sí puedo decirte por qué estoy aquí. Voy a triunfar como cantante o moriré en el intento. Me llamo AnnieLee Keyes, cumplí veinticinco la semana pasada y lo único que te pido es que me dejes subir ahí arriba a cantar. ¿Serás tú el que me dé esa primera oportunidad? Espero que sí. Y cuando sea famosa, le contaré a todo el mundo que todo se lo debo a Billy, el barman del Cat’s Paw Saloon.
Él volvió a resoplar, pero esta vez con más suavidad.
—Como si necesitara más aspirantes a cantantes desesperados en mi bar. —La miró con los ojos entornados—. Aunque tú no pareces desesperada, para serte sincero.
—Eso es porque parezco ambiciosa. —Se inclinó hacia él como si fuera a contarle un secreto—. Y también parece que me he maquillado en el baño de un Popeyes. —Le tendió un esbelto brazo—. Lo digo en serio, me he maquillado en el baño de uno. Lo que hueles aquí es pura eau de pollo frito.
El barman se quedó mirándola un momento y de pronto soltó una carcajada.
—Eres graciosa. La música country es un negocio duro. A lo mejor tendrías que plantearte tu futuro en el mundo de la comedia.
—Sí, lo tengo en la lista de cosas por hacer antes de morir, justo después de subir al Kilimanjaro y ser contorsionista del Circo del Sol. Pero antes tengo que cumplir este sueño, porque es el primero de la lista. ¿Quieres seguir dándome palique o quieres oír lo que tengo preparado?
—¿Sabes cantar?
—Como si me llamara Melodía.
Billy no contestó rápidamente. Bajó una botella de whisky del estante y sirvió un chupito. Pero en vez de ponérselo a un cliente, se lo bebió él.
Ella lo miraba con el corazón en un puño. No podría seguir fingiendo seguridad en sí misma mucho más, pero tampoco podía dejar escapar aquella oportunidad.
—Está bien, mira —insistió más seria—. Lo he dicho en broma. Me dan igual las montañas y los circos. Lo único que quiero es cantar.
El barman echó el vaso en el fregadero lleno de agua con jabón.
—¿Tienes idea de cuánta gente pasa por aquí a la semana en tu misma situación?
—Un millón, seguro —reconoció ella—. Pero yo soy una entre un millón, no una de un millón. Esa es la gran diferencia.
El hombre frunció los labios en actitud pensativa.
—Bueno, acabo de echar a mi actuación de relleno.
—¿Ray? —preguntó ella con sorpresa.
—Ese hombre es mejor que Johnny Cash cuando está sobrio.
AnnieLee se irguió en el asiento.
—Supongo que es mi noche de suerte —dijo.
—Supongo que sí —convino Billy.
AnnieLee se mordió el labio.
—Una cosa más. ¿Tendrías por aquí una guitarra para prestarme?
Si se había puesto nerviosa tratando de convencer al barman de que le diera la oportunidad de cantar, no era nada comparado con lo que sintió mientras esperaba al fondo del bar a que llegara su turno de subir al escenario. Sentía una presión en el pecho tan grande por culpa de los nervios que pensó que estaba sufriendo un infarto.
«Inspira profundamente, niña. Esto no es el parque de bomberos», se dijo.
Acarició el borde de la foto de Emmylou Harris que había colgada en la pared y sacudió una mota de ceniza del marco de la foto de Ruthanna Ryder con la esperanza de que el espíritu de las grandes damas del country le diera fuerzas de alguna manera.
Recorrió la sala con la mirada tratando de respirar lenta y profundamente. Solo había unas cuantas docenas de personas en el bar y la mayoría ni siquiera levantarían la mirada de su cerveza cuando empezara a cantar. Entonces ¿por qué estaba tan nerviosa? Le sudaban las manos y tenía las mejillas calientes como una sartén.
A lo mejor era porque nunca más tendría una primera oportunidad. O tal vez porque estaba asustada y sola y necesitaba una señal de que no estaba cometiendo un error monumental.
El cantante del sombrero gigante y la baqueteada guitarra Martin se bajó del escenario con un aplauso tibio por parte del público. Pasó junto a ella camino de la barra.
—Buena suerte, chica —le dijo con voz ronca.
Le tocaba el turno de subir aquellos tres escalones tan difíciles.
Subió sin tropezarse y sin darse media vuelta para salir por patas, algo que se le pasó por la cabeza durante un segundo. Le temblaban las piernas y el corazón se le iba a salir por la boca, hasta el punto de que pensó que no sería capaz de cantar. Se hundió en la silla plegable. Sin levantar la cabeza, movió el micrófono de abajo, de manera que quedara justo delante de la boca de la guitarra, y luego ajustó el micro vocal para que le llegara a la altura de los labios. Cuando levantó la cabeza dispuesta a mirar a su público, se dio cuenta de que no veía nada ni a nadie con la luz del foco que le daba en la cara.
«Bueno, probablemente sea mejor así», pensó.
Se aclaró la garganta antes de hablar.
—Buenas noches —dijo a duras penas, y el micro se acopló con un chirrido. Dio un salto asustada, pero se recompuso y empezó de nuevo—. Perdón. Soy un poco nueva en esto. Espero que mi voz suene mejor.
Alguien de la primera fila se rio por lo bajo. Animada, AnnieLee acarició las cuerdas de la guitarra con suavidad.
—Quiero daros las gracias por acompañarme esta noche —dijo mientras movía la clavija para afinar la primera cuerda—. Aquí, en Nashville, seguro que habéis visto más música en vivo que yo comida caliente.
Rasgueó una progresión de acordes que imaginó que conocerían, Crazy, y vio que Billy asentía con la cabeza con gesto de aprobación.
Lo más seguro era tocar una versión, eso lo sabía. Algo clásico y querido por todos, o una canción que los presentes de mediana edad hubieran cantado cuando iban al instituto. Strawberry Wine, tal vez, o Friends in Low Places.
Pero, cuando ya estaba preparada para interpretar a Patsy Cline, AnnieLee vaciló. Era ella la que estaba en el escenario, era su oportunidad. ¿Por qué cantar las canciones de otro cuando podía cantar las suyas?
Se detuvo en el acorde de do séptima de dominante y dejó que las notas flotaran en el aire.
—¿Sabéis qué? Creo que voy a tocar una canción que no habéis oído nunca —dijo—. Una canción tan nueva que nunca la he cantado delante de gente. —Hizo un rasgueo, sol, después mi menor y después re—. Nadie va a confundirme con Maybelle Carter por hacer esto, pero sé tocar los acordes. Y según tengo entendido, os basta con tres acordes y la verdad,2 ¿no es así?
Se oyó a alguien jalear alegremente al fondo de la sala, pero AnnieLee no sabría decir si era por lo que acababa de decir o porque un jugador había metido una bola en una tronera.
—Pero será mejor que deje de hablar y empiece a cantar, ¿no os parece?
Sonrió con nerviosismo mientras daba a la guitarra una palmada con aire desenvuelto. Sabía cómo se hacía. Estaba preparada. Solo tenía que relajarse.
Los dedos de la mano izquierda buscaron la posición y empezó a golpear el gastado suelo con el pie al tiempo que tocaba las primeras notas. Se trastabilló una vez, se detuvo y volvió a empezar. Y después, cuando se le calentaron los dedos, comenzó a cantar.
Is it easy?
No it ain’t
La voz le temblaba y el miedo le atenazaba la garganta. «Dios mío, no dejes que la cague», pensó.
Can I fix it?
No I cain’t
Sonaba vacilante y los nervios convirtieron su voz en un leve y oscilante vibrato.
But I sure ain’t gonna take it lyin’ down
En algún lugar de la sala, una botella cayó al suelo y se hizo añicos.
Will I make it?
Maybe so
Cerró los ojos para protegerse de la ardiente luz del foco e imaginó que estaba lejos del Cat’s Paw Saloon, en otro tiempo y lugar; era pequeña y le cantaba a su osito de peluche usando un cepillo del pelo como micrófono. Por entonces se imaginaba delante de un público enorme que escuchaba emocionado cada nota. Pero en ese momento se imaginaba justo lo contrario: un osito de peluche solo, medio borracho a base de cerveza Miller Lite, que ni siquiera se molestaba en escuchar.
Imaginárselo hizo que se sintiera diez veces mejor, y cuando llegó al estribillo su voz sonaba más firme. Una voz que gruñía, gritaba e imploraba.
Gotta woman up and take it like a man
Notó que el público le prestaba más atención. Sus dedos volaban sobre las cuerdas y al llegar a la segunda estrofa ya cantaba a pleno pulmón. Cantaba porque la hacía feliz y como si le fuera la vida en ello.
Porque sabía que así era.
2 El compositor de country Harlan Howard (1927-2002) acuñó esta frase para definir una gran canción de country: Three chords and the truth (Tres acordes y la verdad). Desde entonces, infinidad de músicos han utilizado esta frase como título de álbumes y canciones o la han mencionado en sus letras.
—No mentías cuando dijiste que sabías cantar —dijo Billy mientras servía una ronda de chupitos para unos alborotadores sentados en una mesa al fondo de la sala.
AnnieLee bebió un sorbo de su agua con gas y después se puso el vaso frío contra las mejillas ardientes. Aún no se le había calmado el pulso y el sonido de los aplausos y los vítores del público seguía resonándole en los oídos.
—Yo no miento —dijo ella, apartándose el flequillo húmedo de la frente. Vale que tal vez hubiera incumplido una o dos leyes o que evitara responder a ciertas preguntas directas, pero siempre decía la verdad, a menos que le fuera totalmente imposible. Su padrastro era un charlatán y un mentiroso, y ella no quería parecerse a él en absoluto.
»¿Significa eso que me dejarás que vuelva otro día? —preguntó.
El hombre guardó silencio un momento y luego asintió una sola vez.
—Creo que a lo mejor te dejo.
—Pues será un honor —contestó ella.
Había cantado cuatro de sus canciones propias, pero había pensado que sería mejor no abusar de la buena acogida de Nashville y por eso había decidido coger la vieja guitarra debajo del brazo y bajarse del escenario. Pero entonces los habituales del bar habían empezado a aporrear el suelo con los pies y Billy se había puesto a hacerle señas como un loco desde la barra al tiempo que le gritaba: «¡Quédate en el escenario, chica! ¡Adelante!».
Por un momento se había quedado de pie allí arriba, paralizada bajo los potentes focos, dudando seriamente que aquello fuera real. Había imaginado tantas veces una noche como aquella que de repente le daba miedo que fuera algo sacado directamente de su desbordante imaginación. A lo mejor se había quedado dormida en un banco de un parque y estaba soñando. O lo mismo había hecho volcar aquel tráiler enorme en una cuneta y lo del Cat’s Paw Saloon no era más que una alucinación y en realidad estaba en una cama de hospital, no más real que el deseo íntimo y secreto de una cría.
—¿Es fácil? —gritó alguien—. ¡No lo es!
Aquellas cinco simples palabras habían roto el hechizo y la habían devuelto a la realidad. Había vuelto a sentarse en la desvencijada silla del escenario. Y a continuación, sudando por el bigote y el cuello, había tenido que confesar que no podía cantar más canciones originales.
—He estado viajando mucho últimamente —dijo—, y tengo un poco oxidado mi catálogo de fondo. —Se rio—. Pero sí que puedo tocar un clásico bueno, algo que no he escrito yo.
Empezó a tocar los primeros acordes de un himno clásico, I’ll Fly Away, cuando alguien al fondo de la sala gritó:
—¡Toca otra vez tus canciones!
Y así, sin saber muy bien qué otra cosa hacer, había hecho lo que le pedían, una tras otra. Y le había parecido que al público le gustaron aún más que la primera vez. Hasta corearon los estribillos y todo.
Ahora, sentada cómodamente en un taburete en la barra, AnnieLee no sabría decir si se alegraba de que se le hubiera terminado el repertorio o si quería subirse al escenario otra vez y cantarlo de nuevo.
Billy le tendió la carta, pero ella la rechazó. No podía admitir que no tenía dinero para pagarse la cena. Quería que la recordaran por su actuación, no por ser pobre. Además, llevaba barritas de cereales y frutos secos en la mochila, así que no iba a morirse de hambre.
Al menos por el momento.
—Como quieras —dijo el barman cordialmente.
—Las hamburguesas de aquí están buenas —dijo alguien—. Aunque es carne de gato, ya sabes.
Se giró en el taburete y vio a un hombre con camisa vaquera y tejanos desgastados que le sonreía. Tenía el pelo castaño y los ojos negros como el carbón, y unas piernas largas como las de Johnny Cash de joven. Se le quitó el hipo al verlo. Tenía el rostro más bonito que había visto en la vida.
—Es broma. Espero que lo hayas notado —dijo tendiéndole la mano—. Me llamo Ethan Blake. Y soy muy fan.
AnnieLee inspiró lenta y profundamente. Prefería morirse mil veces a dejar que viera lo nerviosa que la había puesto.
—Conque sí, ¿eh? —preguntó ella.
El tipo sonrió aún más, y se le formaron unos hoyuelos en las mejillas, ligeramente ensombrecidas por una barba incipiente.
—Sí —confirmó él—. Soy muy fan de verdad y me llamo Ethan de verdad. —Señaló el taburete vacío que había al lado de ella—. ¿Te importa que me siente contigo?
Ella clavó la vista en su bebida; los cubitos de hielo estaban derretidos casi por completo.
—Como quieras —contestó.
—¿Me dejas que te invite a una cerveza? —preguntó él—. ¿O a una copa de vino o a un cartón de leche?
Ella contuvo la sonrisa mientras removía los restos del agua con la pajita.
—No, gracias.
—Lo has hecho muy bien —dijo él—. ¿Has escrito tú todas esas canciones?
Aquello hizo que lo mirase de nuevo, y esta vez sus ojos lanzaban chispas.
—Por supuesto. ¿Te sorprende, Ethan Blake? ¿Te parece que soy demasiado joven para haberlas escrito? ¿Demasiado dócil? ¿Demasiado femenina?
Él levantó una mano.
—No, no, no, en absoluto. Perdona. Solo quería charlar un poco.
AnnieLee corrió un poco su taburete para apartarse de él. Lo último que necesitaba era que un tío le pegara, por muy guapo que fuera.
—Es que no suelo hablar con desconocidos.
—Vale, lo pillo —contestó él, y le pareció que lo hizo de buen talante, no a la defensiva—. Me parece bien. Pero Nashville es una ciudad pequeña y puede que algún día seamos amigos.
—Lo dudo —dijo ella.
Él dejó un billete de veinte en la barra y le gritó al barman:
—A ver si tú la convences para que se tome algo, Billy. Lo ha hecho muy bien en el escenario.
Y se alejó. AnnieLee lo vio marcharse, preparada para apartar la mirada si se daba la vuelta. Pero no lo hizo. Agarró la misma guitarra vieja del bar y se dirigió al escenario.
AnnieLee sintió que el alma se le caía a los pies. «Mira que eres idiota, Keyes, no has podido ser más borde», pensó.
AnnieLee agarró su abrigo y salió del bar antes de que Ethan Blake empezase a tocar. Si era malo, no quería escucharlo. Y si era bueno… prefería no saberlo. No tenía sentido pasarse la noche entera fustigándose por haber sido una impertinente con el nuevo Luke Combs. Bastante la habían golpeado ya.
Fuera hacía fresco y la calle estaba vacía y silenciosa. Lower Broadway, el semillero de garitos con actuaciones musicales de Nashville, estaba unas cuantas manzanas más abajo, en dirección este. Pero desde donde estaba en ese momento no se oía nada más que el zumbido eléctrico de una farola y el aullido de una sirena de policía a lo lejos.
Tras mirar a un lado y a otro para asegurarse de que estaba sola, se encogió de hombros y echó a andar. La brisa de principios de primavera era fresca y todavía tenía la camisa húmeda de sudor. Caminaba con paso ligero, alerta, deteniéndose cada poco para mirar hacia atrás, cauta como un conejo en campo abierto.
Pero nadie la seguía. Recorrió las calles bajo manzanos silvestres cuyas flores recién salidas parecían brillar en la oscuridad. Dobló una esquina, y después otra, en dirección al agua.
Siguiendo el río Cumberland, que serpenteaba a lo largo de toda la ciudad, había una zona de parque alargada en la que AnnieLee llevaba durmiendo los últimos dos días. Había dormido en sitios mejores, eso seguro. Y también peores.
Cruzó Gay Street y trepó por un murete de piedra de baja altura, y en apenas unos pasos llegó a los árboles, que estaban echando las hojas nuevas. Aunque había salido de Houston con veintisiete grados, la primavera se estaba retrasando en Tennessee. Oía el rumor del agua del río y el sonido del tráfico que cruzaba el puente.
Se agachó entre dos hortensias gigantes y buscó la mochila donde la había dejado escondida. Sacó de ella la esterilla y la extendió sobre una zona lisa debajo de un olmo tarareando para sí suavemente, casi sin melodía. A continuación desenrolló el delgado saco de dormir que había sacado (además de una navaja suiza de imitación, cuarenta dólares en efectivo y una proposición indecente) a cambio de Maybelle en la casa de empeños.
Un jersey doblado le hacía de almohada. El parpadeo de un letrero de neón de Coca-Cola al otro lado de la calle se colaba entre la maraña de ramas.
Dormir al raso le recordaba las noches de verano cuando era niña y se tumbaba en la parte de atrás de la camioneta pickup de su madre aparcada en el camino de entrada de su casa. Mary Grace vivía felizmente todavía y a veces se tumbaba con su hija bajo las estrellas y le cantaba viejas canciones de cuna populares, como 500 Miles o Star of the County Down.
Por aquella época, quedarse dormida junto a su madre bajo un cielo cubierto de estrellas había sido una aventura. Pero dormir al raso como en ese momento no era más que una necesidad fría y solitaria.
Una racha de viento arrastró un montón de hojas muertas del invierno y un trozo de papel arrancado de un cuaderno hacia la cara de AnnieLee. Cuando las apartó con la mano, vio las palabras «jamás había sentido nada igual y fue…» escritas con rotulador negro en el papel. Habían arrancado el resto.
Se preguntó si aquella nota habría llegado a la persona a la que iba dirigida o si la habrían hecho un gurruño y la habrían tirado entre los arbustos.
—Líneas escritas pero nunca leídas, como una canción que pronuncias solo en tu cabeza —canturreó en voz baja.
Calló un momento para reajustar la almohada improvisada. Si ganara una moneda por cada retazo de canción que había escrito a lo largo de su vida, en ese momento estaría acurrucada entre sábanas de seiscientos hilos en un hotel de lujo en vez de metida en un saco de dormir de poliéster de una casa de empeños debajo de un puto olmo.
Cerró los ojos y regresó mentalmente a unas horas antes esa misma noche, cuando se subió por primera vez a un escenario y le abrió el corazón al público. A lo mejor salía una canción de esa experiencia. Desde luego, cómo había llegado hasta allí y de lo que huía daba para una buena historia. Cuando empezó a quedarse dormida, pensó en Ethan Blake y sus cálidos ojos oscuros.
Al rato llegaron los sueños, y en ellos AnnieLee hablaba en alto. Las palabras no tenían sentido al principio, y, de repente, pronunció un nombre.
—Rose —masculló apretándose más dentro del saco—. ¡Rose! —Levantó los brazos como para protegerse de un golpe—. ¡Cuidado, Rose!
Ethan Blake llegó a casa de Ruthanna el martes tan temprano que tuvo que esperar veinte minutos en su camioneta a que se hiciera la hora de presentarse en la entrada de la cocina.
—Buenos días —dijo mientras Biscuit, el gato de la cantante, se le enroscaba en las piernas. Se agachó a acariciarle la cabeza gris.
—Ya lo creo que lo son —contestó Ruthanna, que se encontraba en su lugar favorito de la enorme casa, acurrucada entre los cojines del banco del mirador mientras el sol le acariciaba el cabello caoba cobrizo—. ¿Quieres café?
—Gracias, estoy bien —contestó él. Había parado en Bongo Java de camino. Además, Maya, que estaba delante de la cocina en ese momento, hacía un café tan fuerte que cuando lo bebías sentías que te levantaba el esmalte de los dientes. Dejó la guitarra en su estuche en el suelo de baldosas hidráulicas y cogió una manzana de un frutero enorme situado en la isla de la cocina—. Anoche estuve escuchando a alguien nuevo y fue alucinante.
Ruthanna miró a Maya de soslayo y esta se rio por lo bajo. Ethan se preparó para las pullas que sabía que le iban a caer.
—Y dime, Blake —dijo Ruthanna—, ¿qué era más alucinante, su cara o sus tetas?
—¿Cómo sabes que era una mujer? —preguntó él con la boca llena.
—Porque no soy idiota —respondió la cantante.
—Vale, pero no sé por qué tienes que pensar siempre lo peor de mí. Me refería a su voz.
—Ya, ya —dijo Maya sirviéndose una taza de su café asesino.
—Cantaba como los ángeles, ¿no? —preguntó Ruthanna.
—Es una forma de decirlo muy manida, pero sí —dijo él, conmovido aún por la fuerza contundente de sus letras y el inconmensurable anhelo presente en su voz—. Cantaba como un ángel expulsado del paraíso que desea subir volando al lugar que le pertenece.
Ruthanna se quedó mirándolo.
—Una forma muy poética y muy pretenciosa de describirla para ser solo las nueve de la mañana. Y si te soy sincera, me da que es tristona.
Ethan puso los ojos en blanco y Ruthanna se rio.
—Pero estaba muy buena, ¿a que sí?
—Eso no tiene nada que ver.
—Pues claro que tiene que ver —dijo la cantante—. ¿Qué era lo que decía ese viejo poeta, Tennyson? «En primavera los intereses del hombre joven se tornan prestos en pensamientos amorosos.»
—¿Y ahora quién se pone poética? —preguntó Maya—. Además, creo que ese poema tiene un final trágico.
—En serio, Ruthanna, creo que te gustaría —insistió Ethan—. Es buena y estaba tocando en el Cat’s Paw. Ese es tu bar, acuérdate, y me imagino que algún derecho tendrás.
Ruthanna se levantó del banco y cruzó la cocina con sus zapatillas de estar en casa de terciopelo dorado.
—No sé de qué derechos hablas. Que haya cantado en mi bar no me convierte en su propietaria, palurdo. Y, además, no me interesan las aspirantes a cantantes de country. Me da igual que esa chica haya nacido con un dobro en la mano y una armónica en la boca. —Ruthanna había cogido carrerilla y sus frases se convertían en versos de una canción que iba componiendo sobre la marcha—. Me da igual que sea un sol de chica o que pueda cantar a grito pelado las notas altas de Crazy —canturreó.
—Ruthanna está retirada y se merece poder no hacer nada —intervino Maya con su tono bajo y cálido de contralto.
Ethan se echó a reír, no pudo evitarlo.
—¿Habéis acabado ya?
Las mujeres se volvieron hacia él con una gran sonrisa.
—Es posible —contestó Ruthanna—. No se me ocurre nada más que rime con «pelado».
—¿«Embelesado»? —sugirió Maya.
—Hazme caso —dijo Ethan—. No lo digo porque yo vaya a sacar algo, lo digo porque creo de verdad que esa chica podría gustarte. —Le dio una palmadita en el hombro—. Se parece mucho a ti —d
